Vicente Huerta Solá

3.        La satisfacción, núcleo del sistema soteriológico anselmiano

Acabamos de entrar en  uno  de  los  puntos  más  fundamentales de la doctrina anselmiana sobre la Redención. «Uno de los  méritos menos discutidos y menos discutibles de San Anselmo es su análisis del pecado que le permitirá concluir  en  su  célebre  aforismo: necesse est ut omne peccatum satifactio aut  poena  sequatur. Axioma capital que será la base de todas sus deducciones» 67. Importa, por tanto, entender  muy  bien  lo  que  se  quiere  decir  con estas palabras. Siendo imposible que Dios deje prescribir los  derechos de  su  honor,  y  vistas  ya  las  matizaciones  que  el  autor  hace a este concepto, es necesario que a todo siga  la  satisfacción  o  la pena, es decir, la reparación voluntaria o el castigo obligado.

Se manejan aquí nociones básicas que van a originar distintos sistemas soterilógicos. Según Riviere,  San  Anselmo  introduce  la  idea de satisfacción como  una  tercera  vía  para  la  construcción  de un nuevo sistema soteriológico, frente  a  los  anteriores  ya  existentes que eran el de el castigo y el de la expiación, «las ideas de sustitución penal y de sacrificio  expiatorio  representan  las  dos  vertientes fundamentales de la teología redentora entre los Padres» 68.  Es decir, hasta San Anselmo habría sólo -siguiendo a Riviere- dos sistemas soteriológicos, basados, respectivamente,  en  los  conceptos de castigo y de expiación. El castigo supondría la aplicación  ineludible de una pena, infligida «precisamente para la  reparación  del  orden destruido y de la transgresión voluntaria. Los otros fines, medicinales, meritorios, u otros, no estarían necesariamente excluidos, pero deben subordinarse a esa finalidad primera y capital» 69.

Ahora bien, si de  la  noción  de  castigo  nos  quedamos  sólo con el hecho de soportar un mal «descartamos la  idea de venganza para poner en su lugar, en  aquél  que inflige  la  pena,  un sentimiento de complacencia por la generosidad del que acepta voluntaria­  mente este papel doloroso, tendremos entonces  la  idea  de  expiación» 70, Así, mientras  en  el  castigo  se  pone  el  acento  en  el carácter necesario del  sufrimiento,  en  la  expiación  se  contempla más el carácter voluntario, y por tanto meritorio, de dicho sufrimiento.

Por último, podríamos ir  aún  más  lejos  y  hacer  abstracción del sufrimiento, de tal manera que «nos quedaría solamente la complacencia divina ante una acción que es realizada en compensación del desorden inherente al pecado. De esta manera llegamos al concepto estricto de satisfacción» 71. Bien entendido que  en  este último caso, el sufrimiento -que era la característica esencial  del castigo y de la expiación- no queda excluido de hecho, pero sí subordinado totalmente a la acción  moral  de  ofrecer  una  reparación voluntaria 72. De aquí la importante innovación que  va  a  suponer en el panorama soterilógico Cur  Deus  horno  abriendo  un  nuevo camino: el de la satisfacción.

Pero antes de seguir adelante, hemos de advertir un pequeño detalle. Primero, Riviere habla de sacrificio expiatorio, como vertiente soteriológica opuesta  a  la  de  sustitución  penal,  pero  luego, en su elaboración teológica, como  hemos  visto,  va a dejar  olvidado el aspecto de sacrificio para hacer hicapié en el de expiación.  Veamos cuál es el origen de este olvido.

3.1      Silencio de San Anselmo sobre el sacrifico de Cristo

La alternativa clásica entre las dos vías, penal y sacrificial, es sustituida en la obra anselmiana por un nuevo binomio: pena­satisfacción. ¿Qué pasa entonces conel sacrificio? Por  sorprendente que parezca, San Anselmo prescinde de toda referencia  a la actividad sacrifica! y sacerdotal de Jesucristo 73, conviertiendo la satisfacción en una categoría autónoma de  la  del  sacrificio,  esto  es,  que  por sí  sola  sea  capaz  de  brindar  una  explicación  de  la  Redención 74.

La cuestión  aquí  se  complica,  quizá,  por  la  interpretación que hace Riviere, situando a un mismo nivel los planteamientos de sustitución penal -teoría hoy totalmente superada- y de sacrificio expiatorio -categoría fundamental de la revelación que sobre el misterio de la  Redención  nos  hace  la  Sagrada  Escritura-  como  si se tratara de cuestiones equiparables. Esto nos  pone  de  manifiesto uno de los aspectos más discutibles, y más debatidos, de la elaboración teológica -de incuestionable valor, por otro lado, si la  tomamos en su conjunto- que hace el Dr. Riviere.

Veamos lo que dice a este respecto el redentorista español Basilio de San Pablo. «El fallo fundamental de Riviere -tan benemérito en la investigación, el estudio y la defensa del misterio redentor- se cifra en desechar la noción de sacrificio como básica  en la explicación de ese misterio, para proponer, sobre el fundamento de la satisfacción anselmiana, su teoría de la reparación moral. ¿Dónde se nos habla en las fuentes de la revelación de una reparación obtenida por actividades puramente morales?  Por  lo demás, el misterio redentor no es una idea abstracta, sino una no­ ción encarnada en la historia. Toda la Epístola  a los Hebreos  mira a comprobar la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el de Aarón,  y  de  su  sacrificio  sangriento  sobre  los  sacrificios levíticos» 75  y,   un  poco  más  adelante,   añade:  «convenios   con Riviere en que la Soteriología de los Padres es muy rudimentaria y desla­ bazada, pero negamos en  absoluto  que se vislumbre  en  ella  ninguna perspectiva, trayectoria, teoría o sistema que no arranque y se desarrolle dentro del esquema del sacrificio. Mucho menos cabe en ellos un esquema de expiación penal en contraposición al de sacrificio» 76.

Nos inclinamos a pensar, con Basilio de San Pablo, que Riviere -apasionado quizá en la elaboración y defensa de su propio sistema- ha interpretado incorrectamente el silencio de San Anselmo acerca del sacrificio y sacerdocio de Cristo. «No es que el Santo Doctor insinúe -como lo hará  el  doctor  Riviere  en  el  siglo XX-  que la noción de sacrificio es menos apta para servir de base a una estructuración científica de la Soteriología. La pasa únicamente por alto, para tomar otro  rumbo  y  brindar  otra  estructura» 77. No deja de sorprender, desde luego, esta deficiencia en los planteamientos de Riviere. Nos parece mucho más lógico seguir a Santo Tomás en este punto e incorporar la noción de satisfacción a la de  sacrificio,  afirmando que Cristo satisface  como Sacerdote en virtud de su Sacrificio, realzando así  el sacerdocio  de Cristo como realidd suprema hacia la que orienta toda su vida terrena.

Inexplicablemente Riviere rechaza este camino: en la voz Rédemption del DTC prescinde completamente de estudiar el sacerdocio y sacrificio de Jesucristo y en alguna revista llega incluso a afirmar que la muerte de Cristo  es  sacrificio  en  sentio  «metafórico» 78. No pretendemos aquí hacer una descalificación global de la doctina de Riviere, a quien reconocemos una máxima autoridad  en  esta materia, pero disentimos en este punto, aun suponiendo que Riviere nunca pretendió negar la realidad del sacrificio de Cristo, sino señalar quizá su carácter analógico con respecto  a  los  sacrificios del Antiguo Testamento.

3.2      «Satisfactio» y «satispassio»

En cualquier caso, parece que San Anselmo intenta  contraponer la satisfacción a la pena, idea, esta última, sobre la que se fundamenta una teoría (redención por expiación pena0 que, sin ser heterodoxa,  terminará  siendo  totalmente   superada.   Dicho brevemente, la doctrina de la expiación penal consistiría en lo siguiente: Cristo nos ha  redimido  en  virtud  de  los  sufrimientos  que Él ha padecido en nuestro lugar y que son, precisamente por su  carácter de sufrimiento, una compensación total y adecuada de  la deuda contraída por nosotros, por nuestro pecado 79. El mayor inconveniente de este sistema se nos presenta en la  misma  base sobre la que se asienta: «aparecen en ella los tormentos de Jesucristo como el blanco primero y directo, si no el fin supremo, del  plan divino; mientras que aún incorporados estos tormentos  a la economía redentora, no dejan de ser un mal, del que solo  se  puede  admitir el que Dios lo haya permitio» 80.

Obsérvese que este sistema de la «expiación penal» pivota sobre dos ideas que se reclaman mutuamente: la de sustitución penal (Cristo padece en nuestro lugar) y la satispassio (redención por el castigo sufrido). A esto  opondrá  San  Anselmo  un  sistema  basado en la satisfactio, donde predomina el aspecto moral  (voluntario)  de  la reparación sobre el penal. Esta es su gran aportación  precisamente: entender la Redención más como satisfactio que como satispassio, liberando a la Soteriología de una pesada carga. Se ha dicho hasta la saciedad que la soteriología anselmiana adolece de un pesado y árido juridicismo, sin valorar quizá  suficientemente el  avence que supone con respecto a la Soteriología anterior, pues, al hacer predominar la acción moral sobre el castigo, revaloriza el Amor como causa de nuestra  Redención.  Podemos  afirmar,  por  tanto,  que el verdadero juridicismo estaría en la doctrina de la expiación penal,  que  precisamente  San  Anselmo  combatirá  con  la  doctrina de la satisfacción 81.

Los antecedentes de este planteamiento anselmiano los en­ contramos, una vez más, en  la  doctrina  de San  AgustÍn,  quien,  en su tratado In loannis evangelium, pone en boca de Cristo  las  siguientes palabras: «No pago por  necesidad  de  mi  pecado la  muer­ te, pero en morir cumplo la voluntad de mi Padre, y en esto hago más   que   padezco,   porque,   si   no   quisiera,   tampoco   padecería» 82. Parece que aquí, San Agustín ha intuido el fondo  del  problema: plusque ibi facto quam patior («y en esto hago más que padezco»):

¿no está aquí en germen el planteamiento anselmiano?  Efectivamente, al hacer predominar el facio sobre el patior, «el obispo de Hipona ha rozado  el  término  anselmiano  de satisfacción  en  el cual se iba a amoldar  definitivamente  el  dogma  de  la  Redención» 83. Pero nótese bien que hablamos siempre de «predominio» de la satisfacción sobre la pena; no se trata de rechazar absolutamente el elemento penal, sino de colocarlo en  su  sitio. «No cabe duda  de que el elemento penal debe entrar en la teología de  la  Redención como elemento perteneciente a  la fe católica  acerca  del  misterio. La cuestión es saber qué lugar exacto le  corresponde.  Más  de  una vez se ha considerado como el elemento principal de hecho; más todavía como el elemento esencial de derecho. Ahora bien, la teología católica,  aun  aceptando  en  sus  justos  límites  el  principio y el hecho de la expiación, la ha mirado siempre como algo  secundario» 84.

Pensamos  que esta  aclaración  nos ayuda  aún  más a entender  el verdadero alcance de la teoría anselmiana como  inicio  de  una nueva era para la Soteriología. Hasta entonces, la teología de  los Padres orientales se había centrado  más en  una  concepción  mística de la Redención, en  el cual  se  ponía  de relieve  la  divinización  de  la humanidad a partir de  la  Encarnación  del  Verbo,  mientras  que  los Padres occidentales .ofrecían una teología más realista, atenta más bien  a los valores que  nos han  sido  revelados  en los tormentos que Cristo subre en su humanidad. Pues bien, frente a este panorama, Cur Deus horno supondrá un «intento por  reducir  a siste­  ma armónico la doctrina soteriología revelada. En relación  a  los Padres orientales, prestará a la humanidad  de  Cristo  una  atención que ellos no le prestaron. En relación con los Padres occidentales investigará todo el  alcance  moral  y sobrenatural  de las  actividades de Cristo, en una forma y  con  unos  métodos  no  ensayados  por ellos» 85.

Para San Anselmo, por tanto, satisfacción y pena no serían conceptos excluyentes,  porque la redención  no puede ser  puramente moral, ya que  viene  exigida  por  la  justicia  divina  que  implica un cierto aspecto de castigo, «no conviene que Dios deje  el  pecado  sin castigo...» 86 ; pero tampoco será exclusivamente penal, ya que prima, como hemos visto, el concepto de satisfacción.

Pero quisiéramos poner de relieve otra virtualidad de esta concepción de la redención. «La doctrina anselmiana de  la  reparación (...) nos revela la infinita  capacidad  de la  humanidad  de  Cristo que comienza a figurar en la teología como instrumento de la divinidad. Gracias a esa noción, que tan fecunda resultará en el magisterio de Santo To más, se comienza  a  colocar  la  satisfacción del pecado en el terreno de la justicia» 87. Efectivamente, si Cristo satisface es porque la infinita potencia  de  la  divinidad  actúa  a través de la humanidad, pero será el Aquinate quien explicará la  manera como se realiza la obra salvadora de Jesucristo: per modum efficientiae.

Es ya casi un lugar común decir que San Anselmo toma el concepto  de  satisfacción  del  derecho  germánico,  para  convertirlo en la base de un sistema que, quizá por eso, adolece de excesivo juridicismo. Ciertamente, el derecho germánico admite para  todo delito una compensación  pecuniaria  o  Wergeld  que  no  es  tanto  una pena como una especie de satisfacción voluntaria 88. Esta alternativa entre pena o satisfacción parece quedar  claramente  reflejada en la  ya citada  proposición  de San  Anselmo:  «es  necesario  que a todo pecado siga  satisfacción  o  pena».  Para  el  derecho  romano, en cambio, las dos nociones de satisfacción  y  pena  eran  correlativas. Quizá por esto, entre  los  Padres  latinos,  tuvo  tanta  aceptación la teoría de la expiación penal aplicada  a la  muerte  de Cristo, siendo San Anselmo el primero que le aplica un valor satisfactorio.

Hasta aquí la interpretación de la doctrina anselmiana que llegó a hacerse clásica entre muchos teólogos. Pero, una vez más,  va a ser Riviere quien nos va a aportar luces nuevas para una interpretación más parofunda de la doctrina del Becense: «La historia -dirá- protesta contra esta identificación superficial. Ella constata, por el contrario, que los elementos fundamentales de la satisfacción anselmiana se reconocen en la teoría y en la práctica eclesiástica de la penitencia desde sus mismos orígenes, sobre todo en la Igleisa Latina. Mucho antes de conocer el derecho germánico la iglesia situaba al pecador en una alternativa similar: o la muerte eterna, que es la pena del pecado, o la penitencia, que es la compensación voluntaria. Es el mismo Tertuliano quien dice: omne aut venia dispungit aut poena» 89. Evidentemente, si cabía la hiopótesis de una influencia del derecho germánico en San Anselmo, en absoluto cabe con respecto a Terturliano. Por supuesto que se puede seguir pensando en una influencia del derecho germánico en el Becense, pero nos parece mucho más sencillo, tal como atestigua Riviere, pensar en una influencia totalmente eclesiástica.

4.        Necesidad y modo de la satisfación

4.1      Necesidad de una satisfacción perfecta

Nos encontramos, pues, ante esta alternativa: pena o satisfacción. ¿Cuál de las dos ha de prevealecer? San Anselmo  se esforzará por convencernos de que, sin duda, debe prevalecer la satisfacción, basándose principalmente en dos razones:  en  la  decisión  irrevocable de hacer a los hombres felices, y en  la  de  reemplazar  con hombres el número de los ángeles caídos. Este último argumento, tomado también de San Agustín 90 , tiene ahora escaso interés para nosotros; parece incluso que el Arzobispo de Canterbury, en su esfuerzo por buscar razones necesarias, insiste demasiado en esta cuestión, prestándole una  atención  excesiva 91.  El  problema  se plantea al pensar que el mismo honor de Dios exige que sean reemplazados el número de ángeles caídos que, lógicamente, van a restar gloria accidental a Dios en la  «ciudad  celestial».  Para  ello, Dios no podía crear a otros ángeles, porque éstos  no  hubieran  podido sufrir una prueba propiamente dicha, ya que hubieran tenido delante de sus ojos, el castigo de los ángeles malos. Los ángeles caídos serán pues,  reemplazados por hombres. Más convincente nos parece, sin embargo,  la primera razón: Dios ha destinado al  hombre  a  una  vida  eternamente feliz, y esto  no  se  podría  hacer  realidad  si  ante  el  pecado no hubiera más alternativa que el castigo.

Para ilustrar esta «necesidad» de la satisfacción, ya prácticamente demostrada  con  todo  lo  dicho  hasta  aquí,  San  Anselmo  va a emplear otra de sus características comparaciones.  Un  hombre  rico tenía una perla magnífica que  había  destinado  a su  tesoro,  pero un bellaco, arrebatándosela, la arrojó  en  el fango. ¿Metería  el due­  ño la perla en su tesoro sin haberla purificado  antes?  Pues  lo  mismo sería si Dios llevase al Paraíso «al hombre  cubierto  con  la mancha del pecado sin estar enteramente purificado, es decir, sin satisfacer esa deuda» 92.

Muy rica en sugerencias se nos presenta esta breve parábola. En primer lugar, queda patente en ella ese fuerte convencimiento  de que el hombre está destinado por Dios a una dicha eterna  junto a El -su tesoro-  y de que ese designio  no  ha de verse frustrado necesariamente por el pecado. En segundo lugar, el término satisfacción es empleado no como opuesto a pena sino como  sinónimo de purificación, lo cual confirma lo dicho más arriba sobre el concepto de satisfacción, una purificación que es querida y realizada  por el dueño de la perla,  movido  por el amor  que tiene  a ella y a su tesoro. Por último, esta parábola nos habla de la necesidad de una satisfacción perfecta, de estar «enteramente» purificado. Es justamente este último punto lo que llevará a San Anselmo -cuando ya parece conseguido su  objetivo  de  haber demostrado la necesidad de la Redención- a dar un paso más, un paso arriesgado pero necesario para enlazar esta «necesidad de la Redención» con la «necesidad de la Encarnación»: «Tampoco dudarás, creo yo, de que la satisfacción debe estar en proporción al pecado» 93. Es decir, que la satisfacción debe ser completa, lo cual  sólo será posible si es el Hombre-Dios quien satisface. Boson (el discípulo de Anselmo) no duda, -comenta Riviere- nosotros seríamos  más difíciles  de convencer  y pediríamos a San Anselmo la demostración de esta premisa mayor que él se contenta con afirmar» 94: que la satisfacción ha de ser perfecta. La necesidad de que la satisfacción sea perfecta (proporcionada al pecado) es, como decíamos el eslabón imprescindible para unir la necesidad de la Redención a la  necesidad  de  la  Encarnación,  pero es un eslabón que no  queda  suficientemente  demostrado  por  la  razón. Riviere será claro respecto a esta cuestión: «la más grave dificultad que ofrece la doctrina de San Anselmo es presentar como necesario el modo  actual  de  nuestra  Redención,  al  cual  impone  una doble necesidad: necesidad de que seamos rescatados y, para rescatarnos, necesidad de exigir una satisfacción adecuada» 95.

Se ha dicho que, en su afán por demostrar absolutamente la necesidad de la Encarnación, el santo benedictino,  pondrá  en  peligro el misterio. Admitamos que este es  un  peligro  real,  no  tanto  para San Anselmo, que bien claro tenía  el  sentido  del  misterio cuando confiesa que nunca llegará a penetrar el hondo sentido del mismo 96, sino para la interpretación de su obra, pero para ello, «no hay que olvidar que toda el pensamiento de Anselmo está dominado por el principio de la fides  quaerens  intellectum,  cuyo  sentido no ha sido quizá todavía suficientemente profundizado:  ¿significa que la razón humana,  aunque  sea  partiendo  de  la  fe,  encontrará un intellectus, una comprensión total y necesaria de las verdades creídas? ¿o bien únicamente que, reflexionando sobre las verdades creídas, la razón verá una racionalidad,  una  coherencia  y una conveniencia y admirables?» 97.

4.2      Imposibilidad del hombre para reparar

Pero sigamos con el discurso anselmiano. El orden del mundo y el honor divino exigen -dirá- una reparación perfecta del pecado. ¿Cómo puede el hombre prestar esa satisfacción? ¿Con las obras de penitencia, trabajos corporales, obediencia, etc? Todo eso no sirve  -añadirá San  Anselmo-,  porque  ya  lo debíamos  a Dios; y una vez más, el discípulo acepta sin poner objeciones 98.

En este esfuerzo por demostrar la imposibilidad de que  el hombre pueda, por  sí  solo  satisfacer,  aducirá  una  segunda  razón que emana de la infinita gravedad del pecado. Aunque  todos  esos actos satisfactorios no fueran debidos a Dios, y fueran, por tanto, gratuitos, quizá no serían tampoco  suficientes  «para  satisfacer  un solo pecado, por pequeño que sea, como es una mirada contra la voluntad de Dios» 99; y ante la sorpresa que en Boson despierta semejante afirmación, añade una frase cargada de profundo sentido: «todavía no has comprendido  bien  cuán  grave  es  el  pecado» 100.  Tan grave es el pecado que no tendríamos  derecho  a cometer  uno solo ni siquiera para impedir que «pereciese  el  mundo  entero  y  todo lo que no es Dios» 101.

Hay también para San Anselmo otras razones que podemos llamar secundarias, que prueban la  imposibilidad  de  que  un  hombre satisfaga por  los pecados: como es la imposibilidad  de que  por  un pecador no puede justificar a  otro» 102.  La  conclusión,  por  lo tanto, se impone, y aunque están ya razonadas  todas sus  premisas, será en el libro segundo del Cur Deos horno donde él exponga la conclusión: si el pecado es algo  tan  grave  -dirá-,  si  Dios  exige  una satisfacción proporcionada a esa gravedad, y si la satisfacción además implica devolver algo mayor que lo que supone el pecado, obviamente, de todo punto de vista, el hombre es incapaz de satisfacer. Luego es necesario que la satisfacción la proporcione el Hombre-Dios: sólo por Cristo se salva el hombre

Vicente Huerta Solá, en revistas.unav.edu/

Notas:

67.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption ehez Anselme, o.e., p. 178.

68.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption. Etude théologique, o.e., p. 96.

69.       J. RIVIERE, Rédemption, en DTC 13 (1936) 1969.

70.       Ibídem, 1970.

71.       Ibi,dem .

72.       Santo Tomás captará bien este  sentido  «moral»  de la satisfacción,  afirmando en la Surnrna: «In satisfactione magis attenditur affectus offerendi, quam quantitas oblationis».

73.       En la supuesta primera redacción de Cur Deus horno (cfr. E. DRUWE, La prerniere rédaction du «Cur Deus horno». Le «Libellus Anselrni Cantuariensis Cur Deus horno» inédit, en RSR 20 [1930] 162-166), el capítulo XXXII se titularía:  «De  sacrificio  vespertino  quod  sponte  obtulit».  De  todos   modos, la autenticidad de este Libellus es muy discutible,  para  algunos  autores  no sería más que un plagio de Cur Deos  horno  escrito  en  el  siglo  XII,  para otros el  texto  escrito  de  un  sermón  sobre  la  Redención  inspirado  en  la  obra de San Anselmo; esta última opinión es sostenida por Riviere en  Un prernier jet du «Cur Deus horno»?, en RevSR 14 (1934) 329-369, donde lee­ mos, entre otras cosas: «todas  sus  características internas  hacen  del  Libellus un escrito de mínimo valor teológico» (p. 367).

74.       Cfr. J. GALOT, Gesu liberatore (Firenze 1978) p. 224: «L'intera dottrina della Redenzione si fonda, in Anselmo,  sulla  soddisfazione: questa  soddisfazio­ ne spiega tutto, l'Incarnazione e la morte del Cristo ».

75.       BASILIO DE SAN PABLO, o.e., p. 77.

76.       Ibidem, p. 80.

77.       Ibidem, p. 83. Nos parece lógico pensar que San Anselmo -aunque no hable de ello en su obra- no ignoraban ni menospreciaba el aspecto sacrifi­ cial de la muerte de Cristo, del que tanto se habla en la Sagrada Escritura.

78.       Para una valoración crítica, aunque ponderada,  de  la  obra  de  Riviere,  cfr.  BASILIO DE SAN. PABLO, El doctor Riviere, teólogo de la Redención, en RET 14 (1954) 79-102.

79.       Cfr. G. ÜGGIONI, o.e., p. 107.

80.       J. RIVIERE, Rédernption en DTC 13 (1936) 1973.

81.       Cfr. G. ÜGGIONI, o.e., p. 107.

82.       SAN AGUSTIN, In loannis evangeliurn, 41, 7: «Non mortem mei peccati ne­ cessitate persolvo, sed in eo quod morior,  voluntatem  patris  mei  facio: plus­ que ibi facio quam patior, quia si nollem, nec passus essem».

83.       J. RIVIERE, Contribution au «Cur Deus horno»..., o.e., p. 845.

84.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption. Etude théologique, o.e., 230.

85.       BASILIO DE SAN PABLO, Clave sacrificial..., o.e., 149.

86.       Cfr. CDH I, 12, 777: «non ergo decet Deum peccatum sic impunitum di­ mittere.

87.       BASILIO DE SAN PABLO, Clave sacrificia/..., o.e., p. 150.

88.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédernption. Essai d'etude historique, o.e., pp. 308 y SS.

89.       Ibidern.

90.       Cfr. R. ROQUES, o.e., p.  127.  según  este  autor,  San  Anselmo  se  inspira  so­  bre este punto en San Agustín (Enchiridion XXIX; PL  40,  246)  y  en  San Gregorio Magno (Hornil. in Vang. II, XXI; PL 76, 1171).

91.       Dedica Íntegramente a esta  cuestión  los  capítulos  16,  17  y  18  del  Libro  I, de Cur Deus horno.

92.       C.DH I, 1 , 805: «nonne inquam, similiter faceret, si hominem peccati sorde maculatum sine omni lavatione, id est absque omni satisfactione, talem semper mansurum saltem in paradisum, de quo eiectus fuerat, reduceret?».

93.       CDH I, 20, 807: «Hoc quoque non dubitabis, ut puto, quia secundum  mensuram peccati oportet satisfactionem esse».

94.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption. Essai d'étude historique, o.e., p. 297.

95.       Ibidem, p. 314.

96.       Cfr. CDH I, 2, 749. Sobre el tratamiento  que  hace  del  misterio  San  Ansel­ mo puede verse también J. BAYART,  7be concept  of Mystery  According  to St. Anselm of Canterbury, en RTAM 9 (1937) 125-166.

97.       G. ÜGGIONI, o.e., p. 97.

98.       Respecto a este pasaje, Riviere se muestra crítico con San Anselmo: «Boson parece convencido, pero  nosotros  lo estamos  mucho  menos:  si  bien  es cier­ to que la obediencia y la humildad son siempre debidas a Dios, los otros actos serían libres y supererotatorios; los argumentos místicos  de San  Ansel­ mo no muestran suficientemente lo contrario» O. R.!VIERE, Le dogme de la Rédemption. Essai d'étude historique, o.e., p. 298).

99.       CDH I, 21, 811: «videamus utrum possit  sufficere  ad  satisfactionem  umus  tam parvi peccati, sicut est unus aspectus contra voluntatem Dei».

100.      Ibidem: «Nondum considerasti quanti ponderist sit peccatum,..

101.      Ibidem.

102.      CDH I, 24, 817.

Vicente Huerta Solá

LA REDENCIÓN

1.        Planteamiento de «Cur Deus Horno»

Podemos afirmar que Cur Deus horno es el primer tratado sistemático sobre la Redención en la  historia  de  la  teología.  Aborda aquí San Anselmo  un  ambicioso  proyecto,  cuya  intención  queda ya reflejada en el mismo tÍtulo  de la obra: se  trata de saber  por  qué Dios se ha hecho hombre.  La  obra,  a  pesar  de  presentarse  bajo una forma más o menos distendida, de diálogo entre el maestro (Anselmo) y un discípulo (Boson), está constituida por una cadena perfectamente trabada de silogismos y sigue un orden bastante estricto. Veamos, brevemente cual es el fundamento de  este  orden. Según Riviere [1], el nombre del  Arzobispo  de  Canterbury  ha  pasado a la historia «unido a la tentativa  más  poderosa  que  jamás  se haya realizado, de unir en una misma cadena  racional  la  necesidad  de la Encarnación a  la  necesidad  de la Redención» [2].  San  Anselmo  se propone, pues, demostrar la necesidad del  modo  actual  de  nuestra Redención en dos etapas: primero la  necesidad  del  modo  actual de nuestra Redención en dos etapas: primero la necesidad de la Redención y después la necesidad de la  Encarnación.  En  esto  es basa, precisamente, la articulación de la obra en dos libros. El primero lo consagra  a establecer  la  necesidad  de  una satisfacción  por el pecado y la impotencia del hombre para  prestar  dicha  satisfacción. El segundo estudia la necesidad  y  eficacia  de  la  satisfacción del Hombre-Dios.

1.1      Presupuestos metodológicos

Antes de entrar de lleno  en  la  materia,  San  Anselmo  dedicará el prólogo y los  diez  primeros  capÍtulos  a  una  labor  preliminar de despejar el terreno, respondiendo, de entrada, a las posibles objeciones de  los  adversarios,  y  explicando  brevemente  el  método que va a emplear. Lo  primero  que  sorprende,  en  estos  presupuestos metodológicos del autor, es su amplitud de miras, una magnanimidad de planteamientos que se refleja en el binomio tema­destinatarios: el tratado  sobre  la  Redención  se  dirige  a  todo  tipo  de personas, incluídos los infieles 3. Al final del  capítulo  segundo pone en boca de su interlocutor estas interesantes palabras: «Parece entonces lógico que use las palabras de los infieles, pues es conveniente que, al intentar  estudiar  la  razón  de  nuestra  fe,  pongamos por delante las objeciones de  aquellos  que  de  ningún  modo  quieren abrazar  nuestra  fe  sin  razones.  Porque,  aunque  ellos  busquen la razón porque no creen,  y nosotros,  en  cambio,  porque  creemos, sin embargo, buscamos una misma cosa; y si respondes algo que paezca ir contra la autoridad sagrada,  pueda  yo  mostrároslo,  de forma que me  hagas  comprender  que  no  existe  esa  tal  oposición» 4.

Tales palabras no dejan de sorprender por su carácter claramente apologético. Consciente del interés universal que  suscita  el tema de la salvación  -«una  misma  cosa  buscamos»-  San  Anselmo se esforzará por entablar un diálogo de horizontes religiosos que abarque a todos los hombres, sin distinción de religión o cultura; «no son sólo los sabios -dirá un poco  antes-  los que se  plantean esta cuestión y desean verla resuelta, sino también un gran  número de hombres incultos» 5. Cultos e iletrados, cristianos y no cristianos, para todos se abre «un diálogo que obliga a entrar en la lógica del 'otra' para poder 'dar razón' de la propia lógica, yen el  que el cristiano no deja por eso de creer en Cristo» 6.

Pero si resulta sorprendente este esfuerzo en pleno siglo XI, no lo es menos la claridad de ideas con que aborda el problema fe-razón, rechazando cualquier posible oposición entre ambas: sólo aparentemente podrá contradecir la razón a la auctoritas sacra 7. Animado  por  este  convencimiento,  se  dispone,  pues,  a  intentar «según mis fuerzas y con la ayuda de  Dios  y  de  vuestras  oraciones» 8    la  audaz  empresa  de  dar  razón  de  la  fe  ante  aquellos   que  la rechazan «como contraria, dicen, a la razón» 9, para  lo  cual, haciendo abstracción de Jesucristo, como si no hubiera existido jamás. se esforzará en probar por la  sóla  razón  que  sin  El,  el  hombre no hubiera podido salvarse y que lo que la fe nos  enseña,  ha tendio necesariamente que  ocurrir  así 10.  Conviene  no  perder  de vista todas estas advertencias preliminares, pues van a condicionar, lógicamente, en gran manera toda la argmentación posterior, constituyendo una importante clave hermeneútica para una correcta comprensión de Cur Deus horno.  El  mismo  San  Anselmo  parece ser consciente de esto cuando advierte al final de dicho prólogo:

«Ruego a todos los que quieran copiar  este  libro  que  no  se  olviden de poner al principio este prologuillo...»

Una última precisión  metodológica  de  capital  importancia, por cierto lo hará en  el  capítulo  10, y  hace referencia  al significado de necesidad: «quiero que veas que no encontremos en Dios ningún inconveniente, y que cuando hay razón para una cosa, por pequeña que sea, es admitida, mientras no se  oponga  en  contrario otra mayor. Porque, tratándose  de  Dios,  así  como  basta  que  haya un pequeño inconveniente  para  que  se  produzca  la  imposibilidad, de igual modo a una razón, por pequeña que sea, si no consta una mayor, sigue forzosamente la necesidad» 11.

Esta declaración, insistimos, es de sumo interés, pues, «para Anselmo, razón y conveniencia  no se oponen  como  dos  momentos o dos niveles diferentes de distinta  importancia  en  la  administración de la  prueba (...) Cuando  se trata de Dios, convenientia  y  ratio tienen la  misma  nobleza  heurística,  las  mismas  resonancias  y las mismas exigencias de inteligencia. A la más alta perfección inte­ ligible corresponde necesariamente la más alta conveniencia, y a la inversa, la menor inconveniencia, como  ausencia  de razón, entraña una imposibilidad» 12. El paralelismo entre ambas nociones es, por tanto, absolutamente riguroso. El desarrollo de las razones y conveniencias debe conducir a la necesidad: las razones son en sí mismas «necesarias».

2.        Pecado y satisfacción

Durante los preliminares que constituyen los diez primeros capítulos del libro I, San Anselmo ofrecerá respuesta a las distintas objeciones con las explicaciones, éstas muchas  veces sumarias,  que los Padres han dado al problema de la Redención. Tales  explicaciones patrísticas resultarán para el autor insuficientes  y poco sólidas, y así lo  hace  notar: «por  eso,  cuando  ofrecemos  a los  infieles, a modo de adornos, esas conveniencias que dices, juzgan que hacemos como pinturas  sobre  las  nubes» 13.  Se  trata,  pues,  de  buscar  un fundamento más sólido, y eso es lo  que  hará  a  partir  del capítulo décimo. Es precisamente al final de este capÍtulo, con el siguiente párrafo, como nos introduce en la cuestión: «Supongamos, pues, que nunca existió la encarnación del Hijo de Dios, ni todo aquello que de El afirmamos, y conste entre  nosotros  que el  hombre ha sido hecho para una felicidad que no puede existir en ese mundo, y que nadie puede alcanzarla sin ser perdonado de sus pecados, de los cuales nadie se ve libre en este mundo» 14.

El hombre ha  sido  creado,  en  efecto,  para  que  sea  justo  y así llegar a ser feliz gozando de Dios; esto, que para Anselmo no admite ninguna posibilidad de  duda,  constituirá  el  punto  de  partida de toda su argumentación. Esta cuestión aparece tratada en el capÍtulo primero del libro II, que dedica integramente a ello. La demostración es sencilla: «Que  la  naturaleza  racional  fue  creada justa por Dios, para que gozando de El fuese feliz, nadie puede dudarlo, porque si es racional (la criatura humana) es para poder distingur entre lo  justo  y  lo  injusto,  entre  el  bien  y  el  mal,  entre el mayor bien bien y el menor, de otro modo hubiera sido hecha racional  inúltimente...» 15. Pero si este  es el  designio  de Dios para   el  hombre,  hay  un  obstáculo  para  la  consecución   de  éste,  podrá el hombre, finalmente, alcanzar la meta deseada. San Anselmo se dispone, pues, a abordar el análisis de los conceptos de pecado y satisfacción, que constituyen el núcleo de todo su sistema.

2.1      Análisis de la noción de pecado

Afirmar que los presupuestos teológicos de San Anselmo son agustinianos es algo que parece estar fuera  de  toda  discusión.  Según Riviere, «si se hace abstracción de las formas dialécticas características de la construcción anselmiana (...) se puede decir que Cur Deus horno supone una reanudación del desarrollo de las ideas agustinianas» 16; no nos puede extrañar, pues, que nuestro autor -como San Agustín-  exponga  la  doctrina  de  la  redención  a  partir de la noción de pecado.

En De Trinitate, en efecto, San  Agustín  describe  la situación de la humanidad bajo el poder de Satanás: «La justicia  divina  entregó el humano linaje a la tiranía de  Lucifer  a  causa  del  pecado...» 17. De este mismo  punto  partirá  San  Anselmo,  comenzando por definir  lo que se  entiende  por  pecado:  negar  a Dios lo que se  le debe: «el que no da a  Dios  este  honor  debido,  quita  a Dios  lo que es suyo, y le deshonra; y  esto  es  precisamente  el  pecado» 18. Para obtener el perdón del pecado  será  necesaria  una  reparación, pero para reparar  hay  que devolver  a  Dios lo que le  hemos  quitado y, además, dar algo más a fin de compensar el  ultraje  que  le hemos causado; esto sería la satisfacción. Veamos las palabras  con  las que lo dice San Anselmo: «no basta que pague sólo lo que ha quitado, sino que, a causa de la  injuria  inferida, debe devolver  más  de lo que quitó (...) así  pues,  todo  el  que  peca  debe  devolver  a  Dios el honor que le ha quitado, y esa es la satisfacción que todo pecador debe dar a Dios» 19.

Pero volveremos más adelante sobre la idea de satisfacción. Detengámonos ahora un momento en la idea de pecado  que  se propone a nuestra consideración. Para algunos  autores 20,  el  más genial hallazgo de San Anselmo se encontraría precisamente en su análisis del pecado, en cuya profundización transcienbde ampliamente el aspecto meramente jurídico. Efectivamente, a primera  vista, se nos ofrece una concepción anselmiana del  pecado  -negar  a Dios lo que  se  le  debe-  muy  similar  a  lo  que  sería  un  robo;  y una noción de reparación como una simple  restitución  de  lo robado. Pero no podemos quedarnos en este  nivel  superficial  de  análisis, porque San Anselmo va  mucho  más  lejos.  «Nos gustaría  insistir -dirá Riviere-  sobre  lo  que  hay  de  grandioso  en  esta concepción de pecado; el aspecto jurídico de injusticia que da San Anselmo al pecado no es sino una expresión más viva, como un reforzamiento del aspecto moral del pecado como desobediencia. Además,  hay  que  observar  que,  mientras  los  Padres  se  contentan a menudo con describir  los efectos  del  pecado,  San  Anselmo  va  a la esencia del mismo, que es er una ofensa a Dios» 21.

Señala aquí el  profesor  de  Estrasburgo  el  triple  aspecto  que el pecado tiene para San Anselmo: de injusticia, desobediencia y rechazo de Dios. El Arzobispo de Canterbury, que entenderá la justicia  como  rectitud  de  corazón 22,  esto  es,  someterse   a  la  voluntad de Dios o -con sus propias palabras-  «hacer  obras  agradables  a Dios» 23, que es lo mismo que obedecer; por eso dirá: «esta es la justicia o rectitud de la voluntad, que hace justos o  rectos de corazón, es decir, de voluntad; éste es el único y todo el honor que  debemos a Dios y el que Dios nos exige (...) El  que  no da  a  Dios  este honor debido, quita a Dios lo  que  es  suyo,  y  le  deshonra,  y esto es precisamente el pecado» 24.

Nos parece de capital  importancia  insistir  -con  Riviere-  en este aspecto, sobre todo  teniendo  en  cuenta  que,  no  pocas  veces,  se ha acusado a San Anselmo de caer en un estrecho juridicismo, precisamente  por  no  captar  debidamente  -en  nuestra  opínión-  este análisis suyo del pecado. Sirva como botón  de  muestra  de  una mala comprensión del sistema anselmiano  la  opinión  de  Hardy, quien llega incluso  a decir: «si el orden  primitivo  era  realizado  por la sumisión de la voluntad a Dios, el desorden del pecado se caracteriza por la desobediencia. El  Cur  Deus horno  apenas considera  este aspecto del pecado (sic) y concentra toda su  atención  sobre  el hecho de que, por la falta, el hombre no da a  Dios  lo  que  le  es debido (...) Esto determinará la orientación que San Anselmo imprimirá a toda su exposición» 25. Para evitar caer en este error de interpretación es necesario rastrear a  lo  largo  de  toda  la  obra  de San Anselmo, buscando no sólo lo que el Becense dice explícitamente, sino también la idea que subyace a su análisis acerca del pecado. Lo haremos guiados por Sejourné, seguidor de las tesis de Riviere.

Es cierto que en el capítulo once  del  libro  I  de  Cur  Deus  horno presenta explícitamente el pecado bajo esta forma tradicionalmente jurídica; pero si consideramos en toda  su  amplitud  esta larga reflexión teológica que es Cur Deus horno, veremos que  el pecado interesa no sólo como una deuda  contraída  con  el  Señor,  sino  también  «como  un  atentado  del  género  humano  contra  el plan  de  Dios  y  como  un  rechazo  del  espíritu   a   volverse   a  Dios» 26. Una concepción del  pecado  que,  lejos  de  todo  juridicismo, nos presenta al hombre 27 creado para ser feliz gozando de la posesión de Dios (capítulo 1), felicidad que encontrará su total cumplimiento con la resurreción de los cuerpos (capítulo 3). La  naturaleza humana está, pues, destinada a  un  gran  bien  (capítulo  4) que «es propiamente, aunque sin usar esa palabra, la divinización del hombre, tan querida para los Padres griegos  y  que  Anselmo asume sin titubear» 28. Esta «vocación» divina del hombre es el diseño de Dios que el pecado interrumpe, intruduciendo un grave desorden que Dios se verá en la «necesidad» 29 de subsanar.  Obsérvese que, según este modo  de ver  las cosas,  Dios se  nos  presenta no como un juez sediento  de  justicia  vindicativa,  sino  como  Amor inmutable, por eso precisamente se siente como obligado a completar en el  hombre  la obra  de divinización  que  empezó  y que el pecado ha interrumpido.

Desde esta perspectiva, el concepto de pecado que San Anselmo maneja está bien distante de aquél meramente jurídico que emplea en  el capítulo once del libro I, forzado, quizá por la necesidad  de hacerse entender por todos, de usar también «las palabras de los infieles» como advierte al comienzo. «¿Qué es pues lo que el pecado destruye  en el hombe? Precisamente esta aspiración al Bien supremo, o ese amor entrañable de Dios super omnia, propter seipsum. El pecado es, por tanto, en esta última perspectiva, el rechazo de tener hacia  el propio destino 'por el pecado se separó de Dios lo más que pudo' (capítulo  11)» 30.  Podemos  decir,  pues,  que  San  Anselmo  aporta una grandiosa concepción del pecado. Viendo a  los  hombres  «caídos en lo profundo de la miseria y consumirse en la carencia y necesidad de todo» 31 contribuye decisivamente  a  entender  el  pecado con la profundidad insondable del auténtico mysterium iniquitatis.

2.2      La cuestión de los derechos de demonio

Pero volvamos al planteamiento anselmiano. Si  decimos,  como hemos visto, que el pecado  es  negar  a Dios lo que se le  debe,  San Anselmo intentará conducir su  argumentación  hacia  el concepto de daño (robo) y reparación (restitución) del  pecador  con  respecto a Dios, sobre los cuales va a montar su sistema de la  satisfación. Todo pecado, cualquiera que sea, es una sustración de  algo debido a Dios; pero ¿qué se sustrae? la voluntad humana  al  dominium divino. Es precisamente según estos registros de posesión, propiedad y dominio 32,  tan  familiares  a  una  sociedad  feudal  como  es la del siglo XI en Europa, como  San  Anselmo  va  intentar  explicar las relaciones de la criatura con el Creador.

Ahora bien, para salir de esta situación, la reparación o el rescate ¿a quién hay que pagarlo? ¿a Dios o al demonio? ¿acaso no decimos que el hombre pecador queda sujeto al poder de Satanás? Llegados a este punto, el Arzobispo de Canterbury va a asestar  un duro golpe a  la  opinión  comúnmente  extendida  en  la  soteriología de los Padres: Satanás -dirá- no tiene derecho a dominio  alguno sobre el hombre. «San  Anselmo  -comentará  Riviere-  merece  pasar a la historia aunque sólo sea por esto: haber sido el primer adversario de a antigua teoría construida en torno al demonio y a sus  'derechos'» 33.

Hay que notar en este punto que la expresión «derechos de demonio» puede tener  muy  distintas  significaciones  en  el  lenguaje de los Padres. Quizá en ninguno de ellos exista la idea de que el demonio tenga verdaderos derechos sobre el  hombre por  medio  de la sangre de Cristo, ya que «esto supondría en los  Padres  la admisión, en favor del demonio,  de  una  independencia  de  Dios,  cosa  que no podían pensar ellos,  monoteístas  a  ultranza» 34.  Parece  que los Padres miran más al  demonio  como  ejecutor  del  castigo  de Dios, entendiendo en esta línea el poder  que el demonio  ejerce  sobre los hombres con la permisión divina.  En  cambio,  «es  mucho  más frecuente la idea del abuso  de  poder.  El  demonio  tenía  poder de vida y muerte sobre los pecadores, pero ha querido ejercerlo también sobre Cristo, que no  era  pecador,  y  así  ha  perdido  todos los derechos sobre los demás. Entendiéndolo así aplicaban  los  Padres a la  Redención  un  principio  de  derecho  romano,  según  el cual, quien era mandado a prisión por causa de sus deudas, perdía también el derecho a lo que a él le adeudaban» 35.

Con frecuencia, bajo esta concepción de los derechos del demonio, se escondía la idea de una especie de juego de astucia; el demonio ha vencido a los hombres por el engaño y la astucia, y ahora es vencido con la misma arma:  le es presentada  por  Dios una trampa con el cebo más atrayente, el cuerpo de Cristo; él muerde, pero tra el bocado de la humanidad de Cristo está el anzuelo de su divinidad. Esta será la interpretación que da,  entre otros, San Agustín, llegando a emplear en diversas ocasiones la palabra muscipula (=ratonera, de muscapere) en su exposición sobre el dogma de la Redención al  hablar  del engaño de que fue objeto  el demonio 36.

San Anselmo tratará este tema partiendo de dos objeciones fundamentales a los presupuestos comúnmente admitidos por los sistemas anteriores 37: ni el diablo posee derechos justamente adquiridos sobre los hombres pecadores, ni Dios está obligado  a  actuar sólo por la vía de la persuasión y de la justicia  (no  violenta)  sobre el demonio. La base de la argumentación es sencilla: ni el hombre ni el demonio se pertenecen a sí mismos, no son independientes, sino que, como criaturas «el demonio y el  hombre  pertenecen a Dios y ni uno ni otro escapan al poder divino» 38. Persuadiendo al hombre para apartarlo de Dios, el diablo ha «persuadido a su compañero  de  esclavitud  para  que  abandonase  a su amo común entregándose a él, al traidor que ha acogido  al tránsfuga, al ladrón que acoge a otro ladrón» 39.

