Romano Guardini

La rendición de cuentas y la pérdida del paraíso

 El hombre fracasó en la prueba. Quiso ser "como Dios", señor de las cosas y de sí mismo. Con eso se destruyó el Paraíso y todo lo que éste significaba para el hombre y su obra.

En el tercer capítulo del Génesis se dice: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la vista del Señor Dios, entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? El contestó: Oí tu voz en el jardín: tuve miedo porque estoy desnudo y me escondí. El dijo: ¿Quién te ha enseñado que estás desnudo? ¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí? El hombre contestó: La mujer que me has dado por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces dijo el Señor Dios a la mujer: ¿Qué has hecho? La mujer contestó: La serpiente me sedujo, y comí" (Gn 3, 13).

Y al final del capítulo se dice: "Echó al hombre, le hizo vivir al Este del Edén, y puso los querubines y la espada llameante para guardar el camino al árbol de la vida" (24).

Una vez más la Revelación habla por imágenes. Son sencillas, casi infantiles, pero grandiosas y de profundidad inagotable para quien les pregunte como es debido.

Los hombres creyeron más al tentador que a Dios. En la medida en que se entregaron a sus palabras, se les volvió confusa la verdad que formaba la base de su existencia: que sólo Dios es Dios, y ellos en cambio sus criaturas; Él era el modelo, y ellos en cambio imágenes: Él. Señor por esencia; ellos, señores por Su gracia. Sólo a partir de esa verdad se hubiera podido realizar su vida justamente, con grandeza y fecundidad. Pero se extraviaron de ella, y en la medida en que esto ocurrió, les pareció seductor lo prohibido y sucumbieron al tentador. Entonces quedan ahí, seducidos; confundidos en el núcleo de su existencia, despojados de lo auténtico de su vida y obra, encendidos de vergüenza.

¿Y qué ocurre? "Oyen" a Dios, sienten que viene ¡y se esconden! Nos cuesta trabajo compenetrarnos reflexivamente con lo que ahí ocurre. El hombre se esconde ante Aquél de cuya mano recibe constantemente la vida, y se recibe a sí mismo, y las cosas, y la posibilidad de reinar y crear, de ser fecundo y feliz. Ante Éste se esconde. En tal impulso se expresa la terrible contradicción que ha aparecido en su existencia. De acuerdo con la verdad, tendría que partir elementalmente de la naturaleza humana el movimiento hacia Dios, hacia su proximidad, en que surge todo bien; estar abierto ante Él y en Él. En vez de eso, está la torturada insensatez de esconderse ante Él, de querer apartarse de Él; tan sin sentido como antes el deseo de ser como Él. Pero la vergüenza es expresión de la conciencia de haber sido llevado con engaño a esa insoportable contradicción. Entonces Dios pregunta al hombre: "¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí?" No es la pregunta del que todo lo sabe, que no necesita preguntar: es la del juez, que pide que se le rindan cuentas, y exige que el culpable se haga responsable; que confiese lo que ha hecho ante Quien ha puesto el mandato, y que se atenga a su acción. Ese es el comienzo del acabamiento de lo ocurrido, el primer paso hacia lo nuevo; y quién sabe lo que habría sido posible si el hombre hubiera dicho la verdad. En vez de eso, elude su responsabilidad.

El hombre dice: "La mujer que me has dado por compañera me dió del árbol, y comí." ¡Cómo queda todo destruido ahí! Cuando Dios le presentó la mujer, él sintió júbilo por aquella perfecta compañera; por eso habría debido, a pesar de todo, defenderla, ponerse ante ella; ¡y cómo lo hubiera estimado esto Dios, el Dios de toda nobleza! Pero el que había tenido pretensiones de ser soberano del mundo, deja a su compañera en la estacada y le endosa su responsabilidad. ¡Qué revelación! ¡Cómo se hace aquí evidente que la rebelión contra Dios no era en absoluto grandiosa, en absoluto heroica, sino en el fondo mezquina, porque tapa la verdad con mentiras!

Entonces Dios se vuelve a la mujer y pregunta: "¿Qué has hecho?" Otra vez, es el momento de atenerse a la propia acción. Pero ella contesta: "La serpiente me sedujo, y comí." También ella se esquiva. También ella elude la responsabilidad. Los dos fallan. El hombre falla en la verdad y en la obediencia ante el mandato, en la fidelidad a la confianza de Dios; pero también en la valentía moral, así como en la decadencia personal ante sí y ante su compañera.

Pero ha ocurrido algo peor. En la respuesta del hombre hay unas palabras que con facilidad se pasan por alto: No dice sólo: "mi mujer me dio del árbol", sino "la mujer que me has dado por compañera" lo hizo. Y esto significa: ¡Tú tienes la culpa!

La rebelión que el hombre había emprendido antes como desobediencia contra el mandato de Dios, ahora se prolonga en la acusación: Tú, Dios, eres responsable de lo que he hecho yo. Con eso discute a su Juez el derecho de considerarle responsable, y comienza la acusación que desde ahí atravesará la Historia entera: Dios mismo tiene la culpa del mal que hacen los hombres, y de la condenación que de ello se les deriva. El ha creado a los hombres como son; les ha dado la libertad, y con ella, la posibilidad de actuar contra el bien; ha previsto lo que harían, y sin embargo, les ha puesto en esa situación la existencia entera está formada de tal modo que no se marcha por ella sin el mal... y tantas otras maneras como el hombre vuelve del revés el juicio, intentando convertirse en juez y convertir a Dios en acusado.

Entonces pronuncia Dios la sentencia: Perderán el Paraíso. "Le echó del Edén para que cultivase el suelo de que había salido" (23). Cada palabra es importante en estas escuetas frases.

Los primeros hombres tienen que marcharse del Paraíso, "fuera". ¿Y qué hay fuera? El suelo, "la tierra" que el hombre ha de cultivar ahora. Pero también el jardín era "tierra". Y ya en él se había dicho: "El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y cuidara" (Gen., 2,15). Tierra tanto en un sitio como en otro. Es decir, las cosas son iguales, e igual es la acción. Pero allí esa tierra estaba en el ámbito de la voluntad y el agrado de Dios; del respeto y la obediencia del hombre. Era Paraíso. En cambio ahora es la tierra que el hombre ha desgajado de la armonía con Dios: es una cosa extraña y lo sigue siendo, a pesar de todos los esfuerzos por formar una patria en tierra y casa, en la obra humana y la comunidad de los hombres. Y en tanto que el hombre hacía allí su trabajo en paz con Dios, y resultaba libre y fecundo, ahora se ha levantado contra el Señor del mundo, y su trabajo estará en una difícil situación.

Contra interpretaciones falsas del Paraíso, ya hemos dicho antes que en él había de tener lugar todo lo que forma la vida y el trabajo humano; en acuerdo con Dios y en una creación que se ajustaría dócilmente a la soberanía del hombre. Ahora ha quedado destruido el campo de fuerza de ese acuerdo. Las cosas se han vuelto duras y pesadas. Se han vuelto como son hoy, resistentes y reacias. Pero dejémonos aleccionar por la palabra de Dios: que la situación en que ahora están las cosas no es su situación más original: que su conexión con el hombre no es esa Naturaleza que Dios había querido, confiada y amistosa; sino que en nuestra relación con ella se ha roto algo. Si tenemos ojos para ver y corazón para sentir, notamos que en todas las relaciones que el hombre puede tener con las cosas hay algo que no está en orden. Y no nos dejemos apartar engañosamente de esta experiencia por persuasiones sobre el progreso, que, según se dice, cada vez sube más y más alto, y lo hace todo cada vez mejor. Pues ese progreso mismo tampoco está en orden, y no porque unas cosas sean falsas, y otras todavía interminadas, y el conjunto todavía no lleve bastante tiempo en marcha, sino porque hay algo deformado en lo íntimo de la relación del hombre con todas las cosas.

La Escritura dice todavía algo más, que abre una nueva profundidad. Se había dicho: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la vista del Señor, entre los árboles del jardín" (Gn 3, 8). ¿Nos hemos acercado ya a todo lo que se dice en estas palabras?

Ante todo, estamos tentados a oírlo como palabras de cuentos de niños: El buen Dios ha salido a pasear por su bello jardín, por la tarde, cuando soplaba la brisa fresca, y miraba si todo estaba en orden... Pero no es así. No son palabras de cuento, sino que vuelven a ponernos ante los ojos una imagen, que hemos de ver y percibir como tal imagen; entonces nos manifestará cosas muy profundas. Pero antes debemos tomar otro punto de partida.

Entre las tareas que plantea al hombre la maduración religiosa, está la de aprender a concebir adecuadamente a Dios. Para eso tiene que buscarse los conceptos con que pueda hacerlo. Pero ¿dónde los encuentra? De niños, los encontrábamos en los conceptos del trato diario con nuestro padre, nuestra madre y las cosas de nuestro mundo circundante. Así, Dios "venía", y "hablaba", y "hacía" esto o lo otro. Eso estaba en orden y no había nada que objetar. Pero luego nos hicimos conscientes y críticos, y dejamos a un lado los conceptos infantiles: o digamos más exactamente: los formábamos en lo hondo del ánimo, en la oración y en el sueño. Pero para Dios aprendimos el concepto del Ser Supremo, al esforzarnos en evitar todo lo que es defectivo, limitado y transitorio, conservando sólo lo que tuviera pleno sentido y fuera perfecto. Así formamos el concepto de Dios como el Santo de todo lo Santo y el Ser Absoluto; El que todo lo sabe y puede, el Eterno y Feliz. Alcanzar este concepto ha sido quizá la suprema realización de la historia humana; y cada cual de nosotros debe volver a darse cuenta de él, como por primera vez, porque no puede pensar a Dios sin ese concepto. Pero ¿basta? ¿Con él solo hacemos justicia a la realidad de Dios, tal como se testimonia en la Revelación? ¿Podemos asumir en él todo lo que dice la Escritura, sin que se nos vuelva irreal y pálido?

Tomemos un ejemplo. Si alguien hablara de un amigo mío y dijera: Nació y morirá; tiene entendimiento, tiene el don de la libertad y la sensibilidad; trabaja, disfruta y padece; ¿me quedaría yo satisfecho? Respondería: Lo que dices es cierto; es la verdad universal que se ajusta a todo hombre normal. Pero ahí falta lo más importante, es decir, él mismo: ese ser vivo, personal, inconfundible con nadie, que yo conozco y quiero, y con el que me gusta tratar. Si falta eso, falta entonces lo auténtico.

Esto ocurre también con Dios. Si nos familiarizamos más con la Sagrada Escritura, nos damos cuenta de algo que al principio quizá nos deja perplejos, pero que luego se hace cada vez más importante: que es demasiado poco decir de Él solamente: Es el Santo Supremo, el Todopoderoso, el Omnisciente, en una palabra, el Absoluto. Es demasiado poco de lo más importante: de Él mismo. Su personalidad viva, su autenticidad tiene que formar parte integrante de la expresión sobre Dios, para que ésta sea capaz de asumir todo lo que dice de Él la Revelación. Para ello necesito imágenes tomadas de las cosas de la Naturaleza, de la vida de los hombres. Por ejemplo, digo: Dios es luz; como está en el prólogo del Evangelio de San Juan. Es una imagen, y tengo que dejarla como imagen, para no destrozarla. No puedo sustituirla con las expresiones: En Dios no hay error ni mentira ni ignorancia, sino sólo verdad y comprensión. Todo esto, naturalmente, sería cierto, pero habría desaparecido la imagen, y con ella lo auténticamente significado. No: sino: Dios es luz. Incluso, la luz, la luz una y única; y cuanto se llame luz en el mundo, es un reflejo de ella... Lo mismo ocurre con todas las expresiones concretas de la Sagrada Escritura, cuando se dice que Dios viene, y habita, y ve, y mira, y actúa; y todas las innumerables cosas que se dicen de su ser y conducta personales.

En la historia de la maduración religiosa que acabamos de indicar, hemos aprendido y entendido poco a poco que no se hace justicia a la sagrada realidad de Dios si se le piensa sólo como el Ser absoluto, sino que se le debe pensar como lo hace la Escritura, con todas las expresiones concretas y vivas que se dan en Él. Y no son concesiones, como se hacen a los ignorantes que no son capaces de pensar exactamente de modo filosófico o teológico, sino que son correctas: naturalmente, con tal que al mismo tiempo se conserve sólidamente el elemento de absoluto. Este "al mismo tiempo", "juntamente", es cierto que no se puede realizar lógicamente, pero el corazón percibe la verdad. Es lo que expresa el nombre con que le llama la Escritura: "el Dios vivo"; y el otro nombre con que le llama el corazón cuando percibe su proximidad: "Dios mío", para cada hombre, "mío", y mío como de nadie más. Si el creyente llega ahí en la marcha de su aprendizaje, entonces recupera el lenguaje de su infancia, pero conservando el producto de su pensamiento maduro, el concepto de absoluto. Si ahora intenta pensar las cosas de Dios, le llegan los conceptos desde las dos fuentes y son igualmente vivos y exactos.

Ha sido un largo rodeo, pero nos han enseñado algo que es importante para esta ocasión. Ahora volvamos a nuestro texto: aquí hay una imagen así para la vitalidad de Dios. Él ha dado al hombre el Paraíso; un "jardín" en que tenía que vivir, cuidándolo. Pero detrás de eso hay otra cosa sin expresar: Que en ese dominio de toda abundancia habita Él mismo; y que Él otorga al hombre su sagrada confianza. Y cuando, después del ardor del día, a la hora en que el viento de la tarde trae frescura, el gran Señor va por el jardín, entonces vienen ante Él sus hombres y hablan con Él.

¿No es hermosa la imagen? ¿Tan hermosa que le mueve a uno el corazón, al ver cómo los hombres, seres puros y nobles, se acercan a su Creador y hablan con Él en el acuerdo de la confianza amorosa? ¿Y de qué hablan? Pienso yo: del mundo. Hablan con Dios de la tierra, de los árboles, del sol, de todo lo que Él ha creado. No en idilio juguetón, sino seriamente, ávidos de conocer. Pero de conocer como sólo se puede conocer juntamente con Dios, de tal modo que se unen el pensamiento y la oración, el conocimiento y la experiencia. ¡Cómo deberían resplandecer las cosas en esa conversación! ¡Cómo debía abrirse ante los hombres todo lo que existe, tan claro como profundo! ¿A dónde tiende la pregunta del niño cuando quiere saber: Madre, qué es esto? A algo que en el fondo no le puede decir ninguna madre. Pues al contestarle, le dice palabras y conceptos. Y el niño querría saber cómo son realmente las cosas; y saberlo de veras, en el fulgor interior de su ser. Pero eso no lo puede dar ningún hombre: sólo lo puede Dios. Cuando lo da, el interior del hombre exclama: ¡Sí, eso es!

... Pienso que en esos diálogos con el Señor del Paraíso, en la hora de la confianza, los hombres aprendieron y comprendieron lo que no hace comprender ninguna ciencia.

Y sobre ellos mismos hablaban a Dios. Él les respondía, y ellos entendían. ¿Entendemos nosotros, amigos míos? ¿Entendemos lo que está más cerca de nosotros, muy cerca, porque lo somos nosotros mismos? ¿Entendemos por qué hemos hecho esto o aquello? ¿Por qué esto nos alegra, lo otro nos turba, lo otro nos estremece? ¿Lo entendemos realmente, desde el fondo? ¿Entendemos este mundo tan entretejido, tan estratificado hacia abajo como hacia arriba, que somos nosotros mismos? ¿Me resulta claro quién soy yo? ¿Que yo exista, en vez de no ser? De todo esto, nuestro espíritu no capta nunca más que algunos hilos, algunos movimientos, un acontecer y pasar que se manifiesta indeterminadamente; pero ¿entendemos realmente?

El hombre es muy grande y vive muy altamente más allá de sí mismo, y muy profundamente dentro de sí; si pregunta con seriedad: qué, y quién y cómo, y por qué, entonces sólo Dios puede contestar. Una vez contestaba Él, y ¡qué bondadosamente serias, qué íntimamente convincentes debieron ser sus respuestas! Toda respuesta, conteniéndole a Él mismo; a Él, como lo que debe ser pensado dentro de cada pensamiento, y dicho dentro de cada palabra; debe respuesta realmente verdadera y plena.

Y ahora imaginémonos lo que saldría de ahí: ¡qué riqueza de vida humana, qué plenitud de trabajo humano! Pero todo esto lo hemos pensado sólo para tener que decir que el hombre, con el destrozo de la culpa, huyó de esa proximidad sagrada, y se escondió de Dios "entre los árboles del jardín", entre la Naturaleza, que se le hizo extraña.

La Muerte

Dentro de lo que cuenta el Génesis sobre el Paraíso, encontramos una expresión que nos choca como muy extraña, porque contradice nuestra imagen del hombre y de su vida: esto es, la declaración de que si hubiera permanecido fiel en la prueba, no habría tenido que morir.

Se podría pensar entonces que se tratara de un tema subsidiario, con carácter de leyenda, que cabría incluso desprender sin perjudicar lo esencial de la Revelación sobre el Paraíso. Pero pronto se ve que esto no es posible. Pues lo que dice Dios al primer hombre, es tan claro como apremiante: "Puedes comer de todos los árboles del jardín. Solamente del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día en que lo comas, debes morir" (Gn 2, 16-17). El texto hebreo habla de modo aún más tajante: "debes morir la muerte", o, como traducen otros: "debes morir, sí, morir".

En su diálogo con el tentador dice la mujer: "Solamente de los frutos del árbol en el centro del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, no los toquéis, porque entonces moriréis" (Gn 3, 3). Y el tentador contesta: "¡De ningún modo moriréis! Sino que Dios sabe: Si coméis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" (Gn 3, 4-5).

Así, pues, se trata de algo que forma parte esencial del conjunto de la doctrina del Paraíso.

Pero ¿qué es lo que quiere decir? La explicación racionalista está preparada en seguida: afirma que se trata de una de esas leyendas del Paraíso, como se encuentran tantas; la imagen del anhelo humano de una existencia maravillosa, en que no haya nada de lo que aquí oprime; sólo belleza y encanto. Por tanto, en esa tierra de toda dicha, tampoco hay muerte, sino vida interminable; y naturalmente, vida en juventud inmarchitable.

Otros, aunque insertan esa expresión en el conjunto de lo revelado, sienten que les pone en una dificultad. Aceptan la imagen moderna del hombre como base obvia de su pensamiento; y así, sin negar directamente esa expresión, la desplazan hasta el borde del campo de la conciencia, de modo que prácticamente desaparece de él. Sin embargo, forma parte del núcleo de la Revelación y es lo único que nos hace comprensible nuestra existencia actual.

La doctrina de la muerte en el Génesis encuentra un poderoso eco en el Nuevo Testamento, y precisamente en la Epístola a los Romanos: "Por eso, así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte, y también la muerte ha pasado a todos los hombres, en cuanto que todos pecaron..." (Gn 5, 12). Aún más tajantemente habla después, al decir que "por el pecado de uno solo la muerte reinó", y "reinó sobre todo" (Gn 5, 17.14); aunque en unión inmediata con estas ideas siguen las grandes declaraciones sobre la Redención y la nueva vida mediante Cristo.

Ya vemos: aquí es completamente imposible hablar de motivos legendarios de papel subalterno. Las ideas de la muerte y el pecado están tan estrechamente compenetradas, que se hacen una misma cosa, incluso. Se habla de una soberanía de la muerte; de una situación que se deriva de esa soberanía y en que se encuentran todos los hombres. En cambio, la gracia de la Redención, frente a esa soberanía, se entiende como vida indestructible.

Finalmente, ahí está el maravilloso capítulo octavo de la Epístola a los Romanos, en que se habla del anhelo de la Creación, que aguarda con esperanza el momento en que los hijos de Dios lleguen a su plenitud y se hagan patentes en su gloria. Ahora es "lo transitorio", "la corrupción", esto es, está "sometida a la muerte", pero luego será liberada de "la esclavitud de la corrupción, hacia la libertad de los hijos de Dios". Y la síntesis de esa gloria es "la redención de nuestro cuerpo" en la resurrección de los muertos (Gn 8, 19-23).

Se trata, pues, de algo que está en el centro del mensaje de salvación. Todos nosotros, amigos míos, vivimos dentro del contexto del pensamiento moderno. En la cuestión que aquí nos ocupa, ese pensamiento parte del supuesto de que el hombre de nuestra experiencia es el hombre sin más; de que la existencia como la percibimos, es la existencia sin más, y aunque en ésta haya dificultades y fracasos, y el pensamiento encuentre plantados los más difíciles problemas, con todo, sobre ella sólo se puede pensar y hablar a partir del conjunto que nos está dado. Y si el pensamiento se sale más allá, entonces son leyendas, juegos de la fantasía, que pueden tener un sentido psicológico o estético, pero que de ningún modo pueden pretender ser verdadera. En estas circunstancias piensa el hombre cuando piensa sobre sí mismo, siempre a partir de la situación en que se encuentra ahora. La consecuencia es que nunca saca la cabeza de su situación. Su pensamiento corre por caminos predeterminados y siempre le vuelve a confirmar de nuevo que lo que es ahora, es lo único y lo real. Si le salen al paso en el Génesis ideas como las que acabamos de mencionar, entonces las expulsa del dominio de lo seriamente real.

Pero si es realmente creyente; si confía en la Revelación como la fuente de verdad divina; si toma esos pensamientos, aunque al principio le resulten extraños, con la seriedad del mensaje, entonces le abren la mirada para la realidad auténtica. Le dicen que la situación en que el hombre se encuentra ahora, y como se lo muestra también, por otra parte, toda la historia, no es la auténtica situación primitiva y normal; sino que más bien ha ocurrido algo que ha cambiado la primera situación real. Por eso la situación actual no puede ser comprendida sólo a partir de ella misma. Semejante mirada a lo auténtico nos da también esa expresión de la Escritura, según la cual la muerte no forma parte de la estructura de la vida que Dios había preparado propiamente para el hombre.

Pero ¿vamos a pensar la doctrina de la Revelación, sin confundir todo lo que nos dicen la experiencia diaria y el conocimiento científico sobre la existencia humana? Mejor dicho ¿sin entrar en conflicto con nuestra conciencia de la verdad, puesto que la auténtica experiencia y la auténtica ciencia nos obligan, a pesar de todo?

La antropología actual ha obtenido ideas y puntos de vista que constituyen importantes referencias para lo expresado por la Revelación. En la época anterior a la primera guerra mundial se había concebido al hombre como una forma cerrada, en que todo discurre según leyes físicas, químicas y biológicas. Ni siquiera lo psíquico y espiritual parecía estorbar a esa visión, pues se entendía como última diferenciación de determinados procesos celulares y nerviosos, esto es, como un elemento regulador del conjunto orgánico; o, de otro modo, como lo que transcurre, no se sabe cómo e inexplicablemente, al margen de lo orgánico. Pero hoy, por observaciones cada vez más numerosas y por análisis cada vez más penetrantes, sabemos que esa imagen es falsa. El cuerpo no forma en absoluto un sistema cerrado, sino que está abierto a la iniciativa que procede del alma y el espíritu. Constantemente los procesos de ese cuerpo quedan influidos por el talante, por la actitud personal, por la conciencia.

Por ejemplo, hay dos personas que trabajan una junto a la otra. Su constitución corporal, así corno su capacidad profesional, son semejantes. Pero el uno ve el trabajo como algo lleno de sentido y que le obliga en conciencia, mientras que para el otro es sólo un medio de ganar dinero para el deporte y las diversiones: ¿dispondrán de la misma energía ante una tarea difícil? Ciertamente que no. La iniciativa que viene del espíritu es distinta... Todo médico sabe lo que significa que en una crisis el enfermo esté decidido a vivir porque los suyos le necesitan y le gusta su trabajo, o que capitule ante la muerte. En el primer caso, la voluntad proporciona las más sorprendentes fuerzas para defenderse; en el otro caso, el enfermo se muere desde dentro... La psicología enseña que muchas desgracias no están producidas solamente por causas exteriores, sino que están bajo una misteriosa dirección que procede del hombre mismo... El fenómeno de la sugestión y la hipnosis nos muestra qué efectos realmente desconcertantes pueden provenir de la voluntad... Y así sucesivamente. Todo ello indica que el cuerpo humano está bajo la constante influencia del espíritu; que es estorbado o estimulado por éste. Podemos designar el cuerpo humano igualmente como un acontecer o como una forma fija; pero la orientación de ese acontecer corresponde en buena parte al espíritu.

Si es así ¿qué ha de significar que el hombre en cuestión salga nuevo de la mano de Dios, puro de corazón, viviendo entero en la verdad, obedeciendo desde la raíz a Aquel que es la verdad y el orden; si es el espíritu de ese hombre el que rige el cuerpo, y si ese Dios puede hacer desembocar su fuerza constantemente creadora, rica y fuerte, en ese hombre, porque tiene de par en par abierta la puerta, la libre voluntad, el corazón dueño de sí mismo? ¿Qué puede ocurrir en tal hombre?

Sobre esto, amigos míos, la ciencia no puede decir nada, ni a favor, ni en contra. Mucho menos cuando ya no hay semejante hombre, pues el actual es diferente y vive en otras condiciones. Aunque se imagina ser "el" hombre, no lo es en absoluto. Es un hombre destruido, que, por más que realice inauditos logros de ciencia, de conquista y de estructuración, pone en todo, sin embargo, esa confusión que habita en él. Y entonces dice la Revelación: "En el primer hombre, que estaba tan abierto a Dios como quepa decir, Dios obró la gracia de una vitalidad que no había de extinguirse. Naturalmente, el curso de la vida habría tenido un fin, pues es una forma, y toda forma es límite. Pero ese límite mismo habría sido obra del poder vital del espíritu, tan totalmente vivo: espiritualización, transformación, tránsito. Es algo muy diverso de la leyenda de una inmortalidad que siempre continúa, de una juventud que nunca envejece. Es algo que ya no hay; pero podemos entrever algo de eso al mirar el rostro de una persona que supera realmente el egoísmo, dejándolo atrás, y echa raíz en la verdad. Si imaginamos que no se deformara nunca y siguiera desplegándose, eso apuntaría en la dirección que queremos. Pero esto no tiene nada que ver con efectos naturales. Viene del espíritu que vive en Dios. Cuando los hombres traicionaron a Dios, terminó esta situación, y se abrió un nuevo mundo: el mundo de la muerte.

En el fondo, no se comprende cómo pudieron sobrevivir en absoluto al momento de la rebelión. El hecho de que no se aniquilaran ahí, sino que permanecieran en  vida y tuvieran historia, fue sólo posible porque Dios los orientaba a la Redención que habría algún día. Ya era Redención. Pero qué melancolía debió oprimirles, qué afán debió consumirles, qué miedos debieron invadirles; opresiones que todavía suben ahora desde lo hondo de nuestro subconsciente y que no proceden de causas biológicas, ni de determinados complejos anímicos, sino de experiencias primitivas del hombre, en un mundo que era extraño y enemigo. En ese mundo vive ahora; bajo la soberanía de la muerte, de que habla San Pablo.

Amigos míos, volvamos la vista una vez más a la oscura inundación de morir y matar que ha pasado sobre el mundo en las últimas cinco décadas. Y oigamos luego con qué naturalidad se habla de ello, de que se mataron a tantos o cuantos millones, y tantos millones de heridos, mutilados, exilados... ¿es natural?

Se dice que eso precisamente es la lucha por la existencia; que esto ocurre entre todos los seres vivos; como en los animales, igual entre los hombres. Pero no es así. Es un ciego engaño trasladar a los hombres el concepto de la lucha por la existencia en los animales. Cuando el animal tiene hambre, mata a su víctima, la consume y con eso se cierra el proceso.

Pero el hombre mata porque quiere matar, y lo hace con todos los medios auxiliares del progreso y de la técnica. Desarrolla una ciencia de la curación, construye hospitales y sanatorios, crea teorías terapéuticas y organiza profesiones para la asistencia; pero al mismo tiempo dedica sumas incontables de dinero, trabajo y sacrificios de toda índole para ver cómo puede aniquilar poblaciones, destruir culturas y esterilizar campos, haciéndolos inhabitables. ¿Es natural eso?

Queridos amigos, no se dejen enredar en conceptos biológicos. Alguien ha dicho que es una gran merced poder ver lo que existe. ¡Qué razón tiene esta frase! Miren ustedes, distingan, enjuicien cómo es el hombre, el auténtico, en la historia como en la actualidad, en torno de nosotros y en nosotros mismos. Entonces no dirán ya que esto sea una situación natural, o sea, adecuada por esencia. Es una situación deformada, la soberanía de la muerte, que ha penetrado hasta el instinto. Si no, el hombre, que, según la teoría se ha elevado con tan larga evolución desde lía materia, y que por tanto debería estar hecho según las leyes de la razonabilidad y ordenación naturales, ¿cómo podría comportarse de un modo como no se comporta ningún animal? Ahí ha pasado algo que ha llegado hasta el núcleo de la naturaleza humana y que en él ha podido alcanzar tan temible potencia destructiva precisamente porque el hombre no es un animal, ni aun muy diferenciado; precisamente porque en el hombre hay espíritu, que da a todo impulso una libertad sólo posible por él, y una radicalidad sólo efectiva por él.

De esta relación de sentido habla la Escritura, Esta muerte no la habría debido morir el hombre; á este poder de muerte no habría tenido que sucumbir.

Con la enseñanza de esta doctrina se transforma nuestra mirada sobre la existencia. Cede el hechizo del carácter de Naturaleza: pierde su muda obviedad el supuesto que por todas partes domina el pensamiento, desde lo cotidiano a lo filosófico, según el cual el hombre es sencillamente lo que es hoy. Se hace evidente que nuestro pensamiento es cosa muy distinta de algo "sin supuestos previos", y empezamos a poner en cuestión ese supuesto. Presentimos que el hombre no sólo es "Naturaleza", y la historia no sólo "evolución" natural, sino que la existencia tiene un carácter trágico, pero una tragicidad de índole diversa que la inmanente de la transitoriedad de todo lo terrenal, o de la inexorabilidad de la lucha por la vida. Es más bien la culpa de una traición que el hombre ha cometido contra Dios y por la cual ha perdido una posibilidad infinita; una traición que tuvo lugar antes del comienzo de lo que hoy es historia.

Con tal comprensión hacemos pie ante la existencia; nos hacemos capaces de juzgarla y de liberarnos de sus hechizos. Pero también presentimos lo que significa la Redención, que ya opera en tal acción de hacer pie, y presentimos lo que quiere decir la promesa de libertad futura. Y esto no es luego una nueva teoría de la vida junto a tantas otras —optimistas, pesimistas, absurdistas y tantas otras como puedan inventarse—, sino un nuevo comienzo, que lleva a la verdad.

Y permítanme, queridos amigos, que hable personalmente, desde una larga vida de preguntar y pensar: Se percibe qué acertado es lo que dice la Revelación: inquietantemente acertado. Ahí no se toma menos en seno al hombre y al mundo, sino en serio desde Dios. No con menos objetividad, sino que entonces es cuando se empieza a tener objetividad. Pues, créanme: no sólo las leyendas fantasean; a menudo también lo hacen los filósofos. Y a veces lo hacen igual los científicos; sobre todo cuando construyen su labor sobre supuestos que jamás examinan; más aún, cuando no se dan cuenta de que existen.

El trastorno

Una vez que el hombre —¡y de qué pobre manera!— hubo reconocido su desobediencia, Dios le dijo: "Porque has escuchado la voz de tu mujer y has comido del árbol que te había prohibido comer, maldito sea el suelo por ti; trabajosamente sacarás alimento de él todos los días de tu vida. Dará para ti espinas y cardos, y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, hasta que vuelvas al suelo de donde saliste. Pues polvo eres y al polvo volverás" (Gn 3, 17-19).

Esto nos suena extraño y duro; pero nos hemos decidido a no seguir las convenciones del pensamiento que nos rodean, sino a confiar en la palabra de la Escritura y dejarnos llevar por ella. Entonces ¿qué se dice aquí?

Se dice que el hombre debe cultivar el campo, que, a su vez, representa el mundo. En él ha de hacer el hombre su obra; de él se debe alimentar; en él debe hacer todo lo que llamamos cultura en el sentido más amplio de la palabra. Pero en él, como impone Dios, reinará una confusión. Las cosas no darán lo que el hombre espera de ellas. El trabajo costará gran esfuerzo y estropeará el gozo por el resultado que produzca; el resultado mismo será mezquino; y así seguirá siendo para el hombre hasta el fin de su vida. Y ese fin es la muerte.

Amargo balance de una existencia en que el hombre había querido "ser como Dios". ¿Ha resultado verdad?

Dios ha creado al hombre según Su imagen, para que sea señor del mundo por gracia, así como Dios lo es por esencia. Las cosas del mundo habían de plegarse a su voluntad, así como él mismo había de ser obediente respecto a su propio Señor. En Su servicio debía el hombre ejercer su señorío, y el mundo habría sido "Paraíso"; permaneciendo en acuerdo con el hombre mediante la gracia que quería penetrarlo y regirlo todo.

