Cristina del Prado Higuera

Capítulo II: Europa vuelve a encontrarte, el cristianismo en una nueva Europa

Introducción

Europa es lo único en la historia que no puede morir del todo; lo único que puede resucitar. Y este principio de resurrección será el mismo que el de su vida y el de su transitoria muerte [1].

La identidad europea está íntimamente ligada al cristianismo, los tres grandes pilares de la cultura europea han sido la filosofía greco-romana, la religión judía y el legado cristiano, por lo tanto podemos decir que Europa es la consecuencia de tres grandes centros de pensamiento, Jerusalén, Atenas y Roma. Europa ha bebido de todas y cada una de estas culturas, siendo más una realidad cultural que una geografía física.

Para algunos autores como Z. Barman es una aventura inacabada, para J. Rifkin Europa es un sueño que nos ayuda a contemplar una nueva tierra, para Przywara «un idea d´Europa, che non sia semplicemente il marchio comerciale di un’associazione d’imprese operanti per fini economici, debe essere ricavata da una da una riflessione sull’essenza d’Europa pa per cui è neccessario interrogare innanzitutto i due grandi maestri del pensiero occidentale: Platone e Aristotele» [2], todas y cada una de estas afirmaciones nos permite llegar a la conclusión que Europa no es la historia de un solo pensamiento con una única interpretación sino la historia de una tradición que permite una gran diversidad de lecturas [3]. El filósofo italiano Emanuele Severino al hacerse la pregunta ¿qué es Europa? Reflexionaba cómo el pasado constituye la esencia de Europa, mientras considera que el presente europeo se unifica por el dominio tecnológico [4]. Para Paul Valery, Europa es la confluencia de tres elementos sustanciales «romanidad, con su espíritu jurídico, religioso y militar; helenismo, que dio la disciplina del espíritu, el ejemplo de la búsqueda de la perfección en todos los órdenes y cristianismo, que completa el ius al unificar la moral y decidir que a ella debe sujetarse el derecho. Son estas tres condiciones las que explican que Europa haya podido colocarse a la cabeza del mundo» [5].

Nombrar Europa significa participar del mito, aceptarlo como la metáfora fundacional, lo hizo Horacio, Angelo Poliziano, Platón, Aristóteles... fue tierra mestiza de encuentros entre romanos, germanos, eslavos, celtas y pueblos de la estepa, supo superar los obstáculos de unos tiempos convulsos sabiendo crear un espacio político y cultural [6]. Europa es el resultado de la aportación del cristianismo a las construcciones del espíritu de Grecia y Roma, los valores cristianos fueron capaces de acoger a las tradiciones de Atenas, Roma, Alejandría y Jerusalén.

María Zambrano en 1945, se preguntaba ¿qué ha sido Europa? ¿qué es de su compleja y riquísima realidad? [7], apuntando que la tragedia de Europa es la tragedia de la violencia que al fin ha estallado, es la tragedia de la inmigración, de la pérdida de valores… Ortega y Gasset reflexionaba «Europa se ha quedado sin moral…ahora recoge las penosas consecuencias de su conducta espiritual. Se ha embalado sin reservas por la pendiente de una cultura magnífica, pero sin raíces» [8], el hombre europeo no se resigna a pesar de las circunstancias históricas, ni a la vida ni a la muerte, ni a la inmortalidad, a ello le ayuda el cristianismo, pues para el cristiano jamás el mundo será una decoración, el velo del Maya, sino el lugar donde se decide su perdición o su salvación, ser cristiano es también no resignarse, agarrarse a la esperanza en lo imposible» [9].

La vieja Europa está viviendo un tiempo crítico de su historia, hay quien considera que su propia supervivencia está en peligro acompañado por un lento suicidio demográfico del Continente. Su suerte parece depender de que sea capaz de reaccionar y recuperar su identidad inconfundible, una identidad inconfundiblemente cristiana que supo integrar bajo la denominación común de pueblos y razas de cultura y de procedencias muy diversas que se asentaron a lo largo del tiempo y que forjaron una fecunda convivencia sobre diversas zonas del mundo occidental [10].

Lo que es unánime para todos los historiadores, filósofos… es que el alma de Europa es inequívocamente cristiana, el cristianismo le dio el ser y configuró su unidad, la conversión de Europa tuvo luces y sombras, avances y retrocesos, ya que en el nombre de Dios también se cometieron las mayores atrocidades de la historia, pero ha sido un factor esencial en la génesis de la civilización occidental, la Iglesia ha cumplido dos papeles fundamentales a lo largo de los siglos, evangelizó y civilizó, como manifestaba el Papa Pío XI la Iglesia no evangeliza civilizando, sino que civiliza evangelizando.

Algunos historiadores afirman que la cristianización del Continente europeo se inició antes del nacimiento de Europa, toda una serie de territorios del norte del Mediterráneo que ya se consideraban europeos y que se prolongaban desde el mar Negro hasta el océano Atlántico habían sido penetrados por el Evangelio, mientras formaban parte todavía del Imperio pagano o cristiano, es indudable afirmar que Europa surgió como consecuencia de las invasiones barbáricas sobre las ruinas del Imperio occidental. Tenemos que remontarnos a los siglos VII y VIII para entender el avance en su configuración, apareciendo un nuevo elemento histórico como el islamismo, que fue capaz de quebrar la unidad del mundo mediterráneo, el mare nostrum dejó de ser nexo de unión poniendo una gran separación entre las dos orillas, las tierras musulmanas de la orilla sur quedaron ampliamente enfrentadas a la del norte suscitando un problema geopolítico que hoy en día sigue más vigente que nunca. La conversión al cristianismo de esta incipiente Europa fue una gran labor de siglos.

En la actualidad el cristianismo se sitúa como el mayor grupo religioso con unos 2.200 millones de devotos, seguido del Islam con alrededor de unos 1.400 millones de fieles, aunque los cristianos se dividen en muchas congregaciones e iglesias, los tres grandes bloques son: católicos, protestantes y ortodoxos, alcanzando los católicos los 1.200 millones de creyentes, seguidos de protestantes, incluyendo los anglicanos, que cuentan con 700 millones de fieles y el de los ortodoxos con 300 millones de seguidores [11].

Según los datos recogidos en el Anuario Pontificio 2017 y el Annuarium Statiscum Ecclesiae 2015 [12], los católicos bautizados han aumentado a nivel planetario, pasando de 1.272 millones en 2014 a 1.285 millones en 2015, con un aumento relativo del 1%. Esto equivale al 17,7% de la población total. Si se adopta una perspectiva a medio plazo, por ejemplo, con referencia a 2010, se constata un crecimiento más fuerte, igual a 7,4%. La dinámica de este aumento es diferente de un continente a otro: mientras que, de hecho, en África hubo un aumento del 19,4%, pasando el número de católicos, en el mismo período, de 186 a 222 millones, en Europa, sin embargo, se manifiesta una situación estable (en 2015 los católicos eran casi 286 millones y son poco más de 800.000 en comparación con 2010 y 1,3 millones menos que en 2014). Este estancamiento se debe a la notoria situación demográfica, cuya población ha aumentado ligeramente, mientras se prevé que disminuya drásticamente en los próximos años. Situaciones intermedias entre las dos descritas anteriormente son las registradas en América y Asia, donde el crecimiento de católicos es sin duda importante (respectivamente, más 6,7% y más 9,1%), pero completamente en línea con el desarrollo demográfico de estos dos continentes. Estacionamiento, en valores absolutos obviamente inferiores, también con respecto a Oceanía.

En los diferentes continentes el número de católicos oscila desde el 3,2% de católicos por 100 habitantes de Asia, el 63,7% de América, en África es de 19,4%, en Oceanía de 26,4% y en Europa de 39,9%. Confirmándose el peso del continente africano cuyos bautizados suben del 15,5% al 17,3% del mundo frente a la fuerte disminución de Europa, donde la incidencia se reduce del 23,8% en 2010 al 22,2 % en 2015. Profundizando en el detalle territorial, Brasil en el conjunto de los diez países del mundo con mayor número de católicos bautizados irrumpe en el primer lugar (172,2 millones), seguido de México (110,9 millones), Filipinas (83,6 millones), Estados Unidos (72,3 millones), Italia (58,0 millones), Francia (48,3 millones), Colombia (45,3 millones), España (43,3 millones), República Democrática del Congo (43,2 millones) y Argentina (40,8), la cifra total de católicos, en los países que ocupan los diez primeros puestos asciende a 717,9 millones , el 55,9% de los católicos del mundo.

La Iglesia católica está organizada en unas 2.800 diócesis con alrededor de 3.500 obispos, siendo una monarquía absoluta electiva, los denominados príncipes de la Iglesia a su vez nombrados por el Papa, a diferencia de las demás religiones y del resto de las iglesias cristianas, la Iglesia católica se caracteriza por tener una estructura centralizada de poder que culmina en la figura del Pontífice, máxima autoridad para nombrar a todos los cargos, fijar todas las creencias y dirimir todas las discrepancias morales, desde el Concilio Vaticano I la figura del Papa es infalible, un dogma de fe aceptado por todos los católicos [13].

Para entender la Europa de hoy tenemos que hacer una síntesis de sus avatares filosóficos, sociales y de una cultura que fue creciendo en torno al Mediterráneo, lugar de acogida de Oriente, Occidente y África. Fue tejiendo su propia identidad a lo largo de los siglos, haciendo su propio camino, pero un camino hacia la cristiandad, Thomas Eliot señalaba que «todo nuestro pensamiento europeo adquiere significación por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana, pero todo lo que dice, cree y hace, surge de la herencia cultural cristiana y solamente adquiere significación en relación con esta herencia. Solamente una cultura cristiana ha podido producir a Voltaire, Nietzsche, Camus… la cultura europea no podrá sobrevivir a la desesperación completa de la fe cristiana» [14]. El cristianismo ayudó a comprender al ser humano y se fue abriendo camino desde sus orígenes en medio del Imperio Romano, las causas de la realidad de Europa están implícitas en los avatares tanto positivos como negativos de los orígenes del cristianismo, creándose la sociedad europea cristina [15].

Europa surge sobre las ruinas de las provincias del Imperio Romano emplazadas a lo largo de la ribera septentrional del Mediterráneo, desde el mar Negro hasta      las Columnas de Hércules y el Finisterre galaico o bretón, el Mediterráneo había constituido el corazón del mundo antiguo. El mar era un nexo de unión entre las tierras, sintiéndose tan romanos Cicerón y Séneca como Tertuliano y Agustín; tan romanas eran Cartago o Hipona como Nápoles o Milán [16]. El cristianismo se propagó durante los tres primeros siglos de nuestra Era entre las poblaciones de cultura greco-latina, hay que esperar a los primeros años del siglo V con las invasiones germánicas para que una nueva población conviviesen con las antiguas poblaciones indígenas contribuyendo todos a la formación de una primera Europa, progresivamente con la ayuda de los misioneros cristianos tanto occidentales como bizantinos enseñaron la fe cristiana a otros pueblos como los germanos o celtas, de esta manera eslavos y magiares construyeron la formación de una Europa cristiana culminada con la conversión de Escandinavia y de los pueblos de los Países bálticos.

A los historiadores siempre nos surge la pregunta ¿qué hubiese sucedido si las tropas musulmanas del Califato Omeya en el año 732 hubieran vencido a Carlos Martel en Poitiers o los ejércitos del Califato Omeya se hubiesen apoderado de Constantinopla? Posiblemente el futuro de Europa hubiese sido otro. En un momento de la historia que cada vez más el islamismo se radicaliza el politólogo e islamólogo Françoise Burgat [17] analiza las raíces de la aparición del yihadismo, «el extremismo no cae del cielo, encuentra un terreno abonado en las injusticias, nunca hubiese encontrado un eco si las instituciones representativas de las sociedades donde está enraizado no sufrieran grandes disfunciones, considera que también el origen se encuentra en la estigmatización de la identidad musulmana en Occidente que lleva a un sentimiento de alienación y de humillación entre algunos jóvenes musulmanes».

El Papa Benedicto XVI también alertaba en su pontificado sobre el peligro que las religiones sean instrumentalizadas para fines violentos tal y como estamos viendo actualmente, el mundo se está reordenando geopolíticamente y geoculturalmente, está reordenación introduce nuevas relaciones y modifica las antiguas de tal manera que Europa se ve sumergida en estos cambios de una forma muy activa [18]. El cardenal Ratzinger en el año 2004 ya advertía «Occidente siente un odio por sí mismo que    es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico; Occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro.

Europa necesita de una nueva ciertamente crítica y humilde aceptación de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir» [19].

Tampoco la cultura europea puede entenderse si no es a través de las huellas del cristianismo. La música europea tiene sus orígenes en el canto gregoriano, no podemos leer ni comprender a los grandes maestros de la literatura como Dante, Cervantes o Tolstói sin una mirada cristiana y las universidades europeas como Salamanca, Bolonia, Lovaina, Cracovia o Alcalá… nacen bajo el auspicio de la Iglesia dependiendo directamente del Papa, al igual que la filosofía y el Derecho han bebido directamente del pensamiento cristiano[20].

La mirada de Europa a través del pensamiento de los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco

Es interesante resaltar la preocupación que han tenido siempre los  distintos Papas por las raíces de Europa, gracias a las encíclicas, discursos… de Juan Pablo II, Benedicto XVI o el Papa Francisco, Europa ha estado y sigue estando en el centro de la atención política, social y cultural. Tanto Juan Pablo II como J. Ratzinger vivieron acontecimientos transcendentales en la historia de Europa, como el nacionalsocialismo, el comunismo, la caída del Muro de Berlín… ofreciendo desde la perspectiva cristiana alternativas a los nuevos retos a los que se enfrentaba.

Karol Wojtila ha sido el Papa que más ha insistido en la idea de Europa, una de sus máximas preocupaciones en su pontificado fue profundizar en sus raíces para conseguir comprender los fundamentos de la europeidad, aprovechó sus viajes a España para exponer sus ideas sobre el pasado, presente y futuro de Europa y en todos sus actos dedicó unas palabras a la unidad del viejo continente: en el discurso a los teólogos españoles en el Aula Magna de la Universidad Pontificia de Salamanca; en Toledo;  en la Universidad Complutense de Madrid…su discurso más europeísta lo hizo en la catedral de Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982, meta de peregrinación de cualquier peregrino, un lugar en el que aquellos días se encontraban representantes de los diversos Organismos Internacionales, de las Conferencias Episcopales, miembros de las comunidades universitarias, políticos, periodistas…en él resaltaba «la historia de la formación de las naciones europeas va a la par con la evangelización; hasta el punto de que las fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio… se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo y que precisamente en él se encuentran aquellas raíces comunes de las que ha madurado la civilización del Continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra todo lo que constituye su gloria» [21].

Su mensaje en la tumba del Apóstol fue una llamada a una Europa dormida; el Papa procedente del Este de Europa tenía muy claro lo que significaba la separación de un pueblo. Lo más trascendente de su mensaje es su llamada a Europa para salir de la crisis que la envuelve: «Yo Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: «Vuelve  a encontrarte. Sé   tú misma». Descubre tus orígenes. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye   tu unidad espiritual, en un clima de respeto a las otras reuniones y a las genuinas libertades… [22], desde hacía años había mostrado su preocupación por lo que era el hundimiento de la gran Europa y muchos de sus discursos había ido encaminados a poner de relieve esta preocupación [23], las ideas que podemos destacar de sus palabras son: la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo y el europeísmo; Europa no puede rechazar al extraordinario tesoro de la fe cristiana ya que gracias   a ella ha progresado la historia, la cultura, el arte y los derechos humanos; Europa dividida por las trágicas Guerras Mundiales por las ideologías no puede dejar de buscar su unidad fundamental de los pueblos del Este y el Oeste; la conjunción entre Oriente y Occidente, debe volver al cristianismo que está en las raíces de su historia; revelaba a los juristas y jueces de la Corte de Europa que uno de los motivos de la crisis de Europa se encuentra en el escepticismo destructivo y la falta de confianza en la vida y en el futuro; Europa es un proyecto común y su unidad se basa en engendrar un sustrato cultural donde prime la dimensión espiritual; hace hincapié en que Europa no puede perder la esperanza, Europa no sería lo que es hoy sin los valores que fueron sembrados tras la evangelización; Europa se deshumaniza al desarmarse moral y espiritualmente, se quiebra, pierde su equilibrio por no conservar su herencia; Europa tiene que abrir sus puertas a la solidaridad universal y no olvidarse que la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización; y algunas de las fronteras europeas coinciden con las de la expansión del evangelio.

Años más tarde con motivo del Sínodo de los Obispos europeos, el 13 de mayo de 1991, en su Carta de Fátima a los Hermanos en el Episcopado del Continente europeo, reseñaba «Europa posee una gran herencia cultural entre sus aliados, en sus diferentes manifestaciones, por el fermento de la única raíz evangélica…la conciencia histórica de Europa es indisociable de su milenaria experiencia cristiana. El cristianismo en Europa se remonta directamente a la época de los Apóstoles y a lo largo de los siglos su cultura se ha enriquecido por el evangelio de Cristo, que ha constituido la principal fuerza creadora de su pensamiento filosófico y teológico, de sus creaciones artísticas, de sus instituciones sociales, jurídicas y universitarias…» [24]. Juan Pablo  II entendió  la naturaleza transformadora del cambio de época, la gigantesca oportunidad que se presentaba a los cristianos y la necesidad de emprender en el mundo y especialmente en Europa una nueva evangelización [25], pero sobre todo lo que proponía era la renovación espiritual y humana de una Europa que se siente vieja y busca nuevos caminos por recorrer.

Todo ello lo planteaba en uno de los siglos más cruciales y crueles para Europa, el siglo XX, al que Toynbee lo denominó «cisma del alma»y en el que la filósofa Simone Weil [26] ya advertía con lucidez que unos de los males que padecía Europa era el desarraigo, la separación de su pasado milenario, estableciendo una disociación absoluta entre la vida religiosa y la vida profana, distanciándose de la tradición cristiana sin saber buscar un vínculo con la antigüedad, huérfana de su pasado.

Es indudable lo que el cristianismo ha aportado a Europa y posiblemente uno de los Papas que más hecho por cambiar el signo ha sido J. Ratzinger señalando que la crisis posconciliar de la Iglesia católica coincidió con una crisis generalizada de la humanidad o cuando menos del mundo Occidental [27].

Europa desde un primer momento estuvo siempre presente en su misión y en su programa ecuménico, desde la elección de su nombre Benedicto haciendo un guiño a uno de los grandes patronos de Europa, hasta conseguir ofrecer una visión global y complementaria de su pasado presente y futuro. En su obra ha recogido todos los problemas que le preocupaban [28], ya desde las conferencias impartidas en 1958 en el Instituto de Pastoral de Viena [29] trataba el concepto de fraternidad cristiana y como el abandono de ésta conduce al desarraigo de las raíces de Europa, abordando toda una serie de temas como eran: la secularización de las conciencias con la desaparición de Dios; la tentación del fundamentalismo debido entre otras razones a la presencia del Islam; el grave desafío de Europa que exigía un justo y nuevo ordenamiento jurídico; la ideología laicista de la Unión Europea [30]. Haciendo siempre mucho hincapié en que la perdida de la fraternidad cristiana es una de las principales causas que conduce al desarraigo de la sociedad.

Para el Papa el olvido del significado de la fraternidad cristina comienza ya en la Ilustración alejándose poco a poco del fundamento cristiano, intentará dar una respuesta desde la perspectiva teológica a las diversas ideologías que surgen en los años de su Pontificado, para él Europa poco a poco va excluyendo a la teología y a la fe de la respuesta a los problemas que se plantean. Desde 1979 siendo cardenal-arzobispo de Múnich se siente preocupado por el futuro de Europa poniendo de manifiesto como una de las grandes amenazas para la seguridad será el fanatismo del islamismo, haciendo una llamada de su fortalecimiento y de las consecuencias que podría tener para el viejo Continente, y más en un momento en el que Europa se encuentra muy empobrecida por el debilitamiento del cristianismo frente a un islamismo cada vez más radical y más fuerte. Adelantaba que relegar a Dios al ámbito de lo privado ponía en peligro la supervivencia del Estado de Derecho, basándose en la teoría que no es posible la democracia sin conciencia y ésta sin estar basada en los valores cristianos [31], es el tiempo de redefinir Europa desde un punto de vista político y moral [32].

Para J. Ratzinger los grandes problemas de la Europa de los ochenta son muy parecidos a los actuales: la droga, el déficit moral y el terrorismo convertido en fanatismo político, la búsqueda de la salvación y el vacío religioso están detrás de estas acciones suicidas, provocados por la confusión de una Europa que ha apostado más por los avances tecnológicos y se ha olvidado de los aspectos espirituales que son los que dan sentido a una nación.

La caída del Muro de Berlín será uno de los acontecimientos que le servirán para explicar el cambio que se va a propiciar en Europa con el fracaso del Marxismo, en su obra El cristianismo en la crisis de Europa [33] plantea un tema capital en su razonamiento a la hora de entender la crisis política y social que atravesamos «Europa ha desarrollado una cultura que, de un modo hasta ahora desconocido para la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública sea negando abiertamente su existencia… en cualquier caso la existencia de Dios es irrelevante».

El pontificado del Papa Francisco se enfrenta a una Europa muy diferente a la que tuvieron que dar respuesta sus predecesores siendo además el primer Pontífice no europeo de la era Moderna, aunque ya no existen dos bloques que separan el Continente y vivimos en una Europa cada vez más interconectada y global la soledad y el individualismo se ha convertido en una de las mayores enfermedades del siglo XXI, «el futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos, el cielo y la tierra. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel espíritu humanista que, sin embargo, ama y defiende. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problema» [34], aborda casi siempre en sus discursos uno de los temas que más preocupa a la Europa actual, la cuestión migratoria denunciando la situación que se produce en el Mediterráneo, convertido en un cementerio de hombres y mujeres que buscan un futuro mejor, Europa tiene que dar una respuesta poniendo en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes. Sus últimas palabras interpelaron a los Eurodiputados de una forma contundente y dura a que no construyan una Europa basada únicamente en la economía, sino a la sacralidad de la persona humana de los valores inalienables, fue un discurso de claro corte social y económico en un momento en el que se necesitan respuestas por parte de la clase política a problemas como los derechos humanos, la dignidad, el respeto a la naturaleza…

Su discurso más europeísta tuvo lugar cuando le otorgaron el premio Internacional Carlomagno de Aquisgrán en el año 2016, un galardón que también había recibido el Papa Juan Pablo II en el año 2004, en este discurso volvió abordar los problemas que más preocupan a Europa como es el tema de la inmigración «sueño con una Europa en que ser inmigrante no sea delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano, fue un auténtico llamamiento a la conciencia de los líderes europeos presentes en el acto, las ideas más importantes del mismo se centraron en preguntarse «¿Qué te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa?, madre de pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida por  la dignidad de sus hermanos, una de las ideas que más fuerza tuvo en su discurso fue la necesidad de generar una nueva idea de Europa basada en tres aspectos: capacidad de integrar, capacidad de comunicar y capacidad de generar, haciendo hincapié en la identidad europea como una identidad dinámica y multicultural y promoviendo una cultura del diálogo» [35], el final de su discurso recordó mucho a las palabras de Martin Luther King  en las que termina soñando con una Europa de las familias y con un nuevo humanismo europeo, un proceso constante de humanización, para el que hace falta memoria, valor y una sana y humana utopía.

Un año y casi dos meses separaron a Jorge Mario Bergoglio de su última intervención ante los Jefes de Estado de la Unión Europea, el 24 de marzo de 2017. El Santo Padre volvió a reunirse con ellos para la celebración del sesenta aniversario del Tratado de Roma (25 de marzo de 1957), la primera parte de su discurso se lo dedicó a los padres de Europa a Adenauer, Pineau recogiendo algunos de sus pensamientos «los padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar. El origen de la idea de Europa es la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica…» [36].

Hizo una dura crítica a los populismos en los que está inmersa invitándonos a pensar de modo europeo, no aferrándonos a las falsas seguridades, las raíces de nuestra historia están en el encuentro con otros pueblos y culturas. No volvió a olvidarse de la inmigración que ya había abordado en discursos anteriores, planteando que los europeos no podemos enfrentarnos a él como si fuera sólo un problema numérico, económico o de seguridad, interpelándonos sobre ¿qué cultura propone la Europa de hoy? Europa tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad.

Ningún líder europeo actual, ha abordado de una manera tan sincera los verdaderos problemas que ocupan y preocupan a Europa. Nuestros políticos y gobernantes tienen que hacer una transfusión de memoria para no cometer los mismos errores que sucedieron en el pasado siglo, buscar soluciones y actualizar la idea de Europa, dando voz a los jóvenes y a la Iglesia capaces de ayudar a renacer a una Europa cansada.

Los Políticos Democristianos frente a Europa

El pensamiento católico de los políticos de la posguerra fue una opción innovadora para Europa, supieron buscar vías alternativas y distintas en un contexto marcado por las huellas de las dos Guerras Mundiales, ellos fueron auténticos gigantes de la historia de Europa «todos eran seres humanos excepcionales, grandes estadistas y firmes cumplidores de sus tareas, creían en la centralidad de la persona humana, en que no era posible la libertad sin la justicia social, en la acción civilizadora del Estado Derecho y en el triunfo de la conciencia fraterna» [37]. «Ellos tuvieron la audacia no sólo de soñar la idea de Europa, sino que osaron transformar radicalmente los modelos que únicamente provocaban violencia y destrucción. Se atrevieron a buscar soluciones multilaterales a los problemas que poco a poco se iban convirtiendo en comunes, con ellos Europa aprendió la oportunidad de empezar una nueva historia y la Unión Europea es su histórico legado» [38].

No se puede entender la evolución de Europa sin mencionar aunque sea de forma muy somera a los denominados Padres de Europa Konrad Adenauer (1876-1967), Alcide de Gasperi (1881-1954), Jean Monnet (1888-1979), y Robert Schuman (1886- 1963) trabajaron por una Europa unida siguiendo las palabras de Juan Pablo II «una opción espiritual a favor del perdón y una voluntad de superar la violencia por el diálogo y la solidaridad» [39].

Ellos consiguieron impulsar un proyecto europeo, la firma de algunos tratados como el de Roma, creador tanto de la Comunidad Económica Europea (CEE) como de la Comunidad Económica de la Energía Atómica (EURATOM)  son un hito en  la idea de Europa unida [40], la Europa que ellos soñaban y por la que tanto trabajaron desde el servicio público, la Declaración de Schuman de 9 de mayo de 1950 se centraba en el principio de solidaridad para conseguir la paz como último fin. No fue un hecho fortuito elegir Roma para la firma de dos de los tres Tratados fundacionales de la actual Unión Europea; como recoge Schuman «queremos volver a hacer una unidad que existió ya en tiempos de la Roma primero pagana y luego cristina…» [41].

«Lo que más unía a estos tres políticos era que no pensaban en sí mismos o en su porvenir político. Pensaban en erradicar la guerra y consolidar la democracia y la libertad. No pensaban en las próximas elecciones. No pensaban en las exigencias de la historia. Pensaban con la mentalidad de cristianos instalados en la Eternidad» [42]. Eran políticos con grandes valores, consideraban como recogía Adenauer que «era ridículo ocuparse de la civilización europea sin reconocer la centralidad del Cristianismo» [43]. Frente a  ellos nuestro problema es la falta de fe en nosotros mismos, en nuestra identidad, en la singularidad de una Europa diferente, ellos eligieron lo posible frente a lo probable y lo difícil frente a lo fácil [44].

Robert Schuman, en el acto que muchos reconocen como el nacimiento de la primera comunidad europea, reconocía que Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho.

Europa  no es capaz de reconocer explícitamente sus raíces cristianas, aunque en el Preámbulo de la Constitución europea se evoque a su herencia cultural, religiosa y humanista, no se hace ninguna mención al cristianismo lo que provocó un enfrentamiento entre los países que consideraban que se tenía que incluir una referencia y los que consideraban que no era necesario. La mayoría de los Estados opuestos a que no se incluyera no era laicos, eran Estados con una concepción político religioso de carácter estatalista pero no consiguieron traspasar este planteamiento [45], los países que optaron por incluir la expresión raíces cristianas fueron: Malta, Eslovaquia, Alemania, Austria, España, Italia, Portugal, Polonia, República Checa, Lituania, Hungría, Luxemburgo, Países Bajos e Irlanda. Por el no, optaron países como Reino Unido, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Bélgica, Chipre, Eslovenia, Estonia, Letonia y Francia.

No podemos olvidar que la democracia moderna ha echado sus raíces más profundas en países en general de origen cristiano, la razón es sencilla, la dignidad y la fraternidad que une a personas igualmente libres son valores centrales en las democracias actuales encontrando un fundamento firme en el cristianismo evangélico, tenemos claros ejemplos en Europa de países mayoritariamente católicos como Polonia, Hungría, España, Portugal que han dado un impulso religioso democratizador, apoyando reformas sociales democratizadoras.

El Concilio Vaticano II apoyó y apostó por la democracia, un ejemplo lo tenemos en el pensamiento de Gaudium et Spes que es «conforme a la naturaleza humana un régimen en el que todos los ciudadanos participen en el gobierno». También ese mismo documento afirma «que es de alabar la conducta de las naciones en las que la mayor parte posible de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública, esto suponía un discreto pero claro apoyo a las democracias» [46]; el Papa Pablo VI siempre que se refería a este tema lo hacía en positivo, también el Papa Juan Pablo II lo ha abordado en sus encíclicas, discursos, encuentros…el documento principal en el que lo trata es en la encíclica Centessimus Annus; sostenía que el cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y que debía seguir contribuyendo, junto con todas las religiones; es por lo que la Iglesia ha trabajado y sigue trabajando en contra de la represión política y social pero sin caer en el error que los grupos religiosos formen parte de las estructuras políticas, existiendo una separación entre la religión y la política, sin que se subordine una a la otra, sino que por el contrario exista una colaboración mutua entre ambas, nadie mejor que Jesucristo quien dijo «Dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios»( Mt 22, 21) para entender la separación entre Iglesia y Estado. Para que se dé una sana democracia, es necesario el pleno reconocimiento de la libertad religiosa y que haya unas correctas relaciones entre las dos instituciones, lo que es indudable es que el cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y debe seguir haciéndolo junto con el resto de religiones.

La Secularización en la Europa de hoy

Europa es uno de los lugares del mundo donde más ha aumentado la secularización, algunos sociólogos explican esta realidad atendiendo a factores económicos, culturales, educativos… vemos que sólo es mantenida por el 46% de los suecos, el 50% de los alemanes, el 56% de los franceses, el 58% de los holandeses, el 61% de los ingleses, el 62% de los daneses [47]. Las tendencias actuales indican que la modernidad no conduce a la secularización pero lo que es interesante es analizar qué ha cambiado en Europa en la relación de los ciudadanos con la Iglesia.

Tenemos que preguntarnos ¿qué se entiende por secularización?, ¿hay diversas definiciones que nos acercan al concepto del término? Etimológicamente proviene de la palabra latina saeculum, refiriéndose a lo mundano en contraposición a lo espiritual, con la secularización la religión va perdiendo influencia sobre la sociedad [48]. Como término apareció en la época de la Reforma, cobrando más transcendencia a finales del siglo XVI hasta que en el siglo XVIII queda unido el término al tiempo histórico, para presentarse en el siglo XIX la secularización como una forma de la mundanización [49], para el filósofo Max Weber la secularización será un desencantamiento del mundo [50], el mundo sucumbía cada vez más a la racionalización desapareciendo los valores propios de la Iglesia; lo que es indudable es que detrás de este término lo que nos encontramos es una pérdida de poder social, económico y cultural, una falta de influencia que comenzó con la Reforma abriendo las puertas a la misma.

Las causas de la secularización en Europa son muy variadas, como señalaba Joseph Ratzinger [51] «en Europa se excluye a Dios de la conciencia pública, sea negando abiertamente su existencia, o pensando que no se puede demostrar porque es incierta», lo que es una evidencia es que la existencia de Dios es cada más irrelevante para la vida pública.

Para Huston Smith «la palabra secularización se utiliza ahora de manera general para referirse al proceso cultural por el que el área de lo sagrado ha disminuido progresivamente, mientras que el secularismo denota el punto de vista razonado que favorece esa tendencia» [52]. En Europa este progreso secularizador se está viendo cómo avanza desde la segunda mitad del siglo XX de una forma muy rápida y no es un fenómeno exclusivamente de la Iglesia católica también se está produciendo en la Iglesia protestante. Entre las causas nos encontramos con un aumento de la individualidad, una racionalización de la sociedad, un desarrollo económico muy marcado.

Charles Taylor observaba que detrás del laicismo beligerante se esconde un desprecio por la religión y una sobrestimación de la capacidad de la razón no religiosa para resolver las cuestiones político-morales a partir del diálogo entre personas honestas y de mente claras [53]. La creencia en la Iglesia como institución está perdiendo cada vez más fuerza, no solo entre la sociedad sino también dentro de los propios creyentes; se cree de una forma más individual al margen de la ortodoxia. Por grupos, las mujeres tienen un nivel más alto de creencia que los hombres al igual que los mayores frente a los jóvenes y por ideologías más los que se autodenominan de derechas que de izquierdas…

Según la encuesta del CIS de junio de 2017, el 69,8 % de los españoles se confiesan católicos frente a los no creyentes, cuya cifra está en 15,5%, pero lo que es demoledor son los resultados a la pregunta con qué frecuencia asiste usted a misa o a otros servicios religiosos en donde la respuesta de casi nunca es del 60,1% [54].

Conclusiones

El think tank Pew Research Center ha publicado el informe The future of world Religios: Population Growth Proyections 2010-2050 [55], en él estudia el cambio que están teniendo las religiones y su impacto en las sociedades alrededor del mundo, las conclusiones que podemos obtener del mismo son tremendamente reveladoras para analizar si la religión cristiana está en crisis o si por el contrario lo que está en crisis es Europa y esta realidad está arrastrando al cristianismo en el viejo Continente: durante las próximas cuatro décadas, los cristianos seguirán siendo el mayor grupo religioso de manera que su peso porcentual se mantiene inalterable aunque la gran expansión la tendrá el Islam que crecerá más rápido que cualquier otra religión importante, del 23,2% al 29,7%; entre ambas confesiones se encuentra más del 61% de la humanidad; los no pertenecientes a alguna religión, que engloba ateos, agnósticos, y quienes no se pronuncian, reducen sensiblemente su peso en los próximos cuarenta años, disminuyendo del 16% al 13,2 % de la población mundial; éstos aumentaran en países como Francia y Estados Unidos; cuatro de cada diez cristianos en el mundo vivirán en el África subsahariana y en Estados Unidos los cristianos se reducirán en más de tres cuartas partes de la población.

Este Informe también recoge que la población europea es la única que disminuirá por lo tanto la población cristiana se reducirá alrededor de los 100 millones, pasando de 553 a los 454 millones; además se espera que en el 2050 un 23% de los europeos no tengan afiliación religiosa, por el contrario los musulmanes representaran el 10% de la población de la región frente al 5,9% en el 2010, en el mismo periodo se espera que el número de hindúes se duplique de 1,4 millones a 2,7 millones y la población budista aumente de 1,4 a 2,5 millones. Además se prevé que en 2050 el número de países con mayoría cristiana disminuya de 159 a 151 de tal forma que la población cristiana caerá por debajo del 50% en países como Francia, Bosnia Herzegovina, Reino Unido, República de Macedonia… lo que está provocando que el cristianismo esté empezando a agonizar en Europa con todas las consecuencias sociales, políticas, culturales que ello conlleva.

Hay quienes argumentan con contundentes razones que la crisis de Europa es la crisis de la democracia. Robert Schuman, afirmaba que «la democracia sería cristiana o no sería», a estas alturas, tenemos que preguntarnos si hay una desconexión entre el cristianismo y la democracia o si el cristianismo no ha sabido encauzar la democracia [56]. El Papa Juan Pablo II en diversas ocasiones también afirmaba que el Cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y para que se dé la misma es necesario el pleno reconocimiento de la libertad religiosa, huyendo la Iglesia y las religiones de toda tentación fundamentalista, se debe de proponer no de imponer sus convicciones [57]. Hoy como entonces una democracia sana, abierta, pro-positiva y vital es una democracia con alma, Schuman decía, ya tenemos instituciones ahora necesitamos alma [58].

Europa tiene que volver a encontrarse con sus orígenes, hacer de ellos su más fuerte aliado; el cristianismo da sentido a su historia, a sus instituciones políticas, educativas, artísticas… Este año se cumple el quinto centenario del cisma luterano en el que Europa dio una lección de cómo sobrevivir y superar a una de las mayores crisis religiosas y políticas de su historia. El 31 de octubre de 1517 Europa se rompió en dos, el monje agustino Martín Lutero (1483-1546) clavó en las puertas de la iglesia de Wittenberg las 95 tesis que desafiaban el poder de Roma y comenzaron dos siglos de guerras y matanzas que transformaron a Europa e hicieron saltar por los aires la unidad de la Iglesia, y aunque en un principio se pensaba que sólo era una querella de frailes, fueron los problemas políticos que suscitó el conflicto lo que movió al Papado a convocar el Concilio de Trento (1545-1563) para fijar las posiciones católicas.

Juan Pablo II en su encíclica Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa anunciaba a los obispos «la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia. Por eso no han de sorprender demasiado los intentos de dar a Europa una identidad que excluye su herencia religiosa y, en particular, su arraigada alma cristiana, fundando los derechos de los pueblos que la conforman sin injertarlos en el tronco vivificado por la savia del cristianismo» [59].

Por ello Europa tiene que dar respuesta a los problemas saliendo de sí misma y con una reorientación a la cooperación internacional siendo capaz de reconstruir una nueva Iglesia para una nueva Europa, en la que abandere la libertad religiosa, la dignidad  de la persona, la solidaridad y la defensa del bien común… es necesario reconocer las raíces espirituales de la crisis que están atravesando las democracias occidentales, caracterizada por una concepción del mundo materialista, utilitaria e inhumana que se aparta de los fundamentos morales de la civilización occidental.

Cristina del Prado Higuera, en ieee.es/

Notas:

1   ZAMBRANO, María, La agonía de Europa, Mondadori, Madrid, 1945, p. 26.

2   PRZYWARA, Erich, L’ Idea d’ Europa. La crisi di ogni política cristina, Stampa, Monozalcati, 2013, p. 67.

3   ROMERO POSE, Eugenio, Europa: De la controversia sobre sus raíces a la crisis sobre su futuro, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, Unidad Editorial, Madrid, 2007, p. 13.

4   NEGRO,Dalmacio, Lo que Europa debe al cristianismo, Unión Editorial, Madrid, 2007, p. 41.

5   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Los creadores de Europa. Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio. Eunsa, Pamplona, 2005, p. 21.

6   RUIZ-DOMÉNEC, José Enrique, Europa las claves de su historia, RBA, Barcelona, 2010, p. 17.

7   ZAMBRANO, María, op.ci., p.18.

8   ORTEGA Y GASSET, José, La rebelión de las Masas, Clásicos Castalia, Madrid, 1998, pp.226-229.

9   Ibidem. p. 40.

10    ORLEANS, José, La conversión de Europa al cristianismo, Rialp, Madrid, 1988, p. 67.

11    MOSTERÍN, Jesús, Los cristianos historia del pensamiento. Alianza Editorial, Madrid, 2010, p. 482.

12    http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino.html.

13    Ibídem, p. 488.

14    ELIOT, Thomas Stearns, La Unidad de la cultura europea. Notas para la definición de cultura, Encuentro, Madrid, 2003, p. 186.

15    ROMERO POSE, Eugenio, Raíces cristianas de Europa. Del Camino de Santiago a Benedicto XVI, Pensar y Creer, Madrid, 2006, p. 15.

16    ORLANDIS, José, Europa y sus Raíces Cristianas. Rialp, Madrid, 2004, p. 12.

17    BURGAT, Françoise, El Islamismo cara a cara, Bellaterra, Madrid, 1996, p. 45.

18    NEGRO, Dalmacio, op. cit., p. 77.

19    Conferencia del Cardenal J. Ratzinger ante el Senado 13 mayo de 2004.

20    REALE, Giovanni, Raíces culturales y espirituales de Europa, Herder, Barcelona, 2005, p. 78.

21    Discurso en el acto europeísta celebrado en la catedral de Santiago de Compostela, en Juan Pablo II en España, edición patrocinada por la Conferencia Episcopal Española, Madrid 1983, pp. 240-245.