Esta victoria del diablo sobre el  hombre  no  le  confiere  ningún otro derecho, ni siquiera el de castigar al hombre. Si el diablo inflige un castigo al  hombre  es  en  virtud  de  una  permisión  de Dios, que en todo momento es  más, su  conducta  en esto era  tanto más injusta, cuando que la impulsaba  no el  amor  de la  justicia,  sino el odio, pues obraba de  ese  modo,  no  por  mandato  de  Dios,  sino permitiéndolo así su infinita sabiduría,  por  la  cual  dirige  al  bien aún los males» 40.

Permítasenos señalar cómo construye San Anselmo su elaboración teológica a partir de San Agustín, también  en  este  punto. Según el obispo de Hipona: «En  cuanto  al  modo  como  el  hombre ha sido entregado al  poder  de  Satanás,  no  se  ha  de  entender  cual si lo hiciera o mandara hacer el Señor, sino solamente por su justa permisión. El autor del pecado hizo irrupción en el pecador en el momento de  ser  abandonado  por  Dios.  Aunque,  a  decir  veradad, ni aún entonces abandona el Señor a su  criatura  y  continúa  haciendo sentir su acción creadora  y  vivificante,  otorgado,  en  medio de los sufrimientos penales bienes sin  número  aun  a  los  malos» 41. La influencia de este texto en  nuestro  autor  parece  evidente,  como lo es también el avance: la negación rotunda de cualquier tipo de derechos en el demonio. Se dirá que es justo que el hombre sea sometido al demonio como castigo de su pecado, y que  esto  lo permite Dios con  justicia,  lo cual  es cierto,  pero  no demuestra  que el poder del  demonio  sea  justo.  En  realidad  éste  no  es  más  que  un modo de hablar,  porque  no  hay  auténtico  poder  sino  permisión de Dios, «en este sentido se dice que el demonio atormenta justamente al hombre, porque Dios lo permita con justicia  y  en  justicia lo merece el hombre» 42.

Una última objección  será  rebatida  con  no  menor  resolución y es ésta: San Pablo habla de un decreto que existía contra nosotros y que fue borrado por la muerte de Cristo 43. ¿Quizá podría fundamentarse aquí la teoría sobre los supuestos derechos del demonio frente al hombre pecador? La respuesta será decidamente negativa: «porque ese  decreto  no  era  del  demonio,  sino  de  Dios, ya que su justo juicio decretado y expresado por escristo que el hombre, que espontáneamente había pecado, no se librase ni de  la pena ni del pecado por sí mismo» 44.

San Anselmo, pues,  se  opone  valientemente  a  una  opinión que estaba bastante generalizada entre los autores de su época. «La historia atestigua que desde este momento quedó desacreditada la teoría de los derechos del  demonio  y  del  pago  consiguiente  que se le debía para dejar en libertad al hombre» 45. Si bien es cierto que seguirá teniendo todavía algunas manifestaciones en  autores  como San Bernardo, Ricardo de San Víctor  o Gregorio  de  Autun,  la teoría había quedado herida de muerte, con lo que cabe la gloria, al Arzobispo de Canterbury, de  haber  aligerado  a  la  Soteriología  de un lastre molesto, afirmando radicalmente los derechos  de  Dios  contra modos «más  o  menos  dualistas  de entender  la economía  de la salvación» 46 , aplicando  a  Dios  la  noción  de  dominum,  que  toma de las instituciones de su tiempo 47.

2.3      Concepto de satisfacción

Al hacer hincapié en la idea  del  honor  de  Dios,  San  Anselmo está en  realidad  conduciendo  su  pensamiento  hacia  el tema  de la satisfacción, que constituye el núcleo de su sistema: es necesario restablecer el honor de Dios en el mundo moral mediante una satisfacción plena. Puesto  que  el  pecado  ha  sido  presentado  como una sustración al honor divino, es lógico que la reparación  del  pecado sea presentada como  una  restitución:  el  pecador  debe  restituir 48. Pero  la  mera  restitución  no  es  suficiente:  Cuando  el  honor de una persona ha sido dañado,  la  reparación  no  se  puede  limitar sólo a suprimir los efectos de la falta; es necesario un des­ gravio suplementario, una especie de surplus gratuito capaz de sa­ tisfacer convenientemente: «cuando alguien  devuelve  algo  que  quitó injustamente, debe dar algo que el otro no podría exigir si  no hubiera  existido el  robo. Así  pues, todo el que peca debe devolver a Dios el honor que le  ha quitado,  y ésa  es  la  satisfacción  que  todo pecador debe dar a Dios» 49.

Vemos, pues, que para San Anselmo,  la  reparación  supone dar algo más, algo que el ofendido «no podría exigir si no hubiera existido el robo».  Así  entiende  la  reparación  del  honor de  Dios, que todo pecador debe y a la que llamará precisamente satisfacción. Como el pecado mismo, la satisfacción será un actode la vo­ luntad, que recobra así su  «rectitud»  perdida.  Llegamos  aquí a otra de las grandes aportaciones que nuestro  autor  hace  a la Soteriología. Para Riviere, «la originalidad de San Anselmo fue aplicar este término (satisfacción) que desde  Tertuliano  se  aplicaba  a las obras de penitencia, a la obra redentoria de Cristo» 50. Este concepto de satisfacción terminará siendo plenamente asumido  por  el Magisterio de la Iglseisa, tal como vemos,  por  ejemplo,  en  el Decreto sobre la Justitificación del Concilio de Trento, donde se dice textualmente: «Jesucristo, por la excesiva caridad  con  que  nos  amó (Ef 2, 4) nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfízo por nosotros a Dios Padre» 51.

Una vez definido el concepto, San Anselmo se aprestará a exponer su necesidad con todo tipo de  argumentos.  En  primer  lugar, no conviene que Dios perdone por pura misericordia y sin satisfacción por parte del hombre 52, pues esto supondría una contradicción (desorden consentido por Dios en su reino). Sin esa satisfacción no se repararía el orden  destruido  por  el  pecado,  ya  que: «perdonar el pecado no es más que no castigar,  y  como  el  castigo consiste en  ordenar  lo  referente  al  pecado,  por  el  cual  no se ha satisfecho, hay desorden cuando se descuida el castigo» 53.

Pero además, perdonar sin más, por pura misericordia, sería como dejar impune  el  pecado,  o  sea,  darle  el  mismo  tratamiento  al pecador que al justo, esto es, «ante Dios lo  mismo sería el  pecador que el no pecador, lo cual no es digno de El» 54. Una última objeción  a ese punto va a plantearse  de labios  del  discípulos:  si en  la  oración  dominical   Dios  nos  manda  perdonar   todas  las  ofensas

¿cómo no va a cumplir El mismo lo que  nos ordena  a  nosotros? En  realidad  -dirá  el  maestro-  la  justicia  es sólo  atributo divino:

«Dios nos lo manda para que no presumamos  hacer  lo  que  es  de sólo Dios, pues  a  nadie  le  corresponde  la  justicia  vindicativa  sino a El, que es Señor de todas las cosas; pues cuando lo  hacen  los poderes terrenos, es el mismo Dios quien lo hace, ya que han sido instituidos por El este fin» 55.

Ahora bien, los distintos atributos de Dios, como justicia libertad, benignidad, etc. deben ordenarse armoniosamente entre ellos y no comprometer en ningún  momento  el  honor  y  la  dignidad divinos, «porque no hay libertad más que para aquello que es conveniente y no puede llamarse benignidad  a  un  atributo  divino  que hiciese algo indigno  de Dios» 56.  Así,  la  justicia  de Dios  exigirá que se salvaguarde siempre su honor en  el  universo  entero.  Si Dios permitiese que se violente esa justicia sería injusto consigo mismo, «es, pues, necesario que se devuelva el honor quitado o que  se  siga  el  castigo» 57.

Hemos llegado con esto a lo que podríamos llamar  una primera aproximación de la necesidad de la Redención, pero aún quedan importantes cuestiones por dilucidar. Hasta ahora, San Anselmo basa toda su argumentación en el honor de Dios que exige  una  reparación, pero... ¿acaso el castigo o la satisfacción del pecador puede aumentar en algo la gloria de Dios? Esta objeción va a servir al Arzobispo de Canterbury para precisar, aún más, la naturaleza del pecado y el sentido de la satisfacción. La respuesta  va seguir  la línea ya iniciada por los conceptos de propiedad y honor de Dios:

«Es imposible que Dios pierda su honor, porque o el pecador devuelve espóntaneamente lo  que  debe  a  Dios  o  Este  se  lo  cobra  a la fuerza. Porque o el hombre  se  somete  por  propia  voluntad  a  Dios, no  pecando  o  pagando  lo  debido,  o  Dios  le  somete,  quiera o no, por el tormento, y así le demuestra que es su Señor, ya que considerar que así como el hombre pecando  roba lo que es de Dios,  así también Dios castigando quita lo que es del hombre» 58.

Esta respuesta puede parecer, a primera vista, una evasiva, dejando en el aire inquietantes cuestiones. Si el pecado  es quitar  a Dios el honor que le es debido, la pena, que sería quitar al hombre la posibilidad de ser feliz, ¿en qué medida puede devolver a Dios el bien que se le ha robado? Y si, por  el  contrario  -como  insinúa  el  propio San Anselmo- el hombre, con el pecado, no puede realmente disminuir la gloria de Dios, porque tal cosa queda más allá del  alcance de nuestras posibilidades, entonces ¿qué sentido tiene la fórmula  anselmiana  que  defiende  el  pecado  como  «quitar  a  Dios  lo que es suyo», sobre la cual, además, descansa  toda  su  argumentción? 59. Según  Riviere, este dilema se  basa en  una doble  confusión:

«una consiste en poner como contradictorios dos aspectos complementarios de un mismo concepto; la otra es hacer pesar sobre la deficiencia de la imagen lo que tienen lo que en común, en detrimento de la idea que significa»60. Vayamos por partes.

El honor de Dios es,  en  efecto,  una  de  las  piezas  clave  en  las que descansa el sistema de Cur Deus horno. San Anselmo  se  basa en él para presentar la  realidad  del  pecado:  «el  que  no  da  a  Dios el honor debido  (...)  le  deshonra» 61;  pero  más  adelante  hará una importante distinción que disipa en gran medida nuestras perplejidades: «Al honor de Dios en sí nadie  puede  añadir  ni  quitar nada, pues es incorruptible e inmutable; pero cuando una criatura guarda el orden que se le ha señalado, ya naturalmente, ya con la inteligencia, se dice  que  sirve  a  Dios  y  le  honra  (...)  Honra  a  Dios, no porque le añada nada nuevo, sino porque se somete es­ pontáneamente a su voluntad y disposición, y  guarda  su lugar dentro del universo, en cuanto de ella depende, así como la belleza del mismo.  Pero  cuando  no  quiere  lo  que  debe,  deshonra  a  Dios  en lo que  de  ella  depende,  porque  no  se  somete  espontáneamente  a su disposición,  y  perturba  en  lo  que  está  de  su  parte  el  orden  y la belleza del universo, aunque en modo alguno perjudique o  desluzca el poder o la dignidad de Dios» 62.

Hablar  del  honór  de  Dios  -puntualizará   Riviere-   «no   es más que un modo de hablar para indicar la sumisión  que  las crea­ turas deben al Creador (...) nuestra sumisión de creatura es el «debitum» quod debet angelus  et  horno  Deo 63;  por  tanto,  pecar  será non reddere Deo debitum es  decir,  cometer  un  verdadero  robo. Hunc honorem debitum qui Deo non  reddit  aufert  Deo quod  suum est. Pero la deuda pendiente no es más que una metáfora para significar nuestro deber de  sumisión  hacia  Dios» 64.  En  cualquier  caso,  lo  importante  es  que  San  Anselmo  distingue  claramente  -y aquí está la  clave  de  todo  este  asunto-  entre  el  honor  intrínseco  de Dios, que permanece inalterable,  sin  que  la satisfacción  lo  pueda aumentar  ni  el  pecado  lo  pueda  disminuir,  y  el  honor  externo o extrínseco, que se manifiesta por la sumisión  de  las  creaturas  y que, por tanto, sí sería susceptible de  darse  a  negarse  a Dios: «quede claro, por consiguiente, que a Dios, en  sí  mismo  considerado, nadie puede honrar ni deshonrarle,  pero  por  parte  del  pecador  sí  que parece existir honra o deshonra, al someter o independizar su voluntad de la voluntad de Dios» 65.

Con el pecado, la criatura altera  ese  orden  del  universo, pero no por eso escapa al  dominio  soberano  de  Dios.  San  Anselmo aclara esta idea con  una  magnífica  imagen.  Del  mismo  modo  que si los astros del fimamento salieran un día de su órbita no podrían escapar del firmamento  mismo,  ni  de  sus  leyes,  así,  el  pecador, que por la desobediencia se sustrae a la voluntad  de  Dios que ordena, caerá inmediatamente en la voluntad de Dios que castiga. La satisfacción o el castigo, por tanto, no son sino consecuencias necesarias dentro de ese plan de  Dios  para  establecer  el  orden  natural de las cosas... «porque si la divina sabiduría no lo hubiese establecido así para remediar la  perturbación  del  recto  orden  causada por la malicia humana, resultaría en  el  universo,  cuya  ordenación esta en manos de Dios, cierta  deformación  causada  por  la  violación de la belleza del orden, y parecería como que Dios había  fallado  en su  providencia.  Ambas  cosas  son  inconvenientes e imposibles;  por consiguiente,  es  necesario  que  a  todo  pecado  le  siga  la satisfacción o la pena» 66.

Vicente Huerta Solá, en revistas.unav.edu/

Notas:

1.         Jean Riviere (1878-1946)  es, quizá el  autor  más  importante  en el  campo  de  la soteriología. Ordenado sacerdote en 1901 será profesor de Ciencias eclesiásticas en Albi y -desde 1919- en la Universidad de Estrasburgo.  El  co­ mienzo de su producción coincidirá con la época del modernismo,  siendo Riviere uno de los teólogos católicos que, enfrentándose a los modernistas (mantendrá fuertes  polémicas  con  Turmel),  intentaron  a  la  vez  recuperar para la teología católica  los instrumentos  científicos  de  que los  modernistas  se servían. El número de trabajos suyos sobre la Redención  es  amplísimo, siendo decisivas sus aportaciones a los distintos aspectos históricos y especulativos del tema. De entre  ellos  podemos  destacar  los  siguientes:  Le  dogme de la Redemption. Essai d'Etude historique (París 1905), contiene su tesis doctoral y constituye el primer estudio católico extenso sobre la historia de la Redención. Le dogme de la Redémption. Etude théologique (París 1914), obra fundamental sobre la Redención, en la  que  hace  una  presentación  completa del dogma en sus fuentes y en los sucesivos desarrollos teológicos.  Rédemption, en DTC XIII (1937), excelente artículo en el que encontramos una exposición completa y elaborada  de su  pensamiento,  además  de  una  interesante bibliografía. Le dogme de la Rédemption dans la théologie contemporaine (Albi 1948),  obra  póstuma  que  reúne  diversos  estudios  y  recensiones  junto a una bibliografía puesta al día sobre el tema. Además de estos trabajos de caracrer general,  tiene  Riviere  otros  sobre  aspectos  más  particulares  entre los que destacaríamos: Le dogme de  la  Rédemption  chez  saint  Augustin (1933), Le dogme de la Rédemption aprés saint  Augustin (1930),  y Le dogme  de la Rédemption au début du Moyen Age (1934). Precisamente a raíz de sus estudios sobre  la  teología  medieval  entrará  en  polémica  con  L.  Hardy, quien, en su obra La doctrine de la rédemption  chez  saint  Thomas  (París 1936), afirma que Santo Tomás, valorando el aspecto moral de la  obra  de Cristo, sería original frente a San Anselmo, que enseñaría, en cambio, una doctrina de la Redención meramente jurídica y penal; mientras que para  Riviere la doctrina ansemiana de  la  Redención  no  sólo  estaría  inmune  de  todo juridicismo, sino que  facilitaria  una  mejor  valoración  del  aspecto  moral de la satisfacción de Cristo.

2.         J. RIVIERE, Contribution au «Cur Deus horno» de Saint Augustin, en «Studi Agostiniani» II (Roma 1931) p. 837.

3.         Los «infieles» a los que se  dirige  San  Anselmo  parecen  ser  principalmente los judíos, aunque no debemos descartar tampoco a los musulmanes: «Gli infedeli che Anselmo ha presenti sono in primo luogo gli ebrei e forse i musulunani, i quali rimproverano ai Cristiani  di fare  ingiuria  e offesa  a Dio con la loro dottrina dell'Incarnazione, ammettendo che  Dio  stesso,  fattosi uomo, si sia umiliato e abbia sofferto fino a morire» (cfr. Sofia VANNIROVIGHI, lntroduzione a Anselmo d'Aosta [Laterra, Bari 1987]  p. 113). Sobre esta cuestión, y en concordancia con lo dicho, puede verse  también ROQUES, Les pagani dans le «Cur Deus horno» de Saint Anselme, en  «Miscellanea Medievalia» 2 (1963) 192-206, y B. BLUMENKRANZ - J. CHATILLON. De  la  polémique  antijuive  a la  catéchese  chrétienne,  en  RTAM  23 (1956) 40-60.

4.         CDH  I,  2  749:  «Patre  igitur  ut  verbis  utar  infidelium.  Aequum  enim  est  ut cum nostrae fidei  rationem  studemus  inquirere,  ponem  eorum  obiectiones, qui nullatemus aut fidem  eandem  sine  ratione  volunt  accedere.  Quam­ vis enim illi ideo tamen est quod quaerimus. Et si quid responderis cui auc­ toritas obsistere sacra  videatur,  liceat  illam  mihi  ostendere  quatenus quomodo non obsistat aperias». (Citaremos  las  obras  de  San  Anselmo  -salvo  expresa  indicación  contraria-  por  la  edición   de  la  BAC,  indicando  en la última cifra la  página  de  esta  edición.  Procuraremos  poner,  siempre  que lo creamos conveniente, a pie de  página, el texto  latino  de la edición  crÍtica  de SCHMITT.

5.         CDH I, 1, 745.

6.         E. BRIANCESCO, Sentido y vigencia de la Cristología de San Anselmo, en «Stromata» 38 (1982) 286.

7.         Para San Anselmo este  término  incluiría  tanto  la  Sagrada  Escritura  como  los Padres o la autoridad de la Santa Sede, a los cuales se somete explícitamente en diversas ocasiones. Véase, en este sentido, la Dedicatoria al Papa Urbano II con la  que  encabeza  su  Epistola  de  Incarnatione  Verbi  (edición de la BAC, vol I, pp. 685-687).

8.         CDH I, 2, 749.

9.         CDH Prólogo, 743.

10.       Cfr. CDH Prólogo.

11.       CDH I, 10, 773: «nullum vel m1mmum inconveniens in Deo a nobis accipiatur et nulla vel  minima  ratio,  si  maior  non  repugnat,  reiiciatur.  Sicut enim in Deo quamlibet parvum inconveniens sequitur impossibilitas, ita quamlibet parvam rationem, si maiori non vincitur, comitatur necessitas».

12.       R. ROQUES, Anselme de Cantorbery. Cur Deus horno (Eds. du Cerf.  «Sources Chrétiennes»,91. Paris 1963) p. 80.

13.       CDH I, 4, 751.

14.       CDH I, 775: «Ponamus ergo Dei incarnationem et quae de illo dicimus  homine numquam fuisse; et constet inter nos hominem esse factum ad beati­ tudinem, quae in hace vita haberi non potest, nec ad illam posse pervenire quemquam nisi dimissis peccatis, nec  ullum  hominem  hanc  vitam  transire sine peccato».

15.       CDH II, 1, 826: «Rationalem naturam a Deo factam esse  iustam,  ut  illo fruendo beata esset, dibutari non debet. Ideo namque rationalis est,  ut  dis­ cernat inter iustum et Alioquin frustra facta  esset  rationalis.  Sed  Deus  non fecit eam rationalem frustra. Quare ad hoc eam factam esse  rationalem  dubium non est».

16.       J. RIVIERE, Contribution au «Cur Deus horno»..., o.e., p. 837.

17.       SAN AGUSTIN, De Trinitate, XIII, 12, 16 (PL 42, 1026).

18.       CDH I, 11, 775. «Hunc honorem debitum que Deo non reddit, aufert Deo quod suum est, et Deum exhonorat; et hoc est peccare». Aunque ya hemos dedicado abundantes pagmas al concepto anselmiano de pecado, no podemos dejar de tratar aquí el  tema como  punto  de  partida  de  la soterilogía ya que así lo hace nuestro autor, aportando nuevas  luces sobre  una cuestión teológica tan importante, de cuya comprensión depende en gran  medida una acertada interpretación de la soterilogía.

19.       Ibídem,  pp.  774-776:  «Ne c  sufficit  solummodo  reddere  quod  ablatum  est, sed pro contumelia illata plus debet  reddere  quam  abstulit  (...) Sic  ergo  de­ bet omnis qui peccat, honorem Deo quem rapuit solvere, et  haec  est  satis­ factio quam omnis pecator debe facere».

20.       Cfr. B. KOROSAK, Le principali teorie soteriologiche dell'incipiente  e  della grande Scolastica, en Antonianum » 37 (1962) 327-336.

21.       J. RIVIERE, La Rédemption. Essai d'étude historique (París 1905) p. 295.

22.       El concepto de rectitud es  findamental  para  entender  las  ideas  de  justicia  y de libertad en el pensamiento anselmiano. El origen de este concepto, tan fundamental en la elaboración teológica anselmiana (cfr. R. POUCHET, La rectitudo chez Saint anselme. París 1964) lo encontramos tanto en la Sagrada Escritura como en la Tradición . El mismo autor nos da una pista sobre la fundamentación escriturística cuando, en su empeño por  buscar  una  defini­ ción de justicia, afirma: «Es lo  que  se  expresa  cuando  se  dice  a  veces  que los  justos  son   rectos  de  corazón,  es  decir,   rectos  de  voluntad;  y  también a veces rectos, sin añadir la  palabra  corazón,  porque  nadie  es  recto  sino  aquél que tiene la voluntad recta, como vemos en este  texto:  gloriaos  vosotros, los que sois  rectos  de  corazón  (Ps  31,  11)»  (DV  12,  532).  En  cuanto  a la fundamentación en el pensamiento de los Padres,  habría  que  acudir  aquí, una vez más, antes que nada a  San  Agustín.  Para  el  obispo  de  Hipona  al acto tomando como referencia la Sabiduría soberana: Dios,  autor  del  ordo rectus (Cfr. R. POUCHET, o.e., p. 36.

23.       CDH I, 11, 775.

24.       Ibídem.

25.       L. HARDY, La doctrine de la Rédemption chez  Saint  Thomas  (DDB ,  París 1936) p. 18.

26.       P. SEJOURNE, Les trois aspects du péché dans «Cur Deus horno», RevSR 24 (1950) 26.

27.       Cfr. CDH, libro II.

28.       Ibídem , p. 20.

29.       Volveremos más adelante (cfr. II, 1.3) sobre la peculiar problemática  que implica el término necesidad aplicado a Dios. Baste aquí decir que dicha ne­ cesidad no estaría en contradicción con la libertad divina. San Anselmo es consciente de esta dificultad a la  hora  de expresarse  y  advierte  que,  hablan­ do  de  Dios, siempre  empleará  la  palabra  necesidad  en  un  sentido impropio: «Dios nunca obra por necesidad, porque no hay nada que le  obligue  o  le  impida hacer algo. Cuando decimos que Dios obra como movido por  la necesidad de evitar algo inconveniente,  hay  que  entender  esto  en  el sentido de que obra por la necesidad de guardar el orden,  necesidad  que  no es  otra cosa más que la  inmutabilidad de su  santidad,  que  le  viene  de sí  mismo  y  no de  otro,  por  lo  que  es  llamada  impropiamente  necesidad  (CDH  II,  5, 833).

30.       P. SEJOURNE, o.e., p. 22.

31.       CDH II, 19, 885.

32.       El concepto es básico para entender las instituciones de la época  feudal.  El señor (dominus) es el poseedor legítimo y exclusivo de todos sus bienes y también ejerce su potestad sobre las personas ligadas a su servicio y a la administración de esos bienes. De algún modo se puede decir  que  nada  ni nadie escapa a esa tutela.

33.       J. RMERE, le dogme de la Rédemption chez Anselme en RevSR 12 (1932) 166.

34.       G. ÜGGIONI, El misterio de la Redención (Herder, Barcelona 1961) p. 55.

35.       Ibidem.

36.       Cfr. A. D'ALES, Muscipula, en RSR 21 (1931) 589-590.

37.       La cuestión de los derechos del  demonio  viene  tratada  principalmente  en CDH I, 7.

38.       CDH 1, 7, 757. «Cum autem diabolus aut horno  non sit  nisi  Dei et  neuter extra postestatem Dei consistat...».

39.       Ibidem.

40.       Jbidem, «Diaboli vero meritum nullum erat ut puniret; immo tanto hoc  fa­ ciebat iniustius, quanto non ad hoc amore iustitiae trahebatur, sed instinctu malitiae impellebatur. Nam non hoc faciebat Deo  iubente,  se  incomprehen­ sibili sapientia sua, qua etiam mala bene ordinat, permittente».

41.       SAN AGUSTÍN, De Trinitate, XIII, 12, 16 (PL 42, 1026). «Modus autem iste quo traditus est horno in diabili postestatem, non ita  debet  intelligi  tanquam hoc Deus fecerit, aut fieri iusserit: sed  quod tantum  permiserit,  iuste tamen.  Illo enim deserente peccantem, peccati auctor illico invasit. Nec ita sane Deus deseruit creaturam suam, ut non se illi exhiberet Deum creantem et vivificantem, et ínter poenalia mala etiam bona malis multa praestantem».

42.       CDH I, 7, 759.

43.       Cfr.  Col  2, 14.

44.       CDH I, 7, 759: «Quippe chirographum illud non est diaboli, quia dicitur chirographum decreti. Decretum enim illud non erat diaboli, sed Dei. lusto namque Dei iudicio decretum erat et quasi chirographo confirmatum, ut horno qui sponte peccaverat,  nec peccatum  nec poenam  peccati  vitare per se posset».

45.       BASILIO DE SAN PABLO, Clave sacrificial de la Redención (Studium, Madrid 1975) p. 148.

46.       R. ROQUES, o.e., p.183.

47.       En la nota 32 de este mismo capítulo  ya  hemos  hablado  de  la  importancia del concepto de dominio en la sociedad feudal, W. KASPER llega a decir:

«La teoría de la satisfacción de Anselmo sólo puede entenderse en el  tr as­ fondo del orden feudal  germánico  y  de  la  temprana  edad  media.  Se  basa  ese orden en la mutua fidelidad  entre  el  señor  y  vasallo.  El  vasallo  recibe del Señor recibe  del  vasallo  la  promesa  de  adhesión  y  servicio.  Por  tanto, el reconocimiento del honor del señor sirve de base al orden, la  paz,  la  libertad y el derecho» (Jesús, el Cristo [Sígueme, Salamanca 1978] p. 272.

48.       San Anselmo empleará indistintamente, como sinónimos,  las  palabras  solvere, reddere y restit uere.

49.       CDH I, 11, 777: «Hoc quoque attendendum quia, cum aliquis quod iniuste abstulit, solvit, hoc debet dare,  quod  ab  illo  non  posset  exigi,  si  alienum  non rapuisset. Sic ergo debet omnis qui peccat, honorem Deo quem rapuit solvere; et haec est satisfactio, quam omnis peccator Deo debet facere».

50.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption. Etude théologique (Gabalda, Paris 1914) p. 99.

51.       DS 1529.

52.       Este punto viene tratado  en  CDH  I,  12.

53.       CDH I, 12, 777.

54.       Ibídem: «si peccatum  sic  impunitum  dimittitur:  quia  similiter  erit  apud Deum peccanti et non peccanti, quod Deo non convenit».

55.       Ibídem, 779: «Deus  hoc  nobis  praecipit,  ut  non  praesumamus  quod  solius Dei est. Ad nullum enim pertinet vindictam  facere  nisi  ad  illum  qui  Dominus  est  omnium.  Nam  cun  terrenae  potestates   hoc  recte  faciut,  ipse  facit, a quo ad hoc ipsum sunt ordinatae».

56.       Ibídem.

57.       «Necesse est ergo,  ut  aut  ablatus  honor  solvatur  aut  poena sequatur»  (CDH I, 13, 781).

58.       CDH I, 14, 783.

59.       Este dilema viene a  ser  el  que  plantea  el teólogo  modernista  J. Turmel  en su obra Historia des dogmes, publicada en el pseudónimo de H. Gallerand. Riviere rebatirá ampliamente tales objeciones en  Le dogme  de la Rédemption au début du Mayen Age.

60.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption chez Anselme, o.e., p. 179.

61.       CDH I, 11, 775.

62.       CDH I, 15, 783: «Dei honori nequit aliquid,  quantum  ad  illum  pertinet, addi ve! minui. Idem namque ipse sibi est honor incorruptibilis et  nullo modo mutabilis. Verum quando unaquaeque creatura suum et quasi sibi praeceptum ordinem sive naturaliter sive rationabiliter servat, Deo oboedire et euro honorare dicitur, et hoc maxime rationalis natura, qui datum est intelligere quid debeat. Quae curo vult quod  debet,  Deum  honorat,  non quia illi aliquid confert, sed quia sponte se eius universitatis  pulchritudi­ nem, quantum in ipsa est, servat. Cum vero non vult quod debet, Deum, quantum ad illam pertinet, ihonorat, quoniam non se sponte subdit illius dispositioni, et universitatis ordinem et pulchritudinem, quantum in se est perturbat, licet potestatem aut dignitatem Dei nullatenus laedat aut decoloret» (el subrayado es nuestro).

63.       Todas las citas que se hacen de San Anselmo en  este  párrafo  pertenecen  a CDH I, 11.

64.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption chez Anselme, o.e., p. 180.

65.       CDH I, 15, 785.

66.       Ibídem: «Quas si divina sapientia,  ubi  perversitas  rectum  ordinem  perturbare nititur, non addere , fieret in ipsa universitate quam Deus debe ordinare, quaedam ex violata ordinis pulchritudine deformitas, et Deus in sua dispositione videretur deficere. Quae  duo  quoniam  sicut  sunt  inconvenientia,  ita  sunt impossibilia, necesse est ut omne peccatumn satisfactio aut poena sequatur».

Iñaki Celaya

El 11 de marzo de 1914 nació Álvaro del Portillo. Y el 11 de marzo de 1954, el redactor de este artículo —don Iñaki Celaya—, le conoció en Roma. Don Iñaki fue rector del Colegio Romano y más tarde director espiritual del Opus Dei.

Introducción

Conocí personalmente al beato Álvaro del Portillo el día 11 de marzo de 1954, fecha en la que cumplía 40 años: yo había llegado a Roma la víspera por la noche, para comenzar mi estancia y estudios en el Colegio Romano de la Santa Cruz. Cuando saludé a don Álvaro y le felicité —serían las 9 de la mañana—, se encontraba junto a san Josemaría en medio de abundantes andamios, pues todos los edificios de alrededor estaban en obras.

Desde esa fecha y hasta 1974 puede verle y hablar con él con frecuencia, puesto que el Colegio Romano —del que fui alumno hasta el 57, luego miembro del consejo local; y a partir de 1963, rector— tenía su sede en los mismos edificios de Villa Tevere (sede del Consejo General); y era habitual que Mons. Escrivá de Balaguer viniera a estar con los alumnos del Colegio Romano, prácticamente siempre acompañado de don Álvaro.

A partir del 57 mi trato fue además frecuente con ocasión del trabajo de dirección del Colegio Romano, que san Josemaría seguía muy de cerca, junto con don Álvaro.

En septiembre de 1974, el Colegio Romano, del que fui rector hasta 1977, se trasladó a su sede definitiva, emplazada en Cavabianca, un conjunto de edificios situados en las afueras de Roma. La frecuencia con que nos veíamos quizá disminuyó algo con la distancia, pero aumentó en intensidad, por razón del cargo y las necesidades de formación del Colegio Romano; y en particular, a partir de septiembre del 75 hasta junio del 77 (desde que don Álvaro fue elegido presidente general del Opus Dei hasta que yo dejé el Colegio Romano), tuve muchas ocasiones de trato directo con don Álvaro, de recibir sus indicaciones y su ayuda.

Desde junio de 1977 hasta el fallecimiento de don Álvaro en marzo de 1994, viví en el centro del Consejo General, junto al prelado y a las personas que constituían este consejo: fui en este tiempo director espiritual central. En este periodo tuve la gracia de estar aún más cerca de don Álvaro: por una parte, en lo referente a la tarea que por mi cargo me correspondía; y por otra, en cuanto que la vida en familia propia del centro la hacíamos con él: concretamente, la meditación de la mañana cada día; los ratos de tertulia después de la comida y de la cena; los actos de piedad habituales (Exposición con el Santísimo y Salve los sábados y otros días de fiesta, los días de retiro; etc.). Además he asistido a muchos medios de formación impartidos por él: frecuentes meditaciones, el círculo breve que daba casi todas las semanas, homilías en diversas ocasiones, tertulias y medios de formación con todo tipo de personas; etc. Finalmente, añado que he tenido ocasión de acompañarle en bastantes almuerzos a los que había invitado a algunas autoridades eclesiásticas.

La primera impresión que tuve desde que lo conocí, fue la de encontrarme ante una persona llena de sencillez y naturalidad, muy serena, muy acogedora. Esta impresión se fue afianzando día a día: a la vez que descubría cualidades humanas e intelectuales excepcionales, me pareció que su misión consistía en ayudar y estar junto a san Josemaría, pasando inadvertido, lleno de delicadeza con él (en sus conversaciones, en las sugerencias que le hacía), atento a las mínimas indicaciones que recibía.

Desde que fue elegido presidente general (15.IX.75), las cualidades que me impresionaron al principio, fueron agigantándose día a día: dotes de inteligencia y de gobierno, sentido sobrenatural, serenidad, paz, cordialidad y cariño grande a las personas.

Es difícil distinguir en mi vida la influencia que tuvo el beato Álvaro del Portillo de la que tuvo el fundador de la Obra mientras este vivía: pienso que casi sin darme cuenta, lo que aprendí de don Álvaro es a tratar de ser hijo fiel de san Josemaría, a través del ejemplo que nos daba y que entraba por los ojos.

A partir de su elección como Padre, pienso que ese ejemplo —el de ser hijo fiel de nuestro fundador— ha sido constante en su vida, por la referencia continua al espíritu de san Josemaría en el gobierno. En este contexto, me ha dejado una impresión y huella profundas el sentido de la filiación divina, que le llevaba a una gran visión sobrenatural en todo, a una paz inalterable —que la comunicaba, la irradiaba a todos—, su espíritu de trabajo incansable y una constancia y tenacidad para cumplir la Voluntad de Dios muy fuertes, hasta el último momento de su vida.

No conservo apenas correspondencia con él —por vivir en la misma casa no había lugar para ello—, excepto breves cartas de felicitación o recuerdo que recibí en alguna celebración mía, si él estaba fuera de Roma. También en ocasiones semejantes yo le solía escribir. Por supuesto, conservo muchos apuntes personales sobre conversaciones mantenidas con don Álvaro, y notas tomadas de su predicación. A partir de 1975 tuve conciencia especial de que todo esto era un gran tesoro, y que lo debía conservar, cosa que he procurado hacer.

Aunque mi memoria es cada vez más frágil y mis dotes literarias bastante limitadas, por la calidad de mis recuerdos y la suerte que he tenido de ser testigo en primera persona de la actividad del beato Álvaro, me han invitado a menudo a contar detalles de su vida, tanto en pequeños encuentros familiares como en contextos serios, por ejemplo cuando declaré en su proceso de beatificación. Como ya no estoy para muchos trotes, me he animado —hasta a los de Bilbao, cuando vamos llegando a nonagenarios nos fallan a veces las fuerzas— a escribir estos recuerdos de mis años de trabajo junto al beato Álvaro con los que pongo un poco de orden en mi memoria y deseo animar a todos los que no le trataron personalmente a profundizar en su ejemplo y acudir a su intercesión.

La intención especial

La erección del Opus Dei como Prelatura personal fue uno de los primeros deseos de don Álvaro al ser elegido para suceder al fundador al frente del Opus Dei: llevar a cabo la intención especial, que nuestro fundador había dejado preparada. El proceso final se llevó a cabo desde finales de 1978 hasta noviembre de 1982: en ese tiempo —como es sabido— se dieron todos los pasos necesarios, desde la solicitud previa para que se estudiara el tema, hasta la promulgación de la Bula Ut sit del 28.XI.82, que fue ejecutada canónicamente de modo solemne por el Nuncio Apostólico en Italia, el día 19 de marzo de 1983, durante la santa Misa celebrada por el prelado, en la basílica de san Eugenio.

Todo este proceso fue impulsado por don Álvaro del Portillo con una fe, sentido sobrenatural y constancia extraordinarias, venciendo los múltiples obstáculos que se presentaron, de diversa índole; y en todo momento, con un rigor canónico y una íntima unidad con el Santo Padre y la Sede Apostólica. Seguí muy de cerca, en este tiempo, la actividad de don Álvaro, y pude observar de cerca algunas virtudes que especialmente se hicieron patentes. En primer lugar, animó a redoblar la oración y mortificación de todos sus hijos y de muchísimas otras personas (cooperadores del Opus Dei, familias, amigos, congregaciones religiosas, etc.), para lograr del Señor las gracias necesarias: casi todos los días, al terminar la meditación de la mañana, a las 8,30, cuando nos disponíamos a celebrar o asistir a la santa Misa, nos decía delante del Sagrario: "rezad especialmente por esta gestión que se hace hoy", "por esta visita que hemos de realizar", etc.

Su fe y confianza en la oración se manifiestan, por ejemplo, en el siguiente hecho: a principios de 1980, mientras estaba yo con don Álvaro en mi despacho, entró un sacerdote —don Miguel— que le contó que iba con un amigo suyo a visitar y atender a algunos sacerdotes ancianos que estaban en una residencia sacerdotal en Monte Mario. Muchos de estos sacerdotes tenían gran devoción a san Josemaría, y le pedían innumerables favores. En el caso al que me refiero —contaba don Miguel— se encontraron con un sacerdote que, con la estampa para la devoción privada en la mano, les argüía —como echándoles en cara— que non mi concede la grazia che le chiedo, no le concedía la gracia que pedía. Era un sacerdote de 87 años que pedía la intercesión de Mons. Escrivá de Balaguer para volver a ser profesor del Seminario...

A don Álvaro le hizo gracia, pero enseguida dijo a don Miguel: "la próxima vez que le veas dile, de mi parte, que nuestro Padre le está concediendo un favor mucho más grande, y es que le está haciendo perseverante en la oración". Y prosiguió: "y eso nos pasa a nosotros con la intención especial: mientras la pedimos con fe, nos está concediendo un favor aún mayor, y es que nos está haciendo perseverantes en la oración, más unidos al Padre y entre nosotros, más vibrantes apostólicamente". Y terminaba diciendo: "el Señor puede querer seguir concediéndonos este favor durante muchos años".

Pocos días después, nos dijo: "acabo de decirle al Señor que si quiere que continuemos otros 20 años pidiendo, hasta que nos lo conceda: fiat voluntas tua (hágase tu voluntad)". Nos dejó, lógicamente, muy impresionados con su fe, con su sentido sobrenatural. Poco tiempo después, hizo llegar a todos los miembros de la Obra esa jaculatoria, para que la rezaran constantemente: fiat voluntas tua.

Este sentido sobrenatural, de fe y de abandono en Dios, y de seguridad en la fuerza de la oración, se manifestaba en las palabras de don Álvaro —en junio de 1980— con las que respondió a una pregunta sobre la marcha de la intención especial: "Va muy bien, hijo mío, porque el Señor es el mejor de los padres y un padre bueno escucha siempre las peticiones de sus hijos. Desde el primer momento ha recogido nuestros ruegos; pero lo que mucho vale, mucho cuesta. Si Dios, a veces, quiere dilatar la realización concreta de lo que ya nos ha concedido, lo hace para probar y robustecer nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para acrisolar nuestra humildad, para fortalecer nuestro espíritu. En la oración se ejercitan las tres virtudes teologales: la fe, porque pedimos convencidos de que el Señor nos escucha; la esperanza, porque sabemos que nuestro Padre Dios nos otorgará lo que le suplicamos; y la caridad, porque pedir es una manifestación de amor y de confianza filial. La oración pone en marcha y potencia la vida interior: cuanta más oración hagamos, más nos acercamos a Dios, y esto es una cosa muy buena... La intención especial va muy bien; estamos rezando mucho. Si el Señor dilata su concesión, estupendo, pues nos acercamos más a Él, y todos a una. Mientras tanto, que siga subiendo al Cielo esa plegaría unánime".

Junto a esta oración y mortificación, llenas de fe y de perseverancia, don Álvaro trabajó e hizo trabajar sin cansancio: tanto en la preparación de los distintos estudios y documentos, como en la organización de las diversas reuniones que se celebraron en la Santa Sede; y haciendo visitas (algunas con viajes largos), para explicar a cardenales y obispos la naturaleza de la Obra, la solución que se buscaba, etc.

Trabajo y piedad

Le he acompañado a menudo en ceremonias litúrgicas, como los oficios del Triduo Pascual que él presidía; a muchas concelebraciones con ocasión de solemnidades, aniversarios, etc.; a exposiciones y bendiciones con el Santísimo Sacramento, etc. Siempre me impresionó —y lo he oído comentar a muchos— su profunda piedad y recogimiento, su plena obediencia a las rúbricas litúrgicas, tal como el maestro de ceremonias se lo sugería. Puedo dar un ejemplo particular de esto en lo referente al canto litúrgico, que habitualmente organizaba yo en esas ceremonias. Don Álvaro no tenía buen oído, le costaba retener las melodías y fácilmente se podía equivocar, y de hecho se equivocaba. Pues a pesar de eso, cada vez que yo le sugería que convendría que cantara (las oraciones, el prefacio, la bendición de la Misa, etc.), él me llamaba para ensayar la víspera de la ceremonia: solíamos estar un buen rato, con las partituras, estudiándolas y cantando juntos; luego me pedía que le dejara la grabación, para que pudiera repasarla por la noche, por ejemplo, antes de acostarse. Y cuando llegaba la ceremonia intentaba cantar todo, sin la menor preocupación de quedar mal o hacerlo peor: más de una vez, se equivocó de tono o de melodía, y luego me pidió perdón —como si fuera culpa suya— por no haberlo hecho bien. Conservo, como reliquia, la última partitura que le entregué para estos ensayos.

Realizaba horas de trabajo diarias, intensísimas, en presencia de Dios, rezando por todo lo que tenía que estudiar: se ponía industrias humanas que le ayudaran a recordar que debía santificar el trabajo: el crucifijo, una estampa de la Virgen... Durante más de un año mariano —celebramos tres seguidos a partir del 1 de enero de 1978—, comprobé que todos los papeles que firmaba venían con la fecha y el año subrayado en rojo. Le pregunté por ese subrayado y me contestó con sencillez que era un detalle que se había puesto por el año de la Virgen; y fueron miles de expedientes los que estudió.

Le he visto a diario, durante años, llegar a la meditación de la mañana, que hacía con el Consejo General, con media hora de anticipación; celebrar la santa Misa con una intensidad grande. He seguido también —entre otras cosas, porque yo trabajaba en una habitación muy cercana a la suya— cómo vivía otras prácticas de piedad con puntualidad y seriedad: la meditación de la tarde, el rezo del breviario acompañado por don Javier Echevarría y don Joaquín Alonso —los dos sacerdotes Custodes del Padre del 75 al 94, encargados de acompañarle y atenderle material y espiritualmente—, los ratos de lectura espiritual, el rezo del rosario, etc. Por años, le he visto rezar a diario con todo el Consejo General las preces de la Obra, asistir a todos los actos de piedad previstos sin dejar ninguno (por ejemplo, los días en que había exposición con el Santísimo: todos los sábados y muchos días de fiesta). Vivía una generosidad sobreabundante en la piedad con el Señor y con la Virgen. Por ejemplo, cuando rezábamos el rosario todos juntos, se ponía de pie, aunque estuviera cansado —algo frecuente en sus últimos años—, para que no le entrara el sueño.

En enero de 1994 (dos meses antes que falleciera), la Universidad de Navarra concedió unos doctorados honoris causa. Mons. del Portillo, como Gran Canciller hizo el viaje y asistió a las ceremonias, largas y extenuantes para él, que se hallaba muy limitado de fuerzas físicas. Después de su fallecimiento, tuvimos ocasión de ver un vídeo de las ceremonias: en los primeros planos se apreciaba que estaba extenuado, casi sin poder levantar los brazos, y en todo momento con una sonrisa cautivante. De tal modo nos impresionó la vista del vídeo, que don Javier Echevarría, que le había sucedido como prelado, hablando en voz alta de parte de todos, dijo: "pido perdón porque veo que a don Álvaro le exigíamos más de lo que podía físicamente, y no nos dábamos cuenta".

Su generosidad en la tarea de formar y dirigir a sus hijos crecía, y siempre de acuerdo con las indicaciones que le daban sus Custodes, hasta el final de su vida no se eximió de impartir personalmente todos los medios de formación que pudo: círculos breves todas las semanas, meditaciones, tertulias y reuniones de formación, etc. Y en todo momento, sin dar ni la menor impresión de su cansancio, de su edad. De hecho, en el Congreso General de septiembre de 1992 —en el que ya tenía 78 años—, hizo una alusión sencilla a que sería su último Congreso, y añadió con la misma sencillez, delante de todos, que hasta el último momento, "non recuso laborem" (no rechazo el trabajo), como efectivamente comprobamos todos. Sostuvo una humildad profunda delante de Dios, sintiéndose instrumento y buscando siempre su gracia; y delante de los hombres: humildad de escuchar y agradecer; por ejemplo, siempre agradecía la predicación de sus hijos, a la que acudía cuando correspondía; humildad de aprender, de rectificar.