Ese mundo lo tenía que "cultivar" el hombre, como se dice en el Gn, 2, 15: conocer las cosas, asumir en sí la riqueza del mundo, desarrollar en las cosas la abundancia de sus fuerzas recién creadas, realizar los hechos y obras a que le invitara el encuentro con ellas... Y tenía que "guardar" el mundo. Estaba puesto en sus manos, para que él lo conservara en la verdad y el orden; para que le diera la posibilidad de desplegar su esencia, su grandeza y su belleza en el ámbito vital humano. Eso lo tenía que hacer manteniéndose él mismo en su verdad y orden ' y "guardándose" de ese modo a sí mismo.

¡Pero cómo han cambiado de sentido estas palabras "Cultivar y guardar": de qué otro modo suenan en el juicio de Dios después de la rebelión, al lado de como sonaban antes, cuando Él dio Su misión. No se puede separar lo uno de lo otro, amigos míos: no se puede reinar sobre la obra de Dios, si se es desobediente al Señor de esa obra. Mientras el hombre manifestaba obediencia a Dios, la Naturaleza le obedecía.

El hombre no es un aparato que, siempre igual en sí mismo, produzca un resultado siempre uniforme, sino que vive, y lo que hace es desarrollo de esa vida. Por eso, necesariamente, hace que influya lo que es él mismo en lo que hace. Su obra resulta influida por la situación en que se encuentra. El trastorno en que había caído por su traición a Dios, debía trastornar también, por lo tanto, su obra en el mundo.

No solamente esto: las cosas, en efecto, no son un mero material que pueda ser manejado a capricho, sino que Dios les ha dado su naturaleza, y se pliegan a la intervención del hombre cuando éste las toma en la verdad de su naturaleza. La primera soberanía la ejercía el hombre en situación de claridad, de acuerdo con su propia naturaleza, con voluntad pura y mano segura. Y lo hacía con mirada penetrante y corazón respetuoso para la naturaleza de las cosas y el orden en que estaban. Por eso la Naturaleza conservaba en su obra la libertad de su ser; más aún, en esa obra se hacía más ella misma de lo que era en su primera situación.

Esto ha cambiado. En buena medida ocurre que el hombre sujeta a la Naturaleza a su voluntad y la destruye así. El mundo está lleno de Naturaleza devastada y vuelta innatural. El reverso de la medalla es que el hombre queda sometido a esa Naturaleza a la que piensa dominar. Hacer violencia a la Naturaleza y sucumbir a ella, son dos caras de lo mismo. La relación del hombre con la Naturaleza se ha vuelto falsa, y eso influye en todo lo que hace el hombre.

Objetarán ustedes quizá: ¿cómo se puede hablar así de la obra del hombre, cuando éste realiza logros tan poderosos? Lo que realiza, es realmente poderoso. El tiempo de la Historia que conocemos es relativamente corto; en él crece su obra con celeridad asombrosa, y hoy tiene el hombre la sensación de que, en el fondo, todo le es posible. ¿Dónde sigue estando la mezquindad del resultado? ¿Dónde están las espinas y los cardos?

Por lo pronto, pongamos ante nuestra mirada algo que ilumina la verdad como de golpe: Mientras que una parte relativamente pequeña de la población terrestre se  las arregla bien, una gran parte de ella no tiene el alimento que debería tener para poder vivir sana, y un porcentaje aterrador muere de hambre cada año. ¿No habla esto con bastante claridad? Pero observemos con atención la obra misma. Si pudiéramos ver las pirámides tal como se elevaban antaño en el desierto egipcio, brillando bajo el fulgor del sol como gigantescas piedras preciosas, diríamos: ¡Qué maravilla! Pero los cientos de miles de esclavos que fueron ejecutados en el terrible trabajo

¿qué fue de ellos? La injusticia, mejor dicho, el crimen que se cometió con esos hombres, ha penetrado en la obra y envenena su grandeza, y es una mentira apartar la vista de esos horrores ante tales grandezas. Quizá se replicará que eso fue en la época de la esclavitud; y que hoy se ha superado. Prescindamos de que hoy todavía existe esclavitud y caza de esclavos —en diversas formas—: pero ¿cómo se construyen los canales en Rusia? ¿Y la desecación de marismas, y las minas y las roturaciones de campos? Luego estarán en los mapas con gran esplendor, y la historia de la cultura contará qué gigantesca fue esa realización, pero los millones de trabajadores forzados que hicieron y que perecieron en ella ¿qué es de ellos? De ellos no se habla: están olvidados. Pero Dios les conoce y sabe que su sangre se adhiere a la obra. Ha vuelto la esclavitud, y como institución oficial, sólo que se llama de otro modo: campos de trabajo, campos de concentración, aniquilación de los enemigos del pueblo, liquidación de los reaccionarios y capitalistas, y demás palabras mentirosas. También estuvo entre nosotros en los doce años del nazismo; y ¿quién garantiza, que no volverá a aparecer también más adelante en otras formas? Además, el trabajo de esclavitud oculta, realizado bajo la coerción de los sistemas  técnico-económicos, bajo la presión de la necesidad, en oficios ingratos, con fuerzas insuficientes, con cuerpo enfermo y corazón cansado ¿qué ocurre con eso? Se dice que con el progreso de la evolución cultural todo mejorará: pero hace falta el impulso de la juventud o la obediencia del hombre de partido, para creerlo.

Y aun aquellos que pueden elegir su profesión: ¿les da lo que les prometía cuando la comenzaron? La confianza de que se haría algo digno y valioso; el deseo de hacer una obra pura en la profesión; la sensación de estar dotado y tener energía; la esperanza de éxito y provecho, ¿encuentra cumplimiento todo ello? Dura también, cuando se ha pasado el encanto de la novedad, cuando vienen dificultades, cuando empieza a oprimir la fatiga diaria...? Si se preguntara a los hombres en la oficina, en la fábrica, en las administraciones públicas: ¿Encuentras en tu trabajo lo que esperabas de él?, entonces, por más que todos supieran hablar de la obligación realizada a conciencia y del sentido que, a pesar de todo, tiene el trabajo, ¿se notaría además que viven en trabajo fecundo, y las cosas se pliegan a su voluntad? Ciertamente que no, pues entonces tendrían otras caras. Y si se les preguntara por qué siguen en el trabajo, la respuesta sería: Porque debo seguir. Porque no sé hacer nada mejor. Porque ha pasado la edad de cambiar de oficio. Porque la familia depende de mí. Porque, en el fondo, todo es lo mismo...

¿Y qué ocurre con los grandes? Amigos míos, miren el rostro de Beethoven: ¿de dónde viene su terrible gravedad? ¿De dónde viene la melancolía de la mirada de Miguel Ángel? ¿Y la amargura en los rasgos de Dante? Los grandes científicos y filósofos ¿tienen rostros en que se exprese la esperanza realizada? Los estadistas importantes, los educadores, los reformadores sociales ¿tienen cara de estar contentos, real e íntimamente, con su trabajo?

Pero entremos más allá: Hay un hombre que quiere algo bueno. Pone en obra toda su energía; es valiente, dispuesto al sacrificio, constante. Incluso realiza algo excelente; pero una vez y otra se manifiesta un fenómeno inquietante: lo bueno que él quiere da lugar formalmente a su contradicción.

¿Qué cosa hay más noble que poder decir: lucho en tal o cual sentido por la justicia? Eso, naturalmente, significa que se lucha contra aquellos hombres que se interponen en el camino de la justicia. Pero entonces ¿se les hace justicia? ¿De dónde viene el antiguo dicho: summum jus, summa injuria, "suprema justicia, suprema injusticia"? Viene de la experiencia de que en la sustancia de la vida humana opera algo incómodo: Tan pronto como uno se entrega a un impulso que en sí es totalmente bueno y claro, se enreda, se confunde y se deforma, y surgen consecuencias ante las cuales uno se asusta... O bien, alguien sufre por tantas inmundicias en imagen y letra impresa, en espectáculos e industrias de diversión. Se enfrenta con ello, para que el mundo se haga más limpio, y los jóvenes puedan crecer con un claro sentido del honor y la decencia. Habla, escribe, trata de poner en movimiento a la ley y la autoridad, conquista personas de igual modo de ver: ¿cuánto tardan sus esfuerzos en adquirir un aura de estrechez, de torpeza, de comicidad, de modo que se hacen fácil juguete de sus adversarios?

¿Por qué ocurre así? Tomen ustedes los valores que quieran: salud, bienestar, orden, justicia, arte, ciencia: tan pronto como se lanzan a la realidad de la existencia es como si ellos mismos se organizaran su propia contradicción. ¿Está esto en orden?

Queridos amigos, en estas consideraciones nos hemos exhortado a menudo a dejar a un lado la costumbre, que todo lo vuelve gris: a romper las convenciones que nos envuelven; a rechazar las influencias que llegan a nosotros en libros y discursos, en la radio y el periódico. ¡Hagámoslo pues! ¿Qué es lo que vemos, si nos despojamos de la charlatanería del progreso y la educación y la cultura? Bien es verdad que, cada vez más, se realiza algo inaudito en la ciencia, en la ordenación social, en la técnica y la higiene; pero también es verdad que todo eso está atravesado por una profunda confusión. Y ello no sólo por defecto del comienzo, o por fenómenos de crisis en su transcurso, sino siempre y en todo. Pues la confusión está asentada en el núcleo, tan profundamente, que los hombres que de veras saben algo de la vida nos dicen que en el fondo no hay nada que poner en orden. Estas son las "espinas y cardos" que le crecen al hombre cuando trabaja en el campo de su vida.

¿Qué hemos de hacer entonces? Ante todo, amigos míos, desear la verdad. Mirar a través del engaño del progreso. Oponerse a la cobardía del optimismo, que ve en todo solamente los puntos de éxito, pero no lo que sale mal. Ser honrados, y ver lo que tiene que pagar el hombre por su obra, después de haberla desgajado de su verdad. No es pesimismo. Es pesimista el que se complace en afirmar que todo está mal: porque él mismo ha fracasado, porque tiene rencor a la vida, porque es envidioso. No tengamos ese modo de ver, sino deseemos la plena verdad. De ahí surge una seriedad que es más profunda y noble que todas las charlatanerías sobre la cultura, pues responde del hombre, tal como realmente es.

En segundo lugar: trabajar y luchar por lo justo, sin dejarse desanimar. Pues lo que importa no es el progreso y la grandeza en la tierra, sino la verdad y fidelidad.

Todo lo que queda en desarreglo: la confusión, el esfuerzo, la inutilidad, todo ello encuentra sólo un nombre que realmente se mantenga firme: el nombre de expiación. Esto es lo que viene en tercer lugar: El hombre debe expiar con la menesterosidad de su trabajo lo que ha faltado la soberbia de su desobediencia. Pero ¿quién piensa en ello? Por todas partes, análisis, programas de reforma, utopías: ¿quién piensa en responder de la vida humana como hombre y en expiar la falta del hombre?

Dejémonos penetrar en nuestra mente y en nuestro corazón por la verdad de este campo que debemos cultivar y que nos da espinas y cardos. No llegaremos a su término pasándola por alto con fantasías, sino aceptando con ella el trabajo en la seriedad de la fe.

El trastorno en la relación mutua entre los sexos

El hombre rehusó la obediencia a Dios: Por ahí entró el desorden en toda su existencia. En nuestra última consideración se habló de cómo influyó ese desorden en la obra del hombre: recae ante todo sobre el varón, ya que, como vio el pensamiento de la Antigüedad, es a él a quien corresponde la acción y trabajo públicos; pero, naturalmente, no afecta sólo a su trabajo, sino también a la mujer. La Escritura no es un libro sistemático. No desarrolla sus ideas por todas sus facetas, sino que las pone en lugares donde tengan una importancia representativa, y encomienda a su potencia interior de verdad el desarrollo de su efecto.

Si escudriñamos con atención en la Historia —pero igualmente en nuestro tiempo, e incluso en nuestro ambiente— pronto nos damos cuenta del peso que tiene el yugo del trabajo sobre la mujer; qué dura esclavitud ha experimentado y sigue experimentando, y cuántas "espinas y cardos" le da el campo de la vida. A través del último medio siglo se desarrolla la lucha de la mujer por su libertad social y económica, habiendo obtenido muchos logros. Estos últimos años han traído como solución la consigna de su igualdad, tras de la cual, con excesiva facilidad, aparece la de igualdad de naturaleza y trabajo. Pero quienes conducen la lucha han de mantener bien abiertos los ojos, vigilando para que todo eso no se convierta en una nueva servidumbre de trabajo y realización, no menos destructiva y deshonrosa que la anterior.

El desorden de que hablábamos penetra también en la vida inmediata, en la relación entre hombre y mujer. Ya hemos visto antes que Dios hizo al hombre a su imagen; pero en la misma frase se dice: "los hizo hombre y mujer" (Gn 1, 27). Con eso se expresa que la división del género humano en los dos sexos no es algo sobreañadido, que sobreviniera con miras a alguna finalidad determinada, sino que forma parte del plan básico según el cual está hecho el hombre. Toda concepción del hombre que le considere de modo dualista en algún sentido, viendo la sexualidad como algo bajo, o malo, o simplemente inesencial, deforma el sentido de la Revelación.

Con eso se dice también que el hombre y la mujer están del mismo modo en la semejanza a Dios; y que también su comunidad forma parte de su semejanza. El parentesco de semejanza, en que la generosidad del amor de Dios ha elevado al hombre ante Sí mismo, no es algo que corresponda sólo al espíritu por encima de los sexos, a la cima de lo propiamente humano, mientras que "abajo", en las bajezas de lo biológico, quede el dominio de lo infrahumano, que tendría su modelo en el animal. El hombre entero es imagen de Dios, y su vida entera debe realizarse ahí. Su semejanza de imagen significa que, en obediencia al verdadero Señor, puede y debe ser señor del mundo, así como de sí mismo. Por tanto, también la sexualidad del hombre debe ser un modo de ese señorío.

Como se ha dicho repetidamente, la doctrina de la Creación en el Génesis se desarrolla en imágenes. Por eso el segundo relato, que está orientado hacia la ordenación del matrimonio, hace que primero aparezca el hombre solo. Y luego dice Dios: "No es bueno que el hombre este solo; quiero hacerle una ayuda que le sea adecuada" (Gn 2, 18). Ayuda ¿para qué? Para todo lo que se llama vida y trabajo. Y entonces se pregunta si esa ayuda podría venirle al hombre de otro ser vivo; pero se echa de ver que no es posible. Al hombre no le puede llegar de la Naturaleza, de ninguna forma viva animal, esa compañía y ayuda vital que necesita. Por eso Dios forma para el hombre a la mujer de la misma materia esencial, si así puede decirse, de que está hecho él. Sólo entonces aparece la auxiliadora que necesita.

En otro aspecto, ya nos hemos fijado en el importante hecho de que el concepto con que la Revelación determina la relación de hombre y mujer, no es el de instinto, sino el de la ayuda. Según toda la disposición del relato, esta ayuda empieza por considerarse respecto al varón; pero también se refiere igualmente a la mujer. Cada cual debe ayudar al otro, en todo lo que significa vida y obra: en la producción de nuestra vida, en su defensa, cuidado y crianza; en el despliegue de la propia personalidad, que adquiere su plenitud en la del otro; en la construcción del hogar, de ese pequeño mundo que hace posible que el hombre no se pierda en el mundo grande; en la relación con las cosas, cuya riqueza sólo se hace evidente al que ama; en el señorío sobre la existencia, que sólo corresponde al hombre completo; y completo sólo llega a serlo en la compañía... En todo eso han de servirse de ayuda mutua el hombre y la mujer.

Y entonces dice el texto cómo aparece el trastorno en esta relación tan profunda y abarcadora de todo. La ayuda sólo es posible sobre la base del respeto del uno al otro, en libertad y con honor. Pero eso presupone que ambos estén en la lealtad de la obediencia respecto a Aquel a quien corresponde en principio el honor. Los hombres, sin embargo, se han rebelado contra Dios y con ello han puesto en cuestión la base de la ordenación de la vida. Por eso surge entonces esa relación mutua entre los sexos tal como hoy la conocemos. Se pretende que tal como es ahora, es por esencia; se hacen investigaciones sobre cómo se desarrolla, qué evolución ha tenido y seguirá teniendo; se inventan teorías sobre su naturaleza y se pretende que así es "el" hombre, y así es "la" sexualidad. En verdad, todo ello está confuso y deformado.

En el Paraíso, el instinto sexual permanecía en la unidad de la imagen del hombre querida por Dios; obediente con naturalidad a su libertad espiritual, así como ésta era obediente al Señor de la vida. Por eso, la cima de la naturaleza humana estaba de acuerdo con Dios, y desde ahí influía su potencia ordenadora en el conjunto de la personalidad humana, tan múltiplemente desplegada. El instinto estaba determinado por la persona y permanecía en su honor. Su impulso era respetuoso; su fuerza, buena. Cuando se rompió ese acuerdo, perdió la obviedad de su ordenación. Desde entonces adquirió esa violencia con que amenaza esa ordenación; esa indiferencia respecto al honor de la persona, esa dureza y crueldad con que produce tan gran destrozo.

Se está ciego si se pretende explicar la vida del hombre por la del animal. El instinto de éste aparece dentro de una ordenación perfecta: la de la ley natural. También el instinto del hombre debía desarrollarse en una ordenación, esto es, la de la ayuda personal. Pero cuando se destrozó ésta, no sólo es que el hombre, por decirlo así, descendiera a la de la Naturaleza, sino que, exactamente hablando, ya no está en ninguna ordenación. Ha caído en un desatamiento que en ningún sitio queda garantizado con evidencia.

Así dice el juicio que da Dios a la mujer: "Multiplicaré los dolores de tus preñeces; con sufrimiento parirás hijos. Y sin embargo tu solicitud te unirá a tu mando, y él te dominará" (Gn 3, 16).

Las dificultades, dolores y peligros de la preñez y el nacimiento forman parte de ese poder de la muerte de que hablábamos en una consideración anterior. Nadie duda de que la ciencia, la técnica médica y la higiene han logrado aquí mucho, han eludido grandes peligros y han suprimido tormentosos dolores. Pero a los que se dan cuenta de la realidad, no sólo les parece insolencia, sino exageración infantil decir triunfalmente que "la maldición del Génesis" se ha vuelto vana. Las dificultades y peligros de la vida de la mujer proceden, ante todo, de inconvenientes que pueden evitarse, pero en lo más hondo vienen de raíces a donde no pueden llegar la medicina y la psicología. ¿No ha ocurrido ya a menudo que al superar un inconveniente aparecía otro? Pero si queremos enjuiciar en absoluto las ventajas de los diagnósticos, la terapéutica y la higiene, debemos hacerlo en relación con el conjunto de la vida. Entonces nos dejará preocupados el darnos cuenta de hasta qué punto esas ventajas o mejor dicho, la cultura que las produce, alejan al hombre de la Naturaleza, le artificializan, incluso, le corrompen.

Pero por lo que toca al "dominio" del varón, de que habla el texto, no se refiere sólo a los inconvenientes sociales y culturales, aunque éstos ya pesan mucho: el desprecio y desposeimiento de derechos de la mujer por la violencia de una ordenación masculina de la vida no sólo ha sido una gran injusticia, sino que siempre ha tenido resultados fatales. Pero de lo que se trata propiamente es de ese trastorno que sigue teniendo efecto aun donde la mujer disfruta de todos los derechos y libertades, y  aun quizá ha obtenido la primacía socialmente. Se trata de lo que llaman la psicología y la literatura "la guerra de los sexos". De ello se habla a veces con ligereza, incluso con la sensación de que el hacerlo así demuestra experiencia y superioridad vital. En realidad, ahí se manifiesta la entera devastación que ha producido el pecado; y ello no sólo en la mujer, sino exactamente igual en el hombre.

Con ello se quiere decir que el uno presenta imposiciones al otro, pero que también se le somete; que el uno concede al otro plenitud, pero que queda subyugado. Es la traición a la ayuda. Esta empezó cuando la tentación se dirigió a la mujer. Entonces el hombre debía haberse puesto a su lado y defenderla antes que a sí mismo; en vez de eso, la dejó sola. Y la mujer, desde lo hondo de su amor, habría debido sentir que se trataba de la salvación de aquél con quien estaba unida, y haber visto con claridad, mirando también por él. En vez de eso, le indujo a caer con ella. Y después de la culpa, los dos debían haber estado unidos ante Dios en la amargura de su culpa, llevándose mutuamente el peso, y guiándose uno a otro al arrepentimiento. En vez de eso, eludieron de sí mismos la culpa; de modo especialmente acusador el hombre, que hizo responsable de la perdición a la mujer que antes había recibido con tanto gozo. Esa traición a la ayuda sigue teniendo efecto en lo sucesivo. Siempre vuelven a dejarse solos el hombre y la mujer, y los que están estrechamente unidos, pueden quedar tan solitarios uno con otro como si fueran desconocidos.

No sólo esto: el deseo sexual, que aparece con tal poder, da lugar a un secreto rencor. Cada uno siente su dependencia y se revuelve contra el otro, a quien se siente sujeto. Más aún, el deseo mismo tiene en sí el germen del desvío. En la enredada naturaleza humana, sólo es unívoca la auténtica decisión del espíritu, la pura verdad de la conciencia: en cambio, el instinto, y el sentimiento determinado por él, pueden en todo momento volverse en su dirección opuesta. El amor de la compañía, que va de persona a persona, es inequívoco; descansa en la verdad y se realiza en la fidelidad. En cambio el amor del instinto es codicia y se revuelve en contradicciones. Piensa no poder vivir sin la otra persona, y a su vez no la puede aguantar.

¿No ha ocurrido así a través de toda la Historia, y sigue ocurriendo, y no se ve cómo habría de ser de otro modo, a pesar de tanto hablar de libertad y de igualdad de derechos: que el hombre convierte en una esclava a la mujer, y la mujer convierte en un loco al hombre; y no menos al revés?

Pero en el fondo del ser humano está muy hondamente grabada la imagen de la comunidad de hombre y mujer, y le es muy necesaria la ayuda, cuando lo esencial se vuelve a abrir paso, una y otra vez, a través de los terribles trastornos. Pues la Historia está atravesada también por las fuerzas del amor y la fidelidad, del sacrificio y de la cotidiana victoria sobre el destino en obsequio a los demás; ciertamente, fuerzas que, cuanto más silenciosamente actúan, más auténticas son.

Pero luego viene Cristo y da a cada cual su dignidad, a la mujer como al hombre. Declara nulo el privilegio que se había concedido en el Antiguo Testamento a la "dureza de corazón" del hombre: "Unos fariseos se acercaron a preguntarle, para ponerle a prueba, si está permitido al hombre divorciarse de su mujer. Pero él les replicó: —¿Qué os encargó Moisés?—. Ellos dijeron: —Moisés permitió dar documento de repudio y divorciarse—. Jesús les dijo: —Por vuestra dureza de corazón os dejó escrita esta prescripción. Pero al principio de la creación Dios les hizo hombre y mujer. Por causa de eso, el hombre dejará a su padre y a su madre [y se unirá a su mujer] y serán los dos una sola carne. Así, ya no son dos, sino una sola carne. Entonces, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe" (Mc 5, 27-28). Y San Pablo vuelve a tomar del Génesis esta idea y dice: "En el Señor, la mujer no va sin el hombre, ni el hombre sin la mujer: pues si la mujer ha salido del hombre, el hombre existe también por la mujer, y todo viene de Dios" (1Co 11, 11-12). Sobre la base de esta declaración, la ayuda adquiere una nueva dignidad, profundidad y ternura. Cierto es que la confusión y desorden que trajo a la naturaleza humana la rebelión de la primera culpa, sigue estando ahí; la Redención no es envolverlo todo en hechizos. Pero se abre la gran posibilidad: la del auténtico matrimonio como ayuda entre hijos de Dios, en respeto y fidelidad, o la de la auténtica soledad para Dios en la vida virginal, sin envidia ni endurecimiento. Aparecen santos y más santos que hacen visible el misterio de uno y otro estado, y muestran el camino hacia la libertad.

Pero entonces viene la Edad Moderna y proclama la autonomía. Rehúsa ordenar la vida según Dios y legitimar el señorío humano por el señorío de Dios. Erige la libertad por derecho propio. Lo que ha llegado a ser mediante Cristo, lo abandona, o lo convierte en asunto de desarrollo histórico separado; aparentemente justificado por la renuncia de incontables cristianos, que no se dan cuenta de esa gran posibilidad. Así surge, en medio de las realizaciones de la civilización más progresada, un nuevo caos de las relaciones sexuales, que es peor que el que había antes de que viniera Cristo. Peor, porque por Cristo el hombre había llegado a ser éticamente mayor de edad, y se había hecho capaz de conocimiento y decisión personal.

Pero, para hablar una vez más de la equiparación de la mujer con el hombre: El derecho fundamental en que ha de haber igualdad consiste en el derecho a la propia esencia, fundada por Dios. Pero ¿a dónde se va a parar por ese camino que el hombre quiere recorrer solo, sin Dios, confiando sólo en su propia comprensión y en el impulso de su propio corazón? ¿Alcanza el nombre la libertad de su esencia cuando el Estado le convierte en una rueda de su mecanismo? ¿Se hace libre la mujer para sí misma cuando tiene que ir a las minas y luchar como soldado? ¿No se abre paso ahí una tendencia a igualar al hombre y la mujer en una tercera cosa, en un ser sin carácter propio, que sirve a los poderes anónimos del Estado, de la economía y de la técnica? Pero esa tendencia en la relación de hombre y mujer, surge cuando ellos ya no quieren ser compañeros mutuos desde la peculiaridad de su ser distinto.

Cerrarnos nuestras meditaciones sobre los primeros capítulos del Génesis. Sus expresiones sencillas, a veces aparentemente infantiles, llevan a una honda verdad. Hoy se habla de filosofía existencial, y con eso se alude a la cuestión de cómo es todo, puesto que el hombre existe; de qué modo es el hombre, cómo debe ser, y con qué fuerzas lo logra. En el Génesis —como también luego en las Epístolas de San Pablo— hay ideas básicas para una filosofía y una teología existenciales. Un amigo me decía una vez que el primer libro de la Sagrada Escritura tenía afinidad con los tres primeros Evangelios en su cercanía a la realidad. Sus figuras, realmente, hablan desde una simplicidad y una grandeza que luego desaparecen.

A la mirada dispuesta a ver, le muestra las leyes básicas de la existencia. El hombre actual sabe mucha física y psicología y sociología, pero le parecen ocultas las ordenaciones según las cuales su ser humano sigue estando a salvo y prospera. Aquí las puede aprender.

Romano Guardini, en unav.edu/

Romano Guardini

El primer relato de la creación y el día del Señor

Hemos considerado el poderoso lema que, como primer versículo del Génesis, no sólo preside a éste, sino a toda la Sagrada Escritura, y, por tanto, a la existencia creyente: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra." Lo que es, está creado por Él. Todo viene de Él, y a Él va todo. En su voluntad creativa residen las raíces de nuestra existencia. Es el Señor, que es, le pertenece. Somos suyos, pero no como cosa, lo mismo que un recipiente pertenece al que lo ha hecho o comprado, sino del modo como una persona viva es de quien la ama; como persona, que existe en sí y no puede ser en absoluto poseída, sino que puede ser recibida por libre donación de sí misma. Cierto es que también este "ser-persona" nuestro lo ha creado Dios, pero para cimentar el misterio de nuestra libertad. Libertad también respecto a Él; pero ahí se hunde el pensamiento en misterio...

Los dos primeros capítulos del Génesis cuentan luego cómo sigue obrando Dios dentro de este conjunto de la Creación; cómo hace que surjan las innumerables cosas y sus ordenaciones; cómo llama a la existencia al 'hombre y le señala su sitio en el mundo. Este relato se desarrolla en dos narraciones.

La primera la conocemos bajo el nombre de "obra de los seis días". Abarca el primer capítulo y tres versículos y medio del segundo, y hace que tenga lugar ante nuestra mirada, paso a paso, el gran acontecimiento. La otra empieza con la segunda mitad de ese mencionado versículo, llega hasta el fin del capítulo y habla sobre todo de la creación del hombre. Las dos narraciones, pues, están presentadas de diverso modo; pero son análogas en algo de que hemos de darnos cuenta para entender bien su sentido: no tienen nada que ver con la ciencia. En ningún punto se cruzan con lo que puede decir la investigación, si permanece en sus límites, sobre el origen del sistema del universo, sobre el devenir de la vida y su transcurso, sobre el origen del hombre y su primera historia, sino que su sentido es totalmente religioso. Bien es verdad que hablan de la misma realidad de que también habla la ciencia: del mundo, de las cosas y de nosotros mismos. Pero la intención que hay bajo lo dicho es diversa que en la investigación. Durante mucho tiempo se ha creído que lo que dicen la astronomía y la paleontología, debe volverse a hallar en el Génesis, y se ha tratado, con duro esfuerzo, de ajustar entre sí las diversas expresiones. Se quería hacer con toda seriedad; pues se partía del respeto a la verdad de la Sagrada Escritura. Pero no se tenía en cuenta que la verdad es rica, y se puede hablar del mismo objeto, de modo verdadero, desde muy diversos puntos de vista.

Fijémonos en el primero de esos dos relatos de la Creación. Empieza con la frase: "La tierra estaba desierta y confusa, y la tiniebla se extendía sobre el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas."

Las palabras expresan el concepto bíblico del caos. Con eso se alude a algo muy diverso que en el mito. Para éste, el caos es la realidad prístina, que era de modo absoluto, increada y "divina" en ella misma —una concepción que entra en lo inquietante y demoníaco—. Por el contrario, el caos de que habla la Revelación, es claro y bueno. Es la Creación en su primer estado, pero llena de todas las posibilidades; plenitud de energía, que todavía no tiene objeto, pero que ya está orientada al porvenir planeado por Dios. Aquí no hizo falta ningún demiurgo que ordenara conformara. En la obra de Dios nunca hubo desorden. Nunca fue su situación como si se tuviera que expresar con las imágenes de una potencia primitiva rebelada, o de un seno prístino, paridor y devorador. En semejantes imágenes trata de justificarse la rebelión del hombre caído, poniendo su propio modo de sentir en el fondo de las cosas. Por el contrario, sobre caos del Génesis rige el Espíritu Santo, que luego aparece en el Antiguo Testamento cuando Dios da luz para formar, fuerza para realizar, sabiduría para ordenar. Este Espíritu Santo hemos de pensarlo inserto en todo lo que se dice luego en el relato.

Y entonces empieza la obra: "¡Hágase!"

¿Cómo tiene lugar la creación en el mito? Llega un ser poderoso, reúne el caos contradictorio, lucha con él, lo domina por la fuerza, le da forma; de modo que se ve a simple vista: no es Dios, sino el hombre en su esfuerzo, aumentado hasta lo gigantesco. ¡Qué diferente la Revelación! Ahí habla Dios: "¡hágase!" y se hace. Su creación no ocurre por los puños, sino por la palabra, esto es, por el espíritu y la verdad. Esa creación es sin esfuerzo. La omnipotencia no se fatiga. Place su obra en la libertad de Quien es Señor. Realmente Señor; no sólo vencedor sobre los enemigos y obstáculos. Para Él no hay enemigo ni obstáculo.

Pero lo que ha de existir ante todo, es la luz. Sobre esta expresión se ha cavilado mucho. La respuesta sólo llega a ser adecuada cuando se mantiene ante la mirada el sentido y la intención del relato entero. Pues ¿qué luz es, si el versículo 14 dice que el sol y la luna se crearon luego? Evidentemente, no es lo mismo a que alude el físico cuando habla de luz. Se llamará "día"; su opuesto, en cambio, la tiniebla, "noche"; y ambas cosas quedan "separadas". La obra de la separación, esto es, de la ordenación, ha comenzado. Pero ésta no se refiere al mundo como naturaleza, sino como ámbito vital del hombre, al mundo de nuestra existencia.

De este modo surge el día como espacio temporal en que despierta el hombre, anda por su camino, hace su obra; y la noche como el otro espacio, en que el hombre se retira, descansa del trabajo, duerme.

Entonces se dice: "Se hizo la tarde y se hizo la mañana: el primer día." Después: "el segundo día", y "el tercero", y así sucesivamente. Es decir, el relato de la Creación tiene la forma de un poema didáctico y presenta el hecho de la Creación en la imagen

<de una sucesión de trabajo que se cumple a lo largo de una semana, dividiéndose tal hecho según los días de la semana. No es que Dios realmente "trabaje", ya lo dijimos; entonces volvería a aparecer el demiurgo del mito. Sino que también esta imagen se refiere al mundo de la existencia del hombre, y cimenta la ordenación de su vida. Sobre eso diremos algo más en seguida.

Prosiguen las separaciones. Surge una bóveda: el firmamento. Se hace evidente la antigua imagen del inundo, en que hay una campana celestial que se aboveda sobre la tierra y divide las aguas. "Aguas", al principio, entendido todavía como expresión del caos, de lo no formado, de lo que se derrama por todas partes. Esto queda ahora separado y adscrito a diversos dominios: al de las nubes, de que viene la lluvia, y al de la superficie terrestre con sus extensiones de agua.

Todas estas cosas tienen tan poco que ver con la cosmología, como la luz de que se hablaba. También ellas se trata de la ordenación de los espacios de vida: el de la altura, los poderes meteóricos que obedecen a Dios, y el de la tierra, donde los hombres .u van su vida y hacen su trabajo.

Esa es la obra del segundo día.