22    Discurso en el Acto europeísta en Santiago 9 de noviembre de 1982.

23    Discurso al Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas en Asamblea Plenaria el 19 de diciembre de 1978; en el Monasterio de Santa Escolástica el 28 de septiembre de 1980; en la Homilía con motivo de la XIII Jornada Mundial de la Paz el 1 de enero de 1980; en el Parlamento Europeo el 5 de abril de 1979; la Alocución en la 169ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Polaca; en la Homilía durante la Liturgia de la Palabra en la abadía de Montecasino el 17 de mayo de 1978; Discurso en Nursia el 23 de marzo de 1980; Discurso en Subiaco durante la peregrinación con los obispos europeos el 28 de septiembre de 1980; la Carta apostólica Egregiae virtutis para la proclamación de los santos Cirilo y Metodio como copatronos de Europa el 31 de diciembre de 1980; Discurso a los Juristas y Jueces de la Corte Europea en el XXX aniversario de la firma de la Convención europea de los derechos del hombre el 10 de noviembre de 1980; Discurso sobre las comunes raíces cristianas de las Naciones Europeas el 6 de noviembre de 1981; Discurso a los participantes al Congreso sobre la crisis de Occidente y la misión espiritual de Europa el 12 de noviembre de 1981; Discurso en la Audiencia natalicia el 21 de diciembre de 1993; Discurso en la celebración de las Vísperas de Europa el 10 de septiembre de 1983; el Discurso en la sede de la Comunidad Europea el 20 de mayo de 1985; Discurso en el Palacio Vecchio de Florencia el 18 de octubre de 1986; Discurso a los obispos españoles de la provincia eclesiástica de Toledo en la visita ad limina apostolorum el 19 de diciembre de 1986; Diálogo con los jóvenes de Europa en el estadio de Meinau de Estrasburgo el 8 de octubre de 1988; Discurso al Pontificio Consejo para la Cultura el 12 de enero de 1990.

24    BUTTIGLIONE, Rocco, Cristianismo y Cultura en Europa, Rialp, Madrid, 1992, p. 16.

25    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, ¡Europa, sé tú misma! La identidad cristiana en la integración Europea, Madrid, Digital Reasons, p. 94.

26    WEIL, Simone, A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 2004, p. 144.

27    RATZINGER, Joseph, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona, 1985. p. 44.

28    RATZINGER, Joseph, La crisi delle culture. Riflessione su culture che oggi si contrappongono, en L’Europa di Benedetto nelle crisi delle culture, Ciudad del Vaticano-Bolonia 2005.

29    POSE, Eugenio, op.cit., p. 88.

30    Ibidem, p. 87.

31    RATZINGER, Joseph, Europa: una herencia que obliga a los cristianos, en Iglesia ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología, BAC, Madrid, pp. 243-267.

32    MORIN, Edgar, Pensar Europa, Gedisa, Barcelona, 1989, p. 67.

33    RATZINGER, Joseph, El cristianismo en la crisis de Europa, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2005. p. 28.

34    Discurso del papa Francisco al Parlamento Europeo el 25 de noviembre de 2014.

35    Discurso del Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno el 6 de mayo de 2016.

36    Discurso del Santo Padre Francisco a los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, 24 de marzo de 2017.

37    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, La Civilización de los inconformistas. El ideal Europeo en el pensamiento político y la acción institucional (1918-1949), Fundación Universitaria Española, Madrid, 2005, p. 202.

38    Discurso del Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno el 6 de mayo de 2016.

39    Juan Pablo II. Carta Encíclica «Dominum et vivificatem 18 de mayo de 1986.

40    SAINZ ÁLVAREZ, José Manuel, La visión Cristiana de los Padres de Europa, Unisci Discussion Papers Nº 14 Mayo, 2007.

41    SCHUMAN, Robert, «La misión de la France dans le monde». Conferencia en la Universidad de Lausana.

42    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, ¡Europa, sé tú misma¡. La identidad Cristiana en la Integración Europea. Digital Reasons, Madrid, 2015, p. 42.

43    WEILER, Joseph Weiler, Una Europa Cristiana, Encuentro, Madrid, 2003, p. 55.

44    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, El significado de la «C»(de Cristiano). En política que es  lo esencial en Reflexiones sobre la vigencia del Pensamiento Humanista Cristiano. II Encuentro Internacional Oswaldo Payá. Konrad Adenauer Stiftung. Santiago de Chile, p. 47.

45    PETSCHEN VERDAGUER, Santiago, La religión en la Unión Europea. Unisci Discussion Papers. Nº16. 2008.

46    IZQUIERDO, César y SOLER, Carlos, Cristianos y Democracia, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 21.

47    ARROYO, Milán, La fuerza de la secularización en Europa. Iglesia Viva Nª 224, octubre-diciembre 2005.

48    MARTÍNEZ, Lara, La Secularización en la Europa Moderna, www.fes-sociologia.com/files/ congress/10/grupos-trabajo/ponencias/323.pdf.

49    Giacomo Marramao, Poder y Secularización. Barcelona. Ediciones Península 1989, p 19.

50    WEBER, Max, Ensayos de sociología contemporánea, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1972, p. 193.

51    RATZINGER, Joseph, op. cit. p. 28.

52    NEGRO, Dalmacio, op. cit. p. 188.

53    MICCO AGUAYO, Sergio, Cristianos y la democracia contemporánea ante dos ídolos del foro: el poder del más fuerte y el Gobierno del dinero en ¿Qué es ser socialcristiano hoy? Konrad Adenauer Stiftung, Santiago de Chile, 2012, p. 145.

54    http:/www.cis/es

55    http://www.pewforum.org/2015/04/02/religious-projections-2010-2050.

56    NEGRO, Dalmacio, op. cit.,p. 10.

57    IZQUIERDO, César y SOLER, Carlos, Cristianismo y democracia. Eunsa, Pamplona, 2005, p. 44.

58    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, Identidad Social Cristiana en el siglo XXI. Convicciones y Proyección. Konrad Adenauer Stiftung, Santiago de Chile, p. 89.

59    Encíclica Exhortación Apostólica Ecclesia en Europa. http://w2.vatican.va/content/john-paul-

Enrique San Miguel Pérez

Presentación

Hace ahora treinta años se publicó Vueltas al tiempo, las memorias de Arthur Miller. Sin duda, uno de los grandes dramaturgos del siglo XX, pero también una de sus presencias intelectuales más autorizadas, particularmente tras su sólido comportamiento durante la «caza de brujas». Adicionalmente, Arthur Miller fue el tercer y último de los maridos de Marilyn Monroe, un hecho que añadía a la lectura de sus memorias un especial interés no defraudado por algunas de las más bellas páginas del libro. Tampoco pasó desapercibida la razón que el autor de Todos eran mis hijos adujo para explicar su voto a John Kennedy en las presidenciales de 1960: «habíamos leído los mismos libros».

Mucho menos comentada fue, sin embargo, la constante presencia de la religiosidad en las casi seiscientas páginas de la edición española de la obra, con excelente traducción de Antonio-Prometeo Moya. Arthur Miller era un judío de Manhattan, hijo de judíos polacos procedentes de la Galitzia del imperio-reino de Austria-Hungría. De hecho, en el libro agradecía «al emperador Francisco José y a su ejército»la protección que dispensaron a sus antepasados. Y Marilyn se convirtió al judaísmo cuando contrajo matrimonio con Miller. Es verdad que, al comienzo de sus memorias, el escritor parece querer relativizar sus creencias, recordando que durante su infancia existía «cierta repugnancia a explicar racionalmente cualquier cosa que afectase a lo sagrado». Pero, cuando en plena madurez debe enfrentarse a la persecución de la libertad de conciencia, Miller se fortalece en la convicción de que «el hombre no puede actuar en modo alguno sin acicates morales». Y, en 1952, Las brujas de Salem vendrían a certificar el fin del «mccarthismo»en nombre de esa visión en valores y principios de la vida y de la dignidad humanas.

Arthur Miller admitía, en el ocaso de su existencia fecunda y creadora, que su propia constitución moral se había erguido como el mejor argumento para oponerse al quebranto de los derechos y de las libertades fundamentales. La defensa del ordenamiento constitucional obedecía en su caso, pero también en el de muchos de sus ilustres colegas de la industria editorial, o del cine, a una concepción de las responsabilidades cívicas que se hundía en la profesión de unas creencias cuyo libre ejercicio amparaba y tutelaba judicialmente, y de manera efectiva, el sistema democrático.

La concepción religiosa de la existencia y del debate público, es decir, la concepción del mundo de acuerdo con una visión trascendente de la vida humana, se encuentra en el substrato de la pertenencia al orden cívico del Estado de Derecho, de la convicción de la obediencia al ordenamiento jurídico legítimamente constituido, y de la presencia y participación de la ciudadanía en las esferas política y de gobierno. La convicción religiosa, así pues, se convierte en una clave de estabilidad y de seguridad ciudadanas. Pero, allí donde el Estado de Derecho y el modelo de civilización del humanismo de la razón práctica no representan la norma, sino la excepción, la religión, en su entendimiento más fundamentalista, es también la clave explicativa de la agresión totalitaria del terrorismo.

El documento monográfico que sigue a estas líneas pretende aportar una lectura conjunta de esta realidad, extendiendo la reflexión a los principales supuestos de análisis que en este momento se presentan en el mundo, de acuerdo con una distribución del análisis en grandes áreas geopolíticas. Precede al conjunto de aportaciones un examen de algunas de las premisas para la promoción de pautas para la cooperación y la consiguiente convivencia entre identidades religiosas, o su ausencia, en el seno de una sociedad plural. Y, a continuación esas áreas, Europa, América, África subsahariana y Asia, merecen un examen monográfico en cuya autoría se conjugan perfiles científicos e investigadores procedentes de la universidad, la profesión militar  y la diplomacia. Un examen monográfico que depara una síntesis académica enormemente pródiga en referencias, en argumentos de autoridad, en sugerencias, en ideas, en propuestas, y en sentido no únicamente analítico, sino también prospectivo.

La primera contribución está protagonizada por la historiadora Cristina del Prado Higuera, cuyo objeto de examen es la presencia del cristianismo en Europa. La tarea afrontada es verdaderamente exigente y compleja. La doctora del Prado se enfrenta con varios órdenes de materias sucesivos y después convergentes entre sí. En primer lugar, debe analizar la esencial impronta cristiana en la cristalización de una identidad europea digna del nombre común y de la adjetivación, un hecho no necesariamente pacífico, ni doctrinal ni políticamente. A continuación, se ocupa de la aportación de la presencia y aportación de los cristianos, en cuanto tales, y muy concretamente de los demócratas de inspiración cristiana, a la génesis y consolidación de la institucionalidad europea después de la II Guerra Mundial.

Y, finalmente, la profesora Del Prado se enfrenta con el actual proceso de secularización, que viene a coincidir en el tiempo con la crisis del proyecto europeo, y con el renovado despliegue de los discursos populistas, y en todas sus vertientes. El resultado es un texto que acierta a concitar todas las fuentes de conocimiento, tanto las científicas como la rica doctrina pontificia sobre la materia. Un ensayo espléndido, ordenado, pródigo en ideas y sugerencias. Y un magnífico estado de la cuestión sobre la Europa que tenemos.

María Luisa Pastor Gómez, experta analista del Instituto Español de Estudios Estratégicos, y exhaustiva especialista en el continente americano, acude a la historia y a la coyuntura presente para explicar el tránsito del mesianismo fundacional de los Estados Unidos a la expansión de las religiones evangélicas en el subcontinente sudamericano. La analista del IEEE parte de la sabiduría y lucidez de Alexis de Tocqueville para subrayar la fundamental importancia que, en el origen de los territorios de Nueva Inglaterra, reviste el afán del libre ejercicio de la práctica religiosa por parte de los primeros colonos, un afán que deviene impulso mesiánico cuando la Unión nace, y comienza la expansión por Norteamérica de la mano de la doctrina del «destino manifiesto».

Igualmente, María Luisa Pastor analiza con sumo detalle la expansión de las religiones evangélicas en Sudamérica a partir de la presidencia Nixon, una expansión consolidada durante la presidencia Reagan, como mecanismo de respuesta a la difusión de la católica «teología de la liberación». El planteamiento es sumamente atractivo: la Conferencia de Medellín se realizó en 1968, el mismo año de la primera victoria de Richard Nixon en las elecciones presidenciales, y la de Puebla en 1979, un año antes de la primera victoria de Ronald Reagan. Y el capítulo, en su conjunto, deja muchas, razonadas y sugestivas interrogantes en el lector.

El profesor Juan Ignacio Castién Maestro nos propone un extenso, documentado y riguroso recorrido por una región esencial para España, por su posición geoestratégica y su proximidad, pero ampliamente desconocida todavía en nuestro país, como es   el África subsahariana. Las creencias originarias del territorio, la introducción de otras opciones religiosas y los consiguientes conflictos así originados, cuyo impacto en nuestro mundo, dando forma a una sustantiva corriente del vigente fenómeno migratorio, es patente, son objeto de un detallado análisis.

El profesor Castién, además, nos brinda algunas ideas-fuerza sumamente importantes en sus conclusiones, de lectura sumamente sugerente: en primer término, debe valorarse el potencial del fundamentalismo, y la capacidad de agregación del sectarismo, cuando se considera la desestructuración social del territorio y de sus colectividades; además, el fanatismo ofrece un ideal de vida coherente, sumamente atractivo cuando el nivel educativo es menos que superficial; y, finalmente, el profundo desarraigo social y cultural de muchas comunidades conduce a sus integrantes a detectar, en la militancia fundamentalista, un horizonte de vida y de participación. El ejercicio de síntesis final del profesor Castién es brillante. La fuerza de sus conclusiones, evidente.

El coronel Emilio Sánchez de Rojas Díaz exhibe su vastísima formación y cultura en una aproximación al escenario central para el análisis del origen e historia de las religiones, de la civilización, de la cultura escrita, y de la inmensa mayoría de los actuales ciudadanos del mundo o, lo que es igual, la masa continental por excelencia: Asia. Del continente asiático provienen, en efecto, las religiones más asentadas en el mundo, judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo y confucionismo. En Asia se encuentran asentados la mayor parte de los centros de poder de las potencias del mundo multipolar en donde habitaremos en el siglo XXI. Con la excepción de Estados Unidos y Europa, todas las restantes: Rusia (en su mayor parte, asiática), India, China, y Japón.

Y Asia es también el escenario que le permite manejar al doctor Sánchez de Rojas dos conceptos extraordinariamente brillantes, que además explica con enorme amenidad: la «geopiedad»de John Kirtland Wright, o la necesidad de analizar las geografías de la nación y de la identidad cuando ambas equivalen a «lo sagrado», y la «religeopolítica»de Lari Nyroos, o la obligación de situar las religiones, y su difusión, en unos mapas que, ya lo demostraba Robert Kaplan en La venganza de la geografía, importan. Como siempre. Como nunca.

El libro se cierra con un bello capítulo sobre las relaciones entre diplomacia y religión del embajador español Álvaro Albacete Perea. Su amplísimo conocimiento de la materia es el preámbulo de una ágil, metódica, rigurosa y didáctica exposición acerca de dos términos de análisis, como religión y diplomacia, en principio no fácilmente conciliables, en la medida en que la diplomacia procede en forma lógica y defendiendo el interés legítimo de los actores internacionales, de acuerdo con la doctrina realista de Hans Morgenthau. Incluso Madeleine Albright, secretaria de Estado en el último mandato de Bill Clinton, nacida en Praga en 1937 como ciudadana checoslovaca de origen judío, después convertida al catolicismo, que hubo de escapar con su familia del nazismo, y siempre sumamente respetuosa con las creencias religiosas, estimaba que, como recuerda el embajador Albacete, había que «separar la religión del mundo político»como una de las bases de la acción diplomática.

Partiendo de estas premisas, el embajador aporta algunos testimonios recientes de la «diplomacia religiosa itinerante»y de la «diplomacia de segunda vía», que vienen a aportar las más contemporáneas y explícitas manifestaciones de la conciliación entre la lógica diplomática y la convicción religiosa en conflictos como el colombiano, en donde la contribución de la Iglesia católica ha resultado, probablemente, determinante. El texto, de lectura siempre apasionante por su claridad y concisión, representa un inmejorable colofón para el conjunto del documento.

Arthur Miller decidió terminar sus memorias en el territorio rural de Connecticut, el espacio en el que transcurrió más de la mitad de su vida, escenario de bosques y de coyotes que, tenía la certeza, le observaban cuando salía a pasear por la noche. Entonces, Miller llegó a una básica conclusión acerca de los seres humanos: «todos estamos emparentados y nos observamos entre nosotros». Ese sentimiento de identidad en el destino de todos los hombres, de comunidad y, para muchos de nosotros, de fraternidad, es parte esencial de nuestro entendimiento del ejercicio cívico como un deber de cooperación y de construcción compartida.

Adicionalmente, esa convicción es el fundamento del orden y de la seguridad, es decir, de la libertad de todos. John Proctor, el protagonista de Las brujas de Salem, sostenía que Dios conocía ya su nombre cuando, en medio de la persecución -y tanto en el 1692 en que sucedió como en el 1952 en que Arthur Miller escribió su obra-, seguía siendo interrogado hasta el mismo umbral de su ejecución. Cuando los seres humanos albergamos la misma certeza que John Proctor, el proyecto de civilización prevalece. La justicia surge cuando cada nombre es conocido. Cuando se respeta el derecho del otro. Sirvan las reflexiones que componen este documento como parte de ese esfuerzo por el diálogo fecundo entre religión y seguridad. Entre convicción y paz. Entre progreso y libertad.

Capítulo 1: Religión y seguridad en el siglo XXI: del encuentro y la cooperación a la convivencia y la concordia

Los sueños de Enrique IV, o la sabiduría de Montaigne

Hace casi exactamente ochenta años Heinrich Mann comenzó a publicar su monumental díptico literario sobre el rey Enrique IV de Francia. En el exilio, el hermano de Thomas y tío de Erika, Klaus y Golo Mann, protestante de Lübeck, creía haber encontrado en la trayectoria de Enrique de Borbón, no digamos en su inteligencia y en su pragmatismo, la inspiración para superar la colosal crisis europea que, apenas un año después, habría de desembocar en el estallido de la II Guerra Mundial. Enrique IV, nacido en el Bearne, hugonote convertido al catolicismo para salvar su vida en medio de la Noche de San Bartolomé, otra vez hugonote al escapar de París y, finalmente, tras la muerte de Enrique III, el último Valois, de nuevo convertido al catolicismo, puso fin a medio siglo de contiendas religiosas en Francia mediante el Edicto de Nantes, que permitió la práctica de todas las formas del cristianismo.

En la segunda de las novelas del díptico, La madurez del rey Enrique IV, y en una apócrifa aloución final, el Enrique IV de Heinrich Mann, en una fecha tan simbólica como 1938, expresaba su convencimiento de que «el mundo no puede ser salvado más que por el amor», que «la felicidad existe»y que «la Humanidad no está hecha para abdicar de sus sueños, que no son sino realidades mal conocidas». Que, como añadiría François Bayrou, un bearnés y, por tanto, paisano de Enrique de Borbón, nosotros nos enfrentamos al mismo cambio de Era que Enrique IV, y lo hacemos bajo las mismas amenazas, pero también con el mismo mandato de preservar todo cuanto constituye el centro de la vida de cada persona: su identidad, su vida interior, y su voluntad de convivir y de construir espacios comunes para que puedan ser compartidos, lejos de las pasiones irracionales, para así hacer la historia, entre todos y con todos, y entre todos y con todos inventar nuevos mundos [1].

Michel de Montaigne, inspirador de la praxis del primer Borbón francés, animaba ya a los lectores de sus Ensayos a no extralimitarse en el amor a la virtud, ni entregarse tampoco en exceso a una acción justa, recordando la recomendación paulina de no pretender ser más sabios de lo necesario, sino únicamente sabios. Stefan Zweig recordaba que la única pretensión de Montaigne era dar forma a su vida a través de la escritura. Pero no por mor de una suerte de egoísmo ilustrado. Jorge Edwards recuerda que Montaigne sostenía que cada ser humano lleva dentro de sí la forma entera de  la condición humana [2]. De las contiendas religiosas de la Modernidad emergió una suprema lección: cada vida resume y expresa todas las demás, y como tal debe ser respetada en la plenitud de su expresión existencial. Los sueños, la sabiduría y la virtud sirven si contribuyen a la preservación de la vida, la integridad, la libertad y la dignidad de cada persona.

La historia reciente del Hemisferio Norte, y España no es una excepción, y con la historia el futuro mediato, sin embargo, se encuentra decisiva y ya casi cotidianamente mediatizada por una violencia terrorista cuyo proyecto de dominación se sustenta sobre planteamientos de obediencia, en último término, religiosa, en su acepción yihadista. La acción terrorista se desarrolla en centros urbanos seleccionados por   su carácter especialmente representativo de la historia, la cultura, los principios, las libertades y el estilo de vida del mundo occidental, en nombre de una perspectiva pretendidamente religiosa, y en realidad fanática y fundamentalista, cuya exclusiva pretensión es detentar el poder sobre la vida y la muerte de cualquier ser humano. Se trata de una realidad que obliga a una reflexión profunda de todas las instituciones y de todos los ámbitos que, por definición, existen para promover el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales esenciales a la plenitud de la dignidad humana, como las Fuerzas Armadas, la Universidad, o la Diplomacia.

¿Hemos regresado al punto cero de las guerras de religión? El esplendor del modelo occidental de civilización y de convivencia en la segunda mitad del siglo XX partía de un dramático aprendizaje histórico previo, de los mesianismos políticos, las por Michael Burleigh denominadas «religiones políticas» (jacobinismo, bolchevismo, fascismo y nazismo), y la primera edad terrorista de las «sagradas violencias»ideológicas para, tras la finalización de la segunda Guerra de los Treinta Años, la que transcurre entre 1914 y 1945, edificar el Estado de Derecho sobre el pluralismo político e ideológico, la plena autonomía conceptual y funcional de las confesiones religiosas y de los poderes públicos, y la afirmación de la necesidad del diálogo y de la cooperación entre todas las esferas de expresión de las creencias y convicciones de la ciudadanía.

En 1983, tras serle aceptada su renuncia al arzobispado de Madrid al cumplir los 75 años preceptivos, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón entendía que la Iglesia católica no únicamente estaba comprometida con el bien común, sino que también albergaba

«deberes de patriotismo», pero en modo alguno podía vincularse a un régimen o a un partido político, aceptando el pluralismo político, social y religioso como un valor compartido por toda la sociedad, y presente también dentro de la propia Iglesia, un hecho que, de manera más moderna, Jean-Yves Baziou, Jean Luc Blaquart y Olivier Bobineau han dado en calificar como una suerte de saludable incoherencia del sistema democrático que, al mismo tiempo, resulta esencial a su ordenado funcionamiento: separar a los poderes como preámbulo de su obligación de cooperar [3]. O, de nuevo, la sabiduría de Montaigne: la paz y la seguridad no provienen del exceso, sino de la independencia de las esferas políticas, institucionales y espirituales, pero una independencia que en modo alguno desconoce la existencia de las restantes esferas, comprometidas entre sí por el supremo anhelo compartido del bien común, y que en modo alguno se permite ignorar el imperativo democrático y cívico de la convivencia y la cooperación.

Cuando prevalecen las perspectivas maximalistas, incluso cuando prevalece el exceso de sabiduría, el encuentro y la concordia cívica parecen pertenecer al ámbito de los males necesarios, de las renuncias, de las claudicaciones forzadas por coyunturas históricas excepcionales, como son los procesos de cambio, transformación y consolidación democrática. Y, sin embargo, cuando la violencia terrorista golpea, las llamadas a la unidad de todos los agentes e instituciones públicas y privadas, políticas y sociales, confluyen de manera armónica. Es entonces cuando se capta hasta qué punto la paz y la seguridad no se construyen cuando un ser humano, o un conjunto de seres humanos, piensan tener toda la razón, o la razón en todo. Es entonces cuando ser capta la necesidad del otro. Cuando la vulnerabilidad, y la fragilidad, y la debilidad,  se convierten en fortalezas, porque empujan al diálogo, a la participación en la vida pública, a acudir al encuentro del otro que completa nuestra perspectiva, siempre parcial, siempre limitada. No hay democracia, igual que no hay existencia, sin salir  de uno mismo, sin la certeza de nuestra propia insuficiencia. No hay democracia, en definitiva, sin encuentro.

Un mundo sin conciencia, pero con historia

En este sentido, la satisfacción con la que la ciudadanía constata la extraordinaria preparación y profesionalidad de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas no siempre se transforma en una actitud proactiva y preventiva, sino en la concepción de ambas instancias como el último recurso, la solución final en contextos de crisis extrema de la política y de la civilización. De instancias cuya razón de ser es combatir contra los enemigos del ser humano, de la vida y de la libertad, restablecer y consolidar la democracia, poner en pie instrumentos para la plenitud de la experiencia humana y la sociedad de las oportunidades, y hacer posibles proyectos visionarios para la paz como la construcción europea, mientras contribuye a generar y cultivar una cultura política de diálogo y concordia basada en la amistad cívica.

De esta seguridad hablamos. De la que se desarrolla y reafirma al amparo del histórico proyecto de civilización. De hacer posible esta seguridad se ocupan las Fuerzas Armadas. Y este esquema de convivencia en libertad es el que se encuentra sometido a permanente y hostil agresión por quienes piensan que se avanza desde la ruptura, la fractura, el conflicto, y la confrontación. Y recurren a la violencia y a la dominación por el terror para conseguir sus objetivos.

Se trata de un modelo de civilización que viene a converger con los principios   de los sentimientos cívicos y religiosos más mayoritarios en nuestra sociedad, con la conjugación del legado de Atenas, o la consideración de la persona humana como la medida de todas las cosas, de Jerusalén, o el reconocimiento del derecho de todo ser humano a emprender, si así lo considera, su propio itinerario de trascendencia, y de Roma, o el desarrollo del derecho como ese privilegiado instrumento que posibilita la racionalización y consolidación del orden, la seguridad y, por consiguiente, la convivencia. Un modelo de civilización que apuesta por el encuentro entre personas, ideas, creencias e ilusiones. Esto es Occidente. A lo largo de la historia, con avances y retrocesos, episodios brillantes y episodios oscuros. Un ideal. Pero no sólo un ideal. Desde 1945, el «humanismo de la razón práctica»no ha dejado de ensanchar sus fronteras en todo el mundo. No hablamos ya de un Occidente geográfico. Hablamos de un proyecto de vida «para todos los hombres y para todo el hombre».

Un proyecto esencial a los pilares que sustentan nuestro Estado de Derecho. Porque, ¿acaso los enemigos de la cultura del encuentro no son también los enemigos de la democracia? Cuando la convicción en torno a la necesidad del encuentro se debilita o, incluso, se desvanece, las consecuencias para propuestas que se nutren de la necesidad de reafirmar, y ampliar, y potenciar la cultura de la concordia y, lo que es más grave, para las propias cultura y praxis democráticas, son sumamente nocivas.

Por eso es de especial relevancia el hecho de que «la cultura del encuentro»centre hoy el sentido de la presencia y de la participación de los ciudadanos en la vida pública como lo que es, una de las más sugestivas aportaciones del pontificado del Papa Francisco. Pero, como el propio Papa Bergoglio desea, dirigiendo la mirada hacia Francisco por antonomasia, Francisco de Asís, hacia quien es, como diría el padre Guy Gilbert, con su cazadora de cuero y sus chapas de los Rolling Stones, el santo «por excelencia», porque se despojó de todo para hacerse hermano de los pobres, y habló para la eternidad

El Papa Francisco ha tenido el mérito de colocar sobre el tablero mundial la «agenda de san Francisco». Con enorme sencillez, pero también con absoluta rotundidad. Paz y bien. La posibilidad de conversión del ciudadano, como en la película de Roberto Rossellini, en un «juglar de Dios», sencillo, humilde, y lleno de caridad. Responsable de sus actos pero, sobre todo, consagrado al servicio del otro. Empeñado en compartir un mismo horizonte de amor con toda la humanidad. Una nueva humanidad que aspira a un nuevo estilo de vida basado en la austeridad, la sencillez y el afán de servir. Principios que, por cierto, resultan muy familiares a los integrantes de las Fuerzas Armadas. Una civilización que se despoja de lo accesorio para centrarse en lo esencial. Y en donde esa «cultura del encuentro»necesita de una «cultura de la seguridad». Y, como todas las formas de cultura, esas culturas necesitan de una conciencia compartida o, como diría Stefan Zweig, una «conciencia del mundo».

De este lado del Paraíso, sin embargo, no parece que termine de surgir, como en una carta fechada en París el 14 de agosto de 1935 le objetaba ya Joseph Roth a Stefan Zweig, una «conciencia del mundo», entre otros motivos, «porque el mundo no ha tenido jamás una conciencia» [4]. En 1935, como cabe deducir del examen de la historia, no existía un «nosotros». ¿Existe hoy? Y, de no hacerlo, ¿Qué obstáculos se interponen en nuestro tránsito del «yo» al «nosotros»?

Tras la finalización de la II Guerra Mundial, y en un intervalo de apenas unos pocos meses, Emmanuel Mounier y Albert Camus coincidían en la acción demoledora del miedo. Sin duda, consecuencia de la falta de seguridad, de la angustia ante la incertidumbre, de la resignación a la supervivencia, de la renuncia a la esperanza, a  la creatividad, a los matices. En definitiva, de la renuncia a la libertad y, con ella, a la inteligencia y a la comprensión. Es decir: el miedo como expresión de la renuncia a la política. No pueden existir la política y la cultura del encuentro y, por lo tanto, no puede existir seguridad, donde florece el miedo.

Pero, si pudiera sumarse un añadido al pensamiento coincidente de ambos pensadores franceses, la cultura y la política del encuentro y, con ellas, la seguridad, necesitan dotarse de una cualidad adicional: la imaginación. Pero la imaginación no concurre si no satisfacemos algunas de sus exigencias. Me explico. La democracia contemporánea se modeló tras la II Guerra Mundial para resolver un problema que el modelo liberal convencional de Estado de Derecho dejó sin respuesta tras la creación de los regímenes parlamentarios en las Islas Británicas en los siglos XVII y XVIII y en el continente europeo en los siglos XVIII y XIX: el Estado de derecho nacía para regular y controlar el poder. Pero ese modelo de relaciones institucionales que Otto Hintze habría de denominar, con mucho más rigor, «Estado de Poder» [5], y no «Estado de Derecho», no tenía alternativa frente a una dramática constatación: ese poder no era necesariamente justo. Mejor dicho: no tenía siquiera la inquietud o la necesidad de serlo. Por eso, como Hintze, un enemigo del nazismo que habría de terminar en el exilio, constataba ya en 1930, a la vista de la experiencia fascista, nazi y stalinista (es decir, contemplando la obra de tres religiones políticas), la democracia sucumbía y seguiría sucumbiendo frente a sus enemigos.

El éxito del vigente modelo de Estado de Derecho radica en su capacidad para encontrar la explicación y, por consiguiente, las respuestas a las insuficiencias del Estado liberal de impronta decimonónica como Estado de poder,  pero del poder  de la ciudadanía Y, además, convertir esas respuestas en alternativa política. Y, por cierto, en tiempos de populismos de todo signo recorriendo el mundo democrático, en respuestas dotadas de plena vigencia.

A partir de 1945, la democracia entendió que el poder debía ser asumido sin complejos, pero también sin resentimiento, por el pueblo, pero su ejercicio debía distinguirse por la adopción de un estilo denotado por la contención, la austeridad, el equilibrio, la humildad, y la vocación de servicio. En definitiva, que ese poder, firme y democrático, debía ser un poder pobre. No miserable, o paupérrimo, o indecoroso, sino desnudo de toda forma de afectación, de despilfarro, de despliegue de medios innecesarios. En palabras de Marc Sangnier, y después de Aldo Moro, «un poder del pueblo para la libertad».

En tiempos de desafío populista a la democracia, el razonamiento histórico puede llegar a convertirse en un enojoso obstáculo, y el historiador en un contemporáneo Laocoonte delante del caballo de Troya. O, como decía François Mauriac con enorme contundencia, «los muertos no socorren a los vivos» [6]. La historia nos explica, pero no nos justifica. La conducta nos acredita, pero no nos salva. El militar, es decir, el servidor del bien común, como el médico, o el profesor, se examina cada día. Y cada día será un nuevo comienzo en que nada se sumará al pasado. Pero la historia nos demuestra que el desafío de la convivencia para la cooperación no es una mera especulación, sino una realidad esencial a la plenitud del proyecto democrático. Que la fortaleza de ese proyecto es básica a la hora de defender a la democracia de la violencia terrorista. Y que las sociedades democráticas prevalecen cuando están, se saben y se sienten unidos en este objetivo.

Por eso, el desafío totalitario de las religiones políticas, o del entendimiento fundamentalista de cualquiera de las grandes religiones monoteístas, es negar la historia. O, en su defecto, manipularla. Negada o ignorada la historia, la negación   de la realidad, o su repulsa, son también alternativas que, como mantenía Giovanni Papini en tiempos de religión política fascista, se suman para afectar al ciudadano disconforme. Y,  en sentido opuesto, el misticismo, la abdicación de toda forma     de voluntad particular para fundirse con el mundo, o con Dios, pero como parte integrante de la un proyecto de vida que se sustenta sobre la decidida voluntad de huir de la realidad, hacen también acto de aparición cuando el ciudadano dimite del ejercicio de sus propias responsabilidades. La seguridad democrática exige la presencia y la participación cívicas, pero una presencia y participación responsables [7].

La participación, como el servicio o la donación, además de ser uno de los nombres del encuentro, es también uno de los nombres del amor. François Mauriac no se contentaba con sostener que hemos sido creados para el amor, sino que el ser que ama parecía en ocasiones feroz al amado porque su deseo lo era sin medida o, en términos del propio Mauriac: «parece inhumano porque es sobrehumano». La vocación política tiene mucho de esa pulsión muchas veces inhumana por ser sobrehumana. Cuando se considera la incondicionalidad de la entrega del servidor público, los sacrificios e incomprensiones que asume, la dureza con que sus actos y decisiones serán escrutados, la implacabilidad con la que será examinada su conducta, incluso su vida más personal, se constata que la vocación es también una manifestación del genuino amor, del amor sin medida. Y, por lo tanto, de la verdadera inteligencia sin medida, la inteligencia de quien ha captado que no hay más manera de estar en el mundo que servir a los demás.

La cultura del encuentro y, con ella, la cultura de la seguridad, exigen, además, como siempre en la vida pública, como siempre fuera de ella, la suprema virtud de la lealtad. Marcel Proust encontró una muy afortunada expresión para formular la deslealtad en todas sus variantes, tanto las más cotidianas como las más severas: la falta de formalidad, la ausencia de constancia, la traición... Decidió referirse a «las intermitencias del corazón». En democracia, las intermitencias del corazón se enfrentan con la lógica del ordenamiento constitucional. Pero también con la lógica cívica. No puede construirse ningún modelo de seguridad sin contar con la lealtad de la ciudadanía a los principios que informan el Estado de Derecho. Por eso el fundamentalismo religioso, y tanto en su acepción espiritual como en el ámbito de las religiones políticas, intenta siempre subvertir, desprestigiar o desafiar a los servidores públicos que se levantan sobre la vocación de lealtad al sistema constitucional, el sentido del deber, y el cumplimiento de la ley.

Decidía Giovanni Papini que su vida había equivalido a iniciar todo y no terminar nada. Salir en busca de todos los destinos, y no alcanzar ninguno de ellos. No es  mal resumen de una vida plena. Y tampoco es una mala descripción de la identidad democrática. Adicionalmente, iniciar y salir son dos de los verbos más representativos de la cultura cívica y la experiencia del encuentro. Y si, como decía Emmanuel Mounier, la gran fractura de humanidad del siglo XX fue la consecuencia lógica de la crisis de «las dos grandes religiones del mundo moderno: cristianismo y racionalismo»y, añadía el gran pensador de Grenoble, en el caso de la última se daba la terrible desventaja de que carecía de la esperanza que subsiste siempre en la base de la alternativa cristiana, cabe hoy oponer a esa fractura secular, política y de civilización la abrumadora lógica del encuentro.

Ciudadanas de otra patria

Poco antes de su fallecimiento en 1996, Giuseppe Dossetti fue invitado a pronunciar la lección de apertura del curso académico 1994-1995 en el Instituto Teológico Interdiocesano de la región de Reggio-Emilia. Nacido en Génova y residente en Bolonia, Dossetti conocía muy bien una tierra cuya activa resistencia contra el nazismo había liderado durante la II Guerra Mundial sin portar nunca una pistola. Vicesecretario general de la DC de Alcide de Gasperi, constituyente y miembro de la Comisión Constitucional en 1946, había abandonado la política para convertirse en sacerdote y en uno de los más influyentes teólogos del Concilio Vaticano II junto al cardenal-arzobispo de Bolonia, Giacomo Lercaro, antes de radicarse en Tierra Santa.

Enfermo y en las postrimerías de su existencia, convertido en un símbolo nacional de la Italia que había pasado en apenas medio siglo de la derrota y la postración al rango de nación fundadora de las Comunidades Europeas, la Alianza Atlántica y el G-7, Dossetti ofrecía en la que fue una de sus últimas apariciones públicas un diagnóstico de la humanidad del cambio de siglo y de milenio que, más de dos décadas después, asombra por su lúcida percepción del sentido profundo de las grandes corrientes de la historia, y que se basaba en diez ideas-fuerza:

1.   La universalización de los problemas equivale también a una cada vez más estrecha interdependencia entre las naciones, y no únicamente a la hegemonía de las grandes sobre las pequeñas.

2.   Las decisiones que, por tanto, afectan a la humanidad, se concentran en muy pocas manos. La posibilidad de consulta o participación es muy reducida.

3.   La fractura entre ricos y pobres no se ha visto compensada con el acceso a las nuevas tecnologías.

4.   El modelo de vida que propone Occidente se basa en la satisfacción de necesidades en su inmensa mayoría superfluas.

5.   Las crisis, políticas, bélicas, humanitarias, o de subsistencia, se interiorizan como parte de la cotidianidad, y no como realidades que necesitan soluciones duraderas si se desea garantizar la estabilidad y la seguridad en la propia esfera doméstica.

6.   Una nueva ética de las relaciones personales, o de la concepción de la familia y de la existencia, se ha instalado de manera irreversible.

7.   Viene el tiempo de la fragilidad de la ley y de la obediencia al Derecho.

8.   La disolución de la filosofía y del saber en disciplinas cada vez más específicas, que no aspiran a ofrecer respuestas al problema del hombre, va a erosionar la capacidad de las instituciones académicas de inspirar la existencia humana.

9.   La paulatina difusión de una visión meramente administrativa de la acción de las confesiones religiosas e, incluso, la asimilación de ese mandato en ciertos ámbitos de su vida institucional, debilitará a la propia Iglesia.

10. Y la crisis de las vocaciones religiosas perdurará [8].

Caminar por la historia exige ofrecer una respuesta a los diez desafíos enumerados por Dossetti. Ser audaz. Acudir a la imaginación. La cultura del encuentro equivale siempre a dar un salto hacia el desconocido. La última gran etapa de la experiencia democrática en el mundo, que se abrió cuando líderes dotados de una más que visible identidad religiosa, en todos los supuestos cristiana, lideraron los procesos de democratización en Alemania, Hungría, Polonia, Checoslovaquia o Chile, en un proceso comparable en sus frutos al que siguió a la conclusión de la II Guerra Mundial, pero esta vez no únicamente europeo, sino universal, nos recuerda que la democracia es siempre frágil, siempre vulnerable, siempre incierta, como la propia vida humana. Helmut Kohl no vacilaba en reconocerlo abiertamente cuando evocaba los riesgos asumidos en nombre de la libertad:

«Cuando en otoño de 1989 nos pusimos en camino hacia la unificación, fue como si estuviéramos cruzando un pantano: el agua nos llegaba a las rodillas, la niebla impedía la visión, y sólo sabíamos que en alguna parte había un camino firme. Pero ignorábamos dónde exactamente. Tras tantear paso a paso, llegamos sanos y salvos al otro lado. Sin la ayuda de Dios no lo habríamos conseguido -...- Sin embargo, yo era consciente de que sólo habíamos cubierto la primera etapa de nuestra visión, que habíamos iniciado después de la guerra. Nos quedaba y nos sigue quedando hoy la culminación de la segunda: la unidad europea» [9].

Helmut Kohl era un historiador. Y eso le permitía disfrutar de una cualidad que se hace imprescindible en cualquier escenario y encrucijada de la historia, pero no digamos en la actualidad: la serenidad y la pausa que permite  contemplar  cualquier  problema con perspectiva temporal y espacial. Robert Kaplan  denunciaba  no hace  mucho  uno de nuestros grandes problemas como habitantes del siglo XXI, y no digamos uno de los principales problemas para quienes nos dedicamos a la enseñanza y a la investigación: cruzamos continentes y océanos con enorme celeridad, y con nosotros la información. Y, cuando aterrizamos, emitimos juicios, y a veces sumamente terminantes y severos, con asombrosa ligereza. No procedemos con rigor. No nos permitimos una segunda o una tercera lectura. No nos detenemos [10]. Así no se puede hacer historia. Pero, sobre todo, no se puede leer la realidad.

Una historia en donde se filtran discursos míticos que se pretenden superadores de la propia realidad. Manuel García-Pelayo explicó magistralmente el problema que subyace en la formulación de toda construcción mítica, y es la dramática realidad de cualquier forma de poder, y no digamos de su ejercicio, como expresión de la dominación de un ser humano por otro ser humano. La transfiguración de ese fenómeno de manera que pudiera llegar a ser explicable o, al menos justificable, explicaba la cristalización de soluciones políticas e institucionales a lo largo de la historia y, junto a ellas, o en su defecto, de mitos políticos. El «reino de Dios»se convirtió en un arquetipo político. Y muy especialmente en las llamadas «culturas del libro», es decir, en los tres grandes espacios de civilización que se regían por un patrón monoteísta. Tres espacios que disfrutaban, de esta forma, de un centro ordenador [11].