Fortaleza, alegría y buen humor

Querría destacar también su fortaleza para acometer y perseverar; y su fortaleza física y moral ante el dolor y la enfermedad. En su historia médica hay una sucesión de enfermedades, intervenciones quirúrgicas, etc. —algunas las conocí de cerca: con cierta frecuencia, fuertes cólicos hepáticos; una pulmonía doble en abril de 1989; una estenosis renal, de la que fue intervenido a principios de los 90; operación de cataratas en 1993; implantación de un marcapasos en esas mismas fechas...—, las soportó con una sonrisa, sin darles apenas importancia. Puedo decir que, siendo hombre de constitución fuerte y deportista, las penalidades de la vida, por ejemplo, los duros años de la guerra española y la posguerra, las dificultades económicas y condiciones de vida en Roma, durante años, y las enfermedades, lo fueron desgastando hasta exprimirlo como un limón, en expresión de san Josemaría, como demuestra el episodio que he relatado antes, en Navarra. Jamás advertí la menor queja, llevaba todo con una reciedumbre llena de naturalidad —por ejemplo, cuando le preguntaban, contaba lo que había visto en el monitor durante alguna intervención médica, como si se tratara de otra persona—, siempre con una sonrisa y alegría. Los últimos años de su vida, especialmente los años 92 a 94, fueron para él muy duros desde este punto de vista: se advertía un cansancio que le hacía difícil incluso caminar; en una ocasión —en el inicio de 1992—, le vi interrumpir una reunión porque no se tenía en pie: y en todo este tiempo, siguió haciendo vida normal con todos, hizo varios viajes apostólicos a diversos países y siguió con el ritmo de trabajo previsto. Puedo asegurar que no he conocido a ninguna otra persona que haya vivido la fortaleza y reciedumbre en estos aspectos como Mons. del Portillo.

Respecto a su salud, además de las incidencias médicas que acabo de mencionar, le vi en muchos momentos de sucesos adversos o difíciles: por ejemplo, en los años 78-82 en que se estaba estudiando la transformación de la Obra en Prelatura, por las calumnias, enredos y obstáculos que algunos quisieron poner. Lo mismo, y esto fue un sufrimiento grande para don Álvaro, ocurrió el año 1991, previo a la beatificación de nuestro Fundador, en el que se difundieron calumnias y difamaciones contra san Josemaría. En todas estas situaciones, lo mismo que en otras más habituales y ordinarias, su serenidad y su alegría no se perturbaban mínimamente: eran momentos de rezar más, de estar más unidos, de entregarse más, de hacer más apostolado. Y así lo inculcaba en los que estábamos a su alrededor, y en todos los fíeles de la prelatura, que dan testimonio de este talante sobrenatural y humano de Mons. Álvaro del Portillo: "No tenemos derecho a estar tristes, sería una ofensa a nuestro Padre Dios", repetía prácticamente todas las semanas, cuando nos dirigía el círculo breve.

Su alegría y su paz eran las propias de quien repetía —y lo hacía vida— todos los días un acto de abandono en Dios, que había aprendido de Mons. Escrivá de Balaguer y que le escuché muchas veces: "Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno".

Muchas veces, de modo especial en los últimos años de su vida, le oí decir —en una tertulia cualquiera, con ocasión de la noticia de un fallecimiento, etc.—, que él decía al Señor todas las noches que aceptaba morir: "cuando quieras, donde quieras y como quieras". En varias ocasiones solía añadir que, después de decir esa oración "me entra un poco de miedo", y que se le pasaba añadiendo "con tal de que sea en tus manos". También nos dijo muchas veces que deseaba que le administrasen los últimos sacramentos, cuando fuera el momento, aunque no tuviese la posibilidad de pedirlos.

Pienso que la mortificación más constante —y dura, especialmente en los últimos años— era el cumplimiento del horario, del trabajo, del despacho de los asuntos del gobierno, atención de visitas —de familias, de eclesiásticos a almorzar, etc.-— porque se le veía (lo notábamos quienes estábamos más cerca) físicamente consumido y agotado: llegaba a los ratos de tertulia muy cansado, casi arrastrándose, aunque siempre sonriente, lleno de paz y buen humor. Casi nunca le vimos eximirse de la más pequeña de las obligaciones: por ejemplo, nunca dejó de levantarse a la hora fijada para acudir a la meditación con todos. Recuerdo solamente una excepción: en los días posteriores a la beatificación de nuestro fundador, los Custodes le obligaron a quedarse en la cama, porque estaba verdaderamente agotado.

El 22 de mayo de 1992, tras la Beatificación de nuestro fundador, sus sagrados restos se trasladaron al altar de la iglesia prelaticia. Desde ese momento, el sepulcro de la cripta quedaba vacío, pero seguía la losa que lo había cubierto, con la inscripción que recordaba a nuestro fundador. Don Álvaro pensó —de acuerdo con el Consejo General— que en ese mismo lugar podrían reposar sus restos cuando llegase el momento, pero que esa losa era una reliquia, que habían besado muchas personas, y que convendría dejarla sin tocar y preparar algún texto que explicara esa situación. A finales del año 92 preparamos un posible texto, para aprobación de don Álvaro: se recordaba que en aquella cripta había estado enterrado nuestro fundador en tales fechas; que había sido meta de peregrinación de multitud de personas; y que se había dejado allí como recuerdo. Don Álvaro aprobó el texto de la inscripción con las correcciones oportunas, y al entregárnoslo aprobado, nos dijo —con su humor y su sencillez características, utilizando un modo castizo—: "y cuando yo me muera, podéis añadir: y ahora yace aquí el menda". Y así se hizo, pero no con la fórmula castiza, sino con la que se había aprobado.

Fe con obras

El beato Álvaro del Portillo sentía muy viva su responsabilidad de pastor que ha de velar por la integridad de la fe en sus hijos, y en todas las almas. En su predicación, en sus conversaciones personales, y en las medidas que tomó para preservar la fe en los miembros del Opus Dei, se advertía esta responsabilidad suya mientras estuvo al frente de la Obra. Dio a conocer inmediatamente las encíclicas que escribió el Romano Pontífice, en particular la Redemptor hominis (1979), Dives in misericordia (1980), Laborem exercens (1981), Dominum et vivificantem (1986), Redemptoris Mater (1987), Sollicitudo reii socialis (1987) Centessimus annus (1991) y Veritatis splendor (1993): hizo que fueran estudiadas y explicadas en todos los centros de la prelatura; y que los fíeles de la Obra organizaran simposios, conferencias y publicaciones para difundir la doctrina.

Lo mismo puedo afirmar respecto a otros documentos, como el de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la teología de la liberación. En particular, tuvo enorme preocupación para que la fe en la Sagrada Eucaristía se mantuviera viva y operativa. En los años 80, le contaron una anécdota referida a una persona, supernumeraria del Opus Dei: esta mujer había visto en su parroquia que algún sacerdote trataba con poca dignidad el Santísimo Sacramento: permitía que los fieles comulgaran directamente y dejaba el cáliz sobre una mesita para que los fieles lo tomaran. La persona en cuestión lo advirtió con delicadeza al sacerdote, que en primer momento no hizo caso; luego le hizo ver que el mantel de la mesita estaba salpicado de gotas del Sanguis y se ofreció a limpiarlo y cambiárselo. Accedió el sacerdote. La señora tuvo la idea de desagraviar por los hechos, poniendo el mantel en un marco en la mejor habitación de su casa, con la inscripción del Adoro Te Devote: cuius una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere (de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero). Don Álvaro quedó varios días conmovido por la fe y devoción a la Eucaristía de esa persona: y en varias visitas de obispos que recibió se lo contó, diciéndoles en algún caso —lo oí expresamente—: "Señor obispo, si nosotros no tratamos bien a la Sagrada Eucaristía, no tenemos derecho a que el Señor nos trate bien". Añado que don Álvaro se alegró sobremanera sabiendo que el sacerdote en cuestión había cambiado de actitud ante el Santísimo Sacramento.

Su fe en la presencia del Señor en la Eucaristía era tan viva, connatural con su persona, que se traslucía y se manifestaba al exterior de modo espontáneo, con fuerza y claridad convincentes y contagiosas. Muchas veces le oí dirigirse al Señor en el sagrario con las palabras concretas: "Creo, Señor, que estás aquí con tu Cuerpo, tu Sangre, tu alma y tu Divinidad".

Un detalle en el que me fijé: hacía siempre las genuflexiones en el centro, mirando al sagrario, y pausadamente. Se veía que hacía un acto de adoración. En una temporada del año 1980, don Álvaro me veía llegar al oratorio por la mañana, con una cierta prisa: y me indicó con delicadeza, pero con claridad, que no podía hacer las genuflexiones en diagonal y como deprisa, para ir al lugar donde me dirigiera. Me impresionó; y constaté cómo las hacía él, incluso cuando ya estaba llegando a los 80 años y visiblemente se notaba la dificultad física con que se arrodillaba. Igualmente, en ese curso 1980-81, don Álvaro asistió a una Misa que yo celebré (quizá era una Misa en sufragio de los fieles difuntos, a la que él solamente asistía). Con cariño también, me indicó que debía pronunciar las palabras de la consagración más pausadamente, dándome cuenta de lo que decía y manifestando más claramente que es el momento de la transustanciación.

Su amor a la Sagrada Eucaristía estaba incorporado a su vida, como lo demuestra también esta anécdota: en los años 80 llegó a Roma un sacerdote búlgaro, que había conocido el Opus Dei y leído los escritos de san Josemaría, con el deseo de rezar ante sus sagrados restos. Era un sacerdote que había sufrido dura persecución, y se hallaba particularmente emocionado en Roma. Pidió conocer a Mons. del Portillo, que lo recibió con mucho gusto; el sacerdote quiso tener un detalle con él, regalándole unos pequeños frascos de esencia de rosa, artesanales, que eran típicos de su tierra. Don Álvaro le agradeció el detalle y llamó al director para que los pasasen a la Administración que cuidaba de los oratorios, indicando que todos los sábados, cuando se renovaba el Santísimo Sacramento, sacaran la esencia, para que se echara una gota en los corporales nuevos que se ponían. Detalles de este género, indican cómo tenía su corazón pegado al sagrario.

También me consta su devoción a los Santos Ángeles, en particular, a los Santos Ángeles Custodios: al inicio y al final de los ratos de oración diaria, hacía una invocación a su Ángel de la Guarda; en las bendiciones de viaje que impartía a los que nos íbamos de Roma en alguna ocasión, terminaba con la invocación a los Ángeles Custodios: et Angeli eius committentur tecum (y que sus ángeles te acompañen). Muchas veces, al saludarle, me daba un abrazo o me hacía la Cruz en la frente, y solía decirme que me encomendaba a mi Ángel Custodio. En alguna ocasión, saludándome o dándome la bendición, me puso las manos sobre la cabeza, diciéndome que —además de encomendar a mi Ángel Custodio— me encomendaba al Ángel Custodio de mi madre (q.e.p.d.), "porque, explicaba, me viene a la memoria la operación que acaban de hacer a tu madre en la cabeza". Tenía también por costumbre encomendar a sus Ángeles Custodios a las personas que recibía o veía: me lo dijo en más de una ocasión, y yo lo advertía cada vez que me cruzaba con él o lo saludaba.

Leyó y meditó muchas biografías de santos, y muchos de sus escritos espirituales: puedo afirmar, por ejemplo, que conocía muy bien a santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales, santa Catalina de Siena, san Juan de Ávila, etc., y naturalmente a santo Tomás de Aquino. Como detalles significativos, recuerdo también que hacía invocar a su santo, el beato Álvaro de Córdoba, en las letanías; y que quiso celebrar su primera Misa el 29 de junio, por su devoción a san Ireneo, por ser "nombre de paz".

Personalmente, puedo decir que me quedó especialmente grabada la predicación del día 8 de septiembre de 1985, en que nos habló del nunc coepi (ahora comienzo), de la necesidad de comenzar y recomenzar en la lucha ascética, con renovado espíritu deportivo y apoyados en la gracia de Dios: haec mutatio dexterae Excelsi (el cambio que es obra de la diestra de Dios), añadía. Todas estas ideas, que las había aprendido de nuestro fundador y las repetiría muchas veces, las vi hechas vida día a día: cada jornada, desde el inicio de la mañana, con una renovada ilusión de entregarse a Dios para cumplir su voluntad en lo pequeño y ordinario, con afán de servicio, con amor cada vez más joven, siendo y haciendo Opus Dei. Y todo ello con una sonrisa, con una paz y alegría que invitaban a seguirle. Esta misma impresión de esperanza serena, de lucha por alcanzar la santidad, la transmitía en todos los medios de formación que impartía en Roma, y en las numerosas reuniones que tuvo por el mundo entero: el encendimiento que producía en las almas procedía de una persona que estaba muy cerca de Dios. Recordando quizá su formación de ingeniero, repetía a menudo una idea para la lucha interior y para el apostolado, que anoté en mayo del 89: "a mayor dificultad, más gracia de Dios. El cociente de esta división es la buena voluntad; y esa sí que tenemos que darla entera".

Humildad sobrenatural

Con respecto a la delicadeza con la que hacía compatible su humildad con la firmeza para dirigir la Obra, fui testigo del siguiente sucedido: don Álvaro pasaba siempre a la oficina de dirección espiritual sus escritos, para que fueran revisados, por si había algo que explicar, cambiar, etc. En 1980 me llegó un texto de su predicación oral, que iba a publicarse. Con cierta ligereza, propuse suprimir una frase en la que daba una indicación litúrgica sobre la celebración de la Santa Misa: concretamente la conveniencia de leer los textos, sin limitarse a recitarlos de memoria. Cuando lo leyó don Álvaro, que habitualmente aceptaba sin matices todo lo que le sugeríamos, nos hizo ver con fuerza que habíamos hecho mal, porque esa frase era una idea de nuestro fundador. Tenía toda la razón, y nos dimos cuenta enseguida de nuestra ligereza. Esa misma tarde, don Álvaro nos dio el círculo breve y, en cierto momento, delante de todos, pidió perdón, porque se había enfadado al hacerme esa advertencia, diciendo —con una humildad llena de naturalidad— que era muy soberbio.

Llenaba su trabajo de actos de amor de Dios, de jaculatorias. Encomendaba a las personas que había detrás de los papeles. Usaba diversos trucos que le sirvieran de recordatorio para mantener la presencia de Dios —industrias humanas— que variaba según los tiempos litúrgicos, las fechas que se conmemoraban, etc. Una jaculatoria muy suya, que se la oímos —glosada— en la meditación del 7 de julio de 1978, era "Señor, gracias, perdón, ayúdame más", que resumía de algún modo su trato con el Señor, y constituye el centro del mensaje que el Papa Francisco envió para su lectura durante la ceremonia de beatificación de don Álvaro en 2014.

Por la noche, antes de bajar a la tertulia, que era a las 21,30, terminaba el trabajo que llevaba y, de rodillas, solía rezar una estampa con la oración a san Josemaría, con padrenuestro, avemaría y gloria; la he rezado con él muchas veces, cuando por cualquier motivo estaba trabajando o despachando con él al llegar ese momento.

En los ratos de tertulia que teníamos con él, después de almorzar y después de cenar, se le veía —y cada vez más en los últimos años— metido en Dios, recogido, sin que dejase de atender a la conversación y a las personas: siempre que le contaban alguna anécdota apostólica, se le oía repetir, en voz baja: "¡gracias a Dios!"; y cuando le contaban favores concedidos por intercesión del fundador del Opus Dei, en medio de un gozo que no sabía reprimir (a veces casi se le veía sollozar), solía repetir, también en voz baja, haciendo oración, y ayudándonos a hacerla: "Hay que ver lo activo que está nuestro Padre. Y yo, ¿qué?".

Su única ambición era servir a la Iglesia, buscar la gloria de Dios y el bien de las almas. Todas las semanas, comentando una pregunta del examen que se hace dentro del círculo breve, solía hacer un comentario concreto, de este tipo: "¡qué locura buscar la gloria humana!, después de dejarlo todo, sería de locos que nos buscáramos a nosotros mismos".

No le importaba lo más mínimo ni la gloria de los hombres, ni las ambiciones de la tierra; ni le influía para nada el juicio de los hombres, ni el quedar bien o mal delante de ellos cuando se trataba de cumplir la voluntad de Dios. Recuerdo algunos detalles que confirman esto que digo. Durante años fue consultor de la Congregación de la Doctrina de la Fe: me consta que recibía mucha y difícil tarea y que cada lunes iba a la consulta de la Congregación, a pesar del gran trabajo que tenía. Jamás le he oído ni hablar de su abundante trabajo (deben de ser muchas páginas de dictámenes, votos, etc.), ni del prestigio que tenía, ni de los posibles resultados que su trabajo había tenido (sin duda colaboró significativamente en algunos documentos de la Santa Sede). Como es sabido, después de muchos años de trabajo para la Santa Sede (desde 1948, en que llegó a Roma, en distintos encargos: Congregación de Religiosos, consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, secretario de una de las Comisiones del Concilio Vaticano, etc.), no recibió ningún honor, distinción o nombramiento: ni siquiera prelado de honor. Pues bien, nunca he oído el mínimo comentario sobre este asunto a don Álvaro: le traía absolutamente sin cuidado. Después de su nombramiento como Prelado del Opus Dei, el 28 de noviembre de 1982, empezó a usar las vestes e insignias que correspondían a su condición. Algún eclesiástico que quizá no comprendía bien la figura de prelado, hizo algún comentario sorprendido. Don Álvaro, sin sentir la mínima herida o humillación, hizo la consulta pertinente y siguió el mandato recibido.

A partir de 1983, todos los años en el mes de junio, el Santo Padre confirió el sacramento del Orden a un nutrido grupo de diáconos. Por indicación suya, a todas esas ordenaciones, se unieron fíeles de la prelatura en buen número. Don Álvaro asistió a esas ordenaciones, con las vestes prelaticias, pero entre los sacerdotes: con una alegría y sencillez plena, salía con los demás sacerdotes a imponer las manos a los ordenandos. Bastantes personas me comentaron lo sorprendente que resultaba que el prelado fuera uno más entre ellos, y lo consideraban como una humillación para él. Sin embargo, don Álvaro jamás lo consideró así, ni hizo la menor mención del asunto: por el contrario, comentaba la alegría que había sentido de poder imponer las manos a los nuevos sacerdotes, después de que lo hubiera hecho el Romano Pontífice.

Se consideraba solo un instrumento del Señor, que no busca gloria personal. Constantemente pedía oraciones por su persona, sintiendo la responsabilidad de su tarea y de los dones que había recibido de Dios, en particular sus años junto al fundador, y con la convicción de que no correspondía suficientemente al Señor: tenía muy presente el redde rationem villicationis tuae (dame cuentas de tu administración) del Evangelio, que le hacía vivir un espíritu de contrición y a la vez de empeño personal constantes. Esto se traducía en cualquier momento de su conversación: cuando salía un tema sobre la acción de la gracia en las almas, sobre favores concedidos por intercesión de nuestro Padre, etc., era instintivo que se preguntase en voz baja: "y yo, ¿qué?", haciendo examen de su menor correspondencia a los dones de Dios.

Cuando recibió la ordenación episcopal en 1991, con casi 77 años de edad, recibió el nombramiento con alegría, porque era consciente de que no se trataba de un reconocimiento a su persona sino al prelado del Opus Dei.

Oración personal, esperanzada y optimista

He escuchado muchas veces su predicación: era una oración personal, dialogada con el Señor. Se dirigía con frecuencia a la Santísima Virgen. Lo hacía desde la cátedra del oratorio de Pentecostés, en la sede central del Opus Dei en Roma, mirando al sagrario y al retablo con la escena de la venida del Espíritu Santo. La media hora que duraba consistía en abrir su corazón en diálogo constante con el Señor impulsándonos a seguir la pauta que nos marcaba, tratando cada uno de hacer lo mismo. En esos ratos, se veía de modo patente el amor de Dios que albergaba en su corazón, que le llevaba a buscar la unión con Él durante todo el día, a cumplir amorosamente su voluntad, a darse más y más en servicio de la Iglesia y de sus hijos y de las almas todas. Era asistir a un diálogo de enamorado, que se explayaba con su Amor.

"A mí me hace mucho bien —nos decía en una ocasión—, y procuro llevarlo todos los días a la oración, pensar en los milagros que hacía el Señor: cómo la multitud se amontonaba para tocar al menos sus vestiduras: solo con eso quedaban curados de sus enfermedades. Después, sucedió lo mismo con san Pedro: se apiñaba la gente para que, por lo menos —se lee en los Hechos de los Apóstoles—, la sombra del apóstol pasase por delante de ellos, y así curar sus dolencias".

En una tertulia en los años 80, hablando de temas de actualidad, alguien comentó —como noticia de prensa— que el Banco Mundial había negado créditos a determinados países, por insolventes... y el que lo contó añadió que lo veía lógico. Con toda naturalidad, don Álvaro pasó a otro plano: "pues si Dios hiciera eso con nosotros, pobres de nosotros, que somos tan deudores e insolventes".

En las muchas breves conversaciones, de diverso tipo, que pude mantener con él, con una sencillez y naturalidad de quien lo vive, ponía al interlocutor delante de Dios, del amor de Dios, de la vida sobrenatural. Me consta que sus conversaciones con muchas personas —alumnos del Colegio Romano, personas que le venían a ver, etc.— dejaban una huella profunda de amor de Dios. Tengo abundantes testimonios de personas que, aun habiendo pasado muchos años, conservan en su memoria y en su corazón, las palabras y el efecto que les hizo una conversación con don Álvaro.

Una anécdota que refirió al regreso de su viaje a Częstochowa en agosto del 79, refleja la naturalidad y sencillez con que cualquier detalle ordinario lo llevaba a la Santísima Virgen. Se refirió a la conversación mantenida por un hijo suyo para recuperar los billetes de avión como recuerdo del viaje: se los pidió a la empleada del aeropuerto argumentando que esos billetes tenían un valor histórico. Entonces la señorita que le atendía pensó que se habría firmado un acuerdo comercial o algo semejante. "Si es cosa histórica, comentó, ha debido de ser un contrato muy importante". Y don Álvaro añadió: "Pienso que es verdad: hemos hecho un contrato con la Santísima Virgen. Vamos a Ella y le decimos: todo el Opus Dei es para Ti, y cada uno de nosotros también, totus tuus!, para Ti nuestras oraciones, nuestras mortificaciones, nuestro trabajo, para que Tú lo presentes a Dios. Ella, a cambio, nos pone bajo su manto, nos protege, nos ilumina y nos lleva adelante".

Sentía especial predilección por los enfermos, débiles y necesitados: todos los años, por ejemplo, cuando iba a Pamplona por alguna razón (académica, médica...), visitaba a enfermos que se encontraban en la Clínica Universidad de Navarra, principalmente a los niños. Les llevaba un consuelo, una paz y un sentido sobrenatural grandes. Lo puedo afirmar, muy en concreto, por la visita que hizo en septiembre de 1990 a una hermana mía, internada por una grave enfermedad, de la que moriría dos meses después. Igualmente, como detalle: en 1981, mi madre sufrió una difícil intervención quirúrgica: muchas veces me preguntó por ella, su salud, etc.; y cada vez que me veía, se interesaba por ella. Ya he dicho más arriba que al darme la bendición imponiéndome las manos en la cabeza, añadía que se acordaba de ella, que precisamente había sido operada de un tumor cerebral, y de su Ángel Custodio.

Corazón de amigo, de Padre... y de hijo

Jamás le oí criticar o murmurar de nadie. En multitud de ocasiones conoció personas o situaciones cuyo comportamiento no era correcto —conocido públicamente—, o habían calumniado o sido injustas: si salían a colación estas cuestiones en alguna conversación, siempre don Álvaro echaba un capote, disculpaba y terminaba diciendo que teníamos que rezar más, y ahí acababa el tema.

El día en que murió mi padre (12.II.82), me llamó enseguida, me alentó con su palabra sobrenatural y llena de cariño, y previó las cosas para que yo pudiera viajar a España para asistir al entierro y al funeral. De modo análogo, en noviembre de 1990, falleció una hermana mía (a quien ya he dicho que don Álvaro había visitado en la Clínica en septiembre). Don Álvaro estaba fuera ese día; a su vuelta, dos días después, me dio el pésame y me aseguró sus oraciones, reprochándome cariñosamente que no le hubiera llamado por teléfono el mismo día del fallecimiento.

Los fíeles de la Prelatura escriben con frecuencia al prelado, y en esas cartas manifiestan disposiciones, problemas, etc. En muchas de esas cartas don Álvaro había subrayado en rojo, al margen, el párrafo significativo, escribiendo; "lo encomiendo", "escribidle de mi parte" para decirle esto o lo otro...

Tenía numerosos amigos, a los que trató durante toda su vida: amigos de juventud, compañeros de carrera... Era frecuente que le vinieran a visitar cuando estaban en Roma. Personas de toda condición —eclesiásticos y civiles— que conocía por su trabajo o por otras circunstancias; en particular, muchísimos cardenales, obispos y prelados de la Curia Romana. Les escribía a todos, con ocasión de la Navidad, de sus aniversarios..., con auténtico cariño, que se traducía en oración por ellos y en un trato cordialísimo. Sé, por ejemplo, que en un viaje a Polonia escribió desde allí 156 postales de recuerdo y oración.

Pienso que Mons. del Portillo era muy estimado por su prudencia y por sus dotes de consejo, entre los muchos amigos y conocidos que trató, especialmente por su trabajo en la Santa Sede. Puedo afirmar que todos los obispos o prelados, a los que acompañé a visitar a don Álvaro —que les invitaba a almorzar— me lo comentaron de algún modo; y la mayor parte de ellos se quedaba un rato a solas con él, al final de la comida, para consultar o hablar con don Álvaro.

En el año 80 le llegó una carta en la que se criticaba de forma bastante destemplada el modo de llevar ciertas tareas apostólicas. Don Álvaro me indicó que la estudiara, y yo insistí en que el tono del escrito desautorizaba lo que escribía. Recuerdo que me corrigió ese punto de vista, diciendo que, aunque tuviera un tono inadecuado, había que tener en cuenta todo lo que escribía, por si era necesario cambiar o rectificar algo en nuestra actuación.

Desde el año 82, en que fue nombrado prelado, usaba anillo pastoral; a partir del 83 tenía uno que le regaló san Juan Pablo II. Me fijé en que, con mucha frecuencia, durante las reuniones, tertulias, etc., tocaba el anillo, lo miraba. Pronto supe la razón, cuando le oí contar la siguiente anécdota de su audiencia con el Papa el 7 de julio del 84, previa a un viaje que iba a hacer fuera de Roma: "Yo le dije al Papa: santo Padre, antes de irme, quiero pedirle un favor: que se ponga un momento este anillo. Se lo entregué, y el Papa se lo metió en el dedo. Cuando me lo devolvió, le expliqué: este anillo me da mucha presencia de Dios, porque es el símbolo de mi unión con el Opus Dei; significa que soy esclavo, servidor de la Obra por amor a la Iglesia y al Papa. Pero ahora que lo ha llevado Vuestra Santidad, me dará también mucha presencia del Papa. Y así es, hijos: antes le encomendaba con

En la última homilía que le escuché, el 11 de marzo del 94, cuando cumplía 80 años, le oí estas palabras de agradecimiento y piedad: "Agradezco a Dios el don de la vida, y que me hiciera nacer en el seno de una familia cristiana, en la que aprendí a amar a la Virgen como a mi Madre y a Dios como a Padre mío. Le doy gracias también por la formación que recibí de mis padres —piedad verdadera, sin beatería—, que fue preparación para el encuentro providencial con nuestro amadísimo fundador, que encauzaría el rumbo de mi existencia. Tenía yo entonces veintiún años. Desde aquel día de julio de 1935, ¡cuántas muestras de la bondad de Dios he recibido!; la vocación a la Obra, la formación de manos de nuestro Padre; posteriormente, aquellos meses, durante la guerra civil —años durísimos—, en los que, por un particular designio divino, el Señor me hizo el regalo de vivir muy cerca de nuestro fundador, de ser testigo de su santidad, de su unión con Dios... Luego, tanto tiempo, tanto, siempre a su lado, como la sombra que no se separa del cuerpo. Y la ordenación sacerdotal, hace ya casi cincuenta años".

Le he visto rezar y pedir oraciones por España, en periodos más difíciles para la vida cristiana, para la paz. Se hizo italiano con los italianos en sus muchos años de estancia en Italia: en los años 40 y 50 recorrió muchísimas ciudades italianas (fue consiliario de Italia hasta 1950). Le he oído igualmente hablar cariñosamente de México, incluso recuperando el acento mexicano que oyó a su madre, con un enorme amor. En todos los países que visitó, dijo —y se podía comprobar— que se encontraba totalmente en casa: veía sus virtudes, sus cualidades, etc., y cuando era necesario, con la misma naturalidad y amor hacía ver posibles defectos, sin acepción de personas o naciones. Personalmente, tengo que añadir que en muchas ocasiones me mostró su cariño al País Vasco: recordaba a algunos de sus antepasados, los Diez de Sollano, como oriundos de Zalla (Vizcaya), bromeaba con algunas palabras que sabía en vasco (concretamente, contaba hasta diez en euskera; usaba el término ganorabako, que había oído a una abuela, para significar persona sin fuste), etc.

Por las veces en que le he acompañado en almuerzos con invitados sé que vivía una dieta y régimen de comidas muy estricto, según le habían aconsejado los médicos. No bebía vino más que en contadas ocasiones y en mínima cantidad; nunca —en el tiempo en que le conocí— bebía licores. No tomaba ningún tipo de chocolate o dulce, al menos desde que le conocí. Mientras acompañaba a san Josemaría, don Álvaro fumaba discretamente. Cuando fue elegido presidente general, dejó totalmente el tabaco: siguiendo lo que a veces él mismo recordaba haber escuchado a nuestro fundador medio en broma: que fumar dedecet de munere Patris (desdice del oficio de Padre). Conservo como una reliquia el mechero que usaba, que me regaló.

Casi todas las semanas, comentando un punto del examen de conciencia previsto en el círculo breve, solía recordamos que le preocupaban mucho los posibles gastos superfluos: lo solía decir, recordando que en sus tiempos se medían los céntimos; y que ahora, al manejar cantidades grandes, le preocupaba que no se tuvieran en cuenta los detalles, las pequeñas cantidades, los gastos mínimos.

A lo largo de los años 50 y primeros 60, don Álvaro tuvo que hacer numerosas gestiones para pedir ayudas económicas para la construcción de los edificios de Villa Tevere, la sede central del Opus Dei: tenía que pedir limosna, como nuestro fundador decía. Sé que, como es habitual, muchas veces tuvo negativas secas: jamás le oí comentar nada en este sentido. Más aun, años después nos hablaría, sin referirse a nada concreto suyo, que el pedir ayuda económica a las personas era un apostolado que tenía siempre frutos: "unas veces sale la ayuda, otras nos dan con la puerta en las narices, y esto es un gran fruto porque ofrecemos al Señor esa contrariedad".

Un 15 de septiembre posterior a su elección (quizá fue el año 80, aunque no lo recuerdo con exactitud), el sacerdote que predicaba la meditación mencionó el agradecimiento que debíamos a don Álvaro por su fidelidad, etc. Pocos segundos después, don Álvaro —que asistía con todos— interrumpió con delicadeza al predicador, diciendo que no siguiera. Añadió que no teníamos que darle ningún agradecimiento. Siguió la meditación, hablando del agradecimiento a Dios, a san Josemaría, y de la filiación que le debíamos, etc.

De modo análogo, en el Congreso General de septiembre de 1983, la asamblea aprobó una moción de agradecimiento a don Álvaro que él no tuvo más remedio que aceptar. Cuando llegó el momento de comunicar esa moción del Congreso a todas las Regiones, en noviembre, se preparó una breve nota con las ideas aprobadas. La nota pasó, obviamente, a aprobación de don Álvaro. Era un deber de justicia y de filiación por parte de todos. Sorprendentemente para mí, don Álvaro aprobó el texto sin la menor corrección. Y anotó al margen con humor y sentido sobrenatural: "Rezad para que sea verdad lo que decís. ¡Y que Dios os perdone!"

Iñaki Celaya, en opusdei.org/es/

Olga Castanyer

6.        Aplicación de lo aprendido a situaciones concretas

Todas las estrategias descritas hasta el momento son conductas asertivas generales, que en principio se pueden aplicar a cualquier tipo de situación con sólo adaptar un poco la estrategia a la situación que causa problemas.

Sin embargo, hay veces en las que es necesario reforzar las habilidades aprendidas con técnicas más específicas. Hay situaciones, como puede ser la de pareja, que requieren toda una gama de técnicas ideadas especialmente para ello; otras veces, puede ocurrir que el desconocimiento en materia asertiva de la persona sea tal, que ésta necesite contar con unas técnicas muy específicas para las tres o cuatro situaciones concretas que más le cuestan. En cualquier caso, siempre es bueno reforzar las pautas generales con algunos “trucos” específicos que ayuden a salvar mejor las situaciones que más difíciles resultan.

Como dijimos anteriormente, existen amplios listados de técnicas en numerosos libros y artículos, casi diríamos que tantos como situaciones conflictivas pueda haber. En el capítulo 5 describíamos, a modo de ejemplo, las principales técnicas para poder discutir de forma asertiva. Aquí presentamos las habilidades específicas para cuatro tipo de situaciones que resultan difíciles para muchas personas:

•        asertividad en la pareja

•        respuesta ante críticas

•        realización de peticiones

•        expresión de sentimientos.

6.1.    Asertividad en la pareja

Muchas parejas tienen serios problemas de funcionamiento porque uno o ambos miembros se comportan siguiendo modelos agresivos o sumisos que provocan en el otro respuestas inadecuadas, dando lugar al consiguiente desajuste personal y emocional de uno o ambos.

La comunicación es uno de los pilares básicos en los que se apoya la relación de pareja, y por lo tanto, donde más claramente se ponen de manifiesto los comportamientos asertivos o no asertivos. Sorprende ver cuántas parejas carecen de habilidades y estrategias para comunicarse de forma adecuada y cómo esta carencia de habilidad se interpreta muchas veces como “falta de ganas”, “desmotivación”, “incomprensión”, etc. Repetimos que la educación tradicional nos ha enseñado a ser poco asertivos, y, por lo tanto, muchas personas desconocen por completo cómo manifestar correctamente sus sentimientos, enfados, peticiones, al otro miembro de la pareja con el que, supuestamente, se tiene “tanta” confianza. Así, un error típico y básico de las parejas es pretender que el otro “adivine” qué nos falta, qué esperamos de él. Se supone que con el amor, uno se convierte en clarividente y si no es así, no se está realmente pendiente y enamorado del otro. Pero, como bien titula Beck uno de sus libros, “con el amor no basta”. Hay que comunicarle al otro nuestros deseos, peticiones, demandas de cariño, y hacerlo de forma que lo comprenda y no esperando que lo “sobreentienda” con nuestros gestos y muecas de disgusto.

Todos conocemos y podríamos citar en teoría cuáles son los principios básicos para lograr una correcta comunicación afectiva, pero, tal vez por sonar a perogrullo, frecuentemente nos olvidamos de ellos. Vale la pena volver a repasar algunos para poder empezar a modificar nuestra conducta asertiva con la pareja:

1.       Es más apropiado hacer una petición que una demanda. Las primeras demuestran respeto por el otro y mejoran la comunicación. Es muy distinto escuchar: “¿puedes apagar la tele mientras hablamos?” que “¡cuando estamos hablando, quiero que apagues la tele!”.

2.       Es mejor hacer preguntas que acusaciones. Las acusaciones sólo desencadenan defensa y no llevarán, por lo tanto, a ningún lado. Es diferente, aunque signifique lo mismo, decir: “¿me estás escuchando?” que “¡otra vez no me estás escuchando!”.

3.       Al criticar a la otra persona, hablar de lo que hace, no de lo que es. Las etiquetas no ayudan a que la persona cambie, sino que refuerzan sus defensas. Hablar de lo que es una persona sería: “te has vuelto a olvidar de sacar la basura. Eres un desastre”; mientras que hablar de lo que hace sería: “te has vuelto a olvidar de sacar la basura. Últimamente te olvidas mucho de las cosas”.

4.       No ir acumulando emociones negativas sin comunicarlas, ya que producirían un estallido que conduciría a una hostilidad destructiva.

5.       Discutir los temas de uno en uno, no “aprovechar” que se está discutiendo sobre la impuntualidad de la pareja para reprocharle de paso que es un despistado, un olvidadizo y que no es cariñoso.

6.       Evitar las generalizaciones. Los términos “siempre” y “nunca” raras veces son ciertos y tienden a formar etiquetas. Es diferente decir: “últimamente te veo algo ausente” que “siempre estás en las nubes”.

7.       No guiarse por una excesiva sinceridad en la pareja. Algunas cosas deben de pensarse antes de decirse, si las consecuencias no van a ser positivas. “Últimamente me noto más frío respecto a ti. No sé si todavía me gustas” puede ser muy sincero, pero habría que esperar antes de echarle a la pareja ese jarro de agua fría. Quizás sólo es un sentimiento pasajero sin ninguna importancia. Si realmente no lo es, siempre se está a tiempo de plantearlo.

8.       La comunicación verbal debe de ir acorde con la no verbal. Decir “ya sabes que te quiero” con cara de fastidio dejará a la otra persona peor que si no se hubiera dicho nada.

Muchas personas, al leer esto, pensarán: esto es muy bonito, pero ¿cómo llevar a la práctica estos principios tan loables? Y tienen razón; una pareja necesita saber cómo traducir estos principios en conductas y actitudes concretas. Aquí ya entra en juego la asertividad, porque no hay mejor forma de plasmar los principios descritos que mediante técnicas y estrategias asertivas.

Una persona asertiva desarrollará con su pareja las siguientes habilidades de comunicación:

1.       Dar gratificaciones: tanto verbales como materiales. Hay que explorar qué es lo que gratifica concretamente a nuestra pareja y no dar por hecho que le gusta “lo que a todo el mundo”.

2.       Agradecer gratificaciones: a veces, se da por supuesto que el otro debe llevar a cabo determinados comportamientos positivos y que no tenemos porqué agradecérselo. Mostrar abiertamente que nos alegramos le servirá de refuerzo para repetirlo otra vez y de información para saber que va por buen camino respecto a nosotros.

3.       Pedir gratificaciones: normalmente, se piensa que no hay que pedir las cosas porque es artificial y que el otro debe de saber lo que queremos y dárnoslo. Como decíamos antes, nadie, por muy enamorado que esté, es clarividente y necesitamos saber exactamente qué le gusta a la otra persona para poder dárselo a su gusto. Hay que desterrar la idea de que pedir es rebajarnos y comunicar abiertamente qué y cuánto nos gustaría que hiciera la otra persona por nosotros.

4.       Expresar sentimientos negativos: es necesario que una pareja se comunique sentimientos de tristeza, enojo, malestar, frustración, etc., pero haciéndolo de una manera asertiva, para no terminar, como ocurre muy frecuentemente, en peleas y acusaciones. Para ello, hay que:

–        hablar del tema conflictivo de una forma muy directa, sin “sobreentendidos”

–        expresarlo en el momento y no cuando ya haya pasado el tiempo y el otro no sepa de qué le estamos hablando

–        expresarlo de forma activa, no como víctimas (“yo me siento...” en vez de “tú me haces sentir...”)

–        describir nuestra propia conducta y la del otro sin acusar. “Mientras yo friego, tú te pones a ver la tele y eso me parece injusto”, en vez de “eres un caradura, me tienes como una esclava a tu servicio”.

5.       Empatizar: desgraciadamente, esta es una de las conductas que menos aparecen en las parejas: la capacidad de ponerse en el lugar del otro y ver los problemas desde su punto de vista. Convendría, de vez en cuando, realizar una inversión de roles en la pareja, para que ambos se dieran cuenta cómo ve las cosas el otro.

6.       Intercambiar afecto físico: muy importante y frecuentemente olvidado “al cabo de los años”, ya que se confunde muchas veces con intercambio sexual.

7.       Enfrentarse a la hostilidad inesperada o al mal humor: no todo son rosas en una pareja y, con mucha frecuencia, uno de los dos llega cansado, malhumorado o irritado. Muchas veces descargará su mal humor en el otro miembro de la pareja, sin que éste tenga nada que ver con el asunto. La persona asertiva puede reaccionar de dos formas:

–        con asertividad repetida: el miembro no hostil de la pareja responde a la cólera o irritabilidad del otro mediante la repetición de una negativa para admitir la culpa o una parte del sufrimiento del compañero. La técnica es la del “disco rayado”: “yo no voy a estropear una noche porque tú estés de mal humor” o “yo no tengo nada que ver con tu mal humor”, etc.

–        con asertividad empática: se empieza por empatizar con el otro poniéndose en su lugar: “parece que estás muy enfadado/a esta noche”, y a continuación, se utiliza una frase asertiva que exprese una postura constructiva y firme: “pero creo que ese enfado viene de otras personas y yo no soy responsable de ello”.

Aceptación y oposición en la pareja

Por último, vamos a describir cómo traduce la persona asertiva en conductas concretas los términos de “aceptación” y “oposición” en la pareja, es decir, cómo comunicarle al otro sentimientos positivos y negativos.

Aceptación asertiva:

a)       Elementos no verbales que deben de comunicarse en cualquier caso:

–        contacto visual con el interlocutor

–        tono emocional cálido y cordial

–        volumen de voz audible y claro

–        presencia de sonrisas y gestos de acercamiento

b)       Para transmitir el mensaje positivo, se puede seguir este orden:

b.1: Expresión de elogio/aprecio: conducta verbal de aceptación en respuesta al comportamiento positivo del otro.

b.2: Expresión de sentimientos positivos: transmitir a la otra persona información sobre los propios sentimientos producidos por la conducta del otro.

b.3: Conducta positiva recíproca: ofrecimiento de conducta positiva para corresponder a lo que el otro ha hecho.

Oposición asertiva:

a)       Elementos no verbales que deben de comunicarse en cualquier caso:

–        contacto visual con el interlocutor

–        tono emocional firme, convincente y apropiado a la situación conflictiva (¡no agresivo!)

–        volumen de voz audible y claro

–        movimientos de manos y brazos sueltos y acompañando la verbalización.

b)       Para transmitir el mensaje negativo, se puede seguir este orden:

b.4: Expresión de entendimiento o expresión del problema: empezar la exposición del problema por comprender el punto de vista del otro o por la descripción del problema o situación conflictiva.

b.5.: Mostrar el desacuerdo: verbalizar que la conducta de la otra persona no nos satisface, pero hacerlo de forma no acusadora, siempre desde la repercusión que la conducta del otro está causando en nosotros.

b.6: Petición de cambio de conducta o propuesta de solución: no se puede dejar una discusión sin este último punto, ya que si no, la otra persona no sabrá cómo llevar a cabo el cambio de conducta que le estamos pidiendo.

Veamos un ejemplo de ambos casos:

Juan le quiere decir a su pareja cuánto la aprecia, ya que la ve decaída y se da cuenta de que desde hace mucho tiempo no se dicen nada positivo. Lo hace de la siguiente forma: elige un momento relajado, sentados en la mesa, cenando. Apaga la televisión, para que el momento adquiera mayor importancia y dice: “Laura, la verdad es que hace mucho tiempo que sólo hablamos del trabajo y no de nosotros. Sólo te quiero decir que, aunque no lo parezca, me fijo mucho en cómo te esfuerzas por hacerme las cenas agradables cuando llego cansado a casa y eso hace que te sienta muy cercana (punto b.1). Créeme, cuando estoy en el trabajo me acuerdo mucho de ti y tengo ganas de volver a casa para verte y comentar contigo todo lo que me ha pasado (punto b.2). Quizás deberíamos de salir más. He pensado que podríamos volver a ir a aquellas terrazas que tanto te gustaban, los domingos por la mañana (punto b.3)”.

En otro momento, Laura, que también es muy asertiva, se encuentra a disgusto con Juan, ya que éste llega muy tarde a casa por quedarse a veces a tomar algo con los compañeros de trabajo: “Mira, Juan, quería comentarte una cosa. Yo entiendo que cuando sales del trabajo, estás tan saturado que te apetece despejarte y tomar algo con tu gente. Me lo has razonado muchas veces y lo entiendo (b.4). Pero muchas veces tengo preparada la cena, se enfría y yo me siento como una tonta esperándote. Sinceramente, me parece exagerado que tengas que salir todas las tardes a tomar algo (b.5). ¿Por qué no intentamos arreglarlo para que ninguno de los dos pierda? No sé, podrías intentar llegar más tarde en días fijos, que yo ya sepa de antemano, o avisarme con tiempo, para que no prepare nada. ¿Qué te parece? (b.6)”.

6.2.    Responder correctamente a las críticas

¿Qué hacer cuando alguien nos critica agresivamente? Ya sea justa o injusta la crítica, cuando menos la situación es intimidante, a no ser que estemos muy seguros de nosotros mismos y dominemos buenas estrategias de respuesta.

Para aprender este tipo de conductas, es necesario que, previamente, la persona tenga claras una serie de cosas, y, caso de no tenerlas, debería de instaurarlas por medio de una Reestructuración Cognitiva:

–        La persona tiene que saber interpretar correctamente (objetivamente) una situación en la que le parezca que está siendo criticada. Tiene que saber discriminar lo que es verdadera crítica y lo que es mera interpretación suya, distorsionada por sus pensamientos irracionales. ¡Hay muchos comentarios inocentemente sarcásticos que son interpretados como crítica feroz!

–        También tiene que saber evaluar cuándo una crítica está siendo emitida con mala voluntad (en cuyo caso tendría que saber defenderse asertivamente) y cuándo se trata de una “crítica constructiva” (en cuyo caso la reacción iría más encaminada a evaluar si la otra persona tiene razón y/o cómo responder a ello).

Lo que es muy importante a la hora de responder correctamente a una crítica es el tono en que se emita la respuesta asertiva, ya que la persona que está criticando no tiene que sentirse agredida. Si esto ocurre, la conversación germinaría en una discusión o una competición de agresiones mutuas, que no llevaría a ninguna parte. El tono de la respuesta a una crítica tiene que ser, pues, lo más neutro y aséptico posible.

Veamos, concretamente, las estrategias más comunes que existen para responder a las críticas:

a)       Si te parece que la crítica es justificada, pero no deseas continuar hablando sobre el tema (¡hay “críticos” muy pesados!):

–        Reconocer (Tienes razón)

–        Repetir (Tendría que haber hecho...)

–        Explicar (No lo hice porque...)

No hay que pedir nunca excesivas disculpas. El dar demasiadas explicaciones es signo de inseguridad. Con una frase explicativa basta.

b)       Si quieres convertir al otro en un aliado (no se lo esperará), en vez de un crítico, pregunta:

–“¡¿Qué crees que debería de hacer?!”