En el tercer día, Dios establece una separación en la misma tierra. Empieza con la separación entre el agua y lo seco, y surge la tierra firme y el mar. Otra vez: No se trata de nada de geología: "Tierra" es más bien el ámbito donde el hombre tiene su casa y labra su campo; "mar" es aquello que para él al principio es intransitable, pero en que luego —como dice el gran Salmo de la Creación, el 103— sus barcos se abren caminos de nueva especie.

Entonces se dice: "Dios vio que era bueno". La frase se vuelve contra el dualismo babilónico, cuya imagen del mundo contenía perversos poderes primitivos, y dice: Desde el "principio", no hay en el mundo nada malo. Todo lo que Dios ha creado y ordenado, es bueno. Sólo el hombre ha traído el mal al mundo. El mal no forma un principio de este mundo. No es necesario para que surja la tensión, para que haya vida, para que se desarrolle la Historia. Tales ideas son el mal versículo que el hombre ha puesto con su acción y sus consecuencias. Contra tales modos de ver se elevan las palabras del relato de la Creación: El Que todo lo ve, pondera su trabajo y declara: "¡Es bueno!" Cinco veces lo dice así; y la sexta vez, al fin de toda la obra, dice sellándolo definitivamente: Dios vio todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno."

Ahí surge el mundo de las plantas. En ellas se señala especialmente la maravillosa propiedad de "tener semillas", es decir, de ser fecundas. Luego se dirá de ellas, en el versículo 29, que han de servir de alimento al hombre.

La cuarta estrofa vuelve a indicar cómo todo esto no está bajo la perspectiva de las ciencias naturales. Habla de la aparición de los cuerpos celestes y dice que tiene lugar después del nacimiento de las plantas.

Tampoco las estrellas y astros aparecen como simples formas naturales, sino como elementos de la existencia humana. El sol y la luna determinan su vida; no sólo midiendo el tiempo, sino también como potencias. Influyen penetrando con sus ritmos su vitalidad; ordenan sus trabajos y fiestas, viajes e iniciativas. Los cuerpos celestes, pues, en esta abundancia poder y significado, son aquello a que se alude en este relato de la Creación.

Una vez que existe el mundo vegetal, aparecen en existencia los animales; la quinta estrofa habla de ellos, así como la sexta. Viven de las plantas, y se echan de ver los tres dominios que habitan: el mar, tierra y el aire.

En los animales, tal como nadan y corren y vuelan, muestran plenamente vida y fecundidad. Por eso la Revelación habla en ese momento de la bendición de Dios. Esta corresponde a la vida. Hace que la vida, tan en peligro, pero con esa profundidad de que surge crecimiento, la generación y el nacimiento; que la vida, digo, sea sagrada, prospere y aumente. Para los hombres del Antiguo Testamento no hay ni energías naturales ni leyes, sino que todo se realiza inmediatamente por obra de Dios; también y sobre todo, los procesos de la vida. Y la bendición es la creación de Dios por la cual subsiste todo; los Salmos hablan de ella una vez y otra; pensemos en el espléndido Salmo 64.

Ahora habla Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen." La palabra que aquí aparece como nombre de Dios, "Elohim", es un plural en hebreo: por eso se puede traducir también: "Haré al hombre a Mi imagen."

Sobre la creación del hombre hablará más exactamente el segundo relato de la Creación. En el primero se dice que aparece tan pronto como el conjunto del mundo está en la plenitud de sus formas, así como en la sabiduría de su ordenación. Luego se dice que es imagen de Dios, y que es hombre y mujer. Pero es imagen de Dios por cuanto puede reinar sobre el mundo. Dios es el Señor por esencia y eternidad; prototipo de todo señorío. Al hombre, en cambio, le ha hecho señor por gracia, y en eso consiste su semejanza a Dios. Este es el signo primero bajo el cual ha de estar toda su existencia: que permanezca en la conciencia de ser señor en semejanza, es decir, bajo Dios, dispuesto a reinar obedeciendo; o que se extravíe en espíritu y pretenda un señorío que proceda de su propio poder esencial. Ahí, en cómo ponga ese signo inicial, se decidirá todo.

Pero también sobre el hombre pronuncia Dios su bendición: sobre su vida, para que sea fecunda; sobre su obra, para que resulte bien e incorpore en su poder la tierra con todo lo que hay en ella.

"Así quedaron hechos", se dice luego, "el cielo y la tierra, y todo su ejército". El "ejército" es la multitud de las formas; en el cielo, las constelaciones; en la tierra, los seres vivos.

Con eso Dios ha terminado su obra: "Y Dios terminó el séptimo día su obra, que había creado, y reposó el séptimo día de toda su obra, que había creado". ¡Palabras misteriosas ¡Dios "reposó"! Pero su omnipotencia no había experimentado ninguna fatiga al crear: ¿cómo iba a requerir el reposo? ¿Y cómo esa posterioridad, si para Él no hay tiempo? Pero de Él, según ya vimos, se habla como de un artesano, que trabaja seis días y descansa el séptimo. Así el séptimo día queda hecho también día de descanso para los hombres, y se funda el sabbat, el día festivo.

Pasemos por encima de la cuestión de si la palabra ""reposo" no puede significar también algo para Dios, y dónde se puede buscar de algún modo su sentido. En todo caso, aquí se ancla en la Creación misma una ordenación de la vida humana, la del trabajo y el reposo. Esto es, si observamos con más exactitud, se nos hace evidente que toda la construcción del relato va a parar a la proclamación del sabbat: otra vez, una prueba de qué poco se trata aquí de ciencia natural. Pero ¿por qué se da tal importancia a ese día?

La condición de imagen divina en el hombre consiste en que puede reinar, pero ha de hacerlo como imagen de Dios. No por derecho propio, sino ejerciendo su señorío como imagen respecto a Dios, esto Es, en obediencia respecto al auténtico Señor. Pero tampoco como esclavo, ni de un poderoso terrenal, ni de su trabajo mismo, sino asimismo en semejanza Dios, esto es, en libertad. Resulta muy sintomático que la época misma que ya no reconoce a Dios como Señor de la existencia, sino que quiere ser autónoma, esclavice al hombre en el trabajo de un modo sin precedentes. El séptimo día ha de dar al hombre la libertad de la existencia sin trabajo, para que llegue a la plena conciencia de su nobleza.

Pero significa aún algo más. En la paz del séptimo lía ha de deponer el hombre su corona, y debe elevarse la imagen del auténtico Señor. En el misterio de su calma ha de hacerse visible Dios. De ahí la gran importancia de ese día. Debe volver una y otra vez a poner en claro la ordenación básica de las cosas: que Dios es dominador por esencia, y nosotros, en cambio, lo somos por gracias y bajo Él. Él creó en el primer principio la obra del mundo; nosotros hemos de continuarla a través del tiempo en obediencia respecto a Él. Todos los ataques contra el día del Señor son ataques contra Dios.

Pero mediante Cristo, el sabbat, el sábado hebreo, se ha convertido en el domingo, el día de Su Resurrección. Los primeros cristianos observaron ambos días, el sábado y también el domingo. Luego quedó absorbido el primero en el segundo. Ahora es el día en que hemos de darnos cuenta de la obra del mundo, que el Creador ha hecho, pura y grande; pero también de la obra de la Redención, que ha realizado tan incomprensiblemente el Hijo del eterno Padre.

El primer relato de la Creación dice, pues, por su parte: Todo ha sido creado por Dios. Podemos también expresar así esta verdad: No hay Naturaleza en el sentido moderno. Esta la ha inventado el hombre de la Edad Moderna para hacer superfluo a Dios. Ha metido en la Naturaleza todo lo que en verdad corresponde al Señor de la existencia: que sea aquello que siempre ha existido: el misterio primitivo de que viene todo; el espacio universal en que todo transcurre; el mar último en que todo desemboca. No hay tal Naturaleza. El mundo no es Naturaleza, sino obra. No lo primitivamente primero, sino lo segundo, esencialmente segundo, lo que ha llegado a ser mediante la voluntad del Creador. Permítanme añadir unas palabras personales. He pasado años para entender en qué consiste esa distinción, y qué significa. Si a ustedes no les resulta claro —pero realmente claro, por esencia y consecuencia— entonces traten de lograrlo. Todas las cosas adquirirán con ello otro carácter. La idea moderna de Naturaleza falsea todas las determinaciones de la existencia. El reconocer que el mundo es obra, y que detrás de él está la voluntad de Aquél que lo ha querido, le pone en orden.

El relato del Génesis dice algo más: Todo está lleno de sabiduría. No era preciso el hombre para ordenarlo, porque estuviera caótico en sí, según ha afirmado la misma Edad Moderna; ordenarlo mediante las categorías del espíritu humano y esa potencia otorgadora de sentido que es su voluntad. Todo esto también está pensado para hacer superfluo a Dios; pero tampoco existe tal caos del ser. El mundo es obra de Dios; por tanto, obra formada en sí, digna de gloria y de confianza.

Y una tercera cosa: La existencia es buena. Todas las trágicas visiones del mundo que dicen que el mal forma parte del Universo, necesaria para que surja una tensión espiritual y la Historia se ponga en marcha, son teorías que inventa el hombre para justificar la perdición que él ha traído. Por su origen, la existencia buena. Lo malo que ahora la enreda, ha llegado después a ella. Y elsabbat, o mejor dicho, el domingo, debe ser el día en que volvamos a aprender a distinguir, dándoselo a Dios, lo que Le corresponde, y a recibir de Él la libertad que nos ha preparado.

El paraíso

Las consideraciones del domingo pasado nos han hecho darnos cuenta de esa verdad que sostiene toda otra verdad: que Dios lo ha creado todo, y a nosotros en Él, y que por tanto nuestra existencia descansa en la libertad de Su amor. Nos han recordado la abundancia de las cosas que han brotado de Su inagotable poder; la igualdad de semejanza con Él que ha concedido al hombre, y la responsabilidad por el mundo, que ha puesto en sus manos. Y, por fin, las dos ordenaciones que habían de mantener en su medida la vida y la actividad humana: el día del Señor y el matrimonio.

Ante nuestro espíritu se ha elevado la imagen de un mundo que resplandecía con el fulgor de una novedad surgida del poder prístino de Dios; un mundo del cual el Creador da testimonio de que es "bueno" y está rodeado del cuidado de su amor. Y ante el hombre se ha abierto una existencia cuyas posibilidades de vida y de trabajo superan a toda imaginación.

¿Cómo indica la Revelación esa vida de belleza prístina, rica y sagrada? De nuevo esperamos una imagen que adoctrine nuestro espíritu y nuestro corazón; ¿aparece en efecto? ¿Y cómo se nos presenta ante la mirada?

Como hemos 'hecho tantas veces en estas consideraciones, intentemos de nuevo poner un fondo a la palabra de la Revelación, y precisamente preguntándonos cómo aparece el primer hombre en otras perspectivas, en la ciencia, en la literatura, en la conversación diaria.

La ciencia —la auténtica, la consciente de su responsabilidad— se mantiene muy reservada. Parece decir que el hombre se ha elevado, de un modo que no cabe determinar mejor, a partir de formas de vida prehumanas; que ha empezado a manifestar en imágenes lo observado en su interior, a proponer finalidades y a hallar medios para su realización, a comprender la verdad y a expresarla en palabras. Así empezó lo propiamente humano. Si se deja a un lado lo que se adhiere alrededor como hipótesis o mera fantasía, queda como resultado evidentemente captable, que la existencia humana ascendió desarrollándose desde los niveles más primitivos, durante mucho tiempo y mediante pasos graduales.

Otra imagen proviene del pensamiento romántico. Ve al primer hombre como un niño; inocente, innocuo, en acuerdo armónico con la Naturaleza, y obediente a esa ordenación que su vida mantiene en piadosa medida. Pero el idilio no dura: el niño despierta, se rebela contra la autoridad de los poderes supremos y asume su propio derecho. Con ello empieza la vida auténticamente humana.

Otra tercera idea resulta tan insatisfactoria cuanto ampliamente difundida. En ella se une la imagen de la existencia natural inocente con una secreta concupiscencia. Esta acecha bajo el idilio y aguarda la ocasión de irrumpir. Es la idea que tanto suele aparecer cuando se escribe y se habla, en el arte auténtico o en el presunto.

¿Cómo habla la Revelación?

Dice: Los primeros hombres no eran unos seres tontos, que acabaran de emanciparse, luchando, de lo animal. Tampoco eran niños irresponsables. Y tampoco eran criaturas aparentemente inocentes, pero ya corrompidas en lo interior. Sino que aparecieron, fuertes y llenos de vida, de un impulso de creatividad divina. Cómo ocurrió esto en concreto; cómo ha de ser entendida por la ciencia la imagen de esa

tierra de que se formó su figura, y de ese aliento divino, por el que recibieron al espíritu dador de vida, es un problema aparte y no podemos seguirnos ocupando de él.

De lo que se trata aquí es de la forma en que la Revelación presenta la existencia humana en el principio. Esta se encuentra en pura grandeza ante nosotros. Hay un modo de entender que tiende a derivar lo más alto de lo más bajo: la Revelación no habla así. Según ella, el principio es obra de Dios, y es perfecto. Con eso no se indica que haya llegado a su término; éste aparece sólo al final del devenir. Más bien es plenitud del principio, que no se deduce de lo precedente, sino que ha de ser entendido por sí mismo, o mejor dicho, por la fuerza creativa que lo produce.

Lo que viene entonces, es historia; lo que hace la libertad con las posibilidades del principio.

Los primeros hombres eran un principio, eran juventud, pero estaban llenos de gloria. Si entraran en el mismo sitio en que estuviéramos nosotros, no los podríamos soportar. Nos resultaría aniquiladoramente claro qué pequeños, qué confusos y qué feos somos. Les gritaríamos: ¡Marchaos, para que no tengamos que avergonzarnos demasiado! No tenían ruptura en su naturaleza; eran poderosos de espíritu; claros de corazón; resplandecientemente bellos. En ellos estaba la imagen de Dios; pero esto quiere decir también que Dios se manifestaba en ellos. ¡Cómo debió refulgir Su gloria en ellos! Y no olvidemos que en sus hombros estaba puesta la decisión que iba a dar dirección a la historia humana. ¡Cómo podría haberse exigido cosa semejante a niños o a seres atontados que empezaran a abrirse paso!

Tampoco podemos olvidar esto: que esos primeros hombres eran nuestros antepasados. De los antepasados hay que hablar con respeto: una virtud que ha desaparecido, pues el hombre moderno ya no conoce antepasados. En aquel que se propone vivir de la "revolución permanente", la vida vuelve a empezar siempre hoy. Por eso nosotros queremos hablar de ellos de un modo conveniente.

De los primeros hombres dice la Escritura que estaban en el Paraíso. ¿Qué significa esto?

También andan por ahí diversas ideas del Paraíso. Representaciones míticas: de las Islas Afortunadas, o del país de Hesperia, donde hay eterna primavera...

Ideas legendarias: del país de Jauja, donde no hay nada más que placer... La idea puede también asumir un tono sarcástico: entonces el paraíso se convierte en un sitio anodino y aburrido, en que el hombre da vueltas sin saber qué hacer consigo mismo, hasta que llega el pecado, y la vida empieza a valer la pena... Pobres ideas, con las que el hombre hundido rebaja algo cuya grandeza le avergüenza.

En el Génesis se dice: "El Señor Dios plantó un jardín en el Edén hacia Oriente, y puso allí al hombre al que había formado. Y el Señor Dios hizo crecer del suelo toda clase de árboles, de hermoso aspecto y buenos para comer; y el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal... El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y guardara" (Gn 2, 8-9.15).

La Escritura, pues, nos presenta el Paraíso en la imagen de un jardín o parque, que ha puesto un soberano para su placer. El jardín está rodeado con cuidado, para que no pueda entrar nada que moleste. En él hay eso que el hombre meridional considera tan precioso: aguas frescas que fluyen inagotablemente; árboles que dan sombra; animales de muchas especies, hermosos de ver. Todo eso es imagen, y significa el mundo. Pero el mundo en tanto es vivido por un hombre que está él mismo en pura comunidad con Dios.

Miremos a la vida cotidiana para ver el alcance de esta idea. ¿Ocurre algo análogo en toda vida humana? Si hay alguien bondadoso y dispuesto a la ayuda, y deja lugar y libertad a su prójimo, mientras otro, en cambio, es estrecho de corazón y violento, y quiere que todo vaya según su mente, ¿ocurren en los mundos de sus vidas las mismas cosas? ¿Tiene en ellas el mismo carácter la existencia? ¿Se comportan las personas del mismo modo? Pues ciertamente, no. En el uno respiran libremente, tienen confianza, se sienten bien; en el otro tienen miedo, se preservan, se vuelven suspicaces. En sí, es el mismo mundo, son iguales hombres, pero ¡qué diferencia aquí y allá! Sin embargo, la diferencia la produce el espíritu de ambos; la irradiación que surge de su naturaleza. Pues todo hombre se forma su propio mundo, a partir del mundo general, por ser como es y como vive, como le llevan su manera y modo de ver.

Otro ejemplo. ¿No se dice: "Hoy me he levantado con el pie izquierdo", y todo va mal? Uno no se las arregla con las personas; aparecen los más variados obstáculos; los instrumentos no funcionan; las cosas se le caen a uno de las manos o se rompen; se piensa que aquél tiene una mirada hostil, que ese otro deja entrever intenciones enemistosas. Pero otro día todo es diferente. Los hombres parecen bienintencionados; las cosas se ensamblan propicias; la pluma y el martillo trabajan como por sí solos. ¿Qué significa eso? Ayer, sin embargo, la realidad era la misma que hoy; los hombres, los mismos, los instrumentos y situaciones, iguales. Sí, es cierto, pero nosotros mismos somos diversos; nuestros pensamientos, nuestro temple, nuestros nervios. Unas veces, ajustados y seguros de sí mismos; otras veces intranquilos, de mal humor, confundidos por impulsos contradictorios. ¡Cómo no van a ir diferentes las cosas! Pues lo que se llama en realidad "mundo", es algo que se forma constantemente por el encuentro del hombre con lo dado.

Ahora imagínense ustedes que ese hombre en cuestión sea tal como ha salido de la mano de Dios: lleno de vida, fuerte, claro y santo. En su corazón, ninguna mentira, ninguna codicia, ni rebeldía ni violencia. Todo en él está abierto a Dios; en pura armonía con el que le ha creado. Todo está regido y penetrado por Su luz, seguro de Su amor, obediente a Su mandato. Si es tal hombre el que se pone ante: las cosas ¿qué mundo surge de su mirar, sentir, percibir, actuar? ¡El Paraíso! "Paraíso" es el mundo, tal como se forma constantemente en torno al hombre que es imagen de Dios y no quiere ser nada más que Su imagen; el que ama a Dios, el que Le obedece y asume constantemente al mundo en la sagrada unidad.

Ya ven ustedes que aquello de que se trata es algo totalmente diverso de lo que se dice desde un punto de vista naturalista, o romántico, o despreciador, o concupiscente. Ese Paraíso era el mundo que Dios había querido realmente; el segundo mundo que había de surgir constantemente del encuentro del hombre con el primer mundo. Y en él debía tener lugar y ser producido todo cuanto se llama vida humana y trabajo humano: conocimiento y comunidad, realización y arte; pero en gracia, verdad, pureza y obediencia.

Al considerarlo así, también nos resulta claro algo más: que esta situación no estaba asegurada, sino puesta a prueba. Que el sol se levanta cuando llega el momento; que una cosa caiga cuando se la suelta; que una materia arda cuando se la pone a una determinada temperatura: todo esto es seguro, pues las leyes de la Naturaleza lo garantizan. En cambio, la acción del hombre es libre, y libertad significa que la acción se produce en la forma del brotar, del surgimiento desde el origen interior que se posee a sí mismo. Aquí no hay ninguna seguridad, pues ésta inmediatamente destruiría la libertad. Aquí está todo expuesto.

Entonces ¿qué expuesta y arriesgada debe estar una situación que procede tan enteramente de la gracia y agrado de Dios como aquella que se llama Paraíso, en la cual el Señor de todas las cosas pone al hombre su mundo en las manos, para que el hombre construya en él su reino, que con eso mismo había de hacerse Reino de Dios? ¡Cómo debía pasar esto por la prueba de la fidelidad!

Por eso nos dicen luego que, "en medio del jardín", en el centro del entero conjunto divino que se llama "Paraíso", se eleva un signo por el cual el hombre está a prueba: "Y el Señor Dios hizo brotar de la tierra toda clase de árboles, hermosos de ver y buenos para comer... pero en medio del jardín, también el árbol del conocimiento del bien y del mal... Le mandó: De todos los árboles del jardín puedes comer; sólo del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día que comas de él, morirás" (Gn 2, 9.16-17).

En ese árbol ha de decidirse si el hombre quiere vivir en la verdad de la semejanza a Dios o si tiene la pretensión de ser prototipo: si quiere ser criatura de Dios, o si pretende subsistir sobre lo suyo propio: si quiere amar a Dios y obedecerle, y a partir de ahí elevarse a una libertad cada vez mayor, o si quiere tomarse, a sí mismo y al mundo, bajo su propio dominio.

Ahí se decidió el destino del hombre: el de nuestros antepasados, y en ellos, el nuestro propio. Pero también —lo decimos con gran respeto— se decidió algo para Dios mismo. Pues la obra que Dios había llenado de tan divino sentido y que tanto amaba, la había puesto en manos del hombre, confiando en él para que la conservase con gloria y realizase en ella un trabajo que proseguiría la obra de Dios. Pero el hombre traicionó esa confianza, con el intento impío de quitarle a Dios Su mundo de las manos.

El segundo relato de la creación y la ordenación del matrimonio

Las consideraciones del domingo pasado nos han llevado al primer relato de la Creación. Lo preside esa enérgica frase que tiene poder para transformar el corazón que se abra ante ella: "En el principio creo Dios el cielo y la tierra." Viene luego, ordenada según el transcurso de una semana, y como trabajo de seis días, la producción de las formas del mundo. Esta sucesión de trabajo llega a la creación el hombre, que está formado a imagen de Dios ha de reinar sobre todas las cosas que se encuentran en la tierra. Pero entonces se establece un límite. El hombre ha de ser señor, pero bajo Dios. Por eso debe reposar de su labor en el séptimo día. Ante ido, porque no es un esclavo y ha de tener libertad, pero además, porque tiene que deponer su poder, para que en el ámbito del descanso dominical eleve la grandiosidad del verdadero Señor.

Y ahora hablemos del segundo relato, que sigue inmediatamente al primero. Se introduce con unas frases que dicen de un modo nuevo que al principio reinaba el caos, la confusión. No había surgido ninguna vegetación, ni se había hecho labor ninguna en la tierra. "Cuando el Señor hizo la tierra y el cielo, no había todavía ningún arbusto silvestre, ni crecía todavía ninguna hierba del campo; pues el Señor Dios todavía no había llovido sobre la tierra, ni había hombre para labrar el suelo. Sólo surgía un manantial de la tierra y regaba toda la superficie". (Gn 2, 4b-6).

Pero en seguida se narra la creación del hombre: "Entonces formó Dios al hombre con polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de la vida, y el hombre vivió" (7). Vemos que el hombre está en el centro del relato; todo lo demás se ordena hacia él. El modo de describir cómo llega a ser, no tiene nada que ver —digámoslo una vez más— con la ciencia. Se presenta en imágenes; pero las imágenes deben leerse de otro modo que las expresiones conceptuales. Han de evocarse espiritualmente, han de intuirse, percibirse, entendiéndose su sentido desde dentro. Y ciertamente, se dice que Dios, el Señor, hizo el cuerpo del hombre con "polvo de la tierra"; de tierra del mismo campo en que crece el trigo que le da pan.

Pero cuando se habla de "cuerpo humano", y del "aliento" que le sopla Dios, no se alude a la distinción en que pensamos al hablar de "cuerpo y alma". "Cuerpo" es aquí una figura muerta. Está ahí como la forma que surge cuando un artista toma la arcilla y le da forma. Miguel Ángel, en su famoso techo de la Sixtina, representó al hombre cuando ya vive y tiende la mano a Dios para recibir la chispa del espíritu desde el dedo del Creador. Eso está pensado con mucho ingenio, pero va contra el sentido del relato sagrado. Lo que hay ahí, según éste, es ante todo una forma muerta. Luego, Dios se inclina, por decirlo así, y sopla en ella "aliento de vida". En esta expresión se reúnen muchas cosas: el aliento, que penetra el cuerpo misteriosamente; la vida, que crece, siente y se mueve; el espíritu, que piensa y proyecta; e incluso, el pneuma, el aliento de Dios, que llena a los Profetas. Todo esto suena aquí y hace percibir lo inaudito de la existencia humana.

Así, pues, cuando el hombre entra a tientas con su meditación por su profundidad interior; cuando trata de palpar a dónde llevan las raíces de su ser, llega entonces, ante todo, al "polvo de la tierra", a lo más bajo del campo. Pero luego —digámoslo atrevidamente con las palabras que nos da la Escritura misma— al pecho de Dios. No queremos dar muchas vueltas con interpretaciones a las imágenes, sino dejarlas como son, corporales y vivas, y percibir lo que nos dicen de modo tan profundamente conmovedor: que nuestra esencia humana viene del fondo de la tierra, pero también del pecho de Dios. Por eso está el hombre en el mundo y también, por otra parte, fuera de él. Por eso puede comprender y amar al mundo, pero ser señor sobre él.

¡Es terrible cuando quiere habérselas con el mundo, pero sin que esté Dios en él!

Luego Dios prepara al hombre el ámbito de su vida, esto es, crea el Paraíso. Este aparece bajo la imagen de un jardín o un parque —algo así como lo mandaba hacer un soberano de tiempos antiguos, para poder pasear—. Un ámbito protegido y defendido; bañado por puras corrientes de agua —"aguas vivas", como suele decir la Escritura, para distinguirlas del agua muerta de las cisternas— y poblado de hermosos árboles llenos de fruta; para el habitante de aquellos países abrasados por el sol, una síntesis de preciosa plenitud de vida. Ese jardín Dios se lo da al hombre, para que lo cuide y labre.

Otra vez una imagen, pero ¿qué significa? Significa el mundo, en cuanto está dado al hombre en sus manos, para que lo mantenga en su cuidado y realice en él su labor; pero de modo que Dios esté en todo. Es decir, con la imagen del jardín confiado al hombre, se introduce algo más: que Dios mismo habita en él. Ello se muestra en el relato de la tentación, donde se cuenta que Dios pasea en la brisa fresca del día al atardecer (Gn 3, 8). Una imagen hermosa de cómo Dios quería participar en toda acción de sus hombres; habitando con ellos en el mundo santificado. Había de desarrollarse todo lo que se llama vida humana y trabajo, historia y cultura, pero todo ello en la cercanía de Dios y junto con Él, de tal modo que el hombre nunca habría necesitado hacer eso que luego se dice con otra imagen: esconderse ante Dios.

Después se escribe: "El Señor dijo: No es bueno que el hombre esté solo". En el relato, hasta entonces el hombre existe sólo como varón. Pero eso "no es bueno". La esencia humana no está todavía cumplida con eso: más aún, está en peligro. Por eso Dios da al varón "ayuda" para la vida y el trabajo, compañía. Y una auténtica compañía sólo puede tenerla una persona con otra persona: "El Señor Dios formó de tierra toda clase de animales terrestres y pájaros del cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaría éste; cada cual debía llevar el nombre que le diera el hombre. El hombre dio nombres a todos los cuadrúpedos, a todos los pájaros, y a todos los animales del suelo; pero no tenía para él ninguna ayuda que le fuera semejante" (19-20).

Lo que ocurre aquí, es "encuentro" en el sentido esencial de la palabra. El hombre llega ante el animal, observa, comprende y nombra. Para el modo de ver primitivo, el nombre representa lo nombrado mismo, en la apertura de la palabra: por tanto, cuando el hombre nombra algo, capta su esencia en la palabra, y de ese modo asume la cosa en la trabazón de su lenguaje, en la ordenación de su propia existencia. Así nombra el hombre a los animales, y se tacha de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y los animales, y se echa de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y el animal.

Es importante entender esta enseñanza que se da al hombre "en el principio" de su existencia: que es diferente del animal: que no le encontrará jamás en esa comunidad que le depara el "tú" y el "nosotros".

Puede obtener una relación muy viva con el animal, en que se pongan en juego los más vanados aspectos. Puede acercarse tanto a la Naturaleza en el animal, cuanto puede la Naturaleza llegar hasta él: igual que ocurre en el jardín, mediante el mundo de las plantas. Pero la frontera esencial persiste siempre; y algo queda trastocado cuando el nombre toma al animal en una relación en que sólo podría estar otra persona; como hijo, como amigo, o de cualquier otro modo. Para no hablar de esa destrucción de la verdad que aparece cuando el hombre venera lo divino en forma de animal. Pensemos en la horrible caída que tiene lugar en el ámbito sagrado del Sinaí, mientras que en su cima Moisés recibe para el pueblo la Revelación del Dios vivo: cómo exigen a Aarón que les haga "dioses, que les guíen yendo por delante de ellos": él, con las joyas de las mujeres, funde el becerro de oro; y el pueblo, en tumulto pagano, presta homenaje al ídolo (Ex 32, 1 ss.).

Luego cuentan los versículos siguientes cómo Dios le hace al hombre la compañera adecuada por esencia; lo que significa también que ésta recibe su compañero apropiado: "Entonces el Señor Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, que se durmió. Tomó una de sus costillas y cerró otra vez la carne en su lugar. El Señor Dios, de la costilla que había quitado al hombre, formó una mujer y se la presentó" (21-22).

Tampoco esto es una expresión conceptual, sino una imagen. No se fatiguen ustedes por la repetición: es esencial seguir dándose cuenta del modo como habla el texto sagrado. Lo que ahora tiene lugar, ocurre el "sueño profundo", en un éxtasis, en que el hombre es sacado de su condición natural de conciencia. En esa situación, Dios toma una parte de su cuerpo y forma con ella a la mujer: la más viva expresión de la igualdad esencial que hay entre hombre y mujer. Para subrayar qué poco tiene esto que ver con la biología o la anatomía, basta hacer notar que quizá todo este suceso deba ser entendido como una visión.

Así Dios da forma a la mujer, la presenta al hombre y tiene lugar el encuentro en lo más vivo, el conocimiento hasta lo esencial. Ello se muestra en estas dos frases, que son un himno de júbilo: "¡Al fin es el hueso de mi hueso y carne de mi carne! ¡Se llamará hembra porque salió del hombre!" (23) *. [* N. del T. —Por supuesto, en castellano "hembra" y "hombre" no son palabras relacionadas en cuanto a su raíz y origen, pero me ha parecido que de algún modo hay que indicar el juego de palabras hebreo'ishsha y 'îsh. Guardini entrecomilla "Männin", en contraposición a Mann, pero en castellano sería imposible decir "varona".]

Ahora es posible la compañía humana. Y expresa algo importante el hecho de que ésta se indique ante todo como "ayuda": como una colaboración en la existencia: un completamiento en vida y obra. Es decir, lo que determina en lo más profundo la esencia de esta unión no es lo sexual, sino lo personal. Contiene todo lo que surge entre hombre y mujer: la conmoción del amor, la fecundidad humana, el encuentro con el mundo, la inspiración de la obra: todo eso se expresa en la "ayuda". Por tanto, el segundo relato de la Creación dice lo mismo con sus imágenes que el primero con la frase: "Así hizo Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios le creó. Le creó como varón y mujer" (Gn 1, 27). "El hombre" es varón y mujer. Eso se dice ahí en una frase de síntesis; en el segundo relato, mediante una narración: en ambos casos, es la "carta magna" de la relación entre los sexos.

"Y por ello", se sigue diciendo, "el hombre dejará a su padre y su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne" (24). El primer relato terminaba en el establecimiento del día del Señor, la ordenación del tiempo de la vida, santificado: el segundo en la fundación del matrimonio, de la ordenación de la comunidad humana. Hacia esto tiende todo lo que dice.

Y se encuentra un eco en el Evangelio de San Mateo: Vienen algunos a Jesús y le preguntan: "¿Se puede uno divorciar de su mujer por todo motivo?" (Gn 19, 3). Saben que en la ordenación del Antiguo Testamento el varón tenía el derecho de repudio. Podía separarse de su mujer por razones que se estipulaban en la Ley. Y entonces preguntan sus adversarios: ¿Por cuáles razones? ¿Quizá por todas? ¿Por cualquier capricho? Es decir, se trataba de esas preguntas capciosas que se hacían al Señor, para ponerle al descubierto. Entonces Él contesta:"¿No sabéis que el Creador desde el principio les hizo hombre y mujer, y dijo: Por causa de esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne?" Lo cual significa: que no la puede abandonar en absoluto. Pero como los que preguntan quieren tener razón y objetan: "¿Pues por qué Moisés dispuso dar documento de divorcio y repudiar?", Él contesta: "Moisés, por vuestra dureza de corazón, os dejó repudiar a vuestras mujeres: pero desde el principio no fue así" (Mt 19, 4 ss.). En las palabras de Jesús percibimos un eco de lo que fue "en el principio". Entonces se fundó el matrimonio, y éste es insoluble por esencia. Lo que vino luego, fueron concesiones a la debilidad de los hombres: concedidas en una época en que las decisiones de la historia de la Revelación debían ir a caer en otro sitio. Entonces los "corazones duros" no eran capaces todavía de comprender lo que significa el amor, que siempre es también sacrificio.