El poder, de esta forma, adquiría un substrato legitimador lógico, ya fuera bibliocéntrico en el caso del judaísmo (y David Ben Gurión, fundador del Estado de Israel, diría que «nosotros hemos conservado el Libro, y el Libro nos ha conservado a nosotros») e, inicialmente, cristocéntrico en el caso del cristianismo. Y, cuando gracias a la Recepción del Derecho Común, se afianza la convicción de que la voluntad de Dios se expresa a través del Derecho, iuscéntrico. Eso explica que el príncipe no sea más que un vicario de un poder cuya legitimidad descansa únicamente en su lealtad  a Dios, y que cuando el príncipe no se ajusta al Derecho en su accionar, es decir,    ni lo guarda ni lo hace guardar, el pueblo disfrute del derecho, pero también del deber, de proceder a su destronamiento. Las primeras revoluciones parlamentarias que triunfan son furibundamente confesionales, confesionales serán los primeros estados parlamentarios europeos, y la cruz se encontrará siempre en su bandera. A veces, como en el caso del Reino Unido, las cruces son tres: san Jorge por Inglaterra, san Andrés por Escocia, y san Patricio por Irlanda. La superación del Antiguo Régimen, el aniquilamiento del absolutismo, y la implantación del Estado de Derecho son procesos que obedecen a esa matriz confesional y, en el fondo de la traslación de la pulsión religiosa al ámbito de la organización política, mítica.

La concepción del poder se encuentra hoy sometida a una profunda revisión. En palabras de un gran político e intelectual, también uno de los grandes vindicadores de la libertad para los pueblos de Europa central sojuzgados por el stalinismo, Vaclav Havel, el reto es dar paso a una «revolución existencial»como «una perspectiva de reconstrucción moral de la sociedad, es decir, una renovación radical de la relación auténtica del individuo con el llamado ‘orden humano’ (y que no puede ser sustituido por ningún orden político). Una nueva experiencia del ser, un nuevo enraizamiento en el universo, una reasunción de una ‘responsabilidad superior’, una renovada relación interior con el prójimo y con la comunidad humana, está es la dirección en que habrá que proceder».

Las consecuencias políticas, para el dramaturgo y después presidente checo, son evidentes, porque se produce la construcción de estructuras en donde se procede a «la rehabilitación de valores como la confianza, la sinceridad, la responsabilidad, la solidaridad y el amor». Las instituciones políticas ya no obedecen a criterios técnicos del ejercicio del poder, sino que la relevancia se deposita sobre su significación intrínseca, su apertura, su dinamismo, y la capacidad de los servidores públicos de inspirar confianza con su personalidad. Más cercanía, más accesibilidad, más identidad. En definitiva, más humanidad. Más compromiso con un «presente»no sacralizado como un absoluto, sino entendido como la plasmación del conjunto de fuerzas mentales, culturales, y morales que nos presenta la historia [12].

Y el «deber de memoria»que imponía el gran Paul Ricoeur se convierte, en este punto, en algo más que un deber. Como María en la bellísima novela de Colm Tóibín, debemos poder ser capaces de afirmar que «la memoria forma parte de mi cuerpo, como la sangre y los huesos» [13]. La confianza, la sinceridad, la responsabilidad, la solidaridad y el amor son los valores que integran esa memoria y esa identidad. A ejemplo de mujeres y de hombres ejemplares en el ejercicio de esos valores. Parte de la misma memoria, la misma sangre y los mismos huesos. Pero, añadiría Paul Ricoeur, los valores cívicos deben también instalarse en una visión de la justicia y de lo justo que supere la vinculación kantiana entre libertad y ley entendiendo la libertad como ratio essendi de la ley y la ley como ratio cognoscendi de la libertad. Porque esa visión únicamente conduce a la convergencia entre libertad e imputabilidad, y el consiguiente entendimiento de la responsabilidad humana como una mera obligación de reparación de daños o asunción de penas. La responsabilidad cívica en la que se fundamenta la seguridad de las grandes sociedades del siglo XXI, como la española, encuentra en la Regla de Oro o, en palabras también del filósofo de Valence, en la «poética del amor», un argumento no únicamente lírico o voluntarista, sino también racional y lógico, para definir un nuevo vínculo entre ideas, creencias y convicciones que aspiran a convivir partiendo de su mutuo reconocimiento, es decir, en el encuentro [14].

Porque  hacer  frente  al  desafío  de  la  identidad  religiosa  en  las  sociedades

«postseculares»occidentales puede equivaler, no ya a resolver un presunto problema, sino a encontrar respuestas, razones y argumentos para existir en el siglo XXI. A entender la complejidad como una motivación constante para el cultivo y el enriquecimiento de la ciudadanía que acompaña a cualquier persona y la acompaña siempre. A conocer al «otro»como una fuente de permanente aprendizaje y, por lo tanto, a concebir el espacio público como una perenne escuela de civismo y de humanidad. Querer aprender, y querer aprender juntos, los unos con los otros, y los unos de los otros, como premisa y requisito, necesario, pero no suficiente de la civilidad. Como expresión de la identidad profunda de un nuevo proyecto de civilización.

El debate sobre la confesionalidad del Estado parecía pertenecer a la historia, al menos en las democracias de tradición constitucional, y la etapa de la secularización había dado paso a un «postsecularismo»en donde los pilares de la ética pública no respondían a un concepto defensivo de la convivencia y de la tolerancia, sino a una posición cívica proactiva y positiva, en donde cooperar y convivir explicita compromisos, y no meras opciones, o expectativas, por importantes que resulten, de encontrar «esperanza» [15]. La historia nos exige hoy, sin embargo, que revisemos la presencia de las religiones en la vida pública.

Y, en este sentido, una posibilidad es acudir a la visión del fiscal que, en los Diálogos de carmelitas de Georges Bernanos, y después en la película de Raymond Leopold Bruckberger y Philippe Agostini, les recuerda a las religiosas residentes en el convento de Compiègne, durante su juicio por traición a la República, en 1794, que él es «el guardián del alma de la patria». Es decir,  la nueva legalidad no renuncia a un alma,   a una identidad y a una visión trascendente, pero su guardia y custodia pertenecen a la acusación pública cuando la institucionalidad revolucionaria se ve cuestionada implícita o explícitamente. Y, cuando la priora del convento le responde al fiscal que ella y sus religiosas son ciudadanas leales de la República, pero también ciudadanas de otra patria, el fiscal les responde que «os sobra una» [16]. El naciente Estado democrático no ve posible que la ciudadanía conciba más espacio de lealtad que a la propia institucionalidad. No hay sitio para la visión trascendente.

La otra posibilidad es la que ofrece Giorgio La Pira, miembro de la Comisión Constitucional italiana tras la II Guerra Mundial, después alcalde de Florencia durante dos períodos, jurista y profesor de disciplinas jurídicas básicas, cuando plantea que la libertad de conciencia en absoluto significa que la sociedad y la organización estatales se construyan sin juicios de valor entre los que, por ejemplo, pueda y deba figurar la humana vocación de trascendencia [17]. El planteamiento de La Pira es nítido: el Estado de Derecho, y con él una democracia basada en el reconocimiento y efectiva tutela judicial de los derechos y libertades fundamentales, unidos siempre a la condición humana y preexistentes a cualquier forma de organización institucional, la aplicación de la regla de las mayorías desde el respeto a las minorías, la división de poderes, y el imperio de la ley, la misma para toda la ciudadanía, no es una solución de convivencia aséptica o neutral. El Estado de Derecho es una apuesta histórica integral, política y, en tanto que incorporada a la ley, ética, porque toda norma jurídica es una norma política de contenido ético o, al menos, intencionalmente ético.

En conclusión: un drama cuyo desenlace nos pertenece en exclusiva

Cuando, sintiendo cercana la muerte, el gran académico francés Jean Guitton escribió su «testamento filosófico», imaginó un encuentro con su recién fallecido presidente y amigo François Mitterrand en el más allá. Ambos comenzaron por hablar de la visión moral del mundo, y Mitterrand afirmó que, para él, la moral consistía en disminuir el sufrimiento del otro. Guitton, entonces, le respondió que, para combatir el sufrimiento humano, únicamente existían dos fórmulas: la analgésica, o la búsqueda de un sentido para la vida. Mitterrand, entonces, se negó a aceptar que el sufrimiento tuviera sentido. Y Guitton le respondió que, toda vez que el sufrimiento es inevitable, no buscar un sentido al sufrimiento equivalía a sufrir dos veces, es decir, a padecer el dolor y el absurdo [18].

Cuando François Mauriac estudió el pensamiento de Blaise Pascal, y lo hizo en conexión con la figura de Molière, recordaba a figuras intelectuales que, para llegar  a Dios, «atravesaban todo el hombre». Pascal buscaba un Dios «sensible al corazón, y no a la razón». Pero, desde una visión y un sistema de creencias muy afín al gran Premio Nobel bordelés, su compatriota Philippe Nemo advertía no hace mucho acerca del peligro que, para las grandes democracias, representaba el pensamiento

«mitologizante»frente al conocimiento y la posición cívica y racional [19]. Algo que seguramente escapa al afán y a la ambición intelectuales de nuestro tiempo. Lo que constituye una auténtica exigencia de nuestro tiempo, y para todos los tiempos, es atravesar, además de todo el hombre, a todos los hombres.

François Mauriac se definía a sí mismo como «un metafísico que trabaja con un material concreto». Probablemente ello permitió que llegara al fondo del problema que suscita el conjunto de reflexiones que integran este documento compartido: «es en nuestro interior que permanecemos libres y donde se juega el único drama cuyo desenlace nos pertenece en exclusiva». Y ello cuando, como François Mauriac, ese drama obedece a un sistema de creencias de naturaleza religiosa, pero también cuando, como Bertrand Russell, se considera a la religión como un obstáculo contra «lo que debemos hacer», que exige «un criterio sin temor»y una «inteligencia libre»; o, como Jean-Paul Sartre, se piensa simplemente que «el hombre no es nada más que su vida»; o más modernamente cuando, como John Allen Paulos, el drama se resuelve en el territorio del escepticismo activo [20]. El ser humano no es nunca más libre que cuando se asoma al abismo de su propia conciencia. Nunca tan dueño de su existencia. Y, en la medida en que contribuye a otorgar sentido a ese drama, el impulso de trascendencia que reside en la perspectiva religiosa de la vida se convierte en una expresión siempre recelosa de toda forma de mediatización o de intervención. La seguridad pública, como condición necesaria del ejercicio de los derechos y de las libertades fundamentales, por ejemplo, como condición necesaria de la libertad religiosa, es inseparable de esa circunstancia.

Porque el mundo se enfrenta a un escenario inédito, en donde convergen dos fuerzas no sólo no contradictorias entre sí, sino también lógicamente conectadas. No se puede decir que lo que está sucediendo no resultara previsible: la globalización no aniquiló las identidades, sino que las identidades se han reafirmado, precisamente, como respuesta a la globalización. Y perspectivas muy diversas de un mismo mundo conviven dentro de un escenario que tanto espacial como mentalmente se ha visto reducido a la mínima expresión. «El otro»no pertenece ya a la esfera de lo exótico y digno de curiosidad, sino al ámbito de lo inmediato. Su presencia no se circunscribe a una exposición, o al grabado de un libro poblado por imágenes exóticas. «El otro»es una parte constitutiva de nuestras sociedades y un fragmento esencial de nuestras vidas. Ello no representa un problema cuando «identidad»no equivale a un «destino»inexorable [21]. Cuando identidad es una herramienta para compartir un mismo horizonte abierto a la presencia y participación de sensibilidades diversas. Cuando el afán de concordia y de conciliación presidente la vida cotidiana.

Los años del desencuentro se multiplican, al menos, por dos. Los vividos por cada uno de los seres humanos que ya no se encontraron nunca más. Los años que se pierden cuando las ideas, y los sueños, y los proyectos, y las experiencias no acuden a su histórica cita con las ideas, los sueños, los proyectos y las experiencia del otro, cuentan doble. Cada diálogo no mantenido, cada conversación pospuesta, cada posibilidad perdida de reconocimiento y reafirmación de nuestro amor por nuestros semejantes, multiplica por dos el paso del tiempo. Y el tiempo no tropieza ni regresa.

¿Cómo vivir, en democracia, la cultura del encuentro? ¿Cómo traducir sus enseñanzas en nuestro testimonio cotidiano como servidores públicos? ¿Qué prioridades establecer? ¿Cómo responder y qué hacer ante este maravilloso desafío de renovación, de conversión, de transformación, de apertura a la experiencia siempre fascinante, del otro?

Las claves delimitadoras de la cultura del encuentro las enumera Carlos Osoro, cardenal-arzobispo de Madrid, cuando nos propone objetivos tan formidablemente ambiciosos como no juzgar y, por lo tanto, no condenar, perdonar, y dar. Objetivos que persiguen transformar el corazón del hombre. Imaginemos una vida o, más modestamente, una política que se rige por estos cuatro infinitivos: no juzgar, no condenar, perdonar, y dar. E imaginemos esa vida, porque tendremos un marco democrático de convivencia en paz, en seguridad, y en libertad.

Guy Gilbert nos pone algunas tareas adicionales: aprender a compartir, acercarse a los que están solos como «solidaridad inmediata», combatir la desigualdad con todas nuestras fuerzas, perseverar cuando nos dicen que lo que hacemos no sirve de nada, no olvidar que la indestructible mano de la amistad atraviesa todos los muros, dedicar tiempo a los demás, no olvidar que ayudar comienza por saber escuchar, saber ser compasivo, llamar al otro por su nombre, el primer servidor de las personas dependientes profesional o vitalmente… [22].

Y, sobre todo, «ser una estrella para los demás». Y no precisamente un integrante del star system. Abrazar la vocación de la ejemplaridad, de la exigencia, del rigor, y de la excelencia profesional. Abrazar el servicio como normal de la acción. Y actuar. La convicción religiosa, decía Robert Schuman, «es la fuente interior del actuar». Y el padre de Europa añadía que, en la vida pública «el hablar poco, y el actuar pronto». Todo un desafío. A la medida de todo un tiempo.

Enrique San Miguel Pérez, ieee.es/

Notas:

1   MANN, H.: La juventud de Enrique IV. Barcelona. 1989, pp. 254-255, y La madurez del rey Enrique IV. Barcelona. 1990, p. 642. Vid. igualmente BAYROU, F.: Le roi libre. París. 1994, pp. 520- 522.

2   MONTAIGNE, M. de: Los ensayos según la edición de 1595 de Marie de Gournay. Barcelona. 2007, pp. 265-266. ZWEIG, S.: Montaigne. Barcelona. 2008, p. 65. EDWARDS, J.: La muerte de Montaigne. México D. F. 2011, p. 12.

3   ENRIQUE Y TARANCÓN, V.: «Cincuenta años de sacerdocio en España». RUIZ GIMÉNEZ, J. (Ed.): Iglesia, Estado y Sociedad en España. 1930-1982, pp. 375-402. Barcelona. 1984, p. 398. BAZIOU, J.-Y.; BLAQUART, J.-L.; BOBINEAU, O. (Dirs.): Dieu et César, séparés pour coopérer. París. 2010, p. 257. Vid. igualmente BURLEIGH, M.: Poder terrenal. Religión y política en Europa de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Madrid. 2005, pp. 24-25.

4   ROTH, J. & ZWEIG, S.: Ser amigo mío es funesto. Correspondencia (1927-1938). Barcelona. 2014, p. 217.

5   HINTZE, O.: Historia de las formas políticas. Madrid. 1968, pp. 299 y ss.

6   MAURIAC, F.: El desierto del amor. Barcelona. 2009, p. 136.

7   PAPINI G. G.: Un hombre acabado. Palencia. 2014, pp. 117 y 184.

8   DOSSETTI, G.: Il Vaticano II. Frammenti di una riflessione. Bologna. 1996, p. 193-194. Vid. también GALLONI, G.: Dossetti, profeta del nostro tempo. Roma. 2009, pp. 145 y ss.

9   KOHL, H.: Yo quise la unidad de Alemania por Kai Diekmann y Ralf Georg Reuth. Prólogo de Felipe González. Barcelona. 1997, p. 416.

10    KAPLAN, R.: La venganza de la geografía. Como los mapas condicionan el destino de las naciones. Barcelona. 2015, pp. 22-23.

11    GARCÍA-PELAYO, M.: Los mitos políticos. Madrid. 1981, pp. 38 y ss., y 146 y ss.

12    HAVEL, V.: El poder de los sin poder. Madrid. 2011, pp. 122-123. Cfr. igualmente PETIT, J.-F.: Comment croire encore en la politique. Petite défense de l’engagement. Montrouge. 2011, pp. 48 y ss.

13    TÓIBÍN, C.: El testamento de María. Barcelona. 2014, p. 10.

14    RICOEUR, P.: Lo justo. Madrid. 1999, pp. 57 y ss., y Amor y justicia. Madrid. 1993, pp. 30-31.

15    LAROUCHE, J.-M.: La religion dans les limites de la cité. Le défi religieux des sociétés postséculières. Montréal. 2008, pp. 105 y ss. Vid. igualmente SARKOZY, N.: La République, les religions, l’espérance. París. 2006, pp. 37 y ss.

16    AGOSTINI, P. y BRUCKBERGER, R. L. (según La última del cadalso de G. von LE FORT y Diálogos de carmelitas de G. BERNANOS): Diálogo de carmelitas. Libreto. Madrid. 1960, pp. 100 y ss.

17    LA PIRA, G.: Para una arquitectura cristiana del Estado. Buenos Aires. 1955, p. 239.

18    GUITTON, J.: Mon testament philosophique. París. 1997, pp. 226 y ss.

19    MAURIAC, F.: De Pascal a Graham Greene. Buenos Aires. 1952, pp. 27 y 45, y NEMO, P.: La régression intellectuelle de la France. Lonrai. 2011, p. 11.

20    MAURIAC, F.: Mis recuerdos. Barcelona. s. a., p. 74. Vid. igualmente RUSSELL, B.: Por qué no soy cristiano y otros ensayos. Barcelona. 2004, pp. 42-43; SARTRE, J. P.: El existencialismo es un humanismo. Barcelona. 2005, p. 58; y ALLEN PAULOS, J.: Elogio de la irreligión. Un matemático explica por qué los argumentos a favor de la existencia de Dios, sencillamente, no se sostienen. México D. F. 2009, pp. 16-17.

21    RICCARDI, A.: Convivir. Barcelona. 2006, pp. 80 y ss.

22    GILBERT, G.: Ocúpate de los demás. La solidaridad, urgencia de nuestro tiempo. Barcelona. 2013, pp. 109 y ss.

Margarita Martín Ludeña

Al comienzo de mi intervención quiero agradecer muy sinceramente al Decano de la Facultad de Teología su invitación a este acto tan académico como entrañable. Así fue Jutta: académica y entrañable. Una académica de pies a la cabeza, de quien cada uno guardamos un recuerdo muy humano, muy cercano.

«Un buen maestro influye más con su vida que a través de las lecciones que da. Es ‘camino’ para otros que, mirándole a él, se encuentran a sí mismos» [1]. Estas palabras escritas por Jutta se han hecho realidad en ella misma, hasta el punto de que no podamos predecir dónde acabará su influencia. Quienes hemos tenido el privilegio de contarnos entre sus alumnos sabemos que ejerció la docencia con todo su ser; y que ciertamente pudimos aprender mucho de lo que decía, pero fue la autenticidad de sus gestos lo que alcanzó en ella el más alto grado de elocuencia.

Mujer dotada del don de comunicar, vivió ese don con un estilo muy personal, propio de quien ha entendido la comunicación como una verdadera forma de comunión. Algún académico ha definido la docencia como «un acto de amor, adictivo, irrenunciable». No hablaremos de adicciones en esta mujer de libertad vivida, pero sí afirmaremos que enseñar fue, para la Profesora Burggraf, una pasión irrenunciable. Quienes la escuchábamos intuíamos que más que comunicar, ella se comunicaba a sí misma, por entero. Asistir a sus clases era ser testigos de un acto de donación personal, un acto de verdadero amor.

No sin orgullo puedo decir que yo he sido alumna suya. «A mí me dio clase Jutta». Es ésta una afirmación cargada de connotaciones, cuyo significado sólo es captado plenamente por quienes podemos pronunciarla. Nosotros guardamos una vivencia de resonancias muy personales, por la cual nos sabemos distinguidos y agraciados. Y, sí, adivinábamos enseguida que los alumnos ocupábamos un lugar destacado, e incluso nos sentíamos objeto de una admiración discreta y silenciosa. Experimentábamos con claridad lo que apuntó el Prof. D. César Izquierdo tras el fallecimiento de Jutta: «con ella siempre se podía contar». Llamábamos a la puerta de su despacho en cualquier ocasión, y parecía que nuestra llegada constituía para ella un motivo de alegría. Una intervención de un estudiante durante la clase, por torpe o inoportuna que fuera, a ella le resultaba muy interesante, incluso tenía la virtud de hacer emerger de esas situaciones unas vetas de pensamiento que sorprendían a sus interlocutores. Conseguía transmitirnos, sin palabras, que cada uno éramos único e importante. Así, no dudaba en abandonar el lugar donde estaba examinando a un grupo de alumnos para interesarse por uno que había pasado por una dificultad familiar o personal de la que ella fuera conocedora. «Ellos se cuidan solos», decía con confianza, refiriéndose a los estudiantes que habían quedado en el aula.

Cuando le pedí que dirigiera mi Tesis de Licenciatura, era consciente de que ella tenía un trabajo excesivo y sobradas razones para remitirme a algún otro profesor. Sin embargo, respondió como si se tratara de un honor, casi con gratitud. Tanto entonces como cuando asumió la dirección de mi Tesis Doctoral, demostró una generosidad extraordinaria. Revisaba los textos que le enviaba con una urgencia difícil de secundar. No era raro que contactara conmigo al día siguiente de haberle enviado algo así como 70 folios, con un montón de correcciones y sugerencias que indicaban la hondura con que los había estudiado.

A la entrega entusiasta de sí misma unió unos modos de exigir tan amables que recibir una corrección suya resultaba no sólo estimulante sino hasta divertido. La conocí durante el examen de grado del Bachiller Teológico, siendo ella la Presidenta de mi tribunal. Una vez finalizado el acto, se acercó para darme la enhorabuena y, después de hacerlo, me hizo saber, discretamente, que había dicho una herejía... En otra ocasión me llamó para comentar un texto que le había hecho llegar unos días antes. Cuando nos encontramos, me cogió por los hombros mientras decía con gracia: «oye, te estamos formando para ser teóloga católica, no pastora protestante». Tras esa enmienda a la totalidad, ya sentadas en su despacho, elogió la belleza del texto y los aciertos que pudiera haber en él; incluso sugirió que lo guardara para escribir un libro cuando terminara la tesis.

Para ella, la defensa de la persona concreta fue algo innegociable. Y es que contempló al ser humano en su realidad mistérica más genuina. El hombre, a sus ojos, no aparecía ni como tema ni como problema: ni un tema sobre el que sea posible teorizar sin quedar afectado, ni un problema, aunque la actuación humana pueda ocasionar complejas problemáticas que Jutta no eludió de su reflexión. Bajo la categoría del misterio, cada ser humano participa de la belleza del misterio divino, y representa una promesa para la humanidad. Su dignidad le hace merecedor de la actitud más respetuosa, por encima de cualquier consideración. La propia Jutta desvelaba su secreto para actuar con serenidad con todos, que consistía en «no identificar a la persona con su obra. Todo ser humano –decía– es más grande que su culpa» [2]. Recuerdo que durante una clase de Ecumenismo un alumno citó unas palabras de Lutero sacadas de su contexto significativo, y dedicó al personaje un comentario en términos poco amables. La profesora, sin justificar ningún desacierto doctrinal, respondió con una brillante argumentación en defensa del reformador sobre el aspecto que se cuestionaba. Su defensa fue tan vehemente, que, cuando ella salió del aula, alguien bromeó sugiriendo organizar una cofradía de «devotos de Lutero».

Nos invitaba continuamente a ser menos radicales al reflexionar sobre situaciones complejas. «No hay sólo dos colores: el blanco y el negro», decía, explicándolo con una expresión que le gustaba: «el mundo no está lleno de pecadores por una parte y de mártires que mueren cantando por la otra».

Pude comprobar la autenticidad de su apertura hacia cualquier posición alejada o aun contraria a la suya en las correcciones a la redacción de mi Tesis. El tema de la misma obligaba a considerar algunos episodios controvertidos, relacionados con el feminismo radical. Jutta siempre matizaba las expresiones que pudieran resultar peyorativas o que implicaran clasificaciones a priori. «No hace falta habilidades para pisar al otro –sostenía–. Cualquiera puede hacerlo». Para ella no había homosexuales sino personas homosexuales. Las personas no eran conservadoras ni progresistas, aunque en sus ideas mostraran una tendencia concreta. Jutta transmitía una ausencia de prejuicios excepcional que abría horizontes a cuantos la trataban.

Este respeto, que no mera tolerancia, hacia todo lo humano era una consecuencia de su capacidad para descubrir lo bueno que hay en los demás. Además, cada hombre es superior a nosotros en algunos aspectos –sostenía Jutta– y, en ese sentido, es posible aprender de todos. Esta disposición habitual hizo de ella una mujer idónea para dialogar con todo tipo de personas, y buscó con ilusión ese diálogo.

Un día habíamos estado comentando unas ideas de la teóloga ortodoxa Elizabeth Behr-Sigel. En un momento de la conversación me preguntó dónde vivía, a lo que yo le contesté con bastante indiferencia: «En París. Falleció la semana pasada». La noticia le afectó tanto que le pregunté si la había conocido, a lo que sólo respondió con gesto de pena: «Ahora ya no podremos hablar con ella». También en esa época entré en contacto con Carol P. Christ, mujer conocida en el entorno del feminismo radical por haber desarrollado una teología de la diosa. Jutta me alentó con entusiasmo a mantener el contacto e intercambiar ideas con ella.

Humildad, verdad y libertad son tres aspectos que mantienen una continuidad en Jutta: en lo que vivió y en lo que comunicó. Sólo la humildad no falseada permite pedir perdón, solicitar una ayuda, o entender la propia existencia como servicio. El perdón para ella significaba, sobre todo, un don. Un don que libera a todas las partes, y que merece ser buscado y ofrecido generosamente; un don necesario «para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo» [3]. Hablaba de crear una cultura del perdón para construir un mundo habitable, para proyectar juntos un futuro realmente nuevo [4]. De modo análogo consideraba el don de consejo, que Jutta pedía y agradecía. No resultaba extraño que los estudiantes quedáramos confundidos ante la profesora: con la misma naturalidad con que nos daba una orientación llena de sabiduría, nos ponía delante un texto que ella acababa de escribir, para que le diéramos nuestra opinión, que acogía como si se tratara de un consejo de gran valor.

El compromiso con la verdad, que no anda desligado de la apertura al ser humano, en esta gran maestra se convirtió en una forma de servicio. Comunicó la verdad centrada en la fuerza de la propia verdad, sin afectación ni adherencias que empañan la belleza del logos. La verdad, aunque admirable en sí, no fue para ella un lugar para el ensimismamiento, sino el espacio más genuino para la comunión, para el encuentro con sus colegas y con sus alumnos, con creyentes o no creyentes: un encuentro en el que mirar juntos al misterio. Sólo desde ese lugar y con las miras puestas en él adquiere su valor más profundo todo diálogo. Por eso hablaba, como quien lo tiene bien experimentado, de la alegría inexpresable de conducir a otros desde la oscuridad hasta la luz.

Pero la verdad sólo es tal en la caridad, y, fuera de ella, en palabras de Edith Stein, «se convierte en una mentira destructora». Jutta comprendió la necesidad de una Teología que fuera fe pensada y fe acogedora. Por eso, en su reflexión no vamos a encontrar nada que sea exclusivamente especulativo, teórico o académico. Su mente científica se mantiene atenta, con igual tensión, hacia lo inmediato y lo concreto. Todo adquirirá en sus manos, con gran naturalidad, la belleza de los tonos más humanos.

Es significativo el hecho de que, en su pensamiento, Jutta vuelve una y otra vez al concepto de hogar. Lo emplea para hablar de la unidad de los cristianos, de la libertad, de la ideología de género o del sufrimiento. Escribe: «El hombre moderno es un gitano, se ha dicho con razón. No tiene hogar: quizá tiene una casa para el cuerpo pero no para el alma. Hay falta de orientación, inseguridad, y también mucha soledad. Así, no es de extrañar que quiera buscar la felicidad en el placer inmediato, o quizá en el aplauso. Si alguien no es amado, quiere ser al menos alabado» [5]. Más allá de una mera consideración teórica, Jutta logró crear alrededor un verdadero clima de hogar, reconocible por cuantos nos encontrábamos cerca.

Fue una constante en ella la conciencia de que todos estamos profunda y personalmente involucrados en los hechos de este mundo, sobre el que sólo podremos influir abrazándolo, amándolo. En este sentido, no hubo nada indiferente a su mirada. Todo era fascinante: la ecología, el movimiento ocupa, los toros o el arte andaluz; una foto simpática para una diapositiva con la que introducir su clase de un día cualquiera o el fragmento de música en el que veía el final perfecto de una conferencia. Disfrutaba con detalles pequeños, y expresaba una alegría inocente compartiéndolos.

La pasión por andar en verdad, que define a la humildad, es también germen de libertad. A su rigor intelectual, que no se perdonaba una cuestión sin reflexión, acompañaba una originalidad que a veces desconcertaba; no porque buscara ser diferente, sino porque a su fascinación por la actualidad del mensaje cristiano respondió con creativa fidelidad a la verdad. Las dudas y los interrogantes de los alumnos no encontraban en esta gran maestra una persona de lugares comunes ni respuestas de segunda mano. Sus explicaciones reflejaban un trabajo intelectual lleno de vitalidad, siempre abierto a la novedad más ilimitada: la del misterio. Su mente atrevida, abierta, católica, respondió a la infinitud del misterio sin poner obstáculos, con emoción ante una nueva luz, viniera de donde viniera, y con responsabilidad para transmitirla allí donde se le dejara.

Todos los caminos dentro de la Iglesia encontraron en Jutta una admiradora. Le deslumbraba la originalidad divina para atraer al hombre a través de senderos tan variados. El día en que fue diagnosticada su enfermedad me llamó para pedirme que la sustituyera en un curso que le habían pedido desde la Conferencia Episcopal. No podía decirle que no en ese trance, pero estuve apunto de hacerlo cuando concretó un poco más: se trataba de hablar de sexualidad y afectividad en un monasterio de religiosas contemplativas. Se atribuye a Voltaire la siguiente declaración:

«Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento, y muera el que no piense como yo». La libertad que proclama Jutta es de signo bien distinto. Se trata de una libertad que es don y tarea; un proyecto que tenemos que realizar: el de ser artistas de la propia existencia.

Sólo puede ser comunicada –la libertad– a través de la propia vida, después de un trabajo personal y exigente. «Un buen educador –escribe– se caracteriza por una magnanimidad desinteresada. [...] No es el que soluciona todos los problemas, sino que enseña a sus alumnos cómo se han de conducir ellos mismos, libremente, por la luz de su propia razón, sin necesidad de vigilancias ni controles. De este modo [el maestro] se hace gradualmente innecesario, se retrae y oculta cada vez más: luce porque no aparece, brilla porque nadie le aplaude. [...] Sin embargo, goza de la profunda satisfacción de que sus alumnos tienen metas grandes e ilusión por alcanzarlas; y porque tienen la conciencia clara de ser ellos mismos los protagonistas de su propia vida» [6]. Estas palabras las hemos visto vividas en Jutta.

No era una profesora que dictara el pensamiento, sino que lo acompañaba; iba por delante de sus discípulos abriendo, sin imponerlos, caminos que nos facilitaran acercarnos a la luz. En su mirada percibíamos que era una persona habituada a una fascinada contemplación de la belleza. La pasión con que la buscó, la admiró y la comunicó arrastraba, a quienes aprendíamos de ella y con ella, a dar el salto del tema al problema, y del problema al misterio. A recorrer, en fin, el camino que va y viene de la humildad a la verdad y de la verdad a la libertad. Demostró, sin necesidad de palabras, que la libertad siempre es nueva.

Sus modos de hacer y aun sus modos de dejar hacer y de dejar ser a sus discípulos, constituyen un referente también para quienes ejercemos la docencia. Si admiró sin cansancio el misterio, vivió con ilusión los problemas, implicándose personalmente. Pensó con libertad, vivió con libertad, y comunicó lo que vivió. Y por todo ello, parafraseando a Rubem Alves, podemos afirmar que para Jutta enseñar fue un ejercicio de inmortalidad.

Quiero concluir esta intervención como concluye la Profesora Burggraf su libro La libertad vivida:

«El Papa Pablo VI dijo al final de su vida: ‘Pienso que la despedida debe expresarse en un gran y sencillo acto de reconocimiento y aun de agradecimiento: esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus misterios oscuros, de sus sufrimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado en gozo y en gloria: ¡la vida, la vida del hombre!. Dios no quiere que nos quedemos en nuestro mundo estrecho, donde nosotros lo controlamos y calculamos todo. Nos llama a levantarnos y a volar como águilas, cada vez más alto, hacia el sol que es Cristo» [7].

Margarita Martín Ludeña, en dianet.unav.edu/

Notas:

1.  J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, Rialp, Madrid 2006, p. 192.

2.  J. Burggraf, Defender la vida con eficacia. La personalidad del defensor, Conferencia inaugural del Congreso Mundial Provida (Zaragoza, 6 de noviembre de 2009).

3.  J. Burggraf, Aprender a perdonar, Ponencia pronunciada en el ii Congreso de la Familia, Universidad de La Sabana (Bogotá 2003).

4.  Cfr. ibid.

5.  J. Burggraf, Comunicar la identidad cristiana en una sociedad postmoderna, Conferencia pronunciada en la Pontificia Universidad de la Santa Croce (Roma, 27 de abril de 2010).

6.  J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, p. 209.

7.  J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, pp. 211-212.

Enrique Alarcón

3.        El conocimiento de la verdad

La misma existencia de una noción de verdad prueba que tenemos experiencia de sus contenidos: de otro modo, esta noción sería tan vacía para nosotros como la de color para un ciego de nacimiento. El problema radica en determinar dónde y cómo se da tal experiencia.

La experiencia de la verdad requiere ejercer el conocimiento verdadero, pues sólo respecto a él tiene sentido la verdad como manifestación de la realidad.

A su vez, en ese acto de conocimiento debe poder advertirse la diferencia entre la realidad conocida y el conocimiento mismo, pues, si no, conoceríamos la realidad, pero no la verdad, que es su manifestación.

a)       Conocimiento intelectual y realidad

Pues bien, el conocimiento intelectual tiene una capacidad que no se da en la realidad física. Esa capacidad es la de actualizar los contrarios simultáneamente. Por ejemplo, al preguntar si la puerta está abierta o cerrada, pienso a la vez un mismo sujeto con dos características incompatibles, pero actualizadas simultáneamente en el pensamiento. En la realidad física, tal objeto sería imposible: habría que abrir y cerrar la puerta a la vez.

Una pregunta puede ser pensada, pero no puede ser construida como objeto físico. Para construir una pregunta haría falta que un mismo objeto se presentase a la vez con características opuestas. Pero es imposible que lo mismo sea y no sea lo mismo simultáneamente y en el mismo sentido. De ahí que no haya preguntas en el mundo físico, y que los animales tampoco hagan preguntas.

Lo mismo pasa con la negación. La negación requiere tener presente, a la vez, un modo de ser y su exclusión. En efecto, “invisible” requiere pensar “visible” y un modo de ser opuesto, aunque indeterminado. De nuevo, esto es imposible en la materia: con un objeto material no se puede hacer una negación. La realidad material sólo es positiva y determinada.

Esta capacidad que tiene la inteligencia para presentar los contrarios simultáneamente es lo que permite plantearse alternativas. Obviamente, no se puede dudar ni se puede elegir sin conocer a la vez alternativas excluyentes.

Ahora bien, conocer tales alternativas como excluyentes requiere saber que sólo una puede darse. Y esto se conoce mediante el principio de contradicción. No cabe que lo mismo sea y no sea a la vez. En otras palabras, un mismo sujeto puede ser de diversas maneras opuestas entre sí, pero su realidad es única. La potencia del sujeto real puede estar abierta a modos de ser opuestos, particulares y excluyentes, pero su ser, su realidad, es sólo una.

Esa única realidad se conoce en el juicio. Si pienso que algo es así, no puedo pensar a la vez que no sea así: por eso sé que la realidad como tal es única y sin posible contrario, aunque sus modos de ser sean potencialmente múltiples. Ambos conocimientos, el del ser único y el de los modos de ser múltiples, permiten afirmar que algo es de un modo y negar que no lo sea. Como la inteligencia puede conocer los contrarios a la vez, pero no pensar que sean a la vez, también puede afirmar uno y negar los otros.

Así pues, en el juicio se conoce lo real, que es único, en la afirmación o la negación, que son alternativas. De este modo, se distingue entre la realidad, que no admite alternativas, y su conocimiento, que es sólo una alternativa: o la afirmación o la negación. La alternativa que manifiesta la realidad es verdad y, la que no, es falsa.

En el juicio que afirma o niega se distingue la realidad de su conocimiento. La realidad no tiene alternativa: el no ser no existe. En cambio, su conocimiento sí que tiene alternativa, justamente lo contradictorio. Realidad y conocimiento se advierten así como diferentes. Y se advierten porque es posible pensar un modo opuesto al que es, pero no es posible pensar que exista.

Al afirmar y no negar, o al negar y no afirmar, conozco en un único acto de conocimiento lo real como único y su manifestación como alternativa verdadera. Advierto que la verdad es sólo un conocimiento, una manifestación de la realidad, pero no el objeto real.

De lo dicho se infiere que la verdad es manifestación de la realidad, y no de los modos de ser, que siempre son particulares y contingentes. El fundamento de la verdad no es el modo de ser de las cosas, sino su ser, su realidad, que es única [26]. Por eso las proposiciones de futuro contingente no son verdaderas ni falsas, pues no hay una realidad única y sin alternativa que funde su verdad. Por ejemplo, que mañana habrá una batalla no es verdadero ni falso... todavía. Lo será al término del día, cuando éste haya sido real, cuando haya sucedido lo uno o lo otro. Idéntico es el caso de las paradojas lógicas. Su referencia es siempre alternativa, y por tanto carecen de valor de verdad.

Cuando no se conoce la realidad única, sino sólo un modo de ser, no hay verdad, aunque haya conocimiento. Tal es el caso del mero concepto. El concepto manifiesta maneras de ser, pero no lo que es realmente. Ahora bien, la verdad consiste en la manifestación de la realidad, y no de un modo de ser. En efecto, también lo falso muestra un modo de ser, pero es falso porque ese modo no es real. La verdad se fundamenta en el ser de las cosas, precisamente porque consiste en su manifestación. El ser es único y por eso la verdad sólo es una para cada modo de ser. Pero los modos de ser, de suyo, son potencialmente múltiples. Por eso, cabe atribuir a un mismo sujeto diversos modos, de los que sólo uno puede ser verdadero. Pues bien, el juicio, y no el concepto, manifiesta lo que es, lo real. El concepto se limita a mostrar un modo de ser, y no si es o no real. Por eso, en el concepto no hay verdad ni falsedad [27].

b)       La verdad inadvertida

En otros casos distintos del concepto y del juicio se manifiesta la realidad y, por tanto, hay verdad. Sin embargo, esa verdad no se advierte como tal, porque en tales casos la manifestación de la realidad es tan única como la realidad misma.

Así ocurre en la sensación. A diferencia del concepto, la sensación puede manifestar la realidad. Por eso, hay sensaciones verdaderas y otras falsas. Ahora bien, ni la sensación externa ni tampoco la interna pueden advertir su verdad o falsedad. Y no pueden porque son incapaces de actualizar modos de ser contrarios de un mismo objeto. Ni veo ni imagino algo como siendo blanco y no negro. Sólo veo lo blanco como blanco. El conocimiento sensible sólo tiene un modo, porque es una potencia material, y la materia no puede actualizarse según modos contrarios. Por tanto, la sensación es incapaz de discernir la verdad de la falsedad. Y, como no puede, tampoco discierne conocimiento de realidad. En esta carencia radica el aparente realismo de la sensación. Puedo soñar y pensar que mis imaginaciones son reales. Al ver, al oír, al tocar, parece que accedo directamente a la realidad. Ese aparente realismo de la sensación no es una ventaja sobre el juicio, como sostienen ingenuamente el empirismo y el positivismo. Todo lo contrario: es una carencia. Se debe a que la sensación no advierte la diferencia entre conocimiento y realidad. La sensación no sabe que puede ser falsa. En cambio, al afirmar sé que podría negar, y viceversa. La sensación es incapaz de advertir esa posibilidad, porque no puede dar a conocer alternativas. Su carácter material sólo permite presentar un modo de ser cada vez. De ahí que realidad y verdad, objeto y manifestación, no puedan ser distinguidos con sólo la sensación [28].