Pide clarificación y no admitas respuestas vagas o negativas: (Crítico): –“No me gusta que hagas...”

(TÚ): –“Bien, pero ¿qué quieres que haga exactamente?”

c)       En cualquier caso: no permitas que el otro generalice su crítica a otras situaciones o a otras facetas de tu personalidad.

Utiliza el acuerdo asertivo:

–“Si, debería de haber hecho..., pero eso no significa que yo sea...” o el banco de niebla: sólo asentir a lo que consideramos válido, lo otro ni lo mencionamos:

(Crítico):

–“Comes demasiado poco. No te estás cuidando lo suficiente y te vas a debilitar”

(Tú): –“Si, puede que coma poco”

Esta última forma de actuar no significa que estés cediendo, ya que en todo momento pones el “quizás...”, sino que no quieres seguir discutiendo.

Si la persona sigue insistiendo (suele sentar muy mal este tipo de respuestas), puedes utilizar el aplazamiento asertivo, es decir, aplazar la discusión para más adelante:

–“¿Te parece que lo hablemos en otro momento?”.

6.3.    Realizar peticiones

En este apartado hablamos de peticiones no improvisadas, es decir, aquellas para las que la persona puede prepararse previamente un guión o modelo de actuación: por ejemplo, desde pedir un aumento de sueldo, una revisión de examen o pedir aclarar con una persona algún “asunto pendiente” (conflictivo), hasta declarar el amor a una persona.

Lo más importante es que, previamente, la persona se “prepare” para la situación, teniendo claro qué es lo que quiere, cómo lo quiere, etc. y evaluando cuál es el mejor momento para sí mismo y para el otro. A esto se refieren los puntos a) y b) de las estrategias que describimos a continuación. El punto c) se refiere ya a la actuación en sí, que en consulta se ensayaría por medio de role-playing, por ejemplo, antes de enfrentarse la persona a la situación en vivo.

6.4.    Expresar sentimientos

No permitir que los demás sepan lo que pensamos es tan poco considerado como no escuchar los pensamientos y sentimientos de los otros (P. Jakubowski)

Igual de importante que es saber defenderse, demandar y reclamar, así también es de vital importancia el expresar sentimientos. Este tema cuesta a muchas más personas de las que se cree y aquél que lo haga estará demostrando que posee realmente una sana autoestima. En cualquier caso, se puede comenzar aplicando estos sencillos trucos que describimos a continuación. Muchas veces, el comprobar que estamos comportándonos bien hace que también nos vayamos sintiendo progresivamente mejor con nosotros mismos.

Si te cuesta expresar honestamente tus sentimientos, pueden serte útiles los siguientes puntos:

a)       Acostúmbrate a formar frases que comiencen por: “quiero”... o “me gusta...”, “no me gusta...”, “me siento...”, etc. Trata de incluirlas en tu conversación habitual, hasta que ya no te resulte extraño utilizarlas.

b)       Intenta comprobar el significado o los sentimientos que subyacen a los comentarios del otro:

“¿Sentías que te criticaba cuando dije...?”.

c)       No dejes pasar situaciones confusas sin clarificarlas. Si algo te ha “mosqueado”, sorprendido, alarmado, etc., pide aclaración inmediatamente. Es más fácil expresar tu malestar en el momento, que si tienes tiempo para darle vueltas.

d)       Acostúmbrate a utilizar frases reforzantes para el otro. Si algo te ha gustado, házselo saber; si le aprecias, intenta comunicárselo. A veces es más difícil expresar frases positivas que negativas.

e)       Como alternativa a estallar en ira ante una controversia, apréndete de memoria esta fórmula:

1.       “Estoy enfadado porque. ”

2.       “Me gustaría que. ”

f)       Si te cuesta mucho expresar sentimientos, fíjate, mientras lo estés haciendo, en tu conducta externa: cómo modulas la voz, intentando hablar lentamente; cómo respiras (puedes realizar una inspiración profunda antes de comenzar cada frase. Te saldrán más fácilmente las palabras); qué postura adoptas y qué haces con tus manos, etc. Intenta mantenerte relajado/a. El fijarte en tu conducta externa hace que no estés tan pendiente de lo que tienes que decir, y, a la vez, que lo digas de forma más adecuada.

g)       Una buena expresión de los propios sentimientos debería de incluir: tus necesidades, tus deseos, tus derechos y cómo repercuten las distintas situaciones en ti. No debería de incluir excesivos reproches, un deseo de herir y autocompasión. Estas últimas enmascaran tus sentimientos y hacen que la otra persona te entienda mal.

7.        Educar para la asertividad

Vosotros sois el arco desde el que vuestros hijos, como flechas vivientes, son impulsados hacia lo lejos (Khalil Gibran).

Todo lo que hemos expuesto hasta ahora quiere ser una ayuda para el lector adulto e independiente, que, por las razones que sean, haya decidido aprender más sobre las relaciones humanas y la asertividad.

Pero nuestro libro no quedaría completo si solamente nos dirigiéramos a este público adulto. Existen alrededor de nosotros unos personajillos pequeños, pero importantes que nos recuerdan constantemente nuestra propia infancia. Nos recuerdan también que no están formados en la vida y que están aprendiendo de nosotros, chupando todo lo que ven y oyen y formando las bases para lo que más adelante serán de adultos. Son nuestros hijos, alumnos, sobrinos, amigos.

Muchos adultos se arrepienten de no haber aprendido “a tiempo” ciertas habilidades, se lamentan de que no se les enseñara adecuadamente esa destreza tan importante, o esa capacidad... E igual ocurre con la asertividad. En un capítulo anterior comentábamos que gran parte de la “culpa” de que no seamos asertivos está en la educación, en los mensajes que nos transmitieron de pequeños.

Ahora que somos adultos sanos, que hemos aprendido, tal vez a posteriori, a ser asertivos, podemos y tenemos la obligación de conseguir que a nuestros niños no les ocurra lo mismo que a nosotros. Permitámosles vivir el placer de aprender, a la vez que crecen y casi sin darse cuenta, a relacionarse adecuadamente con los demás, a no considerarse ni más ni menos que los otros niños y adultos que les rodean.

Como ya comentábamos en otro momento, la capacidad de ser asertivo o socialmente competente, no se hereda, no es algo innato e inamovible, sino que se va aprendiendo a lo largo de la vida. Las habilidades sociales sólo se aprenden con la práctica. Los niños van aprendiendo a compartir, a ceder turno, a cooperar y negociar. No es cierto, como a veces se dice, que Fulanito “tenga dentro” el ser agresivo o a Menganito “le venga de familia” comportarse como un trozo de pan. Si son así es porque en su familia, en el colegio, con sus amigos están aprendiendo a comportarse agresiva o bondadosamente. Claro que a Menganito “le viene de familia”, pero esto no significa que lo haya heredado, sino que está “chupando” día a día una actitud de bondad en su familia.

El aprendizaje que el niño haga depende en gran parte de nosotros, los adultos. Tanto si somos padres como profesores o tutores de niños, tenemos la obligación moral de enseñarles a manejarse bien con las demás personas. La asertividad, que forma parte de la autoestima, es un escudo que protegerá al niño de por vida. Más adelante describiremos estrategias puntuales para aplicar con nuestros niños. Pero independientemente de las técnicas puntuales, hay que mostrar y transmitir en todo momento una actitud de apertura hacia el contacto social. Unos padres concienciados de esto, invitarán frecuentemente a amigos de sus hijos a casa o en pequeñas salidas y excursiones. También permitirán que sus hijos vayan a casa de otros compañeros y que se queden a dormir, si así lo desean (hay muchos padres a los que no les gusta esto!). Un profesor que quiera fomentar las habilidades sociales en su clase, estimulará el trabajo en equipo y encarará directamente cuantos problemas de enemistad, agresividad, liderazgo surjan en el grupo.

Es importante enseñar al niño a ser asertivo tanto con compañeros de su edad, como con niños menores, como con el adulto. Hemos de tener en cuenta que el niño tiene una doble tarea: no sólo debe aprender a relacionarse con personas que son iguales que él, sino también con personas superiores, los adultos, a los que debe guardar un respeto y hacer caso, pero frente a los que también puede y debe autoafirmarse. ¿Qué significa que el niño sea asertivo con el adulto? Desde luego que no se pretende que se convierta en un repelente, que todo lo sabe mejor que el adulto, ni en alguien desobediente y contestón. El niño asertivo con el adulto es amable cuando le preguntan, levanta la vista, mira a los ojos y tiene un habla clara. También pide aclaraciones si no entiende algo y no interrumpe. Este niño tan “modélico” que reflejamos aquí se parece mucho a lo que piden los cánones de buena educación; la diferencia es que desde aquí pretendemos que el niño se comporte de esta forma no porque deba hacerlo, sino porque “le sale de dentro”, porque no tiene miedo pero sí respeto hacia el adulto.

Bien, estaréis pensando muchos de los que leáis esto, todo suena muy bien, pero ¿qué tenemos que hacer, concretamente? ¿Cómo podemos ayudar a nuestros hijos, alumnos, etc. a ser más asertivos?

Vamos a explicar muy brevemente los principios básicos de la teoría del aprendizaje.

7.1.    Principios básicos del aprendizaje de la asertividad

Como hemos dicho ya, las conductas asertivas y, en general, todas las conductas, no se heredan, sino que se aprenden.

Si bajo conducta se entiende: hacer, sentir y pensar, también se aprenderán:

a)       las emociones, como el miedo, el vergüenza, la ira…

b)       las conductas problemáticas como la desobediencia, la agresividad, la timidez, etc.

¿Cómo se aprende todo esto?

Un niño se va desarrollando en estrecha interrelación con el ambiente que le rodea. Dependiendo de cómo sea el ambiente (familia, escuela, sociedad) que rodea al niño, éste aprenderá a comportarse de una manera u otra:

Todos buscamos, por encima de todo, llamar la atención y sentirnos valorados (ser “alguien” para los demás). Desde niños, la principal motivación que nos mueve por la vida es ésta. En el niño, ser “alguien” para los demás es de vital importancia, ya que en eso se basará su autoestima. El niño que se haya sentido adecuadamente querido y respaldado, desarrollará una sana autoestima y una seguridad en sí mismo. Más adelante, deberá dejar de estar pendiente de la opinión de los demás para dejar paso a sus propios criterios. Por desgracia, hay muchos adultos que todavía continúan esperando obtener la “recompensa” a sus acciones por parte de los demás.

Para conseguir sentirse valorado, el niño (¡y también el adulto!) utilizará todos los métodos que estén a su alcance, independientemente de su valor moral. Según cómo le responda el ambiente, continuará exhibiendo un comportamiento y abandonará otro. Por ejemplo, si un niño consigue llamar la atención portándose bien, atendiendo en clase y siendo buen compañero, y esta conducta es valorada por parte del profesor y/o sus padres y compañeros, continuará con ella, ya que le aporta beneficios.

Si, por el contrario, otro niño ve que consigue llamar la atención molestando, haciendo reír o mostrando conductas agresivas, también continuará comportándose de esta manera. En este caso, sus profesores y padres seguramente no le alabarán, pero él puede sentirse valorado por ellos: es “alguien” para los demás, los compañeros seguramente le reirán las gracias y ser regañado es una forma de llamar la atención y ser importante. Seguramente, si nadie le muestra que existen otras conductas con las que puede obtener igual beneficio, este niño continuará con su conducta disruptiva.

El mecanismo que están siguiendo los niños es el mismo en ambos casos.

7.1.1. ¿De qué depende el aprendizaje de la asertividad?

El que un niño aprenda una conducta u otra y concluya que ésta puede serle más beneficiosa que aquella depende principalmente de tres factores: de lo que ocurra inmediatamente después de exhibir esa conducta (simplificando mucho: si es premiado o castigado), de lo que pase antes (los llamados “estímulos discriminativos”) y de los modelos que tenga el niño para imitar. Vamos a describir los dos que más nos interesan: los consecuentes y los modelos a imitar.

1-       Consecuentes: (lo que ocurre inmediatamente después de una conducta)

Cualquier comportamiento va siempre seguido de una reacción del exterior. Muchas veces las reacciones son tan mínimas que no son dignas de resaltar, pero otras, y sobre todo para un niño que está muy pendiente de lo que le llegue de fuera, son completamente marcantes. Obviamente, si alabamos o mostramos satisfacción ante una conducta una sola vez, no servirá de nada. El niño llegará a la conclusión de que vale la pena continuar con esa conducta después de que se la haya valorado varias veces y, si es posible, por varias personas importantes para él.

Existen dos tipos básicos de consecuencias o reacciones ante una conducta:

A: Refuerzo positivo

El llamado refuerzo positivo es cualquier respuesta agradable que nos llegue del exterior y que nos haga pensar que la conducta que acabamos de emitir es deseable.

Los refuerzos pueden ser materiales: premios; sociales: elogios, miradas, atención; simbólicos: dinero, puntos; y, en el adulto, pueden ser sus propios pensamientos y automensajes los que le refuercen (autorrefuerzos). El refuerzo social, es decir, la atención y valoración verbal y no verbal que recibamos, es el más poderoso y tiene un efecto mucho mayor que cualquier premio material que demos a la persona.

Los refuerzos positivos aumentarán la probabilidad de que se vuelva a producir la conducta. De esta forma, se puede afirmar que si algo está ocurriendo regularmente, lo más seguro es que esté siendo reforzado, y eso vale para las conductas correctas y las incorrectas.

Una conducta que no reciba una respuesta valiosa durante un tiempo prolongado, se irá debilitando hasta desaparecer: si no alabamos nunca a un niño por portarse bien, buscará otras formas de llamar la atención; si no hacemos caso a un niño que llora, terminará por buscar otras formas de conseguir lo que quiere. Como vemos, este mecanismo, que se denomina extinción, puede ser beneficioso o perjudicial para la persona.

B: Castigo

Como castigo entendemos cualquier respuesta no gratificante, desde regañinas hasta castigo físico, pasando por el desprecio, la burla, la agresión verbal.

En contra de lo que se pueda pensar, este método suele ser muy efectivo en un primer momento, pero a la larga no hace que se cambie la conducta de raíz. Puede cambiar la conducta respecto a la persona que dispensa el castigo (se la evita o uno “no se deja pillar”), pero no la actitud de la persona castigada. Suele:

–        provocar la imitación (un niño pegado, pegará con mayor frecuencia)

–        distanciar al castigador del castigado

–        crear sentimientos de depresión y baja autoestima en la persona que recibe castigo sistemáticamente.

Por desgracia, hay un tipo de castigo que, aplicado regularmente, sí tiene efecto a largo plazo: el castigo social (vergüenza, deshonra, burla).

Igual que ocurre con el refuerzo, el castigo es subjetivo: unos se sienten castigados por algo que a otros no les significa nada.

Existen otros tipos de consecuentes, aunque el refuerzo y el castigo sean los principales. Para nuestro tema de la asertividad interesa conocer el llamado refuerzo negativo. Esto significa que la consecuencia que la persona recibe tras su conducta no es algo positivo ni negativo, sino que es el cese de una situación desagradable. Este concepto, algo difícil de entender, es, sin embargo, la explicación a muchas conductas de huída o evitación de situaciones. Una actitud callada, apocada, puede ser una búsqueda de este tipo de refuerzo. La persona piensa: si no llamo la atención, si no digo nada, me dejarán en paz, cesará una situación desagradable para mí en la que me siento muy mal porque no sé cómo comportarme. De forma mucho más clara, el niño que no se atreve a enfrentarse a otro y sale huyendo, se está rigiendo por la búsqueda de un refuerzo negativo. Este mecanismo habrá que tenerlo muy en cuenta a la hora de ayudar a un niño que tenga algún problema de asertividad. A veces, se resistirá a cambiar o aprender otra conducta, ya que el beneficio que obtiene con su huída es mucho mayor que un posible refuerzo positivo que le estamos proponiendo (sentirse bien por haber conseguido enfrentarse adecuadamente a otro), pero que no conoce.

¿Cómo se pueden formar, a partir de lo dicho, conductas agresivas, sumisas, problemáticas en general?

Refuerzo de conductas inadecuadas: a la persona se le dispensa atención por una conducta no correcta, que hace que la persona se sienta importante: regañar y no reforzar otra conducta correcta a cambio; “reír las gracias (“niños payaso”), atender a quejas, atender sólo a conductas agresivas, alabar mucho una conducta callada, cuando en realidad puede ser una falta de asertividad, etc.

Si sólo prestamos atención a las conductas inadecuadas y nos callamos las adecuadas, dándolas por hecho, éstas se extinguirán y continuarán las inadecuadas.

Actitud impaciente: hacer algo que debería de hacer la otra persona, para acelerar el ritmo: en el caso de la asertividad, se trataría de la madre que va a hablar con los “malos” compañeros de su hijo para disuadirles de que le maltraten. El niño jamás aprenderá a defenderse por sí solo y tendrá la impresión de que tiene que depender de alguien que le ayude.

Consecuencias contradictorias: si bien nunca se puede dar una regularidad completa, sí se puede confundir mucho al niño si, por ejemplo, actuamos con él según estemos de humor, o los padres y maestros que no se ponen de acuerdo y cada uno actúa de forma distinta ante mismas situaciones, o si pretendemos que el niño haga una cosa y luego no la hacemos nosotros mismos.

Estas actitudes crean en el niño sentimientos de inseguridad y pueden llevarle a realizar conductas extrañas, sin orden ni regularidad o a guiarse exclusivamente según su propio criterio, cosa que en un niño no siempre es lo más adecuado.

2-       Los modelos a imitar

De todos es sabido que los niños imitan constantemente a los adultos. Lo que no suele estar tan claro es que esta conducta imitativa puede ser causante tanto de conductas correctas y socialmente deseables como al revés.

Nos solemos fijar más en aquello que vemos u oímos que en aquello que nos dicen o leemos. Si vemos a una persona recibir una recompensa por una acción que a nosotros nos parece importante, tenderemos a querer imitarla.

Es importante saber que un niño no imita indiscriminadamente a cualquier adulto o compañero, sino que se tienen que dar una serie de requisitos que hagan que, para ese niño, la persona sea “digna de ser imitada”. Estos son:

–        Que la persona “a imitar” esté recibiendo un refuerzo por su conducta que sea deseable para el niño

–        Que, por lo que sea, la persona “a imitar” le llame la atención al niño

–        Que sea un modelo válido para el niño (el “empollón” de la clase o la “cursi” no suelen serlo).

Resumiendo todo lo dicho: los padres y los profesores son importantísimos para el niño como reforzadores y como modelos a imitar. Ellos son los que van a hacer que el niño se vea a sí mismo como competente-incompetente, indigno de cariño-estimable, etc.

7.2.    Educar para la asertividad

7.2.1 Actitudes generales a tener con nuestros niños

Hay algunas actitudes generales a tener en cuenta a la hora de educar a un niño para la asertividad. Por supuesto, son normas que no solamente tienen cabida para el tema de la asertividad, sino que cumplen numerosas otras funciones educativas, sobre todo, la de desarrollar la autoestima. Incluso pueden sonar a perogrullo, pero hemos preferido exponerlas antes que pasarlas por alto.

Regla nº 1: ¡Cuidado con las proyecciones!

Muchas veces, tendemos a proyectar nuestros propios temores y experiencias negativas en nuestros hijos. El padre del que se han burlado mucho de pequeño, tenderá a querer “proteger” a su hijo de esta experiencia, insistiéndole en la desconfianza hacia los demás e intentando que se anticipe a los “ataques” de los otros, atacando él antes. No siempre expresará todo esto con palabras, pero basta que el niño vea en su padre esta actitud o que se fije en pequeños comentarios del padre para que llegue a la conclusión: “parece que el mundo es peligroso. Tendré que ir con mucho cuidado”.

La madre que está continuamente pendiente de lo que piensen los demás de ella, que tras haber estado su hija en casa de unos amigos le acribilla a preguntas sobre su comportamiento, sobre si se portó bien para que los otros se hayan llevado una buena opinión de la niña, está proyectando su temor en ésta y logrará pronto que la hija esté igualmente pendiente de lo que los demás opinen de ella.

Es difícil, pero hay que intentar de todas las formas que el hijo o alumno no se vea “predestinado” a cumplir las expectativas que tienen sus padres respecto a él, a curar sus frustraciones o a cumplir sus esperanzas.

Por supuesto que todo educador que lea esto, pensará: “pero yo quiero lo mejor para el niño” y la actitud que proponemos, que es la de aceptar al niño con sus ideas y actitudes y dejarle tener las experiencias a él, es igualmente sabida como difícil de realizar. Nuestra propuesta es: analizar las propias ideas y temores y reflexionar si hay alguna que pueda ser “irracional”, fruto de alguna experiencia dolorosa que el niño no tiene por qué pasar. Esa idea es la que no tenemos derecho a intentar “colar” al niño sin que él nos lo haya pedido ni sus experiencias nos lo hayan hecho necesario transmitir. Sí podemos, por supuesto, darle consejos o contarle nuestras experiencias, pero nunca de forma categórica ni estableciendo reglas (“todo el mundo es así”, “nadie te va a ayudar”, “no te fíes de nadie”, etc.)

Regla nº 2: No confundir un error puntual con una característica de la personalidad.

Un método muy poderoso para no permitir que se desarrolle la autoestima es tachar al niño de “malo”, “vago” o “desobediente” cuando ha hecho algo mal. En este caso, se está confundiendo una conducta puntual con toda la personalidad del niño. Aunque el adulto tenga claro que un niño no es “malo”, estrictamente hablando, por el hecho de haber pegado a un compañero, el propio niño no lo tiene tan claro. Si oye una y otra vez “eres malo” ante cada acto agresivo que cometa, llegará a la conclusión de que él es, efectivamente, una mala persona y, sobre todo, que no tiene remedio. Una persona que desde siempre piense que “es mala” no podrá desarrollar una sana autoestima, porque está convencida de que eso es inamovible y de que no hay nada que hacer con él. Todos sus actos estarán marcados por el hecho de “ser malo”. Sabiendo que todos los niños quieren, en el fondo, ser “buenos” ¿qué hará el niño al que se le ha hecho sentir que es intrínsecamente malo? Tiene varias opciones, pero ninguna encaminada a desarrollar una autoestima sana ni, por supuesto, una conducta asertiva correcta.

Lo mismo ocurre con un niño que una y otra vez oye que es “cobarde” o “tonto”. Es muy diferente decirle “hoy no te has defendido bien cuando aquél niño se burló de ti” que “eres un tonto. Todo el mundo te toma el pelo”. Seguramente, además, este niño comenzará pronto a actuar según le están diciendo que es, y de forma cada vez más sistemática. Lejos de enseñarle conductas concretas que podría modificar, se le seguirá tachando de “tonto”, entrando así en un círculo vicioso del que es difícil salir y que al niño no le aporta ningún beneficio.

Regla nº 3: Asegurarse de que las expectativas que se tienen respecto al niño son razonables y adecuadas a su nivel  y edad.

Un niño no es igual de asertivo a los 5 que a los 9 años, lo mismo que tampoco es igual de sociable o de creativo. A cada edad le corresponden unas pautas de conducta que, antes o después, estarían desfasadas.

El problema que tienen muchos niños es que se les exigen cosas para las que todavía no están preparados. Así, a veces, se les piden ciertas “responsabilidades” cuando el niño todavía no es lo suficientemente maduro como para captar la situación en su totalidad. Pedirle a un niño de 10 años que estudie porque es bueno para su futuro seguramente no servirá más que para que odie la asignatura. Todavía no se da cuenta de la importancia del estudio y habrá que encontrar otros elementos que le motiven a estudiar.

Lo mismo ocurre con la asertividad: muchas veces se espera que un niño pequeño reaccione de forma mucho más “valiente” ante ataques y regañinas de lo que todavía es capaz. Estas expectativas se traducen luego en grandes regañinas si el niño no se ha comportado como “debería”. Un ejemplo son los niños “llorones”, (hablamos de un margen de edad entre los 5 y los 8 años) que ante un ataque o una situación que les ponga inseguros rompen a llorar o se refugian en el adulto que más confianza les dé. Si a este niño se le tacha de “cobarde”, se le recuerda que debe de sentir “vergüenza” ante los demás o se le regaña porque debería de haberse enfrentado a la situación, no se hace más que agravar el problema: el niño tendrá cada vez más ansiedad porque nadie le está explicando realmente cuál es la conducta adecuada y, además, no se le deja tiempo para que pueda experimentar otras conductas. Hemos visto en consulta muchos niños completamente aterrorizados ante lo que puedan decirles sus padres después de haber “vuelto a llorar en el cole”.

Otro ejemplo sería la tendencia, por suerte cada vez menos extendida, de no permitir que un niño (varón) llore o se muestre débil, ya que “los hombres no lloran”.

Para este tema no se pueden establecer reglas generales: no hay una edad en la que el niño ya no “debería” de ser cobarde o débil. Cada niño madura a su ritmo y en su momento y tenemos que permitir que nuestro hijo o alumno se tome el tiempo que él necesita para aprender a ser asertivo. Por supuesto que podemos ayudarle, y de eso trata el capítulo siguiente, pero de ninguna forma coartarle en su desarrollo a base de meterle miedo o someterle a presión.

7.2.2. El niño no es asertivo, ¿qué hacer?

En todas las escuelas hay niños más atrevidos y seguros y niños más apocados y “cobardes”. En casi todas las clases existe “el tonto de la clase” que puede ser el típico payasín que busca gustar a los demás con sus tonterías, o el niño del que todos se ríen o un ser anónimo que está sentado en la última fila y que, aparentemente, no se entera de nada. Exceptuando los problemas de aprendizaje que puedan tener, la mayoría de estos niños tendrán problemas de asertividad.

¿Qué puede hacer un profesor si observa conductas de este estilo en alguno de sus alumnos? ¿Y qué puede hacer un padre si ve que su hijo se está convirtiendo en ese “tonto de la clase”? Las actitudes que ambos deben de tomar son diferentes ya que las responsabilidades, el tiempo de dedicación y muchos otros factores son muy distintos. Sin embargo, vamos a atrevernos a dar unas pautas generales, para que cada uno las adapte a su realidad y las pueda aplicar como mejor se ajuste a su contexto con el niño.

Antes de aplicar cualquier tipo de estrategia debemos de plantearnos muy seriamente una pregunta: ¿sabemos exactamente qué le pasa a nuestro hijo o alumno? ¿podríamos describir con precisión qué es lo que le está afectando y en qué medida?

Al igual que ocurre cuando nos intentamos “tratar” a nosotros mismos, antes de decidir qué hacer para paliar un problema hay que haberlo observado durante un tiempo con la mayor objetividad posible. Esto significa hacer todo lo que describíamos en el capítulo 4, pero también añadir un detalle muy importante: escuchar al niño.

Y escuchar no significa “oír” lo que cuenta a la hora de la comida o en una excursión, sino: dedicarle tiempo, dejarle claro que nos interesa lo que nos cuenta, pero que no nos angustia, ser activos al escucharle (hacerle preguntas, pedirle aclaraciones, etc.), ser empáticos, es decir, ponernos en su lugar y ver el problema desde su punto de vista, etc.

Muchas veces el niño no acude espontáneamente a contar cosas, quizás porque el tema que le preocupa es demasiado duro para él, quizás también porque, simplemente, no está acostumbrado a explicar sus problemas. En cualquier caso, habría que invitarle (no obligarle!) a que nos contara. Y eso significa que hay que estar preparado y descansado, para que él no vea signos de fatiga o aburrimiento en nosotros y se frustre en sus intentos de explicar. También, por supuesto, nos tiene que ver con los cinco sentidos puestos en él, sin distraernos (es decir: no estar viendo la tele de reojo o vigilando a otros niños a la vez que le estamos escuchando).

Si sabemos escuchar lo que nuestro niño nos quiere decir, evitaremos sacar conclusiones arbitrarias que, como he podido observar repetidamente en mi consulta, no hacen más que enturbiar el asunto y angustiar o aislar al niño.

En todo momento, sobre todo si vemos que el niño comienza a tener dificultades de relación, conviene hacerle consciente del tema de sus “derechos”. Es éste un concepto que, como decíamos en otro capítulo, no se suele enseñar a los niños y tenemos que aprenderlo siendo ya mayores.

Unos padres conscientes de este tema podrían introducir en sus conversaciones diarias, sobre todo si el niño está presente y atento, alusiones a los propios derechos. Ya sea comentando noticias o anécdotas que cuenten unos y otros o aplicando este tema a las propias discusiones y conversaciones, la cuestión es que se repitan muchas frases del estilo: “lo que le han dicho a tu amigo es injusto, porque él tenía derecho a decir lo que pensaba”; “este señor de la tele está pisando el derecho del otro a expresar lo que quiere”; “por favor, deja que diga mi opinión antes de decir que son tonterías. Tengo derecho a ello”; “tu hermana tiene derecho a hablar, es su turno. Luego hablarás tú”, etc.

De esta forma, el niño irá incorporando a sus conocimientos el de la existencia de unos derechos que él tiene que respetar, pero que también han de respetarle a él.

La asertividad se puede enseñar de forma directa o indirecta. Cuando hablamos de “forma directa” nos referimos a técnicas concretas a aplicar con un niño que muestra dificultades de asertividad, hablándolo con él e incluso ensayando situaciones que le causan problema. Y la “forma indirecta” es todo lo que podemos modificar en el niño sin que éste se de realmente cuenta, como puede ser reforzarle conductas correctas o hacer de modelo con él. Veamos ambas formas de ayudar al niño:

Formas indirectas de enseñar asertividad

Cuando veamos que el niño comienza a tener conductas que más adelante le pueden causar problemas, podemos aplicar un programa de “modificación de conducta”. Esto consiste simplemente en estar muy atentos a sus manifestaciones y comportamientos y reforzar, por medio de halagos, atención especial o juegos conjuntos, aquellas conductas que se aproximen a la correcta. De la misma forma, deberíamos de ignorar sistemáticamente toda expresión de sumisión o agresividad. Sobre todo para este último caso, esta técnica es muy efectiva.

Si lo hacemos bien, el niño no tiene por qué darse cuenta conscientemente de que le estamos “enseñando” a comportarse de una forma concreta. Nuestra labor consiste solamente en hacer consciente al niño de las muestras de capacidad asertiva que pueda dar en un momento. Por ejemplo: ante un niño que tiende a ser muy agresivo con los demás, la actitud sería de ignorar “descaradamente” cualquier manifestación de agresividad. Tan pronto como exprese algún deseo de pegar o gritar, debería de retirársele la atención y dedicarnos a otros niños o menesteres. Si se ha portado muy mal podemos castigarle, por supuesto, pero no de forma que él vea que nos exaspera, sino lo más fríamente posible. A cambio, debemos de estar muy atentos ante manifestaciones de no agresión. Esto es más difícil de lo que parece, ya que las conductas “buenas” las damos por supuesto, mientras que las “malas” nos llaman la atención enseguida. Pero al igual que debemos de enseñar al niño que, si quiere nuestra atención, debe de comportarse correctamente, también nosotros tenemos que realizar un cambio de mentalidad, estando atentos a cuando es o dice algo “pacífico” y amable a otros, para reforzarle de inmediato con atención, halagos (“muy bien, te has defendido sin tener que pelearte con Juan”; “eso de defender a un niño pequeño está muy bien. No todo el mundo se atreve”, etc.) o hasta algún pequeño premio, aunque él, aparentemente, no sepa a qué viene ese regalo repentino (“como hoy has sido muy bueno, nos vamos a comer a una hamburguesería”).

Una buena idea es reforzar capacidades. Ante una conducta correcta (por ejemplo, haberse enfrentado correctamente a un compañero que se burlaba del niño, en el caso de una sumisión; o no haber atacado a otro niño, ante una agresividad), tiene mucho efecto dirigir el halago hacia la totalidad de la persona: “esto demuestra que eres capaz de cortar a Enrique si se pone bruto contigo” o “muy bien, está claro que tienes capacidad para darte cuenta de que no puedes pegar a niños más pequeños”, etc.

Tenemos también que darle al niño la oportunidad de mostrar su capacidad, por muy mínima que ésta nos parezca: hacerle partícipe en discusiones y enseñarle mediante refuerzos a conversar correctamente; cuando veamos que tiende a evitar pequeñas situaciones que sabemos que puede afrontar, ayudarle a hacerlo, etc.

Por otra parte, los halagos hay que dispensarlos con cuidado, ya que el elogio excesivo incomoda a los niños. La cuestión no es pasarnos el día entero alabando al niño por cualquier cosa que haga, sino dirigir nuestra atención a lo que queremos modificar y esperar cualquier mínima manifestación de la conducta correcta para reforzarla. Cuando veamos que una conducta ya está instaurada, podemos pasar a reforzar conductas más difíciles o elaboradas.

Por último, un detalle que muchas veces se nos escapa es el de nuestro lenguaje. A oídos de un niño, es muy diferente escuchar: “no deberías de haber hecho esto” a “la próxima vez hazlo mejor”. Es decir, debemos de reflexionar si nos estamos dirigiendo a nuestros niños de forma positiva y constructiva o negativa y destructiva. Un lenguaje positivo implica expresarse de forma afirmativa y fijarse en lo positivo de una situación o, cuando menos, en cómo puede solucionarse una próxima vez. Un lenguaje negativo hará énfasis en lo erróneo de la situación y caerá en argumentos reiterativos del estilo: “otra vez...”, “siempre haces...”, etc.

Formas directas de enseñar asertividad

Muchos problemas, tanto de adultos como de niños, se mantienen no porque la persona no sea consciente de ellos, sino porque no sabe la forma de combatirlos. La persona sabe qué debería de hacer, pero no sabe cómo hacerlo. El saber cuál debería de ser la conducta correcta no significa que sepamos las maneras exactas de aplicarla y esto es la razón de que muchas personas se autorreprochen y desesperen consigo mismas por no solucionar su problema. Están confundiendo el “qué” con el “cómo”.

En general siempre, pero particularmente si el niño muestra grandes dificultades o está muy angustiado con su problema, no bastará con decirle: “pues si Pedro se ha reído de ti, le pegas un corte y ya está”, porque esto es seguramente lo que más fervientemente está deseando poder hacer el niño. El problema es que no sabe cómo hacerlo. Frases del estilo: “tú no te dejes achantar. Si te pegan, devuélvesela” o, al revés, “deja ya de pegar a tu hermano. Tienes que aprender a conversar con él”, sólo pueden angustiar al niño al ver éste que se le está pidiendo repetidamente una conducta que, ya que no se le explica, parece obvio que “debería” de saber.

Cuando un niño nos haya relatado su preocupación respecto a su conducta no asertiva y/o hayamos observado que, efectivamente, tiene bastantes problemas en su relación con los demás, podemos iniciar una especie de “trabajo en equipo” con él. Es decir, aparte de las formas de corrección indirectas que describíamos antes y que no hay que dejar nunca, podemos hacer consciente al niño de que tiene unas dificultades y que existen unos métodos para mejorarlas. Para ello, debemos de ser nosotros los primeros en creernos que, efectivamente, hay solución y que, además, está en manos del niño, con nuestra ayuda. Si nosotros dudamos o estamos muy angustiados, el niño lo captará enseguida, también si tenemos mucha prisa en que mejore y nos desesperamos si va demasiado lento a nuestro entender. Si se da alguno de estos casos, es mejor que el niño acuda a un profesional (psicólogo), que evaluará y tratará el problema de forma mucho más objetiva y racional.

Imaginemos a Daniel: un niño tímido y callado de 8 años, tendente al llanto cuando algo no le sale bien. Aunque tiene la misma edad que los demás niños de su clase, parece más pequeño, ya que siempre está pendiente de lo que propongan los demás, sin aportar nunca nada él. Habla en susurros y con la mirada baja y cuando no sabe hacer algo, se retira o se echa a llorar y, por supuesto, no sabe defenderse en absoluto ante los ataques físicos y psicológicos a los que le somete Iván, una especie de “matón” que hay en la clase de al lado.

El padre de Daniel, ante este problema, debería primero de escucharle, valorar su problema como algo a tomar en serio (repetimos: sin angustia) y encaminarle hacia el afrontamiento. Debe de repasar con Daniel sus derechos, traduciéndolos a un lenguaje que entienda el niño y le sea cercano, por medio de ejemplos propios de su edad.

También debería de clarificar metas, definiendo muy concretamente qué es lo que quiere cambiar. Como ya describíamos en el capítulo 4, no vale con decir “quiero ser como Juan”, sino “quiero que no me quiten mis cosas; quiero que no se rían de mí; quiero que me dejen jugar al fútbol con ellos”, etc.

En un momento en el que ambos tuvieran ganas, podría ensayar conductas asertivas que podría exhibir Daniel respecto a Iván. El padre asumiría el papel de Iván (previa descripción de su comportamiento y respuestas por parte de Daniel) y Daniel el que hace normalmente. Ambos analizarían qué es lo incorrecto de la conducta de Daniel o qué es lo que provoca a Iván a burlarse de éste. Luego, el padre puede sugerirle varias alternativas de conducta, previa consulta de las técnicas explicadas en capítulos precedentes (5 y 6). Estas estrategias están descritas para ser aplicadas por una persona adulta, pero son muy fácilmente transformables al lenguaje infantil. Daniel podría, por ejemplo, tener preparados automensajes alentadores, que le faciliten la no huída. Por ejemplo: “cuando vea que se acerca Iván, no saldré corriendo. Seguiré con lo que estaba haciendo”; “si me llama: ‘Daniel, cara de tortel’, le diré que me deje en paz, pero sin llorar”; “si tengo ganas de llorar, respiraré hondo y pensaré en la película de esta tarde”.

Debería de tener preparadas unas estrategias de conducta particulares para cuando Iván se burle de él (por ejemplo, no huir ni llorar ni mostrar miedo, pero tampoco intentar enfrentarse a él. Pedirle firmemente que le deje en paz) y otras generales para su comportamiento habitual en clase (de nuevo: no llorar, utilizando la respiración; no refugiarse en la profesora, sino intentar resolver los problemas por sí solo, etc.).

Todo ello debe de ensayarse varias veces por medio del ensayo o role-playing y/o haciendo que Daniel se imagine situaciones peligrosas e intente afrontarlas en la imaginación.

Es importante ofrecer al niño varias alternativas de conducta. Por un lado, esto fomenta su capacidad de decisión, ya que será él el que elija cuál estrategia le gusta más; y por otro lado, si la técnica elegida le falla, siempre podrá contar con otras alternativas.

Es bueno ilustrarle el problema contándole una historia sobre otra persona que vivió situaciones similares, también pasándolo mal. Si se quiere, se puede utilizar un ejemplo propio, ya sea real o inventado, ya que esto le animará mucho más a cambiar (“a mí me pasaba algo parecido con un chico mayor que siempre me perseguía. No sabía cómo quitármelo de encima y me lo pasaba fatal. Hasta que un día decidí...”, etc.).

Por muy efectiva que sea la estrategia elegida, nunca se solucionará el problema del niño de un golpe. Conviene tener presente que siempre hay que ir paso a paso. Ni los padres ni el niño deben de pretender que, de un golpe, el niño se haga asertivo.

Esto es conveniente tenerlo muy presente para prevenir situaciones de fracaso. ¡Cuidado con crear falsas expectativas! El niño tiene que tener muy claro que no va a haber un cambio radical a la primera intentona. Por nuestra parte, debemos de tener claro que lo “reforzable”, por lo que vamos a alabar y premiar al niño, va a ser el desafío, el intento de superación, no el éxito, ya que éste puede tardar mucho en aparecer.

Hay que ayudarle a sentirse bien consigo mismo aún en situaciones de derrota porque si no, el niño no querrá volver a repetir la experiencia de afrontamiento ni intentar ninguna otra estrategia. Ante una derrota se puede, por ejemplo, analizar qué puede haber habido de positivo en la actuación, qué se puede haber aprendido para otra vez o, simplemente, resaltar otras buenas cualidades que el niño puede haber mostrado en clase.

En el caso de que el niño muestre su conducta no asertiva delante de nosotros, (por ejemplo: el padre de Daniel le va a recoger al colegio y observa que se están metiendo con él y que él se echa a llorar y sale corriendo; o nos damos cuenta de que nuestro hijo está pegando a un niño más pequeño) se le puede hacer consciente del error que está cometiendo e intentar corregirle sobre la marcha. La forma de hacerlo debería de seguir aproximadamente esta fórmula:

•        Descripción de la conducta: “he visto cómo se burlaban de ti y tú llorabas y te ibas corriendo” o “has pegado a Carlitos hasta hacerle llorar”.

•        Una razón para el cambio: “así se están creyendo que son más que tú y continuarán riéndose de ti” o “Carlitos es más débil que tú y no se puede defender”.

•        Reconocimiento de los sentimientos del niño: “debes de sentirte fatal cuando te ocurre esto “ o “ya sé que quieres que los demás vean que eres muy fuerte”.

•        Una formulación clara de lo que se espera del niño: “¿Recuerdas lo que ensayábamos en casa? ¿Por qué no pasas delante de Iván y, si se mete contigo, continúas como si tal cosa?” o “demuéstrales que eres el más fuerte jugando al fútbol, seguro que te admirarán más”.

En general, no se debe rechazar, generalizar (“siempre estás igual”) ni insultar y evitar asimismo los silencios y las manifestaciones despreciativas, las amenazas vagas o las violentas: todo ello sólo estanca al niño en su problema.

Hemos descrito estas pautas dirigiéndonos especialmente a los padres, ya que comprendemos que un profesor difícilmente puede ocuparse de un alumno individualmente, hasta el punto de lograr un cambio de conducta en él. Ni es ni debe ser su trabajo. Pero sí puede, sobre todo si observa algún problema de esta índole en algún alumno, actuar deliberadamente para fomentar en él conductas asertivas, por ejemplo: fomentando debates y discusiones en clase y haciéndole ser partícipe, reforzando cualquier manifestación asertiva que exhiba el niño. Otra estrategia que puede adoptar es colocarle junto a alumnos que le refuercen de alguna manera, por ser especialmente amables o pacíficos y no meterse con él. A la hora de formar grupos de trabajo, debería de colocarse al niño con problemas de asertividad con aquellos alumnos que le permitan expresarse y no se burlen de él. Hasta podría hablar con alguno de ellos y pedirle una pequeña colaboración. Estas actitudes no fomentan la huída de las situaciones peligrosas, como podría entenderse, porque a la vez que hace esto, el profesor debería de hablar seriamente con los padres del niño no asertivo y exponerles las observaciones que ha hecho.

En cualquier caso, conviene recordar, a modo de conclusión, dos cosas importantes: todo, absolutamente todo lo referido a asertividad es mejorable, ya sea a base de aplicar métodos indirectos de corrección, métodos directos o acudiendo a un psicólogo. La segunda cosa a recordar es que hay que ser paciente con los progresos de un niño. Este puede necesitar un tiempo para conocer un nuevo entorno, por ejemplo, o para saber exactamente cómo debe de comportarse y atreverse a hacerlo.

Olga Castanyer, en  psicocarlha.com/

Olga Castanyer

5.        Mejorando mi asertividad: técnicas para ser más asertivo

Sea usted mismo, incluso con sus defectos. No pretenda representar ningún papel, no finja: sea usted mismo... un poquito mejorado, pero manteniendo su identidad. (J.A. Vallejo-Nágera)

A la hora de comenzar a entrenar una conducta asertiva, hay que volver a tener en cuenta los tres niveles de funcionamiento (cognitivo, emocional y motórico) que, decíamos, son la estructura de toda conducta. Tras haber analizado de forma precisa la conducta-problema observada, sabremos si el problema proviene principalmente de los esquemas mentales que tiene la persona y que le transmiten unas ideas que hacen que su conducta sea poco asertiva; si, por el contrario, la fuente principal del problema está en una falta de habilidades para comunicarse correctamente o si es una excesiva ansiedad la que frena la correcta emisión de la conducta.

En la mayoría de los casos, se tratará de una mezcla de las tres cosas, si bien siempre hay un factor predominante al que hay que dar mayor énfasis a la hora de afrontar el problema. Normalmente, será por este factor principal por el que se comience a entrenar la asertividad.

Existen pues, tres tipos de técnicas (o paquetes de técnicas) para cada uno de los niveles de funcionamiento:

–        Técnicas de Reestructuración Cognitiva

–        Entrenamiento en Habilidades Sociales

–        Técnicas de Reducción de Ansiedad

Frecuentemente, como complemento a las técnicas que se utilicen, se añaden otro tipo de técnicas:

–        Técnicas de Resolución de Problemas, que necesitan, para poder ser llevadas a cabo, de un dominio de técnicas cognitivas, conductuales y de reducción de ansiedad. Por tratarse de una técnica complementaria, ésta no se describirá en este libro.

5.1.    Técnicas de Reestructuración Cognitiva

Este tipo de técnicas no se utilizan exclusivamente para el entrenamiento de la asertividad. Normalmente, en cualquier proceso terapéutico, sea cual fuere la problemática que muestre la persona, se realizará una Reestructuración Cognitiva.

Esta consiste en

a)   Concienciarse de la importancia que tienen las creencias en nosotros, creencias la mayoría de las veces muy arraigadas en cada uno de nosotros desde la infancia, y que, cuando son irracionales, “saltan” en forma de pensamientos automáticos ante cualquier estímulo problemático y nos hacen sentir mal. En el capítulo 3 hablábamos de lo que son las “creencias” o esquemas mentales y exponíamos la lista de Ideas Irracionales de Ellis.

Por supuesto, no todas las creencias son irracionales. “La amistad es un valor muy importante y hay que cuidarla” es una creencia perfectamente racional y como ésta, hay miles de ellas. En una misma persona “conviven” muchas creencias racionales y una o dos irracionales.

En esta fase, se suele plantear frecuentemente la clásica pregunta: ¿qué viene antes, los pensamientos o los sentimientos? O dicho de otra forma: ¿son los pensamientos los que nos hacen sentirnos mal o son los sentimientos los que hacen que pensemos de forma errónea? La mayoría de las personas tiende a optar por la segunda alternativa. Sin embargo, según la Psicología Cognitiva, esto no es así: son las creencias profundamente arraigadas en nosotros las que hacen que contemplemos la realidad de una forma u otra (más optimista, más pesimista, más derrotista, etc.), y eso es lo que hará que ante los acontecimientos que nos ocurran reaccionemos con unos sentimientos u otros.

b)       Hacer conscientes, por medio de autorregistros, los pensamientos que va teniendo la persona a lo largo de un tiempo establecido (unas tres semanas) cada vez que se siente mal. Parece difícil, pero no lo es. Aunque, ahora mismo, no nos veamos capaces de decir exactamente qué pensamos en ciertas situaciones, con un poco de práctica, fácilmente llegaremos a separar lo esencial del flujo de frases, palabras, ideas, que nos van asaltando continuamente. Hay que tener en cuenta que no buscamos “ideas correctamente formuladas”; frecuentemente, un pensamiento automático es lo que muchos definirían por “sensación”. Por ejemplo: “malestar porque me sentí ridícula” puede ser un pensamiento automático: la persona está interpretando, acertadamente o no, que está haciendo el ridículo y, seguramente, esto conlleva una serie de temores a lo que pensarán los demás, a cómo es la imagen que se está dando, etc.

c)       Analizar estos pensamientos para detectar a qué idea irracional corresponde cada uno de ellos. Normalmente, una persona suele tener 2-3 creencias irracionales afincadas dentro de sí, que luego salen en forma de los citados pensamientos automáticos. Observando varios de estos pensamientos automáticos, se sacan las principales ideas irracionales que posee la persona. Se analiza también en qué medida le están dañando, haciéndole sacar conclusiones erróneas y muchas veces dolorosas y, por último, se discute la lógica (o la falta de lógica) que tienen esas creencias irracionales y en qué medida podrían ser sustituidas por otras ideas, más adaptadas a la realidad.

