Fernando Reinares

La práctica especializada del terrorismo por parte de organizaciones clandestinas de dimensiones reducidas, con la intención de afectar la distribución del poder, constituye un fenómeno que ha adquirido particular notoriedad en las sociedades industriales avanzadas, sobre todo desde el final de los años sesenta, aunque su intensidad y  duración denote variaciones significativas de unos países a otros. Tales variaciones dependen, en gran medida, de la mayor o menor vulnerabilidad de las distintas politeyas con respecto a la formación y persistencia de los grupos terroristas, que a su vez viene condicionada, en un primer momento, por la estructura de control preventivo  existente.  De  aquí que, como se verá a lo largo del texto, el terrorismo resulte técnicamente más verosímil en regímenes de carácter tolerante que en otros de rasgos represivos, excepción hecha del terror perpetrado por agencias oficiales. Así, la eficacia de una adecuada respuesta estatal contribuirá notablemente, en un segundo momento, a explicar por qué el terrorismo arraiga o deviene más duradero en unas democracias liberales que en otras. Dicha respuesta estatal ante el desafío que semejante violencia plantea al monopolio de la coacción física reclamado para sí por las autoridades incluye medidas de carácter político, legal y policial. Medidas que, si bien pueden ser interpretadas como efecto de la propia actividad terrorista, constituyen al mismo tiempo un factor que incide notablemente sobre la reproducción o decadencia de las organizaciones clandestinas. En el último apartado de este artículo se ofrecen, precisamente, algunas consideraciones acerca de la transnacionalización del terrorismo eventualmente producida cuando algunos de los actores colectivos que lo pretenden llevar a cabo encuentran amenazada su supervivencia por los constreñimientos impuestos en los confines de un país; situación que constituye, además, uno de los puntos de  partida  de lo que se conoce como terrorismo internacional, el cual opera de modo preferente, asimismo, en el espacio geopolítico configurado por las sociedades industriales avanzadas.

Terrorismo y estructura de la oportunidad política

Tres son los rasgos básicos cuya combinación permite distinguir al terrorismo de otras formas de violencia colectiva llevadas a cabo con la intención de afectar la distribución del poder, ya sea en el ámbito interno o en la esfera internacional. Un acto de violencia es terrorista, en primer lugar, cuando sus efectos psíquicos, tales como reacciones emocionales de ansiedad o amedrentamiento entre quienes pertenecen a un determinado segmento de la población, exceden con creces cualesquiera consecuencias materiales provoca en términos de daño físico a personas o cosas [1]. En segundo lugar, para que dicha violencia adquiera semejante impacto, además de resultar impredecible y en general sistemática, destaca por ir dirigida principalmente contra blancos seleccionados en atención a su relevancia simbólica en el seno de un marco cultural e institucional vigente, lo que no excluye la indiscriminación inherente a tales  acciones [2]. Blancos  cuyo  quebranto  hace  que  el  terrorismo,  al  tratarse de un medio con el cual se irrumpe en la pugna por el poder, constituya por último un procedimiento diseñado con objeto de transmitir algún tipo de comunicación política que sirva para fortalecer unas fidelidades y debilitar otras [3].

Así concebido, el terrorismo puede ser practicado por diversos actores políticos, individuales o colectivos. En cualquier caso, dicha violencia adquiere un cariz insurgente cuando su intención es la de modificar un orden político establecido; es vigilante, por el contrario, si aspira a preservar las relaciones de poder existentes. Cabe, asimismo, diferenciar entre aquellos supuestos en los que se hace un uso táctico o auxiliar del terrorismo y otros en los que viene utilizado de manera preferente o estratégica [4]. Las organizaciones terroristas son, a este respecto, una clase peculiar de grupos políticos en cuyo repertorio de acción colectiva ocupa lugar preferente, estratégico por tanto, el uso de esa forma de violencia. Lo ilegal de su práctica explica, en buena medida, tanto la naturaleza clandestina que les es propia como lo reducido de su tamaño. Ahora bien, es posible además distinguir a las organizaciones terroristas, de acuerdo con una tipología aplicada a distintas configuraciones de la acción colectiva [5], según la orientación adoptada por la movilización que protagonizan, ya sea proactiva, cuando introduce en la arena política nuevas demandas o persigue algunas hasta entonces subordinadas, o reactiva, si obedece a posiciones previas de influencia o a la defensa de intereses bien acomodados en una determinada politeya.