Un caso distinto del concepto, donde no hay verdad, y de la sensación, donde la hay pero no se la advierte, es el de las apariencias. Por una parte, en la apariencias no se advierte la verdad, porque, al ser materiales, no es posible la presencia simultánea de lo verdadero y de lo falso. El oro verdadero o el falso sólo son como son. En este caso, como en el de la sensación, el único modo de discernir realidad y manifestación es pensar, discerniendo lo que es de lo que no es. Por eso, no basta conocer una apariencia para saber si es verdadera. Pero, además, ocurre que en las apariencias no hay verdad de suyo, porque su realidad propia no es la de una manifestación: a diferencia de las sensaciones, las apariencias no son conocimientos, sino medios de conocimiento. Por eso, las apariencias de los objetos no son verdaderas o falsas de suyo, sino sólo extrínseca y accidentalmente, en tanto que se las considera como manifestaciones de la realidad del objeto.

Lo dicho de la apariencia se aplica en parte a la expresión: si la expresión se considera como tal, y no como mero objeto, puede ser verdadera o no. Pero, al ser sólo de un modo, no cabe distinguir en ella entre la realidad del pensamiento o sentimiento manifestado y su patencia como manifestación. La expresión se identifica con el pensamiento o la sensación de quien así se expresa. Por eso es fácil mentir, qué le vamos a hacer. Y por eso, también, muchos analíticos confunden pensamiento y lenguaje [29]. Para discernir la expresión como verdadera o no, se precisa una reflexión ulterior, que pertenece ya al ámbito del conocimiento judicativo.

Recapitulando: la verdad es la manifestación de la realidad. Se da en las apariencias del objeto, en el conocimiento, y en la expresión. Se da, pero no se conoce como tal. Sólo se conoce la verdad en el juicio de la inteligencia, que afirma lo que es o niega lo que no es. En este sentido, el juicio aseverativo es la máxima instancia de verdad, porque no sólo manifiesta la realidad, sino que además la manifiesta como tal verdad. Y lo hace fundándose en la unicidad del ser, conocida mediante el principio de contradicción.

4.        El valor de la verdad

Esto último nos sitúa ya en la premisas necesarias para afrontar el último tema de debate: el valor de la verdad.

a)       La necesidad de la verdad

Hemos visto que la verdad se fundamenta en dos principios necesarios. Uno es el ser: el ser es único, no tiene alternativa, y por eso lo verdadero es distinto de lo falso y no cabe que lo verdadero sea falso. La verdad se distingue de la falsedad con la misma necesidad del ser. Si el no ser no puede existir, lo falso tampoco puede identificarse con lo verdadero. Así pues, si cabe una manifestación de la realidad, su carácter de verdad tiene la misma necesidad del ser, pues de él depende.

El segundo fundamento necesario de la verdad afecta a su conocimiento. Advertimos la verdad como distinta del ser conociendo la única realidad en un juicio con alternativa. Y esto lo conocemos mediante el principio de contradicción. Ahora bien, el principio de contradicción nos da a conocer lo necesario porque él mismo es necesario. El principio de contradicción carece de alternativa, porque, para distinguir tal alternativa, habría que suponer la validez del principio de contradicción. Si se dijese que hay un ámbito que refuta el principio de contradicción, ese ámbito se estaría definiendo mediante este mismo principio, pues se distingue lo que refuta de lo que no. Y si se define tal ámbito mediante dicho principio, éste es válido allí donde se lo pretendía negar. Y, si no es válido, esta negación deja de serlo. En efecto, si no excluye a la afirmación, una negación no significa nada.

Pues bien, el principio de contradicción es necesario. Por él conocemos que las cosas podrían ser de un modo o de otro, que podemos acertar o equivocarnos, pero una alternativa es verdadera porque las cosas sólo son como son: su realidad es única. Si conocemos el principio de contradicción, advertimos que la verdad es tan necesaria y única como el ser que manifiesta.

Ahora bien, es imposible pensar si no es mediante el principio de contradicción. Cada noción y cada afirmación se identificarían con las opuestas, puesto que podemos actualizar simultáneamente los contrarios. Los conceptos no estarían definidos: serían pura confusión sin sentido. Tampoco tendría sentido afirmar ni negar, si lo uno no excluyese a lo otro. El pensamiento sería imposible, pues lo pensado sería ininteligible.

Si se piensa, se conoce el principio de contradicción. Y, si se conoce, se sabe que la verdad es distinta del ser, pero tan necesaria como él.

Pues bien, si la verdad es necesaria, o se la acepta o se la ignora, pero no puede quererse que no la haya: en efecto, esto ni siquiera es una hipótesis, porque resulta ininteligible. Quien quiere que no haya verdad no sabe lo que piensa, porque lo que quiere es que la verdad sea que no haya verdad.

No se puede pensar y, a la vez, prescindir de la verdad. Piensen ustedes en la mentira, por ejemplo: no puede haber mentira si no hay verdad. Hay oscuridad porque no hay luz; pero hay mentira porque sí hay verdad. Para poder mentir, hay que conocer la verdad. En cambio, cabe conocer la verdad sin conocer la falsedad o la mentira: así ocurre en los objetos necesarios, como el principio de contradicción. O se conoce con verdad, o se ignora y no se piensa, pero no cabe equivocarse al respecto, porque para equivocarse hay que pensar, y no se puede pensar sin el principio de contradicción.

Así pues, cabe prescindir de la falsedad y de la mentira, pero no se puede pensar y prescindir de la verdad. O se la quiere, o no se piensa y así se la ignora, pero no se puede querer que no la haya. Para querer que no haya verdad hay que saber qué es lo que se quiere. Y es imposible pensar esa no-verdad, pues la verdad es tan necesaria y sin alternativa pensable como el principio de contradicción. Quien dice que la verdad no existe, o que no la quiere, no piensa lo que dice, porque no puede pensarlo.

Lo que sí se puede pensar y querer es que fuese verdad algo que no lo es. De suyo, es indiferente querer que cambien las cosas, o que hubiesen sido distintas. Pero esto no es minusvalorar la verdad, sino apreciarla: lo que se desea es que fuese verdad algo diferente.

Distinto es el caso de quien se empeña en llamar verdadero a lo falso y viceversa. Las cosas sólo son como son, porque no hay más que una realidad. Por eso, lo verdadero es tan necesario e inmutable como el ser que manifiesta. No podemos saber que no es verdad lo que sí sabemos que es verdad. Y no podemos por el principio de contradicción, que nos da a conocer la unicidad del ser y por tanto de la verdad. A quien se niega a admitir lo que sabe sólo le queda una opción: no pensarlo. Pero eso no es pensar lo verdadero como falso, sino dejar de pensar. Si se sabe, se sabe qué es verdad. O, al menos, se piensa que es verdad lo que uno sabe, por más que pueda equivocarse al respecto. Si no, a lo más, sólo se dirán palabras o se imaginarán frases sin saber lo que se dice.

Si hay inteligencia, hay verdad. Por eso, esta palabra existe en todas las lenguas del hombre, y su significado corriente es siempre el mismo en cada tiempo y lugar. Quien quiere trastocarlo o ignorarlo corre tras un imposible. Pues, en efecto, ¿qué razones podrían darse contra la verdad sino las carentes de verdad?

En suma: no se puede pensar y, a la vez, no querer que haya verdad. La verdad, si se conoce, sólo se puede querer. Por eso es un bien necesario, un bien siempre vigente. Ese tipo de bien necesario e incondicional es, justamente, lo que llamamos valor.

b)       La verdad y la dignidad del hombre

Buscamos nuestro propio bien, y es lógico que lo encontremos en lo que tenemos de más específico. Por eso, la inteligencia, que nos constituye como hombres, es uno de los grandes bienes humanos. Quien no piensa se deshumaniza: se pierde a sí mismo, se enajena. No cabe una vida humana sin inteligencia, y educar la inteligencia es hacer la vida más humana. Nos hace ser más, y no sólo tener más conocimiento, pues al conocer crece también esa capacidad de pensar que nos constituye en seres humanos.

Educar en la verdad va más lejos, porque lo conocido puede ser contingente, y nuestro conocimiento falible, pero algo hay en él que es necesario y permanente: el principio de contradicción, donde advertimos el ser y la verdad. Podemos equivocarnos y olvidar, pero sabemos que la realidad es única y que siempre hay una verdad, incluso cuando se miente o se yerra. La verdad nos permite alcanzar algo incondicional, que siempre prevalece, y que es constitutivo de nuestra naturaleza humana.

El amor a la verdad va aún más lejos que su conocimiento. Al amar, nos asimilamos a la dignidad del objeto amado, pues quien ama algo noble se ennoblece él mismo. Nuestro obrar es limitado y falible, aunque su fundamento sea necesario e incondicional. Cuando amamos la verdad, cuando nuestra actuación se guía por este fin, incluso lo que en nosotros hay de contingente se reviste de la superior dignidad y nobleza de un fin que siempre es valioso, porque rige toda contingencia.

No todo en el hombre puede ser vencido, y aún menos cuando ama la verdad incondicionalmente. Nadie puede hacer pensar sin que se conozca que hay verdad, previa e independiente de cualquier artificio, error, o mentira. El hombre participa en este conocimiento necesario: de ahí su dignidad inatacable. Siempre poseemos este criterio incondicional, que nos eleva sobre cualquier condicionamiento exterior e incluso sobre nuestras propias equivocaciones y malicias.

Esta dignidad de la inteligencia es más fuerte que la enfermedad y la muerte. Por lo mismo que la inteligencia es capaz de actualizar contrarios, su naturaleza no es la de la materia. Por tanto, no es reductible a un ser físico, que nunca actualiza simultáneamente modos de ser opuestos. Lo mismo que nos permite advertir la verdad y el ser, es lo que hace de la naturaleza humana algo más que azar y contingencia física.

Si nadie puede hacer pensar al margen del valor de verdad, tampoco nadie puede destruir todo en cada hombre. En efecto, si el hombre fuese un mero estado material, su materia podría cambiar de estado: todo lo humano desaparecería al morir su cuerpo. Mas cada hombre tiene una capacidad que no es la de la materia, pues actualiza los contrarios. Esa capacidad, que nos da a conocer la unicidad del ser y nos permite advertir la verdad, no desaparece ni con la enfermedad ni con la muerte, precisamente por desbordar el ámbito físico. Lo más permanente del hombre es, por tanto, aquello que le constituye precisamente en persona.

La dignidad del hombre radica en esta capacidad, y no sólo en su ejercicio. Un Mercedes no vale menos parado que en marcha. Del mismo modo, un sabio no deja de serlo por estar dormido. Si la inteligencia no es una capacidad material, tampoco desaparece con las indisposiciones orgánicas. En todo caso, la enfermedad, o el sueño, pueden dificultar su ejercicio. Es difícil resolver un problema matemático sin lápiz y papel, pero la inteligencia del matemático no es lo mismo que estos medios. De modo similar, es dificultoso pensar sin el auxilio de palabras. Éstas, imaginadas y recordadas sensiblemente, fijan nuestra atención y retienen sus contenidos, como las anotaciones del matemático. El daño orgánico, o la mera indisposición, pueden dificultar este auxilio del pensar, pero no equivalen a su desaparición. Por eso a un deficiente psíquico lo consideramos enfermo y a una piedra no. Si la piedra no piensa, nada tiene de extraño. Pero si el deficiente no piensa, tal situación es anormal, porque debiera poder pensar. Y debiera, porque no pierde su condición humana, es decir, su índole específica, que comporta la capacidad de pensar. Esta facultad es la inteligencia, que, al no ser material, tampoco se pierde con las indisposiciones orgánicas. Como la dignidad humana radica en la capacidad, y no en su ejercicio, el enfermo mental, o el embrión humano, mantienen su dignidad humana básica e inalienable.

La Ética es realista, y por eso el conocimiento de lo que somos tiene consecuencias prácticas. La índole de la verdad nos permite conocer lo que cada hombre tiene de más digno, de más inatacable, por encima de sus errores y de todo desamparo. Por eso, educar en la verdad conduce, mediante el conocimiento de lo que somos, al humanismo, al respeto incondicional de cada persona humana, y a la consiguiente estima desinteresada del bien ajeno.

Enrique Alarcón, en dadun.unav.edu/

Notas:

26    Esta es la respuesta a la objeción de Nietzsche F., Nachgelassene Fragmente, Herbst 1887, 9 [91], en Werke cit., t. 8, 2, 1970, 50, lin. 31–51, lin. 4: “Aber das ist eine grosse Verwechslung: wie simplex sigillum veri. Woher weiss man das, dass die wahre Beschaffenheit der Dinge in diesem Verhältniss zu unserem Intellekt steht? Wäre es nicht anders? dass die ihm am meisten das Gefühl von Macht und Sicherheit gebende Hypothese am meisten von ihm bevorzugt, geschätzt, und folglich als wahr bezeichnet wird?” Nietzsche supone que la verdad consiste en una copia exacta. Así, el fundamento de la verdad sería un modo de ser, y no el ser mismo. Como todo modo de ser admite alternativa, no habría un fundamento necesario de la verdad, sino sólo una decisión. Pero el fundamento de la verdad es el ser, que, como carece de alternativa, no puede ser elegido o desechado.

27  Tomás de Aquino, De veritate, q. 1, a. 2, co.: “Amplius. Cum aliquod incomplexum vel dicitur vel intelligitur, ipsum quidem incomplexum, quantum est de se, non est rei aequatum nec rei inaequale: cum aequalitas et inaequalitas secundum comparationem dicantur; incomplexum autem, quantum est de se, non continet aliquam comparationem vel applicationem ad rem. Unde de se nec verum nec falsum dici potest: sed tantum complexum, in quo designatur comparatio incomplexi ad rem per notam compositionis aut divisionis. Intellectus tamen incomplexus, intelligendo quod quid est, apprehendit quidditatem rei in quadam comparatione ad rem: quia apprehendit eam ut huius rei quidditatem. Unde, licet ipsum incomplexum, vel etiam definitio, non sit secundum se verum vel falsum, tamen intellectus apprehendens quod quid est dicitur quidem per se semper esse verus, ut patet in III De anima; etsi per accidens possit esse falsus, inquantum vel definitio includit aliquam complexionem, vel partium definitionis ad invicem, vel totius definitionis ad definitum. Unde definitio dicetur, secundum quod intelligitur ut huius vel illius rei definitio, secundum quod ab intellectu accipitur, vel simpliciter falsa, si partes definitionis non cohaereant invicem, ut si dicatur animal insensibile; vel falsa secundum hanc rem, prout definitio circuli accipitur ut trianguli. Dato igitur, per impossibile, quod intellectus divinus solum incomplexa cognosceret, adhuc esset verus, cognoscendo suam quidditatem ut suam”.

28    Sólo mediante el juicio dudan los escépticos de la experiencia. Por eso, de modo tácito, el escéptico confía en el juicio, aunque sin advertir que sus alternativas le serían desconocidas sin el conocimiento sensible.

29    Algunos consideran que no cabe pensamiento sin lenguaje, y que, en consecuencia, ninguna noción, tampoco la de verdad, sería previa al lenguaje mismo. Discrepo de esta postura por varias razones. Una es la misma dificultad de establecer definiciones, a saber, de expresar el significado de una palabra mediante otras. Definir la verdad es dificultoso porque no todo pensamiento se expresa con palabras. En efecto, si la noción de verdad nos viene dada con el lenguaje, sabemos el significado del término. Pero, si no nos viene dada la definición, sino que hemos de encontrarla, es que sabemos algo y no sabemos expresarlo, sino sólo pronunciar su nombre. Así ocurre también cuando tenemos una palabra “en la punta de la lengua”: sabemos lo que queremos decir, pero sin medio lingüístico de expresarlo. Lo mismo sucede al traducir una palabra: sabemos lo que significa al margen de la palabra que lo exprese. Que el conocimiento transciende al lenguaje se advierte también en la expresión de conocimientos necesarios. Toda expresión aseverativa es alternativa: puede afirmarse o negarse de un modo plenamente correcto desde el punto de vista lingüístico. Mas no todo conocimiento es alternativo: el principio de contradicción no se puede negar, pues tal negación dejaría de serlo, ya que, al no excluir la afirmación, la negación carecería de sentido. Así, un conocimiento necesario transciende el ámbito lingüístico. Todo esto, a mi juicio, es lógico, puesto que el conocimiento es previo al lenguaje como el objeto cognoscible lo es a su manifestación. Ciertamente, es casi imposible razonar sin imaginar expresiones lingüísticas; pero el caso no es distinto a resolver un problema matemático sin lápiz y papel para retener los pasos y fijar la atención. No por ello las matemáticas deben asimilarse a su lenguaje: pueden saltarse pasos sin cambiar el sentido de la solución. De hecho, ocurre así tanto más cuanto mejor conocemos: intelligenti pauca, pues conocer es distinto de expresar.

José María Torralba

El autor expone que una de las formas de transmitir una educación humanística es a través de la lectura reflexiva de los grandes libros

Enrique Alarcón

Se me ha encargado exponer las posturas a favor y en contra de la verdad: todo un reto, pues esta discusión encierra buena parte de la Historia de la Filosofía. Procuraré ceñirme a aquellas líneas de fuerza que mejor resumen las diversas doctrinas enfrentadas; y seguiré un orden tal que el desarrollo de los primeros temas obvie las dificultades presentes en los posteriores. Así pues, si al comienzo me detengo en la exposición pormenorizada de un asunto, es para poder abordar los siguientes de un modo más breve y directo.

El debate sobre la verdad se resume, a mi juicio, en torno a cuatro problemas:

1.   El uso de la palabra “verdad”.

2.   La noción de verdad.

3.   El conocimiento de la verdad.

4.   El valor de la verdad.

Seguiré este mismo orden, pues, a mi juicio, de la solución que se dé a los primeros depende la de los últimos. Por eso también la exposición será tanto más breve cuanto más avance. Siguiendo este criterio, y antes de entrar en la discusión, intentaré fijar su tema, es decir, a qué me refiero con la palabra “verdad”.

1.    La verdad como tema de discusión

En uno de los Viajes de Gulliver, Jonathan Swift narra las aventuras de su personaje en el país de los caballos [1]. Estos caballos hablan, piensan, y viven como seres humanos, pero desconocen la mentira. Gulliver tiene grandes dificultades para hacerles entender el sentido y posible utilidad de decir lo contrario de lo que se piensa, pues, para los caballos, quien miente emplea el lenguaje contra su misma utilidad. Es tan absurdo como usar las tijeras para coser y la aguja para cortar.

El nervio literario de la historia radica en su ironía. Si ese país no fuese fabuloso, si no estuviese habitado por caballos inteligentes, sería poco creíble una sociedad donde ni se concibe ni existe la palabra “mentira”. Resulta fácil imaginar que falten las palabras “terciopelo” o “carismático”, pero es inverosímil que en una lengua humana falten palabras para distinguir verdad de mentira o verdadero de falso.

El análisis estadístico muestra que, de hecho, el vocabulario más frecuente es común a los diversos idiomas. Si nos ceñimos al inglés, francés, y alemán, más del 80% del lenguaje habitual está compuesto por un pequeño conjunto de mil términos. Con otros mil apenas se añadiría una décima parte de tal proporción [2].

A este vocabulario básico y frecuente pertenecen las palabras “verdad”, “falsedad”, y “mentira”. Su sentido habitual coincide en las diversas lenguas, y sólo varían las voces o signos empleados. Por eso, los diccionarios de idiomas no se explayan en el significado de tales palabras. En efecto, si cada término se explica mediante otros, sin suponer significados comunes, se construye un círculo vicioso. Y si ese significado se indica mediante un dibujo, es porque quien lo ve discierne lo relevante en cada caso, ya que posee la noción que delimita la referencia.

Existen, desde luego, acepciones peculiares, castizas: así, cuando en castellano se dice de alguno que “le soltó dos verdades”. Mas ellas, como también las metáforas, dependen de la noción común de verdad.

Hay, por otra parte, connotaciones distintas de la palabra en cada idioma, debidas por lo común a la raíz etimológica. Así, hemeth, en hebreo, denota firmeza y fidelidad, en virtud de su radical haman, “sostener”. En cambio, el significado etimológico del griego alétheia es, quizás, “desvelamiento”, por la raíz lath, “ocultar”. Estas diferencias del significante, variable en cada lengua, y otras similares, son accesorias al significado común y frecuentísimo: si así no fuese, ni hemeth ni alétheia se traducirían habitualmente como verdad.

Tales variaciones son útiles para la interpretación de textos particulares, pero no para la discusión a lo largo de la Historia, pues si ha habido desacuerdo, y no un mero malentendido, es precisamente porque todos hablamos de lo mismo. Lo común a los diversos idiomas, tiempos y lugares, es el significado universal y corriente de la palabra “verdad”. Por eso, al exponer las razones a favor y en contra de la verdad, me ceñiré a este significado.

El primer punto a esclarecer no es dicho significado, sino si éste, cualquiera que sea, es relevante para el empleo de la palabra “verdad” en cada tiempo y situación. Es decir, hay que aclarar si su empleo depende de su significado. Esta tarea ocupará buena parte de la exposición, pero es rentable porque, una vez hecha, la mayor parte de las discusiones en favor y en contra de la verdad quedarán obviadas.

Algunos autores, como Nietzsche [3] o Marx [4], defienden que la verdad es un término cuya aplicación es artificial y arbitraria. Dependiendo de los intereses propios, o del contexto físico, ideológico o cultural, se aplicaría a unos u otros objetos, al margen de lo que la verdad sea para cada cual.

Similar es la postura de los autores que dan un nuevo sentido o empleo al término “verdad”, ya sea para que se acomode a su propio sistema de pensamiento, como Hegel [5], o bien para construir un lenguaje artificial más útil para las ciencias o la técnica, como Tarski [6].

Lo propio de todos ellos estriba en prescindir del sentido y empleo generalizado de la palabra “verdad”, para reducir su aplicación a un criterio establecido.

A mi juicio, éste es el ataque más radical a la noción de verdad, porque si tal noción no existe, o si puede ser sustituida arbitrariamente, toda cuestión ulterior es irrelevante. El empleo de la palabra “verdad” tiene, por tanto, una gran importancia, y de ahí que lo abordemos en primer lugar y con cierta extensión.

a) Tres usos de las palabras

Para esclarecer este problema, es preciso detenerse a distinguir tres maneras de usar las palabras para referirse a objetos. En efecto, buena parte de las confusiones en torno a la verdad nacen de ignorar esta diferencia.

a)       En primer lugar, los llamados nombres comunes designan unos u otros objetos en virtud de la adecuación de su significado propio a las características de los objetos. “Sillón”, por ejemplo, se dice de un asiento con respaldo y brazos para una sola persona. Cuando nos referimos a algo mediante la palabra “sillón”, sólo reconocemos como tal a un objeto que posea dicha serie de características, coincidentes con el significado de la palabra. Por eso “sillón” se usa como nombre común.

b)       Las terminologías o nomenclaturas [7], en cambio, designan objetos independientemente del significado de las palabras, aunque tales objetos, para ser reconocidos, deben poseer determinadas características. Por ejemplo, electricidad positiva y electricidad negativa designan a las adquiridas respectivamente por el vidrio y la resina cuando se las frota con lana. Ahora bien, contra lo que sugiere el significado habitual de las palabras, el polo dotado de electricidad positiva puede carecer de voltaje, mientras que el negativo ha de tenerlo [8].

c)       Finalmente, los nombres propios designan objetos por adscripción arbitraria. Pueden ser empleados al margen de su significado, y en esto se distinguen de los nombres comunes. Por ejemplo, una mujer y una ciudad pueden llamarse Asunción, sin que el significado de esta palabra nos informe de cómo son. Pero, precisamente porque su adscripción es arbitraria, los nombres propios son también independientes de las características de los objetos, y en esto se diferencian de las terminologías. Que una mujer y una ciudad se llamen Asunción no implica que tengan rasgos comunes. En cambio, dos polos negativos han de tener cierta carga eléctrica.

Como hemos visto, el empleo de los nombres propios y también de las terminologías es independiente del significado de las palabras. Éste sólo es relevante en el caso de los nombres comunes [9]. La piedra de aunque, por convención, el vector J de un circuito eléctrico se represente como yendo en sentido opuesto. Casos similares pueden darse en todas las terminologías, y se dan en muchas, hasta el punto de que el significado de los términos puede olvidarse por irrelevante y pasar a ser sólo etimológico. ¿Quién cae en la cuenta de que octubre, noviembre, y diciembre significaban el octavo, noveno y décimo mes del año? Los significaban, pero ya no los designan. Precisamente esta característica hace a las terminologías muy útiles para las ciencias y las instituciones. Nuevos descubrimientos o convenciones que comporten una impropiedad en el significado no obligan a modificar la terminología tradicional: piensen, por ejemplo, en la palabra “átomo”, que no cambió al descubrirse su posible división.

En efecto, absolutamente todas las características de los diversos objetos designados mediante un mismo nombre propio pueden ser contradictorias y variables. Por ejemplo, una mujer llamada Asunción y la ciudad homónima pueden ser completamente diferentes. Además, las características de cada objeto al que se asigna un nombre propio pueden cambiar por completo a largo del tiempo, sin perder por ello su nombre propio. Tal es el caso en algunas historias, como la de la mujer de Lot, que se convirtió en estatua de sal al mirar la destrucción de Sodoma. Incluso si la estatua de sal perdió su figura, Lot se referiría al arruinado montoncillo usando el nombre propio de su mujer.

En cambio, las características propias de los objetos designados mediante una misma terminología o un mismo nombre común, ni pueden variar de unos a otros objetos, ni tampoco a lo largo del tiempo. Un sillón, para ser reconocido como tal, siempre ha de tener brazos, y el polo negativo ha de tener cierta carga eléctrica. En el caso de las terminologías estas características propias pueden ser contradictorias con el significado de la palabra, mas no pueden serlo en el caso de los nombres comunes.

Tales capacidades de contradicción no vienen dadas por el significado de las palabras, ni por el modo de ser del objeto designado, que a veces son irrelevantes. Por eso, un mismo término puede ser usado de esas tres maneras. “Asunción”, por ejemplo, se emplea como nombre propio para designar una ciudad o una mujer. Como nombre común, designa la acción o efecto de asumir. Y, en la terminología del calendario litúrgico, sirve para designar una determinada festividad. Lo que permite discernir unos de otros es su empleo habitual, o el contexto, o siempre en virtud de su significado, y el nombre propio no. Por ejemplo, “gato” significa dos cosas distintas, el animal y la herramienta. En cambio, “Micifuz” no significa nada, aunque suela aplicarse sólo a los gatos y no a otras cosas. A su vez, un término análogo, como “sano”, se aplica a objetos distintos, como el clima y el estado del organismo, pero relacionados entre sí mediante el significado de la palabra. Dicho significado es irrelevante en el caso de las terminologías y de los nombres propios, e incluso puede ser impropio, como en el caso del polo positivo o del océano Pacífico. Precisamente porque lo relevante en los nombres equívocos y análogos es el significado de los términos, esta distinción no afecta a las terminologías ni a los nombres propios, cuyo significado, o no existe, o no importa.

De manera semejante, el empleo de la palabra “verdad” es un problema distinto al de su significado y al de su conocimiento: las discrepancias respecto al uso de la palabra “verdad” estriban, primeramente, en si es un nombre propio, una terminología, o un nombre común.

b)   La verdad como nombre propio

Algunas corrientes reducen la verdad a un nombre propio, que puede ser aplicado arbitrariamente a objetos con características totalmente contradictorias y cambiantes. Su empleo no estribaría en el significado de la palabra “verdad”, ni en unas u otras características del objeto verdadero, sino en el mero arbitrio, circunstancia, o interés de quienes usan la palabra.

Conforme a dicha postura, no es problemático que unos llamen verdad a algo y otros a lo contrario. En rigor tampoco es contradictorio, pues lo que entienden unos y otros puede ser completamente diferente. En cualquier caso, no hay una norma estricta que regule el empleo de la palabra “verdad”, como tampoco la del nombre “Inés”. En España es nombre de mujer, en Méjico también puede serlo de varón (creo), y no faltarán ríos o montes con el mismo nombre. En último extremo, que cada uno lo use a su arbitrio y conveniencia.

Respecto a si esta postura es correcta, hay que distinguir dos cuestiones diferentes.

La primera es si, de hecho, la palabra “verdad” es sólo un nombre propio, cuyo significado no existe o es irrelevante. La respuesta a esta cuestión viene dada por el empleo habitual del lenguaje: si dices lo que piensas, dices verdad, pero si dices lo contrario mientes; y si lo que piensas o dices es conforme a cómo son las cosas a las que te refieres, entonces es verdadero, y, cuando no, falso. Es obvio que la palabra “verdad”, en su empleo habitual, es un nombre común, pues se usa conforme a un significado propio y compartido por los distintos idiomas, cuya mayor variación se da en los nombres propios. En todas las lenguas, y casi siempre, aquello a lo que se aplica la palabra “verdad” tiene características conformes a dicho significado universal. Por tanto, la palabra “verdad”, en su uso más frecuente y compartido, no es un nombre propio, sino un nombre común, cuyo empleo no es arbitrario, sino que está regulado por la conformidad entre su significado y las características de los objetos.

La segunda cuestión es si, pese a todo, cabe emplear la palabra “verdad” arbitrariamente, como un nombre propio. Y la respuesta, a mi juicio, es afirmativa: se puede llamar “verdad” a cualquier cosa, como un río, una persona, o el periódico de Murcia. El problema estriba en que, como ése no es el empleo habitual de la palabra, y ésta sola no basta para clarificar su uso, quien oiga decir que una frase es “verdad” entenderá la palabra conforme a su empleo más frecuente, a saber, como un nombre común que designa la conformidad de la frase con la índole de las cosas, o con lo que piensa quien la profiere.

De hecho, quien usa la palabra “verdad” arbitrariamente y según su interés, suele pretender que los demás la entiendan conforme a su significado habitual, y no como nombre propio. Y quien dice que es verdad aquello que en cada momento quiere, acaba en que nadie le haga caso. Sólo si la palabra “verdad” se usa como nombre común y conforme a su significado habitual cabe entenderse mutuamente, y el lenguaje cumple su finalidad de ser medio de comunicación.

c)   La verdad como terminología

Hasta aquí he procurado aclarar que el uso corriente de la palabra “verdad” no es el de los nombres propios, sino el de los nombres comunes, que se aplican conforme a la correspondencia entre su significado y las características de los objetos. Trataré ahora del tercer empleo de la palabra, a saber, como terminología.

Conforme a este tercer uso, se llamaría verdad a lo que presenta determinadas características objetivas, independientemente del significado de “verdad” en el lenguaje corriente.

Este es el caso de la verdad lógica. Un lógico diría que, si todos los toreros tienen montera y Sócrates es un torero, entonces es verdad que Sócrates tiene montera. Este empleo de la palabra “verdad” no significa que haya un Sócrates con montera, sino que el razonamiento es formalmente correcto. El lógico atiende, no al significado de verdad en el lenguaje corriente, sino sólo a determinada característica del silogismo. Por eso, en Lógica, “verdad” no se usa como nombre común, sino como terminología: sólo son relevantes determinadas características del objeto y no el significado ordinario de la palabra “verdad”.

A mi juicio, usar la palabra “verdad” como terminología es de suyo indiferente. Los problemas comienzan cuando con ello se prescinde del significado corriente de la palabra.

A lo largo de la Historia, han mantenido esta posición reduccionista todos los autores que, tras establecer su propio sistema filosófico, redefinen la verdad de modo que se ajuste a dicho sistema. “Verdad”, así, sería lo que posee las características propias de ciertos objetos, a saber, los establecidos por el sistema. Por ejemplo: para Descartes, sería verdadero lo claro y distinto [10]; para Kant, lo conforme a ciertas condiciones de posibilidad a priori de la experiencia [11]; para Hegel, la síntesis que asume toda diferencia [12]; para Nietzsche, lo que incrementa el sentimiento de poder [13]; y, para Tarski, las proposiciones que cumplen ciertos requisitos [14].

En todos estos casos, se definen primero las características de los objetos a los que cabe aplicar el término “verdad”, y después se emplea la palabra atendiendo a dicho criterio. El significado que esta palabra tenga en el lenguaje corriente, legítimo o no, es algo de lo que se puede prescindir si se dan tales requisitos objetivos.

Para muchos de estos autores, el significado corriente de “verdad” es, pese a todo, importante y, de hecho, lo que intentan es aclarar el empleo común de la palabra. Pero, al no tener en cuenta la diferencia entre nombres comunes y terminologías, su aclaración se vuelve, a mi juicio, una tergiversación.

En efecto, al sustituir el significado de la palabra por determinadas características de los objetos, ya no se atiende a lo que de hecho entendemos mediante esta palabra. Por más que hayan intentado aclarar la palabra “verdad”, no conservan su significado común: y, si no lo conservan, es que tampoco lo aclaran, sino que lo cambian. La prueba es que tales filosofías se aíslan y tecnifican. De Sabiduría, la Filosofía pasa a ser una disciplina particular, sólo para especialistas enterados de la peculiar terminología de cada corriente. A su vez, dentro de la Filosofía, cada escuela llega a estar incomunicada de las demás. Falta el cauce común de entendimiento, anterior a la aceptación de las premisas y de la terminología de cada cual.

Estos sistemas de pensamiento, en la medida en que sean coherentes, se tornarán inatacables, pues siempre se aplicarán a sí mismos el calificativo de verdaderos. La única vía de crítica será desechar ese uso de “verdad” como terminología y volver a su empleo corriente como nombre común. Sólo quien admite la primacía de dicho uso es capaz de verdadero diálogo, porque no impone sus premisas de antemano.

En cambio, el aislamiento es inevitable en el caso de los autores para los que el significado corriente de la palabra “verdad” es ilegítimo o inalcanzable, ya que su postura acarrea necesariamente una petición de principio. Sus sistemas filosóficos se asimilan a los juegos, donde el empleo de las palabras también debe fijarse convencionalmente y admitirse de antemano, al margen del significado ordinario.

Pues bien, para admitir las reglas de un juego, hay que valorarlo desde fuera de sus reglas. Por ejemplo, imaginen un juego de rol en el que se supone que es verdad todo lo que dice un personaje llamado el Gurú. La palabra “verdad” pasa así a emplearse como terminología, aplicable a las proposiciones cuya característica propia es que las dice el Gurú. Pues bien, si el Gurú dice que le debemos tres millones, se acabó el juego. Pero se acabó porque valoramos el juego desde fuera de él y, conforme al significado común de “verdad”, no debemos ese dinero. Para aceptar la reducción de la palabra “verdad” a terminología, habría que aceptar de antemano las premisas del sistema, y renunciar a valorar desde fuera si son verdaderas, o si es verdad que son útiles.

Algunos defienden que éste es el mejor modo de valorar un sistema filosófico, a saber, sólo desde dentro. Esto, a mi juicio, puede ser inconveniente, como en el caso del Gurú. Incluso inhumano, como en la novela 1984 de Orwell. Pretendo mostrarles ahora que, además, es imposible.

Quizás conocen ustedes la historia de los gamuzinos. Un hombre trataba de cazar algo en el aire. Otro se acercó para preguntarle qué hacía. “Cazo gamuzinos”. “Y ¿qué son los gamuzinos?” “Ni idea –contestó–, espere a que cace alguno”.

“Gamuzino” carece de significado: incluso si el cazador de gamuzinos lograra atrapar alguno, le faltaría el criterio para juzgar si aquello es o no un gamuzino. Podría inventarse una serie de características de los objetos con este nombre, de modo que, entonces, existiese tal criterio. “Gamuzino”, entonces, sería una terminología, un nombre que, al margen de su propio significado, designa objetos con determinados rasgos. Mas esto sería una decisión arbitraria: en realidad, tanto esos como cualesquiera otros objetos podrían haber sido llamados “gamuzinos”. En el fondo, “gamuzino” sería un mero nombre propio, aplicable a cualquier cosa.

Pues bien, quien construye un sistema y en él define a qué se llama “verdad”, igual podría emplear la voz “gamuzino”. Pero, si emplea justamente la palabra “verdad”, es porque presupone su significado ordinario y conoce su sentido y utilidad.

Todo sistema es artificial, y requiere ser construido. Cuando el sistema está aún en construcción, aún no se ha definido lo que “verdad” designa en tal sistema. No se puede suponer tal empleo terminológico de verdad: sería como el gamuzino, que no se sabe lo que es. En tales condiciones, aún no puede juzgarse si las premisas del sistema son verdaderas, o si de verdad son útiles, o si las expresiones empleadas manifiestan lo concebido por el autor y no son expresiones fallidas o mentiras. Si no existe un empleo de “verdad” ajeno al sistema, tampoco cabe valorarlo. Su aceptación, entonces, es arbitraria y ciega: cualquier otro sistema sería igualmente aceptable, y no habría razón para construir éste mejor que otro.

La situación descrita es irreal, porque quien construye un sistema de pensamiento lo valora desde supuestos anteriores e independientes del propio sistema. Y uno de esos supuestos es la noción significada en el uso ordinario de “verdad” como nombre común [15]. La noción de verdad juzga la validez de cualquier sistema artificial, y no al revés. Si el sistema se acepta, es porque ha sido juzgado conforme a este significado común de verdad, previo al sistema mismo y presente en el lenguaje ordinario [16].

Por tanto, la verdad no es sólo un nombre propio ni tampoco puede ser reducida a terminología. Es un nombre común, cuyo empleo viene regulado por la noción que constituye su significado. Si así no fuese, o no entenderíamos qué significa verdad, o entenderíamos arbitrariamente cada cosa o su contrario. Mas, en tal caso, no podría haber debate sobre la verdad, porque tampoco estaríamos hablando de lo mismo. Si de hecho se da tal debate a lo largo de la Historia del Pensamiento es porque compartimos la misma noción de verdad a través del lenguaje ordinario. De ella trataremos a continuación.

2.        La noción de verdad

Hemos visto que la noción de verdad es previa a cualquier sistema artificial. Ahora bien, el lenguaje también tiene algo de artificial, como los significantes o la gramática. Dado que la noción de verdad es previa a estas convenciones, no varía en los distintos idiomas.

Lo mismo puede aplicarse a las diversas definiciones de verdad. La definiciones son artificiales, como productos del hacer humano. Por eso, la noción de verdad es previa e independiente de cualquier definición. Y debe ser así, pues sólo conociendo de antemano lo que significa verdad podríamos valorar si su definición es ajustada.

Por tanto, aunque las definiciones de verdad sean múltiples, no son ellas las que pueden juzgar a la noción común, sino justo al revés: porque tenemos una noción de verdad podemos valorar lo ajustado de cada definición.

Esta conclusión es muy útil, porque nos ahorra el tener que revisar cada definición de verdad. Para esclarecer su noción, bastará atender al empleo ordinario de la palabra, que, al ser un nombre común, viene regulado por ella.

a)       Los tres ámbitos de la verdad

El lenguaje ordinario llama verdadero a lo que da a conocer algo tal como es [17].

La noción de verdad allí implícita se define a menudo en términos de conformidad o adecuación [18]. Pero tales expresiones comportan un matiz representacionista, de copia: y esto es engañoso, porque lo que manifiesta no ha de tener la misma forma de lo manifestado [19]. Por ejemplo, un juicio negativo no existe en la realidad, pero da a conocer algo real. Igualmente, la apariencia del oro verdadero no se parece a la realidad del oro.

Para evitar ese matiz de copia, habría que entender, más bien, que la manifestación es adecuada para dar a conocer. Con todo, esto comporta añadir una finalidad que no toda manifestación tiene en su realidad propia: por ejemplo, las cualidades del oro verdadero pueden manifestar lo que es, pero no por ello han de tener esa finalidad de suyo.

Pienso que “adecuación” o “conformidad” son metáforas algo impropias para expresar la presencia de la realidad en aquello que la da a conocer. Esta específica presencia se significa mejor como patencia o manifestación. Lo verdadero presenta haciendo patente, dando a conocer la realidad de lo manifestado. La verdad, por tanto, sería la manifestación de la realidad en cuanto tal; y verdadero sería lo así manifestado.

De lo dicho se infiere que la verdad es relativa al conocimiento. Sin conocimiento no cabe verdad alguna. Sólo hay verdad cuando hay conocimiento, al menos posible.

Ahora bien, el conocimiento implica tres factores: lo cognoscible, lo conocido, y el cognoscente. Cada uno puede manifestar su propia y específica realidad: lo cognoscible se manifiesta como apariencia; lo conocido, como conocimiento; y el cognoscente, en su expresión de lo que conoce. De este modo, caben tres ámbitos de verdad: las apariencias verdaderas, los conocimientos verdaderos, y las expresiones verdaderas.

Como primera instancia de verdad, las apariencias verdaderas manifiestan, patentizan, dan a conocer, lo que realmente son los objetos cognoscibles. Cuando decimos del oro que es verdadero, expresamos que su apariencia manifiesta o da a conocer su realidad de oro.