Así, cada uno de los dos relatos de la Creación está orientado a fundamentar una ordenación de la vida: la primera, respecto al trabajo y el reposo, expresándose en los seis días, que pertenecen al hombre, y el séptimo día, que pertenece a Dios; la segunda, respecto al establecimiento del matrimonio como comunidad de vida y de fecundidad. Qué estrecha es esta comunidad, nos los dice el ya citado versículo 24: tan estrecha que por su causa "dejará el hombre a su adre y su madre". Por su causa se separa el hombre la relación más original que conoce la cultura primitiva: la del parentesco... Pero el hecho de que las ideas aquí manifestadas sean muy antiguas, podría provenir de que no se dice que la mujer dejará a su padre y su madre, sino que será el hombre quien dará paso. Entonces el texto remitiría a una época en que la ordenación social descansaba en la jefatura de la mujer, es decir, el matriarcado.

Esas dos ordenaciones protegen la dignidad del hombre y hacen una llamada a su responsabilidad: ante el trabajo y ante la persona del otro sexo. Pero precisamente por eso, forman también un límite. El séptimo día exige que el hombre, en su intervalo, deponga la soberanía, para que en el ámbito de su quietud se eleve la grandiosidad de Dios, dominándolo todo. La insolubilidad del matrimonio requiere que el deseo vital del hombre se sujete a la ligazón de la fidelidad.

Ya ven ustedes qué profundas cosas resultan cuando se meditan estos textos con respeto y cuidado. Toda la sabiduría del mundo no contiene nada que haga tan evidente el núcleo más íntimo de las cosas humanas como estas sencillas expresiones. Son más profundas que todos los mitos y más esenciales que todas las filosofías: palabras originales que vienen de Dios.

No leamos sólo exteriormente, abramos nuestro corazón y percibamos cómo se eleva la verdad. Las cosas se ponen en su sitio. El sentido queda claro. La vida se vuelve incitante y grandiosa.

El árbol del conocimiento del bien y del mal

El domingo pasado hemos hablado del Paraíso, el jardín lleno de árboles con flores y frutos, regado por frescas corrientes, lleno de hermosura y paz. Una imagen para la situación del corazón humano, que era puro, abierto a Dios y penetrado por el influjo de Su gracia, así como para el acuerdo vigente entre ese hombre y la Creación. No era una situación natural, que hubieran asegurado leyes y necesidades; la libre fidelidad del hombre en gracia debía mantenerla en pie.

También la prueba en que había de observarse esa fidelidad vuelve a estar expresada por la Escritura en una imagen. Dice: "El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén, para que lo cultivara y guardara. Le mandó: De todos los árboles del jardín puedes comer; solamente no puedes comer del árbol del conocimiento del bien y del mal; pues el día en que lo comas, perecerás" (Gn 2, 15-17).

¿Qué significa esta imagen? ¿Qué representa el árbol?

Sobre él hay diversas interpretaciones. Por ejemplo, partiendo del nombre que le da la Escritura, se ha dicho que con él se alude al trágico efecto producido por el preguntar y conocer. Según eso, el hombre está en el Paraíso en tanto que —bien sea como niño, bien sea como pueblo de un nivel cultural primitivo— va viviendo con simplicidad, confiándose al orden de la existencia tal como se manifiesta en la naturaleza y la costumbre. Entonces todo está bien y claro, y el hombre es feliz. Pero tan pronto comienza a preguntar críticamente el porqué y el para qué, empieza a haber intranquilidad y desconfianza; surgen conflictos, que son a la vez injusticia y dolor, y queda destruido el Paraíso.

Esta interpretación queda ahondada religiosamente por el significado que tiene el saber en mitología. Según éste, el saber da poder mágico a quien lo posee. Por tanto, la Divinidad se lo quiere reservar para sí; y los hombres, en cambio, han de permanecer ignorantes, para que ella los pueda gobernar fácilmente. La voluntad de saber es declarada injusticia, y la ignorancia, por el contrario, es elevada a virtud. El "Paraíso", entonces, es la dicha aparente que la Divinidad presenta como espejismo a los hombres, para que sigan sumisos. Consecuentemente, la irrupción del espíritu en el conocimiento es a la vez culpa y liberación. El Paraíso se rompe, pero toma comienzo la auténtica existencia humana, grande y por ello mismo peligrosa.

No hace falta más que leer cuidadosamente el texto del Génesis para ver que esta interpretación deforma totalmente su sentido. No hay en él nada que dé ocasión para suponer en la mente de Dios, magnánimo y generoso, la envidia de los númenes míticos. Tampoco tiene nada que ver el símbolo del árbol prohibido con el efecto trágico del conocimiento, pues este efecto pertenece a la existencia del hombre caído y a la confusión que la culpa ha traído a ella. El hombre puesto en la obediencia de la verdad no habría experimentado nada de semejante efecto.

Pero, prescindiendo de eso: ¡el hombre tiene que conocer! A él le está dada la soberanía sobre el mundo, y ésta empieza con el conocimiento. Por eso también, el primer acto de soberanía del hombre consiste, como cuenta el Génesis (Gn 2,19 ss.), en dar "nombres" a los animales, lo cual significa que comprende su ser y lo expresa en la palabra. Lo que se le prohíbe es otra cosa, a saber: un determinado modo de conocer. En toda pregunta e investigación, aclaración y ahondamiento, en toda comprensión espiritual, hay una alternativa: que tenga lugar en obediencia ante el Autor de la existencia, o en rebeldía y orgullo. A este orgullo se refiere la prohibición. Lo que ha de ocurrir ante el árbol no es la renuncia al conocimiento, sino, al contrario, la fundamentación de todo conocer: la comprensión y reconocimiento, sostenidos por el serio empeño personal, de que sólo Dios es Dios, y el hombre en cambio sólo es hombre. El asentir a ello o negarlo es ese "bien y mal", ante el cual se decide todo. En el ámbito de esa verdad fundamental había de tener lugar después todo ulterior conocimiento, y la espléndida capacidad espiritual del hombre puro lo habría realizado verdaderamente con muy diversa fecundidad que nosotros, a quienes el pecado nos ha traído tan honda confusión en mirada y juicio.

Hay otra interpretación que no parte del nombre del árbol, sino de la interpretación que tiene su imagen en los mitos, así como en el psicoanálisis del inconsciente. El árbol que ahonda con sus raíces en lo profundo de la tierra, sacando de allí su savia y que se eleva por el espacio, creciendo y desarrollándose, es un símbolo de la fuerza vital. Cada año se concentra en el fruto; y el fruto, a su vez, le propaga en nuevos seres arbóreos.

La interpretación dice así: El árbol del Paraíso es el mitológico árbol de la vida, y su fruto es la sexualidad madurada. Lo que prohíbe el mandato es la realización sexual. Mientras el hombre es niño, y duerme el instinto, vive inocente y feliz. Los elementos de su mundo están en acuerdo mutuo, y hay paz. Tan pronto como se mueve el instinto vital, empieza la intranquilidad. El niño entra en contradicción consigo mismo, y ya no se entiende. Entra también en conflicto con las personas mayores. La ordenación que éstas imponen le prohíbe la satisfacción del instinto; se vuelve escondido y contumaz. Pero él quiere la plenitud de la vida, sigue el instinto y con eso destruye el Paraíso de la inocencia feliz infantil. Sin embargo, eso debe ocurrir, porque la naturaleza humana, al crecer, sólo de este modo llega a la madurez de la vida, con su fecundidad, su felicidad y su seriedad. Lo que relata el Génesis sería entonces la representación primitiva de ese drama que se desarrolla en la vida de todo hombre.

Pero también esa interpretación es falsa. Así se cuenta cómo fue creado el hombre: "Dios hizo al hombre a su imagen: a imagen de Dios le hizo, le hizo hombre y mujer" (Gn 1, 27). Es decir, su determinación sexual va unida a su semejanza a Dios. Y se dice luego: "Dios les bendijo y les dijo: Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1, 28). Eso se ha dicho antes de la prueba, al fundar su esencia, y quiere que los hombres se hayan de desarrollar hasta la plenitud de la vida y de la fecundidad.

Pero ¿cómo se llega a semejante interpretación falsa? Porque se retrotrae al plan de Dios la actual situación del hombre, la historia del devenir de su género, tan rica en logros como en destrucciones, y se olvida que entre el hombre tal como es hoy, y aquél de quien habla el Génesis, está esa terrible catástrofe que se llama "pecado".

Por tanto, el árbol no significa la satisfacción del instinto, y el mandato no dice que esté prohibido. Sino que se refiere, como en el caso del conocimiento, al modo como tiene lugar. También el instinto pone al hombre ante una decisión. Puede convertirse en un orgullo que se rebele contra Dios y su orden; pero puede ser también obediencia, que asiente al orden y la verdad. Al final del segundo relato se dice: "Los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza" (Gn 2, 25). Los primeros hombres existían en la apertura de su naturaleza, claros y de acuerdo consigo mismos, y nada les daba la sensación de que hubiera en ellos algo que no estuviera en orden. Pero no porque fueran niños, sino porque estaban con todo su ser en la voluntad de Dios. Por eso no se avergonzaban; y tampoco se habrían avergonzado, si en tal estado de ánimo se hubieran unido como hombre y mujer, cumpliendo el mandato: "Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1, 28). Y hubiera sido sin toda la confusión, toda la menesterosidad y todo el deshonor que ahora pone el instinto en la vida del hombre.

¿Qué significa, pues, el árbol? Ni el conocimiento, ni la sexualidad; ni el afán de mayoría de edad espiritual, ni el avance hacia el horizonte del dominio sobre el mundo. Es más bien la marca de la grandeza de Dios, y nada más. Quiere decir: En tu conocimiento, en tu voluntad, en tu mente, en tu voluntad, en toda tu vida, debe estar presente el hecho de que sólo Dios es Dios, y tú en cambio eres criatura: que eres imagen Suya, pero sólo imagen; Él es el modelo. Tú puedes y debes llegar a ser señor del mundo; pero por Su gracia, pues sólo El es señor por esencia. El es el orden. Por este orden, compréndete y vive en él. Reconoce en ese orden la verdad, realízate en fecundidad y toma el mundo en tu propiedad. Recordar esto era la esencia del árbol. La prohibición de comer no se refiere a otra cosa que a la ocasión, expresada en la forma concreta del fruto, para decidirse entre obediencia e inobediencia. Nada más.

Debemos tomar la Sagrada Escritura dispuestos a oír lo que dice; no mandarle qué es lo que tiene que decir. Quien con esta disposición entra atentamente en los primeros capítulos de la Escritura, obtiene una comprensión de la esencia de la vida humana, de la cultura, de la historia, como no puede dársela ninguna investigación natural.

Romano Guardini, en unav.edu/

Romano Guardini

Las consideraciones dominicales de este curso han de dedicarse al libro con que empieza la Sagrada Escritura, el Génesis; y más concretamente, a sus tres primeros capítulos.

Génesis significa origen. El libro así llamado nos dice, en los mencionados capítulos, cómo ha empezado todo: el mundo, el hombre, la culpa y la redención. Pone así la base para todo lo que se expone luego, en el transcurso de la Revelación.

Al hacerlo así, no debilitaremos nada, no acomodaremos nada a las opiniones de la época y el día, sino que tomaremos conciencia del mensaje sagrado en toda la grandeza de su misterio. Pero, por otra parte, tampoco nos quedaremos en la mera letra, sino que intentaremos penetrar en la profundidad desde la cual puede de veras aclararse el sentido de lo dicho.

La pregunta por el principio, por lo que hubo al comenzar, es una de las preguntas prístinas que hace el hombre. Está cimentada en su naturaleza. Este hombre se encuentra con las cosas y quiere saber ante todo: ¿Qué es esto? Y en seguida: ¿De dónde viene? ¿Qué había antes? Y así retrocediendo, hasta llegar a la pregunta: ¿Qué había antes de todo? ¿De dónde ha salido todo lo posterior?

Cuando se está junto a un río, surge por sí sola la consideración: ¿De dónde viene? Y sería una lección sobre cómo están constituidas las cosas de nuestro mundo, el poder llegar hasta su fuente, siempre siguiendo su orilla. Allí se experimentaría una calma peculiar: ¡Aquí empieza! Aquí surge lo que después, tras largo camino, siempre creciendo, lleva al otro punto que determina el río: la desembocadura en el mar. Y se vería esa fuente como un símbolo de la fuente absoluta de la arjé, del principio primitivo.

La pregunta por lo primero, por el principio, puede hacerse de diversos modos.

Se puede hacer según las ciencias naturales. Por ejemplo, se partiría de la abundancia de formas vivas que encontramos en el mundo, investigando cómo han llegado a ser. Siguiendo hacia atrás la serie de los grados de evolución, se llegaría por fin a uno primitivo, que sería "fuente" para todos los otros posteriores. En él sentiría el espíritu esa paz que da lo primero a quien ha experimentado la sucesión. Pero pronto se sentiría llevado más allá y preguntaría: Y ¿de dónde viene la primera vida?

Y empezaría de nuevo la búsqueda... Su pregunta podría también situarse en la Historia; en los fenómenos económicos, políticos, culturales, queriendo saber en cada ocasión qué ha habido antes, y antes, retrocediendo así hasta llegar a la primeras formas accesibles de existencia histórica. Si lograra llegar realmente al primer principio, el espíritu encontraría allí ese descanso de que hablábamos... Pero se puede también hacer la pregunta de otro modo, moviéndose por tanto por la sed de saber del intelecto cuanto por la exigencia que hay en el hombre personal de entenderse a sí mismo. Algo así hace todo el que, en una época de empuje hacia delante, siente la necesidad de mirar atrás, de examinar su vida, de conocer sus concatenaciones y contar a los demás cómo ha sido. También éste busca una fuente, la suya. Siente el pasar y se asegura de su comienzo. Así, pasando sobre sus tiempos de trabajo y lucha, regresa a su juventud, y más allá, a la niñez, y alcanzaría, totalmente su deseo si puliera entender cómo ha surgido él de la vida de sus adres y del aliento de Dios. Ahí llegaría a darse lienta plenamente de sí mismo.

A una pregunta de tal índole es a la que responde la Revelación. Su respuesta no tiene nada que ver con la ciencia. Recuerdo muy bien con qué esfuerzo se intentaba mostrar, todavía a principios este siglo, hasta qué punto coincidía el relato la creación en la Escritura con los resultados de ciencia. Era un trabajo de Sísifo, pues la doctrina del Génesis, desde el comienzo, no tiene nada que ver con la ciencia natural ni con la prehistoria, sino que se dirige al hombre que pregunta con piedad: ¿Dónde mana la fuente de mi existencia? ¿Qué soy yo? ¿Qué se quiere conmigo? ¿Desde dónde he de entenderme?

Intentemos recorrer este camino hasta la fuente. Naturalmente, a pasos rápidos, muy rápidos, entre los cuales queda demasiado por preguntar.

Imaginemos que en tiempo de Cristo hubiera llegado alguien a Jerusalén y hubiera preguntado: "¿Qué es lo más importante que hay en vuestra ciudad?" A eso le habrían respondido: "El Templo". El habría seguido preguntando: "¿Y por qué?" A eso quizá habría contestado su informador lo que dijeron los Apóstoles cuando salían del Templo con Jesús: "¡Qué piedras y qué construcciones!" (Mc 13, 1), pues el Templo que había levantado Herodes era una obra esplendorosa. Pero ésta no habría sido todavía la respuesta auténtica, que hubiera sido: "El Templo es la casa de Dios". Lugar de la morada sagrada en todos los sentidos, como se expresa en las palabras de Jesús niño, cuando Sus padres, tras de mucho buscarle, Le encuentran en el Templo, y Él dice: —"¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que yo esté en lo de mi Padre?" (Lc 2, 49).

Pero ese hombre habría seguido preguntando: "¿Siempre estuvo ahí el Templo?" "No", le habrían respondido; "Herodes lo construyó en lugar del anterior, que había levantado nuestro pueblo cuando volvió del cautiverio en Babilonia. Y antes de ése hubo otro, el primero, lleno de gloria, que levantó hace casi mil años Salomón, el tercer Rey".

Pero el camino de las preguntas llegaría aún más, atrás: "Entonces ¿vuestro pueblo siempre estuvo en este país?" "No, hemos venido de Egipto, hace casi un millar y medio de años. Allí tuvimos que vivir largo tiempo en servidumbre. Pero Dios envió un hombre que se llamaba Moisés, y que era poderoso y sabio. Él nos llevó a través del desierto; pero Dios caminaba con nosotros".

Acerquémonos a estas palabras. El que así habla, sabe lo que dice. Dios está por encima de todo lugar, de modo que está en todas partes y no necesita marchar para ir de un país a otro. Pero es cierto, y pertenece al misterio de la salvación, que estaba con Su pueblo y que caminó con él. Los seis primeros libros de la Escritura están llenos de ese misterio, donde empieza ya el misterio del Templo, para llegar a cumplimiento en la venida definitiva de Dios, en la Encarnación.

Pero el hombre de que hablamos no está contento todavía: "Entonces, ¿estuvisteis antes siempre en Egipto?" "No, nuestros antepasados llegaron allí en tiempo de la gran hambre, cuando todavía eran pocos. Allí se quedaron, al principio en paz, luego en dura servidumbre." "¿Y vuestro primer antepasado?" "Fue Abraham. Vivió al principio en Caldea. Entonces le llamó Dios y le prometió que se multiplicaría en un gran pueblo. Ese pueblo había de ser el pueblo de Dios, y por él cumpliría Dios su voluntad de salvación. Y ese pueblo somos nosotros ahora." "Pero antes de Abraham, ¿quién había?" "Fue un tiempo oscuro, en que la continuidad de la salvación sólo discurría como un hilo sutil, rodeada, mejor dicho, casi oprimida por ese pesado extrañamiento de Dios que era la culpa." "Culpa, dices, ¿qué culpa?" "La culpa del primer hombre, que traicionó la confianza de Dios e intentó hacerse él mismo señor de la vida.

"¿Y cómo llegó él a existir?" "Dios le creó, como hombre y mujer, en el esplendor de su imagen; del polvo de la tierra y del aliento de su boca. Le confió la tierra, y todo estaba en la paz del primer amor. Todo estaba sometido al hombre, pero éste a su vez servía a Dios, y esto era el Paraíso." "¿Y la tierra misma, y el cielo y todas las cosas que hay entre cielo y tierra? ¿De dónde han salido?" "Las hizo Dios. Y no necesitó que le ayudara nadie, ni tuvo que hacer un material para ello, sino que Su sabiduría lo concibió todo, y dio órdenes, y existió."

Así, el camino de las preguntas llegaría a retroceder al comienzo de todas las cosas; pero el primer capítulo de la Escritura relata cómo tuvo lugar este comienzo. El relato —ya lo dijimos— no tiene nada que ver con la ciencia, sino que es un poderoso himno, que, con la imagen de una semana, describe cómo el divino constructor, con su sabiduría y poder y cuidado amoroso, en seis días de trabajo, eleva el mundo al ser, para luego "descansar" en el séptimo día.

Ante todo, crea el caos primigenio, mugiendo sin forma. Luego los grandes órdenes y formas; la luz, en alternancia de día y noche; el ámbito de la altura con los fenómenos de la atmósfera, y el de la tierra, en que el hombre debe llevar su vida; la división del ámbito del mundo entre tierra y mar; la vegetación, su diversidad; las estrellas, con sus constelaciones; el mundo de los animales, en el agua, en el aire y en la tierra; en fin, el hombre, con su naturaleza corpóreo-espiritual, que es imagen de Dios, y que está destinado por ello a dominar el mundo.

Pero todo el relato queda dominado, como por una bóveda, por la primera frase: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra", expresión bíblica de "el Universo". Después, al surgir los diversos órdenes y formas, se dice en cada ocasión: "Hizo", una palabra que representa el trabajo divino. Pero para el principio propiamente dicho, se expresa: "Creó". Lo que significa esta palabra, no lo entiende ningún hombre. Es el misterio prístino. Ahí reside el comienzo Absoluto.

Pero a ese hombre que preguntara, le habría llegado corazón lo dicho sobre la culpa, y querría oír hablar sobre el otro principio, el segundo, el malo, que está contenido en el primero, que surgió puro ajeno de la gracia creativa de Dios. Así, pues, seguirá la preguntando:

"Dices que Dios creó al hombre. ¿Era entonces tal como es ahora? ¿Lleno de violencia, de codicia, de mentira, de odio?" "No", contestaría el preguntado, "sino que en esa gran elevación al primer comienzo hay un punto donde casi se habría llegado al fin. En efecto, el hombre no había de crecer del mismo modo que la planta o el animal, sino que él había de hacerlo en libertad. Pero la libertad tiene lugar en la decisión. Así Dios le puso delante una decisión de la que había de depender su destino. En la forma del Paraíso, le había entregado el mundo. Merced al señorío que residía en su semejanza a Dios, el hombre había de "conservarlo y cultivarlo". Pero en un signo, el árbol del conocimiento, debía manifestar si lo quería hacer en verdad y obediencia. Y creyó la mentira del seductor, y tuvo la pretensión de querer ser Dios él mismo".

Ese fue el segundo principio, el malo, y hubiera podido dar lugar al fin inmediatamente. Pues Dios había amenazado al hombre: "Si coméis del árbol, moriréis." Por tanto, en realidad habrían debido morir en su pecado. Pues el hombre puro, el originalmente inalterado, no comete la culpa más terrible y sigue después viviendo. Eso sólo lo podemos hacer nosotros, los apestados por el pecado. Pero Dios le permitió seguir viviendo.

Crear y ser creado

Corresponde a la esencia del hombre tener que preguntar por lo que ha sido, a la vista de lo que es. Esa pregunta puede hacerla científicamente. Entonces investiga cómo el fenómeno dado en cada ocasión está condicionado por otro anterior, y éste  a su vez por otro precedente, y así sucesivamente: impulsado por el deseo de llegar a lo primero de todo, para luego, en camino de vuelta, comprender lo posterior... Pero, como hemos visto, también puede plantear la pregunta de otro modo: recorriendo hacia arriba la corriente de su vida personal: ¿De dónde vengo yo? ¿De dónde mis padres? ¿De dónde mi pueblo? ¿De dónde la Humanidad, como unidad de esos seres de que formo parte, y que realizan su trabajo en la tierra? Por el camino de esas preguntas, busca su primer principio propio, para entender desde él su existencia...

Esta segunda pregunta es la que hemos hecho a la Revelación de Dios, a la Sagrada Escritura. Nos ha llevado paso a paso a ese comienzo, tal como está expresado en la poderosa frase: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra", esto es, el mundo. Ese es el auténtico principio. En él comienza todo.

Para entender mejor lo que dice la Revelación, sin embargo, tenemos que considerar antes otra respuesta asimismo religioso, a saber, la que da la mitología.

Aparece un ser poderoso, resplandeciendo heroicamente, o esforzándose oscuramente, para dar forma y ordenar. Pero no es lo primero de todo. Antes de él ya había algo diverso, a saber, el caos, lo informe, lo inaprehensible e innombrable, la posibilidad primitiva, el dominio prístino: algo entre dos luces, que nos trastorna pensar. Y ese caos, dice el mito, estaba siempre, sin comienzo... Otra respuesta dice: Nuestro mundo surgió una vez, cuando lo produjo la muda necesidad. Pero antes de él estaba el hundimiento de otro mundo anterior, que igualmente tuvo su comienzo; y antes de ése, a su vez, el hundimiento del mundo que le precedió: una serie que retrocede hasta perderse de vista, y en que siempre un mundo empieza a ser después que otro ha llegado a su fin antes de él, en desconsoladora cadena de repeticiones. Ni en la primera respuesta mítica, ni en esta otra, ni en ninguna, adquiere sentido claro el concepto de principio. De un principio auténtico y puro habla sólo la Revelación. Esta, la única sabedora, lo manifiesta.

Ese principio lo expresan las palabras: "Dios creó". Y creó "cielo y tierra", esto es, todo. ¿Qué había antes de ese principio? Nada. Pero con eso no se alude a la nada borrosa del pensamiento vago; esa niebla de ser, que no es y sin embargo es. Tampoco a la nada de que hoy se dice tanto que amenaza al ser, engendro del miedo del espíritu que no cree. Sino la nada auténtica y limpia. Y ¿qué era? ¡Dios! Pero Dios no está en ninguna cadena de devenir y pasar. Es, sencillamente; como lo dijo Él mismo al manifestar: "Yo soy el que soy" (Ex 3, 14). Por sí mismo es y no necesita de ninguna cosa. Si no hubiera nada sino Dios —la frase es insensata, pero hay formas sin sentido que nos hacen falta porque no tenemos nada mejor para decir lo que queremos decir— entonces, sin embargo, habría "todo", y "bastaría". Si preguntamos desde lo íntimo de nuestra existencia: ¿qué existe?, o más correctamente ¿quién existe?, la respuesta dice: Dios. Con eso ya está dicho todo. Pero luego, además, ante Dios y mediante Él, como don, en definitiva incomprensible, de su generosidad, estamos nosotros; el mundo y los hombres en Él.

Tal, amigos, es la ordenación de la verdad; Dios es El que es; y nosotros podemos ser ante Él. Si esto vive en nuestro espíritu, tan claro y fuerte que en seguida avise de algún modo en cuanto resulte herido, entonces tenemos ahí el fundamento de la verdad.

Dios ha creado. ¿Qué ha creado? Todo, y el conjunto

¿Ha tenido para ello un material, como los demiurgos del mito? No, ninguno y de ninguna especie. Incluso el caos, Él lo ha llamado a ser; pues aquello inicial, de que dice el segundo versículo del Génesis que estaba "desierto y confuso", aparece dentro del conjunto total, del que proclama el primer versículo que "en el principio Dios creó el cielo y la tierra". Es la materia prima que tía preparado el Maestro para las realizaciones dentro del mundo.

¿Ha tenido Dios alguna base previa para su obra universal? ¿Ha habido alguna idea, en eterna situación prototípica, para que Él creara conforme a ella? Tampoco. No sólo lo ha creado, sino que lo ha inventado todo. ¿Notan ustedes qué hermosa es la palabra "inventar", sacar con el pensamiento desde la sabiduría eterna?

¿Estuvo alguien a su lado cuando creó? Nadie. Nadie le ayudó en su obra, superadora de todo concepto. Nadie compartió con Él la inimaginable responsabilidad. Nadie estuvo a su lado en esa cosa inaudita, sólo soportable por Dios, que es la realización primitiva.

Esa acción ha fundado nuestra existencia. En ella están las raíces de nuestra esencia. Si preguntamos: ¿A dónde vamos a parar en definitiva retrocediendo por el camino del devenir de nuestra consistencia?, entonces llegamos aquí: a que Él ha creado al mundo, al hombre, a mí.

Intentemos acercarnos un poco a esto. Las grandes ideas de la fe tienen dos propiedades: son sencillas, como la luz, pero también insondables —como la luz también—: pues ¿quién, aunque sus ojos fueran más capaces de ver que ningún aparato, habría llegado jamás al fondo de la clara luz? Por eso, las ideas de la fe pueden penetrar incluso en la persona as simple, si su corazón está abierto; pero ningún espíritu las agota, por poderoso que sea.

Si queremos acercarnos a la verdad de que Dios ha creado, debemos hacerlo pensando: Dios me ha creado; ha creado el mundo, y a mí en el mundo. Debo ponerme ante la irradiación de la voluntad divina; debo adentrarme por ella, hasta aquello último e íntimo: que Dios tiene intención de mí. Y hacerlo con todo silencio; una vez y otra, hasta que Dios quizá conceda un día darme cuenta de la dichosa verdad que yo existo por Su voluntad. Quizá me conceda incluso sentir Su mirada, que descansa en mí, y alegrarme con la certidumbre de que vivo de esa mirada.

Ciertamente, puede ocurrir que surja la rebeldía: No quiero ser creado. En efecto, esta rebeldía, como voluntad de autonomía, se despliega a través de toda Edad Moderna, y puede tomar muy diversas formas. Por ejemplo, la del idealismo, que dice: Ábrete paso, presintiendo y experimentando, a través de pequeño Yo, hasta la hondura interior, y entonces centrarás allí el Yo absoluto y podrás decir: Eso soy yo; y el mundo lo he creado yo. O también la rama contraria, que dice: Eso son ilusiones: errores del pensamiento cubiertos por sensaciones de mundo. La verdad es que yo procedo de la Naturaleza, como la planta y el animal; igual que éstos, vuelvo desaparecer dentro de la Naturaleza; y no hay más.

Amigos míos, ¿no es extraño que el hombre de la Edad Moderna vuelva una vez y otra a pensar esas dos ideas; por un lado; Yo soy Dios; y por el otro lado: Yo soy un trozo de Naturaleza? ¿Ven cómo se ha perdido la verdad fundamental, y el pensamiento titubea de un extravío a su contrario? Pero el peligro de que esto ocurra, de algún modo, abierto u oculto, sigue dándose para cada uno de nosotros. Por tanto debemos aceptar que hemos sido creados. Recibirnos a nosotros mismos de la mano de Dios. Habitar y habituarnos a estar en este modo de recibirnos a nosotros mismos, tan poco habitual.

Pero quizá se despierta también otra clase de resistencia, a saber: la angustia. Podría expresarse así: Si es verdad que Dios me ha creado ¿qué es de mí entonces?

¿Puedo ser realmente, si Él es, y es como Quien le manifiesta la Revelación? ¿Puedo tener dignidad, ser libre, regir y trabajar, si su sombra pende sobre mí? Pues ya se 'ha afirmado en todas las formas —filosófica, política, artística— que la disyuntiva a donde va a parar todo es ésta: Dios o el hombre: Él o yo. Si alguien piensa así, es que en él actúa una idea falsa: que Dios es Otro; el gran Otro que oprime al hombre. Pero no es precisamente el Otro, sino Aquél que ha hecho que yo exista, que sea yo mismo, real, auténticamente y sin envidias. Los dioses de los paganos envidian al hombre, tienen celos de su existencia, porque son seres ambiguos, que no están propiamente en el ser. Pero Dios, el ser vivo, ¿cómo iba a hacérsenos peligroso, si vive intacto en su majestad, y su voluntad es el fundamento para todo lo que yo soy? Si Dios —idea tan insensata como horrible— cesara de ser, entonces yo me reduciría a la nada. Pero Él es precisamente el que me ha situado en mi ser, de tal modo que existo y vivo y ando por mi pie; y tengo libertad, incluso la temible libertad de poderme volver contra Él. ¿Quién puede hacer nada semejante? ¿Quién puede ni siquiera concebirlo? ¿Cómo habría yo de tener miedo ante Él?

No; cuanto con mayor riqueza viva Dios en mí, cuanto más poderosamente actúe su voluntad en mí, más viva y libremente llego yo a ser yo mismo. Esa es la verdad, y todo lo demás engaña y deforma.

Pero la respuesta del corazón que surge de esta situación de haber sido creado, es la oración. Se la ha olvidado y desaprendido mucho, porque la idea de Dios se ha encogido mucho, haciéndose pequeña y mísera. Por eso, la idea de Dios ya no incita a la oración, pues ésta es un gran acto. Es la profunda inclinación del interior, que surge de esta experiencia: Dios "es el que es"; yo, en cambio, soy por Él y ante Él. Ese acto es verdad, produce verdad; la verdad fundamental, con que empieza todo lo demás. Y producir verdad, es paz y es libertad. Eso ocurre en la oración. No podemos empezar bien el día, amigos míos, sino pensando esta idea, con toda la quietud y profundidad que podamos: Tú, Dios, existes y existes aquí; yo, en cambio, estoy ante Ti. Así se inclinará por sí mismo nuestro interior, de un modo que verdad y libertad  y nobleza.

Otra cosa que surge de la fe en la Creación, es confianza. No podemos hacer nada mejor que entregarnos a la sabiduría de Dios, que nos ha concebido, y a su bondad, que nos ha dado a nosotros mismos. ¿Quién va a tener buena intención para con nosotros, desde la misma base, sino Él? ¿De quién podríamos esperar más que de Él? Y la miseria de nuestra existencia ¿no procede de que nos damos por contentos con su cómoda estrechez y no reclamamos Su generosidad? Ciertamente, ésta sería muy exigente, y tendríamos que esforzarnos. Pero nos llevaría a lo mayor y más libre; ¿quién puede decir hasta dónde?

Y, por fin, otra cosa: el agradecimiento. ¿Hemos probado ya alguna vez a agradecer a Dios que existimos? Entonces sabemos que nos hace bien y nos salva. Nos pone de acuerdo con nosotros mismos, es decir desde lo más íntimo: Te doy gracias, Señor, de que puedo existir. Pues esto no es obvio. Podría ser también, en efecto, que Él no hubiera querido que yo existiera. Y es un asombro indecible que su decisión haya caído en este sentido: que debo existir yo —y existir para siempre— pero piénsenlo, ¡para siempre! Nunca me extinguiré. Es verdad que moriré terrenalmente, seguro; pero resucitaré y viviré eternamente, como Él ha prometido; y entonces habrá por fin vida eterna. Con eso no se pierde de vista nada de lo difícil que tenemos encima: privación, enfermedad, preocupación; nada de eso. Pero en la raíz de todo están las palabras: Te doy gracias de que puedo existir.

Son actos fundamentales de la piedad. Fácilmente les hace retraerse la exterioridad, y sin embargo son muy importantes. Intenten ustedes ir en ellos a Dios: Sentirán qué salud interior les dan: la aceptación del haber sido creados... la adoración al único ser verdaderamente existente... la confianza en su sabiduría y bondad creativas... el agradecimiento por todo.