Esta fase es la más importante, la más larga y, normalmente, requiere de la ayuda de un terapeuta, ya que, si bien es fácil que cualquier persona mínimamente inteligente capte la lógica o la falta de ella que subyace a sus pensamientos, es difícil que la persona se lo llegue a “creer”. Muchas veces, las personas que inician un proceso de Reestructuración Cognitiva relatan que comprenden lo que se les dice “con la cabeza”, pero no desde su interior.

d)       Elegir pensamientos alternativos a los irracionales, es decir, argumentos que se contrapongan a los que normalmente hacen daño a la persona y que sean lógicos y racionales. Aquí es donde hay que hallar, normalmente con ayuda de un terapeuta, aquellos argumentos racionales que le sirvan a cada persona individualmente. A cada uno le convencerá un tipo de pensamiento alternativo y no sirve para nada repetirse argumentos muy generales y muy racionales que la persona no se está creyendo o que le suenan fríos y distantes. No vale, por ejemplo, decir simplemente el contrario a lo que se está pensando: de “seguro que todos piensan que soy un idiota” no nos podemos ir a “seguro que todos me están admirando”, porque la persona no se lo creería en ningún caso. Tampoco vale el ser positivos porque sí. No nos podemos pasar de “esto es un asco, no levantaré cabeza nunca” a “no tienes derecho a quejarte. La vida es bonita en sí, tienes mucha suerte en el fondo”.

La cuestión no es que los pensamientos alternativos a los irracionales y dolorosos se conviertan en positivos, sino en más realistas. A veces, habrá que reconocerse que se ha actuado de forma errónea en una situación, pero se intentará no sacar de quicio las consecuencias de esta mala acción, o no culpabilizarse gratuitamente.

Esta fase puede durar semanas, ya que hay que ir probando argumentos, reflexionando sobre el porqué no han servido algunos e ir puliendo poco a poco todos ellos hasta tener un “listado” más o menos amplio de argumentos que convencen a la persona y que ésta puede aplicar cuando se encuentre mal.

e)       Esta es la última fase de la Reestructuración Cognitiva y la más tediosa, ya que hay que llevar a la práctica los argumentos racionales elegidos. Esto implica necesariamente una insistencia, ya que la persona está muy habituada a pensar de forma ilógica y los argumentos irracionales saltarán de forma automática, sin que la persona se haya dado casi cuenta. Debe de insistirse una y otra vez con los argumentos racionales, al principio después de ocurrida la situación dolorosa, a modo de repaso de lo que se “podría haber” dicho, y más adelante, cuando las ideas racionales ya estén más afincadas, a lo largo de las situaciones dolorosas.

Normalmente, en terapia se suelen proporcionar técnicas que ayudan a la persona a afianzar sus nuevas ideas racionales, como son la imaginación, la visualización, etc.

Obviamente, todo este proceso no es ninguna forma de “lavado de cerebro”, como algunos clientes temen al principio, sino simplemente, una transformación de las propias ideas en más racionales y realistas, para que no nos hagan daño.

5.1.1. Aplicación de la Reestructuración Cognitiva a problemas de asertividad

Como ya dijimos, la Reestructuración Cognitiva es aplicable a múltiples disfunciones y problemas de la conducta y por ello, hemos explicado su proceso de forma general. Para hacernos una idea sobre cómo se aplicaría esto en un problema de asertividad, veamos un ejemplo real y cómo se han seguido los cinco pasos descritos con su problema. Se trata de Elena, la persona con problemas de asertividad (su conducta era sumisa) que describíamos al principio del libro:

a)       Concienciación de la importancia que tienen las creencias: este paso se suele realizar en forma de exposición teórica, aportando esquemas y gráficos para facilitarle a la persona la comprensión de lo que se le quiere transmitir. Como le ocurre a muchas personas, Elena tenía una duda: ¿esos “nuevos” esquemas que se supone que debo aprender no harán que cambie de personalidad, que ya no sea “yo”? La respuesta es clara: no. Los nuevos esquemas son simplemente una sustitución de los automensajes irracionales, pero continúan en la “misma línea”. No se les cambia el contenido, sino la forma de expresarlos. Por decirlo de otra forma, se les elimina la “broza” que hacía que estos automensajes dañaran a la persona.

b)       Concienciación de los propios pensamientos:

Como ya dijimos, esta fase se realiza mediante Autorregistros, que se comentan cada semana en terapia, para ver cómo la persona va siendo paulatinamente más consciente de lo que pasa por su cabeza cada vez que se siente mal. La pregunta clave que tiene que hacerse la persona es: “¿me estoy sintiendo mal, triste, enfadada?”. Si es así, habrá que rellenar el registro. Mostramos dos extractos de registros realizados por Elena en esta primera fase:

Cuadro 6.png

c)       Identificación de la Ideas Irracionales que subyacen a los automensajes y análisis de su “lógica” o de la falta de ella.

Estando Elena ya familiarizada con las diez “Ideas Irracionales” de Ellis, se le propusieron una serie de autorregistros en los que ella misma tenía que identificar la Idea Irracional que subyacía al pensamiento que estaba teniendo. Elena intentó realizar este análisis lo más cercano temporalmente al momento en el que se producía su malestar, para así ir acostumbrándose a analizar sus pensamientos en el momento en el que se producían. Tras varios registros de este tipo:

Cuadro 7.png

Se llegó a la conclusión que Elena tenía dos Ideas Irracionales fuertemente arraigadas (consultar la lista de Ideas Irracionales expuesta en el capítulo 3): la nº 4 (“Es horrible que las cosas no salgan como a uno le gustaría”) y la nº 6 (“Si algo es o puede ser peligroso o amenazante, hay que preocuparse mucho al respecto y recrearse constantemente en la posibilidad de que ocurra”). Se analizaron todos los registros apuntados hasta el momento desde este nuevo punto de vista: ¿cómo están repercutiendo “mis” Ideas Irracionales en los automensajes y pensamientos que voy teniendo y que me producen malestar? También se analizó la lógica o el realismo que tenían sus pensamientos. Por ejemplo: “el que me diga a mí misma que esto nunca se solucionará, ¿es realista? ¿Cómo sé yo que realmente ‘nunca’ se solucionará? El pensar eso, cuando en verdad no lo sé, ¿me está sirviendo de algo o sólo me hace sentirme peor y frenarme para buscar alternativas?”.

También apuntó y analizó en registros estas cuestiones de la “lógica” o racionalidad que podían tener sus pensamientos. Lo importante era que, después de haberlo hecho varias veces en terapia, Elena lo hiciera por sí sola, sin ayuda externa:

Cuadro 8.png

d)       Elección de pensamientos alternativos a los irracionales

Como decíamos, aunque esta fase parece la más difícil, es en realidad bastante fácil de superar. Solamente hay que elaborar pensamientos alternativos, siguiendo unos patrones de “racionalidad” y elegir los que más le sirvan a cada persona. En esta fase, no se pretende que los pensamientos alternativos se elaboren lo más seguido posible a los pensamientos espontáneos, sino que se pueden y deben idear en calma, en casa. Es esta una fase de búsqueda de pensamientos válidos para la persona, no de aprendizaje y habituación a ellos. Así, en el caso de Elena, en una situación de reunión con las demás secretarias de su empresa, y pensando en un primer momento:

“Nunca podré expresar en público lo que opino. ¿Por qué todo lo que intento decir me tiene que salir de forma rara y rígida?”, ella elaboró los siguientes pensamientos alternativos:

“Me esfuerzo, pero aún no consigo los resultados que me gustarían. He conseguido superar la tensión en pequeñas situaciones, pero tengo que seguir trabajando las situaciones más difíciles”.

Estos pensamientos suenan muy racionales y lógicos, pero cualquier terapeuta con experiencia se daría cuenta de que no suenan auténticos. Son, por así decirlo, excesivamente “de libro”. Cuando se le dijo esto a Elena, reconoció que, efectivamente, lo había escrito para “quedar bien” y demostrar que sabía hacer las tareas, pero que estos automensajes no la convencían en absoluto. Tras repetírsele de nuevo que los pensamientos alternativos no tienen que ser “bonitos”, sino eficaces para cada persona en particular, Elena elaboró estos automensajes para la misma situación anterior, que sí le convencían más:

“Esta vez no he podido decir lo que pensaba, pero últimamente lo había conseguido algunas veces. No tiene sentido sentirme culpable por no hacer las cosas bien. Además, los demás no se dedican a analizar lo que yo digo”.

Esta fase es algo pesada para la persona, ya que se trata de rellenar registros y más registros [6], analizando los pensamientos que causan malestar y elaborando pensamientos alternativos, que luego se dividen en “eficaces” e “ineficaces”. Al cabo de un tiempo, la persona se va dando cuenta de cuál es el “tonillo” que más le convence o qué tipo de automensajes racionales le tranquilizan más. Elena, por ejemplo, se sentía mejor si evocaba situaciones en las que sí había actuado correctamente, en contraste con la situación dolorosa que acababa de pasar. También le servía analizar si lo que estaba temiendo era objetivo y realista, o si era más bien fruto de sus temores. Por ejemplo, este tipo de pensamiento resultó ser eficaz:

Ante la situación “ha venido mi vecina a casa a reclamar por una inundación, y yo no he sido capaz de decir nada. Me ha dado miedo por si me salía ‘raro’”, la tendencia primera de Elena era pensar “soy una cobarde. Jamás seré capaz de enfrentarme a situaciones como ésta. Seguro que ya me ha clasificado como la ‘rara’ de la casa”. Su pensamiento alternativo, que elaboró posteriormente, meditándolo con calma, fue: “por un lado, la vecina, en el fondo, no me importa tanto. Tampoco nos conocemos tanto como para que ya me haya etiquetado, todavía tengo posibilidades de cambiar mi imagen. La próxima vez, me prepararé bien la actitud a tomar y me intentaré relajar más”.

e)   Aplicación de los pensamientos alternativos elegidos en la vida cotidiana

Tras muchos autorregistros, se pretendía que Elena ya no tuviera que meditar y elaborar lentamente sus pensamientos alternativos, sino que los automatizara y pudiera decírselos los más cercanamente posible a la aparición de los mensajes dañinos e irracionales. Por ello, los autorregistros que tuvo que rellenar en esta fase ya no incluían el contenido de sus pensamientos, sino sólo sus resultados:

Cuadro 9.png

Obviamente, como habréis podido adivinar a raíz de este último registro, a Elena se le enseñaron simultáneamente a la Reestructuración Cognitiva, habilidades sociales muy concretas para mejorar su conducta asertiva. Sin éstas, hubiera sido difícil que Elena hubiera mejorado, ya que, como todo el mundo, necesitaba ver algún éxito propio para poder elaborar pensamientos alentadores.

A continuación, aún insistiendo en que es la persona la que tiene que encontrar sus propias ideas alternativas, presentamos, como sugerencia, unos cuantos pensamientos racionales que pueden ser alternativa a las ideas irracionales que aparecen con mayor frecuencia en los problemas de asertividad:

1.       Problemas de sumisión

Ideas Irracionales más frecuentes:

Idea Irracional nº 1: Es necesario obtener la aprobación y el cariño de todas las personas relevantes para mí.

Comportamientos típicos:

•        No expresar opiniones y deseos personales

•        Evitar conflictos aunque otras personas violen sus derechos

•        Gastar mucha energía para lograr la aprobación de otros

•        Refrenar sentimientos (positivos y/o negativos).

Alternativas racionales:

•  No puedo gustar a todo el mundo. Igual que a mí me gustan unas personas más que otras, así también les ocurre a los demás respecto a mí.

•  En el caso de que alguna persona que me importa no apruebe algo de mi comportamiento, puedo decidir si lo quiero cambiar, en vez de estar lamentándome de mi mala suerte.

•  Intentando gustar a todo el mundo, no hago más que gastar excesiva energía y no siempre obtengo el resultado deseado. Puedo determinar lo que yo quiero hacer, más que adaptarme o reaccionar a lo que pienso que las otras personas quieren.

•  Tengo que determinar si el rechazo es real o si estoy interpretando precipitadamente reacciones de los demás; y si este rechazo fuera real, debo de ver si se basa en una conducta inapropiada por mi parte o no. En el caso de que no fuera inapropiada, puedo encontrar a otras personas con las que sí pueda exhibir esta conducta.

Idea irracional nº 2: Hay que ser totalmente competente en todo lo que se emprenda y no permitirse el más mínimo error (esta idea no la habíamos citado hasta ahora como ligada a la falta de asertividad, pero hemos apreciado que, normalmente, las personas sumisas suelen tenerla también fuertemente arraigada. También se podría resumir como “perfeccionismo”).

Comportamientos típicos:

•        Excesiva ansiedad en las situaciones en las que se debe de “dar la talla”

•        Evitación de las interacciones sociales por miedo a no tener nada interesante o digno de decir

•        Evitar la práctica de actividades sociales placenteras por miedo al fracaso

•        Conducta callada, aparentemente pasiva, cerrada, por preferir ésta a “meter la pata”.

Alternativas racionales:

•        Me gustaría ser perfecto para esta situación, pero no necesito serlo

•        Mi valía personal no tiene nada que ver con el resultado de mis conductas. No por hacer algo mejor o peor soy más o menos persona.

•        Intentando hacer las cosas perfectamente no llegaré a ser feliz nunca y me sentiré siempre presionado. Intentaré sustituir el hacer las cosas “perfectamente” por “adecuadamente”.

•        No hay nadie que sea perfecto ni competente en todo.

¿Por qué me exijo un imposible?

2.       Problemas  de agresividad

Ideas Irracionales más frecuentes:

Idea Irracional nº 3: Hay personas malvadas y viles que deben de ser seriamente castigadas por sus villanías

Comportamientos típicos:

•        Actuar agresivamente con otras personas, de forma abierta: críticas por la incompetencia, maldad o falta de sensibilidad de los otros

•        Cuestionar casi siempre los motivos que tienen los demás para obrar como obran

•        Clasificar a los demás en “buenos” y “malos”

•        Tratar a los demás como individuos sin valor, que merecen ser condenados porque han cometido errores imperdonables.

Alternativas racionales:

•        Puede que me sienta herido o irritado por algo que me hayan hecho, pero eso no significa que la persona sea mala.

•        Cuando castigo a alguien, gasto mucha energía en balde, sobre todo porque rara vez mi castigo induce a la persona a cambiar.

•        El hecho de que una persona haya actuado de forma injusta, equivocada, etc. no significa que siempre sea así, ni que tenga una personalidad mala. No debo confundir “hacer” con “ser”.

•        No porque piense que algo está mal quiere decir que realmente esté mal. Una cosa son mis pensamientos y otra, la realidad.

Idea Irracional nº 4: Es horrible que las cosas no salgan como a mí me gustaría que saliesen

Comportamientos típicos:

•        Grandes enfados ante cosas nimias

•        Actuar lamentándose o con constantes quejas sobre los demás

•        Actitud intolerante hacia lo que ocurre, sobre todo, ante los cambios

•        Hablar con gran amargura acerca de la vida, las personas, la suerte...

Alternativas racionales:

•        Esto no me ha salido bien, pero no es una catástrofe. Puedo sobrevivir a ello.

•        Si esta situación no me gusta, voy a intentar pensar cómo cambiarla, en vez de estallar en agresiones que no me llevan a ninguna parte.

•        Comportándome de forma agresiva sólo gasto excesiva energía que, finalmente, irá en contra de mí, más que en contra de las circunstancias que ataco.

•        Si no se puede cambiar la situación, debo pensar que siendo agresivo tampoco voy a cambiarla. Ser agresivo/a me puede proporcionar un alivio a corto plazo, pero a la larga, es mejor que acepte las circunstancias tal y como son.

Una forma muy habitual de aplicar la Reestructuración Cognitiva a la práctica de la asertividad es transformando las ideas racionales aprendidas en los llamados automensajes. Esta técnica sigue las pautas de Meichenbaum, inventor de un excelente método para combatir dificultades llamado “Inoculación del Stress”, del que la técnica de los automensajes es sólo una pequeña parte.

Como ya decíamos antes, estamos constantemente pensando, sacando conclusiones, adaptando esquemas mentales a la situación concreta, en un caudal de pensamientos que sólo si hacemos un esfuerzo consciente, podemos parar y analizar. Pues bien, en una situación cualquiera, ya sea entrar en un bar y pedir una copa, solicitar la revisión del sueldo o salir con la pareja a cenar (por poner situaciones “asertivas”), se pueden delimitar cuatro fases en las que los pensamientos que tengamos en ese momento cobran especial importancia:

–  Antes de comenzar la situación, cuando todavía no hemos entrado en ella, pero ya estamos preparándonos mentalmente para afrontarla (tanto si nos cuesta afrontarla como si no: siempre hacemos una pequeña “preparación” mental). Por ejemplo: antes de salir de casa hacia una reunión.

–  Al comenzar la situación, es decir, nada más entrar en el bar, o después de entrar en el despacho del director o al dar los primeros pasos tras saludar a la pareja. Es cuando, de alguna forma, todos los estímulos, los temidos, los ansiados y los neutros, se “nos vienen encima”, recordándonos situaciones parecidas, ya hayan sido exitosas o un fracaso.

–  En un momento tenso. Esto no siempre tiene que ocurrir: puede que la situación transcurra con toda calma y normalidad. Pero si existe este momento, será muy importante para la persona que lo está viviendo, ya que le condicionará los posteriores momentos. En esta fase es cuando se disparan las respuestas de ansiedad, cuando salen las más profundas convicciones irracionales y, seguramente, también se distorsionarán las conductas habituales.

–  Después de acabada la situación, cuando, igual que al principio, independientemente de que hayamos estado tensos o tranquilos, extraemos nuestras conclusiones sobre lo ocurrido.

Lo que nos digamos (o las “sensaciones” que tengamos) en cada uno de estos cuatro momentos determinará de forma absoluta nuestra conducta y nuestros sentimientos de esa situación y de las siguientes. Los cuatro son igual de importantes, y no se puede decir que haya alguno de ellos que marque menos que los otros, con la salvedad de que el momento tercero (“El momento tenso”) no siempre tiene que darse.

¿Por qué son tan importantes estos cuatro momentos?

Lo que nos decimos antes suele ser una mezcla de lo que vivimos en experiencias anteriores o en situaciones similares, una evaluación sobre nuestros recursos para afrontar la nueva situación y conjeturas sobre los que creemos nos espera y que determinará la facilidad o dificultad que tiene la situación para nosotros. De estos pensamientos anteriores dependerá casi en un 75% el ánimo con el que afrontemos la situación y, seguramente, nuestra conducta. Si nos tememos lo peor, nos decimos a nosotros mismos que no somos capaces de salir airosos o estamos excesivamente pendientes de personas o elementos que nos dan inseguridad, iremos hacia la situación como si fuéramos al matadero y esto se reflejará también en nuestra actitud y conducta.

Lo que nos decimos al comenzar la situación es igualmente importante. En ese momento es cuando buscamos elementos que nos confirmen o contradigan lo que pensábamos antes de entrar en ella. Si la persona temerosa ve (¡o cree!) confirmados sus temores, observando, por ejemplo, que X, a quien tanto teme, está presente o que su pareja llega con mala cara, comenzará a tener, a partir de aquí, una cadena de pensamientos, en su mayoría irracionales y por lo tanto perniciosos, que muy probablemente desembocarán en un momento de gran tensión y malestar. Resumiendo, al comenzar la situación, la persona realiza una evaluación de la situación de la que dependerá su posterior conducta y actitudes.

Si se da el momento tenso, los pensamientos suelen aparecer de forma bastante disparada y la ansiedad ocupa toda la atención de la persona. Este momento es importante no sólo por el lógico malestar que produce, sino también porque influirá mucho en las posteriores actuaciones de la persona, tanto dentro de la misma situación como en situaciones posteriores. Más importante que la tensión que sienta la persona es la sensación que haya tenido respecto a ella. De nuevo, la evaluación que haga la persona de este momento y su capacidad de dominarlo es lo que determinará los siguientes momentos.

Y finalmente, lo que nos digamos después, una vez pasada la situación, marcará las experiencias siguientes de forma contundente. Se podría decir que el “después” de una situación es el “antes” de la siguiente. Si después de vivida una situación de interacción, concluimos que una vez más hemos fracasado, que no tenemos remedio y analizamos hasta el más mínimo detalle para sacar conclusiones casi siempre negativas, afrontaremos las situaciones similares (y hasta las no similares) con sensación de fracaso e inseguridad, lo que, de nuevo, determinará nuestra conducta y sentimientos para con esa nueva situación.

Al realizar una Reestructuración Cognitiva y aplicarla al campo de la asertividad, se analizan, mediante autorregistros, los automensajes que repetidamente se lanza la persona en estos cuatro momentos. Una vez entresacados los principales automensajes, se busca la irracionalidad en ellos y se analiza de qué forma están influyendo en la conducta y los recursos de la persona. Después, se sustituyen por otro tipo de mensajes, más racionales y realistas, que tranquilicen a la persona y la alienten a aplicar los recursos que tenga para afrontar airosamente la situación. Estos mensajes, que deberán de ser no más de 4-5 para cada uno de los cuatro momentos, tendrán que ser aprendidos por la persona casi de memoria y ser introducidos (pensados) al principio de forma forzada y artificial, para posteriormente, a base de repetirlos una y otra vez, convertirse en automáticos y habituales. También los pensamientos negativos fueron instaurados de esta forma, repitiéndolos una y otra vez, por lo tanto, nada dice que no se puedan sustituir por otros más tranquilizadores. Pero para ello, la persona tiene que estar convencida de ellos y “creérselos”, por lo menos, en teoría. Para facilitar las cosas, existen unas pautas generales sobre qué tipo de contenidos deberían de tener los pensamientos en cada uno de los cuatro momentos. A partir de estas pautas, la persona tiene que encontrar los automensajes que mejor le vengan. Estas pautas son las siguientes:

1º. AUTOMENSAJES “ANTES”:

•        Mensajes que combatan el pensamiento temeroso (“Pensando esto me estoy causando malestar. Es mi pensamiento el que me hace sentir mal”)

•        Mensajes que centren a la persona en lo que tiene que hacer y le alejen de cualquier otro pensamiento (“Vamos a ver: ¿a qué me tengo que enfrentar exactamente? ¿Cómo voy a hacerlo esta vez concreta?”)

•        Mensajes que recuerden la decisión de afrontamiento (“Sé que puedo afrontarlo. Tengo recursos para ello. Sólo es mi pensamiento el que me paraliza”).

2º. AUTOMENSAJES “AL COMENZAR”:

•        Mensajes que recuerden las estrategias de afrontamiento (“Ahora es el momento de aplicar lo que sé: voy a relajarme, a decirme cosas tranquilizadoras...”)

•        Mensajes que hagan que la persona se centre en lo que está haciendo en ese momento (“No voy a irme a otras situaciones. Me voy a fijar sólo en lo que estoy haciendo ahora mismo”)

•        Mensajes que refuercen la propia capacidad de afrontamiento (“Otras veces lo he superado. ¿Por qué esta vez no voy a hacerlo?”).

3º. AUTOMENSAJES “EN UN MOMENTO TENSO”:

•        Mensajes que insten a soportar la situación hasta que haya pasado (“Ahora estoy mal, pero puedo recuperarme”)

•        Mensajes que frenen los pensamientos derrotistas (“Voy a observarme fríamente, como desde fuera. No me voy a dejar llevar por mis pensamientos”)

•        Mensajes de afrontamiento (“¿Qué tengo que hacer? Puedo relajarme y respirar, responder o comportarme de tal forma...”)

4º. AUTOMENSAJES “DESPUÉS”:

•        Mensajes que evalúen el intento de forma positiva, ya haya sido un éxito o un fracaso (“Bueno, lo he intentado y eso ya es algo. ¿Qué puedo aprender para la próxima vez?”)

•        Mensajes que valoren cada pequeño paso que se haya dado (“He avanzado algo respecto a otras veces. He dado estos pasos:...”)

•        Mensajes que eliminen cualquier autorreproche (“Si me regaño o culpabilizo, sólo me condiciono para que la próxima vez esté más inseguro. Autorreprocharme no me sirve de nada”).

A modo de ejemplo, veamos los automensajes que se puede enviar, en cada uno de los cuatro momentos, una persona no asertiva y con qué otros automensajes transformados puede combatirlos. Lo veremos con el ejemplo de Elena, la persona sumisa que describíamos al principio:

Elena iba a quedar con unas antiguas compañeras de estudios, a las que hacía mucho tiempo que no veía, para ir al cine y tomar algo.

ANTES de enfrentarse a la situación, es decir, cuando todavía estaba en casa reflexionando sobre la tarde que le esperaba, se decía a sí misma:

“Van a estar hablando todas y no voy a saber cuándo meterme en la conversación. Si ya sé que no sirvo para estas cosas, ¿por qué voy? Además, si está Puri, me muero; con lo cortante que es. No diré ni palabra. ¿A mí quién me manda ir con éstas al cine? Estaría más tranquila en casa”.

Al ser preguntada sobre el efecto que causaban estas frases en su estado de ánimo, contestó: “me dan ansiedad: se me pone mal el estómago nada más pensar en ello. Ya voy con miedo y me siento paralizada nada más comenzar la conversación. Como todo el rato voy pensando lo mismo, soy incapaz de decirme nada más”.

AL COMENZAR la situación, es decir, al encontrarse con las compañeras e iniciar las salutaciones, esperando que llegaran todas, Elena, según su propio relato, observaba la situación y siempre encontraba algo que le daba miedo. Se decía algo parecido a:

“Efectivamente, está Puri. ¿Y ahora qué hago?” o “Como me temía, ya están todas en grupo, ¿cómo me meto?”, y continuaba: “Dios mío, ¿y ahora con quién hablo? Voy a estar como una idiota, toda la tarde sin decir ni mu, qué vergüenza”.

El efecto que estos pensamientos causaban en ella está muy claro: “Me bloquean y paralizan. Cuando alguien se acerca a mí, estoy completamente en blanco”.

En UN MOMENTO TENSO, que podía ser, por ejemplo, cuando alguien le preguntaba una cosa y todas se giraban hacia ella, esperando la respuesta, Elena se solía quedar completamente en blanco y bloqueada, sin llegar siquiera a pensar algo, o pensaba lo siguiente:

“Vamos, venga, di algo, tienes que decir algo. ¿Pero qué me ha preguntado? ¡Tengo que decir algo!”.

“Me están mirando, se están dando cuenta de que soy rara.

Yo me voy de aquí”.

Y, finalmente, DESPUÉS de la situación, es decir, ya en casa, pensando sobre lo ocurrido por la tarde, Elena se decía:

“Sabía que iba a pasar esto, lo sabía, siempre me pasa igual. He hecho un ridículo espantoso, he vuelto a hacer la idiota, no tengo remedio. La próxima vez no voy, eso está claro, me invento una excusa y no voy”.

También aquí está claro el efecto que tales pensamientos causaban en Elena: “logran su propósito claramente: cada vez evito más este tipo de situaciones y me siento horriblemente fracasada y frustrada respecto a mis relaciones sociales”.

¿Qué se podía decir Elena en vez de todas esas frases paralizadoras?

En primer lugar, tuvo que ser consciente de que se estaba diciendo tales afirmaciones y del daño que le estaban haciendo. Seguidamente, se le presentó la lista de pensamientos alternativos “standard” para que, inspirándose en ellos, elaborara sus propios pensamientos alternativos, que a ella y sólo a ella, le convencieran. Analizando sus pensamientos negativos habíamos llegado a la conclusión de que los autorreproches le bloqueaban todavía más, por lo tanto, los pensamientos alternativos debían de tener un tono cariñoso y conciliador consigo misma. Así los apuntó ella misma:

Pensamientos alternativos “antes de”:

–        Es tu pensamiento el que te juega malas pasadas. Pensando que te vas a bloquear, te vas a bloquear de verdad.

–        En vez de pensar en lo terrible que puede ser, voy a pensar los pasos que tengo que dar, desde que me acerco a ellas hasta el final: ...

–                 Si pienso que no tengo por qué hablar y que dispongo de otros recursos, no puedo ponerme mal.

Pensamientos alternativos “en un primer momento”:

–        En vez de observar qué es lo que me da miedo, observaré dónde hay una persona o grupo con la que me sienta algo más segura.

–        Voy a centrarme sólo en este momento y no pensar nada más: me relajo, respiro hondo, escucho las conversaciones, sonrío...

–        Otras veces me ha salido. Esta vez también me puede salir.

Pensamientos alternativos “en un momento tenso”:

–        Esto pasará. Me relajaré, respiraré hondo y esperaré a que pase.

–        No me voy a ir. No pasa nada por tener un momento malo.

–        Ya sabía que podía pasar esto y estoy preparada. Diré la excusa que tenía pensada (“perdona, hoy estoy un poco ida”) y me dedicaré a escuchar lo que dicen los demás hasta que me sienta más tranquila.

Pensamientos alternativos “después”:

–        Los autorreproches no me sirven de nada. No voy a repasar la situación para encontrar lo que he hecho mal.

–        Puedo aprender de los fracasos: ¿qué me han enseñado para cuando tenga una situación parecida?

–        He avanzado un poco respecto a otras veces. Estos son los pasos que he dado esta vez: ...

Como vemos en este ejemplo, los automensajes no se quedan en simples declaraciones de intenciones, sino que siempre van acompañados de estrategias concretas para afrontar la situación. Si se quedaran sólo en el pensamiento, no servirían de mucho. Así, por ejemplo, “en un primer momento”, los automensajes invitan a respirar, a relajarse y a desarrollar una serie de estrategias personalizadas (que le sirven a esa persona en concreto) para salir airoso de la situación: sonreír, escuchar, saludar, etc. Los pensamientos “en un momento tenso” invitan a desarrollar estrategias como decir una frase-comodín que la persona tiene que tener preparada previamente y que contribuya a dar un cariz de “normalidad” al posible bloqueo (“perdona, es que hoy estoy un poco ida”).

5.2.    Entrenamiento en habilidades sociales

Este tipo de entrenamiento está enfocado a desarrollar exclusivamente los déficits conductuales del sujeto, es decir, todo lo referido al comportamiento externo que exhiba la persona con problemas de asertividad. Rara vez se requerirá sólo este tipo de entrenamiento: la mayoría de las veces, por no decir todas, hay que realizar primeramente una intervención en el terreno cognitivo, para luego pasar a enseñar estas habilidades conductuales. Pero también es cierto que, casi siempre, la persona que muestra unos pensamientos racionalmente erróneos se comporta de forma inadecuada, ya sea “pecando” por exceso o por déficit de respuesta asertiva.

Lo primero que debe de saber una persona que quiera entrenarse en habilidades asertivas adecuadas es qué conductas concretas puede exhibir. Hay grandes listados de “trucos” asertivos que se pueden utilizar para diversas situaciones de aprieto, compromiso, aclaración de dudas o malentendidos, etc. Dependerá del tipo o tipos de situación en el que la persona tenga mayores dificultades el que se entrene un tipo u otro de conducta. Conviene, sin embargo, en cualquier caso, tener conocimiento de lo común de las respuestas asertivas, para hacerse una idea de sobre qué versan estos tipos de conducta. Veamos entonces, primeramente, en líneas muy generales, las formas básicas de comportamiento asertivo que existen:

5.2.1.  Tipos de respuesta asertiva

1.       Asertividad positiva

Expresión adecuada de lo bueno y valioso que se ve en las otras personas.

Es tal vez la conducta asertiva más fácil de realizar, ya que el sujeto no se tiene que implicar directamente ni debe de defenderse ante algo. La iniciativa parte del sujeto, es decir, no es una respuesta a algo que emita otra persona, con lo cual, no se presta a tener que improvisar.

La asertividad positiva consiste simplemente en expresar, con frases adecuadas y en el momento preciso, algo positivo de otra persona. Esto abarca desde “te sienta bien tu nuevo peinado” hasta “me gustó mucho lo que dijiste el otro día”.

Frecuentemente nos olvidamos de expresar halagos y elogios a las demás personas, porque damos por hecho que lo positivo es lo normal. Sin embargo, a la hora de criticar, ya sea interna (autocrítica) o externamente, no ahorramos palabras. Pero, como recalca J. V. Bonet: “No tenemos derecho a criticar si no estamos dispuestos a elogiar”. Por medio del aprendizaje de la asertividad, podemos ser más conscientes de este déficit y modificarlo.

2.       Respuesta asertiva elemental

Expresión llana y simple de los propios intereses y derechos.

Las típicas situaciones en las que es necesario utilizar esta forma básica de respuesta asertiva son interrupciones, descalificaciones, desvalorizaciones, etc. Siempre que nos sintamos, de alguna manera, “pisados” por otro u otros y a la más mínima que creamos que no se nos respeta, debemos expresar nuestros derechos sin dejar pasar la situación.

Cada persona deberá encontrar el tipo de frases con las que se sienta más cómodo para expresar que no tolera ser pasado por alto y que tiene unos derechos. Lo importante es que lo que se diga se haga en un tono de voz firme y claro, pero no agresivo.

Típicos ejemplos de respuesta elemental serían: “No he terminado de hablar y quisiera hacerlo”; “por favor, no insistas, te he dicho que no puedo”; “¿me permites hablar un momento? No lo he hecho hasta ahora”; “no me grites, yo tampoco lo estoy haciendo”, etc.

3.       Respuesta asertiva ascendiente (o asertividad escalonada)

Elevación gradual de la firmeza de la respuesta asertiva.

Más que una forma de respuesta es una pauta de comportamiento.

Cuando la otra persona no se da por aludida ante nuestros intentos de asertividad e intenta una y otra vez ignorarnos a nosotros y nuestros derechos, se hace necesario no achantarnos y ceder terreno “por no insistir”; sino aumentar escalonadamente y con paciencia la firmeza de nuestra respuesta inicial, sin caer por ello en una respuesta agresiva.

Por ejemplo: “por favor, no me interrumpas” - ... - “Te pedí antes que no me interrumpieras. Me gustaría terminar lo que quería decir” - ... - “Mira, ¿podrías no interrumpirme? ¡No puedo hablar!” -...- “Vamos a ver ¿puedo terminar de hablar o no me vas a dejar?, etc.

En este punto conviene aclarar una duda que mucha gente se plantea: ¿qué ocurre si nos encontramos con una persona que, por muy asertivo que uno sea, no responde a nuestros intentos de asertividad y nos pisa constantemente o es agresivo? La respuesta es muy clara: nosotros sólo podemos influir en la conducta de los demás hasta un cierto límite. Más allá de ese límite, el problema ya no es nuestro, sino del otro. Si un loco me ataca con un cuchillo por la calle, yo podré ser la persona más equilibrada del mundo, que no podré evitar el ataque. Igual ocurre con la asertividad: por muy asertiva que sea una persona, si su interlocutor no le deja serlo, poco le valdrán las técnicas que aplique. Lo que le tiene que quedar es la conciencia tranquila de haber obrado correctamente por su parte. El resto de la responsabilidad recaerá sobre la otra persona.

4.       Respuesta asertiva con conocimiento (o asertividad empática)

Planteamiento inicial que transmite el reconocimiento hacia la otra persona y un planteamiento posterior sobre nuestros derechos e intereses.

Este tipo de respuesta se suele utilizar cuando, por la razón que sea, nos interesa especialmente que la otra persona no se sienta herida, pero tampoco queremos ser pasados por alto nosotros. Es una buena forma de comenzar a ejercer la asertividad, ya que lo que hacemos es ponernos primero en el lugar del otro, “comprendiéndole” a él y sus razones, para, después, reivindicar que nosotros también tenemos derechos.

La respuesta sigue el esquema: “Entiendo que tú hagas..., y tienes derecho a ello, pero...”.

Ejemplos serían: “entiendo que andes mal de tiempo y no me puedas devolver mis apuntes, pero es que los necesito urgentemente para mañana”; “comprendo perfectamente tus razones, y desde tu punto de vista tienes razón, pero ponte en mi piel e intenta entenderme”; “entiendo que ahora no quieras acompañarme a la fiesta y, por lo que me dices, tienes derecho a ello, pero yo lo tenía ya todo preparado para ir”, etc.

5.       Asertividad subjetiva

1.       Descripción, sin condenar, del comportamiento del otro

2.       Descripción objetiva del efecto del comportamiento del otro

3.       Descripción de los propios sentimientos

4.       Expresión de los que se quiere del otro

Este tipo de respuesta se utiliza en los casos en los que tenemos claro que el otro no ha querido agredirnos conscientemente. Es un tipo de respuesta muy hábil, ya que, bien aplicada, la persona a quien le digamos dicha respuesta no podrá decir nunca que la hemos agredido. Es mucho más efectivo exponer cómo algo que hace otra persona nos afecta, que atacar al otro y echarle la culpa de lo que nos hace. Esta forma de respuesta asertiva se presta a ser aplicada en situaciones de pareja, ante contrariedades por parte de algún amigo, etc. Se utiliza, sobre todo, para aclarar situaciones que se vienen repitiendo desde hace un tiempo.

El esquema de respuesta sería:

1.       “Cuando tú haces...”

2.       “Entonces, yo me siento...”

3.       “Por eso, me comporto...”

4.       “Preferiría...”

5.       Respuesta asertiva frente a la sumisión o la agresividad

6.       Hacerle ver a la otra persona cómo se está comportando

7.       Mostrarle cómo podría comportarse asertivamente.

Esta respuesta se utiliza, sobre todo, como defensa ante ataques agresivos, pero también se puede aplicar para aclarar dudas ante una persona que no es asertiva.

Consiste, simplemente, en salirnos del contenido de lo que estamos hablando, y reflejar a la otra persona cómo se está comportando y cómo su conducta está frenando una comunicación asertiva. Ejemplos podrían ser: “Veo que estás enfadado y no me escuchas. ¿Por qué no te paras un momento y oyes lo que te quiero decir?”; “Así no estamos llegando a ninguna parte. Yo creo que deberíamos hacer turnos para hablar, pero sin atacarnos”; “Como no me dices nada, me siento un poco confundida.

¿No podrías aclararme un poco lo que quieres decir?”, etc.

Veamos un ejemplo de respuestas asertivas típicas. De nuevo lo haremos con Elena, la persona sumisa que tenía problemas de falta de asertividad debido a la influencia de una madre dominante. Elena aplicó, en la fase de entrenamiento, una serie de técnicas de asertividad ante los ataques de su madre. Lo que sigue es un ejemplo condensado de las muchas conversaciones que ella describió, intentando aplicar las recién adquiridas técnicas de asertividad.

Hay que recordar que Elena es una persona adulta y, por lo tanto, tiene derecho a opinar sobre asuntos que conciernen a la casa. Por otro lado, la madre tenía gran tendencia a gastar el dinero inútilmente, haciendo grandes inversiones o realizando constantemente reformas en la casa, que, ante la falta de recursos económicos, tenían que ser solventadas por los hijos.

Normalmente, para que la persona adquiera mejor los hábitos generales de respuesta asertiva descritos, en terapia se realiza un Ensayo de conducta o role-playing, que le hará imaginarse mejor las situaciones que le cuesta trabajo afrontar: primeramente, hay que elegir las situaciones que a la persona en concreto le cuesten. No valen situaciones generales que, por sentido común, puedan parecer difíciles. Cada persona deberá proporcionar una lista detallada de aquellas interacciones que más trabajo le cuesta llevar a cabo.

Hemos visto antes formas generales de respuesta asertiva. Como decíamos, existen, a partir de éstas, muchos otros tipos de respuesta asertiva, adecuadas a diversas situaciones. Hay respuestas más o menos “estereotipadas” para afrontar las críticas, para defenderse ante ataques, para discutir de forma constructiva, para criticar correctamente, para reclamar perjuicios que nos hayan hecho, para realizar peticiones y hasta para comunicar correctamente los sentimientos. Ejemplos de estas respuestas se pueden encontrar en los muchos libros y artículos que se han escrito sobre el tema.

A modo de ejemplo, vamos a describir a continuación un paquete de técnicas que van encaminadas a llevar una discusión de forma asertiva:

5.2.2.  Técnicas de asertividad para discusiones

1.       Técnica del disco roto

Esta es la técnica más extendida, y la que aparece en todos los libros que se han escrito al respecto.

Consiste en repetir el propio punto de vista una y otra vez, con tranquilidad, sin entrar en discusiones ni provocaciones que pueda hacer la otra persona.

Por ejemplo:

–Tú tienes la culpa de que llegáramos tarde, como siempre. (Disco roto:)

–Tenía que terminar un trabajo y no tenía otro momento. –Pero es que siempre llegamos tarde a todas partes y estoy harto. (D.R.:)

–Es verdad, pero en este caso, sabes que no podía hacer el trabajo en otro momento.

–Pero es que siempre, por una causa u otra, eres tú la que nos hace llegar tarde. (D.R.:)

–Será verdad, pero te repito que esta vez no tuve otro remedio que terminar el trabajo que tenía pendiente, etc.

Como se ve, la técnica del disco roto no ataca a la otra persona; es más, hasta le da la razón en ciertos aspectos, pero insiste en repetir su argumento una y otra vez hasta que la otra persona queda convencida o, por lo menos, se da cuenta de que no va a lograr nada más con sus ataques.

2.       Banco de niebla

Esta es otra de las técnicas que están más extendidas. También se la llama “técnica de la claudicación simulada”.

Consiste en dar la razón a la persona en lo que se considere puede haber de cierto en sus críticas, pero negándose, a la vez, a entrar en mayores discusiones. Así, se dará un aparente ceder el terreno, sin cederlo realmente, ya que, en el fondo, se deja claro que no se va a cambiar de postura.

Por ejemplo:

–Tú tienes la culpa de que llegáramos tarde, como siempre. (Banco de niebla:)

–Sí, es posible que tengas razón.

–Claro, como siempre, tienes otras cosas que hacer antes de quedar. (B.N.:)

 –Pues sí, casi siempre tengo otras cosas que hacer antes.

–Pues estoy harto de que por tu culpa siempre lleguemos tarde. (B.N.:)

–Ya, es verdad, siempre llegamos tarde.

La persona está demostrando que cambiará si lo estima conveniente, pero no porque el otro se empeñe en ello.

Para esta técnica, es muy importante controlar el tono de voz en el que se emite la respuesta, ya que si se dice de forma dura y tajante o excesivamente despreciativa, puede suscitar agresividad en el interlocutor. El tono debe de ser tranquilo y hasta ligeramente reflexivo, como meditando las palabras que nos dice el otro. (De hecho, quizás conviene realmente meditar sobre si la persona está teniendo razón con su crítica).

3.       Aplazamiento asertivo

Esta respuesta es muy útil para personas indecisas y que no tienen una rápida respuesta a mano o para momentos en que nos sentimos abrumados por la situación y no nos sentimos capaces de responder con claridad.

Consiste en aplazar la respuesta que vayamos a dar a la persona que nos ha criticado, hasta que nos sintamos más tranquilos y capaces de responder correctamente.

Por ejemplo:

–Tú tienes la culpa de que llegáramos tarde, como siempre. (Aplazamiento asertivo:)

–Mira, es un tema muy polémico entre nosotros. Si te parece, lo dejamos ahora, que tengo trabajo y lo hablamos con calma mañana ¿vale?

Si la persona insistiera, nosotros debemos insistir por nuestra parte, al estilo del disco roto, en nuestra postura. Si uno no quiere discutir, no hay discusión posible.

4.       Técnica para procesar el cambio

Esta técnica es una de mis favoritas. Considero que es muy útil, ya que no suscita agresividad en la otra persona ni incita a defenderse a nadie y ayuda tanto a la persona que la emite como a la que la recibe.

Consiste en desplazar el foco de discusión hacia el análisis de lo que está ocurriendo entre las dos personas. Es como si nos saliéramos del contenido de lo que estamos hablando y nos viéramos “desde fuera”.

Por ejemplo:

–Tú tienes la culpa de que llegáramos tarde, como siempre.

–Pues no sé porqué lo dices. Llegamos tarde porque tú te empeñaste en grabar el partido de fútbol en vídeo.

–¡Pero qué cara tienes! Yo me puse a grabar el partido porque vi que estabas pintándote y no acabas nunca. Además, tú sabes muy bien quién es el que siempre está esperando en la puerta y quién es la que, en el último momento, tiene 400 cosas importantes que hacer (etc.). (Procesamiento del cambio:)

–Mira, nos estamos saliendo de la cuestión. Nos vamos a desviar del tema y empezaremos a sacar trapos sucios.

–Estamos los dos muy cansados. Quizás esta discusión no tiene tanta importancia como le estamos dando ¿no crees?

Quizás lo más difícil en una discusión es precisamente lo que propugna esta técnica: ser capaces de mantenernos fríos y darnos cuenta de lo que está ocurriendo. No meternos a saco en contenidos que no nos llevan a ninguna parte, no dejarnos provocar por incitaciones ante las que creemos necesario defendernos. Es mucho más efectivo reflejar objetivamente qué es lo que está ocurriendo y reconocer nuestra parte de culpa (“estamos cansados los dos”), que defender a capa y espada cualquier pequeño ataque que nos envíen.

5.       Técnica de ignorar

Esta técnica es parecida a la anterior, aunque en este caso, la responsabilidad recae en la otra persona solamente. Es aplicable cuando vemos a nuestro interlocutor sulfurado e iracundo y tememos que sus críticas terminen en una salva de insultos, sin llegar a tener nosotros la oportunidad de defendernos.

Por ejemplo:

–¡Tú tienes la culpa de que llegáramos tarde, como siempre! (Ignorar:)

–Me parece que estás muy enfadado, así que creo que es mejor hablar de eso luego.