La segunda instancia en que se manifiesta una realidad es el conocimiento: pensamiento y sensación son conocimientos verdaderos si manifiestan la realidad de lo conocido. Al decir “de lo conocido” se especifica que la realidad manifestada no es la del entero objeto cognoscible, sino sólo de lo que de él se conoce. Esto es importante, como veremos luego. Lo que se llama verdadero en este caso no es el objeto, sino su manifestación como conocimiento. Por eso, no se considera el mismo objeto cuando se dice que el oro es verdadero y cuando se dice que es verdad que el oro es verdadero. En el primer caso, al decir que el oro es verdadero, la verdad corresponde a la apariencia objetiva del oro. En cambio, al decir que es verdad que el oro es verdadero, la verdad pertenece al conocimiento mediante el cual se patentiza o manifiesta la realidad del oro.

El tercer ámbito de verdad corresponde al cognoscente. El cognoscente se manifiesta como tal en la expresión de lo que conoce: por eso, dos expresiones contradictorias pueden ser verdad si lo que piensan o sienten quienes las profieren es también contradictorio. En cambio, esas dos proposiciones contradictorias nunca son verdaderas si se consideran como los conocimientos que manifiestan, y no como sus expresiones [20].

La expresión no es, obviamente, la apariencia del cognoscente. Cuando se dice de una persona que es verdadera, se considera que sus apariencias dan a conocer la realidad de esa persona. En cambio, cuando se dice que una expresión es verdadera, se significa que da a conocer lo que piensa o siente quien así se expresa. No se atiende a lo que esa persona es, sino a lo que piensa o siente, aunque no corresponda a la realidad de las cosas. Justamente, ese pensar o sentir es lo que hace a tal persona cognoscente. Por eso la expresión manifiesta al cognoscente como tal, y no en su mera realidad cognoscible.

Una expresión es verdadera si patentiza el conocimiento tal como es. Si no, la expresión será lapsus o mentira, según sea involuntaria o no. En todo caso, puesto que la expresión manifiesta el conocimiento, y éste a su vez la realidad, una expresión también se llama verdadera si, a través del conocimiento que manifiesta, da a conocer dicha realidad.

En suma, hay tres ámbitos en los que puede encontrarse la noción de verdad: la apariencia del objeto cognoscible, su conocimiento, y la expresión de quien conoce. Desde este punto de vista, la discusión sobre la noción de verdad se resume en tres posturas.

b)       Teorías sobre la noción de verdad

Algunos, como Platón [21] o Hegel [22], conciben la verdad conforme a la índole del objeto cognoscible. Otros, como Aristóteles [23] y Tomás de Aquino [24], atendiendo al conocimiento. Y una tercera línea de pensadores, como la mayoría de los autores analíticos [25], considerando su expresión.

A mi juicio, si la verdad es la manifestación de la realidad, atañe principalmente al conocimiento, pues manifestar no es más que dar a conocer. En efecto, las apariencias objetivas son verdaderas sólo en cuanto medios de conocimiento verdadero; y la expresión es verdadera en tanto que permite un conocimiento verdadero de lo que piensa o siente quien así se expresa. De este modo, en cualquier instancia del nombre común “verdad”, su significado sólo tiene sentido por el conocimiento.

Quienes consideran que la verdad pertenece propiamente al objeto confunden conocimiento y verdad. El conocimiento verdadero conoce objetos. Pero lo verdadero no es el objeto, sino el conocimiento que lo manifiesta, y precisamente como manifestación, no como acto. En efecto, el acto, posesión intencional, se conoce en la consciencia concomitante, sin que con ella se conozca la verdad del conocimiento. Por eso, no es lo mismo conocer un objeto o advertir su posesión intencional que conocer la verdad del conocimiento. Al conocer el objeto, es éste el que se objetiva. Al conocer la verdad, no se considera dicho objeto, sino el conocimiento en tanto que lo manifiesta. Pues bien, si no se distingue entre conocimiento y verdad, lo mismo será conocer un objeto que conocer una verdad. De este modo, la noción de verdad se definirá atendiendo al objeto conocido, y no al conocimiento verdadero.

Por su parte, quienes consideran que la verdad atañe a la expresión sí distinguen conocimiento y verdad, pero confunden la verdad del conocimiento con el juicio sobre su verdad. Un conocimiento es verdadero si manifiesta la realidad del objeto conocido. En cambio, un conocimiento sólo se juzga verdadero si se lo piensa en sí mismo como manifestación. Al juzgar tal verdad objetivo mi conocimiento como tal, no el objeto. Pero en ese mismo momento dejo de ejercer ese conocimiento, porque ya no considero el objeto conocido, sino el acto de conocimiento que lo manifiesta. Ahora bien, ese conocimiento objetivado ya no conoce, no es estrictamente un conocimiento del objeto: ¿cómo juzgar entonces su verdad? Una vía de solución es intentar fijar el pensamiento de algún modo: y ese modo es su expresión. Por eso, la verdad no se busca en el conocer, que parece inaferrable, sino en la expresión del conocimiento, que puede ser fijada mediante signos. Mas esto es sólo la consecuencia indeseada de una falsa premisa, pues la verdad pertenece al conocimiento como manifestación de la realidad, al margen de que se juzgue tal conocimiento como verdadero.

En suma, conocer un objeto no es lo mismo que conocer la verdad, porque la verdad pertenece al conocimiento, no al objeto conocido. Además, la verdad pertenece a este conocimiento sin necesidad de un juicio ulterior sobre si tal conocimiento es verdadero. Pues bien, si la verdad pertenece al conocimiento, y no al objeto conocido, ¿cómo se conoce la verdad?

Enrique Alarcón, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   Swift, J., Gulliver’s Travels, Part IV, ch. 4, Ed. R. A. Greenberg 2ª, Norton, New York, 1970, 207: “My Master heard me with great Appearances of Uneasiness in his Countenance; because Doubting or not believing, are so little known in this Country, that the Inhabitants cannot tell how to behave themselves under such Circumstances. And I remember in frequent Discourses with my Master concerning the Nature of Manhood, in other Parts of the World; having  Occasion  to talk  of Lying, and false Representation, it was with much Difficulty that he comprehended what I meant; although he had otherwise a most acute Judgment. For he argued thus; That the Use of Speech was to make us understand one another, and to receive Information of Facts; now if any one said the Thing that was not, these Ends were defeated; because I cannot properly be said to understand him; and I am so far from receiving Information, that he leaves me worse than in Ignorance; for I am led to believe a Thing Black when it is White, and Short when it is Long. And these were all the Notions he had concerning that Faculty of Lying, so perfectly well understood, and so universally practised among human Creatures”.

2   Oehler, H., Grundwortschatz Deutsch, Ernst Klett, Stuttgart, 1982, 3. Cfr. Longman Dictionary of Contemporary English 2ª, Longman, Essex, 1987, F8-F9.

3   Cfr. Nietzsche, F., Nachgelassene Fragmente, Frühjahr 1888, 14[103], 3, en Werke, t. 8, 3. Ed. G. Colli, M. Montinari, Walter de Gruyter, Berlin, 1972, 74, lin. 11-15: “ ‘Der Wille zur Wahrheit’ wäre sodann psychologisch zu untersuchen: er ist keine moralische Gewalt, sondern eine Form des Willens zur Macht. Dies wäre damit zu beweisen, dass er sich aller unmoralischen Mittel bedient: der Metaphysik voran”.

4   Cfr. Marx, K., Thesen über Feuerbach, II, en K. Marx, F. Engels, Werke, t. 3, Ed. Institut für Marxismus-Leninismus beim ZK der SED, Dietz, Berlin, 1969, 5: “Die Frage, ob dem menschlichen Denken gegenständliche Wahrheit zukomme –ist keine Frage der Theorie, sondern eine praktische Frage–. In der Praxis muss der Mensch die Wahrheit, i. e. Wirklichkeit und Macht, Diesseitigkeit seines Denkens beweisen. Der Streit über die Wirklichkeit oder Nichtwirklichkeit des Denkens –das von der Praxis isoliert ist– ist eine rein scholastiche Frage”.

5   Cfr. Hegel, G. W. F., Phänomenologie des Geistes, Vorrede, en Gesammelte Werke, t. 9. Ed. W. Bonsiepen, R. Heede, Felix Meiner, Hamburg, 1980, 11, lin. 24-28: “Die wahre Gestalt, in welcher die Wahrheit existirt, kann allein das wissenschafftliche System derselben seyn. Daran mitzuarbeiten, dass die Philosophie der Form der Wissenschaft näher komme, –dem Ziele, ihren Namen der Liebe zum Wissen ablegen zu können und wirkliches Wissen zu seyn–, ist es, was ich mir vorgesetz”.

6   Cfr. Tarski, A., “The Establishment of Scientific Semantics”, en Logic, Semantic, Metamathematics, Clarendon, Oxford, 1956, XV, 401-408.

7   Coseriu, Vid. E., Introducción al estudio estructural del léxico, 3.1.1, en Principios de semántica estructural 2ª, Gredos, Madrid, 1991, 96-100.

8   De hecho, el polo positivo recibe la corriente eléctrica que fluye desde el negativo

9   Por eso, tal distinción no es la misma que la de los términos equívocos, análogos, y unívocos, que atiende precisamente a lo que las palabras significan. Una palabra es unívoca si sólo tiene un significado, análoga si tiene varios semejantes, y equívoca si son desemejantes. En todo caso, lo relevante es el significado, y por eso esta división sólo afecta a los nombres comunes, pero no a los nombres propios ni a las terminologías. Es verdad que un término equívoco se parece a un nombre propio en que puede designar objetos completamente distintos. Sin  embargo, el  término  equívoco, como  tal, designa toque para distinguir entre nombres comunes, terminologías, y nombres propios, no estriba por tanto en la distinción de sus posibles significados. Radica en si las características de los objetos nombrados pueden ser contradictorias entre sí y, a su vez, con el significado de las palabras.

10     Descartes, R., Discours de la Méthode, Section IV, en Oeuvres, t. 6, Ed. Ch. Adam, P. Tannery, J. Vrin, Paris, 1996, 38, lin. 17-19: “les choses que nous conceuons tres clairement & tres distinctement, sont toutes vrayes”.

11    Cfr. Kant, I., Kritik der reinen Vernunft, A 236-237, B 295-296, en Werke in zehn Bänden, t. 3. Ed. W. Weischedel, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1983, 268: “Wir haben nämlich gesehen: dass alles, was der Verstand aus sich selbst schöpft, ohne es von der Erfahrung zu borgen, das habe er dennoch zu keinem andern Behuf, als lediglich zum Erfahrungsgebrauch. Die Grundsätze des reinen Verstandes, sie mögen nun a priori konstitutiv sein (wie die mathematischen), oder bloss regulativ (wie die dynamischen), enthalten nichts als gleichsam nur das reine Schema zur möglichen Erfahrung; dem diese hat ihre Einheit nur von der synthetischen Einheit, welche der Verstandt der Synthesis der Einbildungskraft in Beziehung auf die Apperzeption ursprünglich und von selbst erteilt, und auf welche die Erscheinungen, als Data zu einem möglichen Erkenntnisse, schon a priori in Beziehung und Einstimmung stehen müssen. Ob nun aber gleich diese Verstandesregeln nicht allein a priori wahr sind, sondern sogar der Quell aller Wahrheit, d. i. der Übereinstimmung unserer Erkenntnis mit Objekten, dadurch, dass sie den Grund der Möglichkeit der Erfahrung, als des Inbegriffes aller Erkenntnis, darin uns Objekte gegeben werden mögen, in sich enthalten, so scheint es uns doch nicht genug, sich bloss dasjenige vortragen zu lassen, was wahr ist, sondern, was man zu wissen begehrt”.

12    Cfr. Hegel, G. W. F., loc. cit., 19, lin. 12-15: “Das Wahre ist das Ganze. Das Ganze aber ist nur das durch seine Entwicklung sich vollendende Wesen. Es ist von dem Absoluten zu sagen, dass es wesentlich Resultat, dass es erst am Ende das ist, was es in Wahrheit ist; und hierin eben besteht seine Natur, Wirkliches, Subject, oder sich selbst Werden, zu seyn”.

13    Cfr. Nietzsche, F., Nachgelassene Fragmente, Herbst 1887, 9[91], en Werke cit., t. 8, 2, 1970, 51, lin. 4-19: “Der Intellekt setzt sein freiestes und stärkstes Vermögen und Können als Kriterium des Werthvollsten, folglich Wahren... ‘wahr’: von Seiten des Gefühls aus –: was das Gefühl am Stärksten erregt (‘Ich’). Von Seiten des Denkens aus –: was dem Denken das grösste Gefühl von Kraft giebt. Von Seiten des Tasten, Sehens, Hörens aus: wobei am Stärksten Widerstand zu leisten ist. Also die höchsten Grade in der Leistung erwecken für das Objekt den Glauben an dessen ‘Wahrheit’ d. h. Wirklichkeit. Das Gefühl der Kraft, des Kampfes, des Widerstand «es» überredet dazu, dass es etwas giebt, dem hier widerstanden wird”. A partir de este fragmento se redactó póstumamente Der Wille zur Macht, lib. III, § 533.

14    Cfr. Tarski, A., “The Concept of Truth in Formalized Languages”, en Logic... cit., VIII, 152-278.

15    Incluso si el que hace o estudia un sistema se apoya en una terminología y unos supuestos ya construidos anteriormente, como los del lenguaje lógico-formal o el matemático, es patente que ha recibido dichos contenidos mediante explicaciones en lenguaje ordinario, y que su comprensión y aceptación de los mismos presuponen la validez de dicho medio de expresión y de la noción común de verdad para aceptarlo o rechazarlo.

16    Cfr. Descartes, R., Correspondance, CLXXIV: Au Mersenne, 16 Octobre 1639, en Oeuvres cit., t. 2, 596, lin. 25-597, lin. 9: “Il examine ce que c’est que la Verité; & pour moy, ie n’en ay iamais douté, me semblant que c’est vne notion si transcendentalement claire, qu’il est impossible de l’ignorer: en effect, on a bien de moyens pour examiner vne balance auant que de s’en seruir, mais on n’en auroit point pour apprendre ce que c’est que la verité, si on ne la connoissoit de nature. Car qu’elle raison aurions nous ne sçauions qu’il sust vray, c’est a dire, si nous ne connoissions la verité?”

17    Cfr. Agustín de Hipona, De vera religione, cap. 36, § 66. Ed. K. D. Daur, “Corpus Christianorum. Series Latina”, 32: Brepols, Turnhout, 1962, 230, lin. 185-187: “Sed cui saltem illud manifestum est falsitatem esse, qua id putatur esse quod non est, intellegit eam esse ueritatem, quae ostendit id quod est”.

18    Tomás de Aquino, De veritate, q. 1, a. 1, co.: “Hoc est ergo quod addit verum super ens, scilicet conformitatem, sive adaequationem rei et intellectus; ad quam conformitatem, ut dictum est, sequitur cognitio rei. Sic ergo entitas rei praecedit rationem veritatis, sed cognitio est quidam veritatis effectum. Secundum hoc ergo veritas sive verum tripliciter invenitur diffiniri. Uno modo secundum illud quod praecedit rationem veritatis, et in quo verum fundatur; et sic Augustinus definit in lib. Solil.: Verum est id quod est; et Avicenna in sua Metaphysic.: Veritas cuiusque rei est proprietas sui esse quod stabilitum est ei; et quidam sic: Verum est indivisio esse, et quod est. Alio modo definitur secundum id in quo formaliter ratio veri perficitur; et sic dicit Isaac quod veritas est adaequatio rei et intellectus; et Anselmus in lib. De veritate: Veritas est rectitudo solamente perceptibilis. Rectitudo enim ista secundum adaequationem quamdam dicitur, et Philosophus dicit in IV Metaphysic., quod definientes verum dicimus cum dicitur esse quod est, aut non esse quod non est. Tertio modo definitur verum, secundum effectum consequentem; et sic dicit Hilarius, quod verum est declarativum et manifestativum esse; et Augustinus in lib. De vera relig.: Veritas est qua ostenditur id quod est; et in eodem libro: Veritas est secundum quam de inferioribus iudicamus”. En este pasaje juvenil, Tomás de Aquino supone un objeto de conocimiento que causa el conocimiento, e identifica a éste con la manifestación. A mi juicio, la manifestación no es el conocimiento, sino el objeto conocido en acto. Es en éste donde se da la verdad. Tomás de Aquino evolucionará en esta misma dirección, como puede apreciarse en un texto diez años posterior: el de Contra Gentes citado en la siguiente nota. Posiblemente, el origen de este cambio sea la Teología trinitaria de los Padres griegos, que Tomás emplea profusamente poco antes, al redactar la Catena aurea.

19    Cfr. Tomás de Aquino, Contra Gentes, I, cap. 59, n. 1-3: “Ex hoc autem apparet quod, licet divini intellectus cognitio non se habeat ad modum intellectus componentis et dividentis, non tamen excluditur ab eo veritas, quae, secundum Philosophum, solum circa compositionem et divisionem intellectus est. Cum enim veritas intellectus sit adaequatio intellectus et rei, secundum quod intellectus dicit esse quod est vel non esse quod non est, ad illud in intellectu veritas pertinet quod intellectus dicit, non ad operationem qua illud dicit. Non enim ad veritatem intellectus exigitur ut ipsum intelligere rei aequetur, cum res interdum sit materialis, intelligere vero immateriale: sed illud quod intellectus intelligendo dicit et cognoscit, oportet esse rei aequatum, ut scilicet ita sit in re sicut intellectus dicit. Deus autem sua simplici intelligentia, in qua non est compositio et divisio, cognoscit non solum rerum quidditates, sed etiam enuntiationes, ut ostensum est. Et sic illud quod intellectus divinus intelligendo dicit est compositio et divisio. Non ergo excluditur veritas ab intellectu divino ratione suae simplicitatis”.

20    Hay algunos casos en que dos frases verdaderas parecen contradictorias, sin que lo sean en realidad. Ocurre así, primero, cuando se refieren a objetos distintos. Por ejemplo, quien dice que hace frío y quien dice que hace calor pueden tener razón a la vez, si estas expresiones se refieren a la sensación del uno y del otro, que son distintas entre sí. En otras ocasiones, el objeto al que se refieren es el mismo, pero las características que se le atribuyen no son estrictamente contrarias. De este modo, algunos calificarán el color gris de claro y otros de oscuro. Ambos se refieren a lo mismo, la luminosidad del color gris. En cuanto que ver un color distinto del negro requiere cierta luminosidad, se dice que el gris es un color claro. Pero como, a su vez, la luminosidad precisa para ver objetos de color gris es muy escasa, se dice que el gris es un color oscuro. No hay aquí contradicción, sino dos consideraciones distintas y compatibles.

21    Cfr. Platón, Respublica, V, 475E-476A; Phaedo, 65A - 68A. En estos textos, la verdad radica en la unicidad del objeto.

22    Cfr. Hegel, G. W. F., cit. supra.

23    Aristóteles, Metaphysica, VI, 4, 1027 b 25-27: “Pues no están lo falso y lo verdadero en las cosas, como si lo bueno fuese verdadero y lo malo falso, sino en el pensamiento, y con respecto a los entes simples y la quididad, ni siquiera en el pensamiento”.

24    Tomás de Aquino, De veritate, q. 1, a. 2, co: “Dicendum, quod sicut verum per prius invenitur in intellectu quam in rebus, ita etiam per prius invenitur in actu intellectus componentis et dividentis quam in actu intellectus quidditatem rerum formantis. Veri enim ratio consistit in adaequatione rei et intellectus; idem autem non adaequatur sibi ipsi, sed aequalitas diversorum est; unde ibi primo invenitur ratio veritatis in intellectu ubi primo intellectus incipit aliquid proprium habere quod res extra animam non habet, sed aliquid ei correspondens, inter quae adaequatio attendi potest. Intellectus autem formans quidditatem rerum, non habet nisi similitudinem rei existentis extra animam, sicut et sensus in quantum accipit speciem sensibilis; sed quando incipit iudicare de re apprehensa, tunc ipsum iudicium intellectus est quoddam proprium ei, quod non invenitur extra in re. Sed quando adaequatur ei quod est extra in re, dicitur iudicium verum; tunc autem iudicat intellectus de re apprehensa quando dicit aliquid esse vel non esse, quod est intellectus componentis et dividentis; unde dicit etiam Philosophus in VI Metaph., quod compositio et divisio est in intellectu, et non in rebus. Et inde est quod veritas per prius invenitur in compositione et divisione intellectus. Secundario autem dicitur verum et per posterius in intellectu formante quiditates rerum vel definitiones; unde definitio dicitur vera vel falsa, ratione compositionis verae vel falsae, ut quando scilicet dicitur esse definitio eius cuius non est, sicut si definitio circuli assignetur triangulo; vel etiam quando partes definitionis non possunt componi ad invicem, ut si dicatur definitio alicuius rei animal insensibile, haec enim compositio quae implicatur, scilicet aliquod animal est insensibile, est falsa. Et sic definitio non dicitur vera vel falsa nisi per ordinem ad compositionem, sicut et res dicitur vera per ordinem ad intellectum”.

25    Cfr. Kirkham, R. L., Theories of Truth: A Critical Introduction, MIT, Cambridge (Massachusetts), 1992.

Almudi

Introducción

¿Cuándo nació el concepto de Europa desde el Cristianismo? La primera vez que se habla de Europa como una unidad fue con el relato realizado por el mozárabe español Isidoro Pacense, quien describió en su Crónica Pacense o Crónica mozárabe de 754 lo acaecido en la batalla de Tours (Francia) sucedida el 10 de octubre de 732 contraponiendo los victoriosos cristianos europenses liderados por el franco Carlos Martel [2], a los árabes y musulmanes africanos comandados por el valí (gobernador) de Al-Ándalus, Abderrahman ibn Abdullah al-Gafiki. A partir de la victoria cristiana de la batalla de Tours, Europa empezó a ser consciente de su identidad [3] al poder preservar la cultura, la religión y las costumbres cristianas en el resto del continente europeo. Una identidad que ha sido definida desde una visión multidisciplinar, ya sea desde la geografía (desde Finisterre hasta la vertiente europea de los montes Urales en la actual Rusia), la historia (a partir de la formación del Sacro Imperio Romano) [4], la economía (con la creación del Espacio Económico Europeo (EEE)) y la teología (el Cristianismo como nexo de unión entre todos los pueblos de Europa tanto católicos (tanto de rito romano como griego y armenio), ortodoxos [5] y protestantes en sus diversas ramas.

En septiembre de 1929 el político francés Arístide Briand [6] (1862-1932) pronunció su celebre discurso en la Sociedad de Naciones en la que defendió que “entre los pueblos que están geográficamente agrupados debe existir un vínculo federal [...] (para) establecer entre ellos un lazo de solidaridad que les permita hacer frente a las circunstancias graves. Evidentemente, esta asociación tendrá efecto sobre todo en el campo económico”. Este político socialista francés colaboraría con el conde Richard Nikolaus Eijiro von Coudenhove- Kalergi [7] (1894-1972) con su proyecto Paneuropa [8] creado en 1923 caracterizado por tener una fuerte influencia cristiana y porque “se enfrentaba a otros tres grandes conjuntos: Estados Unidos, el Imperio Británico y la Unión Soviética” [9]. De hecho, la bandera del movimiento paneuropeo, utilizada después de la Segunda Guerra Mundial por la Unión Parlamentaria Europea, es igual que la bandera europea a la que se une una cruz, “el principal símbolo del Cristianismo, y el sol, que simboliza a la civilización europea iluminando el mundo” [10].

En el Proyecto Paneuropa también tuvo una fuerte influencia el alemán Konrad Adenauer (1876-1967) con la ayuda de intelectuales europeos, como el español Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936), José Ortega y Gasset (1883-1955) y Salvador de Madariaga y Rojo [11] (1886-1978), además de diversas personalidades intelectuales (Sigmund Freud, Alfred Einstein, Heinrich Mann, Selma Lagerlöf, Paul Claudel, Paul Valéry, Jules Romain,...). La influencia del Proyecto era tal que el 28 de enero de 1925 el político francés Édouard Herriot, presidente de Consejo y ministro de Asuntos Exteriores, proclamó en la Cámara de Diputados francesa que “su deseo más ferviente era asistir al nacimiento de los Estados Unidos de Europa” [12]. Se buscaba la unificación política del continente bajo el esquema de una Europa federal con el objetivo último de preservar la paz en Europa. Sin embargo, este plan fracasó debido al ascenso del nacionalsocialismo alemán al poder en 1933, el aumento del proteccionismo comercial en Europa, la firma de acuerdos internacionales de defensa, y el inicio posterior de la Segunda Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939 [13]. Se acababa así el primer intento del siglo XX para unificar a una Europa dividida tanto en social y político como en lo económico y comercial.

La firma del acta de rendición incondicional en mayo de 1945 [14] significó la finalización de la contienda en el Viejo Continente y el inicio de una nueva etapa en la que, a diferencia del período de entreguerras, la economía prevaleció sobre la política. Era posible unificar a una Europa segmentada, en muchas ocasiones de forma artificial, a pesar de la división de Europa mediante el churchilliano Telón de Acero, tras la firma de los Tratados de Yalta (4-11 de febrero de 1945) y Postdam (14 de julio de 1945). Nacía así una nueva etapa que se tornaría irreversible tras la celebración por parte de Alemania y Francia de una Unión Aduanera: FRANCITAL [15].

En este trabajo se analizarán las motivaciones de los considerados padres de Europa (Konrad Adenauer, Alcide de Gasperis, Jean Monnet y Robert Schuman) en el proceso de integración europeo. En esta investigación se demostrará que el proceso de construcción de una Europa unida ha seguido los mismos parámetros desde sus inicios: una “opción espiritual a favor del perdón y una voluntad de superar la violencia por el diálogo y la solidaridad” [16].  Un proceso de construcción que permitirá la reunificación de todo el continente, con notables excepciones integradas en procesos de integración menos severos, como son el European Free Trade Agreement (EFTA) y el Espacio Económico Europeo (EEE).

1.    Los padres de Europa, ética y religión

La firma del Tratado de Roma, creador tanto de la Comunidad Económica Europea (CEE) como de la Comunidad Económica de la Energía Atómica (EURATOM), del que apenas hemos conmemorado el 50º aniversario el pasado 25 de marzo de 2007, ha sido un hito en la historia de la Europa unida que conocemos hoy. Una Europa en paz desde entonces, salvo los acontecimientos sangrientos de los Balcanes durante la década de 1990 surgidos tras la desintegración de la antigua Yugoslavia del mariscal Tito. Un Tratado de Roma que, junto al Tratado de París de 1952 iniciador de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA), constituyen los llamados Tratados fundacionales de la actual Unión Europea (UE).

La firma de estos Tratados no fue posible sin las aportaciones y el esfuerzo de cuatro grandes hombres que han configurado la historia de la Europa moderna: el franco-alemán Robert Schuman (1886-1963), el alemán Konrad Adenauer (1876-1967), el francés Jean Monnet [17] (1888-1979) y el italo-triestino Alcide de Gasperi (1881-1954). Entre los cuatro impulsaron un proyecto europeo basado en “una comunidad ancha y profunda entre países mucho tiempo opuestos por divisiones sangrientas” [18]. Este hecho tuvo una muy fuerte influencia en Schuman cuyo lugar de nacimiento, Clausen, cambió tres veces de manos durante su vida [19].

1.1. Robert Schuman: su valor y testimonio ante la adversidad

Tres de los cuatro padres de la actual Europa unida eran profundamente católicos. Robert Schuman quien “en un momento de su vida llegó a plantearse el sacerdocio, pero pudo más su vocación política y de servicio, que nace de sus profundas convicciones religiosas” [20] se distinguió por la búsqueda constante de paz entre dos de los principales contendientes en la Segunda Guerra Mundial: Francia y Alemania.

[...] ¿Me equivoco acaso al pensar que sueñas con el sacerdocio, y que este último te parece el único camino posible para ti? ¿Me puedo atrever a decirte que no soy de tu misma opinión? En nuestra sociedad, el apostolado laico es de una necesidad urgente, y no me puedo imaginar un apóstol mejor que tú. Te digo esto con absoluta sinceridad. Piensa en lo que te digo, estoy seguro que me darás la razón. Seguirás siendo laico porque de esta forma podrás mejor hacer el bien, que es tu única preocupación. Soy categórico, ¿verdad? Es porque tengo la pretensión de leer hasta el fondo de ciertos corazones, y me parece que los santos del futuro serán santos con traje [21].

De hecho, estas palabras resultaron proféticas. En Robert Schuman existió como uno de los motores de su existencia el deseo de paz entre Francia y Alemania, debido a que por avatares de su vida, se consideraba francés y alemán al mismo tiempo. Así, el 9 de mayo de 1950, sólo cinco años después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Robert Schuman junto a Jean Monnet leyeron ante una veintena de periodistas la llamada “Declaración Schuman” en la que se afirmaba que “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania”. Nace así el concepto de solidaridad económica y política dentro de la futura Europa unida que se haría viable mediante la puesta en marcha de fondos estructurales que beneficiaron a los socios comunitarios más desfavorecidos [22]. En la actualidad, y dada la ejemplaridad de su vida cristiana, está abierto en el Vaticano su proceso de canonización.

La Declaración Schuman es consecuencia directa del llamado “Discurso europeo de Zürich” realizado en la Universidad de Zürich (Suiza) el 19 de septiembre de 1946 por el primer ministro británico Winston Churchill en el que defendía la formación de los Estados Unidos de Europa [23]. Es por ello que el 9 de mayo haya sido proclamado Día de Europa, tal y como se estableció en el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno reunido en Milán (Italia) en 1985. Sin embargo, las diferencias y la visión entre el discurso de Churchill y las ideas de Schuman son importantes. Así, mientras que el político británico enfoca todos sus esfuerzos en una visión política de Europa, Schuman además de esta visión, incluye valores tales como responsabilidad y solidaridad. Así lo expresa Schuman de forma taxativa en los primeros estadios del proceso de construcción de una Europa unida, cuando afirma que “la peor responsabilidad ante la historia es la de las ocasiones que se han dejado perder y la de las catástrofes que no se han sabido evitar” [24].

El proceso de canonización del político franco-alemán se inició por la petición de un grupo de laicos franceses, alemanes e italianos los cuales, reunidos en la Asociación “San Benito, Patrono de Europa”, fundada el 15 de agosto de 1988, solicitaron al Vaticano la apertura de dicho proceso canónico, al considerar que el actual beato había practicado las virtudes cristianas en grado heroico. Dicho proceso de beatificación fue iniciado antes de la polémica sobre la inclusión en el preámbulo de la Constitución europea del Cristianismo como elemento unificador de Europa que se libró entre la comisión que redactó el texto constitucional, presidida por el francés Valéry Giscard d’Estaing, y san Juan Pablo II. Lucha que se saldó con el siguiente párrafo que no satisfizo a las Iglesias cristianas del Viejo Continente, en especial a Juan Pablo II, al tener la Constitución  un marcado carácter laicista [25]:

Inspirándose en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho” [26].

Por lo tanto, al haberse iniciado el proceso de beatificación y posterior canonización de Robert Schuman en 1988, casi dos décadas antes de la polémica sobre el preámbulo de la Constitución europea, no es cierto quienes afirman que el proceso de beatificación ha surgido como una reacción de la Iglesia Católica para fortalecer sus posiciones dentro de esta polémica. No es la primera vez que surge este tipo de acusaciones [27].

El sábado 29 de mayo de 2004, víspera de Pentecostés, monseñor Pierre Raffin, obispo de Metz (Francia), cerró oficialmente la fase diocesana del proceso de beatificación de Robert Schuman, uno de los padres de Europa, para iniciar la fase de canonización. Fue constante a lo largo de su vida su defensa del Cristianismo en el proceso de construcción de Europa. Así, el 19 de marzo de 1958 [28], en un discurso sobre el proceso de unificación europeo llegó a afirmar que “todos los países de Europa están impregnados de civilización cristiana. Ella es el alma de Europa y hemos de devolvérsela” [29], así como en Pour l’Europe escribe que “este conjunto [de pueblos] no puede y no debe quedarse en una empresa económica y técnica. Hay que darle un alma. Europa vivirá y se salvará en la medida en que tenga conciencia de sí misma y de sus responsabilidades, cuando vuelva a los principios cristianos de solidaridad y fraternidad” [30].

1.2. La Declaración de Schuman como piedra angular de la reunificación europea

La Europa laica actual contrasta con el mensaje inserto en la Declaración de Schuman de 9 de mayo de 1950 basada en la inclusión implícita del “principio de solidaridad” con camino hacia la paz como fin último, en dos aspectos clave:

1.   Para evitar la guerra por medio de la solidaridad productiva entre Francia y Alemania, y por extensión entre los países del resto de Europa,

para que una Europa organizada y viva pueda aportar a la civilización es indispensable el mantenimiento de relaciones pacíficas [...] La puesta en común de las producciones de carbón y de acero asegurará inmediatamente el establecimiento de bases comunes de desarrollo económico [...] La solidaridad de la producción [...] (hará imposible) toda guerra entre Francia y Alemania [...] (y) sentará los fundamentos reales de su unificación  económica [...] (y) el desarrollo del continente africano.

2.   Para impedir la creación de un cártel de carbón y acero que llevaría hacia un reparto del mercado y al establecimiento de unos precios que únicamente beneficiarían a los productores de tales productos, ya que en contraposición a un cártel internacional tendente al reparto y la explotación de los mercados nacionales mediante prácticas restrictivas y el mantenimiento de precios elevados, la organización proyectada asegurará la fusión de los mercados y la expansión de la producción.

La Declaración de Schuman constituye uno de los embriones de la actual UE, junto con  el Discurso Europeo de Churchill, al posibilitar la creación de una Europa unida caracterizada por la paz y la reconciliación entre todos los pueblos de Europa. En este proceso unificador, no tienen cabida los procesos de separación propio de los nacionalismos más radicales al ir contra natura, en cierto sentido, en una Europa cada vez más unida y fuerte. El mérito político de Schuman consistió en conciliar, mediante el valor cristiano del perdón que, en palabras de san Juan Pablo II, “no es sinónimo de simple tolerancia, sino que implica algo más arduo. No significa olvidar el mal, o peor todavía, negarlo [...] (Es) infundir esperanza y confianza sin debilitar la lucha contra el mal. Hay necesidad de dar y recibir misericordia” [31].

Robert Schuman fue uno de los firmantes, por parte francesa, del Tratado de París o Tratado CECA (Comunidad Económica del Carbón y del Acero) de 18 de abril de 1951, según queda establecido en el Preámbulo del Acuerdo, “resueltos a sustituir las rivalidades seculares por una fusión de sus intereses esenciales, y poner los primeros cimientos mediante la creación de una comunidad económica más amplia y profunda entre pueblos tanto tiempo enfrentados por divisiones sangrientas, y a sentar las bases de instituciones capaces  de orientar hacia un destino en adelante compartido” [32]. Como resultado, los objetivos del  Tratado van más allá que la mera creación de un mercado común, en un principio sólo con carbón y acero, sino que su fin político (la consecución de la paz) dio sentido a un proceso de construcción que se haría imparable en el tiempo.

La creación de la Europa, tal y como la conocemos hoy, ha generado el período de paz más extenso que haya conocido el Viejo Continente, lo que se ha traducido a su vez en los más altos niveles de bienestar económico y social conocidos. Socios comunitarios caracterizados por estar regidos bajo regímenes democráticos, tal y como se establece en el criterio político de Copenhague como requisito previo de pertenencia a la UE. Así, desde la visión de Schuman, escribe en el capítulo III de su libro Pour l’Europe que la democracia debe su existencia al Cristianismo. Nació el día en que el hombre fue llamado a realizar en su vida temporal la dignidad de la persona humana, dentro de la libertad individual, dentro de un respeto de los derechos de cada persona y mediante la puesta en práctica del amor fraterno a los demás. Nunca se habían formulado semejantes ideas antes de Cristo [...] La realización de este amplio programa de una democracia generalizada en el sentido cristiano de la palabra, encuentra su desarrollo en la construcción de Europa.

La elección de Roma, la Ciudad Eterna, como ciudad para la firma de dos (Tratados CEE y EURATOM) de los tres Tratados fundacionales de la actual UE (Tratados CEE, CECA y EURATOM) fue realizada “para que los europeos tomasen conciencia de lo que les une. La elección de Roma [...] tenía un significado. Queremos volver a hacer una unidad que existió ya en tiempos de la Roma primero pagana y luego cristiana [...] La Europa dividida no ha sabido dar al mundo contemporáneo el mensaje espiritual que necesita. Se trata de saber si Europa podrá retomar el lugar que ocupó en el pasado [...] que tengamos conciencia de un patrimonio común específicamente europeo y que tengamos la voluntad de salvaguardarlo y de desarrollarlo”[33].

Durante la vida de Schuman, y dado el fuerte contenido cristiano del proyecto unificador de Europa, hubo muy fuertes ataques que tachaban al proceso unificador europeo de la creación de una “Europa vaticana”. Ante estos ataques, en una conferencia impartida en Sainte Odile el 15 de noviembre de 1954, Schuman afirmó que:

La Europa vaticana es un mito. La Europa que contemplamos es profana, tanto por las ideas que están en su base, como por los hombres que la llevan a cabo. No toman de la Santa Sede ni su inspiración ni consigna. No obstante, sí que los cristianos de hecho han jugado un papel importante, preponderante a veces, en la creación de las instituciones europeas [...] Pero nunca han reivindicado una especie de monopolio ni han ido con segundas intenciones clericales o teocráticas que serían, además, perfectamente utópicas [34].

Robert Schuman deja claro “el importante papel del laico en la vida y la misión de la Iglesia” [35], responsabilidad cristiana que vendría ampliamente definida posteriormente tanto por el Concilio Vaticano II en la Constitución apostólica Lumen Gentium como por san Juan Pablo II en la Carta Encíclica Christifidelis laici. De hecho, la vida del político franco-alemán vino determinada por “el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, [...] en la oración [...], en el hambre y sed de justicia [...], práctica del mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida [...], en especial si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren” [36]. Schuman realizó desde la política esta actitud de vida desde una visión cristocéntrica, para lograr así una Europa más unida caracterizada por el elemento cohesionador de los valores cristianos.

El proceso de beatificación (ya terminado) y posterior canonización [37] se abrió el 9 de junio de 1990. Después de haber escuchado a unos doscientos testigos que conocieron y trataron a Robert Schuman, y tras haber hecho un análisis crítico de todos los  escritos públicos y privados del político, las más de las 50.000 páginas de investigación fueron trasladadas a la Congregación para las causas de los santos que tiene, en virtud de la Constitución Apostólica “Divinus perfectionis Magister” de 25 de enero de 1983, un doble cometido: (1) Asegurarse que en las obras escritas y discursos del beato no hay ninguna contradicción espiritual y moral contra la fe, y (2) Analizar con la ayuda de uno o dos expertos, la existencia de milagros, en caso de producirse (punto 33).

La vida de Robert Schuman se caracterizó por estar plenamente dirigida hacia Cristo a través de la Eucaristía, que frecuentaba diariamente, así como por un gran fervor hacia la Virgen, como herencia espiritual de su madre. En su vida diaria se sentía predestinado a ser un instrumento divino con una misión concreta, tal y como dejó plasmado por escrito en su obra, al afirmar que “somos todos instrumentos, aunque imperfectos, de la Providencia, que se sirve de nosotros para designios que no nos es dado entender”.

La llamada universal a la santidad atañe también a los políticos, según afirma el Concilio Vaticano II en la Constitución Apostólica Lumen gentium: “Queda, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”. Que luego la llamada se realice, es un paso sucesivo. La actividad de los políticos debe estar al servicio del bien común. Es evidente, por tanto, que puede santificarse quien la ejerce y también que la misma actividad política puede  y debe ser santificada. Hay que alegrarse, por tanto, de que muchos laicos participen en ella activamente, según sus propias condiciones y posibilidades. No por nada, san Pablo VI definía la política como “la forma más alta de caridad”.

1.3. De Gasperi y el testimonio cristiano

De Gasperi fue uno de los políticos más destacados [38] de la Democracia Cristiana (en italiano, Democrazia Cristiana). Su profunda espiritualidad resumida en “la unidad de vida, una vida interior llena de paz y serenidad a pesar de los grandes afanes, una conversión personal para poder cambiar el mundo y una vida generosa en el trabajo ‘vivo di stanchezza’(plena de cansancio)”. Su vida cristiana ejemplar fue tal que Giulio Andreotti, claramente turbado tras la muerte de De Gasperi, dijo: “ha muerto como un santo […] Ha sido un buen cristiano, un gran hombre” [39]. Mientras que Robert Schuman ya se encuentra en un proceso de canonización, una vez superado el proceso de beatificación, los méritos y la forma de vida de Alcide de Gasperi hacen que se encuentre en proceso de beatificación.

La principal contribución del político italiano, primer presidente de la Asamblea parlamentaria de la CECA en el proceso de construcción europeo, vino dada por su estrecha colaboración con Robert Schuman para llevar hacia adelante todo el proceso. Ambos concebían al proceso de unificación europeo como un reto en el que el Cristianismo constituye la base de la sociedad y la cultura europeas:

La matriz de la civilización contemporánea se halla en el Cristianismo [...] Existe un reto europeo común, incluso antes que los intereses económico-políticos que debe estar en la base de nuestra unidad. Es el reto de una moral unitaria que exalta la figura de la responsabilidad de la persona con su fermento de fraternidad evangélica [...] con su respeto del derecho heredado de los antiguos [40].