Tentación y pecado

En nuestras pasadas consideraciones hemos visto que tenía que someterse a una prueba esa situación de armonía concedida por la gracia, en que estaba el primer hombre respecto a Dios, y en que, por Dios, vivía consigo mismo y con todas las cosas. Debía hacerse evidente que el hombre tenía la seriedad de la decisión auténtica al querer aquello que sostenía toda su situación: la obediencia de la criatura respecto al Creador, y con ella, la verdad del ser. Esta decisión se expresa en la Escritura con una imagen: el hombre debía reconocer como prohibido un árbol en medio de la abundancia de tantos árboles, ricos en fruto. De todos podía comer; de ése, no. Y no porque la prohibición del fruto se expresara simbólicamente una crisis esencial del conjunto de la vida, sino porque ahí se yergue la grandeza de Dios, requiriendo obediencia.

Y entonces se dice en el tercer capítulo: "Pero la serpiente era el más astuto animal del campo que Dios había hecho. Dijo a la mujer: Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín? La mujer dijo a la serpiente: Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín: solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis. La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal. Entonces vio la mujer que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver, y deseable para adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su marido, que estaba con ella, y que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (1-7).

Un texto abismal. ¿Qué se dice en él?

Ante todo: El mal no estaba en la primera naturaleza del hombre, ni él lo trajo por su propia iniciativa al mundo, sino que le salió al paso. Su origen tiene la forma de una tentación por voluntad ajena, y el pecado consistió en que el hombre cedió a esa voluntad. Por tanto, hay ahí alguien que odia a Dios y su orden, y que quiere incluir al hombre en ese odio.

La naturaleza humana no era originalmente como la conocemos ahora, con tendencias buenas y malas, con potencias ordenadoras y desordenadoras, de las cuales estas últimas se hubieran despertado en alguna ocasión. Ni mucho menos ocurre, como dice una interpretación cínica, en el fondo estúpida, que los hombres se aburrieran en el Paraíso, y eso les hubiera llevado a que sólo el mal es interesante. No se habla de esto ni de nada semejante, sino que la Revelación dice que la historia del bien y del mal se retrotrae hasta el reino del puro espíritu, y que allí tuvo lugar la primera alternativa.

Lo que esto significa, se hace visible sólo en el curso de la Revelación, y alcanza su plena claridad en la tentación de Cristo (Mt 4, 1 ss.). Ahí se nos dice que hay un ser que quiere arrancar de Dios al hombre, y mediante éste, al mundo: Satán, él y los suyos. Este no significa, como tantas veces se entiende, el principio del mal. No hay tal principio del mal. No lograrán ustedes, amigos míos, pensar semejante principio. Afirmarlo constituye la misma insensatez que afirmar un principio de la falsedad. El gnosticismo pensó así, y declaró que el mal era uno de los dos elementos básicos de la existencia: muchos lo han repetido, pensando expresar una profunda sabiduría. Pero lo único que existe es el principio del bien y de la verdad, y éste es Dios. Sin embargo, la libertad puede ponerse contra él, en negación y desobediencia, y eso es el mal. Así, no hay ningún ser que sea malo por naturaleza, sino que sólo hay seres que se han rebelado contra Dios; cuya decisión les ha penetrado hasta la médula, y ahora Le odian.

Esto lo manifestó Cristo. Por eso hemos de saber que tenemos enemigos que quieren nuestra perdición, Satán y los suyos. Siempre ha estado en actuación. El fue quien tentó a los primeros hombres.

No se dice su nombre, sino que, una vez más, aparece una imagen, la de la serpiente.

En sí, este animal es como los demás, y en cuanto tal, tan escasamente malo como un águila o un león. Lo que da pie a esta imagen es la impresión que produce la serpiente: se mueve sin ruido, se desliza al avanzar, como escapando, es muda y fría, y su mordedura envenena. Todo ello se condensa en la expresión: "astuta". Por eso puede servir de imagen para Satán, que se acerca, en frío y pérfido, al hombre, para destruirle su vida.

Dice: "Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín?" Ya observan ustedes que la primera frase crea en seguida una atmósfera de ambigüedad. No dice: Dios ha dicho... a lo cual correspondiera la clara respuesta: es cierto. Sino: ¿es cierto lo que se oye decir? Una penumbra, pues, en que no se separan limpiamente y con claridad el sí y el no, el bien y el mal. ¿Cuál hubiera sido la respuesta adecuada? No dar ninguna en absoluto. Pues la mujer, al ser interpelada, sabe en la claridad de su ánimo: lo que ahí alienta, no es bueno: ahí dentro no está Dios. Por  eso debió rehusar todo diálogo. En vez de eso, contesta, y así ya se entregó. Cierto es que todavía dice, defendiendo: "Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín." Pero ¿qué necesidad tiene de defender a Dios? ¿Por qué tiene que dar cuentas a ese ser malo sobre la acción de Dios? Esto ya es traición a la sagrada confianza que ha puesto en el hombre el magnánimo amor de Dios.

Luego dice: "Solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis" (3). ¡Pero Dios no ha dicho eso! Defiende a Dios con una exageración. ¿Y quién exagera? El que ya está inseguro. Intenta remachar la validez de lo que ya no está muy sólido para él.

Entonces sabe la serpiente que ha llevado la intranquilidad al ánimo de la mujer, y que es hora del ataque descubierto.

"La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal" (4-5). El ataque se dirige contra la mente e intención de Dios. El Tentador se presenta como si estuviera bien informado. Su mirada penetra más allá de todo el orden de las cosas —hoy se diría más allá del engaño de los curas, más allá de las maniobras de los capitalistas—. Sabe cómo están las cosas en realidad, y se lo explica a los hombres. ¿Qué significa esto? Prescindamos por ahora de la deformación de toda verdad, que aquí tiene lugar, y preguntemos: ¿Cuándo se habla entonces adecuadamente de Dios? En tanto se está vivamente en la relación que fundamenta toda nuestra existencia: Tú, Creador y Señor; yo, hombre, Tu criatura. Sobre El no se puede hablar con objetividad imparcial, sino sólo con fe y con obediencia radical. Aquí  se incita al hombre a salir de esa obediencia, poniéndose en un punto de vista de presunta crítica independiente, desde el cual juzgará autónomamente sobre Dios y  la existencia: en sentido filosófico, sociológico, histórico o como se quiera. Entonces decidirá si Dios actúa correctamente, si tiene intención justa, incluso si es en absoluto Dios.

Y luego sigue diciendo el Tentador: ¿Sabéis también por qué Dios os prohíbe el fruto? Porque tiene miedo... Pero ¿cómo? Satán falsea la verdadera imagen del Dios vivo transformándolo en el Dios mitológico. El Dios mitológico, en efecto, es un ser cuya soberanía depende de circunstancias, y una de ellas es el saber mágico sobre los misterios de la existencia. Este saber confiere poder: mientras que lo tiene él sólo, está seguro de su soberanía. Pero si otros seres obtienen ese saber, se pone en peligro su poder, y el dios de la hora actual del mundo será destronado por el de la próxima... Tal es el núcleo de lo que dice Satán. Convierte al Dios puro, grande, no necesitado de nada, eterno, en un numen que depende de las condiciones del mundo, y  da al hombre la idea de que puede destruir esas condiciones y ponerse en el lugar de Dios.

La tentación debió ser terrible, pues tocó el sentido vital de los primeros hombres. Estos no eran unos niños, sino seres que resplandecían con la plenitud de pura fuerza, tal como había surgido del poder creador de Dios. Ellos percibían esa fuerza: y entonces dice la tentación: El poder vital que sentís, puede hacerse mucho mayor todavía. Puede abarcar el mundo, puede mandar sobre el Universo. Podéis llegar a ser sus soberanos, tal como ahora es Dios su soberano. Con eso el Tentador destruye la relación humana de semejanza a Dios, en que descansa la verdad del hombre; la destruye con la mentira de la igualdad; más aún, de la superioridad.

Estos influjos los recibe la mujer al escuchar, y de repente el árbol, que hasta un momento antes estaba en la inaccesibilidad de la prohibición sagrada, se vuelve seductor, incitante, prometedor: "Entonces vio la mujer que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver y deseable para adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su mando, que estaba con ella, y que también comió" (6).

La tentación empezó por atacar a la mujer, porque el sentido unitivo de su naturaleza la hace más susceptible para que se le borren las distinciones. Desde ella, el efecto pasa al hombre. El pudo haberle puesto término, pero también sucumbió.

Y se cambia todo: "Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (7). Ya antes se había dicho: "Los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza." Era otra desnudez: la del puro estar abiertos. Lo que eran, podían verlo todos, pues todo estaba puro. La pureza surge en el espíritu: si éste está claro, lo está también el cuerpo. Ahora ha tenido lugar la caída en el espíritu. La rebeldía ha puesto al hombre en contradicción con Dios, y por tanto, también consigo mismo. Esto le desordena también el instinto y los sentidos, y se avergüenza. Se siente asaltado por los poderes de la destrucción, y trata de defenderse con la cubierta del vestido.

Amigos míos, lean con cuidado este breve relato: verán qué conocimiento del hombre se expresa en él Será para ustedes como 'un espejo, en que no sólo se ve reflejado un suceso que ocurrió antaño, al principio de la historia misma, sino que sentirán: En esa historia he estado yo mismo.

Romano Guardini, en unav.edu/

Nueva Revista

Nueva Revista rastrea la huella del cristianismo en textos de Víctor Lapuente, Marcello Pera, Irene Vallejo, Rob Riemen, Ana Iris Simón, Michael Sandel y Byung-Chul Han

Roberto Calvo Macías y Miguel Ángel Iriarte

Se cumplen diez años de la Primavera Árabe. El balance de aquellas revueltas ilusionantes en una docena de países que el mundo siguió en tiempo real a través de los medios y las redes sociales es muy desigual. Solo una democracia surgida entonces, Túnez, continúa como tal hoy. En Egipto y Libia, a pesar de la caída de sus viejos hombres fuertes (Hosni Mubarak y Muamar el Gadafi), no cabe hablar de mejoras de entidad. Entre los frutos más amargos, medio millón de muertos, unos doce millones de desplazados, toneladas de escombros, economías destrozadas, endurecimiento de algunos regímenes, varios conflictos activos y una guerra civil particularmente desgarradora en Siria.

Mohamed Bouazizi yace tendido en el suelo, rodeado de decenas de personas en la localidad turística tunecina de Sidi Bouzid. Son las 11:40 h del 17 de diciembre de 2010. El 90% de su cuerpo sufre quemaduras graves. Desesperado y fuera de sí, se ha inmolado después de que la policía destruyera sus escasas pertenencias de vendedor ambulante diciendo que carecía de permiso. Casi irreconocible por las heridas, le trasladan consecutivamente a tres hospitales en Sidi Bouzid, Ben Arous y Sfax. Demasiado tarde. Tras diecinueve días de tratamientos muy deficientes, fallece en su cama mientras miles de tunecinos toman las calles exigiendo democracia. Sin buscarlo, Bouazizi ha pasado a la historia y no solo ha incendiado su propio cuerpo sino una de las zonas ya de por sí más inflamables del planeta. Es el comienzo de la Primavera Árabe. Su muerte actuó como catalizador de un descontento social acumulado durante décadas —motivado casi siempre por la corrupción, la represión policial, la falta de derechos fundamentales, el hambre y el desempleo— y precipitó la oleada revolucionaria de más envergadura desde la caída del bloque soviético entre 1989 y 1991.

Ciertamente, el norte de África y Oriente Medio constituyen una zona caliente del planeta. Allí, cualquier acontecimiento —más en los países asiáticos— tiene una repercusión global. Las causas son múltiples: de un lado, su relevancia histórica y cultural como cuna de civilizaciones milenarias y sede de los lugares santos para las tres religiones monoteístas —islam, cristianismo y judaísmo—. Por otra parte, la geopolítica desde mediados del siglo XX, en especial tras la descolonización africana y el nacimiento del Estado de Israel en 1948, la ha convertido en escenario de tres conflictos que vertebran una larga espiral destructiva: el árabe-israelí, la división del islam en sus facciones suní y chií —que proviene del año 632 cuando, a la muerte de Mahoma, los primeros siguieron al suegro del profeta, Abu-Bakr, y los segundos a su yerno Alí—, y la tendencia de algunos actores externos (la OTAN y Rusia) a proyectar allí sus ambiciones económicas y políticas a través de injerencias agresivas o miradas hacia otro lado. A todo ello hay que añadir la proliferación de grupos terroristas de diversa entidad, sobre todo el ISIS (Islamic State of Iraq and Syria), nacido en 2014 a la sombra de Al Qaeda. Y tampoco conviene olvidar factores como la abundancia de petróleo y gas en la zona y el demencial volumen de venta de armas, con un flujo de material hacia Oriente Medio que —según un informe de Amnistía Internacional— creció un 87% entre 2009 y 2018, algo «lógico» teniendo en cuenta que Estados Unidos es el primer exportador mundial y Arabia Saudí el principal importador.

Esperanza inicial

Tras la muerte de Bouazizi, en pocos meses, las protestas tunecinas se trasladaron, con distintas intensidades, a Argelia, Egipto, Libia, Siria, Yemen, Jordania, Baréin, Irak, Sudán, Omán, Mauritania, Yibuti, Somalia, Arabia Saudí, Líbano, Kuwait, Marruecos y Sáhara Occidental. El entusiasmo de aquellas revueltas se vio alentado por los éxitos iniciales en las calles y en las sedes políticas y por un rasgo muy característico de las movilizaciones: el protagonismo de las redes sociales. Internet se había generalizado en los hogares y negocios gracias a programas de la Unión Europea a comienzos de la década, y precisamente en 2010 se produjo la consagración de las redes: Facebook pasó de 350 a 600 millones de usuarios y Twitter de 75 a 175. En este contexto, se convirtieron en cadenas de transmisión de la chispa revolucionaria. Esta difusión mediática facilitó la convocatoria clandestina de eventos y la viralización del espíritu que había animado las protestas en Túnez: el deseo de más democracia y mayor bienestar. Toda la región sufría las consecuencias de la crisis económica mundial del momento, agravada por la carencia de derechos y las desigualdades sociales.

En algo más de un año se sucedieron derrocamientos impensables pocos meses antes: el 14 de enero de 2011 en Túnez cayó la dictadura de corte nacionalista presidida desde 1988 por Zine El Abidine Ben Ali. El dictador huyó a Arabia Saudí y falleció allí en 2019, tras ser juzgado y condenado por corrupción a treinta y cinco años de cárcel, más bien simbólicamente porque Ben Ali contemplaba todo desde el exilio.

Egipto tomó el relevo de Túnez. El país del Nilo vivía bajo la presidencia firme de Hosni Mubarak desde 1981. El 25 de enero comenzaron las primeras protestas. A pesar de la restricción general de acceso a internet decretada por el Gobierno, grupos disidentes convocaron manifestaciones a través de Facebook en un lugar que se convirtió en un icono de la revolución: la plaza Tahrir de El Cairo. Mubarak, sin el apoyo de las Fuerzas Armadas —cuyos mandos se negaron a disparar sobre la población—, dimitió el 11 de febrero. Fue juzgado y encarcelado en Egipto hasta 2017. Después vivió en su casa de El Cairo, donde falleció en 2020.

Paralelamente, Libia sufría su propia revolución. El estrafalario líder Muamar el Gadafi llevaba al frente del país 41 años. El 13 de enero de 2011 miles de manifestantes se echaron a la calle exigiendo el fin de la corrupción pero Gadafi se aferró al poder y comenzó uno de los enfrentamientos más crudos de la Primavera Árabe. Entre treinta mil y cincuenta mil personas fallecieron hasta que el 20 de octubre un grupo de detractores asesinó a Gadafi cuando trataba de huir. Aunque la euforia era el sentimiento predominante, el sabor agridulce dejado por la cantidad de muertos y la crueldad de la guerra en ciudades como Bengasi contribuyó a moderar las expectativas de transición hacia la democracia no solo en Libia sino en toda la zona.

Otros gobernantes tomaron buena nota de lo sucedido en Túnez, Egipto y Libia y procuraron sofocar las revueltas. En Marruecos el rey Mohamed VI anunció una nueva constitución, que sustituyó a la de 1996, y que incluyó la disminución de las atribuciones del monarca, el aumento de derechos y libertades fundamentales y mayores cotas de representatividad democrática. Jordania, Omán y Kuwait remodelaron sus Gobiernos y, tras el escudo de una tímida renovación ministerial y prometiendo las reformas solicitadas, vieron pasar el fantasma de la revolución por delante de sus puertas. Otros países, como Arabia Saudí, Líbano, Mauritania, Sudán o Yibuti solo conocieron revueltas de baja intensidad, con manifestaciones aisladas.

Ese estancamiento revolucionario tras la euforia inicial se percibió con particular claridad en Argelia. Este país, rico en petróleo y gas, estaba gobernado por el rocoso militar Abdelaziz Bouteflika desde 1999. En un alarde de generosidad según sus estándares, anunció mayor participación democrática y derogó el estado de emergencia en vigor desde hacía diecinueve años. La oposición clamó por la democratización total del país y la mejora de las condiciones de vida. Las manifestaciones dejaron una decena de muertes y un Bouteflika tocado pero no hundido. Solo tras las elecciones de 2019 cedió el paso a un nuevo presidente, Abdelkader Bensalah.

Los peor parados fueron, sin duda, Yemen y Siria. Para ellos, la Primavera Árabe marcó el comienzo de conflictos que se han prolongado hasta hoy. En el primer caso, la corrupción política unida a la pésima gestión económica de Ali Abdullah Saleh, al frente de Yemen desde 1979, provocó su salida y el nombramieto del actual presidente, Abd Rabbuh Mansur al-Hadi. Saleh se marchó a Estados Unidos, volvió en 2012 a su país y terminó asesinado por sus opositores en 2017. La revolución dejó una nación dividida entre suníes —partidarios de Al-Hadi apoyados por Arabia Saudí— y el Comité Revolucionario Yemení, secundado por la principal potencia chií: Irán.

En Siria, las manifestaciones contra el presidente Bashar al-Ásad —en el poder desde el año 2000 y uno de los personajes clave de la zona— desencadenaron una represión extremadamente dura; ante la formación de grupos organizados, como el Ejército Libre de Siria, Al-Ásad ordenó bombardeos contra enclaves con presencia rebelde, en los que la población civil se llevó la peor parte. Según la ONU, en los dos años posteriores al levantamiento murieron en Siria cerca de cien mil personas.

Balance muy dispar

En pocos meses, tras las ilusionantes imágenes de la plaza Tahrir de El Cairo o los derrocamientos de Mubarak y Gadafi, la Primavera Árabe se estancó o, más bien, fue sofocada por los gobernantes. Algunos analistas llegaron a hablar de «Invierno Árabe», probablemente a raíz del artículo «Arab Spring or Arab Winter?» publicado en The New Yorker en 2014. Querían expresar que, en ese periodo, la democracia en el Magreb y Oriente Medio, lejos de abrirse camino, había retrocedido. Pero, realmente, ¿qué valoración cabe hacer de la ola revolucionaria de aquellos meses de 2011? The Economist dejó clara su postura en un texto de diciembre de 2020: «La región es menos libre y más pobre que en 2010».

A nivel político la revolución afectó de manera heterogénea a tres tipos de países: en los regímenes menos totalitarios y más cercanos a Occidente —Túnez, Marruecos o Argelia— fue donde las revueltas cosecharon un éxito mayor. Por su parte, las dictaduras más autoritarias —Siria, Libia, Egipto y Yemen— sufrieron primero un fuerte estallido social durante meses y, con excepción de Egipto, largas guerras civiles después. Por último, las monarquías del golfo Pérsico —Arabia Saudí, Catar y Emiratos Árabes Unidos— reaccionaron con rapidez y moderación, combinando los ceses de altos cargos con el impulso de tímidas reformas sociales y un aumento de la inversión en servicios públicos.

Para la economía, las consecuencias resultaron demoledoras. Por ejemplo, según un informe de 2013 del banco británico HSBC, Egipto, Túnez, Libia, Siria, Jordania, Líbano y Baréin sufrieron una caída de un 35% en su producto interior bruto. La desestabilización social generó una fuerte huida de capitales y la caída del turismo dejó sin una fuente de ingresos vital a Túnez, Egipto y Siria, los principales destinos turísticos del mundo islámico. El informe de HSBC cifra en 800.000 millones de dólares el total de pérdidas en la región.

Por otra parte, la fragmentación social y política favoreció el surgimiento de organizaciones terroristas. Poco después de la Primavera Árabe, en 2014, nació en la ciudad iraquí de Mosul el ISIS. Este  grupo wahabita —desviación extremista suní que aspira a la instauración de la sharía como ley fundamental— se ha convertido en una voz de referencia en la zona, especialmente por sus ataques en Irak, Siria y Líbano y la proliferación de atentados en ciudades occidentales como París (2015), Bruselas (2016), Niza (2016) o Barcelona (2017).

No obstante, y pese a la mayoritaria derrota política, la Primavera Árabe cosechó el éxito, a priori silencioso, de demostrar que los cambios eran posibles en una zona acostumbrada a una especie de anestesia general permanente. Esta es la opinión, entre otros, de José Levy, corresponsal en Jerusalén de CNN en Español: «La Primavera Árabe sembró una semilla de cambio y, sin duda, la democracia llegará. La incógnita es cuándo». Y también la impresión del historiador británico Eric Hobsbawn, que, en unas declaraciones para la BBC, comparó las revueltas árabes con las revoluciones europeas de 1848, que solo adquirieron relevancia a largo plazo y que compartieron, según él, dos elementos fundamentales: el descontento general de todo el mundo cultural y político que las precedía y el protagonismo de las clases medias.

Siria: una guerra mundial en miniatura

Los conflictos de Yemen y Siria constituyen las secuelas más dolorosas de la Primavera Árabe. Aunque estos países llevaban décadas de inestabilidad, desde 2015 y 2011 respectivamente están viviendo un proceso de autodestrucción que se ha llevado cientos de miles de vidas y, en muchos casos, la esperanza de alcanzar un final si no feliz al menos aceptable.

En Yemen, en 2014, Al-Hadi, líder del país tras los sucesos de 2011, sufrió un golpe de Estado por parte de las hutíes —facción islámica mayoritariamente chií—, a raíz del cual estalló en 2015 una guerra civil con frecuencia olvidada en Occidente. A pesar del apoyo de Arabia Saudí y de Emiratos Árabes al presidente, los rebeldes, con el respaldo activo de Irán, tomaron y mantienen algunas de las ciudades más importantes, como Saná, la capital. En medio del caos, el ISIS inició su actividad terrorista en Yemen, sin alinearse con ninguno de los dos bloques principales. Según la ONU, la cifra de víctimas mortales supera hoy las 230.000, la mayoría de ellas «por causas indirectas» como la falta de alimentos, servicios sanitarios o infraestructuras. Naciones Unidas ya alertaba en 2015 de que podría ser la peor hambruna vivida en el mundo en los últimos cien años, pues el 80% de la población —24 de los 29 millones totales— necesitaba ayuda humanitaria para sobrevivir. La situación no ha mejorado y la inanición adquiere rango de pandemia; más de 7,4 millones de personas requieren asistencia nutricional, incluidos 2 millones de niños y 1,2 millones de mujeres embarazadas o lactantes que sufren desnutrición moderada o severa. En opinión de Joung-ah Ghedini-Williams, coordinadora de Emergencias de ACNUR, «Yemen es una de las mayores tragedias de nuestra generación».

La guerra siria se ha convertido en el conflicto armado de más entidad desde la de Irak en 2003. Siria, tradicionalmente un país abierto, culto y emprendedor, es ahora mismo un puzle con demasiadas piezas. En primer lugar, está el régimen autoritario de Bashar al-Ásad, sucesor de su padre, Háfez al-Ásad, presidente durante veintinueve años. Militar y oftalmólogo formado en Londres, perteneciente a la facción alauí del chiísmo, algo más moderada y respetuosa con otros credos como el cristianismo, Bashar al-Ásad divide tanto a la opinión interna como a la comunidad mundial. Estados Unidos, la ONU y la UE pidieron su dimisión en 2011 y siguen con él una política de sanciones económicas desde entonces. Ese mismo año la Liga Árabe expulsó a Siria por lo que consideró un ataque salvaje contra su propia población civil. En cambio, ha encontrado como aliados a la Rusia de Vladimir Putin —en particular a partir de 2015—, Irán y China.

A nivel interno, la diversidad de los grupos rebeldes —el principal, el ISIS, aunque hay cerca de cuarenta organizaciones distintas—, así como la presencia de minorías cristianas y kurdas, ha llevado a una inestabilidad cada vez mayor y a una atroz crisis humanitaria. La guerra, que sigue asolando Siria, ha dejado aproximadamente 400.000 muertos y doce millones de desplazados. Además, el final no parece cercano pues, como informaba la revista 5W en marzo, «tras diez años de conflicto, al régimen sirio aún le queda por recuperar alrededor del 25% del territorio nacional», distribuido entre las milicias kurdas que controlan el noreste del país, y las facciones opositoras, que dominan parte de la provincia de Idlib, en el noroeste.

La opinión generalizada es que todos son víctimas y verdugos al mismo tiempo, aunque probablemente en grados distintos. Así expresaba esa idea El País el 12 de marzo, aludiendo a un informe de Amnistía Internacional (AI): «Nadie se libra en la guerra siria del dedo acusador de AI. Ni las fuerzas del régimen de Damasco, que han arrojado barriles bomba durante una década contra sus ciudadanos [la ONU acreditó en 2017 que el Gobierno y el ISIS usaron armas químicas], ni las milicias de la oposición, que también han torturado y maltratado a civiles. Ni el despiadado Estado Islámico, ni los yihadistas de Hayat Tahrir al Sham, ni los soldados turcos ocupantes en el noroeste junto a milicianos locales, ni las Unidades de Protección del Pueblo kurdas que dominan el noreste con apoyo de Estados Unidos». «Tampoco —enfatizaba el mismo diario apuntando a las potencias occidentales— la aviación norteamericana, que arrasó Raqa, capital del ISIS; ni la rusa, que sembró de explosiones y metralla medio país». Como consecuencia de todo esto, según un trabajo de Médicos Sin Fronteras, «la mitad de la población siria —unos 12 millones de personas— está desplazada a la fuerza: 5,6 millones de refugiados se encuentran dispersos por el mundo, la gran mayoría en Turquía, Líbano, Jordania, Irak y Egipto, y 6,2 millones son desplazados internos, una gran parte en condiciones críticas».

Ante cualquier conflicto de Oriente Medio una mirada excesivamente occidental puede conducir al peligro de la simplificación. «Buenos contra malos» o «David contra Goliat» son esquemas que allí resultan insuficientes. Un ejemplo es cómo en Siria las prioridades para una buena parte de la población se centran en la supervivencia y el final de la guerra, y no tanto una solución política concreta. Así lo ve Hanneh, farmacéutica de ese país residente en España desde 1970, cuando viajó con varios miembros de su familia «para estudiar, mejorar y volver», algo que no sucedió porque conoció a Javier, su marido, y ha permanecido aquí hasta hoy: «La mayoría no tiene problemas de inseguridad de vida o muerte, pero sí mucha hambre. Por ejemplo, la gente no lleva mascarilla; la pandemia allí no importa porque hay otras dificultades antes». En la actualidad reside y trabaja en Pamplona y está en contacto diario con sus cinco hermanas que viven en Siria. Sufre por las dificultades que le cuentan y por la impotencia casi total para apoyarlas. De hecho, tras varios intentos de enviar medios y dinero a su país y comprobar que no llegaban, está contenta con la eficacia de Ayuda a la Iglesia Necesitada: «Mis parientes me dicen que una persona puede sobrevivir con treinta euros al mes. Por eso, desde aquí hago lo que puedo. Ahora mismo, o tienes alguien fuera que te eche una mano o mueres de hambre».

La economía está quebrada

La libra siria ha perdido el 99% de su valor frente al dólar y el salario mínimo de un funcionario es de quince euros mensuales. Según la ONU, el 80% de la población siria vive bajo el umbral de la pobreza. «Yo me escribo con mis familiares a primera hora de la mañana porque sabemos que luego habrá restricciones de electricidad, aunque en momentos distintos cada día. La guerra —concluye— ha convertido un país que tenía recursos en tercermundista».

Hanneh prefiere no hablar de política con sus parientes porque la vida en Siria es muy distinta. Los medios son oficiales y las manifestaciones obligatorias. Sin embargo, cree que, puestos a elegir entre seguridad y derechos democráticos, muchos compatriotas suyos optan por lo primero: «Votan a quienes piensan que les dan esa seguridad, o se la han dado, y mejoran algo su vida». Un ejemplo cercano para ella es el de un sobrino que durante una temporada está fuera del país por motivos de estudio pero que ha pasado en Siria todos estos años. Durante su bachillerato en un internado, a partir de 2011, tuvo que cambiar cuatro veces de ciudad y en dos ocasiones sufrió bombardeos de grupos opositores a Al-Ásad a escasos metros de donde se encontraba. Aún recuerda las explosiones y los cristales rotos. Después ha podido estudiar una carrera científica y se siente afortunado por ello, a la vez que muestra su escaso optimismo por el futuro. Por correo electrónico ha comentado: «Me encantaría decir que Siria va a superar esto y que volverá a ser lo que era, pero de lo que estoy seguro es de que no va a suceder a corto plazo».

Todos deben sumar

En esa línea de esperanza contenida terminaba The Economist un artículo de finales de diciembre: «Es pronto para poder decir cómo será el futuro. La semilla de la democracia moderna se ha sembrado adecuadamente en el mundo árabe y la sed de elegir a sus propios gobernantes es la misma en todos los lugares. Lo que más necesitan son instituciones independientes: universidades, medios de comunicación, grupos cívicos, tribunales y mezquitas. Así se llega a una sociedad formada y comprometida».

La solución al laberinto sirio y a los demás conflictos de Oriente Medio no vendrá solo desde Damasco, Beirut, Jerusalén, Riad o Teherán. Los problemas globales requieren respuestas globales y, en este caso, muchos países, también occidentales, han tenido miras muy cortas. Lo denunció con claridad Lynn Maalouf, directora adjunta de Amnistía Internacional, en marzo: «Los Estados involucrados han puesto sus intereses por encima de las vidas de millones de niños, mujeres y hombres al permitir que la historia de terror de Siria sea interminable. Sin justicia, ese sangriento ciclo proseguirá». Por su parte, el papa Francisco no deja de insistir en el «escándalo» que representan los numerosos enfrentamientos abiertos y en la necesidad de erradicar «la mentalidad de la guerra». Lo hace con discursos y con decisiones tan valientes como su viaje a Irak en marzo, en el que quiso confirmar en la fe a los cada vez más escasos católicos de esa tierra bíblica y encontrarse con el gran ayatolá del país, el chií Ali al-Sistani.

La inmolación de aquel vendedor tunecino tuvo consecuencias totalmente inesperadas. Diez años después, el balance de lo sucedido no es muy halagüeño, pero la sensibilidad de todos parece más despierta. Cabe esperar que esa sensibilidad lleve a pasos concretos que libren de su tendencia autodestructiva a Oriente Medio, «una Tierra Santa en la que —como afirma en su último libro el corresponsal en Jerusalén Mikel Ayestaran— inevitablemente el pasado se come al futuro».

Roberto Calvo Macías y Miguel Ángel Iriarte, en nuestrotiempo.unav.edu/es/

 

 

Enrique García-Máiquez

Son numerosos los autores contemporáneos −sean creyentes o no− que reflejan en su obra el legado cristiano, como deja constancia este artículo

Mons. Gerhard L. Müller

I        «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien...» (Gn 1, 1-4). Estas pocas líneas contienen la respuesta de la fe a la pregunta originaria del ser humano y de la humanidad: ¿de dónde vengo y por qué estoy en la Tierra? ¿Qué es el ser y qué es el hombre? La Sagrada Escritura, en sus primeras líneas, nos ha dado la primera respuesta válida hasta el día de hoy en la fe en Dios creador y consumador: todo lo que existe ha sido llamado por Dios a la existencia. El ser fue fundado a partir de su amor y de su voluntad.

El ritmo del texto hace suyas las distintas fases de la acción creadora de Dios. Lo creado está orientado hacia la plenitud —en el séptimo día Dios deja descansar su obra—, Él orienta todo lo que, en virtud de su voluntad creadora, ha surgido de la nada para la glorificación de Dios. Toda la creación, afirma san Pablo en su carta a los Romanos (Rm 8, 19-24), espera ansiosa y vivamente la revelación de los hijos de Dios, es decir, la gloria del Reino de Dios consumado. La primera creación del principio está encaminada hacia el cielo nuevo y la tierra nueva, y llegará a su plenitud cuando Dios sea todo en todas las cosas (cfr. 1Co 15, 28).

Si aquí se describe el origen y el fin de la creación, su centro, el principio que todo lo abarca adquiere la forma de una persona concreta en Jesucristo. El Verbo de Dios creó todo y, en el Verbo de Dios que es Jesucristo, se nos comunican incluso los misterios ocultos en la creación: tanto el dolor y la muerte como el deseo de salvación y plenitud. En la realidad de la revelación reconocemos la síntesis y la plenitud de todas las cosas, «las del el cielo y las de la tierra» (Ef 1, 10).