Como en la técnica del Banco de Niebla, en ésta también es muy importante controlar el tono de voz con el que se emite. Un tono despectivo o brusco sólo suscitaría mayor agresividad en el otro, ya de por sí enfadado, porque lo interpretaría como una provocación. Lo mejor es adoptar un tono especialmente amable y comprensivo, respetuoso con el enfado de la persona.

6.       Técnica del acuerdo asertivo

Esta técnica se parece algo a la del Banco de Niebla, pero va un poco más allá, ya que no se queda en ceder terreno sin mayores comentarios, sino que deja claro, además, de que una cosa es el error cometido y otra, el hecho de ser buena o mala persona. Es útil en situaciones en las que reconocemos que la otra persona tiene razón al estar enojado, pero no admitimos la forma de decírnoslo.

Por ejemplo:

–Tú tienes la culpa de que llegáramos tarde, como siempre. (Acuerdo asertivo:)

–Tienes razón, llegamos tarde por mi culpa. Pero sabes que, normalmente, no suelo ser impuntual.

Esta técnica logra “apaciguar” al interlocutor al admitir el error (si realmente se ha cometido ¿por qué no admitirlo?), pero separa claramente el “hacer” del “ser”. Si aplicamos varias veces esta respuesta con personas que tienden a generalizar, podremos evitar el ser etiquetados en el futuro. No hay cosa más difícil que quitar una etiqueta que alguien nos haya puesto. Esta técnica va encaminada a prevenir que esto ocurra.

7.       Técnica de la pregunta asertiva

Esta técnica es muy antigua; de hecho responde al dicho de “convertir al enemigo en aliado” y es muy útil por eso.

Consiste en “pensar bien” de la persona que nos critica y dar por hecho que su crítica es bienintencionada (independientemente de que realmente lo sea). Como de todo se puede aprender, obligaremos a la persona a que nos dé más información acerca de sus argumentos, para así tener claro a qué se refiere y en qué quiere que cambiemos. (Luego dependerá de nosotros el que cambiemos de hecho o no).

Por ejemplo:

–Tú tienes la culpa de que llegáramos tarde, como siempre. (Pregunta asertiva:)

–¿Qué es exactamente lo que te molesta de mi forma de actuar?

–¿Cómo sugieres que cambie para que no se vuelva a repetir?

Si la persona da respuestas vagas, la obligaremos, por medio de nuestras preguntas, a especificar más. Cuando la crítica es malintencionada y está lanzada al vuelo, sin pensar, la persona pronto se quedará sin argumentos. Mientras que si está fundada en una reflexión, puede que realmente, con sus datos, nos ayude a modificar algo de nuestra conducta. En cualquier caso, esta respuesta rompe los esquemas de nuestro interlocutor, ya que ni nos defendemos ni respondemos con agresividad a su crítica (y, de momento, tampoco cedemos, ya que sólo nos limitamos a preguntar).

En cualquier caso, además de aplicar con soltura las diversas técnicas asertivas para discutir adecuadamente, se hace necesario acordarnos de la recomendación de R. Lombardi: “Si (...) sientes la urgencia de criticar a alguien motivado por el odio o el resentimiento, cierra el pico hasta que tus sentimientos se serenen y te permitan criticar afirmativamente, si todavía lo consideras oportuno”.

5.3.    Técnicas de reducción de ansiedad

Determinadas situaciones de interacción social provocan en las personas poco asertivas reacciones o respuestas con un nivel muy elevado de ansiedad, de tal manera que en ocasiones pueden incapacitar total o parcialmente al sujeto para emitir la conducta adecuada, por muy aprendidas que tenga las técnicas y muy asimilados los pensamientos alternativos racionales. Si bien rara vez los problemas de asertividad provienen exclusivamente de la ansiedad, cuando la respuesta de tensión es muy elevada, –la persona se queda bloqueada y no puede actuar o bien tiene somatizaciones muy intensas– es preciso trabajar aisladamente esta respuesta antes de que comience a poner en práctica otro tipo de habilidades.

Para reducir la ansiedad de forma física, existen fundamentalmente dos técnicas, complementarias entre sí: la relajación y la respiración.

5.3.1.  La relajación

Existen básicamente dos tipos de relajación: la Relajación Progresiva (muscular) de Jacobson y el Entrenamiento Autógeno de Schulz. Aquí solamente pasaremos a describir la técnica de Jacobson. Esta se basa en que relajando diversos grupos musculares se logra relajar también la mente.

La mayoría de la gente desconoce cuáles de sus músculos están habitualmente tensos. Por medio de esta técnica se aprende a identificar los músculos que están más tensos y a distinguir entre la sensación de tensión y relajación profunda.

Si bien no vamos a presentar aquí un manual de relajación, sí describiremos brevemente los grupos musculares que se trabajan en una relajación progresiva. Los cuatro principales son:

–        Músculos de la mano, antebrazo y bíceps

–        Músculos de la cabeza, cara, cuello. Se presta especial atención a los de la cabeza (cuero cabelludo, orejas, sienes, frente), ya que la mayoría de los músculos implicados en las emociones que crean la ansiedad se encuentran en esta zona.

–        Músculos del tórax, región lumbar, estómago y abdomen. El estómago-abdomen es otra zona de importante acumulación de tensiones.

–        Músculos de los muslos, nalgas, pantorrillas y pies. La relajación de Jacobson consta de dos fases:

–        Durante la 1ª fase, la persona aprende a discriminar entre un músculo tenso y el mismo músculo, relajado. Para ello, colocándose tumbado o sentado en una silla, va tensando un músculo específico y, tras 3 o 4 segundos, lo relaja progresivamente para apreciar la diferencia entre la sensación de tensión y la de relajación. Durante esta fase, se aprende a discriminar y localizar aquellos músculos del cuerpo que tiendan a tensarse más en la vida diaria de cada uno.

–        En la 2ª fase la persona ya discrimina perfectamente cuándo un músculo está tenso. Sabiendo relajarlo, por lo tanto, no necesitará tensarlo para relajarse, sino que practicará directamente la relajación inducida, sin tensión previa de los distintos músculos.

Aunque pueda parecer muy sencillo, la técnica de la relajación requiere mucha práctica e insistencia hasta tenerla completamente dominada. Remitimos a los lectores a las numerosas cintas y textos que sobre este tema se venden en librerías y centros especializados.

5.3.2.  La respiración

Es ésta una técnica muy importante para reducir la ansiedad. Está muy estrechamente ligada a la relajación.

Los resultados de un ejercicio de respiración se aprecian de forma inmediata, pero los efectos profundos no se pondrán de manifiesto hasta después de varios meses de práctica persistente.

Existen muchos tipos de ejercicios respiratorios: desde concentrarse simplemente en sentir el aire que entra y sale, lentamente, de nuestros pulmones, hasta ejercicios más sofisticados en los que se va respirando alternativamente por una fosa nasal y por la otra. Uno de los ejercicios más utilizados, que es, a su vez, base para otros tipos de respiración, es la llamada respiración abdominal. Consiste ésta en utilizar el diafragma en vez de los músculos del tórax para mover el aire que entra y sale de nuestro cuerpo. Para hacernos una idea más precisa, presentamos un ejercicio de inicio a la respiración abdominal:

–        Tumbarse en el suelo, doblar las rodillas sin separar las plantas de los pies del suelo y separar los pies unos 20 cm, dirigiéndolos suavemente hacia afuera.

–        Explorar el cuerpo en busca de signos de tensión.

–        Colocar una mano sobre el abdomen y otra sobre el tórax.

–        Tomar aire lenta y profundamente por la nariz, haciéndolo llegar hasta el abdomen, levantando la mano que estaba colocada sobre él. El tórax se moverá sólo un poco a la vez que el abdomen. Si se quiere, para ser más consciente del proceso, se puede, a la vez, oprimir un poco el tórax con la mano que está sobre él.

–        Al expulsar el aire, realizar el movimiento contrario: oprimir ligeramente el abdomen y levantar la mano que está colocada sobre el tórax.

–        Después de unas cuantas veces realizando el ejercicio de este modo, se puede intentar hacerlo sin colocar las manos. Los movimientos respiratorios deberían de ser: aire entra - abdomen se hincha - aire sale - abdomen se contrae. El tórax debería de permanecer durante este tiempo lo más inerte posible, aunque puede moverse ligeramente. Las respiraciones deben de ser largas, lentas y profundas, si bien cada persona tiene su propio ritmo y no es bueno intentar adaptarse a tiempos previamente fijados.

–        Cuando se haya conseguido una regularidad de movimientos respiratorios sin colocar las manos en tórax y abdomen, hay que pasar a inhalar el aire por la nariz y expulsarlo por la boca, con lo cual se relajarán también boca y lengua.

Lo mejor para que estos ejercicios sean efectivos es que se ensayen durante 5-10 minutos una o dos veces al día a lo largo de unas cuantas semanas.

Los ejercicios de respiración y los de relajación se pueden aplicar juntos, intercalando la respiración en medio del ejercicio de relajación, o por separado. Normalmente, no se realiza una relajación sin respiración, pero sí es válido y efectivo una respiración sin relajación, si bien lo más completo es aplicarlo de forma combinada.

Es muy importante que los ejercicios de respiración y relajación se ensayen en ambientes y posturas diversas. Es decir, si siempre los practicamos tumbados, en un ambiente tranquilo y sin ruidos, no sabremos extrapolarlos a situaciones en las que estemos tensos y los necesitemos. Un error que se comete muchas veces es el de creer que realizando ejercicios de relajación/respiración todos los días durante 20 minutos es suficiente para estar relajados en todo momento. Esto es rotundamente falso. Notaremos los beneficios de una relajación o una respiración si las sabemos aplicar in situ, en el momento en el que estemos tensos, es decir, en medio de una conversación, en una reunión, una fiesta, etc. Por lo tanto, es necesario ensayar la relajación (que, obviamente, deberá de ser muy breve, cosa que sólo se logra con mucho entrenamiento) y la respiración sentados, de pie, andando; en el autobús o en el metro, solos o en compañía, etc. Así, también ensayaremos el relajarnos y respirar de forma disimulada, sin que los demás lo noten.

Olga Castanyer, en  psicocarlha.com/

Notas:

6. En terapia cognitivo-conductual se trabaja mucho con Autorregistros como instrumento de información y trabajo. Es por ello que aparecen en todas las fases de Reestructuración Cognitiva.

Mary Ann Glendon

El siguiente trabajo fue publicado inicialmente por la revista "First Things", dedicada a la investigación y a la educación, que está considerada la publicación de religión y vida pública más influyente de los Estados Unidos

Olga Castanyer

3. ¿Por qué no soy asertivo? Principales causas de la falta de asertividad

Si echo mi misma sombra en mi camino, es porque hay una lámpara en mí que no ha sido encendida (R. Tagore)

¿Por qué hay personas a las que, aparentemente, les resulta tan fácil tener una respuesta adecuada, “quedar bien” y salir dignos de las situaciones y personas para las que lo mismo significa un mundo? ¿Qué ocurre o ha ocurrido en la vida de unos y otros? Veamos las principales causas por las que una persona puede tener problemas de asertividad:

a)       La persona no ha aprendido a ser asertiva o la ha aprendido de forma inadecuada

Las conductas o habilidades para ser o no ser asertivo se aprenden: son hábitos o patrones de conducta, como fumar o beber.

No existe una “personalidad innata” asertiva o no asertiva, ni se heredan características de asertividad. La conducta asertiva se va aprendiendo por imitación y refuerzo, es decir, por lo que nos han transmitido como modelos de comportamiento y como dispensadores de premios y castigos nuestros padres, maestros, amigos, medios de comunicación, etc.

Ocurre a veces, que la persona no asertiva no da con la solución a su problema, porque la busca sin salirse de su patrón de conducta y pensamiento. Por ejemplo: Elena, la persona sumisa descrita anteriormente, era considerada la “buena” de la familia, el “apoyo de su madre”. Eso la reforzaba mucho, la hacía sentirse realizada como persona, entre otras cosas, porque no recibía ningún otro refuerzo de otro lado. Al planteársele un cambio hacia una conducta más asertiva, Elena reaccionó muy en contra, pese a estar deseándolo en teoría, porque temía volverse “revolucionaria” y perder así el afecto y el único refuerzo que tenía en su vida: su madre.

En la historia de aprendizaje de la persona no asertiva pueden haber ocurrido las siguientes cosas:

•  Castigo [4] sistemático a las conductas asertivas: entendiendo por castigo no necesariamente el físico, sino todo tipo de recriminaciones, desprecios o prohibiciones.

•  Falta de refuerzo [4] suficiente a las conductas asertivas: puede ocurrir que la conducta asertiva no haya sido sistemáticamente castigada, pero tampoco suficientemente reforzada. La persona, en este caso, no ha aprendido a valorar este tipo de conducta como algo positivo.

•  La persona no ha aprendido a valorar el refuerzo social: si a una persona le son indiferentes las sonrisas, alabanzas, simpatías y muestras de cariño de los demás, no esgrimirá ninguna conducta que vaya encaminada a obtenerlos.

•  La persona obtiene más refuerzo por conductas sumisas o agresivas: este es el caso de la persona tímida, indefensa, a la que siempre hay que estar ayudando o apoyando. El refuerzo que obtiene (la atención) es muy poderoso. En el caso de la persona agresiva, a veces, el refuerzo (por ejemplo, “ganar” en una discusión o conseguir lo que se quiere) llega más rápidamente, a corto plazo, si se es agresivo que si se intenta ser asertivo.

•  La persona no sabe discriminar adecuadamente las situaciones en las que debe emitir una respuesta concreta: la persona a la que los demás consideran “plasta, pesado” está en este caso. Esta persona no sabe ver cuándo su presencia es aceptada y cuándo no, o en qué casos se puede insistir mucho en un tema y en cuáles no. También está en este caso la persona “patosa” socialmente, que, por ejemplo, se ríe cuando hay que estar serios o hace un chiste inadecuado.

b)       La persona conoce la conducta apropiada, pero siente tanta ansiedad que la emite de forma parcial

En este caso, la persona con problemas de asertividad ha tenido experiencias altamente aversivas (de hecho o por lo que ha interpretado) que han quedado unidas a situaciones concretas. En Psicología se denomina a este fenómeno “condicionamiento” o “generalización”. Dichas experiencias pueden haber sido objetivamente ansiógenas, como en el caso de un inmigrante al que se discrimina, o subjetivas, es decir, nacidas en la mente de la persona. Por ejemplo, alguien se puede haber sentido muy diferente y externo a un grupo en el que se ha visto obligado a estar (niño nuevo en una clase), aunque quizás el grupo no lo sentía así.

Situaciones de este estilo pueden dejar en la persona un poso de ansiedad tan grande, que a partir de ese momento su respuesta asertiva se ve mermada. Si la persona tiende a generalizar a otras situaciones, pronto todas sus respuestas asertivas sufrirán con esta ansiedad; si no, por lo menos las que se parezcan o tengan algo que ver con la situación inicial suscitarán reacciones de ansiedad.

c)       La persona no conoce o rechaza sus derechos

La educación tradicional nos ha pretendido hacer sumisos. Algunos más, otros menos, todos hemos recibido mensajes del estilo “obediencia a la autoridad”, estar callados cuando hable una persona mayor, no expresar la opinión propia ante padres, maestros, etc. Si bien esto responde a un modelo educativo más antiguo, sorprende ver cómo personas jóvenes relatan historiales llenos de reproches, padres autoritarios, prohibiciones para ser ellos mismos, etc.

Por supuesto que lo anteriormente dicho, tomado en su justa medida, es una sana aplicación pedagógica para que el niño aprenda a respetar a los demás y a ser educado, pero ¡cuántas veces se exageran estas normas en nombre de una “buena educación”!

Existen una serie de suposiciones tradicionales que a primera vista parecen “normales”, pero que, recibidas de forma autoritaria e insistente, pueden hacer mucho daño a la persona, haciéndola sentirse inferior a los demás y sin capacidad para cambiar. Estas “suposiciones tradicionales” pueden ser, por ejemplo: “Es ser egoísta anteponer las necesidades propias a las de los demás”. Según y como entendamos esta máxima, puede ser una sana declaración de principios o, por el contrario, algo que hunde a la persona que lo tome demasiado al pie de la letra. Porque algunas veces, tenemos el derecho de ser los primeros. Otra cosa que nos han transmitido a casi todos es: “hay que ser siempre lógico y consecuente”, es más, la persona que, por ejemplo, tiene claro desde pequeño la carrera que va a elegir, el trabajo al que se piensa dedicar, pasa por ser una persona seria, congruente y valorable. Pero ¿no tenemos derecho, de vez en cuando, a cambiar de línea de acción o de idea? Una tercera máxima, muy extendida, es la que indica que “es vergonzoso cometer errores. Hay que tener una respuesta adecuada siempre, no hay que interrumpir, no hacer demasiadas preguntas”. Sin embargo, todos tenemos derecho, en un momento dado, a cometer errores, a pedir aclaraciones, a quedar como ignorante si algo no se sabe realmente.

Últimamente, tal vez se prodiga menos este modelo sumiso en el niño. A cambio, medios de comunicación y agentes sociales bombardean con otro mensaje: hay que ser agresivo, subir por encima de los demás, ser “más” que otros.

En el fondo, ambos modelos no están tan diferenciados entre sí como pueda parecer: ambos supeditan a la persona a la opinión de los demás o la imagen que den al exterior, en vez de centrar la autoestima en los propios logros y respecto a uno mismo. Ambos clasifican el mundo en ganadores y perdedores, en estar “por encima” o “por debajo”, en vez de contemplar a los demás como iguales a uno mismo. En suma, ambos pasan por alto los derechos que todos tenemos y que nos harían ser personas asertivas.

¿Qué son los Derechos Asertivos? Son unos derechos no escritos, que todos poseemos, pero que muchas veces olvidamos a costa de nuestra autoestima. No sirven para “pisar” al otro, pero sí para considerarnos a la misma altura que todos los demás.

En la siguiente página, te presentamos la lista de los principales derechos asertivos que todos poseemos. Si te los lees, seguramente pensarás: “ya, claro, eso ya lo sabía yo”, pero párate a reflexionar un momento. ¿Realmente haces uso de tus derechos, te acuerdas de ellos en momentos puntuales? Como dice P. Jakubowski:

“Si sacrificamos nuestros derechos con frecuencia, estamos enseñando a los demás a aprovecharse de nosotros”.

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d)       La persona posee unos patrones irracionales de pensamiento que le impiden actuar de forma asertiva

Al describir las principales características de la persona sumisa, agresiva y asertiva, reflejábamos las típicas creencias y esquemas mentales que tiene cada uno de ellos. Así, recordaremos que la persona sumisa suele guiarse principalmente por este esquema mental: “Es necesario ser querido y apreciado por todo el mundo”, mientras que la agresiva puede tener este: “Es horrible que las cosas no salgan como a mí me gustaría que saliesen”.

Estas “creencias” o esquemas mentales, así expresadas, son parte de una lista de 10 “Ideas Irracionales” que Albert Ellis ideó hace ya unos años. Vamos a explicar, de manera rápida y algo “sui géneris”, en qué consisten estas Ideas Irracionales.

Se supone que todos tenemos, desde pequeños, una serie de “convicciones” o “creencias”. Éstas están tan arraigadas dentro de nosotros, que no hace falta que, en cada situación, nos las volvamos a plantear para decidir cómo actuar o pensar. Es más, suelen salir en forma de “pensamientos automáticos”, tan rápidamente que, a no ser que hagamos un esfuerzo consciente por retenerlas, casi no nos daremos cuenta de que nos hemos dicho eso.

Una típica convicción puede ser la de que necesitamos sentirnos apoyados o queridos para sentirnos a gusto. Otra podría ser la necesidad de sentirnos competentes en algún área de nuestra vida para tener la autoestima medianamente alta.

Albert Ellis, psicólogo de los años 50, delimitó 10 de estas convicciones, que todos poseemos en mayor o menor medida. Están reflejadas en la siguiente página. Ellis las llamó “irracionales” ya que, según él, no responden a una lógica ni son objetivas. En efecto, tomadas al pie de la letra, nadie realmente “necesita” ser amado para sobrevivir, ni “necesita” ser competente para tener la autoestima alta.

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Pero dado que no somos máquinas y que, por suerte o por desgracia, amamos, odiamos, estamos tristes y somos felices, no se puede pedir a nadie que no posea estas ideas, por lo menos en algún grado. Por lo tanto, yo traduciría la teoría de Ellis en lo siguiente: todos poseemos estas ideas en algún grado. Por supuesto que casi todos nos sentimos mejor si contamos con un apoyo, si nos sentimos queridos; por supuesto que, para tener una buena autoestima se requiere, entre otras cosas, considerarse competente y saber mucho de algo.

El problema comienza cuando una o varias de estas creencias se hacen tan importantes para nosotros, que supeditamos nuestras acciones y convicciones a su cumplimiento. Por ejemplo: la persona para la cual es absolutamente vital recibir el afecto de los demás, buscará este apoyo en todo lo que haga, es decir, intentará gustar a todo el mundo, estará constantemente temerosa de “fallarles” a los demás, interpretará gestos y palabras como “ya no me quieren”, etc.

Lo mismo le ocurre a la persona que necesita ser competente y hacerlo todo bien para sentir que vale algo. Esta persona pronto se convertirá en un perfeccionista, que nunca estará satisfecho con lo que haga, que se autorreproche y culpabilice ante cualquier error y que tenga puesto su listón tan alto que difícilmente pueda llegar a él. Cualquier exageración de una de estas creencias o convicciones puede proporcionar un considerable sufrimiento a la persona que las vive de esta forma, y suele traducirse en alguna conducta disfuncional. Así, la persona que tenga como necesidad suprema la Idea nº 1 (“Es necesario ser amado o aceptado por todo el mundo”), no puede ser asertiva, ya que, para ella, es intolerable no caer bien a los demás y una excesiva asertividad le parecería peligrosa para cumplir este objetivo. A la persona agresiva le ocurrirá lo mismo, pero al revés: la asertividad le parecerá demasiado amenazante porque puede quedar como excesivamente “blanda” ante los demás, sobre todo si tiene muy arraigada la Idea Irracional nº 3 (“Hay gente mala, despreciable, que debe ser castigada por ello”), y también si su Idea es la nº 4 (“Es horrible que las cosas no salgan como a mí me gustaría que salieran”), ya que la conducta asertiva implica ceder de vez en cuando y obtener las cosas con paciencia y consenso, cosas incompatibles con la rigidez mental que sugiere esta última creencia irracional.

La persona, normalmente, no tiene la “culpa” de poseer estas convicciones. La mayoría de las veces, éstas se van formando a lo largo de la educación y, si no se hace nada en contra u ocurre algo muy fuerte, se van afianzando y reforzando cada vez más.

Muy frecuentemente, se trata de máximas que van circulando por la sociedad y que se dan por hechos asumidos. Como decíamos antes, hace un tiempo se nos transmitía un patrón de conducta sumisa, ahora, el patrón de conducta tiende más hacia la agresividad, pero siempre se nos transmite una conducta defensiva. Las creencias que circulan por la sociedad desde tiempo inmemorial son del estilo: “tengo que defenderme de los demás; si no, me hacen daño”; “es peligroso mostrarse débil, se pueden aprovechar de ti”; “no puedo mostrar mis verdaderos sentimientos. Es peligroso lo que puedan pensar los demás de mí”, etc.

Repasa una a una las Ideas Irracionales de Ellis e intenta pensar qué patrones de conducta sumisa puede desencadenar cada una de ellas si se poseen como una “necesidad imperiosa” [5].

4.        Trabajando con la asertividad: identificación de las conductas erróneas

Dado que los tipos “sumiso”, “agresivo” y hasta el “asertivo”, tal y como los describíamos en el capítulo precedente, no existen como “tipos puros”, puede resultar difícil saber cuándo una persona comparte con el común de los mortales algunas dificultades para comunicarse asertivamente y cuándo estas dificultades se están convirtiendo en “problema psicológico”. Desde el punto de vista cognitivo-conductual, un “problema” no es tal porque figure en los libros con una serie de síntomas descritos, sino porque una persona (y, en algunos casos, las personas cercanas) siente que las dificultades que tiene son para ella un “problema”. Es decir, si alguien es absolutamente asocial, solitario e introvertido, pero está satisfecho con esa forma de ser y no molesta a nadie que le sea cercano (y aún en este último caso habría que analizar dónde y en quién está el problema), esta persona no tiene un problema y no hay que obligarle a cambiar si él/ella no quiere. En el momento en el que esa forma de ser le traiga dificultades o le resulte molesta para la consecución de algún fin, será la propia persona la que defina sus dificultades como “problema”. El que emprenda pasos para mejorar es otro tema más complicado (existen muchas “defensas”, autoengaños, etc.) que ahora no vendría al caso. El hecho es que existen muchas personas que sufren con sus dificultades de comunicación y que existen diversas técnicas encaminadas a paliar estas dificultades.

Para ello, lo mejor es comenzar por saber exactamente qué problemas se tienen y dónde, cuándo y cómo ocurren, cosa que, frecuentemente, no se sabe con precisión. Seguramente, las personas que estéis leyendo este libro pensaréis: “pues yo sí que sé qué problemas de asertividad tengo y en qué situaciones”; es cierto, pero de “saber” a delimitar exactamente las circunstancias que hacen que se tenga esa dificultad, hay un paso. ¿Sabéis, por ejemplo, de qué dependen vuestras dificultades? ¿Habéis observado si ocurren en presencia de una persona concreta, de una situación específica, o si dependen de lo que os decís en cada momento? ¿Tenéis claro cuáles son las convicciones irracionales que están condicionando vuestra conducta?

Es sumamente importante poder responder a estas preguntas si se quiere hacer algo por solucionar un problema de asertividad. Si no se delimita exactamente el problema, no podrá solucionarse nunca.

La primera regla para entresacar la intrincada red de circunstancias que rodean una conducta es pensar: ¡no sé nada respecto a esta conducta! Es así como podremos saber realmente qué está ocurriendo, sin dejarnos influir por pensamientos como “esto ya lo sé”, “no me hace falta analizar si ya me conozco”, etc.

El segundo paso será poner en práctica una serie de métodos de observación que nos permitan conocer mejor nuestra conducta-problema y las circunstancias por las que se ve influida, a fin de poder enfocar correctamente los pasos que nos van a llevar a modificarla.

Veamos, pues, qué es lo que se necesita para saber exactamente qué ocurre con nuestra conducta-problema y cómo podemos afrontarla:

1.   Una correcta formulación del problema

2.   Una observación precisa y exhaustiva sobre las circunstancias que rodean la conducta-problema

3.   Un análisis detallado de los datos que se hayan sacado, a fin de detectar qué está manteniendo la conducta (por qué no desaparece) y cómo podemos modificarla.

4.1.    Formulación correcta del problema

Saber cuál es la conducta que nos causa problemas no basta para poder afrontarla adecuadamente. Hace falta que nos la formulemos a nosotros mismos de forma precisa y objetiva.

Así, por ejemplo, Elena y Juana, las personas con problemas de asertividad (Elena sumisa y Juana agresiva) que describíamos al principio, relataron su problema en la primera entrevista de la siguiente forma:

Elena:

“Tengo muchos problemas a la hora de hablar con la gente. Nunca sé qué decir y las conversaciones se terminan enseguida. Creo que es porque tengo tanto miedo a meter la pata que prefiero no decir nada”.

Juana:

“No sé qué me pasa con la gente. Yo creo que están acostumbrados a que siempre haya alguien que les saque las castañas del fuego y, si les fallo en ese sentido, ya les caigo mal y me ponen malas caras”.

Parece que digan mucho, pero, en el fondo, con estas palabras no nos han dicho nada. No podríamos empezar a trabajar basándonos solamente en este párrafo.

Necesitamos tener contestadas una serie de cuestiones para poder centrarnos y saber en qué consiste realmente el problema. Estas son:

–    Con quién ocurre (jefes, compañeros, hombres, mujeres, niños; alguna persona o personas sueltas, etc.)

–    Cuándo ocurre (momento y lugar) (en el trabajo, con los amigos, en reuniones, en actos sociales, con mi pareja...)

–    Qué es lo que me preocupa de la situación (lo que piensan los demás, lo que pienso yo, quedar mal, hacer el ridículo, parecer tonto, etc.)

–    Cómo lo suelo afrontar normalmente (evito las situaciones problemáticas, me “pego” a alguien, no digo nada, intento a toda costa decir algo, etc.)

–    Por qué no soy asertivo/a con esta conducta concreta; dicho de otra forma: qué temo que ocurra si me mostrara asertivo (no se me acepte, se me considere un jefe duro, no se me quiera, etc.)

–    Cuál es el objetivo que persigo al querer cambiar mi conducta (que se me estime profesionalmente, que se me tenga afecto, que no me tomen más el pelo, etc.)

Veamos cómo cambia la formulación de Elena si intenta contestar a las preguntas citadas anteriormente:

“En las reuniones informales, por ejemplo, en una boda o en fiestas del trabajo (no me muevo en otros ambientes), me cuesta mucho conversar con la gente. Nunca me acerco a grupos ni a personas sueltas y cuando se acercan a mi, contesto con monosílabos y no aporto nada por mi parte. Intento pensar rápidamente en algo que decir, pero me quedo bloqueada. Mi mayor temor es que pueda decir algo que moleste a los demás. Con sólo poder conversar de manera fluida cuando alguien se acerque a mí me conformaría”.

Si Juana contestara las preguntas anteriores, podría decir:

“En mi trabajo y en la Facultad (con mis amigos íntimos no), tengo dificultades para relacionarme con la gente, ya que siempre parece haber problemas de poder entre ellos y yo. Creo que me tienen para sacarles las castañas del fuego. El caso es que me siento mal cuando veo corrillos de gente cuchicheando y riéndose, porque pienso que están hablando de mí. Cuando veo esto, me encaro directamente con ellos, para que no crean que soy tonta y no me doy cuenta de las cosas. Si me mostrara más ‘blanda’, me tomarían por el pito del sereno. Lo único que pretendo es que me dejen vivir tranquila”.

Esto ya comienza a parecerse a un instrumento de trabajo y aún así, a un psicólogo no le bastaría. Hace falta más, mucho más, para saber qué condiciona exactamente la conducta y cuáles son los pasos a emprender para evitarlo.

4.2.    Observación precisa

En terapia, invertimos unas cuatro sesiones en realizar una exhaustiva entrevista a la persona. En ella, nos informamos de lo que ocurre alrededor y en el interior de la persona cada vez que ocurre el problema.

Por supuesto, aquí no podemos plasmar las cuatro sesiones de entrevista que realizamos a las personas, pero sí un resumen de las cuestiones principales.

Normalmente, se divide la conducta en las tres áreas cognitiva, motórica (o comportamiento externo) y emocional. A partir de ahí, se plantean preguntas que respondan a las siguientes cuestiones:

Área cognitiva

–    ¿Qué pienso exactamente antes de enfrentarme a una situación que temo?

–    ¿Qué pienso o qué me digo durante la situación, mientras estoy actuando y/o actúan los demás?

–    ¿Qué pienso después de finalizada la situación temida, cuando saco conclusiones sobre lo ocurrido?

Área motórica

–  ¿Qué hago exactamente en las situaciones temidas? ¿Me quedo callado, contesto agresivamente, huyo de la situación...?

–  ¿Qué habilidades sociales poseo de hecho? Esto lo sabré si me observo en situaciones sociales en las que no estoy tenso o lo estoy menos. En estos casos ¿tengo la misma conducta que en las situaciones temidas? ¿cuál es la diferencia?

Área emocional

–        ¿Cómo me siento en las situaciones que me cuesta afrontar?

–        ¿Qué síntomas físicos experimento durante la situación: taquicardia, sudoración, pérdida de visión momentánea, mareos, tartamudeo... ¿En cuánto me influyen a la hora de actuar?

También es importante explorar y observar las situaciones concretas que nos causan temor:

–        ¿Qué personas o tipo de personas suelen estar presentes?

–        ¿Tienen algo en común las situaciones que temo, por ejemplo: mismo lugar, mismo tipo de situación (formal, informal, fiestas, reuniones...), mismas personas...?

–        ¿Qué hace que me tranquilice, me sienta más seguro me tense, me sienta ansioso/a? ¿Influye en ello alguna persona, alguna reacción hacia mí, algún gesto o comentario?

Por supuesto, estas preguntas no son suficientes de cara a iniciar una terapia, pero pueden servir a las personas que estéis leyendo este libro para comenzar a explorarse y adquirir una nueva actitud hacia los problemas de asertividad.

La clave para poder contestar correctamente a estas preguntas es observar atentamente cuándo, cómo, en qué circunstancias ocurre la conducta y qué sucede a la vez en el interior de la cabeza de la persona que la está emitiendo. En terapia, como ya hemos dicho, utilizamos para ello unas cuatro sesiones y damos “deberes” (autorregistros) a la persona, para que ésta se autoobserve durante la semana. En estas páginas, no pretendemos plasmar un manual completo de autoobservación. Daremos, simplemente, unas cuantas pautas por si algún lector quiere practicar la autoobservación y mostraremos unos registros realizados por personas que hemos tenido en consulta.

4.3.    Cómo autoobservarme correctamente

Para poder contestar mejor a preguntas del tipo de las expuestas anteriormente, es necesario realizar una precisa autoobservación que nos permita detectar exactamente cuándo, cómo, con quién y en qué circunstancias emitimos una conducta problemática; con qué frecuencia la emitimos y si la intensidad (más o menos fuerte) de la conducta depende de los factores anteriormente dichos. Observar cómo afrontas las situaciones es esencial, ya que te permite saber cómo reaccionas en el presente, pero también cómo vas progresando y qué tienes que hacer para cambiar tu conducta. Observar y anotar tu comportamiento te será de ayuda inmediata, ya que irás adquiriendo más y más conciencia del mismo. Además, así dispondrás de un instrumento de evaluación objetivo del cambio que se produce a lo largo del tiempo en el comportamiento sometido a observación.

A veces ocurre que el mero hecho de autoobservarte hace que modifiques tus conductas; es la llamada “reactividad” de la observación. A veces, esta reactividad es negativa: hace que la persona se obsesione más con su conducta, al tener que estar pendiente de ella. Pero en la mayoría de los casos, si se realiza correctamente, esto no ocurrirá y la posible alteración positiva del comportamiento que tenemos habitualmente, desaparecerá pronto, en cuanto nos hayamos habituado a este tipo de observación. Por ello, la autoobservación por sí sola no basta para modificar nuestra conducta. Es sólo el primer paso de toda una serie de estrategias encaminadas a modificar una conducta que nos causa problema, pero en ningún caso nos bastará sólo con observar.

Hay que tomarse un tiempo, por lo general, de tres semanas a un mes, durante el cual estaremos observando nuestra conducta externa e interna. Un período de tiempo menor no nos daría una información lo suficientemente precisa como para poder saber exactamente qué nos ocurre y podríamos incurrir en sacar conclusiones precipitadas sobre la causa de nuestro problema. Esto nos llevaría a intentar modificar nuestra conducta de forma errónea o a continuar en la misma línea que seguíamos hasta ahora. Ambos casos no nos resolverían el problema y, en el peor de los casos, nos darían una sensación de frustración y de irremediabilidad respecto a nuestro problema.

Existen dos tipos de instrumentos que nos pueden ayudar a observar mejor nuestra conducta: las escalas y los autorregistros.

Bajo el término “escalas” se engloban todo tipo de tests, cuestionarios e inventarios que exploran de forma objetiva datos tales como los principales síntomas de un problema, su frecuencia, las circunstancias que lo rodean, etc. Para el tema de la Asertividad existen muchos cuestionarios. Entre ellos, los más utilizados son:

–        Inventario de Asertividad de Rathus

–        Cuestionario de Asertividad de Sharon y Gordon Bowers

–        Inventario de Aserción de Fensterheim, adaptado de Rathus, Lazarus, Troy y Wolpe

Recientemente ha aparecido una escala que mide la asertividad en español, realizada por Elena Gismero. Se trata de la Escala de Habilidades Sociales (EHS) y está editada por TEA en el año 2000.

También puede ser interesante explorar el grado y tipo de tensión que se experimenta ante las situaciones que más dificultades causan. Entre otros, están los inventarios:

–        Inventario de Tensión de Fensterheim y Baer

–        Cuestionario de Temores, de Wolpe

Pero lo que verdaderamente nos va a dar la clave, si lo sabemos analizar bien, de nuestras dificultades, son los autorregistros. Un autorregistro es una hoja de papel en la que se apuntan, a medida que van ocurriendo, las conductas problemáticas, los factores que intervienen en ellas, las circunstancias que las rodean, etc. Se utiliza tanto para realizar una observación inicial, a lo largo de tres o cuatro semanas, como para ir viendo los progresos que se realizan una vez iniciado un tratamiento del problema. Igualmente, puede servir para analizar posibles fracasos y ver qué se puede hacer la siguiente vez.

No existe un modelo estándar de autorregistro. Lo importante es tener en cuenta que el autorregistro es un método para observar y registrar tanto la conducta manifiesta (pública) como la encubierta (pensamientos y sentimientos). Al final del capítulo os presentamos varios modelos de autorregistro. Como veréis, pueden variar los factores a registrar, dependiendo de lo que se busca, de si estamos registrando nuestra conducta antes de haberla modificado, durante o después, etc. Sin embargo, hay algunos determinantes que siempre se deben de registrar:

–        la frecuencia de aparición de la conducta problema. Es decir: ¿cuántas veces ocurre al día/semana/mes? ¿Ocurre en todas las ocasiones o sólo a veces? ¿De qué depende?

Normalmente, esto se recuenta apuntando simplemente el día y la hora en que sucedió la conducta a observar y la situación y las circunstancias que la precipitaron.

–        La intensidad o “gravedad” que para cada uno tenga la conducta. Interesa lo que la persona entienda como “grave”, no lo que objetivamente “debería” de ser grave o leve. Esto es así, porque lo que la persona interprete como “grave” estará influyendo en sus pensamientos y, consiguientemente, en sus sentimientos y conducta.

Para apuntar mejor la intensidad, se puede establecer un sistema de números (1-5), que vayan de menor a mayor gravedad, o poner, simplemente, “grave” - “intermedio” - “leve”.

–        La conducta concreta que se haya realizado, entendiendo bajo conducta tanto la interna como la externa, es decir, lo que se ha hecho, lo que se ha pensado al respecto y lo que se ha sentido física o anímicamente.

Otros datos a poner podrían ser la repercusión (también interna o externa) que la conducta haya tenido en uno mismo o los demás, la idea irracional subyacente, las posibles cosas a modificar, etc.

Una de las ventajas de los autorregistros frente a otras formas de medir las conductas problemáticas consiste en que la persona no tiene que recordar situaciones pasadas para llegar a conclusiones sobre su problema, con la consiguiente distorsión que esto conlleva, sino que va anotando los episodios en el momento en el que ocurren (o, como muy tarde, la misma noche en que han sucedido), con lo cual, el grado de fiabilidad de la información es mucho mayor. Pero para ello, es necesario llevar un registro exacto. Es imperativo que éste sea escrito y que la persona se comprometa a rellenarlo todos los días o en todas las ocasiones en las que ocurre algo relacionado con el problema. Llevando así una hoja de datos diaria, se tendrá evidencia objetiva sobre los cambios que se van experimentando. Si no se realizan las anotaciones regularmente, se tendrá que confiar en la memoria y ésta es un método de autoobservación muy inexacto, tal y como han demostrado múltiples investigaciones.

Aún con todo lo dicho, a veces, la conducta registrada se hace de forma inexacta. Los mensajes irracionales que nos mandamos suelen ser muy poderosos y distorsionan a menudo las cosas que vemos, sobre todo, si algo nos está afectando y entronca directamente con alguna creencia irracional. Así, por ejemplo, una persona que tema mucho quedar en ridículo o que está continuamente pendiente de lo que piensan los demás de él, anotará quizás “se dieron cuenta de que estaba nervioso”, “todos me miraron con cara extrañada” y hasta “me puse colorado”, sin evidencia de que esto haya ocurrido realmente. La propia conducta se ensombrece, la persona sólo se fija en los aspectos negativos y al cabo de un tiempo de estar registrando, se sentirá muy desalentada.

Lo ideal sería que, paralelamente al autorregistro, otra persona de confianza le relate al interesado cómo “ha quedado”, visto desde fuera. Evidentemente, esta persona no puede seguirle a todas partes para observarle. Pero basta una muestra de situaciones en las que ambos puedan contrastar sus puntos de vista sobre la actuación en cuestión para que la persona interesada sepa si tiene tendencia a filtrar la realidad o si contempla las cosas de forma objetiva y realista. Por ello, convendría que la persona elegida fuera alguien que compartiera con el interesado situaciones de diversa índole, es decir, que fuera su pareja, sus padres o hermanos o algún amigo de mucha confianza.

Estos son algunos ejemplos de posibles autorregistros. Están rellenados por personas que mostraban dificultades de asertividad y que acudieron a nuestra consulta.

Autorregistro 1.png

(En este registro, se rellena una hoja por situación, mientras que en los otros que presentamos, se pueden poner varias situaciones en una misma hoja).

Autorregistro 2.png

Autorregistro 3.png

Olga Castanyer, en  psicocarlha.com/

Notas:

4.  Para mayor comprensión de los conceptos “refuerzo” y “castigo” ver capítulo 7.1.

5.  La solución la tienes en el capítulo 5, “Aplicación de la Reestructuración Cognitiva a problemas de Asertividad”.

Olga Castanyer

Lancémonos, pues a mejorar la calidad  de nuestras relaciones

Introducción

Asertividad... ¿qué era eso? Me suena haberlo oído, pero ahora no lo localizo...

De esta y muchas formas parecidas pensarán la mayoría de las personas que se acerquen a hojear este libro. Si en vez de utilizar ese término decimos “habilidades sociales”, el tema ya empieza a sonar más. Y si finalmente decimos “trata de cómo quedar bien con todo el mundo y no dejarse pisar”, quedarán aclaradas ya todas las incógnitas y la gente respirará tranquila. Aparentemente.

Porque este libro habla de eso y no habla de eso.

El tema de las llamadas “habilidades sociales”, con su derivado, la asertividad, está cada vez más a la orden del día, hasta estar convirtiéndose, sobre todo en el mundo empresarial, en una “moda”. Parece como si, de pronto, a todo el mundo se le hubiera ocurrido que posee pocas habilidades sociales y quisiera mejorarlas; y también parece que, si no se desarrollan al máximo estas habilidades, nunca conseguiremos vender correctamente un producto o tener éxito en nuestra profesión.

El concepto de “asertividad” conlleva un peligro. Los lectores que hayan acudido a uno de los llamados “cursos de asertividad” o hayan leído ciertos libros sobre el tema, pueden estar algo asustados (o excesivamente entusiasmados) ante la supuesta pretensión que se persigue con ellos: estar por encima de los demás, no dejarse apabullar en ningún caso y ser, en definitiva, siempre el “que gana”.

Pues bien, la asertividad, así como la trataremos en este libro, no es eso. Aquí vamos a intentar situarla muy cerca a la autoestima, como una habilidad que está estrechamente ligada al respeto y cariño por uno mismo y, por ende, a los demás.

Quien busque en este libro la clave para ganar siempre o para quedar indiscutiblemente por encima del otro, hará mejor en no leerlo, ya que se sentirá rápidamente frustrado. No encontrará ningún “truco” que le lleve a ser el mejor.

Pero quien busque aumentar el respeto por sí mismo y por los demás, mejorar sus relaciones y, en último extremo, contribuir a aumentar su autoestima, tiene en sus manos un libro que le quiere ayudar a ello.

A lo largo del libro, el lector se irá encontrando con propuestas de ejercicios, la mayoría para realizar solo, algunos en pareja o en grupo. Os invito a realizar estos ejercicios, cada uno con vuestros temas particulares, para así poder participar de forma activa en la lectura del libro y sacar más provecho de ello.

Para facilitar la localización de estos ejercicios, los señalaremos siempre con el carácter:

Alguien, todavía, puede pensar: “¿pero a quién va dirigido exactamente este libro? ¿A psicólogos, a expertos en el tema, o a personas ‘de la calle’ que quieran saber más?”. La respuesta es muy clara: a todos. No es, desde luego, un libro “profesional” escrito para iniciados en la materia; es, o pretende ser, algo escrito desde una experiencia clínica para todo aquél que quiera saber más sobre relaciones humanas, aprender para su propia experiencia o acercarse a alguna dificultad que tenga en esta materia.

Citando al gran Rabinranath Tagore, ¿quién no ha tenido alguna vez sentimientos parecidos y ha deseado poder actuar de otra forma?:

“Quería decirte las palabras más hondas que te tengo que decir, pero no me atrevo, no vayas tú a reírte. Por eso me río de mi mismo y desahogo en bromas mi secreto. Si, me estoy burlando de mi dolor, para que no te burles tú.

Quería decirte las palabras más verdaderas que tengo que decirte, pero no me atrevo, no vayas a no creerme. Por eso las disfrazo de mentira y te digo lo contrario de lo que te quisiera decir. Si, hago absurdo mi dolor, no vayas a hacerlo tú.

Quisiera decirte las palabras más ricas que guardo para ti, pero no me atrevo, porque no vas a pagarme con las mejores tuyas. Por eso te nombro duramente y hago alarde despiadado de osadía. Si, te maltrato, de miedo a que no comprendas mi dolor (...)”.

Lancémonos, pues, a mejorar la calidad de nuestras relaciones.

1.        Las incógnitas de una psicóloga

A veces, en medio de mi práctica cotidiana como psicóloga clínica, tengo necesidad de hacer un parón. Me reclino ante mi mesa, repleta de papeles, historias clínicas, libros de consulta, y miro a mi alrededor por el despacho que desde hace años acoge y escucha a las personas que acuden a explicar su problema. ¡Qué no habrán escuchado estas paredes, qué peso no habrá soportado el viejo sofá negro, que tan pronto sirve de asiento, como de colchón para relajarse, como de banco de una estación en un improvisado role-playing! [1].

Una consulta psicológica es como la otra cara de la vida: allá fuera nos sonríen brillantes hombres de negocios, triunfadores profesionales, dicharacheras amas de casa y divertidos estudiantes a los que nunca parece preocuparles nada. Aquí dentro, salen a la luz los niños tímidos, los adolescentes excluidos de su grupo, los hijos que se sentían rechazados, no queridos, solos...

A lo largo de estos años de consulta, me han ido surgiendo una serie de cuestiones, difíciles de contestar, pero que, pienso, son de vital importancia para comprender la naturaleza humana, como puede ser la tremenda importancia que tienen en la vida los padres (¿Cómo es posible que un hombre hecho y derecho de cuarenta años tiemble de terror ante su padre, anciano e inválido? ¿Qué ha pasado para que una chica guapa, inteligente y culta vea su vida oscurecida por la culpabilidad que siente respecto a su madre?) o la religión y la moral, hasta el punto de destruir internamente a una persona a fuerza de hacerla sentirse culpable y mala.