Este uso sistemático del terrorismo, al margen de la orientación que caracteriza su práctica por parte de organizaciones clandestinas, no parece haber acontecido de igual modo en los distintos regímenes políticos conocidos dentro de las sociedades industriales avanzadas, aun cuando sean comunes a todos ellos, en mayor o menor medida, las situaciones de conflicto susceptibles de generar los procesos que pueden dar lugar, eventualmente, a la génesis de aquella violencia. Incluso en los confines de un determinado país, el terrorismo ocurre a menudo en oleadas, o cuando menos denota variaciones significativas en su frecuencia e intensidad a lo largo del tiempo. Canadá, por ejemplo, registró una concentración de atentados entre finales de los años sesenta y primeros setenta, realizados sobre todo por una facción radicalizada del movimiento nacionalista quebequés. Algo similar a lo ocurrido en los Estados Unidos de América, si bien llevados a cabo en este caso por distintas organizaciones clandestinas de desigual consistencia, muy limitada capacidad operativa y más bien escasa duración. La violencia terrorista en Irlanda del Norte, ya de mayor frecuencia e intensidad que las aludidas, perpetrada sobre todo por sectores del movimiento republicano, pero también por otros de lealtad británica, alcanzó sus máximos niveles durante la primera mitad de los años setenta. Los períodos álgidos de un terrorismo asimismo particularmente notorio, en el que confluyen organizaciones de distinto signo ideológico, coinciden en Italia y España, por su parte, con un paralelismo sorprendente, a lo largo del lapso de tiempo que transcurre entre mediados de los setenta e inicios de los ochenta.

A partir de lo antedicho es posible sugerir que el nacimiento y la evolución de los grupos terroristas depende, en alguna medida nada desdeñable, y entre otras circunstancias, de la disposición de  un  conjunto de factores sistémicos que, pertenecientes al entorno político, pueden favorecer o constreñir la adopción estratégica de dicha forma  de violencia colectiva, así como su dinámica ulterior. Es decir, que dicho fenómeno se encuentre condicionado por el modo en que se configura  lo que en el estudio de los procesos de acción colectiva en general, y de los movimientos de protesta en particular,  viene  definido  como  estructura de la oportunidad política [6]. La estructura de la oportunidad política puede describirse en términos objetivos, pero también en términos subjetivos, en la medida en que su composición sea percibida por los actores afectados. Asimismo, la operacionalización de tales condicionamientos se halla sujeta a cada forma de acción colectiva y a cada contexto histórico específico. De este modo, en la constelación de factores que determinan la vulnerabilidad de cualquier politeya contemporánea ante la formación y persistencia de organizaciones terroristas cabe subrayar el comportamiento hacia las mismas del conjunto de actores colectivos presentes en la contienda por el poder dentro de las sociedades industriales avanzadas y, de modo singular, la estructura de control preventivo o de la respuesta institucional, prevalente según el tipo de régimen político de que se trate o de las peculiaridades de cada una de las politeyas afines, adoptada por parte de las agencias estatales depositarias de una violencia legal cuyo monopolio gestiona el correspondiente gobierno.

¿En qué regímenes resulta más verosímil la formación de organizaciones terroristas?

En tanto que actividad preferente del repertorio de acción colectiva desplegado por una organización política clandestina, el terrorismo requiere, para ser llevado a cabo, amasar paulatinamente y  por  anticipado los recursos humanos, materiales, societales y simbólicos imprescindibles, así como el establecimiento  de  canales  para  facilitar con posterioridad su provisión continuada.  En  consonancia,  salvo  que sea auspiciado deliberadamente desde agencias estatales, nacionales o extranjeras, lo cual reduciría sustancialmente los costes implicados en dicha movilización de recursos, especialmente en lo que atañe a los materiales y a los humanos, resultará más probable en el marco de regímenes políticos en los que adquirir control mancomunado sobre los mismos, con destino a la acción colectiva en general, al margen de su naturaleza específica, sea menos complicado. Es decir: en teoría, el terrorismo resulta más verosímil bajo formas de gobierno básicamente tolerantes, que tienden en mayor medida a permitir la emergencia de actividades colectivas en pos de objetivos  políticos,  con  independencia de los medios a través de los cuales se proyecte alcanzar los fines propuestos. Al contrario, las posibilidades técnicas de que pueda gestarse autónomamente son mucho menores en aquellos regímenes de carácter represivo donde se tiende a neutralizar por anticipado, de modo preventivo, mediante prohibiciones y graves amenazas, la libre materialización de iniciativas políticas, a excepción de las promovidas directa o indirectamente por las autoridades mismas [7].