Los misterios de la creación —su libertad y su orden— se nos revelan también desde su origen en Dios. Nuestra fe confiesa que el mundo es querido por Dios, surge de su propia voluntad libre, y que Dios deja participar a las criaturas de su ser. Frente a la opinión muy difundida, según la cual todo cuanto existe es producto de la pura casualidad, de un capricho de la naturaleza, podemos decir junto con San Agustín: «Nosotros existimos porque Dios es bueno».

El orden de la creación no reside solamente en el desarrollo ordenado de los procesos propios de la naturaleza, en su ser y devenir, en los ciclos del tiempo; sino también se aprecia en la capacidad reguladora de la mano del Creador, en un orden que da lugar a lo bueno: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo era bueno» (Gn 1, 31).

El mundo creado no es un medio intercambiable al que Dios recurre arbitrariamente con el fin de autorrevelarse. Si consideramos la creación como parte integrante de la revelación, se realiza en su inicio la propia voluntad de Dios, que recibe una respuesta en la orientación del ser humano y de su conocimiento. La experiencia que el ser humano hace de sí mismo en cuanto criatura le revela, al mismo tiempo, a Dios como fundamento trascendente del ser y conocer finitos. En este sentido, se puede hablar de una autorrevelación de Dios, porque se ha manifestado en la creación como origen del mundo y del ser humano, del ser y del conocer finitos.

La fe cristiana en la creación introduce al ser humano en una relación especial con Dios. Éste no es el deísta constructor de mundos, que después abandona lo creado a su suerte, para que viva únicamente de lo legado en un principio. Tampoco es el creador que reina sobre todo y observa el destino del mundo y del ser humano como mero espectador; ni el soberano que esclaviza al ser humano y lo mantiene atrapado en una minoría de edad. Antes bien, le concede la libertad, e incluso lo llama a la libertad: «Para ser libres nos liberó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud», así lo anuncia san Pablo en el capítulo quinto de su carta a los Gálatas.

Esta libertad, sin embargo, implica un deber y no significa por tanto darle la espalda a Dios. Con esto se manifestaría una imagen deformada de Dios, que no querría ver en Él al origen creador de salvación y al redentor y consumador del mundo y del ser humano, sino a un ente abstracto, frente al cual el ser humano ha de emanciparse para ser libre. Por otro lado, no se entiende de modo adecuado el concepto de la libertad para la cual hemos sido liberados (Ga 5, 1), si se concibe como la hermenéutica de lo que carece de orden y ley.

Quien, sin embargo, reconoce la libertad como don de Dios ve en ella las posibilidades de configurar y ejercer una influencia positiva sobre el mundo. La creación en sí misma es sacada al principio del caos y conducida a un orden y estructura más profundos, que sólo podrá percibir quien reconozca el fundamento auténtico de todo lo creado en el hecho de que mantiene una relación con Dios en cuanto origen y consumador de todo el ser. El caos del principio retrocede ante el orden bueno del Creador: «Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso» (Sb 11, 20).

II       Con esto hemos tocado un punto esencial que debe ser profundizado: La creación en su origen es autorrevelación de Dios: A Dios se le conoce a través del mundo histórico y social, él se comunica a través del ser del mundo y de su orientación hacia su consumación. «Desde la creación del mundo» Dios revela su «realidad invisible», su «poder eterno y su divinidad» (Rm 1, 19 s.), al hacerse cognoscible mediante la luz (intellectus agens) de la razón humana (intellectus possibilis).

El Concilio Vaticano II ha declarado en una parte central de la Constitución Dogmática Dei Verbum: «Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación, con la promesa de la redención (cfr. Gn 3, 15)» (n. 3).

Entender la acción creadora como una orientación existencial hacia Dios, a quien todo lo que existe le debe su ser, y no como un mero acto que nace de lo puramente creativo, de la acción, de la actuación visible, es de primordial importancia para la teología y sobre todo para la antropología. La condición de criatura significa que el hombre, de acuerdo con su realidad total, en su existencia y en la consumación de su naturaleza corpóreo-espiritual, está constituido exclusiva y exhaustivamente por una relación trascendental con Dios como su origen y su fin. El discurso sobre Dios no nace de la pregunta por el principio cosmológico empírico-cognoscible del mundo y de las condiciones materiales del origen evolutivo y genético del ser humano como género y como individuo, sino más bien de la percepción de la relación espiritual que, con ello, abarca al ser humano con origen trascendente de toda realidad, del conocimiento objetivo y de la reflexión sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento en sí.

La condición de criatura significa la pura positividad, la pura bondad de todo cuanto, por voluntad divina, existe, manteniéndose una orientación hacia Él y una clara diferencia de perspectiva. Debido a su orientación constitutiva hacia Dios, el hombre se descubre en su identidad relacional. Se percibe en el núcleo de su existencia como persona que se experimenta a sí misma en su realización espiritual, gracias a una existencia prometida de forma incondicional de la que se apropia.

En virtud de esta autoposesión (subsistencia) en libertad, la persona puede disponer de sí también en orden a otra persona e identificarse con ella en el amor, en el ámbito de la comunicación interpersonal. El ser humano en cuanto persona es capaz de percibir su condición de criatura como relación trascendental con Dios y realizarla en su andadura histórica. La actitud apropiada frente a Dios (que es la de la adoración, veneración, obediencia, gratitud y amor) nada tiene que ver con una experiencia humillante de dependencia y minoría de edad —tal y como postula el ateísmo—, sino que es la actitud que corresponde a la inclinación personal de Dios al hombre en justicia, santidad, gracia, justificación y perdón (Rm 1, 1.16-20). Son las realizaciones del propio ser que brotan de la divinidad de Dios y de la condición de criatura del hombre, que posibilitan una relación de amistad y una comunicación a través del diálogo personal.

Esta comunicación dialógico-personal con el Creador tiene su raíz en la donación de amor hacia todo aquello que ha recibido su ser de Dios: «tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos...» (Dei Verbum, n. 3) y Gaudium et spes: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador» (n. 19).

III      Con esto hemos llegado, sin embargo, también a la pregunta sobre el sentido de la creación. Dado que la creación nace enteramente de Dios, también está orientada en su independencia y libertad totalmente hacia Él, para su gloria y alabanza. De ahí que el primer sentido de todo lo creado consiste en la glorificación de Dios. Son los salmos los que, de manera especial, nos presentan esta idea; a saber: que el sentido de la creación reside en la glorificación de Dios. «¡Oh, Yahvé, Señor nuestro, qué admirable es tu nombre por toda la tierra! Tú que exaltaste tu majestad sobre los cielos» (Sal 8, 2) y Sal 19, 2: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento». En Dn 3, 57 toda la creación está llamada a bendecir al Señor: «Obras todas del Señor, bendecid al Señor, cantadle, exaltadle eternamente».

El enlace entre teología de la creación y antropología se encuentra expresado de manera explícita en san Ireneo de Lyon: «La gloria de Dios es el hombre viviente». El ser humano puede realizar esta dimensión de sentido que la creación ha adquirido en virtud de la voluntad libre y amorosa del Padre, mediante la gran acción de gracias de la Iglesia que es la eucaristía. La eucaristía es el centro del sentido del mundo, en cierto modo «liturgia del mundo» (CCE 100) y anticipación de su realización definitiva. Es el apóstol de las gentes, san Pablo, quien expresa este orden adecuado: «Vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Co 3, 22-23). Con la primera carta de san Clemente esta relación dialogal-responsorial adquiere un primer matiz de carácter ético: «... veamos lo que es bello, agradable y grato a la mirada del Creador» (1Clem 7, 3).

El Concilio Vaticano II en la Gaudium et spes puede formularlo del siguiente modo: «El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios» (n. 37). Siguiendo la tónica del texto del Gn 1, 28, los hombres y mujeres que están unidos por el vínculo indisoluble del matrimonio están llamados a una «parti- cipación especial» en su «propia obra creadora», a cooperar «con el amor del Creador y del Salvador» (n. 50). Esto vale especialmente para la transmisión de la vida, pero también para el testimonio mutuo del Evangelio entre los esposos y respecto de los hijos.

¿Cómo puede el ser humano cerrarse ante la bondad de la creación? ¿Acaso no es un deber inamovible el que mueve al ser humano a corresponder a las implicaciones éticas que se ponen de manifiesto en la creación? Puesto que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, también éste está llamado y destinado a ser bueno. El desvío de los principios éticos se ha de localizar en el rechazo de la idea de la creación en cuanto obra de Dios y en la negación de que su propia existencia se debe a Él. El cumplimiento de las normas de comportamiento elementales que dependen de los mandamientos divinos alumbra, al mismo tiempo, el camino hacia la realización del ser humano. Si el hombre es criatura, su ser radica en la aceptación de esta condición y, dependiendo de ella, en la configuración de la propia vida. Dios ha hecho todo bien: es éste el ejemplo, el prototipo al que estamos unidos en la semejanza a Dios, el Creador del cielo y de la tierra.

Yendo un poco más allá, la misión ética también concierne el cultivo de la tierra: «Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo» (n. 34). El trabajo destinado al propio sustento «continúa la obra del Creador» y contribuye «a que se cumplan los designios de Dios en la historia» (n. 34). Despreciar los logros que se obtienen de un modo razonable y bueno para el bienestar de la humanidad es totalmente imposible si partimos de la colaboración en la creación encomendada por Dios a los hombres. Volvemos a a la Gaudium et spes: «Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios» (n. 34). La clarificación que aquí se lleva a cabo de la interrelación entre antropología y teología de la creación, entre Dios y el hombre, nos conduce nuevamente al origen de la tradición bíblica: «Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra (...)” Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó» (Gn 1, 26.27).

IV       Hoy en día el hombre está marcado por la técnica y las ciencias naturales. Vivimos en un mundo para el que el concepto de creación parece ser la expresión de la impotencia de la mente humana, que hasta la fecha no ha encontrado una explicación científica a la existencia del ser, dando por supuesto que incluso este misterio será esclarecido algún día por la mente humana. Del mismo modo que el hombre logró descifrar el código genético (ADN), también logrará encontrar en un futuro una explicación aceptable para la existencia del mundo, del cosmos y de los seres vivos. Según algunos científicos, sólo se trata de una cuestión de tiempo.

En su conferencia a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, el Papa Benedicto XVI alertó acerca del peligro que conlleva sobrevalorar las posibilidades científicas. Precisamente el progreso de de la técnica y las ciencias naturales supone para algunas personas una primera causa de la secularización y del materialismo, puesto que, por medio de este proceso, la convicción de que Dios gobierna los poderes de la naturaleza pierde progresivamente fuerza, dado que aparentemente las propias ciencias están en condiciones de hacer exactamente lo mismo. El Santo Padre subrayó al mismo tiempo que el cristianismo «no postula ningún conflicto inevitable entre la fe sobrenatural y el avance científico». Dios creó al hombre dotado de razón para darle el poder sobre todas las criaturas. Justamente por eso el hombre se ha convertido en «cooperador» de Dios en la creación. Por este motivo, el ser humano se ha convertido en «colaborador» de la obra creadora de Dios.

La prevención, pero también el control y el dominio de los fenómenos naturales por parte de las ciencias son, por tanto, «parte del plan de Dios». Por esta razón, la Iglesia se compromete desde su misión por el bien «para que la capacidad de formular pronósticos y controles por parte de la ciencia jamás sea utilizada en contra de la vida humana y su dignidad». En otras palabras: la ciencia y el progreso deben estar al servicio del hombre, de la creación y de las generaciones futuras.

Desde esta perspectiva, hay que formular también la pregunta sobre una ética de la creación, comprometida con el bien que proviene de Dios. Pensemos en la genética humana, la clonación y la investigación con células madre. ¿La reflexión sobre la creación sigue aquí orientada hacia la voluntad de hacer el bien, hacia la intención del Creador que creó todo lo que existe desde la nada?

¿Puede la reflexión teológica sobre el fundamento y principio de todo ser entrar en contacto con la premisa científica que sostiene poder esclarecer todo? Si se observa la relación actual entre la doctrina de la creación y la reflexión científica, parecería que —a pesar de todo— aún es posible encontrar un punto de convergencia entre ambas: se trata del concepto de la ética.

Tanto aquí como allí crece la conciencia de que algo tiene que cambiar en el modo en que tratamos la creación. No se trata solamente de los abusos materiales, sino también —y sobre todo— de las dimensiones espiritual y teologal. Desde el punto de vista de la teología, la creación como acto tiene que ser comprendida como un acto que permanece y posee una concreción histórica. Más allá del acto creador, Dios sigue siendo persona, fuente de amor creador para el ser humano, y la creación permanece así en el espacio y en el tiempo. Y el hombre: él es el destinatario de la llamada creadora de salvación en libertad, él es querido y creado a partir de la voluntad creadora y amorosa de Dios. Por esta razón podemos leer en Gaudium et spes: «La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad» (n. 17).

La creación es un acto genuino de la autorrevelación de Dios, quien le ofrece un acceso a la misma al ser humano, al dotarle de la capacidad de la razón. El mundo creado no es un medio intercambiable al que Dios recurre arbitrariamente para revelarse. A través del ser del mundo que se trasluce en el acto de conocimiento, penetra Dios de forma irrefutable dentro de la realización racional del hombre. Dondequiera que el hombre, en su autoexperiencia trascendental, se plantea la pregunta por el sentido y el fin del ser humano, encuentra a Dios —al menos de forma implícita y atemática— como fundamento trascendente del ser y del conocimiento finitos. Y dado que Dios se revela en la experiencia que el hombre tiene de sí y del mundo como el origen libre del mundo y del hombre, del ser y del conocimientos finitos, como el misterio santo, hay que hablar aquí, en un sentido explícito, de autorrevelación de Dios.

Este originario conocimiento de Dios como creador desborda ampliamente incluso la posibilidad del acceso filosófico a Dios como causa trascendente del universo, porque este encuentro originario con Dios significa ya de por sí un encuentro con Dios del que nace la salvación. El concepto cristiano de creación sitúa al hombre y al mundo en un especial sistema de coordenadas, tanto con respecto a la trascendencia personal de Dios, como de la inmanencia personal divina dependiente de esta trascendencia en la historia específica de su autocomunicación a través de la palabra y del mediador de la Alianza, Jesucristo.

La importancia que la fe en el Dios creador tiene para nosotros se hace especialmente patente si contemplamos la relación que el hombre tiene consigo mismo, con su búsqueda, persecución y realización del sentido de su vida y de la meta de ésta. Sólo la fe en el Dios creador le ofrece al hombre el lugar que le corresponde en el conjunto del mundo, capacitándole para reconocer su libertad interior de asirla y conservarla, su apertura y su capacidad de decisión —creativa y servicial— en el ámbito objetivo, su dimensión anímico-ética y su entrega al Dios uno y trino.

En la actitud fundamental del hombre hacia el mundo (es decir, en la actitud marcada por el respeto y la comunicación responsable con la creación, en la postura para con el prójimo —misericordia y amor al prójimo—, así como en su postura responsable y fiel hacia los valores y bienes que sustentan la humanidad en el campo de las ciencias, de la educación, la cultura, la política y del Estado), se hace patente no sólo la fe en el Dios creador y en la creación puesta por Él en el horizonte del espacio y del tiempo, sino que además se convierte en el componente creativo sustentador de su vida, de sí mismo y —en su proyección exterior— en un perfil reconocible en un mundo marcado por la «dictadura del relativismo» (Papa Benedicto XVI) y por los ideologismos. La aceptación del mundo como una creación —que no podemos construir de forma autosuficiente— le otorga a la propia creación el respeto y el valor que en última instancia le viene de Dios.

A través de la fe en la creación, obra de Dios, el hombre encuentra también una protección ante las «enfermedades sintomáticas de un mundo secularizado y sin Dios» (KKD tomo 3, 164) que son: la soledad, el miedo y la desesperación. Los nombres propios del siglo pasado, como los de Nietzsche y Sartre, son representativos para un mundo marcado por el miedo, porque no supieron reconocer a Dios en su soberanía y en su capacidad creadora.

El misterio del hombre (que puede interpretarse a partir de nuestro Credo: «Creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra») es el misterio de Dios. Este misterio se revela y se hace palpable para el hombre en este mundo a través del misterio de la creación, que el hombre capta desde la fe, lo acepta como la realidad mediante la entrega y la veneración de la criatura ante el Creador, convirtiendo así al ser humano en partícipe del amor gratuito del Dios trino. De esta manera, el hombre es colocado en la libertad del amor: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» pregunta san Pablo en la primera carta a los Corintios (1Co 4, 7) y Dios mismo responde a esa pregunta: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3, 20).

Quisiera concluir con una cita de la Gaudium et spes (n. 57) que sintetiza los puntos esenciales al tiempo que contiene una tarea: a saber, la de no considerar la creación como un todo acabado en un pasado lejano, sino que invita a descubrirla para el desarrollo de la propia vida humana: «Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano. En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre.

»El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de los recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser morada digna de toda la familia humana y cuando conscientemente asume su parte en la vida de los grupos sociales, cumple personalmente el plan mismo de Dios, manifestado a la humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún, obedece al gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos. Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes disciplinas de la filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias naturales y se dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la familia humana se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el bien y la belleza y al juicio del valor universal, y así sea iluminada mejor por la maravillosa Sabiduría, que desde siempre estaba con Dios disponiendo todas las cosas con Él, jugando en el orbe de la tierra y encontrando sus delicias en estar entre los hijos de los hombres».

Mons. Gerhard L. Müller, en dadun.unav.edu/

Keith Thomas

En el capítulo 15 del evangelio de Lucas, hay tres parábolas, la Parábola de la Oveja Perdida (v. 3-7), la Parábola de la Moneda Perdida (ver. 8-10), y la Parábola del Padre Amoroso (ver. 11-32). El contexto de todo el capítulo 15 se refiere a la actitud de los fariseos y los maestros de la Ley. Lo que precipitó la enseñanza de Jesús de estas tres parábolas es la queja de los fariseos de que Jesús recibe a los pecadores y come con ellos (ver. 2). La palabra que había salido de la élite religiosa era que Jesús hizo Sus milagros por el poder de Satanás (Mt 12, 24). Como evidencia de que Jesús era de Satanás, señalaron a aquellos con quienes el Señor se asoció, los pecadores, las prostitutas y los recaudadores de impuestos. Si este Hombre era el Mesías, ellos dijeron, ¡Él no se mantendría cerca de esa clase de gente!

Jesús enseñó estas tres Parábolas para corregir su punto de vista sobre el carácter y la naturaleza de Dios, es decir, cuál es Su actitud hacia los perdidos, necesitados y quebrantados de este mundo. Los líderes religiosos que asistieron eran figuras de autoridad en la nación en ese momento. La gente estaba obligada a guardar sus reglas y regulaciones. Se les consideraba como aquellos que estaban meticulosamente buscando ser como Dios y seguirlo. "Los maestros de la ley y los fariseos se sientan en el asiento de Moisés. Obedécelos y haz todo lo que te digan. Pero no hagan lo que hacen, porque no practican lo que predican" (Mt 23, 2). Cuando Jesús vio el modelo que los maestros de la ley y los fariseos le estaban dando a la gente y su desprecio de cualquier persona que no era de su club, Él decidió contarles tres historias para ilustrar el corazón del Padre hacia los perdidos. Cada una de las dos parábolas que ya hemos cubierto concluye con regocijo y celebración por el hallazgo de las ovejas y la moneda.

Mucha gente llama a este pasaje la Parábola del Hijo Pródigo, pero el texto, en mi opinión, es más sobre un padre pródigo. Antes de que usted comience su programa del E-mail para lanzarme una piedra electrónica, déjeme explicar diciendo que la palabra "pródigo" no se menciona en el texto, y significa:

“Temeraria o derrochadoramente extravagante": como en los gastos pródigos en armamento innecesario; una vida pródiga. Dar o dar en abundancia; pródigo o profuso: alabanza pródiga.

Sí, el hijo menor era derrochador extravagante, pero el padre era aún más lujoso y extravagante con su gracia, misericordia y aceptación de su hijo cuando volvió del país lejano. Fue amable con sus finanzas porque no tuvo que darle a su hijo lo que quería. Con ese punto de vista en mente, veamos ahora la tercera parábola en este capítulo.

Pocos días después, el hijo menor empacó sus pertenencias y se mudó a una tierra distante, donde derrochó todo su dinero en una vida desenfrenada. Al mismo tiempo que se le acabó el dinero, hubo una gran hambruna en todo el país, y él comenzó a morirse de hambre. Convenció a un agricultor local de que lo contratará, y el hombre lo envió al campo para que diera de comer a sus cerdos. El joven llegó a tener tanta hambre que hasta las algarrobas con las que alimentaba a los cerdos le parecían buenas para comer, pero nadie le dio nada (Lc 15, 11-16).

Lo primero que notamos de este joven es su actitud exigente. No pide amablemente, y carece de gracia y tacto con su elección de palabras. No hay discusión sobre sus intenciones. Es exigente con su padre, sabiendo lo bondadoso que es. Él dice en efecto: "Dame mi parte de la herencia ahora, en lugar de cuando mueras o te retires." El padre conocía algunos de los pensamientos que habían estado pasando por la mente del joven y tenía alguna idea de lo que él quería hacer con tal cantidad de dinero. Ambos hijos estaban muy contentos de que el padre dividiera su propiedad entre los dos. El hijo mayor obtuvo dos tercios y el menor un tercio, según la Ley de Moisés (Dt 21, 17). De inmediato, el hijo menor liquidó sus bienes para tener el dinero en la mano.

Pregunta 1; ¿Por qué el padre le dio a su hijo lo que pidió en lugar de hacerlo esperar?

El hijo menor estaba cansado de estar en la casa de su padre. Quería ser un hombre y experimentar el mundo fuera del gobierno y el ojo de su padre. El padre no discutió ni trató de razonar con él. Hay algunas lecciones que un padre no puede enseñar a un hijo. Deben ser vividas. El dolor es un buen maestro. No podemos proteger a nuestros hijos de las lecciones que sólo el dolor puede enseñarles. Los jóvenes han aprendido a confiar en los padres para todo tipo de cosas, pero algunas lecciones sólo se obtienen cuando ellos se responsabilizan de las consecuencias de sus propias acciones. En algún momento en cada hogar, los jóvenes deben ser liberados del nido para volar por su cuenta. Los años de adolescencia deberían ser años de enseñanza y preparación para dejar que sus hijos crezcan y sean autosuficientes. Muchas veces es triste cuando una persona joven es liberada del cuidado de sus padres. Esperamos que un carácter piadoso se forme antes de que llegue ese momento. Incluso cuando los padres son buenos y han hecho todo lo posible para preparar a la juventud para el mundo, a veces ellos se alejan de todo lo que han aprendido.

Jesús dijo que "Poco después el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia (v. 13). Más tarde, el hijo mayor acusa a su hermano de estar con prostitutas (v. 30), a pesar de que ni siquiera a visto a su hermano. ¿Cómo sabe que su hermano ha estado malgastando la propiedad de su padre con prostitutas? Es muy probable que los hermanos hubieran hablado de eso juntos, por ejemplo, para que el hermano mayo fuera con él. Aquellos que tienen la intención de pecar a menudo encuentran difícil hacerlo solos. Al pecado le gusta la compañía. El pecado comienza en el pensamiento. Un hombre no es lo que piensa que es, sino lo que piensa. Stephen Charnock dijo: "Así como la imagen del sello está estampada sobre la cera, así los pensamientos del corazón están impresos sobre las acciones." El pensamiento correcto produce la vida correcta; recuerda que tus pensamientos son verbales para Dios. Él sabe todo lo que pensamos. Los pensamientos malos y pecaminosos van a llegar a la mente de cada persona, pero los pensamientos sólo se convierten en pecado cuando moramos en esos pensamientos, y ellos echan raíces y germinan en el semillero de nuestra mente. Una forma de verlo es esta: no podemos evitar que las aves vuelen alrededor de nuestras cabezas, pero podemos evitar que hagan nidos en nuestro cabello.

Todo lo contrario, cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte (St 1, 14-15).

La palabra Griega traducida "seducido" significa atrapar peces por carnada. Los malos deseos y pensamientos son usados por Satanás para engancharnos y atraernos. El enemigo nos atrae a un lugar distante de Dios. Cuanto más lo escuchemos, mayor será nuestra esclavitud al pecado y estaremos más distante de la casa del Padre. Este joven mordió el anzuelo y nadó con la tentación hasta que, de repente, el enemigo tiró de la caña de pescar y llevó el anzuelo a casa. Fue atrapado sin recursos, y nadie lo pudo ayudar. El resultado fue doloroso.

Conocí a Cristo en el año 1977, pero antes de eso, fumaba marihuana y consumía drogas. Disgustado con mi forma de vida y mi autoimagen, me di cuenta de que mi hábito tenía control sobre mí cuando una vez tiré un pedazo, sólo para comprar más al día siguiente. Cuando tuve que ir a la prisión por "permitir que mi casa fuera usada para fumar marihuana", sabía que tenía que liberarme de mi esclavitud a las drogas, estaba haciendo de mi vida un desastre. Sólo cuando di mi vida a Cristo, finalmente recibí el poder para vencer y romper el hábito. El pecado es un maestro de tareas difíciles. Cuando el dinero del hijo menor se acabó, su situación cambió debido a una severa hambre que llegó a la tierra. La necesidad es a menudo la forma en que Dios se las arregla para llamar nuestra atención. La vida en una tierra lejos de su padre ya no le causó la misma emoción que al principio. En cambio, él estaba miserable. Su vida fue rumbo abajo rápidamente.

Pregunta 2; ¿Qué cosas ves en el texto que hablan que su vida fue rumbo abajo? ¿Ha habido alguna vez un momento en el que usted sintió que su vida giraba fuera de control? ¿Alguna vez un hábito "saco lo mejor" de usted?

El hijo joven no tenía ingresos durante un tiempo en que la comida era muy valiosa. Normalmente, hubiera podido obtener un trabajo, pero debido al hambre, los empleos eran escasos. En una economía agraria, como la de palestina, si uno no tiene tierra ni dinero, la situación se puede poner muy desesperada. Él se contrató a sí mismo (literalmente se "pegó") de alguien que lo envió a los campos como un jornalero común. Tuvo que ser humillante para él estar en necesidad y confiar en alguien más para la comida. Lo peor fue que lo pusieron a trabajar en el corral de los cerdos para que los alimentara. Un cerdo era un animal que no es comestible según la ley judía. En el versículo 16, la palabra que se traduce "vainas" es Vainas de algarrobo. El rabino Acha (alrededor de 320 DC) una vez comentó: "Cuando los israelitas se reducen a las vainas de algarroba, entonces se arrepienten." El algarrobo (Ceratonia siliqua) es un arbusto perenne o árbol nativo de la región mediterránea, cultivado por sus vainas de semillas comestibles.

El sólo alimentar los cerdos, y también desear las vainas de algarroba que ellos estaban comiendo, para los judios era una imagen que este hombre había llegado al punto más bajo de su vida.

El Despertar y el Arrepentimiento del Hijo Menor

Por fin recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre! 18 Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. 19 Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros”. 20 Así que emprendió el viaje y se fue a su padre (Lc 15, 17-20).

Pregunta 3: Al describir el despertar de la necesidad del hijo menor, el Señor usa las palabras “Por fin recapacitó”¿Qué significa este término para ti? Que es el arrepentimiento, y que palabras en el texto indican su arrepentimiento?

El recapacitar, o como lo traduce la versión de la Reina-Valera 1960, "Y volviendo en sí", describe el despertar de una persona a la realidad. Él antes no había reflexionado, pero ahora se estaba dando cuenta en lo que había convertido su vida, y se dio cuenta de la locura de cómo había estado viviendo. En Eclesiastés, Salomón nos dice, "Además, el corazón del hombre rebosa de maldad; la locura está en su corazón toda su vida” (Qo 9, 3). Es una locura vivir la vida sin una relación con Dios. Jugamos la ruleta rusa espiritual con nuestras almas que son eternas, confiando en que nuestra muerte no es hoy. Sin embargo, no sabemos qué puede traer el día. Giramos el cañón de nuestra pistola espiritual, día a día, esperando que no haya una bala en el cargador que termine con nuestra vida, despertándonos para siempre a una eternidad sin Cristo. Hoy es el día de la salvación, entonces ¿por qué posponer esta pregunta para otro día? "Cualquiera que invocare el nombre del Señor, será salvo" (Rm 10, 13).

Fue Sócrates quien dijo: "no vale la pena vivir una vida que no es examinada". Cuando el hijo menor tocó fondo, la única manera en que él pudo mirar hacia arriba. Comenzó a examinar su vida, reflexionando sobre cómo había logrado ponerse en esa posición. Considerar y reflexionar requiere olvidarnos de nosotros mismos, al igual que comparar una cosa con otra y determinar corregir las cosas. Este estado mental es por la gracia de Dios. Sin embargo, la reflexión no significa el arrepentimiento. La reflexión y la convicción deberían llevarnos al arrepentimiento. Este joven hizo un inventario moral de su vida. Uno no puede cambiar el rumbo de su vida hasta que se vea completamente y moralmente abatido y en una condición inútil. A menudo no valoramos el Salvador del Mundo hasta que llegamos a un estado de quebrantamiento. John Flavel lo expresó así: "Cristo no es dulce hasta que el pecado nos amarga.

El hijo menor comenzó a pensar en volver a casa y en las palabras que podía decir para enmendar lo ocurrido y ser restaurado. Sabía que no tenía derecho a nada y que debía afrontar la vergüenza y el desprecio de la aldea y de su hermano mayor. Estaba en la bancarrota, y ahora estaba listo para ser un siervo de su padre. Noto que él no menciona el nombre de Dios, sino que, en cambio, usa la palabra, "He pecado contra el cielo." Para muchos judíos, el nombre de Dios es el más santo. Cuando vivía en Israel, a menudo escuchaba las palabras HaShem Adonai (El Nombre del Señor) que se usaba en lugar de la palabra hebrea para Dios. Es posible que el hijo menor ahora tenía respeto hacia Dios y hacia las cosas eternas pero también ahora tenía respeto hacia su padre que lo amaba tanto.

El arrepentimiento no es sólo sentir lástima por el pecado de uno, sino cambiar nuestra mente y dirección en la vida. Si la persona no se encamina hacia la casa del Padre, simplemente está bajo la convicción de los sentimientos de su corazón. Pero este joven preparó su discurso y resolvió que serviría a su padre siendo un jornalero en el campo. Las palabras, “Así que emprendió el viaje y se fue a su padre " describen su arrepentimiento. Tienen que haber acciones y no sólo palabras. La voluntad de una persona es necesaria.

Pregunta 4: ¿Si usted nunca había oído esta historia antes, que hubiera asumido que hubiera pasado después de que el hijo regresó? ¿Qué crees que los oyentes de Jesús en ese día hubieran esperado que le pasara al hijo que volvió para que fuera aceptado de nuevo en la casa de su Padre?

Todos los oyentes en este punto de la historia se hubieran sorprendido del nivel de vergüenza que el hijo les hubiera traído al padre, la familia y la ciudad en la que vivían. Ellos se habrían preguntado cuál iba a ser el castigo aceptable para el hijo por su rebelión. Todo tipo de pensamientos de sanciones justas habrían estado en la mente de los fariseos para evitar que este tipo de cosas sucedieran de nuevo, pero en lugar de escuchar la condenación esperada, las siguientes palabras de Jesús los conmocionaron hasta la médula.

El Padre del Hijo Pródigo

Así que emprendió el viaje y se fue a su padre. »Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. 21 El joven le dijo: “Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo”. Pero el padre ordenó a sus siervos: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado”. Así que empezaron a hacer fiesta (Lc 15, 20-24).

Este padre se comportó vergonzosamente, pensaron los fariseos. No había necesidad en Israel de cerdos, y Jesús dijo que el hijo había ido a un país distante, por lo que probablemente estaba entre los gentiles (no judíos) en un país adyacente. Donde quiera que estuviera, podemos deducir que estaba a varios kilómetros de casa. Este padre es una imagen de Dios Padre, muy lejos de casa, esperando y buscando a su hijo. No hubo enojo por el pecado de su hijo; cuando este padre vio a su hijo en la distancia, la única emoción que tuvo fue la compasión.

Dictionary.com dice que la compasión es una conciencia profunda del sufrimiento de otro junto con el deseo de aliviarlo. Tan pronto como el padre vio a su hijo, tomó la parte interior de su túnica para correr hacia él. En el Medio Oriente, esto es algo que un anciano, cabeza de familia no hace. La gente en ese tiempo nunca mostraba sus piernas, y sólo en una emergencia o una pelea un hombre metía sus túnicas en su cinturón para facilitar el movimiento. Todos habían pensado que era un comportamiento vergonzoso por parte del padre. Todos comenzaron a preguntarse a dónde iba Jesús con esta historia, porque ningún padre haría tal cosa. Este padre, sin embargo, sufría por su hijo mientras él había estado fuera de casa.