Con De Gasperi, “el compromiso católico con la vida pública adquiere un nuevo sentido: conciliar lo espiritual y lo profano considerando la democracia como una continua creación” [41]. Una conciliación lograda mediante la constitución de “esta solidaridad de la razón y del sentimiento, de la fraternidad y de la justicia, para insuflar a la unidad europea el espíritu heroico de la libertad y del sacrificio que han sido siempre el de la decisión en los grandes momentos de la historia” [42].

Cuando el arzobispo de Milán, beato Ildefonso Schuster, se enteró de la muerte del estadista trentino, comentó: “Desaparece de la tierra un cristiano humilde y leal que dio a su fe testimonio entero en su vida privada y en la pública”. Esta difícil conciliación de comportamiento cristiano tanto en su vida pública como privada lleva a que el político salde sus virtudes religiosas y civiles con el servicio del trabajo político. Sólo mediante esta complementariedad se puede lograr una plenitud de vida.

En esta vida se conocen a los grandes hombres y mujeres por las obras que realizan y el legado que dejan para la posteridad. Tal fue la vida del actual siervo de Dios Alcide De Gasperi, quien escribe a su mujer Francesca: “Hay hombres de presa, hombres de poder, hombres de fe. Yo quisiera se recordado entre éstos últimos”. Así ha sido.

1.4. El papel determinante de Konrad Adenauer

Además de ser considerado padre de Europa, Konrad Adenauer (1876-1967) ha sido uno de los grandes cancilleres de la República Federal de Alemania (RFA)(1949-1963) tras haber sido vice-alcalde (1907-1916) y alcalde (1917-1933) de Colonia. Padre del llamado milagro económico (Wirtschaftwunder) alemán de la década de 1950 e introductor del marco alemán tras la reforma cambiaria de 1947, fue miembro desde 1906 hasta su disolución en 1933 del Partido Católico de Centro (Zentrum), uno de los embriones de la Unión Democrática Cristiana (en alemán, Christlich Demokratische Union Deutschlands)(CDU), de quien sería su líder desde 1949 hasta 1963. Formación política caracterizada según sus estatutos para “unir a católicos y protestantes, conservadores y liberales, defensores de los ideales sociales de inspiración cristiana”. En la actualidad, la CDU se opone al ingreso de Turquía en la actual UE-27 debido a que no cumple uno de los llamados criterios de Copenhague (criterio político) [43] al no respetar los derechos de las minorías cristiana y kurda que viven en Turquía.

En palabras de Adenauer “una unión entre Francia y Alemania daría nueva vida y vigor a una Europa que está seriamente enferma. Tendría una inmensa influencia psicológica y material y liberaría poderes que salvarían Europa. Creo que éste es el único camino posible para alcanzar la unidad de Europa, lo que llevaría a la desaparición de la rivalidad entre Francia y Alemania” (7 de marzo de 1950). Conflicto que también ha existido entre otras naciones europeas a lo largo de los siglos y que se ha ido eliminando a medida que Europa se iba ampliando.

Una de las características del gran estadista alemán es que sabía aunar conocimientos económicos con habilidades políticas, sobre todo en el ámbito de las negociaciones internacionales. Pensaba en términos europeos, más que en sentimientos meramente alemanes. De hecho, se definía como alemán y europeo al mismo tiempo, llegando incluso a afirmar explícitamente que “soy alemán, pero también soy, y siempre he sido, europeo y siempre me he sentido europeo” [44].

Adenauer era un político con un elevado sentido práctico, con unos objetivos claros hacia dónde dirigirse. Concebía la idea de Europa como la de una fortaleza económica en la que cuanto mayor fuese, mejor sería para todos. Pensaba en la mera supervivencia de una civilización europea caracterizada por nacer de sí misma tras su casi completa destrucción tras dos guerras mundiales. Pensaba que “cuanto mayor sea el área económica, mejor se podrá desarrollar [...] Esta unión salvaría a la civilización occidental del declive”.

Este proceso de unificación del continente se ha de realizar mediante la cesión de soberanía de los Estados para beneficiar a una entidad supranacional, ya que “cuanto más pierde el Estado su carácter de forma histórica de gobierno introvertida y autosuficiente, más está llamada a incorporarse a Europa –es decir, con la Unión- y a desarrollarse conjuntamente con el resto de los Estados, que se sienten unidos no sólo por las exigencias de la economía y la tarea de la procura de la paz, sino también por la cultura europea y los principios constitucionales comunes” [45].

Como elemento cohesionador de todo el continente, y para lograr el fin último de la paz, Adenauer afirmaba categóricamente que “es ridículo ocuparse de la civilización europea sin reconocer la centralidad del Cristianismo” [46], al ser el Cristianismo el garante de la paz y de un sistema de valores que estructuraba a la sociedad en su conjunto, incluida la Constitución.

“Permanezco en la convicción, más firme si cabe, que toda auténtica Constitución se apoya en un orden de valores y que su apertura a instancias supraestatales no sólo no hay que verlo como un riesgo sino que supone un corolario lógico de la anterior afirmación” [47].

Konrad Adenauer supo forjar con su vida una existencia coherente con sus creencias religiosas. Fue un político de acción, de hechos concretos. Dirigió el proceso de construcción tanto de Alemania después de la gran destrucción acaecida durante la Segunda Guerra Mundial, como de la Europa unida. Ha pasado a la historia como uno de los grandes estadistas del siglo XX, un europeísta convencido, un gran político.

1.5. Jean Monnet: el padre económico

Mientras que Schuman, Adenauer y De Gasperi centraron su pensamiento en temas políticos, Jean Monnet lo hizo sobre la economía. Así, para este padre de Europa, un “laico respetuoso con las ideas religiosas de Schuman, Adenauer y De Gasperi” [48] pensaba que no habría “paz en Europa si los Estados se reconstruyen sobre una base de soberanía nacional [...] Los países de Europa son demasiado pequeños para asegurar a sus pueblos la prosperidad y los avances sociales indispensables. Esto supone que los Estados de Europa se agrupen en una Federación o ‘entidad europea’ que los convierta en una unidad económica común”.

Con Jean Monnet se afirma la propia personalidad e identidad, pero desde una comprensión fraterna de la pluralidad intrínseca de la condición humana. A diferencia de Schuman, Adenauer y De Gasperi caracterizados por una visión cristocéntrica del proceso de construcción europeo, Monnet sigue una perspectiva antropocéntrica, en donde el ser humano ocupa el objetivo y centro, al mismo tiempo, de sus intereses para unirlos entre sí y lograr así la paz en el continente.

Me parece haber seguido siempre una misma línea de continuidad, en circunstancias y latitudes diferentes, pero con una única preocupación: unir a los hombres, resolver los problemas que los dividen, hacerles ver su interés común. No tenía esa intención antes de hacerlo, y sólo saqué conclusiones después de haberlo hecho durante mucho tiempo. Sólo cuando fui incitado por mis amigos, o por periodistas, a explicar el sentido de mi trabajo, tomé conciencia de que siempre me había visto empujado a la unión, a la acción colectiva. No podía decir por qué; la naturaleza me había hecho así [49].

En la Sociedad de Naciones, Monnet se consagró especialmente tanto a la recuperación económica y política de Austria como a la partición de la Alta Silesia entre Polonia y Alemania, de un gran interés económico, no solamente por sus riquezas mineras, sino también por la industria establecida en la región. Esta experiencia marcó la vida de Jean Monnet, al imbuirle en él el espíritu de solidaridad, tal y como expresa él mismo, ya que “fue allí donde descubrí el valor de la acción solidaria y la necesidad de vincular en el seno de una empresa común y en igualdad de derechos a vencedores y vencidos, a benefactores y beneficiarios” [50].

Este espíritu de solidaridad habría de realizarse entre los países europeos. Había que unir las voluntades y los intereses de representantes políticos de las más variadas tendencias, así como de los sindicatos y asociaciones empresariales. Objetivo que se logró mediante la creación, el 13 de octubre de 1955, del Comité de Acción a favor de los Estados Unidos de Europa que tendría como objetivo hacer realidad los objetivos acordados en el preámbulo del Tratado de París constitutivo de la CECA. Dicho Comité, presidido en todo momento por  Jean Monnet, tuvo una influencia decisiva, entre los hechos más reseñables, en la concepción y firma del Tratado de Roma, constitutivo tanto del EURATOM como de la CEE, el desarrollo de la Política Agrícola Común (PAC) instrumentalizada a través del Fondo Europeo para la Orientación y Garantía Agrarias (FEOGA) y en la primera ampliación de las entonces Comunidades Europeas, para formar el Grupo de los nueve, en la que se incluiría al Reino Unido, Irlanda y Dinamarca.

A diferencia de Schuman, Adenauer y De Gasperi, en los que el comportamiento de acción venía dado a través de valores cristianos, en Jean Monnet “la fuente de mi acción cotidiana”, en sus propias palabras, venía dado por el humanismo y el valor supremo de la libertad.

La libertad es la civilización. La civilización es las reglas más las instituciones. Y todo porque el objeto esencial de todos nuestros esfuerzos es el desarrollo del hombre y no la afirmación de una patria grande o pequeña.

1.   Es un privilegio haber nacido.

2.   Es un privilegio haber nacido en nuestra civilización.

3.   ¿Vamos a limitar estos privilegios a las barreras nacionales y a las leyes que nos protegen?.

4.   ¿O vamos a intentar ampliar este privilegio a los demás?.

5.   Hay que mantener nuestra civilización tan avanzada respecto al resto del mundo.

6.   Es preciso organizar nuestra civilización y nuestra acción común hacia la paz.

7.   Es preciso organizar la acción común de nuestra civilización.

[...] Estas reflexiones no eran el índice de un libro, sino la fuente de mi acción cotidiana [51].

De ahí que hoy en día se haga realidad la formación de una Europa unida que ya se ha convertido en la primera región comercial del planeta. Una gran revolución política y económica que sirve como ejemplo para otras regiones del mundo para que puedan alcanzar así unos mayores niveles de bienestar económico y social.

2. La construcción de Europa y el bien común

El trasfondo existente en el proceso de construcción de la Europa actual ha venido dado desde sus principios por la búsqueda del bien común. Un bien común que, por propia concepción, ha de ser el objetivo último de toda actividad política. Sólo así, en la búsqueda de dicho valor final, se podrá conseguir una sociedad éticamente más justa y solidaria.

La introducción en el bien común del término europaeus se atribuye a Eneas Silvio Piccolomini, papa Pío II (1458-1464):

Una Europa que renuncia a su pasado, que niega el hecho religioso y que no tuviera dimensión espiritual alguna, quedaría desgraciadamente mutilada ante el ambicioso proyecto que moviliza sus energías: Construir la Europa de todos [52].

La riqueza del proceso integrador europeo viene dado porque es mucho más que un mero proceso de integración comercial, como sucede en la actualidad, por ejemplo, en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre los Estados Unidos, México y Canadá. Europa camina hacia su integración política siguiendo las fases descritas por el economista austrohúngaro Bela Balassa [53] (1928-1991). “El ejemplo europeo evidencia que un proceso de integración regional es mucho más que una iniciativa netamente comercial o de inserción en el mercado hemisférico o mundial. Involucra el desarrollo de instituciones, la definición de políticas y estrategias sectoriales, el desarrollo de infraestructura (de transporte, energética y de telecomunicaciones), y la creación de mecanismos compensatorios y políticas de información y participación, que permitan alcanzar un nuevo equilibrio social y económico” [54].

En una declaración conjunta de Benedicto XVI y Christódulos, Arzobispo de Atenas y de toda Grecia, ambos piden “que se muestre mayor sensibilidad para proteger de modo más eficaz en nuestros países, en Europa y en el ámbito internacional, los derechos fundamentales del hombre, fundados en la dignidad de la persona creada a imagen de Dios” [55].

Una de las grandes diferencias entre los padres de Europa y sus constructores actuales es la ausencia en los documentos actuales de las raíces cristianas en los documentos angulares de la Europa unida. Dichas raíces han ido vertebrando la historia, la sociedad y la cultura europeas desde sus inicios. Lejos quedan las palabras del rey Balduino de Bélgica (1930- 1993) [56], en una cena de gala pronunciada ante el general Charles de Gaulle (1890-1970) el 24 de mayo de 1961 cuando el rey, hoy en proceso de canonización en una causa dirigida por su confesor espiritual, el cardenal Suenens, afirma que:

Esa Europa, si quiere ser fiel a su misión propia y desempeñar su papel en el diálogo de los pueblos, no puede limitarse a defender la herencia del pasado. Le incumbe ser la vanguardia del progreso tanto material como espiritual. ¿Acaso la vocación de Europa no es la  de ofrecer […] la imagen de una sociedad que respeta las exigencias de la persona humana y a la vez las del bien común? [57].

La búsqueda del bien común viene dado a partir de una nueva concepción económica, incluido el mercado de trabajo [58]. Introducir valores cristianos a la sociedad lleva a que ésta pase de ser una cultura de muerte a una cultura de la vida, y una Vida con mayúsculas al tener un sentido santificador último. La apostasía silenciosa de la que habla Juan Pablo II, en la actualidad en proceso de canonización, se inserta dentro de una nueva cultura europea que se encuentra en apariencia lejana de sus principios constituyentes:

La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera. En esta perspectiva surgen los intentos, repetidos también últimamente, de presentar la cultura europea prescindiendo de la aportación del Cristianismo, que ha marcado su desarrollo histórico y su difusión universal. Asistimos al nacimiento de una nueva cultura, influenciada en gran parte por los medios de comunicación social, con características y contenidos que a menudo contrastan con el Evangelio y con la dignidad de la persona humana. De esta cultura forma parte también un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo [...] una cultura de muerte [59].

A pesar de este hecho, continúa el proceso de unificación del continente europeo al confluir en dicho proceso de integración aspectos culturales, religiosos, económicos y políticos. Así, “[…] en Europa, manteniéndonos abiertos a las demás religiones y a su aportación a la cultura, debemos unir nuestros esfuerzos para preservar las raíces, las tradiciones y los valores cristianos, con el fin de garantizar el respeto de la historia y contribuir a la cultura de la Europa futura, a la calidad de las relaciones humanas en todos los aspectos” [60]. Europa camina hacia su unificación como continente. En el pasado la cultura europea se diseminó por los cinco continentes, lo que permitió al Viejo Continente lograr niveles de liderazgo estables en el tiempo que nunca han sido superados hasta la fecha. A partir de la Edad Media, y con la excepción de los Estados Unidos y la Unión Soviética cada uno con una influencia global propia, el poder (blando [61] y duro [62]) de las naciones europeas hacia y en el resto del mundo, ha sido una constante a lo largo de la historia. Europa ha de volver a sus raíces, ha de volver a encontrarse consigo misma. Sólo así Europa podrá ser más Europa, en la que los valores, la ética y la moral tengan un papel fundamental. Valores en los que el Cristianismo como elemento cohesionador del continente tiene, ha tenido y tendrá un papel preponderante en el proceso de unión.

José Manuel Saiz [1], en ucm.es/

Notas:

1   José Manuel Saiz Álvarez es Director del European Business Programme España (EBP-España) y Jefe de Estudios de la Facultad de Ciencias Jurídicas, Económicas y Empresariales de la Universidad Antonio de Nebrija. Sus principales líneas de investigación son la Unión Europea, el mercado de trabajo, la integración económica y el outsourcing.

2   El apodo Martel (martillo) le vino tras su victoria en la batalla de Tours.

3   Negro, Dalmacio (2004): Lo que Europa debe al Cristianismo, Madrid, Unión Editorial, p. 115.

4   No hay que confundir dicho término con el de “Sacro Imperio Romano Germánico” cuya denominación nació en 1512. Apenas poco más de cinco decenios más tarde, la coronación de Carlomagno como emperador por el Papa León III (795-816) en la Navidad del año 800, llevó a que Europa naciese como una entidad política bajo la denominación de Sacro Imperio Romano. El término “Europa” nace así como una denominación política, extendida por los benedictinos, para designar a continuación un territorio geográfico.

5   Formadas por catorce iglesias autocéfalas cuyo patriarca ecuménico es la iglesia ortodoxa de Constantinopla,  su influencia es especialmente fuerte en el antiguo imperio de Bizancio que llegaría a su fin con la caída de Constantinopla en 1453. Por ello, la iglesia ortodoxa predomina en Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Grecia, Bulgaria, Serbia, Georgia, Rumania, República Checa y Eslovaquia.

6   En 1926 compartió el Premio Nóbel de la Paz con el alemán Gustav Stresemann por la firma del Pacto de Locarno el 16 de octubre de 1925 formado por un conjunto de siete acuerdos para reforzar la paz en Europa tras la Primera Guerra Mundial. Dicho Pacto se rompió con la militarización de Renania en 1936 por parte de Adolf Hitler.

7   Austriaco de nacimiento, fue ciudadano checo tras el Tratado de Saint-Germain. Tuvo nacionalidad francesa en 1939. Para mayor detalle de su vida, véase Pérez-Bustamante, Rogelio (1997): Historia de la Unión Europea, Madrid, Dykinson, pp. 35-38.

8   Este manifiesto se complementó con el libro La lucha por Paneuropa (1925-1928) en tres volúmenes. Tras exiliarse a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, publicaría en 1944 Cruzada por Paneuropa. Tras volver a Europa fundó la Unión Parlamentaria Europea. En 1950 recibió el Premio Carlomagno por su contribución a la paz en Europa.

9   Durverger, Maurice (1995): Europa de los hombres. Una metamorfosis inacabada, Madrid, Alianza, p. 49.

10    Lager, C. (1993): “Le drapeau européen, histoire et symbolisme”, en Fahnen, Flags, Drapeaux, Libro de Actas del XV Congreso Internacional de Vexicología, Universidad de Zürich (Suiza), 23-27 de agosto, pp. 126-129.

11    Europeísta convencido, fue cofundador del Colegio de Europa. En la actualidad dicha institución tiene dos campus: el de Brujas (Bélgica) y el de Natolin (Polonia).

12    Durverger, op.cit., p. 50.

13    La operación militar empezó a las 3:30 de la madrugada con la invasión terrestre de Polonia por parte de las tropas alemanas tras el inicio de la operación Weiss. Dicha operación se enmarcaba dentro de la  llamada “política del espacio vital” (Lebensraum) del III Reich alemán.

14    Se realizó en dos actos: el primero a las 02:41 de la madrugada del 7 de mayo de 1945 por parte del Jefe del Estado Mayor del Alto Mando de las Fuerzas Armadas alemanas, Alfred Jodl, en los cuarteles de la SHAEF en Reims (Francia), y el segundo pocas horas antes de la medianoche del 8 de mayo en Berlín (Alemania) por parte de funcionarios alemanes liderados por Wilhelm Keitel ante los soviéticos. Todas las operaciones activas del ejército alemán cesaron de forma definitiva a las 23:01 horas del 8 de mayo de 1945. Como se hizo efectiva la paz en toda Europa el 9 de mayo de 1945, para muchas naciones europeas se hace festivo ese día como Día de la Victoria.

15    Si se siguen las fases de integración de Bela Balassa es con la FRANCITAL y no con la CECA cuando se inicia, en realidad, el proceso unificador de Europa.

16    Juan Pablo II (1986): Carta Encíclica “Dominum et vivificantem”, Vaticano, p. 45.

17    Su nombre completo de nacimiento fue Jean Omer Marie Gabriel Monnet.

18    De Gasperi, M. Romana (1981): Mio Caro Padre, Brescia, Morcelliniana, p. 25.

19   Cuando nació Schuman su pueblo natal pertenecía a Luxemburgo. Poco después pasó a Alemania     para, a partir de la Primera Guerra Mundial, pertenecer a Francia. Durante un breve período de tiempo durante la Segunda Guerra Mundial, volvió a ser alemán para pasar definitivamente a jurisdicción francesa tras la capitulación alemana.

20    Muñoz, J y Uriarte, C. (2004): “Los padres de Europa: modelo de compromiso político para la juventud de hoy”, Actas del VI Congreso “Católicos y Vida Pública”, 19-21 de noviembre, Madrid, Universidad San Pablo- CEU, p. 537.

21    Beyer, H. (1986): Robert Schuman: l’Europe par la réconciliation franco-allemande, Lausana, Fondation Jean Monnet pour l’Europe, pp. 19-20.

22    Antes de la primera ampliación hacia los Países de Europa Central y Oriental (PECO) el 1 de mayo de 2004 dicho porcentaje era del 75 por ciento. El aumento de 15 puntos en el porcentaje obedece a que la entrada de países relativamente más pobres a la UE obliga a aumentar el porcentaje (efecto estadístico).

23    Aunque se atribuye la denominación “Estados Unidos de Europa” a Churchill, ya en el siglo XIX diversos autores utilizaron dicho término. Tal fue el caso del anarquista Mijail Bakunin (1814-1876) quien, en un Congreso organizado por la Liga por la Paz y la Libertad, celebrado en Ginebra (Suiza) en 1867, afirmó que “para conseguir el triunfo de la libertad, la justicia y la paz en las relaciones internacionales en Europa, y para imposibilitar el estallido de conflictos bélicos entre los pueblos que forman la familia europea, sólo queda abierta una posibilidad: constituir los Estados Unidos de Europa”. La Asamblea Nacional Francesa también abogó el 1 de marzo de 1871 por la creación de los Estados Unidos de Europa. Estas ideas chocan radicalmente con el pensamiento de Lev Davidovich Trotski (1879-1940) quien en 1923 luchó por la formación de los Estados Unidos Soviéticos de Europa.

24    Schuman, Robert (1963): Pour l’Europe, París, Nagel.

25    Siempre ha existido esta doble dialéctica entre religión y laicismo a lo largo del proceso de construcción europeo. Así, por ejemplo, en el caso de la simbología de la bandera europea (azul oscuro de fondo con doce estrellas de color amarillo en forma de círculo) fue obra de Arsène Heitz y el propio autor afirmó que para su diseño se había inspirado en la Inmaculada Concepción de María. De ahí el color azul que simboliza a la Virgen María y las doce estrellas que cubren la cabeza de María (Apocalipsis 12, 1), y es idéntica a la parte superior de una de las vidrieras de la Catedral de Estrasburgo. Es más, la bandera fue aprobada el 8 de diciembre de 1955, fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Frente a esta versión, existen una versión laicista que constituye la versión oficial: El círculo de estrellas (de oro) simboliza la unión perfecta entre los pueblos, al ser el círculo la figura perfecta para los griegos y son doce (número invariable) por ser el número perfecto para los griegos. Desde 1986 hasta 1995 círculo la teoría que las doce estrellas simbolizaban a los doce países que formaban las entonces Comunidades Europeas. Esta última idea es claramente errónea.

26    Preámbulo de la Constitución Europea.

27    Durante décadas existió en el Reino Unido, liderado por la expremier británica Margaret Thatcher, la acusación que la UE era una conspiración católica orquestada desde el Vaticano. Véase a este respecto AA.VV. (2004): “The European Commission and Religious Values”, The Economist, 28 de octubre, edición electrónica. 28 El 12 de septiembre de ese mismo año, Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán y futuro papa Pablo VI, consagró una estatua de María Santísima de veinte metros de altura, conocida como La Serenissima, en cuya base viene escrito: “Sancta Maria, Mater Europae, Ora pro nobis!”.

28    El 12 de septiembre de ese mismo año, Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán y futuro papa Pablo VI, consagró una estatua de María Santísima de veinte metros de altura, conocida como La Serenissima, en cuya base viene escrito: “Sancta Maria, Mater Europae, Ora pro nobis!”

29    Zin, E (2004): “La fe ilumino su acción política”, 30 Giorni, núm. 9, Edición electrónica.

30    Ibid.

31    Juan Pablo II (1998): Alocución durante el rezo del Ángelus, Domingo 29 de marzo.

32    Laguna, José María (1991): Historia de la Comunidad Europea, Bilbao, Mensajero, p. 61.

33    Schuman, Robert (1952): “La mission de la France dans le monde”, Conferencia en la Universidad de Lausanne, Suiza.

34    Cfr. Hostiou, R. (1968): Robert Schuman et l’Europe, Paris, Cujas en Barea, Maite (2003): En los orígenes de la Unión Europea. Robert Schuman y Jean Monnet, Madrid, Universitas / Comunidad de Madrid, Consejería de Educación, p. 85.

35    Cfr. Constitución Apostólica Lumen Gentium, 31.

36    Cfr. Christifideles Laici, 16.

37    Desde un punto teológico, y tras lo establecido en el punto primero del Comunicado de la Congregación para las causas de los santos de 29 de septiembre de 2005, mientras que la beatificación es un acto pontificio presidido, generalmente, por el prefecto de la Congregación para las causas de los santos; la canonización, que atribuye al beato el culto en toda la Iglesia, siempre es presidida por el Sumo Pontífice.

38    También se considera al italiano Altiero Spinelli (1907-1986) uno de los defensores de la creación de una Europa federal. Miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) y opositor de Benito Mussolini fue condenado en 1927 a diez años de prisión. Fundador del Movimiento Federalista Europeo en agosto de 1943, como resultado del “Manifiesto Ventotene” de junio de 1941 redactado en la prisión del mismo nombre, tuvo como objetivo crear una Europa federal en la que los Estados tuviesen unas relaciones tan estrechas que impidiesen la formación de ninguna guerra más en Europa. Fue representante de Italia en la Comisión Europea desde 1970 hasta 1976 como responsable de política industrial.

39    Andreotti, G. (1986): De Gasperi visto da vicino, Milán, Rizzoli.

40    Pastorelli (1979): “La política europeística de De Gasperi”, en Konrad Adenauer e Alcide de Gasperi: due esperienze di rifondazione della democrazia, Bolonia, Il Mulino, pp. 295-319.

41    Cfr. De Porras, Soledad (2004): “Actualidad de Alcide de Gasperi. Pasado y presente”, VI Congreso Católicos y Vida Pública ‘Europa sé tu misma’, Madrid, Universidad San Pablo-CEU, del 19 al 21 de noviembre, p. 3.

42    Barea, op. cit, p. 35.

43    En los criterios de Copenhague se sintetizan las obligaciones geográficas, económicas y políticas que ha de cumplir los países candidatos a formar parte de la UE. En concreto, son tres: (1) Criterio geográfico (parte o la totalidad del territorio ha de formar parte del continente europeo); (2) Criterio económico (economía de mercado) y (3) Criterio político (democracia y respeto a las minorías).

44    Véase Adenauer, Konrad (1965): Memorias (1945-1953), Madrid, Rialp.

45    Hesse, Corrado (1998): “Estadios en la historia de la jurisdicción constitucional alemana”, Teoría y Realidad Constitucional, 6, p. 119.

46    Weiler, Joseph H. H. (2003): Una Europa cristiana, Madrid, Encuentro, pp. 55 y 56.

47    Cascajo, José Luis (2004): “Constitución y Derecho Constitucional en la Unión Europea”, en Teoría y Realidad Constitucional, 15, Madrid, UNED, pp. 89-106.

48    Zin, op. cit.

49    Monnet, Jean (1985): Memorias, Madrid, Siglo XXI, p. 215.

50    Ibid., p. 81.

51    Ibid., p. 479.

52    Juan Pablo II (2002): Vaticano, Osservatore Romano, p. 45.

53    Distingue entre cinco fases de integración: Área de Libre Comercio, Unión Aduanera, Mercado Común, Unión Económica y Monetaria y Unión Política.

54    Herbas, Gabriel y Molina, Silvia (2006): “La Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA) y la integración regional”, Observatorio Social de América Latina (OSAL), 17, Buenos Aires (Argentina): Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), mayo-agosto, p. 310.

55    Benedicto XVI (2006): “Declaración común del Papa Benedicto XVI y del Patriarca Ecuménico Bartolomé I”, Viaje Apostólico de S.S. Benedicto XVI a Turquía (28 de noviembre-1 de diciembre), Discurso de 30 de noviembre, pto. 8.

56    En proceso de beatificación en una causa dirigida por su confesor, el Cardenal Suenens.

57    Ojea, I. (2004): “Aportaciones del rey Balduino a la construcción europea”, Actas del VI Congreso “Católicos y Vida Pública”, 19-21 de noviembre, Madrid, Universidad San Pablo-CEU, págs. 531-534.

58    Saiz Alvarez, José Manuel (2004): Claves para un nuevo mercado de trabajo. Una aplicación a la Unión Europea, Alicante, Editorial Club Universitario.

59    Juan Pablo II (2003): Exhortación Apostólica Postsinodal “Ecclesia in Europa”, 28 de junio, pto. 9.

60    Benedicto XVI (2006): Declaración común del papa Benedicto XVI y de su beatitud Christódulos, 14 de diciembre, pto. 4.

61    Formado por valores sociales, económicos, culturales, lingüísticos, religiosos, artísticos,... de la sociedad dominante.

62    En muchas ocasiones, cuando el poder blando es insuficiente, las potencias dominantes optan por utilizar el poder duro, esto es, la fuerza militar mediante confrontaciones bélicas y golpes de Estado.

Jorge Ramírez Card

o tú y yo jugando estamos al escondite, Señor,

o la voz con que te  llamo

es tu voz[2].

Antonio  Machado,  XXVIII S

La inconformidad de Antonio Machado con su soledad lo lleva a dirigirse hacia lo otro: hacia ese otro humano y hacia ese Otro divino. Su idea de Dios tiende a ser intimista y a la vez histórico, un Dios experimentado dentro de sí: "Converso con el hombre que siempre va conmigo / -quien habla solo espera hablar a Dios un día", plantea en el poema XCVII . Pero su concepción de lo Otro, según Sánchez Barbudo, no se aj usta a la idea de un Dios con una batuta directora del Universo, aunque expresa una constante nostalgia de Dios. Esta nostalgia se acentúa más con el tema de la soledad, que lo lleva a buscar a ese Otro que está más allá y que en la tradición judeocristiana se llama Dios: Dios se convierte para Machado en esa incurable alteridad del alma, a quien se ansía ya quien no se encuentra. Su Dios es tan sólo un Dios del corazón, una especie de Dios inmanente. Esa otredad es sólo un deseo, razón por la que la crítica asocia a Machado con los fideístas que afirman, no la existencia objetiva de Dios, sino el ansia de Él sentida en el corazón [3].

No creo, como tampoco lo creía Sánchez Barbudo, que la fe de Machado pueda considerarse desesperada, nacida de la desespera­ ción. Lo que puede observarse en su poesía es una crítica y un distanciamiento hacia esa fe tradicional y natural, tal como se aprecia en los poemas Cl: "El Dios ibero", el CXXX: "La saeta'; y el CXXXII, II:  "Los  olivos".  Considero que la crítica,  al querer equiparar a Machado con Unamuno, carga las tintas en los textos donde Machado expresa una fe desgarrada y angustiosa. Pero, bien vistas las cosas, su fe es moderada y tiende a salvaguardar la idea de un Jesús histórico con la imagen de un Dios omnipresente.

Por ello no comparto lo que sostiene Sánchez Barbudo, para quien más que fe, lo que sentía Machado era un deseo de que existiera fuera de su corazón ese Dios ansiado; en ningún momento se pone en entredicho en sus textos el ser de Dios o su existencia, sino su correspondencia, su olvido, su abandono al yo lírico. Tampoco veo en ninguno de los poemas que Machado insistentemente afirme su incredulidad, su dolorosa negación de Dios, como plantea el mencionado crítico. Más bien, se presenta en sus textos la pervivencia de dos vertientes sobre lo divino: por un lado un Dios íntimo y soñado, y, por otro, un Dios distante, desconocido y ausente. En medio de estos dos dioses se encuentra el Jesús que caminó en el mar; de modo que más que una negación de Dios, lo que se lleva a cabo es un replanteamiento de la teología tradicional y de los recursos tradicionales de revelación divina como son los sueños [4].

Está claro que Machado rechaza la razón como medio de conocimiento de lo divino, motivo por el cual acude innumerables veces al sueño para referirse a Dios. Este sueño no sólo sirve para evadir las barreras racionales de la mente, sino también para desenmascarar el supuesto cumplimiento de las expectativas humanas al unirse, relacionarse y ser tomado en cuenta por un Dios que hasta antes del sueño había estado distante, ausente e indiferente. Su propuesta teológica se reduce a una cuestión temporalista-inmanentista, e incluye factores ultraterrenos y la esperanza en un mundo futuro. De modo que para Machado esa otredad no es definitiva y únicamente inmanente, sino que también demanda la existencia real de ese Otro fuera de nosotros. En tal caso, no se podría decir con Sánchez Barbudo que la filosofía del porvenir de Machado sea un inmanentismo, un deseo, una necesidad de Dios, ni que todo su pensamiento gire en tomo a la nostalgia de una fe que no tenía.

Más acá de esa lectura están los textos de Machado que dejan entrever otras luces, como cuando el yo lírico señala:

¡ No quiero cantar, ni quiero a ese Jesús del madero,

sino al que anduvo en el mar (CXXX, p. 224).

Pone de relieve la necesidad de volver a un Jesús histórico, de seguir a un Dios viviente y no a un Dios muerto, dolorista, sacrificial. El Jesús de Machado es marino, pescador, humano. En otro poema reafirma esa fe persistente en un Jesús que ha predicado a los humanos y les ha dejado su palabra:

Yo amo a Jesús, que nos dijo:

Cielo y tierra pasarán. Cuando cielo y tierra pasen mi palabra quedará (CXXXVI, XXXIV, p. 241).

Para una lectura detenida del juego de la presencia-ausencia de Dios y de la soledad-nostalgia por ese Otro he escogido los poemas LIX (de Soledades), CLXX y CLXXXVI (de Cancionero apócrifo) y XXVIII (de Poesías de Soledades). A partir de este grupo de textos analizaremos las relaciones intratextuales con otros poemas donde lo divino y la soledad humana sean elementos destacados. He organizado mi análisis en tres partes: la primera reúne poemas en los que el eje estructurante es el sueño, razón por la que se podría hablar de una teología onírica o en el mejor de los casos de una teología intimista o subjetiva (LIX, CLXXXVI); la segunda parte se centra en ese Dios distante y objetivo que se presenta en la agonía o en esos ambientes de muerte, y  la tercera gira en torno a ese Dios omnipresente que no se deja encontrar, pero que está ahí para quien lo busca.

1.    Hacia una teología onírica

1.1. El Dios soñado de Soledades

Desde Soledades se nos presenta el sueño como tópico recurrente en la poesía de Machado. El sueño está asociado al mundo la laberíntico y tortuoso; con él se puede escapar del mundo amargo: "Sobre la tierra amarga, / caminos tiene el sueño / laberínticos, sendas tortuosas" (XXII, p. 104). En Nuevas canciones lo encontramos formando una tríada inseparable: "Tras el vivir y el soñar / está lo que mas importa: / despertar (CLXI, UII, p. 298) Y "Si vivir es bueno, / es mejor soñar, / y mejor que todo, / madre, despertar" (Ídem, LXXXI, p. 303. Para entrar a analizar el problema de una teología onírica he escogido de Soledades el poema LIX, que transcribo:

LIX

Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que una fontana fluía

dentro de mi corazón,

5  Di, ¿por qué acequia escondida,

agua, vienes hasta mí,

manantial de nueva vida

de donde nunca bebí?

Anoche cuando dormía

10    soñé, ¡bendita ilusión!,

      que una colmena tenía

dentro de mi corazón;

y las doradas abejas

iban fabricando en él,

15  con las amarguras viejas,

blanca cera y dulce miel.

Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que un ardiente sol lucía

20  dentro de mi corazón.

Era ardiente porque daba

calores de rojo hogar,

y era sol porque alumbraba

y porque hacía llorar.

25  Anoche cuando dormía

   soñé, ¡bendita ilusión!,

   que era Dios lo que tenía

   dentro de mi corazón (p. 130).

Este poema está constituido por cuatro estrofas: las tres primeras de ocho versos y la última de cuatro, todos octosílabos. Cada una de esas estrofas empieza con la construcción anafórica "Anoche cuando dormía / soñé, ¡bendita ilusión!, / que ... " ubicada en los tres primeros versos de cada estrofa: la anáfora centra su atención en el tiempo (la noche como propiciadora de experiencias trascendentales) y en el sueño (como vehículo que trasciende el espacio-tiempo cotidiano e involucra al yo en una experiencia religiosa). Cada una de sus partes posee un orden creciente-ascendente que, partiendo de un punto natural (la fontana y la colmena) orientan la lectura hacia un centro cosmológico (sol) y teológico (Dios) contenido en un centro antropológico (el corazón humano).

El corazón aparece como centro humano y como continente de lo natural, de lo cosmológico y de lo teológico que se asientan en él por medio del sueño; no sólo tiene el poder de trasponer las fronteras espacio-temporales, sino también la facultad de transmutar, desmaterializar y aprehender el mundo físico-natural y el sobrenatural . La oposición entre el dentro y el fuera del corazón, calificándose el interior como positivo y el exterior como negativo, permite visualizar el lugar que ocupa Dios en el corazón humano y no fuera de él: no existe un Dios objetivo, exterior y trascendental, sino un Dios subjetivo, interior e inmanente. Si nos preguntáramos por el problema de la trascendencia divina, en este texto quedaría descartada: el afuera natural, cosmológico y sobrenatural no existe, sólo existe el inmanentismo.

El sueño tiene un poder constructivo y además transformador de los elementos naturales en elemento divino: el agua, la colmena y el sol eran Dios. Esto pone de relieve una concepción panteísta que equipara a Dios con la naturaleza. El texto no sólo supone un viaje desde el exterior al interior, sino también de lo natural a lo divino, gracias a la experiencia onírica: Dios es un constructo de la experiencia irracional del yo lírico, lo cual se traduce en una experiencia individual. La relación del yo con Dios sólo está mediada por el sueño. A diferencia de lo que plantea Unamuno en sus novelas en las que Dios duerme y nos sueña como criaturas [5], Machado plantea que el soñado es Dios: la trascendencia es objeto del sueño humano. El yo sueña una serie de elementos que después, en la última estrofa, se traducen en Dios, de quien no se puede decir nada más, como sí ha sucedido con los elementos precedentes. Con Dios acaban las palabras y lo único negativo es que es un sueño humano y no una realidad objetiva y trascendente.

La primera estrofa está centrada en el sueño que el yo tiene de la fontana: el agua se ha filtrado en el corazón del yo y éste la interroga sin obtener respuesta. El yo está ante una experiencia de poseído sin percatarse de la irrupción de quien lo inunda: la fontana, como manantial de nueva vida posee una valoración positiva, lo único negativo es que el yo nunca la haya bebido. Los caminos que lo han llevado a esta experiencia son desconocidos. Estamos ante aquello que llega sin haber sido buscado y que espontáneamente irrumpe: el manantial de la nueva vida no es una cuestión exterior y objetiva, sino interior y subjetiva, pareciera ser la idea que sostiene esta primera parte. El corazón humano se vuelve fontana, manantial de vida nueva. Los verbos "dormía" y "fluía" (vv. 1 y 3) remiten al movimiento creativo que sucede en el sueño del yo, movimiento que genera en él reposo. "Ilusión" y "corazón" (vv. 2 y 4) sugieren también la parte emotiva e irracional del yo, que al igual que el sueño, sirve para concretar una experiencia divina.

La segunda estrofa apunta al sueño que el yo tiene de la colmena: el corazón se vuelve panal donde las "amarguras viejas" se transforman en "blanca cera y dulce miel" [6]. Esta imagen no sólo alude al trabajo interior que tiene la capacidad de suscitar cosas nuevas a partir de las viejas, sino también al poder transformativo que posee la experiencia onírica. El mundo interior es imaginado como un gran universo donde sus partes trabajan para armonizar los contrarios. Estamos ante una imagen que sugiere el carácter dinámico, solidario y constructor del mundo interior humano:  lo viejo se transforma en nuevo y lo amargo en dulce. De nuevo encontramos la valoración negativa en "amarguras viejas", seguida de una valoración positiva en "blanca cera y dulce miel".  

Con la tercera estrofa arribamos al centro cosmológico del mundo: el sol, único elemento sobre el que se externa una explicación sobre su naturaleza ardiente y su condición de sol. Nos sitúa ante un sol ambivalente: por un lado alumbra (valoración positiva) y por otro hace llorar (valoración negativa). Esta ambivalencia convierte este centro energético en una especie de divinidad que atrae y   repele  al mismo tiempo, conjugando en sí lo racional (luz) y  lo  irracional (lágrimas). El sol sugiere una divinidad en cuanto se lleva a cabo en él y por él una fusión de contrarios, como ha sucedido en las estrofas anteriores. "Daba" y "alumbraba" termina de aproximarse a divinidad, lo ubica muy próximo de lo que se dirá en la siguiente estrofa.