Así, pues, no todos los regímenes políticos de las sociedades industriales avanzadas ofrecen condiciones igualmente favorables para la formación de aquellas organizaciones clandestinas en cuyo repertorio de acción colectiva predomine la práctica del terrorismo como medio para afectar la distribución del poder. Desde una perspectiva estructural y un punto de vista estrictamente técnico -al margen, por tanto, de otros factores sistémicos relevantes, tales como la intensidad de los conflictos sociales existentes [8] o de los rasgos de una particular cultura política [9], que pudieran actuar como determinantes sobre las motivaciones para recurrir al terrorismo-, esta forma de  violencia  puede  surgir  con mayor facilidad, ante todo, allí donde la vigilancia estatal sobre las personas es menor. Esto es, allí donde los ciudadanos disponen de mayores libertades civiles (para reunirse, asociarse y cambiar el lugar de residencia o de trabajo, por ejemplo); donde la autonomía de los medios de comunicación con respecto a la autoridad establecida es más notoria (lo que incide de modo especial en el caso del terrorismo, forma de acción colectiva para la que el impacto publicitario de sus acciones es esencial); donde el tránsito de fronteras es más sencillo (facilitando con ello movilidad, refugio e intercambios); o, simplemente, donde existe una economía basada sustancialmente en el mercado, más diversificada, por tanto, y en la que proveerse, legalmente o no, de dinero canjeable, municiones y armamento.

Como es obvio, tales características no son propias de los regímenes de signo totalitario, hasta hace poco habituales en Europa Oriental. En el tipo ideal correspondiente a dichos regímenes, una élite organizada y homogénea en su composición, comprometida con una ideología exclusiva muy desarrollada, monopoliza el poder y controla el partido único, así como sus organizaciones de masas, debilitando sobremanera el pluralismo social y vigilando el cumplimiento de sus directrices mediante una policía secreta que ha dado lugar con frecuencia al terror institucional a gran escala, bajo el cual se hace más que difícil cualquier forma de oposición política activa, especialmente si pretende adoptar perfiles violentos [10]. Paradójicamente, la escasa vulnerabilidad técnica de las politeyas totalitarias ante el terrorismo coincide con regímenes de parca legitimidad, como las reacciones populares al hilo de su reciente y múltiple desmoronamiento al otro lado del extinto Telón de Acero han puesto en evidencia, donde en principio la propensión al uso de la violencia como medio radicalizado para acarrear cambios en la estructura y distribución del poder sería mayor.