Otra de estas cuestiones, a la que últimamente doy más vueltas, se refiere al concepto de “respeto”: ¿Qué hace realmente que se respete a una persona? ¿Por qué hay personas ante las que se tiene un natural respeto, de las que no se burla nadie, a las que nadie levanta la voz, y personas que suscitan en los demás la burla, el desprecio; hombres y mujeres a las que se pisa y humilla?

Cuando vienen a consulta personas que se consideran tímidas, faltas de habilidades sociales, torpes o solitarias, chocamos una y otra vez con este tema: no se sienten respetadas, parece que los demás les pasan por alto, les rechazan o les excluyen. ¿Por qué? ¿Son todos ellos personas feas, bajitas, débiles, patosas? ¿Tienen algún defecto físico que pueda hacer que alguien les considere “inferiores”? No, en absoluto. Es más, hay muchas personas feas, bajitas, débiles, con defectos físicos, que sí son respetadas. Y personas guapas, fuertes y altas que son sistemáticamente ignoradas por los demás.

¿Será la capacidad de defenderse, de contestar a los demás la que marca la diferencia? También aquí nos encontramos que no necesariamente. Hay personas que, efectivamente, se defienden, piden que se les deje en paz, o tratan de no contestar o de hacer oídos sordos ante faltas de respeto e imprecaciones... pero hay algo en su forma de decirlo que hace que no se les tome en serio, que su palabra quede invalidada o ignorada por los demás.

Suelen ser personas inseguras, desde luego. ¿Será pues, la inseguridad el factor determinante? Pudiera parecer que sí, pero si lo pensamos bien, veremos que tampoco es eso solamente. El mundo está lleno de personas inseguras, y yo diría que, si pudiéramos hacer una encuesta, el 90% de la gente se considera insegura en algún campo interpersonal de su vida. Unos temen no saber qué decir, otros no soportan las reuniones informales, otros tiemblan ante la idea de hablar en público... sí, pero no todos son burlados sistemáticamente. Es más, muchos de los “respetados”, incluso gente que aparentemente “pisa” a los demás, está en su fuero interno tremendamente insegura... Tampoco parece ser ésta la causa determinante para que se respete a una persona.

En donde mejor se pueden observar todas estas conductas es en un grupo de niños, en los que todavía no existen las normas sociales que tenemos impuestas los adultos y en donde surge con mucha más claridad el afecto, pero también la crueldad que todos llevamos dentro. Si observamos a un grupo de niños o recordamos nuestra infancia, veremos que siempre había un “tonto de la clase”, aquél que siempre metía la pata, el que ejercía de payaso de la clase. A veces, esta persona era gorda o llevaba gafas de “culo de vaso”... pero también recordaremos a compañeros y compañeras gordas y con gafas que no tenían ese papel. A esas personas burladas las tenemos ahora, de adultos, en las consultas psicológicas, y  vemos que son personas normales, con sus intereses, temores, afectos. Son personas con su inteligencia y cultura, ni mayor ni menor que la de muchos otros, pero que han sufrido y sufren la falta de respeto.

Pero sálgamos de la consulta psicológica y observemos nuestra vida cotidiana, las relaciones que tenemos, las situaciones en las que nos movemos. Constantemente, estamos interactuando con otras personas, con diferentes niveles de confianza. A veces, nos sentimos satisfechos, otras no tanto. Hay personas concretas con las que nos sentimos más inseguros o situaciones que nos hacen sentir mal, sin aparente razón.

Aquí te pediría que hicieras un pequeño parón en tu lectura y reflexionases un poco: ¿qué situaciones de tu vida te hacen sentir inseguro? ¿Hay personas con las que te sientes mal, “cortado”, retraído? Si quieres, puedes hacer un pequeño listado, con el que luego, a lo largo del libro, irás trabajando. ¡Seguro que si te paras a pensar salen más situaciones de las que hubieras dicho en un principio!

¿Qué producen estas situaciones o personas en nosotros? Normalmente, nos sentimos mal porque estamos frustrados, enfadados, infravalorados, desatendidos. Excusamos nuestro estado de ánimo culpando al otro, a la situación, al momento, pero, en el fondo, sentimos que no se nos considera como nos gustaría, o que no somos capaces de mostrarnos tal y como somos y por consiguiente... ¡no nos sentimos respetados!

A todos nos pasan estas cosas en mayor o menor medida: todos somos “tímidos” en alguna situación y, como decíamos antes, por muy resueltos que creamos ser, de pronto, nos encontramos con una situación que “se nos hace grande”.

Hay personas que lo ven como un problema general, que afecta a muchas facetas de su vida (personas con fobia social o pánico ante las interacciones), otros lo notan sólo en momentos puntuales. De la angustia que ello produzca depende tal vez el que una persona acuda a una consulta psicológica o no, pero todos nos podríamos considerar “pacientes potenciales” porque siempre hay un área de nuestra vida con la que no podemos enfrentarnos.

Ya sea, pues, como problema general (personas que siempre se sienten rechazadas o inferiores) o puntual, el caso es que sigue estando ahí el misterio del respeto y la falta del mismo. Y si, como hemos visto, no es ni el aspecto físico exclusivamente, ni la capacidad de protestar, ni la seguridad la que hace que a uno se le respete y a otro no, ¿qué es entonces esa cosa extraña, cómo se le puede llamar a ese “algo” que hace que unos se sientan bien con los demás y otros mal, que a unos se les respete más y a otros menos?

Tras mucho reflexionar, pienso que la respuesta no es única, aunque sí se puede resumir en un término.

No es única, porque para hacerse respetar hacen falta varios de los elementos descritos anteriormente: hace falta sentirse seguro de sí mismo, y, a la vez, ser capaz de autoafirmarse, de responder correctamente a los demás, de no ser “torpe” socialmente.

Y todo esto se resume en una palabra, se trata de la ASERTIVIDAD.

En resumen, diríamos que:

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Si alguien duda de este planteamiento, que se imagine la siguiente situación: dos personas se encuentran en una fiesta. Una le dice a la otra: “Vaya, contigo quería hablar. ¿A qué viene eso de ir diciendo por ahí que soy un vago y un malqueda?”.

Tanto si es cierto como si no, la situación es, cuando menos, algo intimidante. ¿Depende del que ha hecho la interpelación el que la situación sea penosa para el otro? No, porque una persona segura de sí misma y de sus habilidades, responderá de forma airosa (“Pues no, te has equivocado” o “Sí, pero me gustaría explicártelo”), y no le dará mayor importancia al episodio, mientras que la persona más insegura en ambos aspectos responderá consiguientemente (“Nnnoo… no... de verdad, yo noo…” o “Pu… pues, bueno... no sé, quizás dije algo, pero...”) y, lo que es peor, se sentirá mal para el resto de la noche.

Las personas que tienen la suerte de poseer estas habilidades son las llamadas personas asertivas. Las personas que presentan algún problema en su forma de relacionarse, tienen una falta de asertividad. Esto último se puede entender de dos formas: poco asertivas son las personas consideradas tímidas, prestas a sentirse pisadas y no respetadas, pero también lo son los que se sitúan en el polo opuesto: la persona agresiva, que pisa a los demás y no tiene en cuenta las necesidades del otro. Ambos tienen problemas de relación y ambos son considerados, pues, faltas de asertividad, aunque el tratamiento tenga que ser forzosamente diferente en cada caso.

Llegados a este punto y antes de introducirnos de lleno en el tema de la asertividad, tenemos que hacer una advertencia: tal vez algunos de vosotros hayáis oído hablar de este tema, incluso puede que hayáis leído libros al respecto. Quizás os hayan parecido excesivamente “americanos”, es decir, avocados a convertir al lector en triunfador de la vida, en un brillante yuppie que sale airoso de todas las situaciones que se le presentan. Aquí pretendemos dar un concepto algo diferente al tema de la asertividad, más humilde, pero quizás también más realista: pretendemos que la asertividad sea un camino hacia la autoestima, hacia la capacidad de relacionarse con los demás de igual a igual, ni estando por encima ni por debajo. Sólo quien posee una alta autoestima, quien se aprecia y valora a sí mismo, podrá relacionarse con los demás en el mismo plano, reconociendo a los que son mejores en alguna habilidad, pero no sintiéndose inferior ni superior a otros. Dicho al revés, la persona no asertiva, tanto si es retraída como si es agresiva, no puede tener una autoestima muy alta, por cuanto siente la necesidad imperiosa de ser valorada por los demás.

2.        ¿Soy asertivo?

Teóricamente, ¿qué es la asertividad? Definiciones de la asertividad hay muchas. Una de las más clásicas es ésta:

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Esta frase suena muy bien y seguramente más adelante, cuando sepamos más sobre el tema, nos significará mucho. Pero ahora mismo, quizás no es muy ilustrativa para la persona que quiera introducirse en este tema. Para comprender mejor en qué consiste esto de la asertividad, permitidme poner unos ejemplos de personas con problemas de asertividad que acudieron a consulta.

Aquí, quisiera resaltar que los problemas de asertividad o de habilidades sociales no siempre son el motivo de consulta de la persona que acude a una terapia. A no ser que la problemática asertiva sea muy acuciante, las personas suelen comenzar explicando problemas de ansiedad, timidez, culpabilidad y muchas veces es el psicólogo el que, tras una serie de análisis, detecta una carencia de habilidades sociales como parte de la problemática por la que ha acudido la persona. Así ocurrió también en el caso de estas dos personas:

a.       Juana

Juana es secretaria y tenía 36 años cuando acudió a consulta. Estaba separada de su marido.

La exploración psicológica se desarrolló a diversos niveles de profundidad, a medida que se iba analizando el material y la entrevista que realizamos a Juana.

Análisis 1:

Como “motivo de consulta” reseñamos que vino llorando, diciendo tener una “crisis de identidad”. Una relación simultánea con dos hombres le había hecho plantearse muchas cosas de su vida, llegando a la conclusión de que no sabía lo que quería, a quién quería ni cómo iba a desarrollarse su futuro afectivo.

Se definía a sí misma como obsesiva y puntillosa, y decía no poder dejar de darle vueltas constantemente a todo cuanto de importancia le acontecía.

Análisis 2:

Poco a poco, la problemática con sus dos hombres fue quedando en un segundo plano, para extenderse a más personas. Progresivamente, fue saliendo que tenía problemas en casi todas las situaciones de interacción: trabajo, Universidad, amigos.

Se sentía explotada, pensaba que los demás se aprovechaban de ella y adivinaba intenciones en su contra en casi todo el mundo.

La explicación que daba a tal problemática con la gente era que ella tenía más empuje y energía que el resto de las personas que la rodeaban. Se quejaba de que, si ella no tiraba de la gente y tenía la iniciativa, las cosas no funcionaban.

Análisis 3:

Por medio de autorregistro [1] y entrevistas, llegamos a la conclusión de que su conducta era extremadamente agresiva: muy frecuentemente, contestaba con brusquedad a preguntas banales, por creer haber adivinado segundas intenciones en ello.

No dejaba explicarse a la gente y enseguida les etiquetaba públicamente.

En el trabajo y la Universidad, cada vez que veía corrillos de gente u oía hablar a más de dos personas entre sí, profería frases del estilo: “si queréis hablar de mí, hacedlo en alto”.

Al conocer a alguien nuevo, dejaba muy claro quién era ella y qué conductas le gustaban y cuáles le molestaban, “para que no haya malentendidos”.

b.       Elena

Elena también tenía 36 años cuando acudió a consulta y trabajaba asimismo como secretaria, pero su problemática era bien diferente.

Era soltera y vivía con su madre y sus dos hermanos, todos adultos con edades comprendidas entre los 23 y los 36 años.

Análisis 1:

El motivo de consulta fue muy difícil de saber; en principio, se quejaba de tener problemas familiares porque “siempre estamos de bronca”, ejerciendo ella de conciliadora. Su impresión era que, si no mediaba ella, aquello se podía convertir en un infierno. Su madre, decía, era depresiva y también era Elena la que la cuidaba y protegía de tensiones.

Aún con eso, fue muy difícil extraer más información y llegamos a tardar casi un año en profundizar más.

Análisis 2:

Muy lentamente y con gran dificultad, fue saliendo que su principal problema era la relación con su madre, que los manipulaba y dominaba a todos, provocando las tensiones y broncas que había en la casa. De hecho, se pudo comprobar que ésta tenía a los tres hijos completamente “atados” a ella, llegando a no permitirles salir los fines de semana, tener amigos y mucho menos, una pareja. De ahí se derivaba que los tres tenían grandes dificultades de relación con los demás. Concretamente Elena, no salía nunca, no tenía amigos, y, por lo tanto, carecía por completo de habilidades sociales.

Análisis 3:

Al final se delimitaron dos problemas principales: 1. la falta de asertividad: jamás llevaba a cabo deseos propios, nunca se negaba a nada, ni en el trabajo ni en casa, no sabía enfrentarse ni enfadarse, mostraba un excesivo autocontrol, con tal de no demostrar nunca disgusto [2]. Una gran culpabilidad, inculcada por su madre (si no cumplía con sus órdenes era “mala”) que la hacía justificar siempre a los demás y nunca a sí misma. (En este caso, se trató primero el tema más “interno”, el de la culpabilidad y luego el externo, las técnicas de asertividad y habilidades sociales).

Juana y Elena nos van a acompañar a lo largo de este artículo. Iremos viendo registros y escritos suyos, analizando su problemática y observando cómo se fueron resolviendo sus respectivos problemas.

2.1.    Características de la sumisión de la agresividad y de la asertividad

Veamos ahora, en abstracto, cuáles son las principales características de la “personalidad” de las personas sumisas, agresivas y, finalmente, asertivas.

Por supuesto, nadie es puramente agresivo, ni sumiso, ni siquiera asertivo. Las personas tenemos tendencias hacia alguna de estas conductas, más o menos acentuadas, pero no existen los “tipos puros”. Por lo mismo, podemos exhibir algunas de las conductas descritas en ciertas situaciones que nos causan dificultades, mientras que en otras podemos reaccionar de forma completamente diferente. Depende de la problemática de cada uno y de la importancia que tenga ésta para la persona.

A lo largo del artículo, observaréis que utilizamos repetidas veces la palabra “conducta”. Cuando hablamos de “conducta” no nos referimos solamente a “comportamiento externo”. Como psicólogos cognitivo-conductuales, denominamos “conducta” a todo el conjunto de comportamientos, emociones, pensamientos, etc. que posee una persona en las situaciones a las que se enfrenta.

Así, para delimitar las características que presenta cada estilo de conducta, (sumiso, agresivo y asertivo) describiremos cómo funcionan en cada caso los tres patrones de conducta:

-        Comportamiento  externo

-        Patrones de pensamiento

-        Sentimientos y emociones

2.1.1.  La persona sumisa

Si estamos muy pendientes de no herir a nadie en ninguna circunstancia, acabaremos lastimándonos a nosotros mismos y a los demás (P. Jakubowski)

La persona sumisa no defiende los derechos e intereses personales. Respeta a los demás, pero no a sí mismo.

Comportamiento externo:

•        Volumen de voz bajo/ habla poco fluida/ bloqueos/ tartamudeos/ vacilaciones/ silencios/ muletillas (estoo... ¿no?)

•        Huida del contacto ocular/ mirada baja/ cara tensa/ dientes apretados o labios temblorosos/ manos nerviosas/ onicofagia [2]/ postura tensa, incómoda

•        Inseguridad para saber qué hacer y decir

•        Frecuentes quejas a terceros (“X no me comprende”, “Y es un egoísta y se aprovecha de mí”...).

Patrones de pensamiento:

•        Consideran que así evitan molestar u ofender a los demás. Son personas “sacrificadas”.

•        “Lo que yo sienta, piense o desee, no importa. Importa lo que tú sientas, pienses o desees”.

•        Su creencia principal es: “Es necesario ser querido y apreciado por todo el mundo”.

•        Constante sensación de ser incomprendido, manipulado, no tenido en cuenta.

Sentimientos/emociones:

•        Impotencia/ mucha energía mental, poca externa/ frecuentes sentimientos de culpabilidad/ baja autoestima/ deshonestidad emocional (pueden sentirse agresivos, hostiles, etc. pero no lo manifiestan y a veces, no lo reconocen ni ante sí mismos)/ ansiedad/ frustración.

Este tipo de conductas tiene unas lógicas repercusiones en las personas que les rodean, el ambiente en el que se suelen mover, etc. Estas son las principales consecuencias que, a la larga, tiene la conducta sumisa en la persona que la realiza:

•        pérdida de autoestima/ pérdida del aprecio de las demás personas (a veces) /falta de respeto de los demás.

La persona sumisa hace sentirse a los demás culpables o superiores: depende de cómo sea el otro, tendrá la constante sensación de estar en deuda con la persona sumisa (“es que es tan buena...”), o se sentirá superior a ella y con capacidad de “aprovecharse” de su “bondad”.

Las personas sumisas presentan a veces problemas somáticos (es una forma de manifestar las grandes tensiones que sufren por no exteriorizar su opinión ni sus preferencias).

Otras veces, estas personas tienen repentinos estallidos desmesurados de agresividad. Estos estallidos suelen ser bastante incontrolados, ya que son fruto de una acumulación de tensiones y hostilidad y no son manifestados con habilidad social.

2.1.2.  La persona agresiva

Defiende en exceso los derechos e intereses personales, sin tener en cuenta los de los demás: a veces, no los tiene realmente en cuenta, otras, carece de habilidades para afrontar ciertas situaciones.

Comportamiento externo:

•        Volumen de voz elevado/ a veces: habla poco fluida por ser demasiado precipitada/ habla tajante/ interrupciones/ utilización de insultos y amenazas

•        Contacto ocular retador/ cara tensa/ manos tensas/ postura que invade el espacio del otro/

•        Tendencia al contraataque.

Patrones de pensamiento:

•        “Ahora sólo yo importo. Lo que tú pienses o sientas no me interesa”

•        Piensan que si no se comportan de esta forma, son excesivamente vulnerables

•        Lo sitúan todo en términos de ganar-perder

•        Pueden darse las creencias: “hay gente mala y vil que merece ser castigada” y/o “es horrible que las cosas no salgan como a mí me gustaría que saliesen”.

Emociones/ sentimientos:

•        ansiedad creciente

•        soledad/ sensación de incomprensión/ culpa/ frustración

•        baja autoestima (si no, no se defenderían tanto)

•        sensación de falta de control

•        enfado cada vez más constante y que se extiende a cada vez más personas y situaciones

•        honestidad emocional: expresan lo que sienten y “no engañan a nadie”.

Como en el caso de las personas sumisas, los agresivos sufren una serie de consecuencias de su forma de comportarse:

•        generalmente, rechazo o huída por parte de los demás

•    conducta de “círculo vicioso” por forzar a los demás a ser cada vez más hostiles y así aumentar ellos cada vez más su agresividad.

No todas las personas agresivas lo son realmente en su interior: la conducta agresiva y desafiante es muchas veces (yo diría que la mayoría) una defensa por sentirse excesivamente vulnerables ante los “ataques” de los demás o bien es una falta de habilidad para afrontar situaciones tensas. Otras veces sí que responde a un patrón de pensamiento rígido o unas convicciones muy radicales (dividir el mundo en buenos y malos), pero son las menos.

Muy común es también el estilo pasivo-agresivo: la persona callada y sumisa en su comportamiento externo, pero con grandes dosis de resentimiento en sus pensamientos y creencias. Frecuentemente utilizan la manipulación y el chataje afectivo para conseguir ser tenidos en cuenta. Obviamente, esto se debe a una falta de habilidad para afrontar las situaciones de otra forma.

Vamos a presentarte un escrito de una persona con problemas de asertividad. El contenido está plasmado tal cual lo puso esta persona. ¿A qué estilo crees que corresponde el perfil de esta persona? Cuidado con equivocarte, se puede prestar a interpretaciones erróneas:

“Siempre que estoy en el trabajo me fijo en Álvaro. Cada cosa que le oigo decir me repatea. Es un estúpido, y dice las mayores idioteces con una seguridad pasmosa. Le odio.

Suelo estar muy tenso. Sé que no debo dejar que esto afecte al resto de mis relaciones fuera del trabajo, pero ayer, por ejemplo, sentados cada uno en su mesa, Álvaro comentó: “qué poco les queda a algunos para irse de vacaciones”, en clara alusión a mí. Le contesté, bastante tenso, que diez días eran mucho tiempo aún. Me dijo que a él le quedaba mes y medio, y le contesté que cuando le quedaran 10 días como a mí ya me diría cómo estaba. El contestó algo en voz baja. Yo estaba de espaldas a él, en el ordenador, y no le miré ni le pregunté. Estaba ya tan tenso que pensaba que iba a estallar. Fui incapaz de articular más palabras.

Tengo mucho miedo a contestarle. Estoy tan tenso que pienso que mi voz va a salir quebrada. Le odio totalmente. No le soporto, me siento tan inseguro y él está tan tranquilo. Creo que dijo aquello (lo de las vacaciones), para hacerme reaccionar y yo he caído como un estúpido.

El siempre tiene razón y yo no. Me supera, es mejor que yo. Con Ana me va a pasar lo mismo. ¿Cómo puedo pensar en salir con ella? Duraríamos una semana.

Cada vez que tengo que hablar con alguien del trabajo, me entra una tensión horrible, me bloqueo y me sale una voz afectada. Eso me deja completamente abatido” [3].

¿Qué tipo de respuesta sueles tener tú? Seguramente, variarás tu conducta dependiendo del tipo de situación, las personas con las que estés, etc.

Consulta el listado de situaciones que te hiciste al principio. ¿De qué forma respondes a cada una de las situaciones?

¿Eres asertiva en unas, sumisa en otras y agresiva en otras o sueles mostrar un mismo tipo de comportamiento?

2.1.3.  Formas típicas de respuesta no asertiva

Hemos descrito en general, los comportamientos, los pensamientos y los sentimientos más comunes a las personas con problemas de asertividad, pero ¿cómo reacciona una persona con problemas de asertividad en una situación concreta de tensión?

Imaginemos una situación que conlleva algo de tensión: Carlos, que es poco asertivo, tiene prestado un libro de Juan desde hace más de un mes. Juan está cansado de reclamarlo una y otra vez, pero a Carlos siempre se le olvida. Por fin, un día, éste le devuelve su libro. Juan, molesto desde hace un tiempo, le dice con ironía: “Hombre, pues muchas gracias. Me gustan las personas que devuelven rápidamente lo prestado”.

Carlos se siente muy “cortado”, y no es asertivo, pero tiene que afrontar la situación de alguna manera. (Afrontar significa “salir airosamente”, no enfrentarse. En este caso, si Juan tiene razón, no hay por qué intentar quitársela).

Estas son cuatro de las típicas formas erróneas de responder que podría esgrimir Carlos con su problema de asertividad:

a.       Bloqueo

Conducta: ninguna, “quedarse paralizado”.

Pensamiento: a veces, no hay un pensamiento claro, la persona tiene “la mente en blanco”.

Otras, la persona se va enviando automensajes ansiógenos y repetitivos: “tengo que decir algo”, “esto cada vez es peor”, “Dios mío, ¿y ahora qué hago?”, etc.

Generalmente, esta forma de respuesta causa una gran ansiedad en la persona y es vivida como algo terrible e insuperable.

En este caso, Carlos, simplemente, se quedaría “de piedra” y no diría ni haría nada. Esta conducta permite que el interlocutor, al no disponer de datos, interprete la reacción según sea su estilo de pensamiento. Depende de cómo sea Juan, éste podrá pensar: “pues vaya caradura, encima se me queda mirando y no se excusa” o “vaya, parece que ha reconocido su falta. Quien calla, otorga...”.

b.       Sobreadaptación

Conducta: el sujeto responde según crea que es el deseo del otro.

Pensamiento: atención centrada en lo que la otra persona pueda estar esperando: “tengo que sonreírle”, “si le digo mi opinión, se va a enfadar”, “¿querrá que le de la razón?”.

Esta es una de las respuestas más comunes de las personas sumisas.

Carlos, de responder así, simplemente, se reiría nerviosamente, haciendo como si el “chiste” de Juan tuviera mucha gracia. No daría ninguna explicación respecto a su demora en devolver los apuntes.

c.       Ansiedad

Conducta: tartamudeo, sudor, retorcimiento de manos, movimientos estereotipados, etc.

Pensamiento: “me ha pillado”, “¿y ahora qué digo?”, “tengo que justificarme”, etc. La persona se da rápidas instrucciones respecto a cómo comportarse, pero éstas suelen llevar una gran carga de ansiedad.

Otras veces, la ansiedad es parte de un bloqueo. En estos casos, la persona no puede pensar nada porque está bloqueada, y generalmente, tampoco emite otra respuesta encaminada a afrontar la situación.

Esta forma de comportamiento tiene grados. Puede ir desde una respuesta correcta, que afronta la situación, aunque con nerviosismo interno o externo, hasta el descrito bloqueo, en el que la persona no emite más respuesta que la ansiedad.

Carlos tal vez sí respondería, pero con ansiedad: “Bueno, es que yoo..., pues sí, je, je, tienes razón, pero yo no quería, es decir, en fin, vaya, que sí, que tienes razón”, a la vez, que se retorcería nerviosamente las manos o se pasaría la mano una y otra vez por el pelo, riendo nerviosamente.

d.       Agresividad

Conducta: elevación de la voz, portazos, insultos, etc.

Pensamiento: “ya no aguanto más”, “esto es insoportable”, “tengo que decirle algo como sea”, “a ver si se cree que soy idiota”.

Esta conducta, a veces, sigue a la de ansiedad. La persona se siente tan ansiosa, que tiene necesidad de estallar, con la idea, además, de tener que salir airoso de la situación.

Carlos podría esgrimir cualquier frase desafiante del estilo: “pues tú tampoco eres manco, ¿eh?”, “pues no sé a qué viene eso”, o peor aún: “oye, a ti nadie te ha pedido la opinión”.

2.1.4.  La persona asertiva

Vistas ya las dos conductas que indican falta de asertividad, veamos, por fin, cómo se comporta, qué piensa y siente la persona que sí es asertiva. Lógicamente, rara vez se hallará una persona tan maravillosa que reúna todas las características; al igual que ocurre con los tipos descritos de sumisión y agresividad, los rasgos que ahora presentamos son abstracciones. Todo lo más, podremos encontrar a personas que se asemejen al “ideal” de persona asertiva, y podremos intentar, por medio de las técnicas adecuadas, acercarnos lo máximo posible a este modelo, pero jamás tendremos el perfil completo, ya que nadie es perfecto.

Las personas asertivas conocen sus propios derechos y los defienden, respetando a los demás, es decir, no van a “ganar”, sino a “llegar a un acuerdo”.

Comportamiento externo:

•        Habla fluida/ segura/ sin bloqueos ni muletillas/ contacto ocular directo, pero no desafiante/ relajación corporal/ comodidad postural.

•        Expresión de sentimientos tanto positivos y negativos/ defensa sin agresión/ honestidad/ capacidad de hablar de propios gustos e intereses/ capacidad de discrepar abiertamente/ capacidad de pedir aclaraciones/ decir “no”/ saber aceptar errores.

Patrones de pensamiento:

•        Conocen y creen en unos derechos para sí y para los demás.

•        Sus convicciones son en su mayoría “racionales” (esto se explicará más adelante).

Sentimientos/emociones :

•        Buena autoestima/ no se sienten inferiores ni superiores a los demás/ satisfacción en las relaciones/ respeto por uno mismo.

•        Sensación de control emocional.

También en este caso, la conducta asertiva tendrá unas consecuencias en el entorno y la conducta de los demás:

•        Frenarán o desarmarán a la persona que les ataque

•        Aclaran equívocos

•        Los demás se sienten respetados y valorados

•        La persona asertiva suele ser considerada “buena”, pero no “tonta”.

Acordémonos de nuevo del ejemplo antes descrito sobre una conversación entre Juan y Carlos, en la que Juan reprochaba de forma irónica a Carlos el que éste hubiera tardado mucho en devolverle un libro. Si Carlos, en este caso, es una persona asertiva, cuenta con una serie de habilidades para salir medianamente airoso de la situación, aunque esto incluya tener que admitir su error. Estas son las habilidades de las que dispone Carlos:

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¿Qué podría haber dicho Carlos en este caso? Si considera que el reproche es razonable, no cabe negar la evidencia, con lo cual, lo más que puede hacer es decir algo así: “Tienes razón, tendría que habértelo devuelto antes, pero es que soy un despistado. Te prometo que la próxima vez me esforzaré en devolvértelo más pronto”. Pero también puede no estar de acuerdo con lo que se le reprocha. En este caso, podría responder: “cuando te lo pedí, te dije que tendría que leerlo entero y no he podido leerlo en menos tiempo”. También, si le ha molestado el tono de la increpación: “Bueno, es verdad, pero me molesta un poco el tono irónico con que me has hablado. Intentaré no tardar tanto la próxima vez, pero tú no me hables así, ¿vale?”. Por supuesto, éstas son frases “standard” que suenan algo artificiales. Carlos tendría que adaptarlas a su lenguaje y forma de expresión.

2.2. Cómo nos delatamos: Componentes no verbales de la comunicación asertiva

En Escocia puede ser difícil hacer hablar a un individuo. En España, lo espinoso es conseguir que se calle. (J.A. Vallejo-Nágera)

Es esta una parte algo más teórica, pero, a mi entender, interesante, ya que hace hincapié en un tipo de respuesta que muchas veces pasamos por alto, y que sin embargo, nos está condicionando constantemente: la conducta no verbal, es decir, los gestos, miradas, posturas que emitimos mientras estamos comunicándonos. Remitimos al lector al estudio de los interesantes libros que se han escrito al respecto (véase Bibliografía) y nos limitamos aquí a describir la parte de la comunicación que afecta directamente a la asertividad.

La comunicación no verbal, por mucho que se quiera eludir, es inevitable en presencia de otras personas. Un individuo puede decidir no hablar, o ser incapaz de comunicarse verbalmente, pero todavía sigue emitiendo mensajes acerca de sí mismo a través de su cara y su cuerpo. Los mensajes no verbales a menudo son también recibidos de forma medio consciente: la gente se forma impresiones de los demás a partir de su conducta no verbal, sin saber identificar exactamente qué es lo agradable o irritante de cada persona en cuestión.

Para que un mensaje se considere transmitido de forma socialmente habilidosa (asertiva), las señales no verbales tienen que ser congruentes con el contenido verbal. Muchas veces nos hemos encontrado con individuos que, aparentemente, emiten mensajes verbales correctos, pero que no consiguen que los demás les respeten o consideren interlocutores válidos. Las personas sumisas carecen a menudo de la habilidad para dominar los componentes verbales y no verbales apropiados de la conducta, y de aplicarlos conjuntamente, sin incongruencias. En un estudio realizado por Romano y Bellack, a la hora de evaluar una conducta asertiva, eran la postura, la expresión facial y la entonación las conductas no verbales que más altamente se relacionaban con el mensaje verbal.

Analicemos uno a uno los principales componentes no verbales que contiene todo mensaje que emitimos:

La mirada

Ha sido uno de los elementos más estudiados en la literatura sobre habilidades sociales y aserción.

Casi todas las interacciones de los seres humanos dependen de miradas recíprocas. Pensemos solamente en cómo nos sentimos si hablamos con alguien y éste no nos está mirando; o, al contrario, si alguien nos observa fijamente sin apartar la mirada de nosotros. La cantidad y tipo de mirada comunican actitudes interpersonales, de tal forma que la conclusión más común que una persona extrae cuando alguien no le mira a los ojos es que está nervioso y le falta confianza en sí mismo (que algunas veces, por nuestra propia inseguridad, la persona que no nos está mirando a los ojos nos “contagie” el nerviosismo es otra historia...).

Los sujetos asertivos miran más mientras hablan que los sujetos poco asertivos.

De esto se desprende que la utilización asertiva de la mirada como componente no verbal de la comunicación implica una reciprocidad equilibrada entre el emisor y el receptor, variando la fijación de la mirada según se esté hablando (40%) o escuchando (75%).

La expresión facial

La expresión facial juega varios papeles en la interacción social humana:

–        Muestra el estado emocional de una persona, aunque ésta pueda tratar de ocultarlo

–        Proporciona una información continua sobre si se está comprendiendo el mensaje, si se está sorprendido, de acuerdo, en contra, etc. de lo que se está diciendo

–        Indica actitudes hacia las otras personas.

Las emociones: alegría, sorpresa, ira, tristeza, miedo, se expresan a través de tres regiones fundamentales de la cara; la frente/cejas, ojos/párpados y la parte inferior de la cara.

La gente, normalmente, manipula sus rasgos faciales adoptando expresiones según el estado de ánimo o comportamiento que le interese transmitir. También se puede intentar no transmitir o no dejar traslucir estado de ánimo alguno,(la llamada “cara de póker”) pero, en cualquier caso, la persona está manipulando sus rasgos faciales.

La persona asertiva adoptará una expresión facial que esté de acuerdo con el mensaje que quiere transmitir. Es decir, no adoptará una expresión facial que sea contradictoria o no se adapte a lo que quiere decir. La persona sumisa, por ejemplo, frecuentemente está “cociendo” por dentro cuando se le da una orden injusta, pero su expresión facial muestra amabilidad.

La postura corporal

La posición del cuerpo y de los miembros, la forma cómo se sienta la persona, cómo está de pie y cómo se pasea, refleja las actitudes y conceptos que tiene de sí misma y su ánimo respecto a los demás. Existen cuatro tipos básicos de posturas:

–        Postura de acercamiento: indica atención, que puede interpretarse de manera positiva (simpatía) o negativa (invasión) hacia el receptor

–        Postura de retirada: suele interpretarse como rechazo, repulsa o frialdad

–        Postura erecta: indica seguridad, firmeza, pero también puede reflejar orgullo, arrogancia o desprecio

–        Postura contraída: suele interpretarse como depresión, timidez y abatimiento físico o psíquico.

La persona asertiva adoptará generalmente una postura cercana y erecta, mirando de frente a la otra persona.

Los gestos

Los gestos son básicamente culturales. Las manos y, en un grado menor, la cabeza y los pies, pueden producir una amplia variedad de gestos que se usan, bien para amplificar y apoyar la actividad verbal o bien para contradecir, tratando de ocultar los verdaderos sentimientos.

Comparados un grupo de sujetos asertivos con otro que no lo era, se halló que mientras que el primero gesticulaba un 10% del tiempo total de interacción, el segundo grupo sólo lo hacía el 4%.

Los gestos asertivos son movimientos desinhibidos. Sugieren franqueza, seguridad en uno mismo y espontaneidad por parte del que habla.

Componentes paraligüísticos

El área paralingüística o vocal hace referencia a “cómo” se transmite el mensaje, frente al área propiamente lingüística o habla, en la que se estudia “lo que” se dice. Las señales vocales paralingüísticas incluyen:

–  Volumen: en una conversación asertiva, éste tiene que estar en consonancia con el mensaje que se quiere transmitir. Un volumen de voz demasiado bajo, por ejemplo, puede comunicar inseguridad o temor, mientras que si es muy elevado transmitirá agresividad y prepotencia.

–  Tono: puede ser fundamentalmente agudo o resonante. Un tono insípido y monótono puede producir sensación de inseguridad o agarrotamiento, con muy pocas garantías de convencer a la persona con la que se está hablando. El tono asertivo debe de ser uniforme y bien modulado, sin intimidar a la otra persona, pero basándose en una seguridad.

–  Fluidez-perturbaciones del habla: excesivas vacilaciones, repeticiones, etc. pueden causar una impresión de inseguridad, inapetencia o ansiedad, dependiendo de cómo lo interprete el interlocutor. Estas perturbaciones pueden estar presentes en una conversación asertiva siempre y cuando estén dentro de los límites normales y estén apoyados por otras componentes paralingüísticos apropiados.

–  Claridad y velocidad: el emisor de un mensaje asertivo debe hablar con una claridad tal, que el receptor pueda comprender el mensaje sin tener que sobreinterpretar o recurrir a otras señales alternativas. La velocidad no debe ser ni muy lenta ni muy rápida en un contexto comunicativo normal, ya que ambas anomalías pueden distorsionar la comunicación.

Componentes verbales

Separándonos del área no verbal, vamos a analizar muy brevemente aquellos elementos verbales que influyen decisivamente en que una comunicación sea interpretada como asertiva o no.

El habla se emplea para una variedad de propósitos: comunicar ideas, describir sentimientos, razonar, argumentar... Las palabras que se empleen cada vez dependerán de la situación en la que se encuentre la persona, su papel en esa situación y lo que está intentando conseguir.

Investigaciones en este campo han encontrado una serie de elementos del contenido verbal que diferencian a las personas asertivas de las que no lo son: utilización de temas de interés para el otro, interés por uno mismo, expresión emocional, etc. Asimismo se ha encontrado que la no condescendencia y las expresiones de afecto positivo ocurren con mayor frecuencia en personas socialmente habilidosas.

La conversación es el instrumento verbal por excelencia del que nos servimos para transmitir información y mantener unas relaciones sociales adecuadas. Implica un grado de integración compleja entre las señales verbales y las no verbales, tanto emitidas como las recibidas. Elementos importantes de toda conversación son:

–  Duración del habla: la duración del habla está directamente relacionada con la asertividad, la capacidad de enfrentarse a situaciones y el nivel de ansiedad social. En líneas generales, a mayor duración del habla, más asertiva se puede considerar a la persona, si bien, en ocasiones, el hablar durante mucho rato puede ser un indicativo de una excesiva ansiedad. De hecho, hay personas a las que les resulta más fácil hablar que tener que escuchar. En este último caso, la persona, al estar “pasiva”, tiene que mostrar muchas más conductas no verbales que la persona que está hablando.

–  Retroalimentación (feed back): cuando alguien está hablando, necesita información intermitente y regular de cómo están reaccionando los demás, de modo que pueda modificar sus verbalizaciones en función de ello. Necesita saber si los que le escuchan le comprenden, le creen, están sorprendidos, aburridos, etc.

Los errores más frecuentes en el empleo de la retroalimentación consisten en dar poca y no hacer preguntas y comentarios directamente relacionados con la otra persona. Una retroalimentación asertiva consistirá en un intercambio mutuo de señales de atención y comprensión, dependiendo, claro está, del tema de conversación y de los propósitos de la misma.

–  Preguntas: son esenciales para mantener la conversación, obtener información y mostrar interés por lo que la otra persona está diciendo. El no utilizar preguntas puede provocar cortes en la conversación y una sensación de desinterés.

Olga Castanyer, en  psicocarlha.com/

Notas:

1. Role playing: técnica terapéutica utilizada sobre todo en terapia cognitivo-conductual, que consiste en escenificar, siguiendo unas pautas, las situaciones que causan problema a la persona.

Autorregistro: método de obtención de información típico de la terapia cognitivo-conductual, que consiste en que la persona apunte en una hoja una serie de datos preestablecidos, cada vez que siente malestar.

2.  Onicofagia: hábito de morderse las uñas.

3. La persona es del estilo pasivo-agresivo.

Alejandro Llano

Decía el poeta alemán Heinrich von Kleist que “el paraíso está cerrado y el querubín se halla a nuestras espaldas; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si el paraíso no está quizás abierto aún en algún lugar del otro lado, detrás de nosotros”. La cultura moderna y la existencia actual se presentan como impregnadas de esta conciencia desencantada de encontrarse fuera del Paraíso, en la prosa del mundo y en su red de discordancias irreconciliables.

El hombre actual es el protagonista pasivo de una escisión que lo aparta de la totalidad de la vida y lo divide incluso en su ser íntimo. Las contradicciones del reciente proceso histórico –entre emancipación y violencia, liberación y desposesión del hombre aislado– parecen gritar al individuo que en el marco de la lucha general no puede recurrir a valores universales, capaces de justificar definitivamente su opción, de una vez por todas. Como ha sugerido Claudio Magris, toda opción lleva consigo la conciencia del agravio a quien ha preferido otra distinta o enfrentada a aquélla. La relativización de todos los valores –el relativismo ético– se presenta como la única posibilidad de superar ese mal radical que implican las convicciones morales absolutas, la única forma de abandonar la conciencia de culpa que acompaña a toda actuación seria, para alcanzar así una “nueva inocencia”.

Se lleva al extremo el nihilismo al intentar convertir la ausencia de todo valor en premisa para la libertad. El más célebre representante del pensamiento débil, Gianni Vattimo, haciendo la apología del nihilismo total, ha escrito que éste constituye la reducción final de todo valor de uso a valor de cambio: liberados los valores de su radicación en una instancia última, todos se hacen equivalentes e intercambiables: cada valor se convierte en cualquier otro, todo se reduce a valor de cambio y queda cancelado todo valor de uso, toda peculiaridad inconfundible o insustituible. Economicismo y relativismo se dan la mano. Cualquier realidad se puede convertir en cualquier otra, y adquiere de este modo la naturaleza del dinero, que puede ser permutado indiferentemente por cualquier cosa. La apoteosis del mecanismo del cambio, extendido a la vida entera, celebra la desposesión de la persona, a la que se arrebata radicalmente su dignidad.

Todo intento de restablecer el valor absoluto de la dignidad de la persona humana será considerado, entonces, como una agresión injustificable, y resultará por lo tanto ignorado o, si esto no es posible, duramente combatido por los Mass Media y por la cultura dominante.

Cuando empezaba este siglo que ahora termina, el sociólogo alemán Max Weber avanzó una profecía profana, que venía a concretar las formuladas en la pasada centuria por Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche. El diagnóstico de Weber se centra en su célebre fórmula del “politeísmo de los valores”. Olvidado ya el único Dios verdadero, los valores se enfrentan entre sí, en una lucha irreconciliable, como dioses de un nuevo Olimpo desencantado. La ausencia de finalidad conduce a la generalizada “pérdida de sentido”. A su vez, esa carencia de sentido hace surgir un tipo de individuos calificados por el propio Weber como “especialistas sin alma, vividores sin corazón”. Hoy están por todas partes. Habitan en los entresijos de una complejidad que no procede de la abundancia de proyectos, sino más bien de esos fenómenos de fragmentación de la sociedad, anomia de las costumbres, proliferación de los efectos perversos e implosión de las instituciones, descritos por sociólogos más recientes.

La conciencia de crisis de la cultura se generaliza, hasta constituir toda una corriente de pensamiento. Por su hondura y radicalidad, destaca en ella la figura de Martin Heidegger. “Sólo un Dios podrá salvarnos”, afirma. Pero su débil y ambigua sentencia, no exenta de ribetes turbios, surgía de un pensamiento postmetafísico que renunciaba de antemano a toda ética y, por supuesto, al acceso a una verdad del hombre fundada en la metafísica y abierta a la iluminación de un Dios personal. De postración intelectual tan honda, que se agudiza progresivamente y se prolonga hasta ahora mismo, sólo puede sacarnos en verdad la aceptación de una llamada que surge de una profundidad aún más radical. El abismo de la vaciedad clama por el abismo de la plenitud. La difundida y difusa conciencia de haber llegado a una situación improseguible, a un “final de esa historia”, abre un espacio para escuchar otra narrativa del todo diferente, como es la que apela –en esta era crepuscular– nada menos que a la reposición del valor incondicionado de la verdad como perfección del hombre, a un “esplendor de la verdad”.

Una cosa es el brillo y otra el esplendor o resplandor. El brillo es relativo, luz reflejada, prestada claridad. El resplandor, en cambio, es absoluto, luminosidad interna que serenamente se difunde: como aquel personaje de Miguel Delibes, esa señora de rojo sobre fondo gris, de quien nos dice el escritor castellano: “con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”. El resplandor es la verdad de lo real. El brillo omnipresente es la luz artificial del simulacro televisivo, que celebra el triunfo de la sociedad como espectáculo. El televisor es el tabernáculo doméstico de la religión nihilista.

No somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee. La verdad, dice el Profesor Leonardo Polo, no admite sustituto útil. Y Ortega y Gasset afirmaba en 1934: “La verdad es una necesidad constitutiva del hombre (...). Este puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad y, al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional”. Esta verdad necesaria no nos encadena: nos libera de la irrespirable atmósfera del subjetivismo y de la esclavitud a las opiniones dominantes, que representan obstáculos decisivos para un diálogo seriamente humano.

La fuerza liberadora de la verdad es un valor humanista y cristiano. La verdadera Fe no ha de ser nunca constricción o barrera, sino acicate para la investigación y apertura de posibilidades inaccesibles para esa razón menguada, esa razón positivista y relativizada, que en definitiva no busca la verdad sino la certeza, es decir, la coherencia consigo misma. La crispada pretensión de certeza está orientada hacia atrás, para atar los cabos de una seguridad que garantice el dominio de la razón. La búsqueda de la verdad, en cambio, se lanza audazmente hacia delante, al encuentro con la plenitud de la realidad. Quien busca la verdad no pretende seguridades. Todo lo contrario: intenta hacer vulnerable lo ya sabido, porque pretende siempre saber más y mejor. Y, paradójicamente, es esta apertura al riesgo la que hace, en cierto modo, invulnerable a la persona, porque ya no están en juego sus menudos intereses, sino la patencia de la realidad.

No podemos infravalorar los actuales obstáculos para la comprensión de esta concepción del valor de la verdad como perfección del hombre. Las dificultades son muy hondas. Provienen de toda una ficción cultural, en la que todavía se sigue empleando un lenguaje ontológico y moral cuyo significado se ignora. Alasdair MacIntyre lo ha demostrado de un modo que, a mi juicio, resulta irrefutable. Su argumentación más conocida es la que se refiere al uso de una palabra clave para nuestro tema: la palabra “virtud”. Hablar de “virtud” sólo tiene auténtico sentido en el contexto de una concepción de la razón práctica que supera la dialéctica sujeto-objeto consagrada por la ética racionalista. Para el racionalismo terminal de este siglo, la objetividad está compuesta por hechos exteriores y mostrencos, mientras que la subjetividad es una especie de cápsula vacía y autorreferencial. Se divide así la entera realidad en dos territorios incomunicados. Lo fáctico es el campo de la evidencia científica, accesible a todos los que dominen el método correspondiente; se trata de un reino neutral, avalorativo, dominado por un férreo determinismo. En cambio, lo subjetivo es irracional, irremediablemente individual, en donde no cabe la evidencia sino sólo las preferencias arbitrarias de cada uno. Claro aparece que, en un contexto así, no tiene mucho sentido hablar de virtud, porque la virtud es el crecimiento en el ser que acontece cuando la persona, en su actuación, “obedece a la verdad”. La virtud es la ganancia en libertad que se obtiene cuando se orienta toda la vida hacia la verdad. La virtud es el rastro que deja en nosotros la tensión hacia la verdad como ganancia antropológica, es decir, como perfección de la persona.