La última estrofa es una condensación sémica: se aglutina la significación del sueño, siendo, por esta razón, una interpretación de las tres estrofas precedentes. Aquellos elementos no hacen más que ser signos o metáforas de Dios, apuntan hacia él y lo revelan : la fontana, la colmena y el sol se traducen en Dios en los dos últimos versos: "era Dios lo que tenía / dentro de mi corazón". De este modo arribamos al centro del sueño (a qué se refiere, de qué se trata) y al centro teológico (Dios) que se haya circunscrito en el centro antropológico (el corazón humano). Después de revelarse el objeto del sueño no se dice más, ahí acaban las palabras, evocando con ello en carácter inefable de la divinidad. Este recorrido se ha llevado a cabo mediante un proceso creciente-ascendente que va desde lo mineral (agua), lo animal (colmena-abejas), lo cosmológico (el sol) hasta lo teológico (Dios), contenidos en lo antropológico (el corazón humano). Estas imágenes parecen apuntar a la fluidez de la vida, al trabajo organizado y a la iluminación como centro racional y explicativo de la existencia que se alcanza en Dios como centro de la vida y de los sentimientos del yo lírico, después del cual no existe explicación alguna: la palabra humana termina al encontrarse con Dios. Este Dios recluido en el corazón humano es una experiencia personal, íntima, intraducible e intransmisible. Nadie más puede beneficiarse de esa experiencia, excepto el lector de una manera mediata. Esto es, las experiencias de primer orden son exclusivas del yo lírico quien trasmite únicamente lo que ha sucedido en sí y no lo que se lleva a cabo en un rito.

1.2. El Dios soñado de Proverbios y cantares

Dada la importancia que se le otorga al sueño en los poemas que no tienen que ver con Dios, he escogido de Proverbios y cantares cuatro segmentos cuyo eje estructural es una experiencia onírica del yo ante Dios. Predomina en ellos la especularidad, la ciclicidad y la reversibilidad de los elementos involucrados: en algunos casos el yo será sujeto y en otros objeto de la experiencia de Dios por medio del sueño. El análisis de estos segmentos permite establecer relaciones y diferencias sobre la concepción de Dios entre estos textos y el poema LIX. Leamos y analicemos los segmentos del poema CXXXVI.

Ayer soñé que veía

a Dios y que a Dios hablaba; y soñé que Dios me oía...

Después soñé que soñaba (XXI, p. 238).

En los tres primeros versos, la experiencia onírica viene a colmar el vacío que experimenta el yo lírico en su imposible relación con Dios. Mientras que en la vida cotidiana Dios aparece ausente, invisible, inalcanzable y sordo, la experiencia onírica lo hace presente, visible, asequible y atento a la voz humana. El sueño salva el abismo que separa al hombre de Dios. Pero el sueño se nos presenta como un laberinto de sueños o como un sueño dentro de otro, como luego aparece en textos de Borges. El segmento cierra con "después soñé que soñaba", lo cual no sólo evoca "la vida es sueño y los sueños, sueños son", sino que nos coloca ante un mecanismo de lectura que sirve para develar la ilusión.

La expresión "soñé que soñaba" nos devuelve al tiempo anterior y nos inscribe en una circularidad o en una especularidad en la que un sueño sirve de marco a otro: el yo lírico, como sujeto del sueño inicial, termina siendo objeto en el sueño posterior. Desde la perspectiva del yo, existe otro yo que ejecuta el sueño que el yo sueña, no como un acto de confirmación de lo soñado "ayer", sino de develamiento o desenmascaramiento de lo soñado. El antes y el después son categorías temporales opuestos, pero además estrategias que sirven, la primera para compensar las añoranzas y las nostalgias del yo en su relación con la divinidad, y la segunda como medio develador de la ilusión pasada. En consecuencia, el texto no requiere de un recurso racional para explicar la imposible relación yo-Dios, sino que el mismo sueño posterior sirve para desmontar el sueño anterior.

El segmento que sigue nos ubica ante una experiencia universalizante con la que todo hombre tendría que responsabilizarse individualmente y no de manera colectiva o masiva:

Todo hombre tiene dos batallas que pelear:

en sueños lucha con Dios; y despierto, con el mar (XXVIII, p. 239).

Estamos ante la experiencia onírica y la experiencia diurna, y también señala los cometidos de cada una de estas experiencias: luchar con Dios de noche y con el mar de día. Llama la atención el hecho de que la batalla con Dios se lleve a cabo en sueños y no despierto: tal vez porque la experiencia onírica permita saltar las fronteras que la razón impone al conocimiento o a la meditación. La ubicación de la lucha con Dios en los sueños supone también que es una batalla a solas, en solitario, en soledad: es una lucha personal, sin mediación alguna de ritos ni de otras potencias temporales. Parece que la relación con Dios sólo es posible en un estado de inconciencia y nunca bajo las luces de la razón. Esta misma prerrogativa vertebra la experiencia onírica del siguiente segmento:

Soñé a Dios como una fragu

de fuego que ablanda el hierro,

como un forjador de espadas,

como un bruñidor de aceros,

que iba firmando en las hojas

de luz: Libertad. – Imperio

 (XXXIII, pp. 240-24 1).

El sueño nos pone ante un Dios fragua, forjador y bruñidor y ante un hombre hierro, espada y acero. El poder divino aparece asociado al fuego que ablanda y derrite, y a un herrero que amolda, pule y sella su obra. Se presenta la experiencia divina como abrasadora, purificadora y acrisoladora del alma, capaz de imprimir en aquello que cae en sus manos dos valores antagónicos e interdependientes: libertad e imperio. Se pone de relieve cómo ante el poder absoluto de Dios no existe nada que no se pueda doblegar, forjar, pulir, marcar. El hierro, la espada y el acero aparecen como metáforas de los seres que pueden ser doblegados por el ardiente poder de Dios que todo lo ablanda y somete [7].

Dios es configurado no sólo como horno, como continente de los elementos que alberga y sobre los que ej erce su poder, sino también como sujeto que ejerce el oficio de herrero, experto en metales: Él es el fundidor y el aquilatador, pero también quien pone el sello, la marca, en sus criaturas. Nótese que la presencia de Dios es explícita, mientras que lo humano sólo aparece como sujeto soñador y metaforizado en hierro, espada y acero. Pero este proceso metaforizador, a la vez que vela-encubre el carácter moldeable, maleable y dúctil de lo humano frente al poder de Dios, pone de relieve la escasa resistencia que lo humano ej erce en manos de este Dios, ya no alfarero, sino herrero que marca sus criaturas con dos palabras enigmáticas: libertad e imperio.

Para cerrar este apartado, analicemos un último segmento:

Anoche soñé que oía

a Dios, gritándome: ¡Alerta!

Luego era Dios quien dormía,

y yo gritaba: ¡Despierta!

(XLVI, p. 244).

En primer lugar, el texto nos ubica ante el binomio dormido / despierto, como en los restantes segmentos que hemos analizado, a la vez que nos remite al juego especular lo humano dormido / lo divino despierto en los dos primeros versos, que desemboca en lo divino dormidoido / lo humano despierto en los dos últimos, dándonos la sensación de haber transitado por una banda de Moebius en la que el adentro y el afuera se fusionan : los límites del dormido y del despierto, del soñado y del soñador se pierden a la vez que se alternan. Con esta circularidad también se pone de manifiesto el juego del vigilante y del vigilado y la del vigilado y la del vigilante. En los dos primeros versos es Dios quien vela-vigila y el yo lírico el que duerme, mientras que en los dos restantes es Dios quien duerme y el yo quien vigila- vela. En esta suerte de espejo se muestra que Dios no siempre es el gran ojo que vigila y se mantiene alerta ni que el ser humano sea el que siempre duerme y Dios vela por él, sino que los papeles se intercambian: se da una recíproca vigilancia que se alterna con descansos de una y otra parte [8].

Estos fragmentos del poema CXXXVI guardan estrecha relación con el poema LIX, dado que todos están atravesados por la experiencia onírica y el objeto soñado es Dios. Pese a la similitud, existe una diferencia en el tratamiento del problema humano y divino. Mientras que la experiencia de lo divino en el poema LIX es armónica, secuencial y creciente, en los segmentos del poema CXXXVI posee un carácter crítico, polémico y circular, en tanto Dios no es el fin de la palabra humana, sino el motivo por el cual se pronuncia. En otras palabras, en el poema LIX el yo lírico queda mudo y guarda silencio una vez que revela que lo soñado es Dios; en cambio, en los segmentos del poema CXXXVI aquella gradación creciente hasta llegar a Dios se ha eliminado, dada la brevedad de los segmentos, y se entra de lleno al problema de un modo polémico y crítico: unas veces Dios seguirá siendo el distante, el silencioso y el indiferente ante la voz humana y en otras ocasiones aparecerá como el que deja de velar por la humanidad mientras que ésta se convertirá en guardiana y centinela de Dios. De esta manera el sueño nos modela una imagen diferente de Dios y del yo lírico.

2. Hacia una teología desde la agonía

Para abordar el problema de la teología de la agonía he escogido el poema CLXX, denominado "Siesta" y dedicado a la memoria de Abel Martín. En análisis de este poema nos servirá de enlace para una lectura del Dios escondido.

CLXX

Siesta

EN MEMORIA DE ABEL MARTÍN

Mientras traza su curva el pez de fuego,

junto al ciprés, bajo el supremo añil,

y vuela en blanca piedra el niño ciego,

y en el olmo la copla de marfil

5    de la verde cigarra late y suena,

honremos al Señor

-la negra estampa de su mano buena­

que ha dictado el silencio en el clamor.

Al Dios de la distancia y de la ausencia,

10  del áncora en el mar, la plena mar. ..

Él nos libra del mundo -omnipresencia-,

nos abre la senda para caminar.

Con la copa de sombra bien colmada,

con este nunca lleno corazón,

15   honremos al Señor que hizo la Nada

 y ha esculpido en la fe nuestra razón (p. 372).

"Siesta" está organizado en tres estrofas. La primera consta de ocho versos y las dos de cuatro. La rima es asonante: entre los versos impares y entre los pares. El texto explota una situación cotidiana para reflexionar sobre un problema esencial en la producción de Machado: Dios. El esquema conceptual sobre el que se construye la propuesta es: mientras sucede tal cosa, hagamos tal otra por esta razón. En tal sentido, la simultaneidad es la técnica predominante, cuestión marcada por el adverbio temporal "mientras" (v. 1) y la exhortación "honremos al Señor" (vv. 6 y 15).

El título ("Siesta") y  la dedicatoria (“A la memoria de Abel Martín") reafirman la simultaneidad al poner en un mismo plano el sueño y la muerte, tópico entre los intelectuales de la Generación del 98 [9]. Título y dedicatoria asocian el descanso y la muerte. Esta aproximación se sostiene en el poema por medio de una serie de palabras e imágenes simbólicas muy propias de la poética de Machado: "ciprés", "blanca piedra", "niño ciego", "cigarra", "sombra" y "vacío". También se alude a la muerte por medio de la posición supina de quien hace la siesta y contempla el cielo y las copas de los árboles y se vuelve todo oído para la música del universo.

Desde la primera estrofa nos encontramos con una oposición básica de la que se deriva una serie de binomios que refuerzan la idea de la vida y de la muerte: arriba / abajo, el mundo celeste / el mundo terreno, lo divino / lo humano, la vida / la muerte. Para enfatizar sobre la transitoriedad del tiempo se utilizan dos imágenes, una visual y otra auditiva: "Mientras traza su curva el pez de fuego" (v. 1) "y en el olmo la copla de marfil / de la verde cigarra late y suena" (vv. 4-5). El adverbio "mientras" no sólo está para referirse a las acciones simultáneas que se realizan, sino también para remitir a la existencia de dos tiempos, uno de orden cosmológico y natural y otro de orden existencial y humano: el breve tiempo que nos queda debe ser aprovechado para contemplar el universo y para honrar a Dios.

En este cuadro espacio-temporal se enmarca la exhortación "honremos al Señor". Al tiempo de las cosas naturales (sol y cigarra) se le añade el tiempo humano de la siesta convertido en contemplación y en exhortación. A primera vista pareciera que muchos son exhortados a honrar a Dios. Pero sabemos que en los poemas reflexivos de Machado el otro no es sólo un asunto exterior al yo lírico [10], sino también interior a éste, como se presenta en el poema CLXI, en el que el yo lírico advierte: "Mas busca en tu espejo al otro, / al otro que va contigo" (IV, p. 289) y "Con el tú de mi canción / no te aludo, compañero: / ese tú soy yo" (L, p. 297). Si nos atenemos a estos versos, podríamos interpretar la exhortación "honremos al Señor", al menos de tres maneras : a. como si se dirigiera a ese otro que habita al yo; b. como si se tratara de una apelación a quien se le dedica el poema, Abel Martín (lo cual nos permitiría volver a la lectura que equipara siesta con muerte), y c. como si se invitara al lector a unirse a honrar a Dios mientras se descansa.

Si el llamado se le hace al muerto, el hablante lírico se vendría a equiparar a Abel Martín: el yacer debajo o encima de la tierra permitiría contemplar el universo y pensar en Dios. Ahora bien, ¿qué mecanismo retórico emerge de equipararse con un muerto e invitarlo a honrar a Dios? Estamos ante una ironía, dado que se solicita honrar a un Dios que nos ha entregado la Nada. Después de la primera exhortación (v. 6) encontramos una serie de atributos divinos que lo perfilan negativamente: Dios es un ser distante y ausente, dictador

del  silencio,  hacedor de  la  Nada  y  esculpidor de  la fe.  Las  únicas acciones positivas que se le atribuyen son: "Él nos libra del mundo -omnipresencia-, / nos abre senda para caminar" (vv.  11 -1 2). No se nos habla de un Dios presente, cercano, compañero y amoroso. Tampoco estamos ante la imagen del Dios íntimo y del corazón del poema LIX, sino ante un Dios exterior y objetivo. Esta idea de un Dios silencioso y distante y de un ser humano solitario en el camino es bien recurrente en la poética de Machado, máxime si el yo lírico se encuentra ante una experiencia de agonía o de muerte [11].

Hay algunos factores verbales y rítmicos del poema CLXX que ll evan a una minuciosa lectura. En la primera estrofa se da una alternancia tiempo-espacio entre los versos impares y los pares: los primeros poseen verbos que dan la idea de actividad, movimiento, acción (traza, vuela, late y suena) y los segundos se refieren a expresiones espaciales que remiten a la quietud y a la contemplación (junto al ciprés, bajo el inmenso añil, en el olmo). El verso 6 rompe esta secuencia e introduce el tema de lo divino mediante la exhortación "honremos  al Señor". La segunda estrofa continúa con la predicación objetual de Dios relacionada con la distancia y la ausencia. Ahora la acción referida a los elementos naturales de la primera estrofa se trasladan a Dios en beneficio humano: "nos libra" y "nos abre" (VV. 11 - 12). La última estrofa fusiona los actos humanos de "honrar" con los divinos que justifican los primeros: Él "hizo la Nada / y ha esculpido en la fe nuestra razón" (vv. 15 -1 6). Esta última línea nos evoca al Dios fragua, herrero y bruñidor que pone su sello en las criaturas que ya analizamos anteriormente (CXXXVI, XXXIII).

El análisis de la rima muestra las equivalencias por disimilitud presentes en varios versos, no sólo a nivel formal y fónico, sino también a nivel semántico. Tomemos como punto de partida fuego y ciego (vv. 1 y 3), ausencia y omnipresencia (vv. 9 y 11 ) , colmada y Nada (vv. 13 y 15) Y corazón Y razón (vv. 14 y 16). La parej a fuego-ciego nos remite al binomio luz-oscuridad; la pareja ausencia-omnipresencia, al par vacío-plenitud, binomio que se invierte con el par colmada-Nada, y la pareja corazón-razón remite a la intimidad-subjetividad frente a la racionalidad-objetividad [12] . Si reparamos también en el ritmo interno encontraremos que "distancia" y "ausencia" hay rima asonante y sirven para atraer la pareja lejanía-vacío sobre la cual se construye el tópico de la nostalgia y de la añoranza de este Dios buscado y nunca hallado del que habla el poema CLXXXVII fragmento VI [13].

Otros componentes de rima son: Señor-clamor (vv. 6 y 8)   que se ubican dentro de la tónica de la angustia existencial en la que se mueve el yo lírico que busca a Dios y no lo encuentra ni obtiene su voz, sino su ausencia y su silencio [14]. Por otro lado, mar-caminar (vv. 10 y 12) remite a otro tópico relacionado con lo divino: a. se alude a la idea del hombre solo, dejado por el Dios que se ha internado en el mar [15] ; b. la idea de un Dios solidario que abre caminos en el mar para que el hombre lo siga, tal como se aprecia en el poema CXXXVI fragmento "¿Para qué llamar caminos / a los surcos del azar? . . / Todo el que camina anda, / como Jesús, sobre el mar" (p. 234). Este Jesús marino se diferencia del Jesús crucificado y de la agonía adorado por los gitanos. En lugar de cantar a ese Cristo de la agonía, el yo se decide a hacerlo al Jesús marinero:

¡Cantar de la tierra mía, que echa flores

al Jesús de la agonía,

y es la fe de mis mayores!

¡Oh, no eres tu mi cantar!

¡No puedo cantar, ni quiero a ese Jesús del madero,

sino al que anduvo en el mar (CXXX, p. 224).

Volviendo al poema: hay una oposición antitética entre "copa de sombra bien colmada" y "este nunca lleno corazón" (vv. 13 - 14) [16] que remite al binomio lleno/vacío: lleno de sombra, vacío de luz, como se presenta en las imágenes "pez de fuego" (v. 1) y "niño ciego (v. 3) y como se invierte en "ausencia" (v. 9) y "omnipresencia" ( v. 1 1 ). Este juego plenitud / vacío y vacío / plenitud procede de la intervención de Dios que en  el poema abarca los seis versos  del centro (vv. 7- 12). El vacío es una creación divina. Los versos 7 y 15 lo explicitan: "la negra estampa de su mano buena" y "honremos al Señor que hizo la Nada". De este modo, este poema se convertiría en una glosa de la metafísica de Abel Martín a quien se le dedica. Esto es, no sólo es un homenaje a su persona sino también a sus ideas sobre Dios.

Según Abel Martín "Dios no es creador del mundo, sino de la nada" (p. 344). Si Dios es un ser absoluto, "nada que sea puede ser su obra... La nada, en cambio, es, en cierto modo, una creación divina, un milagro del ser, obrado por éste para pensarse en su totalidad" (p. 350). También la metafísica de Juan de Mairena está centrada en estos presupuestos de Martín : "Dios no es el creador del mundo, sino el ser absoluto, único y real, más allá del cual nada es. No hay problema genético de lo que es. El  mundo  es  sólo  un  aspecto  de  la  divinidad; de ningún modo una creación divina ... hablar de una creación del mundo equivaldría a suponer que Dios se creaba a sí mismo" (CLX­VIII, pp. 363-364. El destacado es mío). Según ello, el poeta se distingue del filósofo: mientras que a éste le interesa el problema del ser, el poeta está interesado por el no ser: "Para el poeta, el no ser es la creación divina, el milagro del ser que se es, el fiat umbra a que Martín alude en su soneto inmortal Al gran cero: Borraste el ser, quedó la nada pura. / Muéstrame, ¡oh Dios!, la portentosa mano / que hizo la sombra: la pizarra oscura / donde se escribe el pensamiento".

Este mismo sentido tiene el poema de Mairena: "Dijo Dios : Brote la nada. / Y alzó la mano derecha, / hasta ocultar su mirada; / y quedó la nada hecha" (p. 364).

Así las cosas, el poema guarda estrecha relación con la metafísica de Martín y de Mairena, y además confirmar la concepción de un Dios ajeno, extraño, lejano y ausente de la vida humana. La conjunción entre el tiempo natural y el tiempo humano sirven para materializar la ausencia y el vacío en la relación ser humano-Dios. Las razones por las que se lleva a cabo la relación no son por el carácter presencial de lo ansiado y deseado, sino por la presencia de aquello que lo caracteriza: la distancia, la ausencia, la nada. El que la "copa esté colmada de sombra" y el "corazón nunca lleno" pone de relieve el vacío humano, la carencia y la nostalgia producida por quien "hizo la Nada". Esta sensación de ausencia y de vacío la experimenta Abel Martín en su muerte:

Abel tendió su mano

hacia la luz bermeja

de una caliente aurora de verano,

ya en el balcón de su morada vieja.

Ciego, pidió la luz que no veía.

Luego llevó, sereno,

el limpio vaso, hasta su boca fría,

de pura sombra -¡oh pura sombra!- lleno

(CLXXV, V, pp. 390-39 1).

Cuando su yo pretende llenarse de luz, lo único que lo colma es la sombra. En tal sentido, no estamos ante un acto liberador cuando se exhorta a que "honremos al Señor que hizo la Nada" (v. 15), sino ante un acto de sujeción, dado que ese mismo Dios fue quien "esculpió en la fe nuestra razón" (v. Dios no sólo hizo la Nada, sino que también evitó que lejos de Él encontráramos sentido al vivir. Esta percepción de la vida la encontramos más clara en el poema XXVIII S que analizaremos a continuación. El hecho de que "Él nos libra del mundo -omnipresencia-, / nos abre senda para caminar" (vv.  11-12) nos lleva ante un mundo desierto y solitario frente al cual sólo nos queda caminar, peregrinar, tal como lo expresa el poeta en su "Todo pasa y nada queda, / pero lo nuestro es pasar, / pasar haciendo caminos, / caminos sobre la mar" (CXXXVI, XLIV, p. 243). Y es bien claro que la mar remite a la muerte en la poesía machadiana: "Cantad conmigo a coro: / Saber, nada sabemos. / De arcano mar venimos, / a ignoto mar iremos".

3.    Un Dios que juega a las escondidas

XXVIII S

TRES CANTARES ENVIADOS A UNAMUNO EN 1913

              1

Señor, me cansa la vida,

tengo la garganta ronca

de gritar sobre los mares,

la voz de la mar me asorda.

Señor, me cansa la vida

y el universo me ahoga.

Señor, me dejaste solo,

solo, con el mar a solas.

              2

O tú y yo jugando estamos

al escondite, Señor,

o la voz con que te llamo

es tu voz.

               3

Por todas partes te busco

sin encontrarte jamás,

y en todas partes te encuentro

sólo por irte a buscar (p. 414).

Estos tres cantares forman  un  conjunto de dieciseis versos:  el primero de ocho y los dos restantes de cuatro. El tono   general es el del reclamo, razón por la cual     Dios  es interpelado por el yo lírico abandonado y solitario, sin voz ni consuelo. El primer cantar está centrado en el hastío de la vida que experimenta el yo ante la indiferencia y la soledad con que Dios le ha pagado [17]. En el primer cuarteto el yo se queja de haber obtenido sólo la voz del mar. Sus gritos traen como consecuencia "la garganta ronca" y "la voz de la mar me asorda" (vv. 3-4). El yo lírico termina anulado por el mar [18]: el macrocosmos, el mar, termina aplastando al microcosmos, el yo, como se presenta también en el verso 6: "el universo me ahoga". Se puede sostener que la muerte es el factor evocado y construido por los verbos "asorda" y "ahoga". Los últimos versos de este cantar expresan el estado de abandono, de orfandad y de indefensión en el que se encuentra el yo frente al mundo, frente a lo que parece una de las batallas de las que habla el poema CXXVI, XXVIII, analizado más arriba [19].

El segundo cantar organiza desde la disyunción que expresa la imposible relación-contacto del yo lírico con Dios. Este desencuentro está indicado por dos elementos: el primero lo constituye el juego a escondidas entre el yo y Dios (vv. 1-2), y el segundo por la imposibilidad del yo de tener su propia voz o de no saber con qué voz llama a Dios (vv. 3-4). La idea del juego supone la conjunción, el ponerse de acuerdo entre las partes para alternar la búsqueda y el encuentro, para pactar las reglas del mismo juego. Pero la conjunción "tú y yo", al estar precedida por la di syunción nos ubica en el plano de la comunicación imposible entre las partes. El hecho de que el yo no reconozca su propia voz o no alcance a ser sujeto de la propia voz lo ubica en el ámbito del eco y de la reproducción de una voz ajena por la cual estaría poseído: el hecho de no poder entablar contacto con Dios hace pensar al yo que su voz ya no es su voz, sino la del ser buscado y añorado. De nuevo estamos como después en los mundos laberínticos borgianos, donde los personajes sólo obtienen por respuesta los ecos de sus propias voces.

El último cantar reitera el tema de la soledad humana ante la ausencia-incomunicación de Dios. La existencia del yo se reduce a una paradoja: por un lado la búsqueda sin encuentro y por otro el encuentro por la búsqueda, cuestión que remite a la idea del juego del segundo cantar. La idea de la omnipresencia hace imposible la presencia y el encuentro de Dios : es omnipresente, pero no está en ninguna parte. Mas esa misma omnipresencia hace posible que el yo lo encuentre por el simple hecho de salir a buscarlo: es fácil encontrarlo porque está en todas partes. En los versos 1 y 4 se insiste en la idea de la búsqueda, mientras que los versos 2 y 3 contienen la paradoja de la que estamos hablando: "sin encontrarte jamás, / y en todas partes te encuentro". Esto nos remite al juego antinómico ausencia-vacío / presencia-plenitud: tanto impacta y angustia la ausencia como la presencia. Dios no sólo es espejismo y niebla inasible, sino también una inundación y un fuego que fragua, moldea y sella, como vimos en el poema CXXXVI, XXXIII.

La conjunción vado / plenitud convoca y evoca, construye y sugiere la idea de la soledad sufrida / compañía añorada tanto por ese otro humano como por ese Otro divino. Sobre este ej e gira toda la poesía de Machado y este poema viene a materializar el problema de la otredad. Por otro lado, la idea de que "la voz del mar me asorda" y "el universo me ahoga" de los versos iniciales del primer cantar no sólo remiten a la visión del hombre solo frente al mar y el universo, sino que también aluden a la idea de impotencia ante el mundo superior e inferior: aplastante se presenta el universo y el mar como un ser devorador de la vida y silenciador de la voz del yo lírico. Cuando el yo se dirige a Dios, no se lo reconoce ni se le responde, porque la voz del hablante ha sido inutilizada o desactivada por el mar. Tal vez aquí adquieran sentido las palabras del poema CLXI, XLIV: "No desdeñéis la palabra; / el mundo es ruidoso y mudo, / poetas, sólo Dios habla" (p. 296. El destacado es mío). O sea, ante Dios sólo queda el silencio.

Jorge Ramírez Card [1], en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   Universidad Nacional de Costa Rica

2.   Antonio Machado. Poesías completas. Soledades, Galerías, Campos de Castilla. Ed. de Manuel Alvar (Madrid: Espasa-Calpe. 1999) 414. Todas las referencias se tomarán de esta edición de ahora en adelante se indicarán las páginas entre paréntesis después de la cita.

3.   Antonio Sánchez B arbudo, Estudios sobre Unan/uno Machado (Madrid: Guadarrama, 1959) 234.

4.   Podrá constatarse en la Biblia que Dios se revela predominantemente en sueños a quienes ha escogido para alguna misión especial. Esto es así tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamentos.

5.   En su "Prólogo" a Sall Malluel Buello, mártir y tres historias más, dice Unamuno: “¿ y qué es la historia humana sino un sueño de Dios? ... somos un sueño de Dios y... nuestra historia es la que por nosotros Dios sueña ... Lo peor sería que Dios se durmiese a dormir sin soñar, a envolverse en la nada" (Madrid: Espasa-Calpe, 1979), pp. 14-15 . En Niebla ya había planteado este problema en relación con el escritor-creador de criaturas y de personajes: del mismo modo como morirá el personaje ficcional porque su creador así lo ha decidido, del mismo modo las criaturas humanas morirán porque Dios dejará de soñarles (Niebla. Madrid: Espasa-Calpe, 1971) 1 54.

6.   En Galerías abre con un poema que señala: "Poetas, con el alma / atenta al hondo cielo, / en la cruel batalla / o en el tranquilo huerto, / la nueva miel labramos / con los dolores viejos, / la veste blanca pura / pacientemente hacemos, / bajo el sol bruñimos / el fuerte arnés de hierro" (LXI, pp. 132- 133).

7.   Recuérdese aquí que en su agonía, Abel Martín experimenta esa blandura frente al poder distante de Dios: "¡Oh, sálvame, Señor! / Su vida entera, / su historia irremediable aparecía / escrita en blanda cera. / ¿Y ha de borrarte el sol del nuevo día?" (CLXXV, V, p. 390). La proximidad de Dios es equiparada a la cercanía del sol en el mito de Ícaro queriendo volar bien alto con sus alas de cera.

8.   Estos fragmentos guardan estrecha relación con algunos que encontramos en Cancionero apócrifo, particularmente con el poema CLXXV, fragmento IV: "Viví, dormí, soñé y hasta he creado -pensó Martín ya turbia la pupila- / un hombre que vigila / el sueño. algo mejor que lo soñado. / Mas si un igual destino / aguarda al soñador y al vigilante / a quien trazó caminos / y a quien siguió caminos. jadeante / al fin sólo es creación tu pura nada / tu sombra de gigante / el divino cegar de tu mirada" (p. 390).

9.   Por ejemplo. Unamuno, en Niebla y en San Manuel Bueno Mártir; trata el tópico, extraído de La vida es sueño, de Calderón de la Barca.

10.    Tal como se aprecia en el poema CLXI: "Busca tu complementario. / que marcha siempre contigo / suele ser tu contrario" (XV, p. 29 1).: "Busca en tu prójimo espejo; / pero no para afeitarte, / ni para teñirte el pelo" (XXXIX) 295 ): "Enseña el Cristo: a tu prójimo / amarás como a ti mismo, / mas nunca olvides que es otro" (XLII, p. 296). Ya Campos de Castilla se abría con una clara propuesta de otredad: "Converso con el hombre que siempre va conmigo / -quien solo espera hablar a Dios un día-; / mi soliloquio es plática con este buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía" (XCVII, p. 151).

 

11.    " Sólo el si lencio y Dios cantan sin fi n" (CLXXIl, V, p. 379): "iOh distancia, distancia!, que la estrella! que nadie toca, guía.. .! Antes que llegue, si me llega, el Día, !la luz que ve, increada,! ahógame este mala gritería, !Señor, con las esencias de tu Nada" (CLXXV, 1: "Aquella noche supo Martín de soledad:

pensaba !que Dios no le veía,! y en su mundo desierto caminaba" (CLXXV, I1, p. 389). Esta tónica ha persistido desde el principio: "Señor, ya me arrancaste lo que más quería. / Oye otra vez, Dios, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar" (CXIX, p. 212).

12.    Para la confrontación corazón / razón remito al poema CXXXVII. VII: " Dice la razón: Busquemos / la verdad. / Y el corazón: Vanidad. / La verdad ya la tenemos. / La razón: ¡Ay, quién alcanza / la verdad! / El corazón : Vanidad. / La verdad es la esperanza. / Dice la razón: Tú mientes. / Y contesta el corazón : / Quien miente eres tú. razón. / que dices lo que no sientes. / La razón : Jamás podremos / entendernos. corazón. / El corazón: Lo veremos" (p. 249).

13.    "El Dios que todos lIevamos, / el Dios que todos hacemos. / el Dios que todos buscamos / y que nunca encontramos. / Tres dioses o tres personas / del solo Dios verdadero" (p. 249). De este mismo Dios escondido o perdido se nos hablaba ya en el poema LXXVII. en el que el yo lírico va errático, olvidado, solitario y extraviado "buscando a Dios entre la niebla" (p. 140).

14.    Como sucede en el poema CXIX: "Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. / ... Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar" (p. 2 1 2).

15.    Como se presenta en el poema CI ("'El Dios ibero") " Este que insulta a Dios en los altares, / no más atento al seño del destino, / también soñó caminos en los mares / y dijo: es Dios sobre la mar camino" (p. 154).

16.    El poema CXXXII cuestiona la presencia de Dios en un convento, como metáfora del cuerpo en la que se supone mora el espíritu: "Pasamos frente al atrio del convento / de la Misericordia  / blancos muros, los cipreses negros ! ¡Agria melancolía / como asperón de hierro / que raspa corazón! ¡Amurallada / piedad, erguida en este basurero! .. .  / Esta casa de Dios, decid hermanos. / esta casa de Dios, ¿qué guarda dentro?" (p. 228). Sugiere el texto la vaciedad y la ausencia de Dios en aquel espacio, similar a la ausencia y la vaciedad que experimenta el yo en sí mismo.

17.       El problema del hastío vincula a Machado con la Generación del 98, particularmente con la perspectiva unamuniana. La vida aparece "hecha de dolor y sed" (XVIII, p. 1 (0), de "soledad y hastío" y el Universo "con un irremediable bostezo universal" (XLIX, pp. 122- 123); el tiempo también está lleno de hastío: "un día es como otro día; / hoy es lo mismo que ayer" (LV, p. 128). Estos versos contrastan con los del poema LVII. 1: " ¿cuándo ha de volver / lo que acaba de pasar? / Hoy dista mucho de ayer. / ¡Ayer es Nunca jamás!" (p. 128).

18.       La imagen de los ríos que van a dar a la mar es recurrente en la poesía de Machado. En este poema de nuevo aflora esa idea. Menciono unos versos evocados por estos que analizamos: "Él [poeta] sabe que un Dios más fuerte / con la sustancia inmortal está jugando a la muerte, / cual niño bárbaro. Él piensa / que ha de caer como rama que sobre las aguas flota, / antes de perderse, gota / de mar, en la mar inmensa" (XVIII, p. 100). Ya en el poema XIII, el yo se preguntaba: "¿Qué es esta gota en el viento / que grita al mar: soy el mar?" (p. 97).

19.       19 Nos recuerdan estos versos el poema CXIX: "Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. / Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar" (p. 212).

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José Luis Caravias

Jesús había mostrado, con su vida y con su palabra, el amor sin límites del Padre Dios. Cumplir la voluntad de su Padre había sido el ideal de su vida. El Reinado de Dios fue el centro de su predicación. Pero contrariamente a lo que se podía esperar de él (Lc 24, 21), murió ajusticiado, preguntando: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34). ¿Abandonó verdaderamente Dios a Jesús? ¿Fue la muerte más fuerte que su fe y su amor? ¿Sería la muerte y no la vida la última palabra de Dios sobre el destino de Jesús de Nazaret? ¿Qué queda de esa pretensión suya de conocer al Padre y de ser reconocido y amado como Hijo?

1. Dios resucitó a Jesús de entre los muertos

A pesar del fracaso humano, desde su radical, brutal soledad, Jesús clamó la más impresionante fórmula de fe desnuda: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). Moría, pues, esperando en Dios, esperanzado más allá de cualquier posible esperanza y desesperanza. Fue entonces cuando el Padre dijo la última palabra, la definitiva: un "sí" rotundo y absoluto a la vida y a la predicación de Jesús. Jesús siempre había confiado en Dios; tenía la conciencia de que, pasara lo que pasara, estaba en manos de su Padre. Suceda lo que suceda, el "tercer día", está en manos de Dios. Jesús contaba con que, antes de su muerte, en ella o después, su vida sería renovada: "al tercer día", o sea, al final de todo, el Dios de la salvación tendría la última palabra. Y así fue.

La muerte había puesto fin a la comunión de vida entre los discípulos y el Jesús histórico. Los discípulos se desanimaron en extremo y en cierto modo abandonaron al Maestro. Pero unos días después, ellos mismos anunciaron con todo descaro, sin miedo, que Jesús había resucitado de entre los muertos: "Ustedes, por manos de paganos, lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte" (Hch 2, 23-24). "Mataron al autor de la vida, pero Dios lo resucitó" (Hch 3, 15).

Los mismos apóstoles, antes temerosos, se ofrecen a sí mismos como testigos de este hecho inaudito: "Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día, e hizo que se dejara ver, no de todo el pueblo, sino de los testigos que él había designado, de nosotros, que hemos comido y bebido con él después que resucitó de la muerte" (Hch 10, 40-41). Hasta hacen curaciones en nombre del Resucitado y lo justifican con toda claridad: "Quede bien claro... que ha sido por obra de Jesús Mesías, el Nazareno, a quien ustedes crucificaron y a quien Dios resucitó de la muerte" (Hch 4, 10).

La realidad de que Jesús está vivo llena a plenitud la vida de los primeros cristianos. Son numerosas las manifestaciones de esta fe. Las encontramos con frecuencia a lo largo de todo el Nuevo Testamento. Algunos de estos actos de fe son anteriores a la misma redacción del Nuevo Testamento. Veamos algunos de ellos.

Las palabras que dicen los discípulos a los que vuelven de Emaús, seguramente son sacadas por Lucas de una fórmula tradicional conocida por todos: "¡Es verdad!: ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Lc 24, 34).

Aproximadamente unos diez años después de la ejecución de Jesús, corría ya por las comunidades cristianas un "credo" oficial en el que confesaban la resurrección. Lo encontramos así en San Pablo: "Lo que les transmití fue, ante todo, lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras..." (1Co 15, 3-5). El ritmo de la fórmula denota que se trataba de un canto o un rezo habitual, ya antiguo, pues Pablo escribe hacia el año 55 haciendo alusión a su visita anterior que fue el 51. La fórmula podría ser del 40, o quizás del 35. Pablo no trata de demostrar que Jesús ha resucitado; sólo les recuerda esta buena nueva en la que han creído y les razona a partir de esta fe.

La formulación más antigua del mensaje pascual podría resumirse así: "Dios resucitó a Jesús de entre los muertos". Tal vez esta es la voz de la fe pascual en estado naciente. Se piensa que así expresaban los cristianos su fe desde los orígenes y de forma unánime. Veamos algunos textos más: "Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre..." (Rm 6, 4). "Tenemos fe en el que resucitó de la muerte a Jesús Señor nuestro..." (Rm 4, 25). "Si tus labios profesan que Jesús es Señor y crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás" (Rm 10, 9). En otro texto para decir en qué consiste la conversión cristiana, Pablo utiliza una antigua confesión de fe, que recoge la misma fórmula que la anterior: "Servir al Dios vivo y verdadero, y aguardar la vuelta desde el cielo de su Hijo Jesús, al que resucitó de la muerte..." (1Ts 1, 10).

Además de las fórmulas de fe existen en los textos neotestamentarios diversos himnos en los que se aclama en Jesús al Señor glorificado por Dios. Veamos el más importante de ellos.

"Por eso Dios lo encumbró sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título; de modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11).

2. El hecho de la Resurrección

¿En qué se fundamenta esta fe tan firme de los primeros cristianos? Nadie vio directamente el hecho de la resurrección de Jesús, pues se trata de un hecho que está más allá de la historia, tras la muerte, en la eternidad. Es un hecho sólo captable en la fe. Jesús no volvió a la vida espacio-temporal que tenía antes, como Lázaro o el joven de Naín.

Lo que sucedió no fue la reanimación de un cadáver, sino la radical transformación de la realidad terrestre de Jesús. Al resucitar, no recibe ya la misma vida de la que disfrutó durante su existencia terrena. Resucitar no equivale a recobrar la vida perdida, sino a disfrutar la vida en plenitud, la vida plena, que se sustenta con la fuerza de Dios. En ese momento Jesús recibió, sin ninguna limitación, la vida que le correspondía en cuanto Dios. Al morir, Jesús "pasa al Padre", se sumerge en la vida del Padre, libre ya de toda limitación que hasta ese momento lo circunscribía a un solo lugar y a un solo tiempo.

La resurrección de Jesús pertenece, pues, a los dominios exclusivos de la fe, no constatable en sí misma por la experiencia humana. No existe ojo humano capaz de percibir directamente la vida plena que fluye de Dios, que es la vida nueva del Resucitado.

La resurrección de Jesús tiene una conexión con la historia. Se trata de algo realmente acontecido, cuyo protagonista fue Jesús muerto. Sin embargo, el suceso rebasa por todas partes el puro plano histórico. La fuerza divina infundida a Jesús muerto jamás podrá ser controlada por las ciencias experimentales. Supera los horizontes de la historia, está más allá de la historia, aunque ciertamente tiene una influencia decisiva en el proceso de la historia humana. Pero para captar su contenido no basta apoyarse en datos históricos; es preciso recurrir a la fe, fe que se nos da precisamente gracias al Resucitado.

La fe, pues, nos hace afirmar que Jesús vive hasta hoy y para siempre. Para ser fieles al Nuevo Testamento esta afirmación ha de extenderse también a la resurrección corporal de Jesús. El ser de Jesús ha sido devuelto personalmente y por entero a la vida sin fin. El Resucitado es el mismo Jesús de Nazaret, pero un Jesús plenamente realizado en la gloria. El alma inmortal de Jesús volvió a tomar su cuerpo, con la particularidad de que, aunque parezca tener una supervivencia que presenta analogías con la vida terrestre, este cuerpo está dotado de propiedades que le hacen escapar a la condición material y mortal.

Ciertamente Jesús fue glorificado en su cuerpo histórico; por ello Cristo glorioso asumió su cadáver, como parte que era de su cuerpo histórico. El modo preciso como lo recuperó escapa a nuestro entendimiento. Tras la resurrección este cuerpo de carne y hueso se transformó por completo en puro instrumento para su persona, sin limitación de espacio, de tiempo, ni de materia. El cuerpo puesto en el sepulcro no volvió al universo físico-químico al que pertenecía; fue asumido plenamente por Cristo vivo que transforma el universo integrándolo en él. Querer precisar más es aventurarse en el terreno de la hipótesis, olvidando que la resurrección es objeto de fe y no de ciencia. El interés de la fe en Cristo resucitado va por otro camino.