Por el contrario, las características antes mencionadas pertenecen, en conjunto, a las democracias liberales con una economía basada principalmente en la concurrencia del mercado, casi exclusivas hasta hace bien poco del entorno europeo occidental, japonés y norteamericano. Regímenes en los que se garantizan las libertades públicas, existen mecanismos para facilitar la participación política efectiva, hay instituciones representativas que denotan la voluntad de la ciudadanía y tienen lugar, a intervalos regulares, elecciones libres en las que distintos partidos compiten por el voto popular y de las cuales emanan tanto parlamentos como ejecutivos  responsables  que desempeñan sus funciones durante un período limitado de tiempo, tras el cual  pueden  ser  reemplazados [11]. En  el seno de las democracias así descritas  encuentran su mejor acomodo conocido el elenco de asociaciones autoconstituidas que se conoce como sociedad civil, expresión de una esfera pública autónoma la cual tiene importancia respecto al tema objeto de este artículo, en la medida en que, de forma imprevista, pueden articularse también en ella entidades como los mercados ilegales, las sectas destructivas o los propios grupos terroristas. Además, en las democracias liberales existen fuentes de información alternativas a las oficiales y acceso relativamente fluido a los medios masivos de comunicación. Cierto que dicho acceso no es completamente libre, pero cabe poca comparación, en este sentido y respecto a una actividad tan necesitada de publicidad como la terrorista, con sociedades totalitarias donde los medios de comunicación  de masas quedan  controlados  cuidadosamente por quienes detentan el poder e incluso el uso no autorizado  de  fotocopiadoras es  visto  como un crimen contra la  seguridad del Estado [12]. En     definitiva, el terrorismo se beneficia sobremanera de los derechos y libertades civiles inherentes a las democracias liberales [13]. Paradójicamente, sin embargo, la teórica mayor vulnerabilidad técnica ante el terrorismo coincide, en el caso de las politeyas democráticas propias de sociedades industriales avanzadas, con regímenes que alcanzan elevadísimas cotas de legitimidad y un amplio consenso entre la población acerca de la forma de gobierno más deseable, lo que reduciría notoriamente la propensión al disentimiento violento entre la ciudadanía. La mayor vulnerabilidad de las democracias liberales ante la formación de organizaciones terroristas denota, pues, en su aspecto técnico, la también mayor apertura del régimen en lo que atañe al acceso político. Lo cual no impide que las posibilidades de que dicha violencia colectiva ocurra o se perpetúe puedan reducirse mediante el establecimiento de barreras a su movilización inicial o la adopción de medidas adecuadas que no supongan un quebranto al Estado de derecho vigente en tales regímenes.

Empero, desde una óptica española no puede eludirse un comentario acerca de que buena parte de los rasgos meramente técnicos referidos a una situación de relativo menor control estatal como la descrita con anterioridad se han hallado presentes, cuando menos durante ciertos períodos de tiempo y en un grado que adquiere aquí gran relevancia, en el marco de las politeyas autoritarias que, por ejemplo, la frontera meridional de Europa ha conocido hasta hace bien poco. En tales regímenes coexistieron un dirigente (o una minoría dirigente) con extensos poderes, cuyo uso sin rendir cuentas ante los gobernados revela arbitrariedad, dentro de constricciones formales mal definidas pero suficientemente claras, en un contexto más dotado de actitudes mentales prevalentes que de ideologías articuladas y con escasa movilización de los ciudadanos, donde el pluralismo sociopolítico queda muy limitado por las normas jurídicas, aunque las autoridades pueden verse obligadas a tolerar la autonomía de determinadas entidades, como las eclesiásticas [14]. Podría afirmarse, por tanto, que si bien la aparición del terrorismo parece ocurrir con mayor facilidad bajo politeyas democráticas, es igualmente cierto que las posibilidades de que surja en el contexto de regímenes autoritarios son también relativamente elevadas, especialmente si se encuentran coyunturalmente debilitados, en crisis debido a su precaria legitimidad o acaso en trance de liberalización, en cuyo caso la vulnerabilidad no es tanto una cuestión de principio como de incapacidad gubernamental. De otro modo: hay situaciones en las que los cauces para la expresión legal de la oposición se encuentran bloqueados, pero la represión del régimen es ineficiente, por lo que el terrorismo insurgente resulta, por así decirlo, doblemente verosímil, al coincidir las causas permisivas con otras directas [15]. Ahora bien, en tales circunstancias deviene igualmente probable la aparición de un terrorismo de carácter vigilante, facilitado quizá por las propias autoridades a fin de complementar la menoscabada capacidad represiva del régimen autoritario.