El que obedece a la verdad realiza la verdad práctica. Rehabilitar este concepto aristotélico –el de verdad práctica– implica superar la escisión entre sujeto y objeto, para abrirse a una concepción teleológica – finalista– de la realidad, en la que tiene sentido la libre dinámica del autoperfeccionamiento y, en definitiva, el ideal de la vida buena, de la vida lograda, de la vida auténtica o verdadera. Dando un paso más, se puede decir que el concepto de verdad práctica, central en la ética de inspiración clásica, sólo es posible si la libertad no se contrapone a la verdad. La oposición de la libertad a la verdad –como lo subjetivo a lo objetivo– se enreda en el pseudoproblema de la falacia naturalista y conduce a un dualismo antropológico –a una escisión entre la mente y el cuerpo– que arruina toda fundamentación realista de la ética.

Es conveniente –y posible– “hacer la verdad en el amor”. La verdad que se hace, que se opera libremente, es la verdad práctica. Y el amor es mucho más que deseo físico o sentimiento psicológico: es la tendencia racional que busca un verdadero bien, un bien que responda a la naturaleza profunda del que obra y, en definitiva, al ser de las cosas. Es así como cabe entender que “la verdad nos hace libres”. Actuar según verdad no supone la constricción de la libertad –como se derivaría de un esquema mecanicista– sino que implica potenciar la libertad: perfeccionarse, autorrealizarse. La vivencia de esta autorrealización no está sometida a reglas mecánicas, no responde a ningún recetario, sino que está dirigida por ese “ojo del alma” al que se llamaba phronesis o prudentia. La prudencia es el saber cómo aplicar las reglas a una situación concreta y, por lo tanto, ese mismo saber no puede estar sometido a reglas: es la capacidad de comprensión ética de una determinada coyuntura vital.

El relativismo ético es una trivialización de este carácter no reglado de la razón práctica. La moral prudencial no equivale, en modo alguno, al relativismo. Porque lo que subraya es que hay que “dar con la verdad” en cada caso, lo cual viene facilitado por esa experiencia vital que se remansa en las virtudes. La recta ratio es una correcta ratio, como ha puesto de relieve Fernando Inciarte. Y ello presupone que no da lo mismo hacer una cosa que otra. Al actuar, es posible acertar y es posible equivocarse. Nuestro campo de actuación no es una especie de gelatina amorfa, sino que está estructurado por las leyes morales, que expresan lo que es conveniente y lo que es disconveniente para el hombre, superando esa mezcla del bien con el mal, esa ambigüedad que hoy invade la sociedad entera. Una sociedad en la que ya nadie parece atreverse a decir categóricamente: “esto es bueno” o –todavía menos– “esto es malo”. Es bien cierto que no se puede asegurar de antemano que determinada conducta vaya a conducir al logro de la vida buena, precisamente porque cada biografía es única e irrepetible, no sometida a reglas mecánicas. Lo que se puede predecir es que si se actúa de determinada manera –de un modo moralmente malo– va a acontecer un fracaso vital. Por eso no nos debería extrañar o escandalizar el hecho importantísimo de que sean precisamente los preceptos morales negativos aquellos que tienen una universal validez incondicionada. Lo cual en modo alguno conlleva que se propugne una ética negativa, una moral de prohibiciones. Implica más bien un conocimiento antropológico que atesora una experiencia existencial según la cual el desprecio de ciertos bienes esenciales siempre conduce a la destrucción del propio equilibrio vital. Los preceptos morales negativos expresan, en último término, que no es lo mismo el bien que el mal, condición indispensable para la realización del  bien.  Sólo  cuando  se reconoce  que hay algo  malo en  sí mismo –como es la tortura, el aborto directamente provocado o la exhibición del propio cuerpo ante un público anónimo– empieza la vida ética, emergen los bienes morales. Dicho en términos más generales: si no hay error, tampoco hay verdad. Porque, si no hubiera error, todo sería verdadero. Y si todo es igualmente verdadero –también una afirmación y su correspondiente negación– entonces todo es igualmente falso.

Ciertamente, hoy resulta intempestivo –arriesgado incluso– apelar a una fundamentación ontológica para salir al paso de un relativismo moral que se presenta como esa “nueva inocencia”, situada más allá del bien y del mal. Estamos acostumbrados a aceptar la visión oficial del relativismo como algo ingenuo y hasta divertido, que contrasta con los ceños fruncidos de la intolerancia y el fanatismo, condensados hoy en la etiqueta “fundamentalismo”. La levedad del permisivismo convierte la ética en estética, o incluso en dietética, porque los únicos mandamientos incondicionados son actualmente los del disfrute dionisíaco y los de la higiene puritana. Como dice Magris, los nuevos personajes, “emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos”.

Sólo que, al convertir incluso a las personas en objetos consumibles, el relativismo consumista adquiere una deriva cruel. Porque habría que caer en la cuenta de que lo que el permisivismo permite es justamente el dominio de los fuertes sobre los débiles, de los ricos sobre los pobres, de los integrados sobre los marginales. El relativismo moral, como ha subrayado Spaemann, absolutiza los parámetros culturales dominantes. Lleva, así, a un acomodo a las fuerzas en presencia que acaba por anestesiar la capacidad de indignación moral.

El coraje moral para demostrar que la verdad es la perfección de la persona humana sólo puede mantenerse desde una renovada comprensión de la verdad del hombre. Sin el campo de juego que abre el amor a la verdad, la libertad humana se ve ahogada por el temor y el sentimentalismo, por ese sofocante encapsulamiento afectivo del subjetivismo o por la violencia que se desprende del relativismo pragmatista. Violencia la ha habido siempre, se dirá. Y está bien dicho, si por violencia se entiende simplemente el uso de la fuerza. Pero el ensalzamiento actual de la violencia, sin contraste válido posible, revela el vacío que ha dejado tras de sí el nihilismo. Como dice Hannah Arendt, sólo el olvido de que la contemplación de la verdad –la teoría– es la más alta actividad humana ha dado origen a ese avasallamiento sistemático e implacable que revelan las manifestaciones actuales de violencia. No sería ocioso preguntarse cuáles son las condiciones culturales que posibilitan el terrorismo: fenómeno muy reciente, típicamente moderno, que refleja precisamente esa absolutización de lo relativo a la que antes me refería.

Ya Tocqueville –más actual ahora que nunca– advertía que el fundamento de la sociedad democrática estriba en el estado moral e intelectual de un pueblo. Desde luego, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral, aunque sólo sea porque el relativismo no fundamenta nada. La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la verdad práctica. La democracia no puede florecer si se considera que es el régimen de las incertidumbres, la organización de la sociedad que permite “vivir sin valores”.

Ciertamente, la aceptación del pluralismo es condición necesaria para la existencia real de las discusiones democráticas. La realidad es compleja y no sólo autoriza sino que exige diversidad de perspectivas para abordar su entendimiento. Mientras que los hombres y mujeres no somos sujetos puros, sino que nuestra personalidad está configurada por distintas trayectorias vitales, diferentes fibras éticas y preferencias de muy vario linaje. Son muchos, por tanto, los senderos que convergen en el descubrimiento de las nuevas realidades y en el perfeccionamiento individual y social. Pero –insisto– el pluralismo no equivale en modo alguno al relativismo. Acontece, más bien, lo contrario. Si hay posiciones diversas que entran en confrontación dialógica, es precisamente porque se comparte el convencimiento de que hay realmente verdad y la esperanza de que se pueda acceder a ella por el recto ejercicio de la inteligencia. Si se partiera, en cambio, de que la verdad es algo puramente convencional o inaccesible, las opiniones encontradas serían sólo expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque en definitiva nada valdrían. Lo que imperaría, entonces, sería el poder puro, la violencia clamorosa o encubierta, tan dolorosamente manifestada en la actualidad internacional.

El relativismo hace trivial al pluralismo y tiende a eliminarlo. El hecho de que tenga relevancia discutir acerca de la justicia de una ley positiva responde a que los interlocutores saben que existe algo que es justo en sí, por más que unas veces sea reconocido por el poder establecido y otras no.

En cambio, cuando ya no se cree que haya acciones injustas y malas de suyo, cuando se afirma –como hace el relativismo cultural– que es sólo nuestro modo de usarlas el que da su sentido a las calificaciones morales, cuando se mantiene que sólo es justo y bueno lo que simplemente llamamos “justo” y “bueno”, ya no cabe conversación racional posible; y el aparente diálogo disfraza con dificultad lo que se ha transformado en un puro juego de poderes. Si cuando discutimos acerca de lo bueno y lo justo sólo hablamos acerca de nuestro modo de hablar, entonces se impone necesariamente quien grita más fuerte, quien a esa peculiar mesa de negociaciones lleva más poder o quien deja sobre el tapete la pistola. Pero es que además, si sólo hablamos de nuestra forma de hablar, seguir refiriéndonos a un “diálogo libre de dominio” –al estilo de Habermas o Apel– no pasa de ser una burla cruel. Como ha dicho el Profesor Jorge de Vicente, si no hay verdad real, si son únicamente nuestras prácticas lingüísticas las que fundan el sentido de las palabras, si el honorable término “justicia” sólo tiene el sentido que se le dé en la mesa de negociaciones, ¡Ay de los ausentes! ¡Ay de los débiles, de quienes por carecer, carecen hasta de palabra! “Me queda la palabra”, decía un verso inolvidable de Blas de Otero. Pero a los enfermos, a los presos, a los subnormales, los no nacidos, los ancianos, los dementes, los catatónicos, los emigrantes magrebíes, los drogadictos, los que padecen el Sida, y al ingente número de los marginados de nuestra sociedad, ni siquiera les queda la palabra, porque unos la han perdido y otros no la han tenido nunca. Hoy –cuando la marginación ya no es marginal– puede entenderse mejor que en otras épocas el lamento de la Escritura: Vae tacentibus! ¡Ay de quienes callan! Porque ellos, los que mejor expresan en su humanidad doliente la humana dignidad, no tienen lugar en la mesa de negociaciones, en la que se pacta qué es lo justo, lo bueno y lo honrado.

Sabemos desde antiguo que hay un conflicto entre Ethos y Kratos, entre la moral y el poder. Una manera de resolverlo es la eliminación del Ethos, la resignación ante una política tecnocrática que sacraliza los procedimientos e ignora a las personas y su inalienable libertad. En la medida en que triunfa esta tendencia, se impone un modelo de colonización, de penetración capilar de la Administración y de la economía mercantilista en todos los ámbitos de la vida social y privada. Si, en cambio, se entiende que el poder surge de la libertad concertada de los ciudadanos, entonces se abre paso un modelo de emergencia, en el que la ética tiene primacía sobre la mecánica político-económica, y las solidaridades primarias recuperan su originario protagonismo.

El individualismo posesivo –típico de nuestras sociedades satisfechas– es pre-totalitario, porque los individuos aislados y presuntamente satisfechos por el consumo son instrumentos dóciles en manos de la tecnoestructura, es decir, de la emulsión entre Estado, mercado y Mass media. El individualismo ético es la síntesis de esas ficciones inhabitables a las que antes me refería. En el individualismo se malentiende el carácter único e intransferible de la conciencia personal, que primero se absolutiza y luego se disuelve. Pero, sobre todo, se ignora que la vida ética sólo es posible en comunidad, porque –como también muestra MacIntyre– únicamente en el seno de una comunidad se puede uno embarcar en prácticas susceptibles de aprendizaje, rectificación y perfeccionamiento, es decir, en prácticas éticamente relevantes. La inviabilidad ética y social del individualismo se traduce en ese difundido modelo que se podría llamar “totalitarismo permisivo”, el cual implica una especie de división del territorio –correspondiente a la escisión entre objeto y sujeto– según la cual los poderes tecnoestructurales dominan todo el campo de lo público, en el que se subsume lo social, mientras que –a modo de compensación– se tolera que el individuo se disperse en la veleidad de sus placeres privados. Se entra así en lo que Vittorio Mathieu ha llamado “sociedad de irresponsabilidad ilimitada”.

La vida ética se encuentra siempre encarnada en comunidades que tienen una determinada configuración cultural. Frente al universalismo trascendental de cuño kantiano, del que todavía podemos aprender mucho, es preciso reconocer que no hay ética sin cultura. Frente al relativismo, en cambio, hay que mantener que no todo es cultura. Este es, según entiendo, el significado profundo de la alegoría platónica de la caverna. Todo se da a través de representaciones, pero no todo es representación. Si no hubiera más que representaciones, no habría siquiera representaciones, porque toda representación es intencional, es “representación-de” algo que no es ella misma. Todo se expresa a través del lenguaje, pero el lenguaje mismo presupone el pensamiento, que no es una especie de lenguaje interior, sino que tiene que estar basado en una inmediación distinta de la inmediación sensible, en una segunda inmediación de carácter intelectual, cuya raíz son los primeros principios teóricos y prácticos de la inteligencia. La cultura es un entramado de mediaciones, mas, para que las haya, es preciso que no todo esté mediado sino que exista eso que George Steiner llama “presencias reales”.

Si hoy día nos resulta tan difícil superar el relativismo, es porque nos movemos en el caldo de cultivo de una cultura que glorifica el simulacro, la apariencia que no reviste verdad alguna y remite solamente al vacío: una cultura que tiende a considerar la realidad entera como un simulacro y se goza en ese “descubrimiento” como en una liberación de la dureza de la realidad. En la sociedad del espectáculo, éste no remite a nada, sino que absorbe una realidad que acaba por quedar abolida. Sueño y vigilia terminan por confundirse en una especie de fascinación caótica, en la que el espectáculo exhibe y proclama su unidimensionalidad, se hace total y totalitario, sin que deje siquiera lugar para la ironía, para el recuerdo de esa divergencia entre representación y vida que es el meollo del arte y de la literatura, como debería saber todo lector de El Quijote.

No estoy yo defendiendo aquí una simple vuelta al universalismo ético de la Ilustración. Porque el paradigma de la fuerza liberadora de la verdad –de la concepción de la verdad como perfección del hombre– se encuentra tan lejos de la concepción racionalista de la ley natural cuanto dista el derecho natural clásico del derecho natural moderno que sería válido a priori, “aunque Dios no existiera”. Si la ética racionalista es la última instancia, nos situamos en un moralismo que deriva al inmoralismo con la misma facilidad con la que se ha pasado de Kant a Nietzsche. A la postre, es preciso aceptar el radicalismo de un Kierkegaard, cuando abre la posibilidad de una suspensión de la moral por la religión. En términos abstractos, cabría discutir la viabilidad de una ética completamente secular, desligada de toda religión, neutral desde el punto de vista religioso. En términos históricos, esta viabilidad queda, a mi juicio, excluida. Porque nuestras actuales discusiones éticas sólo tienen sentido sobre el trasfondo del cristianismo. Incluso la propuesta de una “moral civil”, tan reiterada hoy día, sólo tiene sentido en una sociedad que es –o ha sido, al menos– cristiana. Cuando también eso se pretende ocultar, lo que resulta es un producto muy extraño en el que casi nunca falta un ingrediente de mala conciencia.

A algunos les parece que la insistencia en la debilidad humana y en el inexcusable reconocimiento del mal son una manifestación de pesimismo. Desde luego, no es el leve y superficial optimismo de ese subproducto, tan al uso, que Spaemann llama “nihilismo banal”, para el que sólo existe el bienestar o el malestar, y de lo que se trata es de maximizar aquél y minimizar éste. Este “nihilismo banal” es como una domesticación del “nihilismo heroico” nietzscheano, para el que “la anarquía de los átomos”, la ausencia de todo orden metafísico, conduce a la liberación que sólo se produce en un vacío de realidad. La lúcida radicalidad de Nietzsche se revela en un aforismo suyo, incluido en El ocaso de los ídolos: “Me temo que no nos vamos a desembarazar de Dios porque aún creemos en la gramática”. Nietzsche ya no resulta hoy subversivo, porque –paradójicamente– su inmoralismo ha pasado a formar parte de la conciencia burguesa, y se ha hecho objeto de comercialización y consumo. Más subversivo sería un alegato en favor de la verdad, que viniera a tocar el nervio donde más duele. Atreverse a hacerlo es una manifestación de confianza en el hombre, al que no se da definitivamente por perdido. Como dice el Calígula de Camus, “aún vivimos”.

Alejandro Llano, en dadun.unav.edu/

Diego José Bacigalupe

En el presente artículo intentaremos ahondar los fundamentos por los cuales mentir está mal. El propósito no es indagar la historia de la cuestión, sistematizar diversas posturas o contestar problemas actuales. Excelentes estudios cubren estas expectativas [1]. Lo que nos proponemos es, simplemente, poner de manifiesto dónde reside el problema de mentir, siguiendo lo que santo Tomás enseña en la Suma de Teología. Para ello plantearemos, en primer lugar, la relación entre las palabras, los conceptos y las cosas; luego, estableceremos dónde reside la verdad del discurso y su distinción de la veracidad como virtud; después, veremos en qué radica el mentir; por último, analizaremos las razones de la maldad del mentir, tocando incluso dos situaciones complejas, como son la mentira que salva una vida o el uso del hábito eclesiástico por parte de sujetos que no viven sus promesas de consagración.

Palabras, conceptos, cosas

En el célebre inicio del Peri hermeneias (Aristóteles, 1995, 16a, 3-8), Aristóteles sostiene que las palabras son signos de las afecciones del alma y que éstas son semejanzas de las cosas. Nuestro autor, entonces, establece una relación lineal [2]:

Figura 1.png

En primer lugar, vemos que las palabras son signos de las afecciones del alma. Por afecciones del alma podemos entender todo lo conocido sensiblemente e intelectualmente, toda sensación y todo concepto, pero, fundamentalmente, todo juicio, puesto que lo que en la mayoría de los casos expresamos con palabras son, justamente, juicios de la mente. A diferencia de las afecciones del alma, las palabras son voces, sonidos articulados –aunque haya casos en los que se usan gestos en lugar de sonidos–, cargados de una cierta relación de razón (Contat, 2017, pág. 187-190) respecto de ciertas afecciones del alma.

¿Cuál es esta relación de razón? Esta relación de razón es la significación. Las palabras y las afecciones del alma no se parecen, no comparten ninguna cualidad, se trata de ciertos sonidos que, por convención humana, se refieren a ciertas realidades a través de la mediación de los conceptos. La multiplicidad de lenguajes expresa que la relación entre la palabra y las afecciones del alma es convencional: no existe un lenguaje que sea natural, aunque sí sea natural, por el hecho de ser sociales, hablar [3]. Los diversos lenguajes nos hacen ver que las palabras nacen de la voluntad de los hombres en su entendimiento mutuo y que se relacionan de algún modo con lo que los hombres quieren manifestar. Las palabras nos sirven para darnos a entender, para manifestar lo que está en nuestro interior.

¿Cómo es posible que nos entendamos? Nos entendemos porque las afecciones del alma a las que se refieren las palabras son las mismas para todos, como señala en el mismo lugar Aristóteles. Las afecciones del alma son semejanzas de las cosas: esto implica que comparten una cierta cualidad. Ser semejante, en efecto, es ser uno según la cualidad (Tomás de Aquino, 1950, IV, l. 2, 14):

La semejanza significa una relación –que requiere diversos sujetos– causada por la unidad de la cualidad; en efecto, la semejanza es la misma cualidad de cosas diferentes, de donde la razón que causa la semejanza expresa la unidad de la esencia, que es la misma bondad o sabiduría, o cualquier otra cosa que se significa por modo de cualidad (Tomás de Aquino, 1929-1947, I, d. 2, q. 1, a. 5, ex) [4].

Esto implica que hay alguna cualidad compartida entre la cosa y la afección del alma. Esta cualidad puede ser accidental o bien, tomando la noción de cualidad en sentido amplio, puede ser la misma estructura formal que distingue a una cosa (Tomás de Aquino, 1888-1906, I-II, q. 49, a. 2, c). Hemos ahondado este punto en otra circunstancia (Bacigalupe, 2014). Aquí basta lo dicho para manifestar que nos entendemos porque nuestras palabras, aunque diversas en los distintos idiomas, se refieren a las mismas cosas a través de los mismos conceptos o sensaciones, y por eso, por ejemplo, es que podemos aprender un idioma que no es el materno.

Por lo dicho se entiende que usamos las palabras para manifestar los juicios internos que hacemos sobre las cosas o sobre nosotros mismos. Sea al avisar que <cerremos las ventanas porque va a llover>, al manifestar que <nunca he robado>, o al preguntar <¿por qué hay que ir a la escuela?>, en todo caso las palabras nos sirven como signos sensibles para manifestar algo que hay en nuestro interior: sea un juicio sobre nosotros, sobre otras cosas, una duda, una pregunta, en todo caso las palabras expresan y dan a entender –con todas las limitaciones que implica un medio material– lo que hay en nuestro interior.

Verdad y veracidad

Cada una de las dos relaciones que hemos establecido, siguiendo a Aristóteles, puede ser adecuada o no. La verdad, en efecto, es la adecuación entre el intelecto y la cosa, según la célebre definición de Isaac Israelí (Tomás de Aquino, 1972-1976, q. 1, a. 1, c):

-    Si los juicios del intelecto son adecuados al estado de cosas, se llaman verdaderos, como cuando pensamos <está lloviendo> y, efectivamente, llueve; mientras que se llaman falsos cuando tal adecuación no se da, como sería el caso contrario (pensar <está lloviendo> cuando no llueve).

-    Si las cosas hechas por el hombre se adecuan a lo que este hombre pensó, se llamarán ellas verdaderas, puesto que son ellas las que se adecuan al intelecto: si un artesano quiere hacer una pulsera de cierto tipo según su invención (que llamaremos pulsera R) y, efectivamente, sale tal cual la pensó, será una verdadera pulsera R, por adecuarse a lo que pensó el artesano; por el contrario, si no sale tal cual la pensó, si, por ejemplo, sale larga como un collar –aunque resulte ser algo novedoso, en algún caso incluso una exitosa revolución de la moda, aprobada y mejorada por otros artistas–, será una falsa pulsera R, por no adecuarse a la idea original del artesano.

¿Cuál es el caso de los discursos proferidos? Puesto que hablar es algo que el hombre hace, el acto lingüístico se asemeja al caso del artesano, ya que ambos nacen de la capacidad humana de hacer. Así como el producto del arte será verdadero si se adecua a la idea del artesano, así el discurso será verdadero si se adecua a lo que hay en la mente del hablante. Asimismo, lo que hay en la mente del hablante podrá ser adecuado a la realidad, o no.

Un discurso podrá ser verdadero, entonces, de dos maneras:

-    Será verdadero en cuanto a los signos si se adecua a lo que el hablante tiene en mente (adecuación de la palabra –y de los eventuales gestos concurrentes– al juicio del intelecto).

-    Será verdadero en cuanto al contenido si lo que el hablante tiene en mente es adecuado a lo que realmente es (adecuación del juicio del intelecto a la realidad).

La veracidad, por otra parte, no es lo mismo que la verdad. Mientras que la verdad es la adecuación que hemos mencionado, la veracidad es una virtud, es un modo de obrar estable y bueno que inclina al hablante a decir lo que hay en su mente. Es una virtud relacionada con la justicia, en cuanto que intenta establecer una igualdad entre el juicio del intelecto y los signos exteriores (fundamentalmente las palabras) por las que se manifiesta. Es, por otra parte, una virtud que, aunque relacionándose con la justicia, no es exactamente igual a ella, puesto que esta última responde al débito legal, mientras que la veracidad sólo responde a un débito moral. Esto significa que decir lo que hay en la mente no realiza un débito de ley, sino un débito, por decir de algún modo, de honradez: los unos nos debemos a los otros decir lo que hay en nuestro interior. Como señala santo Tomás,

puesto que el hombre es un animal social, naturalmente un hombre debe a otro aquello sin lo cual la sociedad humana no puede ser conservada. Los hombres, en efecto, no pueden convivir juntos si no confían mutuamente, como manifestándose la verdad recíprocamente. Así, la virtud de la veracidad [verdad] en cierto modo alcanza la razón de débito (1888-1906, II-II, q. 109, a. 3, ad 1m) [5].

Así pues, la virtud de la veracidad nos inclina a decir lo que hay en la mente, es decir, a que los signos por los que nos manifestamos se condigan con los juicios del intelecto (verdad en cuanto a los signos). Esto, obviamente, no garantiza que el discurso sea verdadero en cuanto al contenido, puesto que esto último más tiene que ver con la previa operación del intelecto, es decir, con la formación del juicio, el cual, como la experiencia nos enseña (muchas veces pensamos como verdadero lo que después descubrimos que no lo es), puede, por nuestra condición creatural y, aún más, material, errar.

La mentira

El hábito opuesto a la veracidad es la mendacidad, constituido por la propensión a decir mentiras. ¿Qué es la mentira? Santo Tomás resume lo que es la mentira de la siguiente manera:

Si, pues, concurren estas tres cosas –esto es, que lo que se enuncie sea falso, que esté presente la voluntad de enunciar algo falso, y, por otra parte, la intención de engañar–, entonces hay falsedad materialmente, porque se dice algo falso; hay falsedad formalmente, a causa de la voluntad de decir algo falso; y hay falsedad efectivamente, a causa de la voluntad de fijar en la mente [del otro] la falsedad. Sin embargo, la razón de mentira se toma de la falsedad formal, esto es, de que alguien tenga la voluntad de enunciar algo falso (1888-1906, II-II, q. 110, a. 1, c) [6].

La mentira, propiamente hablando, se reduce formalmente a la voluntad de enunciar algo falso, es decir, a romper la relación entre las palabras y los juicios de la mente. Es verdad que, como dice el texto citado, hay más de una manera de decir falsedad. Por ejemplo, existe una falsedad meramente material, que no hace a la mentira. Esta falsedad no constituye mentira porque falta la voluntad de decir algo falso. Es decir, se dice algo falso, pero no intencionalmente. Veamos un ejemplo.

Supongamos que hablamos por teléfono con nuestra madre y dice que llega a las 19.00. Avisamos a nuestros hermanos que <mamá viene a las 7, es decir, en tres horas> (suponiendo que fueran las 16.00). Sin embargo, nuestra madre no viene a las 19.00, sino a las 7.00 del día siguiente. ¿Nuestro discurso fue verdadero? No, fue falso, porque no hubo adecuación a lo que es. ¿Nuestro discurso fue una mentira? No, porque no hubo voluntad de decir algo falso: siempre pensamos que era verdad que nuestra madre venía a las 19.00. Así pues, en este caso hay falsedad material (porque el discurso no era verdadero según el contenido), pero no hay falsedad formal, es decir, mentira (porque el discurso sí era verdadero según los signos).

En el ejemplo visto, encontramos las dos líneas de adecuación mencionadas previamente en juego y en discordancia:

-    Verdad según el contenido del discurso: es la adecuación entre el intelecto y la cosa, ausente en el ejemplo citado. Por eso este discurso es materialmente falso.

-    Verdad según los signos del discurso: es la adecuación entre las palabras –y los gestos– y lo que hay en la mente, presente en el ejemplo citado. Por eso este discurso es formalmente verdadero.

En cuanto a la falsedad efectiva, es evidente que está ausente en el ejemplo: en ningún caso quisimos engañar a nuestros hermanos.

Pongamos otro ejemplo. Supongamos que nuestra madre nos dice por teléfono que llega a las 19.00. Nosotros suponemos que llega a las 19, pero, como queremos ser los únicos en recibirla, les decimos a nuestros hermanos: <mamá llega a las 7.00 de mañana>. De esa manera, seremos los únicos en recibirla y, además, podremos disfrazar el engaño, señalando astutamente una supuesta confusión. Sin embargo, nuestra madre efectivamente llega a las 7.00 del día siguiente… ¿Cómo analizamos esta situación?

Por un lado, hay que decir que la proposición <mamá llega a las 7.00 de mañana> –que nosotros considerábamos falsa– resulta verdadera, porque efectivamente se da así. Es decir, es materialmente verdadera, en cuanto que el contenido se adecuó, accidentalmente, a la realidad. Por otro lado, la misma proposición según los signos del discurso es falsa, esto es, formalmente falsa, porque en nuestra mente había otra cosa: pensábamos que era verdad que mamá llegaba a las 19.00 y dijimos que llegaría a las 7.00; luego, los signos no se adecuaron al juicio del intelecto y, por esto, hubo voluntad de  decir algo falso, es decir, hay falsedad formal.

En cuanto a la falsedad efectiva, no hay dudas de que aquí estuvo presente, porque siempre hubo intención de engañar.

Así pues, mientras que en el primer caso no hubo mentira, puesto que no hubo voluntad de decir algo falso, en el segundo caso sí. Es decir, la mentira reside formalmente en la inadecuación voluntaria entre los signos y los significados, entre las palabras y lo que hay en la mente. Cabe destacar que es preciso que sea voluntaria; de no ser así, no habría mentira, puesto que no habría un acto moral.

Dicho esto, la cuestión recae sobre la falsedad formal, que es la que constituye la mentira. Siempre que haya voluntad de decir algo falso (aunque lo que se diga sea materialmente verdadero), habrá mentira.

Razones de la maldad de la mentira

Santo Tomás esgrime dos razones de la maldad de la mentira. La primera es la ya mencionada: la convivencia social se vuelve imposible si los hombres no pueden fiarse unos de otros. Existe un débito moral, la honradez mutua, que hace que decir la verdad sea preciso para la convivencia social [7].

La segunda razón no atiende a la sociabilidad natural del hombre, sino a la naturaleza de las palabras:

La mentira es mala por su género, puesto que es un acto que cae sobre materia indebida, ya que las voces son naturalmente signos de lo entendido, es antinatural e indebido que alguien por cierta voz signifique lo que no tiene en mente (Tomás de Aquino, 1888-1906, II-II, q. 110, a. 3, c) [8].

Por su propia naturaleza, las palabras (aquí llamadas voces, pero incluyendo todo gesto que pueda significar algo que haya en la mente) son signos de lo que hay en la mente, es decir, han sido instituidas para eso, las usamos para decir, preguntar, advertir, expresar, en síntesis, manifestar lo que hay en nuestro interior. Si fuéramos por un camino de cornisa y encontráramos que una flecha nos indica doblar hacia el lado donde se halla el abismo, entraríamos en una confusión que, por ejemplo, de noche podría ser fatal. Así como las señales de tránsito han sido instituidas para indicar algo del camino, así las palabras han sido instituidas para indicar algo de lo que hay en nuestra mente. Utilizar los signos para significar lo que no hay en la mente es contrario a la propia naturaleza de las palabras.

Así pues, la mentira es de por sí mala, siempre y en todos los casos: no existe excepción a esta realidad. No hay modo de volver lo malo bueno: Bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu. La mentira, de por sí, incluye un defecto: voluntariamente no adecua los signos a los significados, es decir, a lo que hay en la mente del hablante.

Esto es válido incluso en el caso de la restricción mental (Drake, 1997). Dejando afuera los diversos tipos (amplia, estricta), la restricción mental es la formulación de un enunciado lo suficientemente ambiguo como para, por un lado, contener palabras que no vayan contra lo que hay en la mente del hablante y, por otro lado, provocar en el oyente la comprensión de lo contrario de lo que se piensa. Por ejemplo, supongamos que viene una persona que quiere ver a nuestro padre, pero que sabemos que nuestro padre no la quiere encontrar. Al ver por la ventana quién es quien llama a la puerta, le decimos a nuestro padre que salga al patio trasero de la casa, atendemos y, cuando esta persona pide hablar con él, le decimos <recién salió>. Mientras que nosotros entendemos que salió al patio, la persona que está en la puerta entiende que salió de la casa, es decir, que no está en el domicilio. Como los signos se adecuan a lo que hay en nuestra mente, aparentemente, no hay una mentira.

En efecto, el problema de la restricción mental parece estar más en la voluntad de engañar (falsedad efectiva) que en la enunciación voluntaria de algo contrario a lo que sabemos verdadero (falsedad formal), en el aspecto ilocucionario más que en el locucionario. Como la mentira consiste en la falsedad formal, entonces, la restricción mental no sería mentira.

Sin embargo, como ya hemos dicho, la restricción mental se vale de un enunciado ambiguo: mientras que para el hablante significa una cosa, para el oyente significa otra. Esto sucede también cuando se da un error en la comprensión, pero la restricción mental es más que un error, puesto que no es casual, sino voluntaria. En la restricción mental, las palabras se eligen de manera tal que puedan significar –ayudadas eventualmente por el contexto– algo distinto de lo que hay en la mente del hablante. Por lo tanto, también hay falsedad formal: los signos son elegidos a propósito para que, en esta circunstancia, signifiquen para el oyente algo distinto de lo que el hablante sabe que es verdadero, induciendo al pensamiento erróneo. Así pues, la restricción mental, como todo enunciado que usa signos que no se adecuan al significado voluntariamente, es una mentira. Y, como toda mentira, es de por sí mala.

Siempre se erige una serie de objeciones a la afirmación de que toda mentira es mala: por ejemplo, cuando una mentira salva una vida, o la mentira que se hace al enemigo, que resultaría no ser mala. Santo Tomás, fiel a su posición inicial, considera que todas estas mentiras (como también las bromas) son mentiras y, por lo tanto, contrarias a la naturaleza de los signos y moralmente objetables, pero establece una distinción entre las mentiras que van contra la caridad y aquellas que no, es decir, entre las que constituyen pecado mortal y aquellas que no lo hacen. Así, las mentiras que van contra Dios –cuya verdad se altera o cuya dignidad se ofende– o contra el prójimo –cuya verdad para su verdadero desarrollo personal se oculta o cuya fama o cuyos bienes son dañados– son faltas graves, mientras que cuando recae sobre verdades sin importancia, cuando procura la risa o cuando incluso procura ser útil al prójimo, no será grave (Tomás de Aquino, 1888-1906, II-II, q. 110, a. 4, c). Asimismo, podemos agregar nosotros, las mentiras que nacen del miedo, por ejemplo, carecen de la voluntariedad necesaria para que sean consideradas un acto moral. De todos modos, la voluntad deliberada y libremente determinada de decir algo falso siempre es mentira y la mentira siempre, aunque en distintos grados, es moralmente mala.

De todos modos, ¿cómo resolver el problema de decir una verdad que puede comprometer la vida de alguien? Si unos hombres armados entran en un edificio buscando, digamos, a nuestro jefe para matarlo –independientemente de cuán bien nos llevemos con nuestro jefe–, y nos preguntan a punta de pistola dónde está, ¿qué contestamos? Sabemos que está en el subsuelo. Podemos salvarle la vida si los mandamos al cuarto piso y le damos tiempo para huir. Pero, si decimos esto, nuestras palabras no se adecuarán a lo que hay en nuestra mente, y no será un acto bueno, aunque tampoco un pecado mortal [9]. ¿Qué hacer?

Santo Tomás se plantea, mutatis mutandis, esta misma cuestión:

Además, el mal menor debe ser elegido para evitar un mal mayor, como el médico amputa un miembro para que no se corrompa todo el cuerpo. Pero menor daño es que alguien induzca una opinión falsa en el ánimo de otro respecto de que alguien mate o sea asesinado. Por lo tanto, lícitamente el hombre puede mentir para preservar a uno del homicidio, y, a otro, de la muerte (1888-1906, q. 110, a. 3, arg. 4) [10].

Y la contesta de la siguiente manera:

La mentira no sólo tiene razón de pecado por el daño que infiera al prójimo, sino [también] por su desorden. Pero no es lícito usar de algún ilícito desorden para impedir daños y defectos de los demás, como no es lícito robar para hacer limosna (salvo ocasionalmente, en el caso de necesidad, en el que todas las cosas son comunes). Y por esto no es lícito decir una mentira para que alguien libre a otro de algún peligro. Sin embargo, es lícito ocultar prudentemente la verdad bajo cierto disimulo, como dice [san] Agustín, en Contra mendacium (1888-1906, II-II, q. 110, a. 3, ad 4m) [11].

Más allá de todas las consideraciones que habría que hacer en torno a este tipo de situaciones, en las que, cuanto más querida sea la persona en riesgo, más premura tendremos por salvar su vida, en abstracto y en frío, por decir de algún modo, hay que sostener que la mentira es un medio ilícito para un fin lícito. El cierto disimulo mencionado por santo Tomás no podría ser, por  lo ya dicho, una restricción mental; sólo el silencio es el disimulo posible de la verdad. Así pues, no es lícito mentir para salvar la vida del jefe, en el ejemplo aducido, pero sí es posible ocultar la verdad con disimulo, es decir, con silencio [12]. En efecto, no es lo mismo decir lo que no es que callar. La virtud de la veracidad se opone a usar de signos que no respondan a lo que hay en la mente, pero no se opone al silencio. Esto es verdadero en el ejemplo dado, pero también en aquellos casos donde no se dice todo lo que se es, sin negar lo que en verdad se es; es decir, por ejemplo, cuando una persona no dice de sí lo que tiene de sabio o santo, pero tampoco lo niega, obra prudentemente y no va contra la virtud de la veracidad (Tomás de Aquino, 1888-1906, II-II, q. 109, a. 4, c).

Cabría preguntarse si, dada esta situación, un consagrado que viste un hábito y que ha caído en pecado mortal, ¿no debería dejar de usar el hábito? En efecto, el hábito hace las veces de palabra en este caso, puesto que es un signo exterior de una realidad interior. Significa, pues, la consagración a Dios, pero, de hecho, esa consagración ha sido pervertida por el pecado, luego, parece una mentira, es más, parece hipocresía, que use el hábito.

A esta situación, santo Tomás contesta con una claridad admirable:

El hábito de santidad –por ejemplo, de religión o de clerecía– significa el estado por el que alguien se obliga a las obras de perfección. Por esto, cuando alguien asume el hábito de santidad, tendiendo a alcanzar el estado de perfección, si por debilidad defecciona, no es simulador o hipócrita, porque no está obligado a manifestar su pecado dejando el hábito de santidad. Si, en cambio, asumiera este hábito de santidad para ostentar ser justo, sería hipócrita y simulador (1888-1906, II-II, q. 111, a. 2, ad 2m) [13].

El hábito, pues, es un signo del estado que se prometió abrazar; luego, la defección circunstancial no implica el abandono del hábito, porque éste no significa la santidad actual, sino la decisión de tender hacia ese estado de perfección. Ahora bien, si desde el principio no hubo intención de abrazar el estado de perfección, entonces sí hay mentira y, por lo tanto, debería abandonar el hábito. De hecho, de esta situación podrían seguirse grandes y graves problemas por la posición en que pone a alguien el uso de un hábito. Como salta a la luz por oposición, la veracidad, dado que es una virtud moral, aún en estas cosas, no sólo nos hace obrar bien, sino que nos hace buenos.

Conclusión

Las razones por las que la mentira es mala son dos:

-    La mentira atenta contra la naturaleza social del hombre: La vida en sociedad implica la honradez mutua; de otro modo, la convivencia social se hace imposible. Esto se apoya, evidentemente, en la justicia, que es la estructura de la sociedad. Una sociedad sin relaciones justas se desintegra. Y esto vale para todos los niveles sociales: la familia, el barrio, la escuela, la parroquia, las instituciones de ayuda mutua, el club, la ciudad, la república.

-    La mentira atenta contra la naturaleza del signo lingüístico: La palabra (oral, escrita o gestual) es un signo de las afecciones del alma; utilizarla para significar lo que no hay en el alma, sea algo falso sobre las cosas o sobre nosotros mismos, va contra lo que el mismo signo es y constituye un acto contrario a la naturaleza de las palabras. Y esto vale para todas las situaciones, sin excepción.

Asimismo, vale la pena decirlo, es claro que, aunque toda mentira sea pecado, no toda mentira es pecado mortal; para ser pecado mortal debe ser contraria a la caridad. Pero esto no es lo que nos interesa aquí, sino simplemente poner en evidencia la radical necesidad de vivir en la verdad, más allá de que, prudentemente, en ciertos casos valga la pena más callar que hablar:

Aquí en el mundo la verdad anda en despojo y humillación, no tiene donde recostar su cabeza, debe agradecer que alguien le ofrezca un vaso de agua – pero si alguien lo hace, si la reconoce por lo que es, a viva voz y públicamente, entonces esta insignificante figura, esta pobre desgraciada, ultrajada, burlada, perseguida, «la verdad», tiene, si puedo decirlo así, una pluma en su mano con la que escribe en un papel «por la eternidad» y se lo entrega a ese hombre que en la contemporaneidad la reconoció por lo que es (Kierkegaard, 2006, pág. 162).

Por el contrario, la mundanidad, esto es, la degradación del hombre que hace de esta tierra y de su posición en ella su paraíso, es contraria a la verdad: el engaño es el poder, y la mentira, que puede iniciarse inocentemente pero que conduce a cosas graves, es el medio para instalarse y acomodarse en cualquier situación o institución. ]Mientras que Jesucristo fue enjuiciado por las mentiras de la mundanidad religiosa de su tiempo (Mt 26, 59-62; Mc 14, 55-59), Él, que es nuestro Maestro y nuestro Camino, Él, que es la Verdad, algunas veces calló [14], pero jamás mintió [15].

Diego José Bacigalupe, en revistas.unlp.edu.ar/

Notas:

1   Cf. Pérez Cortés (1998), González de Requena Farré (2019), Vide Rodríguez (2016), Mahón (2016), Gómez Giraldo (2018).

2   También podría establecerse una relación entre las palabras y las cosas: se trataría de la suppositio de los medievales, por la cual una palabra hace las veces de la cosa en el discurso. De esta manera, pasaríamos de una línea al famoso triángulo semántico.

3   Los animales, cuanto más gregarios, más se comunican entre sí; así también el hombre, en su nivel intelectual, usa naturalmente de signos para darse a entender a los demás (Tomás de Aquino, 1979, I, 1).

4   “Similitudo enim significat relationem causatam ex unitate qualitatis, quae relatio requirit distincta supposita; est enim similitudo rerum differentium eadem qualitas; unde ratione ejus quod causat similitudinem ostendit unitatem essentiae, quae est eadem bonitas et sapientia, vel quidquid aliud per modum qualitatis significatur”. Las traducciones de las citas de santo Tomás son nuestras.

5   “Ad primum ergo dicendum quod quia homo est animal sociale, naturaliter unus homo debet alteri id sine quo societas humana conservari non posset. Non autem possent homines ad invicem convivere nisi sibi invicem crederent, tanquam sibi invicem veritatem manifestantibus. Et ideo virtus veritatis aliquo modo attendit rationem debiti”.

6   “Si ergo ista tria concurrant, scilicet quod falsum sit id quod enuntiatur, et quod adsit voluntas falsum enuntiandi, et iterum intentio fallendi, tunc est falsitas materialiter, quia falsum dicitur; et formaliter, propter voluntatem falsum dicendi; et effective, propter voluntatem falsitatem imprimendi. Sed tamen ratio mendacii sumitur a formali falsitate, ex hoc scilicet quod aliquis habet voluntatem falsum enuntiandi”. Subrayados nuestros.

7   El dilema del prisionero pone a prueba justamente esto, viendo que la ganancia neta de la confianza mutua, a pesar de pérdidas circunstanciales, es superior (Miller Moya, 2004, págs. 111-113).

8   “Mendacium autem est malum ex genere. Est enim actus cadens super indebitam materiam, cum enim voces sint signa naturaliter intellectuum, innaturale est et indebitum quod aliquis voce significet id quod non habet in mente”.

9   Se trataría de una mentira oficiosa, es decir, útil para otro. La mentira oficiosa se distingue de la

jocosa, cuya finalidad es la diversión, y de la perniciosa, que nace de la malicia.

10    “Praeterea, minus malum est eligendum ut vitetur maius malum, sicut medicus praecidit membrum ne corrumpatur totum corpus. Sed minus nocumentum est quod aliquis generet falsam opinionem in animo alicuius quam quod aliquis occidat vel occidatur. Ergo licite potest homo mentiri ut unum praeservet ab homicidio, et alium praeservet a morte”.

11    “Ad quartum dicendum quod mendacium non solum habet rationem peccati ex damno quod infert proximo, sed ex sua inordinatione, ut dictum est. Non licet autem aliqua illicita inordinatione uti ad impediendum nocumenta et defectus aliorum, sicut non licet furari ad hoc quod homo eleemosynam faciat (nisi forte in casu necessitatis, in quo omnia sunt communia). Et ideo non est licitum mendacium dicere ad hoc quod aliquis alium a quocumque periculo liberet. Licet tamen veritatem occultare prudenter sub aliqua dissimulatione, ut Augustinus dicit, contra mendacium”.

12    En esto nos apartamos de Gómez Giraldo: “Por mi parte, considero que la mentira por humanidad es obligatoria, y a fortiori la restricción mental” (2018, pág. 84). Obviamente, en estos casos la mentira no es pecado mortal –no atenta contra la caridad–, pero, de todos modos, es un medio ilícito. Aún el confesor debe preferir, a nuestro entender, evitar la cuestión (manifestando su imposibilidad de hablar de esos temas en general) a mentir para ocultar el secreto de confesión.

13    “Ad secundum dicendum quod habitus sanctitatis, puta religionis vel clericatus, significat statum quo quis obligatur ad opera perfectionis. Et ideo cum quis habitum sanctitatis assumit intendens se ad statum perfectionis transferre, si per infirmitatem deficiat, non est simulator vel hypocrita, quia non tenetur manifestare suum peccatum sanctitatis habitum deponendo. Si autem ad hoc sanctitatis habitum assumeret ut se iustum ostentaret, esset hypocrita et simulator”.

14    Hay quienes consideran que Jesucristo ha hecho restricciones mentales: “El mismo Jesucristo nos dio un buen ejemplo de restricción mental cuando dijo que el Hijo de Dios no sabía la fecha del Juicio final (Mar. XIII, 32). No lo sabía con ciencia comunicable, pero en rigor lo sabía, como aseguraron todos los Padres en sus controversias con los arríanos [sic] apolinaristas, nestorianos, monofisitas, etc.” (Manuel, 2012). Considerar esto una restricción mental es semejante a  sostener que, cuando Jesús dijo “el Padre es más grande que Yo” (Jn 14, 28) o “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46) –esta última cita tomada según ciertas interpretaciones–, estaría haciendo también restricciones mentales, porque su discurso se refiere en ambos casos a su humanidad y no a su divinidad. Como es evidente, no son restricciones mentales, son cuestiones de exégesis.

15    Agradecemos profundamente las indicaciones y sugerencias de estilo, de claridad y de bibliografía que nos han hecho llegar los revisores.