¿De dónde nació la fe en Jesús resucitado? Ningún evangelista apoya esta fe en el hecho del sepulcro vacío. El sepulcro vacío no era más que una invitación a la fe. Pero nunca fue presentado como una prueba.

Lo que realmente dio origen a la fe fueron las apariciones. Cuántas fueron las apariciones del Resucitado, su lugar exacto y quiénes fueron los privilegiados es difícil de determinar históricamente. En cuanto al modo de estas apariciones, los Evangelios nos transmiten los siguientes datos: Son descritas como una presencia real y carnal de Jesús. El come, camina con los suyos, se deja tocar, oír y dialoga con ellos. Su presencia es tan real, que puede ser confundida con la de un viajero, con un jardinero o con un pescador. Pero al mismo tiempo su presencia tiene algo de nuevo, pues no se le reconoce a primera vista, atraviesa paredes, aparece y desaparece de pronto. El resumen de este mensaje podría ser: es él mismo, está vivo, pero de otro modo.

La fe, pues, en la resurrección, es el fruto del impacto recibido por los apóstoles ante las apariciones del Señor vivo. Esos hombres, torpes y acobardados, no podrían haber inventado aquello. Los discípulos de Jesús son sinceros cuando nos aseguran haber tenido la certeza realmente de haber visto a Jesús después de su muerte pleno de nueva vida. Sin la realidad de las apariciones y la fe que nació de ellas, jamás hubieran podido predicar la resurrección del Crucificado. Sin "ese algo" que aconteció en Jesús, jamás hubiera existido la Iglesia, ni culto, ni alabanzas a este profeta ajusticiado; no hubiera existido esa multitud de hombres y mujeres que en aquel tiempo derramó su sangre por la fe en el Resucitado. No es la fe de los discípulos la que resucitó a Jesús, sino que es el Resucitado quien provoca la total e inesperada sorpresa, y quien les lleva a creer en él tan plenamente que no dudarán en morir afirmándolo. Era algo superior a ellos: "Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído" (Hch 4, 20).

3. La Resurrección confirma la verdad del dios de Jesús

El misterio pascual pone al descubierto la alternativa de las divinidades. Los dioses de la opresión dan muerte a Jesús y el verdadero Dios lo resucita, lo devuelve a la vida, a la vida en plenitud.

Del escándalo de la cruz ha surgido la novedad de lo imposible. Los discípulos entendieron la absoluta novedad que tenía para ellos el hecho de que Dios hubiera resucitado a Jesús de entre los muertos. Esa absoluta novedad experimentada en ellos hace que se formule en la Iglesia primitiva la fe en Dios, su aceptación de Jesús y su esperanza del Reino de Dios. Lo que hay de imposible en esa novedad hace que desde la resurrección de Jesús acepten la suprema e irrevocable revelación de lo que es Dios, lo que es Jesús, y lo que son ellos mismos. De ahí que paulatinamente fuesen formulando esa novedad como Dios Padre, Hijo y Espíritu, como veremos en el próximo capítulo.

Los discípulos afirman que la cruz no fue el final de Jesús: él "vive" y ha sido "exaltado" a la gloria del Padre. De esta forma afirman que la vida y la causa de Jesús fue verdadera, y que aquello de lo que Jesús hablaba, Reino de Dios y Dios del Reino, no pueden ser entendidos sin Jesús. Puesto que Cristo triunfó, ha de triunfar también el proyecto por el que entregó su vida. La resurrección habla de la verdad del "camino" de Jesús; de la verdad del amor sufriente, del amor servicio. Autentifica la cruz. Realiza el triunfo del amor.

Por la resurrección Dios se muestra fiel a Jesús. Es realmente el Padre que no abandona definitivamente al Hijo, sino que lo acoge en absoluta cercanía. Dios triunfa sobre la injusticia, pues resucita a quien "ustedes asesinaron" (Hch 2, 23); por una vez, y plenamente, la víctima triunfa sobre el verdugo. Dios muestra su poder no ya sólo sobre la nada, como en la creación; sino también sobre la muerte. Desde aquel momento Dios adquiere una nueva definición: Dios es "el que resucitó de la muerte a Jesús" (Rm 4, 24); y, universalizando la definición: "El que da vida a los muertos y llama a la existencia a lo que no existe" (Rm 4, 17).

En el misterio pascual aparece la dialéctica dentro de Dios: fidelidad a la historia entregando a Jesús y poder sobre la historia resucitándolo; un amor eficaz en la resurrección y un amor creíble en la cruz.

Lo que revela a Dios no es ni sólo el abandono de Jesús en la cruz, ni sólo su acción en la resurrección, sino la fidelidad de Dios a Jesús en estos dos acontecimiento unidos. Lo que revela a Dios es la resurrección del Crucificado, la cruz del Resucitado. Esta dualidad de aspectos es la que permite conocer a Dios como proceso abierto, y la que permite dar, sin banalizarlo, el nuevo y definitivo nombre de Dios: "Dios es amor" (1Jn 4, 8.16). Sin la resurrección el amor no sería el auténtico poder: sin la cruz el poder no sería amor.

Dios se sigue revelando en la historia a través de esta dialéctica y por ello no desaparece su misterio, ni su nombre es todavía absolutamente definitivo. Sólo al final, cuando haya desaparecido el último enemigo, la muerte, "Dios lo será todo para todos" (1Co 15, 28); cuando aparezca "un cielo nuevo y una tierra nueva", donde "ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, pues lo de antes ha pasado" (Ap 21, 1.4). Dios sigue presente en la historia y a la manera histórica; pero a través de la resurrección de Jesús ha inaugurado ya la realidad definitiva y ésta se ha convertido en promesa irrevocable para todos.

En la resurrección de Jesús aparece la verdad del mismo Jesús: ¡El es verdaderamente el Cristo y el Hijo! Esto es lo que afirma el Nuevo Testamento de muy diversas formas. Durante su vida terrena Jesús aparece íntimamente relacionado con el Padre y con su Reinado; en su resurrección se revela hasta lo más profundo lo que es Dios y el Reino. Esa profundidad es tan nueva y tan radical, que no puede ser ya pensada ni existir sin Jesús. Jesús pertenece absolutamente a Dios y al Reino. Pertenece realmente a Dios (divinidad) y Dios se manifiesta realmente en Jesús (humanidad).

4. El que resucita es el Crucificado

Queremos insistir en una verdad fundamental para nuestra fe: el Resucitado no es otro que Jesús de Nazaret crucificado. Esta es una verdad fundamental porque fundamenta la realidad de la resurrección y, de ahí, cualquier interpretación teológica de ella.

Ya vimos al comienzo de este capítulo cómo los discípulos unen casi siempre la doble realidad muerte-resurrección. Dios resucita al Crucificado. Dan gran importancia a la identificación de quién ha sido resucitado por Dios. El Resucitado es precisamente el hombre que predicó la venida del Reino de Dios a los pobres, denunció y desenmascaró las falsas divinidades, fue por ello perseguido, condenado a muerte y ejecutado, y mantuvo en todo ello una radical fidelidad a la voluntad de Dios y una radical confianza en el Dios a quien obedecía. Quien así ha vivido y quien por ello fue crucificado, ha sido resucitado por Dios, precisamente como respuesta de Dios a la acción criminal e injusta de los hombres. Es el triunfo de la justicia de Dios.

Por ello podemos afirmar, junto con San Pablo, que lo definitivamente diferencial del cristianismo es literalmente "Jesús, el Mesías, y éste crucificado" (1Co 2, 2). No es sólo en cuanto resucitado y glorificado, sino en cuanto crucificado-resucitado como Jesús se diferencia inconfundiblemente de los muchos dioses grandilocuentes y de los héroes divinizados de la historia. La cruz del Resucitado es el gran distintivo que diferencia radicalmente a esta fe y a su Señor de todas las otras religiones, ideologías y utopías, y sus respectivos señores. La cruz hace que esa fe esté arraigada en la realidad de la vida concreta y en sus conflictos. La cruz, de esta manera, separa la fe cristiana de la incredulidad y la superstición. La cruz siempre a la luz de la resurrección y la resurrección, al mismo tiempo, a la sombra de la cruz.

Cuanto más se ahonda en la cruz tanto más se ahonda en la resurrección; cuanto más profunda es la "contra esperanza" de la cruz, más viva es la "esperanza" de la resurrección. En cambio, el olvido de la cruz es la manera más radical de descristianizar la esperanza de la resurrección.

La esperanza cristiana no es el optimismo que espera ingenuamente más allá de la muerte, más allá de la injusticia y la opresión, sino que es esperanza contra la muerte, contra la injusticia y la opresión. Cuando San Pedro pide al cristiano que dé "razón de su esperanza" (1P 3, 15) se está refiriendo a un ambiente concreto de persecución: habla a gente que está padeciendo por hacer el bien (1P 3, 17). Es que la esperanza cristiana surge precisamente en el momento en que pareciera tener que desaparecer, en el momento en que el bien y el amor no triunfan.

Sólo así la resurrección de Jesús es una buena noticia para los crucificados del mundo, una buena noticia concreta y cristiana, y no abstracta e idealista. Además, los crucificados de la historia son los que pueden captar más cristianamente la resurrección de Jesús. Ellos pueden ver mejor que nadie en Jesús resucitado al primogénito de entre los muertos, porque en verdad, y no sólo a nivel de ideas, lo reconocen como hermano mayor. Por ello podrán tener el coraje de esperar su propia resurrección y podrán tener ánimo ya en la historia, lo cual supone un "milagro" análogo a lo sucedido en la resurrección de Jesús.

La resurrección de Jesús no sólo nos enfrenta con el problema de nuestra propia muerte, sino con el de la muerte crucificada de muchos de nuestros hermanos. La tragedia del hombre y el escándalo de la historia consiste en la realidad existente hoy de muchos pueblos enteros convertidos en piltrafas y desechos humanos, pueblos sin rostro ni figura, como el Crucificado. No hay que olvidar que son hoy millones los que de diversas formas mueren como Jesús, "a mano de los paganos", a mano de los modernos idólatras de la seguridad nacional o de la absolutización de la riqueza. Muchos hombres mueren realmente crucificados, asesinados, torturados, desaparecidos, por causa de la justicia. Y otros muchos mueren la lenta crucifixión que les produce la injusticia estructural.

La necesaria esperanza, como condición de posibilidad de creer en la resurrección de Jesús como futuro bienaventurado de la propia persona, pasa por la práctica del amor histórico de dar ya vida a los que mueren en la historia. La lucha decidida, perseverante, verdaderamente "contra esperanza", en favor de la vida de los hombres, es la mediación cristiana para que se mantenga la esperanza en la propia resurrección. La comunidad en la vida y destino de Jesús es lo que da esperanza de que se realice también en nosotros lo que se realizó en Jesús.

El Reino de Dios se ha acercado y se ha hecho realidad en la resurrección de un Crucificado; los crucificados en directo, y todos aquellos cuya muerte participe de la semejanza de una crucifixión fruto del amor, pueden participar también de la esperanza del Crucificado-Resucitado. Cuando la muerte propia es producto de entrega por amor a los otros y a lo que en los otros hay de desvalido, indefenso, producto de injusticia, sólo entonces se participa también en la esperanza de la resurrección. No hay otro camino, que aceptar el escándalo de Jesús: la Buena Nueva es para los pobres; la resurrección es para los crucificados.

Por ello para anunciar hoy la resurrección de Jesús hay que estar en verdad junto a la cruz y junto a las innumerables cruces actuales. Desde los crucificados de la historia, sin pactar con sus cruces, es desde donde hay que anunciar la resurrección.

Cuando la Iglesia está junto al Crucificado y los crucificados, sabe cómo hablar del Resucitado, cómo suscitar una esperanza y cómo hacer que los cristianos vivan ya como resucitados en la historia.

5. Vivir hoy la resurrección de Cristo

La resurrección de Jesús apunta al futuro absoluto, pero apunta también al presente histórico. Su resurrección no le separa de la historia, sino que le introduce en ella de una nueva forma; y los creyentes en el Resucitado deben vivir ya como resucitados en las condiciones de la historia.

San Pablo repite con frecuencia que la resurrección de Jesús lleva a nuestra propia transformación, a partir de esta misma vida. "...Para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos una nueva vida... Así también ustedes ténganse por muertos al pecado y vivos para Dios, mediante el Mesías Jesús" (Rm 6, 4.11). "Murió por todos para que los que viven ya no vivan más para sí mismos, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2Co 5, 15).

Cuando se trata de Cristo, Pablo habla ordinariamente de resurrección, e igualmente cuando habla de la vida futura. Pero para el creyente que vive en este mundo Pablo habla de "vida" y de "hombre nuevo". El no insiste tanto en que el bautizado ha de "resucitar", sino en que ha de "vivir" "una nueva vida". "Para eso murió el Mesías y recobró la vida, para tener señorío sobre vivos y muertos" (Rm 14, 9).

La vida del creyente es la vida de Cristo. Jesús resucitado tiene relación personal con cada uno de los creyentes. Por eso Pablo puede decir: "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Estas palabras deben ser verdaderas para todo creyente. En cierto sentido, Pablo es Cristo viviente. Se siente a sí mismo en relación íntima con Cristo, de quien depende enteramente, sin el cual vivir ya no es vivir, y con el que todo se vuelve amor.

Ahora bien, este amor es el amor crucificado. He aquí lo que Pablo nunca olvida. Rigurosamente hablando, no anuncia la resurrección; anuncia la cruz (1Co 1, 23). Sólo que, para anunciar la cruz como acontecimiento de salvación, es preciso que la resurrección haya tenido lugar y revele el sentido de la cruz. Sin el activo y eficaz recuerdo del Crucificado, el ideal del hombre nuevo toma un rumbo peligroso y anticristiano, como lo prueban ciertos movimientos carismáticos que se salen de la historia o los hombres que miran la historia de arriba abajo tratando de someterla a la fuerza. El camino hacia el hombre nuevo no puede ser otro que el camino sufriente de Jesús hacia su resurrección.

Sería un grave error pensar que sólo para Jesús fueron necesarias la encarnación y la fidelidad a la historia, como si se nos ahorrase a nosotros lo que no se le ahorró a él. Sería como pretender llegar a la resurrección de Jesús, sin recorrer las mismas etapas históricas que recorrió él. La vida del hombre nuevo sigue siendo esencialmente un proceso de seguimiento de Jesús.

El contenido de ese proceso debe ser ya bien conocido. Se trata de la encarnación en el mundo de los pobres, de anunciarles la Buena Noticia de Dios y su Reino, de salir en su defensa, de denunciar y desenmascarar las falsas divinidades tras las que se esconden los poderosos, de asumir el destino de los pobres, y, la última consecuencia de esa solidaridad, la cruz. En esto consiste el vivir ya como resucitados. Esto es el "hacerse hijos en el Hijo", que vino "a servir y a dar la vida" (Mt 20, 28). El Reino de Cristo se hace real en la medida en que hay servidores como él lo fue. El hombre nuevo cree en verdad que más feliz es el que da que el que recibe (Hch 20, 35), que es más grande el que más se abaja para servir (Mt 20, 26).

El señorío de Jesús se ejerce repitiendo en la historia el gesto de Dios que resucita a Jesús: dando vida a los crucificados de la historia; dando vida a quienes están amenazados en su vida.

La resurrección se presenta en medio de nosotros como "el paso de condiciones inhumanas a condiciones más humanas". Cualquier adelanto fraterno en una comunidad es ese paso, en pequeño, de la muerte a la vida. Avanzar en ser más personas, más unidos, más libres, es un caminar hacia la resurrección, junto con Cristo resucitado. Caminar doloroso preñado de esperanza. Todo lo que sea amor comunitario es triunfo vivo sobre la muerte del egoísmo. Es ya la gran resurrección empezada.

La resurrección entendida así no tiene nada de pasividad. Bajo ningún concepto es alienante. Es una negativa a detenerse, a vivir marginados y explotados; es una negativa a dejarse morir. Es paso de todas las formas de muerte a todas las formas de vida. Es no contentarse con arrastrar la existencia, sino luchar por vivir con entera responsabilidad. Luchar por hombres nuevos y un mundo nuevo, con renovadas esperanzas, a pesar de todas las dificultades, pues el fin de toda esclavitud está ya firmado por Dios en la resurrección de Cristo.

En el Nuevo Testamento se recalca que el hombre nuevo es el hombre libre, y esa libertad la da Jesús resucitado: "Para que seamos libres nos liberó el Mesías" (Ga 5, 1) "El Señor es el Espíritu, y donde hay Espíritu del Señor, hay libertad" (2Co 3, 17). Esta libertad, evidentemente, nada tiene que ver con el libertinaje (Ga 5, 13; 1P 2, 16), ni con el salirse de la historia.

La presencia del Resucitado produce la libertad del amor para servir, sin que nada ponga límites al servicio, ni miedos, ni prudencias mundanas. Consiste en tener la actitud del mismo Jesús que da su vida libremente, sin que nadie se la quite.

Una vida radicalmente libre para servir trae consigo su propio gozo, aun en medio de los horrores de la historia. Ese gozo es señal de la presencia del Resucitado. Por ello Pablo repite exultante que "ninguna criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor nuestro" (Rm 8, 39). Esa libertad y ese gozo son la expresión de que vivimos ya como hombres nuevos, resucitados en la historia. Son la expresión histórica entre nosotros de lo que hay de triunfo en la resurrección de Jesús.

6. El Mesías ha resucitado como primer fruto de los que duermen

Hemos visto que la esperanza humana se apoya en Jesús resucitado y que ya se está realizando en todo hombre que cree en él. Pero la fe en el Resucitado nos lleva más allá de la muerte. Desde el comienzo, los cristianos creyeron en la resurrección de los muertos.

Si Pablo cita la fórmula catequética que hemos visto en el apartado 1º, es para fundar sobre ella la fe en la resurrección de los muertos: "Si de Cristo se proclama que resucitó de la muerte, ¿cómo dicen algunos de ustedes que no hay resurrección de muertos?" (1Co 15, 12) "El mismo que resucitó al Mesías dará vida también a sus seres mortales" (Rm 8, 11).

El mismo Pablo se pregunta "¿Y cómo resucitarán los muertos?, ¿qué clase de cuerpo tendrán?" (1Co 15, 35). Teniendo ante los ojos a Jesús resucitado responde diciendo que el cuerpo resucita "incorruptible, glorioso,... fuerte" (1Co 15, 42-43), con una realidad totalmente llena de Dios. El llega a decir que "resucita cuerpo espiritual" (1Co 15, 44).

"Cuerpo" para la mentalidad de Pablo no significa la parte "material", distinta al "alma". Cuerpo es el hombre todo entero (cuerpo-alma) como persona, en su relación con los otros. Cuerpo es el hombre en su capacidad de comunicación.

Entendiéndolo así, San Pablo insiste: "Esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad" (1Co 15, 53). A todo "esto", pues, a la totalidad de la existencia con sus relaciones y proyectos, a todo lo que en "esto" vale, se le inyectará una vida nueva. No es que Dios sustituya lo nuevo en lugar de lo viejo, sino que lo viejo lo hace nuevo. Pablo pretende que a lo temporal, histórico y perecedero se le cambien las propiedades para que lo mismo entre en lo definitivo. No se trata de cambiar "nuestra morada terrestre, esta tienda de campaña", por "una morada eterna". Por más raro que suene a nuestros oídos, no. No es una sustitución, sino una añadidura: se trata de "revestirnos encima la morada que viene del cielo... Sí, los que vivimos en tiendas de campaña suspiramos angustiados, porque no querríamos quitarnos lo que tenemos puesto, sino vestirnos encima, de modo que lo mortal quede absorbido por la vida" (2Co 5, 1-5).

La resurrección potencializa al máximo el "cuerpo" humano como capacidad de comunicación. Ya en la situación terrestre del hombre-cuerpo es comunión y presencia, donación y apertura para los otros, pero de una manera limitada: no podemos estar en dos lugares; estamos presos en el espacio y en el tiempo; nos comunicamos a través de palabras y signos ambiguos. Por la resurrección todos estos obstáculos son destruidos: reina total comunión; absoluta comunicación con las personas y las cosas. El hombre-cuerpo se transfigura en espíritu-corporal, hecho total apertura y comunicación. "Resucita cuerpo espiritual", dice San Pablo, o sea, con una personalidad plenamente realizada en todas sus dimensiones por el aliento vital y creador de Dios; con una vida no problemática, no fallida en su realización; una vida en la que es realidad plena la comunicación, la igualdad, la libertad, el amor.

Como decíamos al comienzo de este apartado, la fe en nuestra resurrección se apoya totalmente en la fe en la resurrección de Jesús. "De hecho, el Mesías ha resucitado de entre los muertos como primer fruto de los que duermen" (1Co 15, 20). "Todos recibirán la vida...; como primer fruto el Mesías; después, los del Mesías..." (1Co 15, 23).

Jesús resucitado es la "primicia", "el primer fruto", que anuncia la cercanía de toda la cosecha. Pero en este caso no se trata de una "primicia", un don que el hombre hace a Dios, sino de un regalo de Dios a los hombres. Jesús resucitado es "primer fruto de los que duermen", es decir, la primicia anunciadora de la resurrección de todos los muertos. La resurrección de Jesús no sólo "representa" a todas las resurrecciones, sino que las precede; abre el futuro en cuanto futuro de vida, y no meramente en cuanto simple tiempo por llegar. Lo definitivo se ha hecho ya futuro y la utopía se ha hecho promesa. Por eso, Cristo al resucitar se hace "primogénito". Así se entiende la frase de Pablo: "si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado" (1Co 15, 13). Quiere decir que si no hay cosecha, es que tampoco ha habido primicias, puesto que en ellas ha de estar toda la cosecha. Pero si hubo primicias, ya está segura la cosecha.

Gozamos de la resurrección porque Jesús, que es primicia, ya la ha alcanzado plenamente. Si el Primogénito ya ha nacido a una vida nueva, nosotros, a pesar de que todavía damos patadas en el vientre materno deseando nacer a la vida nueva, constatamos que ya desde ahora estamos encaminados hacia la plenitud, no solamente "a ejemplo" de lo que le ha sucedido a Jesús, sino precisamente porque ya le ha sucedido a Jesús: en el Primogénito está presentado y ofrecido todo el pueblo. Jesús es primicia resucitada y, por tanto "no le es posible no resucitar" a la totalidad contenida en él. La plenitud de vida del Resucitado Primogénito tiene que vivificarnos, porque en él se encuentra la totalidad del pueblo.

Por Jesús y en Jesús todos estamos encaminados a vivir plenamente. Sólo si libremente nos separamos de él, estamos muertos-para-siempre.

Resurrección significa, pues, absoluta realización humana, pero ello se realizará gracias a la total posesión de la persona por parte de Dios. Dios se hará carne en cada uno de nosotros. En el cielo se concretizará la suprema vocación humana: renunciar totalmente a sí mismo para ser todo de Dios.

7. Jesús resucitado sigue viviendo una esperanza

Hemos visto que la cruz no es la última palabra sobre Jesús, pues Dios lo resucitó de entre los muertos. Pero su resurrección tampoco es la última palabra sobre la historia, pues Dios no es todavía "todo para todos" (1Co 15, 28).

Jesús resucitado vive aún una esperanza. Sus hermanos y la patria humana (el universo) todavía no han sido transfigurados como él. La lucha con el poder del mal en el conflicto de la historia demuestra con claridad que todavía Dios no es "todo para todos". Estamos aún en camino, rodeados de flaquezas, ignominias y sufrimientos.

Pero Jesús resucitado espera que el Reino de Dios que se concretó y empezó con él llegue a un feliz término. El es Cabeza de la humanidad (Col 1, 18; Ef 1, 22-23); y el cuerpo de la humanidad todavía no ha alcanzado la plenitud nueva y definitiva de su Cabeza.

El Resucitado es primogénito de una creación nueva, y ha de llegar a ejercer su dominio sobre toda la creación, no sólo de derecho, sino también de hecho. Mientras la primogenitura de Cristo no se ejerza sobre toda la creación, su resurrección no habrá explotado todas sus posibilidades liberadoras. Ello quiere decir que el hecho pascual continúa en cierto modo haciéndose. La fuerza liberadora del Resucitado, lejos de agotarse, se va activando con el tiempo, y nada ni nadie queda fuera de su radio de acción. Todo el mundo está llamado a respirar aires crísticos.

Así como los santos del cielo, según las palabras del Apocalipsis (Ap 6, 11), tienen que esperar "hasta que se complete el número de sus consiervos y hermanos", así también espera Jesús a los suyos. El está preparándonos un sitio en la casa de su Padre (Jn 14 2). Glorificado junto a Dios, "está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7, 25), por su salvación y por la transformación del cosmos. De este modo, Jesús resucitado sigue viviendo una esperanza. Sigue esperando el crecimiento del Reino entre los hombres. Jesús sigue esperando que la revolución por él iniciada, en el sentido de una comprensión entre los hombres y Dios, del amor indiscriminado a todos, penetre cada vez más profundo en las estructuras, del pensar, el actuar y el planear humanos. Sigue esperando que el rostro del hombre futuro que permanece obscurecido por el hombre presente se haga cada vez más claro. Espera "llevar la historia a su plenitud: hacer la unidad del universo..., de lo terrestre y de lo celeste" (Ef 1, 10). Espera la construcción de "un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia" (2P 3, 13) de Dios. Mientras todo esto no haya triunfado aun totalmente, Jesús sigue viviendo esta esperanza. Por eso todavía existe un futuro para el Resucitado.

Jesús espera aún algo más, algo todavía no acabado ni realizado plenamente: la resurrección de los muertos, hermanos suyos, la reconciliación de todas las cosas con ellas mismas y con Dios y la transfiguración del cosmos. San Juan podía decir con toda razón: "Todavía no se ve lo que vamos a ser" (1Jn 3, 2). La muerte, con sus dragones y sus bestias, todavía no ha sido derrotada del todo. Pero llegarán a oírse estas palabras verdaderas: "Lo de antes ha pasado... Ahora todo lo hago nuevo" (Ap 21, 4-5). Lo que ya está fermentado en la creación se hará realidad.

La situación de éxodo, que es la permanente en este mundo en cambio, será transformada en una situación de casa paterna con Dios: "Noche no habrá más, ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos y serán reyes por los siglos de los siglos" (Ap 22, 5). A través de Jesucristo tenemos esta esperanza y esta certeza porque "en su persona se ha pronunciado el sí a todas las promesas de Dios" (2Co 1, 20).

Mientras seguimos este camino, tenemos el rostro vuelto al futuro, hacia el Señor que llega, repitiendo las palabras del primer catecismo de la Iglesia primitiva, la Didajé: "¡Que venga tu gracia y pase por este mundo! Amén... ¡Maranatá! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Amén!" (Ap 22, 20).

También nosotros debemos vivir de esta misma esperanza de Cristo, convencidos de que lo importante no es el presente solo, ni el futuro solo; lo importante es el presente en función del futuro, que ya ha empezado a ser realidad en Jesucristo. Para ello contamos con la fuerza del Espíritu del Resucitado (Rm 8, 11).

José Luis Caravias, mercaba.org/

 

José Morales

El cinco de noviembre del año 2010 falleció en Pamplona la profesora Jutta Burggraf. Desde 1996 formaba parte del claustro de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.

Jutta Burggraf, alemana nacida en Hildesheim (Baja Sajonia), ha sido una destacada representante del grupo de mujeres que, después del Vaticano II, han hecho de la Teología una parte central de su dedicación a Dios y a los demás en la Iglesia. Altamente cualificada para el trabajo intelectual, Jutta recibió su formación académica en su país natal y en Roma. En el año 1979 obtuvo en la Universidad de Colonia el doctorado en Psicopedagogía, y alcanzó el grado de doctora en Teología por la Universidad de Navarra, con Premio extraordinario, en el año 1984.

A partir de entonces su trabajo se distinguió por una intensa actividad docente, de investigación y servicio a la Iglesia y a la sociedad. Fue una actividad en la que pudo desplegar las cualidades de humanidad, sabiduría y honda religiosidad de las que estaba dotada. Ejerció durante años la docencia en el Instituto Académico Internacional de Kerkrade, Países Bajos (1989-1996), como Profesora ordinaria en la Cátedra de Antropología; y en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, como titular de Teología Sistemática y de Ecumenismo, a partir de 1999 hasta el año de su muerte.

Era miembro de la Pontificia Academia Mariana Internationalis, y formó parte del Comité Asesor del Congreso Católicos y Vida Pública (CEU España). Actuó de perito en el Sínodo de los Obispos sobre «La vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo» (Roma 1987). Su tarea directiva en revistas especializadas y en colecciones de ensayos formativos, dentro del área de la familia y lo femenino, destaca por la hondura cristiana y la amplitud de sus iniciativas.

La figura de Jutta Burggraf encarna una teología abierta a la cultura y al mundo personal de relaciones humanas. Trabajó siempre en los puntos neurálgicos de la teología, y dentro de una visión de unidad se ocupó especialmente del significado del quehacer teológico; la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo; la antropología teológica centrada en la idea de la persona y de la secularidad; el sentido de la libertad; la unión de los cristianos; y la mujer en el marco de una teología de la Creación y del cuerpo humano.

Jutta vivió la tensión que supone la labor teológica y la teología misma como «fe pensada», una tarea difícil, que exige mantenerse atento simultáneamente a los polos exigentes de la razón y la fe, y sin ejercer uno de ellos a costa del otro.

Había comprendido muy bien las peculiaridades del método teológico. Con acertado instinto de pensadora cristiana, captó la relativa continuidad que existe entre la teología y el deseo general humano de penetrar en la racionalidad y en los misterios del universo; y sintonizaba con la búsqueda de la verdad presente en la filosofía y en las ciencias empíricas. Estaba convencida de que la fe cristiana es la concepción de la realidad que mejor ha dialogado y dialoga con las inquietudes y preocupaciones insoslayables del hombre y de la mujer de todos los tiempos.

La profesora Burggraf impregnó su teología con la idea operativa de que como teóloga debía esforzarse por responder con respeto a las preguntas vitales de sus contemporáneos. Pensaba que la tarea teológica debía hacerse con la Palabra de Dios y las noticias cotidianas que reflejan la existencia de la gente corriente. La visión sub specie aeternitatis había de complementarse con la mirada sub specie temporis.

La reflexión de Jutta incluía, como no podía ser de otro modo, su experiencia y sensibilidad personales, y se apoyaba no solo en ideas sino también en sentimientos y emociones, sin degradarse nunca en emocionalismo. Procuraba vivir teológicamente, y su existencia cristiana se nutría a todos los niveles  del espíritu y del cuerpo, en las coordenadas y el suelo de la fe. Poseía en ejercicio la convicción de que la buena teología equivale a un arte de vivir.

La ciencia y la investigación teológicas eran su trabajo. Entendía silenciosamente que la teología no es una ciencia infusa ni carismática. Supone y exige un esfuerzo constante, como cualquier tarea verdaderamente humana en la que se dan cita el cuerpo y la mente para generar, a veces con dolor, un esfuerzo interior que transforma la realidad y a la misma persona que piensa y siente. La teología era para Jutta un servicio y como un ministerio necesario que se lleva a cabo en la Iglesia, para la Iglesia y la entera humanidad.

La pensadora cristiana que había en Jutta nunca olvidó que el primer deber del teólogo es respetar el misterio divino que estudia, y que los misterios de la fe son mucho más para ser adorados que meramente escrutados por el intelecto, aunque sea creyente. El sobrecogimiento ante lo santo había de ser siempre un propio de la actitud y el carácter teológicos, y así lo era en ella.

La concepción de la teología que obraba en Jutta le decía que el hábito de la ciencia sagrada no es un saber simplemente teórico. Sabía que la teología se ordena a cambiar interiormente al teólogo, e influye luego en la transformación y mejora de la misma Iglesia y del mundo. No es una reflexión que sería lo mismo hacer o no hacer. No es una operación gratuita y sin consecuencias en la realidad. Teología era para ella, por lo tanto, un saber práctico. Lejos de las antiguas disputas escolásticas al respecto, la profesora Burggraf, como mujer de su tiempo, había conseguido una síntesis, que hacía de su actividad teológica una contemplación mistérica y una praxis transformadora. La teología era un hábito sapiencial, científico y operativo. Parecía que la larga historia de la teología, en sus diversas etapas de desarrollo, se condensaba en la tarea de Jutta.

Su reflexión mantenía en todo momento una conciencia y una intención enteramente pastorales. Era una reflexión atenta al ser humano, que procuraba enérgicamente acoger como horizonte los valores perennes del Reino de Dios operante en el mundo de los hombres y las mujeres. Jutta tenía muy en cuenta que los valores del Reino instaurado por Jesús son la sal de la tierra, y los únicos factores divino-humanos que pueden lograr verdaderamente el desarrollo de la humanidad. Son los valores públicos de la paz, la verdad, el amor, la compasión y la misericordia. Jutta era, como teóloga y como mujer, compasiva y tolerante. Entendía muy bien, y practicaba, que el primer atributo divino es la misericordia, que se ejercita tan escasamente entre los hombres.

El lenguaje de Jutta es sencillo. Se reflejaba en su docencia. Sus diálogos orientadores, aunque fueran rigurosos, desbordaban siempre el terreno de las ideas y alcanzaban el núcleo de la conciencia moral y afectiva de los interesados. Se aprecia en sus numerosos escritos, que huyen por lo general de tecnicismos, y transmiten una clara vivencia de la fuerza de la palabra humana como el más poderoso de los bienes. Cuando se examinan asuntos vitales para la condición humana, como hace la buena teología, se requiere el uso de palabras sencillas que todos puedan entender. He aquí el mejor test del auténtico teólogo.

Nunca proclamó declaraciones de laicidad. Sencillamente la ejercía. Su persona y su obra teológica segregaban laicidad. Atesoraba una clara idea del significado de los hombres y mujeres laicos como luz del mundo y sal de la tierra, y de la condición laical como modo ordinario de vivir la vocación bautismal. Era consciente del progreso eclesial en la compresión de asunto tan capital para la Iglesia y su ministerio; y sabía también lo mucho que queda por hacer para que la Iglesia cuente a fondo con los laicos para su desarrollo y su acción en el mundo.

Jutta vivía la significación eclesial de los laicos en un doble nivel. Reflexionaba sobre ello en el marco de sus escritos eclesiológicos, atenta a la doctrina del Concilio Vaticano II, y a las enseñanzas de San Josemaría Escrivá de Balaguer, asimiladas por Jutta tanto en un plano intelectual y orientador como existencial y operativo.

Pero Jutta encarnaba, además, la laicidad de un modo consciente y con la más espontánea naturalidad. Tenía un pensamiento sobre los laicos, que era parte de su reflexión teológica, pero no había ningún aspecto o categoría de ese pensamiento que no se manifestase prácticamente en su modo de vivir y actuar. No era una mujer de mundo, sino una mujer del mundo y en el mundo.

Jutta hubo de estudiar a fondo la antropología teológica, llevada por su tarea docente y también por la necesidad y la coherencia de sus investigaciones sobre el ser humano, caído y redimido. Había construido una visión de conjunto del hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en la que ese ser carencial y frágil se eleva sobre sí mismo, mediante la gracia y la libertad, hasta el nivel de existencia en la que Dios le espera para convertirle en interlocutor suyo.

Dentro de una reflexión libre de romanticismo y de planteamientos naturalistas, Jutta consideró al ser humano en el marco de un método de búsqueda, que partía de los datos suministrados por la observación empírica, acudía luego a la ayuda de categorías filosóficas elementales, y coronaba finalmente el proceso heurístico en un plano de plenitud y totalidad, en la que interviene la Providencia. La vida humana nunca es una deriva, pero el hombre y la mujer son seres en peligro.

Jutta fue una verdadera experta en la reflexión y tratamiento de la libertad humana, asunto que la ocupaba habitualmente y por el que sentía genuina fascinación. La libertad no era la libertad a secas, sino el misterio de la libertad. Junto con otros filósofos y teólogos contemporáneos, consideraba la libertad no solo como una propiedad del ser humano, sino como un verdadero trascendental.

No le gustaba calificar la libertad con adjetivos que, aunque fueran positivos, desfiguraban su sentido radical. Consideraciones o títulos que hablan de autentica y verdadera libertad, o expresiones parecidas, le parecían amaneramientos ideológicos de quienes apenas comprendían en realidad el sentido y la hondura de la libertad humana, que no necesita glosas postizas.

La realidad de la libertad exhibe toda la sencillez y toda la complejidad del ser humano. El hombre y la mujer no la consiguen plenamente en esta vida. Son ya libres cuando tienden conscientemente a serlo en medio de las contingencias de este mundo, sabiendo o al menos sospechando que la plenitud de la libertad estriba en decir sí al bien y no al mal.

El gran asunto que el hombre debe resolver a lo largo de su existencia terrena es el uso que hace de su libertad. Éste es probablemente el motor de la existencia humana. La libertad origina en el hombre una legalidad dinámica y un régimen de vida que le relaciona con Dios, con el mundo, con los demás y también consigo mismo. La «libertad vivida», como reza el título de un importante libro de Jutta, permite al hombre y a la mujer ser verdaderos interlocutores de Dios, y emplear coram Deo sus facultades anímicas y físicas del mejor modo posible. Es a través de su libertad como el ser humano puede aspirar a planteamientos de totalidad para su destino terreno y eterno. La condición de seres libres faculta al hombre y a la mujer para crear un espacio vital interhumano que lo sea realmente, porque reine en él de modo auténtico la común humanidad.

La libertad es una realidad polifacética que interesa diversos aspectos del complejo humano, pero que, bien entendida, no autoriza a separar en el hombre un ámbito inteligible de autodeterminación y un ámbito fenoménico de la necesidad. Es libre el hombre entero y no solamente una zona de su personalidad.

Cuando trata de la libertad, Jutta no se limita a formular verdades. Lo hace de tal modo que sus afirmaciones contienen estímulos y parecen invitaciones a una acción según la razón y urgida por valores trascendentes. Todo suena como una educación para el ejercicio reflexivo y apasionado de la libertad.

Sintonizó ya en sus años formativos y en los momentos esenciales de su desarrollo como mujer cristiana con los aspectos teológicos y el comportamiento que supone la unión de los cristianos. La experiencia alemana la puso muy pronto en vivo contacto con la realidad de las comunidades, católica y evangélica, que ocupan desde siglos el espacio confesional de su país. No aprendió por lo tanto el ecumenismo en los libros, y comprendió fácilmente el propósito ecuménico que la Iglesia católica quiso asumir expresamente como programa histórico a partir del Concilio Vaticano II. Fue así una experta en la reflexión y en la práctica ecuménicas.

Sus escritos y numerosas intervenciones en reuniones interconfesionales hablan claramente de su posición prudente y abierta, donde se desplegaban su capacidad de diálogo y su visión de futuro. Entendía bien el por qué de las dificultades, lentitudes, e incluso retrocesos, del camino ecuménico, pero sabía y enseñaba que lo importante y lo factible en el momento presente es «conocerse y comprenderse». Lo demás se encuentra en las manos de Dios y en un horizonte que no alcanzamos a ver.

Jutta dedicó notables esfuerzos y agudas reflexiones a la mujer, como asunto teológico y humano, en sus diversas vertientes. La suya era primariamente una visión escriturística como base de estudio. Veía a la mujer, con mirada genesiaca, creada junto al varón, en un acto creador divino, que consideraba llamamiento vocacional para ser interlocutor de Dios en compañía de Adán. Habría de contribuir, por la tanto, a la perfección de la creación mediante el trabajo. La mujer es ante todo para Jutta un ser humano, con un papel bien definido e irremplazable en la sociedad y en la Iglesia. Es un ser con innata dignidad que no necesita tutelas ni dependencias.

El tono del discurso carece de crispación y de acentos reivindicativos. Es una mirada teológica que permite construir un tejido de ideas que es a la vez tradicional y novedoso. La reflexión teológica tiene muy en cuenta y usa, como era de esperar, la psicología y la sensibilidad femeninas. Emplea a fondo los registros anímicos de los que, por naturaleza, carece el varón. La autora habla de este asunto como cosa propia y desde dentro de su experiencia. No usa información libresca o secundaria, ni es la suya una apreciación extrínseca.

Cuando valora el necesario papel de la mujer en la familia, la sociedad y la Iglesia, la profesora Burggraf no piensa o razona como una socióloga o una mujer de cultura, sino como una cristiana que conoce bien la sociología y los demás campos pertinentes. Porque el tema de la mujer es un ámbito donde se dan cita múltiples disciplinas, sensibilidades y puntos de vista.

¿Se consideraba Jutta una teóloga? Ciertamente respetaba esa denominación que se usa hoy con tanta desenvoltura, y nunca se apresuró a aplicársela a sí misma. Pero era más que una simple docente de ciencia teológica, y entra con distinción en el grupo de quienes han pensado a fondo la fe aplicada a la vida. No pertenecía a ninguna escuela teológica. Trabajó con responsabilidad personal, y se veía como un factor más en el esfuerzo intelectual común de la Iglesia. Su tarea en la noción de teología, el laicado, la libertad, la mujer y el ecumenismo le hizo entender que en estos asuntos de largo desarrollo se advierten solo en el panorama inmediato y no se puede abarcar todo el horizonte.

José Morales, en dianet.unav.edu/