No será difícil encuadrar, a partir de aquí, la formación de organizaciones terroristas en España, extraestatales y paraestatales, insurgentes y vigilantes, durante la última fase del franquismo [16]. Por lo mismo, cabe hoy imaginar una mayor vulnerabilidad estructural  ante la formación de dichos grupos clandestinos en los sistemas políticos del este de Europa en vías de democratización. Aun cuando no se hayan completado en ellos eventuales procesos susceptibles de generar organizaciones terroristas de signo insurgente, dicha forma de violencia se ha hecho manifiesta, en relación, sobre todo, a conflictos interétnicos, como parte de diseños bélicos a mayor escala o en el marco de conflictos menores pero insuficientemente regulados. Obsérvense, siquiera como resultado de modificaciones significativas en el elenco de circunstancias técnicas que, informadas por la reformulación del orden político, facilitan una estructura de la oportunidad más favorable al uso de la violencia por parte de pequeños grupos armados, los numerosos secuestros de aeronaves rusas registrados en los últimos años. Aunque las politeyas antes totalitarias heredan tras el colapso del comunismo, entre otras cosas, policías altamente eficientes en las tareas de vigilancia y represión, ello no necesariamente constituye una herramienta a disposición de los nuevos gobiernos elegidos en tales países e incluso puede utilizarse parcialmente para conspirar en la desestabilización de las democracias recién instauradas o dificultar el proceso de cambio con el fin de mantener determinados privilegios adquiridos por los miembros de aquellos cuerpos en el pasado. A modo de ejemplo, a los sectores más extremistas de la antigua policía política se atribuye la colocación del artefacto que el 2 de junio de 1990 explosionó en pleno centro de Praga, causando veinte heridos, a una semana de las primeras elecciones generales y libres celebradas en la hoy desaparecida Checoslovaquia tras la caída del régimen comunista [17].

En suma, la estructura de la oportunidad  política más favorable a la formación  de organizaciones terroristas es aquella  en  la  cual resultan relativamente menores los costes que implica movilizar cuantos recursos resultan necesarios para el despliegue inicial de dicha forma de violencia colectiva. Su configuración más sobresaliente corresponde a la propia de las democracias liberales, por lo que es menester detenerse en ellas con mayor detenimiento. Constreñidos por las limitaciones jurídicas que imponen como prioridad ineludible la salvaguardia de los derechos civiles de la ciudadanía, tales regímenes, pese a disponer de cotas elevadas de legitimidad y consenso, lo cual reduce sobremanera la propensión al disenso radical, devienen más vulnerables al surgimiento de grupos orientados finalmente hacia el uso ilegal de la violencia debido a las dificultades que entraña instaurar medidas eficaces  de seguridad con carácter preventivo sin lesionar al tiempo las libertades públicas constitucionalmente garantizadas. De este modo, los gobiernos de los regímenes democráticos suelen verse obligados a reaccionar ante el terrorismo. si tiene lugar, del mismo modo que lo hacen ante cualquier otro tipo de acción mancomunada diseñada por actores políticos emergentes, es decir, una vez iniciada, considerando más bien posteriormente la posibilidad de intervenir sobre los costes que su práctica supone. La eficacia de dicha reacción contribuye notablemente a explicar por qué el terrorismo arraiga o se hace más duradero en unas democracias que en otras. De otro modo, da cuenta de las variaciones en la estructura de la oportunidad política con respecto al terrorismo entre regímenes democráticos y, dentro de cada uno de ellos, a lo largo del tiempo.

El control estatal del terrorismo en las democracias liberales

Inicialmente, cualquier gobierno sometido a las normas propias de un régimen democrático tenderá a dificultar la persistencia, más allá de su eclosión inicial de organizaciones clandestinas especializadas en la práctica del terrorismo político, puesto que el carácter prevalente de dicha forma ilegal de acción colectiva, pese a lo reducido de sus dimensiones y lo acotado de sus actividades, supone habitualmente un desafío frontal al control de la violencia, de cualquier violencia, cuyo monopolio interno reclama para sí el Estado, así como un rechazo de los cauces legales de participación legal institucional o no institucional existentes. De hecho, una organización terrorista adquiere cierto poder, siquiera relativo, cuando se perpetúa pese a los esfuerzos llevados a cabo por el gobierno en sentido contrario, ya que en tal caso hace prevalecer sus intereses inmediatos sobre los de las autoridades. Hay ocasiones en que ello ocurre como consecuencia de cierta pasividad demostrada por quienes detentan el mando de las fuerzas estatales de seguridad, cual parece haber acontecido con el terrorismo de orientación xenófoba practicado en Alemania, desde hace ya algunos años, por grupos organizados de ideología neonazi. La consolidación de una organización terrorista durante un período significativo de tiempo puede también deberse  a que resulta auspiciada por determinados intereses hostiles al legítimo gobierno establecido y ubicados parcialmente en posiciones de autoridad dentro de agencias estatales vitales para el control de aquella violencia. En otras ocasiones, sin embargo, un grupo terrorista se mantiene más allá de su momento fundacional como resultado de una reacción institucional poco eficaz e incluso contraproducente que, o bien no altera las condiciones de la estructura de la oportunidad política favorables a la insurgencia, o bien las expande en beneficio de la organización clandestina. Frecuentemente, aunque no siempre, esto suele coincidir con el tiempo que los gobiernos y las fuerzas de seguridad subordinadas necesitan para adaptar su respuesta a la naturaleza del fenómeno terrorista tal y como se presenta habitualmente en las sociedades industriales avanzadas. Un proceso de aprendizaje cuya experiencia se tiende a acumular, por una parte, de tal manera que los procedimientos pueden resultar más diligentes y exitosos en el futuro; por otra, se transmite por medio de la cooperación bilateral o multilateral a los gobiernos democráticos de otros países, reduciendo con ello ese tiempo de adaptación, caso de que resulte necesario transcurrido.