El padre anciano estaba tan dispuesto a perdonar que ni siquiera le dio al joven la oportunidad de pronunciar sus palabras. El padre aceptó al hijo menor antes de que él pudiera sacar las palabras de su pecho. Esta historia describe a un padre muy enamorado de su hijo. La versión inglesa del Rey Jacobo (Kings James en Inglés) de la Biblia dice, "Cayó sobre su cuello, y lo besó." El griego original saca a relucir el hecho de que besó y siguió besando a su hijo una y otra vez, besandolo desenfrenadamente en una forma extravagante. El padre no piensa de cómo apesta a pocilga de cerdos. ¡Él está tan complacido de verlo! El padre expresó su bondad antes de que el hijo expresara su arrepentimiento. Estas palabras hablan de la bondad de Dios y de su disposición de reconciliarse con aquellos que han estado separados de su amor. Por último, el joven, en medio de lágrimas, estoy seguro, se las arregla para decir parte del discurso que había preparado. "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo". Sin embargo, el padre lo interrumpe y le dice a los sirvientes que están con él para traigan algunas cosas.

Pregunta 5: Cuando Jesús presentó esta parábola, ¿por qué hizo que el padre corriera hacia el hijo, y qué aspecto del carácter de Dios muestra esto? ¿Cuales fueron las tres cosas que le trajeron al hijo, y qué crees que estas cosas pueden que representen para nosotros como cristianos?

Se les dijo que trajeran la "mejor túnica." Hay un doble énfasis aquí en el texto griego, es decir, la túnica, esa túnica principal. No estamos hablando de un abrigo aquí; esta túnica habla del hijo restaurado a un lugar de honor. Habla de una túnica de justicia que cubre nuestra pocilga de pecado. El anillo habla de autoridad y poder notarial. En ese tiempo, los anillos se utilizaban para firmar documentos oficiales. A menudo, el anillo tenía una impresión en él, que, cuando se empuja a la cera caliente, era el sello oficial de la familia. José recibió tal anillo de Faraón cuando fue puesto segundo en el mando de Egipto después de interpretar el sueño de Faraón (Gn 41, 42).

También a nosotros se nos da autoridad y poder por nuestro Dios para hacer las obras de Cristo (Mt 28, 18-20). Al hijo se le dio zapatos. Ningún esclavo usaba zapatos, y el padre no iba a dejar a su hijo descalzo. Era un hijo, no un esclavo. Nuestros pies están calzados con el Evangelio de la paz (Ef 6, 15), y somos hechos hijos de Dios (1Jn 3, 2). A los criados se les dijo que mataran al ternero más gordo para este día. Este padre había estado engordando lentamente al ternero, sabiendo que, algún día, celebraría el regreso de su hijo a casa. Todos estos fueron regalos de gracia concedidos al esclavo que regresaba a casa y restaurado a la filiación.

Cuando Jesús estaba describiendo al hijo que regresaba a casa, yo creo que Él estaba mirando a los pecadores y recaudadores de impuestos con sonrisas de aceptación en Su rostro, pero cuando Él comenzó a hablar del hijo mayor, Él se dirigió a los fariseos y los maestros de la ley.

El Hijo Mayor

»Mientras tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música del baile. Entonces llamó a uno de los siervos y le preguntó qué pasaba. “Ha llegado tu hermano —le respondió—, y tu papá ha matado el ternero más gordo porque ha recobrado a su hijo sano y salvo”. Indignado, el hermano mayor se negó a entrar. Así que su padre salió a suplicarle que lo hiciera. Pero él le contestó: “¡Fíjate cuántos años te he servido sin desobedecer jamás tus órdenes, y ni un cabrito me has dado para celebrar una fiesta con mis amigos!. ¡Pero ahora llega ese hijo tuyo, que ha despilfarrado tu fortuna con prostitutas, y tú mandas matar en su honor el ternero más gordo!”. »“Hijo mío —le dijo su padre—, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero teníamos que hacer fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado” (Lc 15, 25-32).

Estos líderes religiosos se sentían orgullosos de pensar que eran representantes de aquellos que vivían para Dios. Cuando Jesús los enfrentó y describió la actitud del hermano mayor, ¿no crees que empezaron a verse a sí mismos en un espejo?

Pregunta 6: ¿Qué le llama la atención sobre el hermano mayor? ¿Qué revelan sus palabras y acciones sobre su carácter?

Lo primero que leemos es que el hermano mayor estaba en el campo, una metáfora de estar distante del padre. Dice que él no sabía que su hermano había regresado. El padre no había enviado a nadie al campo para decirle que iba a haber una fiesta. Sabía que al hermano mayor no le importaba en lo más mínimo su hermano menor, y que, en cambio, se enojaría al saber que había regresado. El padre deliberadamente ocultó la información del hijo mayor porque el mayor no tenía relación con su padre, quien sabía que despreciaba a su hermano menor.

Cuando el padre fue en busca del hijo menor a diferentes horas, al hermano mayor no le importó. Si el hermano mayor hubiera visto al hijo menor de camino a casa, lo habría enviado de vuelta antes de ver a su padre. Casi podemos escuchar al hijo mayor decir: "¿No te das cuenta de cómo has avergonzado al padre y a la familia? ¡Apestas! Tu padre está enojado contigo; ¡no te atrevas a volver a casa después de lo que has hecho!" Estas son todas las palabras que Satanás susurra en nuestros oídos cuando comenzamos a pensar en regresar a la casa de nuestro Padre. Aquellos de nosotros que somos padres podemos aprender acerca de restaurar a nuestros hijos con Dios por medio de estos versículos.

El hijo mayor regresó a casa, después de un día duro de trabajo. Se sorprendió al ver que había música y fiesta. No entra en la casa e inmediatamente se ve sospechoso. La gente religiosa es cautelosa con aquellos que verdaderamente sienten alegría de estar en la relación correcta con el Padre. El no quiere entrar, así que le pregunta a uno de los sirvientes qué está pasando. Él se dio cuenta por medio de los siervos que su "papá ha matado el ternero más gordo porque ha recobrado a su hijo sano y salvo” (v. 27). El ternero especial que el padre ha estado preparando durante meses ha sido masacrado, puesto en el asador, y repartido entre muchos amigos y vecinos que están celebrando.

En este punto de la historia, los fariseos finalmente vieron algo que tenía sentido en la historia. Oyeron de la ira que sentía el hijo mayor porque el padre había recibido al hijo menor. Probablemente sintieron que su actitud en contra del padre era justificada. Los fariseos en la multitud esperaban que el padre viera que tan vergonzoso era su comportamiento al permitir que el hijo menor regresara a casa sin ningún castigo. Sin embargo, ojalá cada uno de ellos hubiera visto, que el hijo mayor también estaba distante de su casa y de su padre debido a su actitud. De nuevo ahí está esa palabra en algunas traducciones, es decir, ha recobrado a su hijo sano y salvo, o lo ha recibido con gusto, como dicen algunas traducciones en inglés. Se les recuerda sus propias palabras al principio del capítulo de las tres parábolas donde dijeron: "este hombre recibe a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 2). Las cosas comienzan a encajar para todos los que estaban escuchando. Estas parábolas son acerca de cada uno de ellos y de la asombrosa gracia de Dios no sólo hacia los fariseos apartados de Dios, sino también hacia los pecadores y recaudadores de impuestos.

El hermano mayor estaba lleno de orgullo y usaba palabras como “yo”, “mis”, bastante en estos pocos versos. William Barclay, en su comentario del libro de Lucas, dice:

Su actitud muestra que sus años de obediencia a su padre habían sido años de deber sombrío y no de un servicio amoroso.

Su actitud muestra una falta total de simpatía. Se refiere a su hermano menor no como mi hermano sino como "su hijo."

El hermano mayor no iba a celebrar que el hijo que estaba perdido y muerto había sido encontrado y ahora estaba vivo y restaurado a la familia. Él había repudiado completamente a su hermano así como los fariseos habían hecho con sus hermanos israelitas que son "pecadores." El no mostró ninguna de las mismas preocupaciones y amor que el padre demostró. En cambio, le dice a su papá lo que que estaba en su corazón. 29 Pero él le contestó: “¡Fíjate cuántos años te he servido sin desobedecer jamás tus órdenes, y ni un cabrito me has dado para celebrar una fiesta con mis amigos! (v. 29). Lo que le oímos decir es que ha estado trabajando como un esclavo todos estos años para tratar de ganar lo que el padre da gratuitamente su herencia. ¿Por qué se ha estado esclavizando? Esta actitud estaba en el corazón de los fariseos al oír Sus palabras. ¡No puedes agradar a Dios guardando un sistema de obras basado en reglas! "Sin fe es imposible agradar a Dios" (Hb 11, 6). Los fariseos creían que se habían ganado un lugar en el cielo por sus buenas obras, pero perdieron por completo la gracia de Dios. No necesitaban gracia y bondad, pensaron. ¡Nunca hemos desobedecido tus órdenes! Nunca me diste una fiesta con mis amigos, esa fue su actitud.

Para aquellos de nosotros que hemos estado en el campo del Padre por muchos años, ¿qué podemos aprender del hermano mayor?

Debemos tener cuidado de "esclavizarnos" por el Padre (ver. 29). Las obras que hacemos nunca deben ser un sustituto de la alegría de estar cerca del Padre. El hijo mayor había creado distancia entre él y su padre por sus pecados de actitud. Mientras estaban sentados escuchando las palabras de Jesús, la imagen del hijo mayor mostró la actitud de los fariseos y maestros de la ley. Vivieron sus vidas sintiendo que Dios les debía algo por su atención detallada a guardar incluso el más pequeño mandamiento de la ley. Así como es la gran alegría del Padre recibir a los perdidos de vuelta a Su casa, así debe ser nuestra mayor alegría ver a los esclavos del pecado regresar al Padre. Debemos estar trabajando siempre para que la misma cosa suceda con los que nos rodean y con los que están lejos de nosotros. Que siempre tengamos una actitud de celebración cuando alguien vuelva a casa.

Cuando Jesús detuvo la parábola repentinamente en el versículo, todos quedaron esperando. La gran pregunta que les dejó fue: "¿Qué hizo el hijo mayor?" ¿Se arrepintió y se disculpó con su padre por estar distante con él? ¿Entró en la fiesta y aceptó plenamente a su hermano? Cada uno de los fariseos que escuchaban comenzaron a ver que la gran alegría del Padre es dar la bienvenida a Sus hijos que vuelven a Su casa y celebrar juntos por la eternidad. Se lo dejo a cada uno de ellos, y a nosotros también, para terminar la historia. ¿Volveremos a casa a este Dios y Padre misericordioso y compasivo?

Oración: Padre, gracias por recibirnos en casa con tanta alegría y con amor extravagante. Que siempre tratemos a los demás como nos han tratado. Amén.

Keith Thomas, en groupbiblestudy.com/

 

 

Jorge Mario Posada

 

1. LOGOS O RAZÓN HUMANA DE ACUERDO CON LA

UNIFICACIÓN DEL INTELIGIR SEGÚN HÁBITOS

Así pues, al destacar el ascendente acceso a Dios no sólo según el inteligir humano convertible con el ser personal al libremente trocarse en búsqueda de acuerdo con el hábito de sabiduría que en alcanzándolo se le otorga y lo torna a su vez en método, sino incluso a través de los hábitos intelectuales que descienden desde ése más alto en cuanto que innato al acto de ser personal, con propiedad cabe tomar dicho subir y bajar de la intelección, y a través del que consiguientemente se unifica entero el vivir intelectivo del hombre, en calidad de cierta “razón” o logos de la persona humana.

De donde es razón o racional desde luego el ascenso y descenso del inteligir junto con la pareja unificación de inteligidos, si bien no apenas de acuerdo con tipos diversos de lógica respecto de nociones intelectuales objetivadas, y de manera paradigmática según conexiones deductivas entre objetivaciones matemáticas, o también si se postulan “valores” de “validez” ajenos a los de la lógica clásica.

Porque ciertamente es logos o razón con carácter de lógica la plural y diversa conexión unificante según objetivaciones que de entrada procede en ascenso mas a la par posibilitando el discurrir descendente a través de los conectivos objetivados, y que tanto sube cuanto baja por lo pronto según dos divergentes líneas de prosecución respecto del abstraer como incoativo inteligir objetivante conjugado con el sentir, la generalizante y la fundamentante, cuya unificación o logos es la otra línea prosecutiva del inteligir objetivante, si bien independiente de la abstracción y en consecuencia del conocimiento sensible, cifrada en las objetivaciones matemáticas que pueden por lo demás indefinidamente pluralizarse sin que sea viable una axiomática única.

Sin embargo, no siempre se discierne la diversa índole lógica de las dos neas prosecutivas de la operación inicial abstractiva, que, por ejemplo, en la gica clásica se confunden según la predicación no tanto “extensional” cuanto, por así decir, “intensional” (o “intensiva”) de acuerdo con la objetivación de diferencias intencionales respecto de la esencia extramental, y de entrada tomadas como categorías o “predicamentos” o, luego, intentando unir éstos con la “extensión” de esas diferencias, según “predicables”; y todavía más se confunden estas lógicas diversas a la vista de las diferentes formas o estructuras proposicionales o, con mayor motivo, cuando se sientan tipos de conexiones deductivas entre tipos de proposiciones de acuerdo con la índole formal de éstas según modalidades de silogística, y conexiones que se presume unificar en orden a un, al cabo imposible, sistema axiomático único 24.

Aunque en virtud del inteligir habitual es de mayor altura el logos o ratio como unificación de la línea racional fundamentante respecto de las operaciones que los correspondientes hábitos posibilitan de antemano sin conmensurarse con objetivaciones, y equivalente al hábito de ciencia a manera de balance, pues nunca definitivo, ya que de esta suerte se explicitan –o como inexplicitables implícitos se manifiestan– las distintas concausalidades que integran la esencia extramental.

Por su parte, las unificaciones en las líneas prosecutivas que arrancan del inteligir objetivante incoativo distintas de la fundamentante, la generalizante y la matemática, ascienden obteniendo objetivaciones conectivas superiores a las precedentes en lugar de en virtud de hábitos adquiridos que manifiestan las operaciones más bien de cierta variación de acto; y aunque en la línea generalizante cabe ascender indefinidamente, en la matemática, sin embargo, puesto que depende la unificación de la racional fundamentante con la generalizante, es inviable la unificación de la diversidad de funciones (las funciones son el nivel de unificación matemática superior al de los números; los números se obtienen al unificar los conceptos objetivados con las ideas generales, mientras que las funciones al unificar los juicios objetivados con los números), por lo que cabe postular indefinidas sistematizaciones de funciones propuestas como teoremas.

Al cabo, la unificación matemática es inclausurable puesto que se logra a partir de las objetivaciones de la línea racional fundamentante, que no son más que tres, puesto que la última es oscilante en vista de la alternancia en la noción objetivada de fundamento en calidad de cambio de base de acuerdo con diversas maclas de los primeros principios objetivados como axiomas lógicos. Porque, a su vez, la pretensión de lógica única se debe a que en el nivel de la última operación racional fundamentante se macla la identidad no sólo con la no contradicción sino también con la causalidad en tanto que, por así decir, “aplicada” al ser espiritual.

E incluso es más alto el logos o razón como englobante unificación de bitos adquiridos y de operaciones objetivantes cualesquiera según el hábito de sindéresis, que puede a su vez tomarse como un nivel de conciencia superior al de la apenas concomitante respecto de esas operaciones.

La conciencia concomitante al inteligir operativo o según objetivaciones es una peculiar operación intelectual objetivante inicial que se conjuga con el conocimiento sensitivo no más que en el nivel de la imaginación de proporciones solamente formalizadas, y cuyo tema congruente es la circularidad según la noción intelectual de “a la vez, y lo mismo, principio que fin”, equivalente a “inteligir que lo que objetivadamente se intelige, se intelige como tal única y exclusivamente por inteligirlo”, de modo que inteligirlo objetivadamente equivale a “notar” que se intelige, mas sin inteligir el inteligir o sin manifestarlo (lo que corresponde a los hábitos adquiridos), o notando apenas que se intelige justo objetivadamente, es decir, de modo que luciendo tan sólo la objetivación se intelige que según ella se intelige, mas sin inteligir el inteligir; y de ahí que este notar que se intelige al objetivar pero sin manifestar el inteligir —sin desocultarlo respecto de lo inteligido— acompañe cualquier inteligir objetivante incoativo que se conjugue con conocimientos sensibles perceptuales, también recordables a la par que “expectables” (odinariamente asimilado sin más a la abstracción), y con el de las divergentes líneas prosecutivas de éste.

Mas por al cabo estribar en cierta procura de réplica en intimidad por parte del acto de ser personal humano es de todavía mayor altura, y no menos con carácter de razón, la unificación de la actividad intelectiva que desde el bito de sabiduría por así decir se “gesta”, también del hábito de intellectus, de modo que no sólo del de sindéresis en tanto que englobante de las que a partir de él son suscitadas, y que se corresponde con el logos de la persona humana según el que el entero vivir intelectual del hombre en virtud del disponer por el que parejamente desciende la personal libertad trascendental es conducido u orientado, mientras de tal modo unificado le cabe a su vez ser “instaurado” en calidad de don o como amor.

Así que, en último término, desde el hábito de sabiduría son según el logos de la persona humana unificados tanto el hábito de intellectus por el que se intelige la vigencia entre de los primeros principios, cuanto el hábito de sindéresis que engloba los hábitos adquiridos y las operaciones objetivantes a partir de él en tanto que ápice suscitadas como descendente a la par que ascendente iluminación de nivel esencial, por lo que también comprendido el hábito de ciencia, con lo que de esa suerte unificada la entera intelección humana es, por así decir, libremente “esgrimida” de acuerdo con la orientación destinal o bien trocándose en búsqueda de encontrar a Dios y de en Él encontrarse la persona creada o bien pretendiendo el pleno encuentro del ser “propio” a través del intento de identidad con la propia esencia (mediante un presunto completamiento de su saber o una culminación de su querer de acuerdo, por ejemplo, con un indefinido prorrogarse voluntario según el poder de negar o, al contrario, de transmutativo afirmar al cabo según la interpretación).

*   *  *

Desde donde con mayor motivo que según el ascenso intelectivo hasta el Origen como Identidad a través de la dependencia trascendental de la primara causalidad o principiación, pues, sobre todo, según el trocarse en búsqueda, al cabo, del Logos o Ratio que hubiese de serlo en plenitud o como plena Réplica íntima de la Identidad originaria, el hacia lo alto alzarse de la intelección humana buscándose al buscar a Dios podría equipararse con la por san Agustín llamada ratio superior, y que es la que puede al cabo asimilarse a cierta fe humana intelectual o racional a manera por cierto de disposición en alguna medida exigida para el nuevo don divino, a través de la Gracia, de la fe teologal.

En definitiva, no sólo el ascenso hacia Dios según la intelección humana sino también el descenso de ésta de acuerdo con una pluralidad metódica y temática exige considerar la viva –vívida– unificación, al cabo desde la persona, de los más altos hábitos intelectuales, por lo pronto desde el que es solidario con el inteligir personal, el de sabiduría, en el que se asume, como elevándola al nivel de la persona, y junto con el hábito de los primeros principios o intellectus, la unificación que se logra a partir del hábito de sindéresis ante todo de los hábitos adquiridos aunque también de las operaciones objetivantes, y que son el potencial o dinámico enriquecimiento equivalente a la esencia en cuanto que manifestación y disposición por parte del acto trascendental o primario que es el hombre como acto de ser personal.

Y también de esa manera cabe in melius interpretar la propuesta kantiana acerca de la superioridad de la razón (Vernunft) sobre el entendimiento (Verstand), siempre que en ella, asimismo en cuanto que teórica, no se mutile el acceso a Dios, y que no por alto se pase la orientación ascendente del intellectus, irreductible a la conjugación del conocimiento intelectual con el sensible, entendido aquél como analítico y a priori y éste como sintético y a posteriori (o, frente al planteamiento aristotélico, sin reducir la “actividad” del intelecto agente a la suscitación de inteligibles en acto de acuerdo con cierta iluminación de los conocimientos sensibles en calidad de inteligibles en potencia)

 

Jorge Mario Posada en revistas.unav.edu/

 

Notas:

24 De estos asuntos, por lo demás, trata Polo en los tomos tercero y cuarto del Curso de teoría del conocimiento.


 

Jorge Mario Posada

PLURAL ACCESO DE LA INTELECCIÓN HUMANA A DIOS

Paralelamente, tampoco la causalidad trascendental equivale a causar algún efecto sino a ser causa o principio primario, es decir, acto de ser extramental en cuanto que cifrado en exclusivamente depender de Dios, y de suerte que tampoco este acto de ser causa el análisis real según el que su esencia potencial equivale a un distinguirse real intrínseco de acuerdo con una dinámica distribución de concausalidades.

A su vez, puesto que de acuerdo con el carácter de además alcanza la intelección humana el ser personal también a Dios se accede en cuanto que según el además mostrado desde luego como Origen en Identidad pero, si de este modo cabe decirlo, según su “hondura” pues sin mengua de la originaria Identidad es mostrado como Plenitud de Intimidad así que como Ser personal supremo, y de suerte que compete al hombre inagotablemente buscarse buscándolo a Él.

Luego tanto la advertencia del ser extramental cuanto más todavía el alcanzamiento del ser personal humano comportan intelectivo acceso del hombre a Dios como Acto de ser originariamente idéntico con la Esencia divina, desde luego sin alcanzar ni discernir o menos abarcar esa Identidad en tanto que originaria y sin, para de alguna manera indicarlo, “entrar” en la Intimidad de Dios; acceso intelectivo al Ser divino logrado al sin más inteligir que esos actos de ser exclusiva e intrínsecamente equivalen a de Él depender, con lo que estriban en mostrarlo, por cierto de distinta manera en cuanto que son realmente distintos, de donde sin, por así decir, “obtener” un inteligido correspondiente a Dios o que con Él se adecúe y, menos, que le cupiera en común con la criatura 18.

Por consiguiente, inteligir la criatura equivale a inteligirla en cuanto que es un mostrar a Dios como Origen según Identidad de Ser y Esencia al nada más ser ella que un de Él depender, o de suerte que basta inteligir la criatura para inteligir que Dios es en originaria Identidad con la Esencia y aun cuando sin alcanzar su Ser ni abarcarlo ni, menos, ingresar en Él, y sin que sea menester una ni deductiva ni inductiva ulterior demostración –con mayor motivo si tan sólo de que Dios existe–, que a su vez conllevaría un inferior acceso a la Divinidad de entrada por objetivado aunque también por su índole meramente lógica e incluso apenas modal.

*   *  *

Así pues, estribando en un exclusivo depender de Dios es primario el comenzar persistente, como justamente muestra su condición de comienzo; y estribando en un distinto depender de Él es primario el carácter de además según el inagotable redoblar que le compete como primaria dualidad intrínseca en cuanto que es metódico en alcanzando el tema, de donde no apenas inconsumable sino todavía más incolmable, con lo que de Dios depende de manera superior a como el incesante e insecuto comenzar al con mayor motivo carecer de identidad 19.

De donde Dios es por el hombre inteligido sin que éste nada más haya de inteligir que el ser creado, por lo pronto el ser personal humano y el ser cósmico, y en cuanto que intelige que sin ser uno y otro insuficientes, carecen de autosuficiencia pues desde luego de identidad al igual que de originariedad con lo que a la par de simplicidad.

Y es de tal suerte como siendo de entrada el comienzo en tanto que incesante e insecuto suficiente bajo la condición de persistir, es insuficiente para concederse comienzo, por lo que equivale a depender de un Primero superior a cualquier principiación, y Primero que el comienzo trascendental muestra en la medida en que, se sugiere, “extremamente” se distingue respecto de Él justo como Origen según Identidad.

A su vez, siendo el carácter de además suficiente precisamente como además, es insuficiente para concederse o más aún darse el redoblar inagotable como primaria dualidad, con lo que estriba en depender de un Primero más alto que cualquier ampliarse primario o trascendental y al que, por de Él distinguirse real y extremamente –y aún más extremamente que el persistir– muestra como Primero en tanto que Amplitud máxima a la par que como Plenitud en Intimidad. Porque el carácter de además en modo alguno se concede él dicho carácter, ni él solo se conduce a ser además, sino que, incluso otorgándose como método al tema en inescindible e inagotable dualidad redoblante, es insuficiente para venir a ser además, lo que tampoco equivale a comenzar ni, correlativamente, a venir a ser extra nihilum. Desde luego el además no “conquista” ni “logra” el ser además sino que de antemano, y por pura “concesión” divina (en la que por lo demás estriba el Dispensar creador equivalente sin más a la criatura), es como alcanzándo“se” (por cierto sin reflexión).

Ahora bien, ese extremo distinguirse real de la criatura respecto de Dios en modo alguno exige negar nada en la criatura ni en cuanto a lo de ella afirmado postular un eminente o superlativo grado de perfección ya que más bien precisamente “afirmar” dicha extrema distinción, a su vez distintamente extrema, de cada criatura respecto de Dios, con lo que a la par se afirma el Ser divino como Origen en Identidad y como Plenitud de Intimidad al que se accede sin presumir alcanzarlo ni abarcarlo y, menos, valga así expresarlo, “inceder” en dicho Ser ni “proceder” desde lo íntimo de Él.

Por lo demás, la distinción real que cabe llamar extrema vige tan sólo respecto de la Identidad también en cuanto que Plenitud, mas sin que sea preciso negar ni comparar, con lo que se excluye un inteligido común entre Dios y la criatura, pero sin apelar a ningún tipo de oposición al sentar que Él máximamente se distingue de la criatura y sin necesidad de la paradójica indicación de que incluso apelando a la eminencia de Dios respecto de la criatura se sabe más lo que Él no es que lo que es).

Correlativamente, en modo alguno es extrema la presunta distinción real de la criatura respecto de la nada ya que esa distinción equivale a la criatura extramental como persistir aunque no a la personal pues de acuerdo con el carácter de además el acto de ser que es la persona humana es un más alto depender respecto de Dios que como mero extra nihilum pues de entrada estriba en co-existir con el ser extramental no sólo por en su esencia recibir una naturaleza orgánica individual sino por comportar pura distinción, si bien no extrema, respecto del acto de ser principial.

De otro lado, la relativa condición insuficiente del ser creado por carecer de autosuficiencia pues en nada más estriba que en depender de Dios, en lugar de a alguna negación o falta (privación) de ser equivale a ese exclusivamente depender de Dios al asimismo carecer de identidad y de plenitud.

Y en modo alguno es negativa la Identidad originaria, que más bien excluye cualquier negar, incluso el negar la distinción real, la que a su vez tampoco niega la identidad ni de ninguna manera se le opone. Para en cierta medida indicarlo, tanto el acto de ser creado según que admite un distinguirse real intrínseco como esencia potencial, cuanto ésta, equivalen a estricta “afirmación” —valga decir, “real”—, con lo que la Identidad originaria es, si de esta suerte cabe indicarlo, pura y plena Afirmación.

 

Con lo que la condición relacional de la criatura respecto de Dios equivale a que ella es el puro y exclusivo depender de Él, sin que se le añada o sin que le “convenga” con carácter de cierta participación en el Ser divino o de Él.

Al cabo, en cualquier nivel la “realidad” es sola afirmación: ni niega ni se opone, y ni siquiera se relaciona (cabe sugerir que la relación sólo es real como ser personal o, en la esencia extramental, como orden de variabilidad según la concausalidad de la causa final con la formal).

De donde se accede al Origen sin que sea viable inceder en Él. No obstante, dicha inviabilidad en manera alguna conlleva ignorar el Ser que Dios es ni ignorar su Esencia, idéntica al Acto de Ser, por lo que tampoco conlleva ni apofasis ni mística (así como, menos, exige callar, “sigética”), pues como Acto de ser en Identidad con la Esencia, e Identidad originaria, Dios justamente es mostrado según el depender de Él que cada criatura es; para de algún modo ilustrarlo, el ser que la criatura es, si no el ser extramental al menos el personal, y desde luego de distinta manera equivale a cierto “conato de palabra” según la que se logre “decir” a Dios así como “decirse” en Dios.

Y al excluir la negación también se elude la meramente lógica (o, más aún, matemática) alternativa entre infinitud y finitud con miras a distinguir la criatura respecto del Creador. Por su parte, la precariedad, a menudo equiparada con la finitud, de la existencia humana se debe antes que a comportar distinción real más bien a la desadaptada vivificación espiritual de la naturaleza corporal del hombre debida al pecado original (cabe sugerir que por Heidegger tomar esa caída situación histórica como inherente a la condición primaria del ser humano, no alcanza la libertad en tanto que futuro indesfuturizable ni en cuanto que inclusión atópica en la máxima amplitud, que es Dios).

Por eso al afirmativamente inteligir la criatura en lugar de algún tipo de lógica según conectivos a través de los que de un inteligido se discurra a otro más bien se muestra –y de modo que este mostrar es simplemente el ser creado– la plena Afirmación en la que por cierto estriba el Ser del que ella extremamente se distingue, aunque sin inteligirlo en cuanto a lo íntimo de su Ser originariamente idéntico.

Puesto que la relacionalidad de la criatura respecto de Dios es su ser, valga decir, “propio” pero de suerte que el ser que es la criatura, aun pareciendo paradójico, en modo alguno es sin más “suyo”, “de” ella sola, sino ante todo “de” Dios, pues ese ser equivale a de Él depender, aunque sin desde luego ser el “propio” Ser de Dios o, mejor, el Ser que Él es, pues tampoco Dios habría de “tener” un ser “suyo” como distinto respecto del de las criaturas, ya que por lo pronto son ellas las que son su distinguirse real respecto de Dios como puro de Él depender; además, en tanto que las criaturas se distinguen entre ellas y respecto de Dios muestran que en lugar de “propio” en tanto que diferente respecto de un ser común que “otros” —al cabo, entes— de diferente manera apropiarían, el ser que las criaturas son es sin más distinto pues también de distinta manera carecen de identidad y de modo que se distinguen ante todo, es decir, máxima o extremamente, del Ser divino, y que al de Él depender muestran que es Origen según Identidad, por lo que Dios “es” sin más, sin que ni siquiera sea viable, respecto del Ser que Él es, distinguir la Esencia “suya” o “propia” como si hubiera de distinguirse no tanto respecto de una presunta “esencia común” cuanto respecto de las demás esencias según las que los actos de ser creados admiten un intrínseco distinguirse real (en esa medida se excluye la noción medieval de esse commune, al cabo sin contrapartida “real”, aunque para el beato Escoto el esse commune entre Dios y las criaturas se equipararía con una communis essentia o natura en cuanto que podría ser infinita o bien finita); al cabo, la Esencia que es Dios es idéntica con el Ser que Él es en cuanto que no menos es originaria según Identidad, esto es, sin que nada de Ella se intelija que no sea lo que de Dios se inteligiría como Acto de ser.

Y es así como en lugar de Dios distinguirse respecto de las criaturas más bien éstas se distinguen respecto de Él, y extremamente, al carecer de identidad, de donde también como actos de ser que en calidad de esencia admiten un intrínseco y potencial o dinámico distinguirse real.

Por consiguiente, las esencias de los actos de ser creados se distinguen antes que como diferentes sentidos o significados y, en último término, diferentes inteligidos objetivados que pueden tomarse como sujetos del acto de ser, más bien en cuanto que distintamente son el potencial o dinámico distinguirse real de esos actos de ser en tanto que carentes de identidad y por eso equivalentes cada uno a un “entero”, “completo” y exclusivo depender de Dios justo como Origen según Identidad desde luego de Acto de ser y Esencia, con lo que sin que esta Esencia sea una “quididad” objetivable o significable, tampoco como “el mismo solo y puro ser” (así que ni siquiera como “el mismo solo y puro ser suyo”), sino Actuosidad originaria e idéntica a la par que según Plenitud de Intimidad personal.

Así pues, la intelección acerca de la criatura es a la par intelectiva de lo que ésta muestra de acuerdo con su extremo distinguirse real respecto del Ser del que depende por distintamente carecer de identidad; la afirmación de la criatura al inteligirla según que al asimismo carecer de identidad admite distinción real muestra la Afirmación Plena correspondiente a la originaria Identidad respecto de la que la criatura es extremamente distinta, pero sin que nada sea preciso negar de la criatura para eminentemente afirmar al Creador, y sin que haga falta ninguna comparación o analogía mediante la que se hubiera de postular a Dios como inteligido supremo; procedimientos en último término lógicos según los que se pretende objetivar cierta participación de muchos y diversos respecto de uno solo y el mismo 20.

a)                 Acceso a Dios según la intelección de la esencia potencial de los actos de ser creados

De manera que en calidad de distinto distinguirse real intrínseco a los distintos actos de ser creados también las esencias potenciales muestran a Dios con lo que asimismo a Él se accede al inteligirlas en cuanto que admitidas por esos actos de ser carentes de identidad, aunque por cierto de maneras distintas puesto que son actos de ser distintos y de modo que el intrínseco distinguirse real que esas esencias son también se distingue de acuerdo con una distinta potencialidad o dinamismo así que no menos distinta temporalidad.

De una parte, la analítica real principial equivalente a la esencia potencial del acto de ser extramental en cuanto que principio primero, pero que en lugar de segunda o secundaria es principialidad diversificadamente primaria o plural como diversa co–principiación, a su vez intelectivamente encontrada según las operaciones objetivantes que en virtud de hábitos adquiridos son inteligidas o manifestadas sin conmensurarse con objetivaciones de donde compitiéndoles pugnar o contrastarse con los distintos principios o causas físicas –material, eficiente, formal y final– y de distinta manera concausales al ser ad invicem causae en concausalidades distintas que de esta suerte cabe explicitar, aun si por fases; esa analítica real, también equivalente al ocurrir extramental como distribución de concausalidades, muestra a Dios en tanto que nunca en ella falta, o es necesaria, la ordenabilidad, según lo que a Él se accede inteligiéndolo con carácter de “Fin” en cuanto que Último insuperable a manera de “abarcante” Necesidad trascendente respecto de cualquier posible unidad de ordenación en dicha dinámica complejidad en la que el universo físico estriba, lo que asimismo excluye que hubiera de ser definitiva o última cualquier ordenación de la analítica real de la causalidad (también de ahí que las propuestas físico-matemáticas de unificación sean apenas hipotéticas).