De cualquier manera, la naturaleza minoritaria, secreta e imprevisible del terrorismo político practicado en sociedades democráticas altamente industrializadas plantea graves problemas a los gobiernos que tratan de diseñar políticas destinadas a neutralizar el fenómeno. Conviene recordar, en este sentido, que el terrorismo de mayor intensidad relativa practicado por organizaciones clandestinas de tamaño reducido constituye siempre una violencia colectiva de muy baja intensidad (comparada con otras como la guerra de guerrillas, los procesos revolucionarios o la guerra civil generalizada), tanto porque el número de individuos directamente implicados raramente supera los varios centenares en el contexto de poblaciones habitualmente pacificadas que alcanzan los millones de personas, como porque el apoyo social que pueda eventualmente suscitar es siempre minoritario, incluso entre las colectividades de referencia, aunque no deje de ser significativo en algunos casos [18]. Pese a ello, una primera opción consiste, si cabe, en que los gobiernos traten de aminorar, aplicando medidas políticas, aquellos conflictos de los que se derivan motivaciones favorables al uso de la violencia, como vía para su resolución. Lo cual, empero, suele ir en detrimento de los cauces constitucionales de representación e intercambio político existentes. Otro inconveniente es que los objetivos políticos perseguidos por una organización terrorista no siempre son explícitos; aparecen a menudo como algo maximalista o indeterminado, aptos para acciones expresivas pero poco accesibles a la transacción y, en cualquier caso, difícilmente negociables con el propio grupo clandestino, tal y como ambiciona, por cuanto ello implicaría su reconocimiento como interlocutor válido en detrimento de los actores que participan en las instituciones representativas y para menoscabo de la legitimidad misma del régimen.

Además, la progresiva regulación de los conflictos que han devenido parcialmente violentos no siempre garantiza la desaparición del terrorismo, al menos a corto plazo. En parte porque, más allá de un determinado momento, relativamente temprano en el caso de los grupos clandestinos y de acuerdo con una lógica que se acentúa también para las formaciones secretas, el objetivo de la propia supervivencia prevalece sobre los fines de índole programática, en una pauta común, por lo demás,  a cualquier  tipo de organización  política [19] . Así, es  frecuente  que las organizaciones terroristas prosigan su proceso de formación y persistan a pesar de haber fracasado en alcanzar las metas originalmente ambicionadas o con independencia de los cambios acaecidos en las circunstancias sociales, económicas, culturales o políticas que sirvieron para justificar, inicialmente, el uso de la violencia. La organización tiende a convertirse en un fin en sí misma, y el imperativo de su supervivencia hace que los dirigentes clandestinos promuevan la realización de actividades predatorias más propias del chantaje y la extorsión característicos de la criminalidad organizada que de una  violencia  desplegada con objetivos políticos. Incluso cuando cabe que un gobierno manifieste públicamente su voluntad de diálogo  y  comprensión,  tal actitud  puede ser interpretada como signo de debilidad por parte  de los dirigentes  de una organización clandestina, sirviendo  así de acicate  para  que persista en su actividad ilegal de violencia. En cualquier caso, el tratamiento estrictamente político del terrorismo, si hubiera lugar a ello, tiene un impacto diferencial según el contexto  de que se trate. Allí donde apenas  ha sido capaz de  articular  respaldo  social,  las  reformas  emprendidas por un gobierno minan más el atractivo de una estrategia terrorista y la organización que promueve dicha violencia queda aislada y tiende a fenecer, como ocurrió con el Front de  Libération  Québécois  (FLQ)  en los territorios francófonos de Canadá y  diversos  grupúsculos  terroristas en los Estados Unidos de América, a inicios de los años setenta [20].

En cambio, donde y cuando una organización  terrorista  ha logrado atraer, en forma de respaldo social, la sumisión y el sometimiento, activo o pasivo, en sectores significativos de la población de referencia, incrementa sus posibilidades de persistir a pesar de las eventuales transformaciones políticas emprendidas, al menos en tanto las fuerzas moderadas que operan en el mismo sector político que el grupo clandestino adquieran una posición de poder que les permita negar respaldo a los  violentos  y  estigmatizar  su  presencia  en el  espacio  público. Por ejemplo, el Provisional Irish Republican Army (PIRA) se desarrolló mientras que el movimiento en favor de los derechos civiles de la minoría católica norirlandesa era severamente reprimido y el régimen semiautónomo establecido en el Ulster, bajo dominio de la mayoría protestante, distaba de ser realmente democrático, entre otras  razones  por sus ingredientes discriminatorios. Empero, su violencia ha persistido a pesar de que los derechos de la población  católica  están  ya  mucho mejor protegidos, puesto que sigue gozando, por otros motivos, de la aquiescencia de segmentos  sociales  relativamente  importantes,  aunque minoritarios [21]. La transición democrática española y el autogobierno establecido en los territorios vascos peninsulares, sin precedentes en la historia y legitimado por la gran mayoría de sus  ciudadanos,  estimularon el abandono de la violencia y la disolución de una parte significativa de Euskadi ta Askatasuna, la llamada rama político-militar o ETA (pm), pero su facción militar, ETA (m), pugnó por persistir, aunque en los últimos años tropieza, entre otros no menos importantes obstáculos,  con la amenaza de un creciente aislamiento social y político [22]. Al margen de todo ello, el abandono de las armas por parte de los militantes menos radicales y el  empecinamiento de  los  más  intransigentes da lugar por lo común a escaladas de violencia,  de duración  e intensidad variable, incluso en situaciones en las que el terrorismo no es tan relevante como en los casos vasco y norirlandés, pues así ocurrió también con el Front National de Libération de la Corse (FNLC) después de que el gobierno galo promulgara una amnistía para sus activistas condenados y acordara cierto nivel de autogobierno para la región insular francesa [23].

Otro abanico de  respuestas disponibles  para  que  un  gobierno democrático trate de neutralizar al terrorismo, además de proteger los blancos potenciales mediante dispositivos de seguridad, incluye medidas coactivas de carácter tanto jurídico como policial. A este respecto, cabe señalar que la respuesta gubernamental al desafío terrorista ha dado lugar en buena parte de los países europeos a legislaciones especiales o de emergencia, las cuales, adoleciendo en numerosas ocasiones de cierta improvisación, heterogeneidad de contenidos, relativa imprecisión técnica y transitoriedad, han permitido suspender excepcionalmente algunos  derechos  constitucionales  como  los  relativos  a  la duración máxima de las detenciones preventivas de sospechosos, la inviolabilidad de los domicilios y el secreto de las comunicaciones interpersonales, siempre en relación con investigaciones referidas a la actuación de lo que viene tipificado como delitos de terrorismo y otros cometidos por bandas armadas [24]. Aunque se establecen garantías formales para tales suspensiones, apelando a la intervención judicial y el adecuado control parlamentario, en la práctica resultan relativas e insuficientes, por lo que al amparo de la ley se han cometido abusos en detrimento del Estado de derecho, especialmente cuando las legislaciones antiterroristas coexisten con un aparato policial ineficaz para hacer respetar la ley o para investigar y perseguir adecuadamente los delitos de terrorismo. Lo cual, en no pocos casos, lejos de servir para neutralizar al terrorismo, ha resultado contraproducente hasta el punto de fortalecerlo. Así pues, tanto desde un punto de vista ético como desde una óptica de eficacia, ya que ambos criterios han de combinarse en los regímenes de principios democráticos, se hace necesario que el diseño jurídico contraterrorista excluya componentes de naturaleza dudosa, quizá incontrolables y, corno ya se ha señalado, eventualmente contraproducentes, comunes por lo demás a las principales legislaciones especiales o de emergencia promulgadas en el entorno europeo occidental [25], aun cuando el menoscabo del Estado de derecho que entrañan sea aceptado como mal menor, para lograr una convivencia libre de los sobresaltos y las tragedias humanas asociadas al terrorismo, por buena parte de los ciudadanos y las ciudadanas afectados.