Al cabo, la única necesidad supracósmica es dicho Fin o Último con carácter, por así decir, de “más allá” respecto de cualquier variación y de cualquier posible ordenación de la variante variedad, y en orden al que el variar cósmico ni siquiera es capaz de “aproximarse” —incapax Dei—: para el cosmos Dios es, valga la expresión, “inallegable” y, si no ajeno, por completo inaccesible (de ahí que si el hombre se considera tan sólo como un ser intracósmico, se estima como enteramente separado respecto de Él hasta el punto de experimentar terror) 21.

La necesidad de los actos de ser creados o de sus esencias se averigua en lugar de según la noción de actualidad supra-temporal así como, menos, de eternidad —si entendida según la actualidad total y simultánea—, de acuerdo, se ha sugerido, con la indefectibilidad e indesplazabilidad que les compete y, por lo pronto en la esencia extramental apenas en cuanto que la ordenabilidad física ni falta ni puede faltar por más que varíe la ordenación o precisamente a través de este variar, lo que en último término se debe a la causa final, que de esa suerte es causa de que ninguna ordenación cósmica sea definitiva.

A su vez, aunque los actos de ser creados comportan la indefectibilidad e indesplazabilidad equiparable con la necesidad que les compete por de Dios depender de acuerdo con una, por así llamarla, Dispensación —o Economía— inconmutable o inamovible, por más que desde luego libérrima, aun de esa manera, admiten distintos, por así llamarlos, niveles de contingencia según el distinguirse real que es su esencia potencial.

De esa suerte, si bien la noción de contingencia, a veces confundida con la condición efectiva o bien con la índole fáctica e incluso con la finitud, de antemano se equipara con la defectibilidad del ser o existir al menos en cuanto al tiempo (en santo Tomás lo possibile esse vel non esse y en Aristóteles con “lo que es algunas veces”), de ella carecen la criatura humana pero asimismo la extramental siquiera a parte post aunque en cierta medida a parte ante pues la temporalidad es tan sólo pertinente en lo que concierne a la esencia potencial o dinámica del acto de ser creado y según la que éste comporta el intrínseco distinguirse real por el que carece de identidad de manera realmente distinta a como las demás criaturas y de acuerdo con el que más aún se distingue real, y extremamente, respecto de Dios como Origen en Identidad.

De donde defectibles o contingentes son apenas las distintas distinciones distinguibles en la esencia de las criaturas, por lo pronto los movimientos, naturalezas y sustancias intracósmicas según las que varía la esencia del acto de ser extramental así como, si bien de distinta manera, las disposiciones y manifestaciones históricamente instituidas según el sin restricción enriquecible dinamismo de la esencia del ser humano personal (excepto las que involucran un compromiso del ser personal como futuro indesfuturizable, ante todo la fundación de la sociedad familiar según el matrimonio, al igual que la vocación divina a un peculiar cometido dentro de la Iglesia).

Por lo demás, la noción de contingencia como defectibilidad —posibilidad de faltar— plausiblemente se debe a la idea aviceniana de que el ser es añadido por Dios a la criatura en calidad de cierto accidente que podría Él quitarle, mientras, parejamente, las esencias serían tales o cuales de entrada en la mente divina, esto es, siendo inteligidas por Dios. Frente a lo que, según añade el beato Escoto, ni siquiera Dios, inteligiendo desde luego las esencias, se ve constreñido a crearlas pues podría no hacerlo o, habiéndolas creado, sería “poderoso” para extinguirlas o para modificarlas sin atenerse a las determinaciones y “principios” esenciales que a ellas conciernen y que, con todo, serían asequibles a través justamente de la intelección también humana.

Por su parte, la noción de “abarcante necesidad” que en la metafísica griega habría incluso de ser viviente y aun inteligente es, cabe sugerir, pensada según la idea de circularidad ya desde Alcmeón (lo que une principio y fin) y sobre todo de Parménides (el Único); también Platón y Aristóteles admiten que lo perfecto —y divino— ha de ser circular; por eso para el ateniense el universo vive si acaso no intelige y por más que sea no tan “enteramente ente” como el mundo de las ideas; según el Estagirita el universo circular es abarcado por el último casquete esférico, el estelar, que es primer motor movido, y movido a su vez por un inteligir entitativo, sustancial, pero que al estribar intelección de intelección antes que mover esos casquetes esféricos, los atrae, “provocando” en ellos cierta emulación (hôs erómenon) como en orden a la perfección suprema de la identidad de inteligir e inteligido. Y si bien asimismo en el hombre acontece intelección, según Platón en virtud de la reminiscencia de un presunto estado del alma separada del cuerpo, mientras que según Aristóteles en virtud de cierta derivación de los entes intelectuales superiores, el intelecto agente, por el que, aun siendo el ser humano intracósmico, de acuerdo con su alma intelectiva abarca el entero universo al de alguna manera ser la “totalidad” (psukhée pôs pánta), incluso de ese modo la intelección del hombre conlleva inidentidad entre inteligir e inteligido por ser éste al menos plural mientras aquél intermitente y nunca acabado, así como, más aún, indiscernible de cierta pasividad según la noción de intelecto paciente (o de antemano según la inevitable debilidad de la vigilia).

Con todo, ni apelando al mundo de las ideas ni tampoco a la intelección separada respecto del cosmos se logra en la filosofía clásica una noción más abarcante que la de entidad y que la trascienda, pues comoquiera que se postule habría de ser ente. De ahí que si bien la filosofía hebrea helenizada al igual que la cristiana y, siguiéndolas, la musulmana equiparan el platónico lugar celeste de solas ideas con la Mente de Dios (san Agustín, Avicena), o sin más con Dios la aristotélica intelección separada (Averroes), también si existiera sin vinculación necesaria con el cosmos —aun si pudiera éste ser perpetuo—, es decir, de suerte que a Dios compitiera existir sin el universo a la par que pudiendo ser cual fuere la presunta ideación divina acerca de lo creado, que tampoco comportaría necesidad en cuanto a las presumiblemente diferentes ideas divinas no tanto porque libremente quisiera Dios “ejecutarlas” cuanto al menos por comportar la criatura distinción real como esencia potencial respecto de la existencia que en lugar de añadida a la esencia más bien se corresponde con el acto —de ser— del que esa esencia es el dinámico distinguirse real y de manera que tan sólo Dios existe de acuerdo con Identidad de Esencia y Acto de ser (santo Tomás de Aquino), incluso de ese modo, el Ser divino es entendido como ente ya supremo o eminente según la analogía respecto de cualquier entidad determinada, ya infinito según la univocidad de una presunta entidad común —ens commune—, mas de una u otra manera en cuanto que según el acto como actualidad dicha Identidad es reducida a mismidad y unicidad.

Es más, quizá la griega preeminencia del inteligir o de lo inteligido en la comprensión acerca del Altísimo Ser o Esencia, pero todavía tomado como entidad, pues sin tampoco desvelar la limitación de la actualidad que se corresponde con lo ente, haya conducido al beato Escoto a tematizar la trascendencia de Dios antes que según el ser como intelección (Ipsum Intelligere subsistens en cuanto que Identidad equiparable a la del Ipsum Esse subsistens), más bien de acuerdo con la libre voluntariedad, para lo que sobre el actuoso despuntar del acto volitivo postula un omnímodo poder voluntario esto es, un pleno dominio del querer sobre el propio querer, y que en último término equivaldría a la libertad, de la que en cambio carecería el inteligir comprendido como una suerte de principiación natural incluso en la elección deliberada puesto que dependería de la esencia inteligida, mas entendidas voluntariedad y libertad todavía con carácter de principiación; un poder principial, por tanto, respecto del propio principiar y de entrada, paradójicamente, como “poder de no principiar” —de evitarlo o de inhibirlo— (aunque sin por eso admitir que hubiera Dios de ser un “poder de no ser Él”, con lo que, para de alguna manera decirlo, Dios sería libre en cuanto a su actuar, pero no respecto de su ser), y de suerte que Él solo sería necesario mientras que la criatura por entero contingente, también en cuanto a su esencia y no sólo a su existir.

Sin embargo, incluso de tal modo aún se mantiene la de seguro platónica y agustiniana equiparación de la esencia, incluso de la divina, con cierto inteligido (o, más propiamente, con un significado), aun si primigeniamente inteligido o significado por parte del propio Dios.

Por lo demás, debido también a esa equiparación de las esencias con ciertos inteligidos o significados determinados, al menos como rationes essendi, las vías tomasianas para demostrar la existencia de Dios estriban en demostrar que existe una Esencia, que si no inteligida al menos significada según el término “Dios”, porque el Aquinate admite que dicha Esencia no directa o intrínsecamente la intelige el hombre, aun cuando en otros textos implícitamente la equipara con el Ipsum Esse subsistens como Plenitud de acto o perfección así que con la Identidad respecto del Acto de ser divino.

Comoquiera que sea, mientras la creación se comprenda a manera de cierta transposición de inteligidos o significados divinos fuera de la Mente de Dios y que por Él serían dotados de existencia, resulta problemática la compatibilidad entre la contingencia de la criatura o, más aún, de la libertad personal con la Necesidad que a Dios se atribuye aunque sin mengua de su Libertad al menos para “actuar”.

Y de ahí seguramente que para el beato Escoto la necesidad que se sigue de que la intelección sea de altura suprema obstaculizaría la libertad divina con mayor motivo si ésta de entrada según el amar es a la par equiparada con un acto voluntario por más que superior.

Mas, de otra parte, en tanto que se intelige el mayor y más alto distinguirse real –o “complejidad”– de la esencia de la persona humana por ser, si de tal manera cabe indicarlo, más “rico” pues comporta un irrestrictamente “enriquecible” manifestar, por lo pronto según luces iluminantes, y cuya unificación también supera la debida a la causa final intracósmica como causa de que no falte una diversamente ordenable ordenación, ya que unificable según el disponer, en esa medida, se accede a Dios en cuanto que por esa esencia mostrado como plena Claridad incluso respecto de la Providencia y Gobierno del universo de las criaturas y, con mayor motivo, de las humanas según la temporalidad histórica de la vida del hombre en sociedad.

*   *  *

Desde donde, por un lado, el análisis real que de acuerdo con los distintos “tipos” de causa física distintamente concausales en distintas concausalidades admite el primer principio –o causa primaria– que es el acto de ser extramental puede en cierto modo inteligirse como dependiente respecto de éste, y sólo en esa medida admite cierta unidad, pero sin ser por él causado o principiado pues justamente es análisis de dicha primaria principiación o causalidad, que, por otro lado, al ser insuficiente desde luego según su condición de comienzo incapaz de concederse el comenzar aunque, más todavía, en cuanto que carece de culminación o consumación, equivale, pero sin que tampoco sea un causar causado o un principiar principiado, a por entero depender de Dios, según lo que estriba en mostrarlo como Origen en Identidad; y en tal medida el depender respecto del Ser divino que intrínsecamente compete a la primaria causalidad o principiación equivalente al acto de ser extramental, podría, justamente en él, equipararse con cierta “fundamentación” trascendental –en modo alguno lógica sino estrictamente “real”–, que es la que de ordinario se llama causalidad trascendental.

De acuerdo con el acceso a Dios al inteligir la esencia extramental en la medida en que ésta lo muestra se recogen, cabe sugerir, las tres primeras de las vías propuestas por santo Tomás de Aquino para conocer que Dios existe, así como en cierta medida la quinta ya que todavía sin concluir en que Dios es Intelección pues la esencia extramental lo muestra apenas en cuanto que ella estriba en una ordenabilidad debida a la concausalidad de la causa final con la formal y que, siendo de causas físicas, carece de intelección.

Por su parte, la cuarta vía tomasiana equivaldría a cierta global formulación lógica del plural argumento demostrativo acerca de la existencia de Dios a partir de la criatura y apoyado tanto en la analogía cuanto en la participación, esto es, postulando un inteligido insuperable o altísimo, por decirlo así, “inducido” si el argumento se inicia con los inteligidos correspondientes a las criaturas, aunque al cabo según la noción de ente, mas por eso sin destacar que cada criatura es mostración de Dios al ser un acto de ser carente de identidad y de modo que admite esencia potencial en calidad de intrínseco y dinámico distinguirse real, lo que a su vez torna superfluo cualquier proceso lógico inductivo o deductivo que culminara en una noción que hubiese de valer no menos para Dios que para las criaturas, pues elude cualquier inteligido que se presumiera como directamente correspondiente al Ser que en Identidad con la Esencia es Dios, de manera que, incluso si accediendo la intelección humana a ese mostrar a Dios que las criaturas son, sin de ninguna manera reducir la inalcanzable Grandeza divina según nociones en alguna medida adecuadas respecto del ser creado.

No obstante, aún de otro modo cabe asimilar esas vías para conocer la existencia de Dios a la asequible al inteligir la esencia potencial del acto de ser extramental, a saber, en cuanto que la primera y la segunda se corresponderían con la intelección de la causa eficiente, la tercera y la quinta con la de la final, mientras que la cuarta con la de la causa formal; no obstante, sería viable ascender a la intelección de Dios incluso según la causa material en la medida en que las otras tres concausas causan temporalmente —y no más que de esa manera se causa físicamente— tan sólo si concausan con la material, que de tal suerte muestra que es favor de Dios en el despliegue cósmico temporal (lo que en alguna medida el Aquinate señala en la tercera vía, pues la considera a la vista de la temporalidad).

Con lo que, por lo demás, desde luego en Dios pero asimismo en el acto de ser equivalente a las criaturas y en la esencia potencial de éstas, incluso en el ocurrir físico, se excluye la noción de mera pasividad pues por lo pronto cualquier recibir es activo; de donde la materia es inequiparable con un indefinido o indeterminado receptáculo pasivo preexistente respecto de “formas” por lo pronto físicas; correlativamente, estas formas —al cabo, “formalidades” o “formalizaciones”— tampoco son de antemano inteligidas en calidad de posibles, ni siquiera por parte de Dios, ni son ideas que hayan de guiar o dirigir algún tipo de acción productiva. Paralelamente la noción de infinito se excluye en cuanto que da lugar a ambigüedad respecto de lo indefinido, indeterminado o, incluso, vacío.

Pero, aun así, en lo concerniente a la noción de fundamento, aparte de que esta noción no basta para discernir la distinta condición de la primariedad concerniente a la principiación o causalidad, a saber, los tres primeros llamados “principios” en tanto que distintos a la par que, según Polo, vigentes entre sí, el de Identidad originaria u Origen simplicísimo, el de no contradicción equivalente al persistir, y el de “trascendental dependencia” que el persistir en cuanto que causalidad o principiación extramental comporta respecto de la Identidad, esa noción, la de fundamento, solamente consta objetivada, de modo que puede equipararse con cualquiera de esos tres primarios en cuanto que la principialidad (aunque Dios tan sólo como fundamento mientras que el acto de ser extramental como fundamentado a la par que como fundamento pues el “fundamentar” valdría respecto tanto de éste cuanto de la esencia potencial que él admite como distinción real), con lo que según la noción de fundamento la identidad se macla o bien con la no contradicción como primer principio único o monista (macla griega), o bien con la causalidad trascendental como no menos monista “autofundamentación” (macla moderna).

Sin embargo, puesto que la causalidad o principiación primaria o trascendental carece de identidad según el carácter de comienzo incesante e insecuto, de donde equivaliendo a como tal principiación depender del Origen, aun así, de ningún modo es por Éste causada ni principiada, mientras tampoco causa o principia la analítica real que según coprincipiaciones o concausalidades admite.

Por otra parte, la pluralidad de primeros respecto de la primaria principialidad, cabe sugerir, es discernible sólo si a la par se alcanza la ampliación del orden trascendental de acuerdo con el acto de ser personal según el carácter de además, y ampliación que parejamente resulta inasequible sin abandonar la limitación de la presencia mental en el inteligir objetivante pues según ese límite la primariedad es equiparable no más que con la principialidad y de acuerdo con la noción objetivada de fundamento, de donde indiscernidad tanto del Origen cuanto de la dependencia que respecto de Éste es ella, o sea del primer “principio” de identidad y del primer “principio” de “causalidad” trascendental.

*   *  *

A su vez, si bien la unificación desde el acto de ser humano personal como acto primario según el carácter de además, y a manera de cierto conato de réplica bajo la condición de “verbo” en intimidad o de “logos de la persona humana” es para el hombre inalcanzable en el “nivel” del acto de ser, aun así, es, valga la expresión, “procurada” a través del descenso desde el hábito de sabiduría desde luego en el nivel del distinguirse real que es la esencia potencial de ella y justo al unificar el plural manifestarse iluminante al que esta esencia equivale, aunque también, y de antemano a través del descenso según el que por distinción pura se advierte el acto de ser de la criatura extramental, así como –y, cabe sugerir, conjugando ese dual descenso intelectivo inmediato desde la sabiduría personal– a través de cierto contraste o pugna de lo inferior en la propia esencia –la presencia mental limitada– con la esencia extramental, no menos se explicita ésta; unificación del plural descenso del acto de ser personal desde el bito de sabiduría que siendo manifestativa de la intimidad personal, a la par es, si de este modo cabe decirlo, “gestionada” según el disponer en tanto que descenso de la libertad trascendental.

Y de esa suerte el unificarse de la compleja manifestación humana “conducido” desde el hábito de sabiduría y, hasta donde sea viable, según el disponer, se corresponde con el logos de la persona humana en tanto que según éste se unifica el co–existir–con el ser extramental según el hábito de intellectus y el adquirido de ciencia (no menos físico-matemática) a la par con el enriquecimiento (o bien empobrecimiento) equivalente a la esencia del ser personal y que temporal o, más aún, históricamente, procede a partir del hábito que de inmediato desde el innato de sabiduría, de donde siendo por así decir “nativo”, es ápice de tal descenso, el hábito de sindéresis, y enriquecimiento de entrada intelectivo en calidad de ver–yo aunque asimismo voluntario en la medida en que el querer–yo se involucra en la actuación humana, también la de nivel natural–orgánico si al menos en cuanto a lo psíquico cabe asumirla bajo la “guía” de la actividad intelectual.

Con lo que el descenso desde el hábito innato de sabiduría a partir del bito nativo de sindéresis según el que procede el enriquecimiento esencial de la persona humana, antes que una emanación derivativa del acto de ser personal, y ni siquiera respecto de las potencias del alma, más bien comporta una suscitación de la riqueza al cabo intelectiva de la vida humana, esto es, plural iluminación –de nivel– esencial que a su vez nativamente se añade –vida añadida– a la vida natural orgánica –vida recibida activamente o asumida–, y en la que “redunda”, aunque no por cierto de manera acabada ni completa; aunque asimismo estriba en la constitución de obras voluntariamente ejecutadas en la medida en que en la actuación se inserta la iluminación intelectiva del bien que es viable añadir, en su esencia, al ser creado.

Así que en último término la unificación del irrestrictamente enriqueci- ble distinguirse real que es la esencia potencial del acto de ser humano y en tal medida equiparable con el logos de la persona humana sería asequible tan lo desde el acto de ser personal que como libertad a su vez equivalente antes que a un fin con carácter de después a un indesfuturizable futuro se orienta, por así decir, más allá de cualquier fin, de donde como superación respecto de cualquier necesidad, mas de suerte que tampoco dicho logos personal humano llega a ser culminado o completo.

Y es de esa manera, según que la esencia de la persona humana no sólo procede del ser personal sino que a su vez se orienta de acuerdo con la libre destinación de éste, como a través por un lado del englobar de la sindéresis en cuanto que ver–yo respecto de la plural intelección de nivel esencial cifrada en iluminación se accede a Dios en cuanto que mostrado como plena Claridad íntima, mientras que a través por otro lado del “conducirse” voluntario como querer–yo se accede al Ser divino en tanto que mostrado en calidad de Poder pleno u omnímodo según la Claridad plena en la divina Dispensación sobre la historia e, incluso, sobre la evolución cósmica.

De donde a la par el ser humano según el carácter de además es, para de alguna manera indicarlo, un conato de logos o verbo “acabado” en intimidad a manera de plena réplica mediante la que venga a serle viable aceptar y dar por entero su ser, y procurado logos que muestra a Dios como un fiel y puro o límpido Manifestarse en Intimidad y omnímodamente poderoso sobre cuanto de Él depende y sin que para, por así decir, “ejercer” ese Poder le sea preciso “actuar” con actos distintos del que su Ser es, pues si lo fueran, habrían de ser criaturas.

Por lo demás, a partir de la sugerida manera de entender la necesidad en los actos de ser creados y la contingencia en sus esencias potenciales todavía más se ha de rectificar, si cabe, la extendida idea de contingencia como correlato de un presunto poder divino respecto de no crear o, incluso, de aniquilar la criatura (si bien a Dios no falta el poder de transmutarla), y según la que en último término la libertad, y no sólo divina, se entiende como poder de actuar a la par que de no actuar, pero sin que bajo esa consideración se note que nada añadiría al poder de actuar el de no actuar (como sí, en cambio, nota Nietzsche cuando rechaza la que llama “voluntad de no”), y que, sin actuar, el poder de actuar sería inferior respecto de sin más actuar.

Luego de entrada y sin necesidad de introducir ni la negación ni la reflexión más bien la libertad es entrañada en la actuosidad superior a la meramente principial, de intrínseca dualidad en tanto que primaria.

A su vez, desde luego la criatura necesariamente depende de Dios y por eso es indefectible; pero de Él depende en virtud de una libérrima Dispensación divina equivalente sin más a la criatura, es decir, al ser que la criatura es, sin que la creación exija algún acto divino de crear que fuera distinto de Dios a la par que de la criatura, esto es, sin que entre Dios y la criatura medie un acto “de” Dios, pues por cierto en modo alguno de la criatura.

Así que Dios “crea” libérrimamente y desde luego sin ningún tipo de necesidad que lo restrinja mas sin que por eso la criatura haya de involucrar esa intrínseca “posibilidad de no ser” con la que suele la contingencia equipararse; en su condición de acto de ser dependiente exclusivamente de Dios ninguna criatura es, ni tiene, posibilidad de no ser, y por más que puedan dejar de ocurrir o bien de acaecer muchas de las distintas distinciones según las que es potencial su esencia, por lo que dicha posibilidad de no ser atañe apenas a algunas de tales distinciones intrínsecas a su esencia.

Más aún, de ninguna manera necesita Dios poder para ser Dios ni, cabe sugerir, para crear, aunque desde luego le compete poder sobre la entera creación habiéndola creado, así como por entero también sobre la humana libertad y sin por cierto cancelarla, de entrada porque ninguna vicisitud o mudanza puede concernirle y sin que sea equiparable su eternidad con una suerte de necesidad. Al cabo, si la criatura no hubiese sido por Dios creada, Él sería libérrimo por encima de cualquier poder así como de cualquier necesidad.

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Por consiguiente, de acuerdo con las “vías” de intelectivo acceso humano al Ser divino según el inteligido ser y esencia de la criatura en la medida en que sin más muestra a Dios por exclusivamente depender de Él, de donde o bien alcanzando el ser personal humano según el carácter de además o bien advirtiendo el ser extramental con carácter de puramente distinto respecto del ser mental o, todavía, a la par encontrando, y de distintas maneras, la distinta esencia potencial de esos distintos actos de ser creados; de acuerdo con esas cuatro “vías”, no apenas se constata la existencia de Dios, o “que” Dios existe –quia est, hóti esti–, sino que se intelige el Ser que Él es también como Esencia, o “qué” es Dios –quid est, esti–, al inteligir el mostrarlo que las criaturas son, y mostración a través de la que la persona humana accede a la Identidad divina de Esencia y Acto de ser como Origen según plena Simplicidad, mas también en tanto que Ser personal, y sin que para eso haya de lograr algún “inteligido” correspondiente a Dios ni, menos todavía, pueda discernir la divina Intimidad.

Para de algún modo expresarlo, las criaturas permiten no meramente demostrar que Dios existe, ni a Él remiten sólo en calidad de imágenes o como símbolos –iconos–, sino que sin más muestran a Dios: son una “muestra” de Él en cuanto a su Esencia idéntica con el Acto de ser; al intelectivamente conocer las criaturas, y sin nada más conocer que ellas, se conoce a Dios en la medida en que se sabe que dependiendo exclusivamente de Él son las criaturas máxima o extremamente distintas respecto del Ser divino; distinguirse éste que ni conlleva negar ni admite comparar, pero que muestra ese Ser respecto del que vige justo como extrema distinción.

Y es de esa suerte, nada más inteligiendo que el mostrar el Ser divino que las criaturas son en calidad de pura y exclusiva dependencia respecto de Él, como el hombre intelige la Identidad de Esencia y Acto de ser que Dios es en tanto que Origen, esto es, como Primero simplicísimo que a la par es supremo Ser personal, acerca de cuya Intimidad, sin embargo –la Intimidad divina del Origen idéntico–, solamente le caben barruntos.

Así que sin reducir el conocimiento humano de Dios a una demostración, y tampoco de la mera existencia del Ser divino (menos desde luego si sólo como “cuantificador existencial”), ni siquiera si de este modo cupiera deducir atributos de la Divinidad –aunque en alguna medida apelando a cierta negación–, se accede al Ser y a la Esencia que según originaria Identidad y también de carácter Personal es Dios, inteligiendo la distinta distinción real de esencia potencial y acto de ser equivalente a las distintas criaturas pues tanto según el ser cuanto según la esencia estriban ellas en un exclusivamente depender respecto de Dios equivalente a mostrarlo a través al cabo de una extrema distinción real.

Inteligir de acuerdo con cierto distinguirse real concerniente al inteligir humano, por lo pronto en su ínfimo nivel, respecto de sus temas se equipara con el método de abandonar el límite mental, y límite cifrado en la unicidad y la mismidad como características de las objetivaciones intelectuales en tanto que constantes según la presencia mental limitada equivalente a ese acto intelectual mínimo. De este modo la distinción real de la limitada presencia mental es o bien pura, respecto del acto de ser extramental, o bien, cabe sugerir, “matizada” de acuerdo con un contraste o pugna según fases, respecto de la esencia potencial del acto de ser extramental; por su parte, el acto de ser personal es alcanzado sin que la distinción real del límite mental del inteligir respecto de él comporte prescindir de éste sino a ser además respecto de la presencia mental limitada, así como la esencia de la persona humana se esclarece al enriquecerse intelectualmente como englobando ese límite.

Por su parte, el distinguirse real según el que el inteligir humano accede a Dios es, por así decir, extremo o máximo en comparación con el distinguirse real según el que son inteligidos los distintos actos de ser y sus esencias potenciales: equivale, por así decir, a extremar la distinción pura o la distinción según el además respecto del límite mental, así como el contraste o pugna con él y el englobarlo. Con lo que inteligir a Dios equivale a inteligir el acto de ser que las criaturas son como distinto distinguirse real extremo respecto de Él, así como a inteligir la esencia de ellas a su vez como el distinguirse real intrínseco a esos actos de ser, de donde como a través de ellos distinguiéndose no menos extremamente de Dios.

Por tanto, según la intelección humana se muestra a Dios sin que sea preciso postular una presunta noción intelectual que hubiera de corresponderle ya sea por analogía de atribución o ya como carácter de suprema unidad aun si imparticipada (ni por cierto según la noción de infinito propiamente entendida), de suerte que sin tampoco afirmar de Él de manera eminente cuanto en la criatura es perfección inmixta o pura en paralelo con de Él negar cuanto en ella conlleva imperfección, pues más bien inteligiendo la distinción real extrema de la criatura respecto de Dios. Y de este modo, siendo la criatura extramental comienzo incesante e insecuto, muestra a Dios como Origen según Identidad, mientras que siendo la criatura personal según el además muestra a Dios desde luego como Origen idéntico pero, antes aún, según inaccesible Intimidad plena.

De donde, al cabo, sin nada más inteligir que la criatura en cuanto que distintamente comporta distinción real se intelige que depende de Dios y de suerte que ella equivale a mostrarlo justo en cuanto que de manera extrema se distingue realmente de Él; se intelige sin más la criatura en tanto que ella entera, y según puro y neto “afirmar” como ser, equivale a un mostrar el Ser divino justo en la medida en que de Él como acto de ser se distingue según xima o extrema distinción por carecer de identidad, y distintamente, así como por de modo correlativo comportar un distinto distinguirse real intrínseco en calidad de esencia potencial, mientras a la par estriba en con exclusividad depender del Origen idéntico 22.

En definitiva, el acceso intelectivo a Dios asequible al hombre se logra de acuerdo con el ascenso que cada uno de los superiores hábitos intelectivos comporta, por lo pronto según el hábito de sabiduría al que por ser solidario con el inteligir personal compete en este inteligir trocarse en búsqueda del Ser divino como Plenitud personal, orientando la persona entera hacia Dios, aunque también, y en descenso desde ese hábito, de inmediato según el hábito de los primeros principios o intellectus en cuanto que el acto de ser extramental o persistir se advierte como primer principio vigente respecto del Origen en Identidad al estribar en exclusiva dependencia respecto de Él, y dependencia en el persistir equivalente a la que, se ha sugerido, puede llamarse “fundamentación”, si bien real antes que lógica, es decir, a que la causalidad o principiación primaria y trascendental es vigente tan sólo si dependiendo respecto del Origen idéntico; pero se logra asimismo dicho acceso según que a través de esos dos hábitos se asciende a la par según el de sindéresis y el de ciencia

Así pues, se intelige —filosóficamente— que la criatura muestra a Dios en la medida en que se abandona la actualidad, es decir, la presencia mental limitada según objetivaciones ya que de esta manera la criatura es inteligida en cuanto que carente de identidad justo como acto de ser, o bien como comienzo persistente o bien de acuerdo con el carácter de además, según lo que uno y otro estriban en depender del Ser divino mientras paralelamente admiten el distinguirse real equivalente a su esencia potencial.

Y dicho mostrar a Dios se equipara a su vez con un distinguirse real extremo respecto de Él como Ser de acuerdo con Identidad, de entrada como Origen mostrado según el persistente comienzo y como Plenitud de Intimidad personal según el carácter de además.

Por eso, en cuanto que muestra a Dios al de Él distintamente depender puesto que de manera distinta carente de identidad, la criatura con mayor motivo es imagen respecto de la Identidad, a la par que símbolo —o icono—, así como indicio de Ella.

Pero asimismo se intelige que la criatura muestra a Dios en cuanto que, incluso sin valerse del método filosófico de abandono del límite mental, sin objetivarla se intelige esa distinción de acuerdo con los hábitos intelectuales superiores y en tanto que comportan cierto ascenso “mostrativo” antes que demostrativo, y que puede tomarse con carácter de racional; aunque todavía cabe entender las correspondientes objetivaciones en calidad de símbolos ideales

que remiten a los temas de dichos hábitos intelectivos 23.

Jorge Mario Posada en revistas.unav.edu/

Notas:

18 La verdad del inteligir humano acerca de Dios es adecuación de este inteligir antes que con Dios más bien con los distintos actos de ser creados y con las distintas esencias potenciales de cada uno en cuanto que al corresponderse éstos con un depender de Dios estriban en mostrarlo.

19 Más aún que el ser extramental como comienzo persistente carece de identidad la persona humana de acuerdo con su intrínseca dualidad primaria, por lo que también en cuanto que se manifiesta y manifiesta a la par que dispone según su esencia indescriptiblemente más compleja, y de manera más alta, que la del cosmos físico, pero a la par “disponible” para una mayor y más alta unidad en calidad asimismo de verbo o logos manifestativo de la intimidad personal.

20 Aun cuando se intelige a Dios en la medida en que la criatura lo muestra de acuerdo con un extremo distinguirse real respecto de Él, en modo alguno el Ser divino es declarado según la índole de “absolutamente otro” (por lo pronto, cabe sugerir, lo “otro” es opuesto respecto de lo “uno” en tanto que “mismo”), pues la criatura muestra a Dios justo en la medida en que ella es un “positivo” o “afirmativo” depender de Él, por lo que mucho menos esa intelección conlleva negar ya que más bien equivale a sólo “afirmar” el extremo distinguirse real de la criatura a su vez inteligida como afirmación, respecto del Creador, con mayor motivo afirmado en tanto que la criatura, es inteligida como un completo o “íntegro” depender respecto de Él al cabo debido a que carece de identidad (y sin que tampoco “afirmación” indique un acto judicativo, pues los hábitos intelectuales congruentes con la afirmación del persistir así como con la del además son actos superiores no sólo al juicio sino, más aún, a la fundamentación, que sólo acontece objetivadamente).

21 En consecuencia, sólo Dios es último respecto del cosmos ya que intrínsecamente nada en éste lo es, ni lo es el hombre y tampoco desde luego el ángel.

22 Y de esa manera, en cuanto que se evita “presumir” una directa intelección humana de Dios se elude el llamado ontologismo.

23 A los símbolos ideales alude Polo en Nietzsche y Antropología trascendental II.