Resulta  obvio y  legítimo, en otro orden  de cosas, que los  gobiernos recurran al control de la violencia ilegal a través de los instrumentos propios de la violencia legal cuyo monopolio gestionan, para llevar a cabo las ya aludidas tareas de protección y  desarticular,  en  concreto,  las organizaciones secretas que practican el terrorismo. Ahora bien, el cariz minoritario, clandestino e imprevisible del terrorismo hace que dichas tareas resulten harto complicadas, puesto que, en lo relativo al control de dicho fenómeno, un arsenal sofisticado resulta  relativamente inservible sin  adecuados  métodos de detección y prevención futura  [26]. En este sentido, una herramienta esencial es la información, aunque sus operaciones, de nuevo, pueden acarrear no pocos  problemas al marco de derechos y libertades civiles existentes en una sociedad democrática, si bien distintas experiencias revelan que las operaciones  encubiertas  de los servicios secretos  pueden  llevarse  a  cabo en el marco de los límites impuestos por el ordenamiento legal y constitucional, lo cual requiere empero un control firme por parte del gobierno y del parlamento correspondiente [27]. La recolección de información es, sin embargo, clave para llevar a cabo una represión del terrorismo político que no genere daños a la ciudadanía circunstante o no involucrada. Esto es, para realizar una represión selectiva dirigida únicamente sobre las personas implicadas en la práctica de dicha forma de violencia ilegal, ya sean activistas o colaboradores. Una respuesta gubernamental represiva pero indiscriminada, que no distinga entre los terroristas y el entorno social circundante en cuyo seno operan, tiende a alienar a sectores significativos de la misma con respecto al gobierno. Sin inteligencia, sin información, un gobierno no puede hacer la distinción crucial, necesaria para una adecuada política contraterrorista. En este sentido, medidas tales como internar a sospechosos sin juicio, reiteradamente, suelen resultar contraproducentes. Tienden a crear simpatía popular hacia los insurgentes, al menos en los segmentos sociales afectados por eventuales acciones abusivas a cargo de las fuerzas y cuerpos de seguridad, o ya predispuestos por afinidad emotiva, ideológica o de intereses con alguna organización clandestina. Si los detenidos no son miembros, colaboradores o simpatizantes de la organización clandestina en el momento de su arresto, la probabilidad de que lo sean después, una vez liberados, es mucho mayor que la registrada en condiciones de normalidad. Todo ello aumenta la inseguridad, el desorden y la polarización social, contradiciendo así una de las funciones básicas en las tareas de todo gobierno y alimentando la consolidación del terrorismo con el cual compite.

Básicamente, un aparato policial que actúa de modo significativamente indiscriminado ante el desafío que plantea la presencia de organizaciones terroristas en su espacio competencia!, violando repetidamente las normas jurídicas existentes, se revela como un aparato policial ineficaz. Ineficaz para individuar a los sujetos responsables de los actos delictivos tipificados como terroristas. Las causas de dicha ineficacia suelen responder, en buena parte, a lo inadecuado de los servicios de inteligencia, vitales en la prevención y control de la violencia desplegada por organizaciones secretas; pero también pueden ir ligadas a la falta de control ejecutivo sobre las agencias policiales, especialmente necesaria cuando dichas fuerzas de seguridad disponen de orientaciones cognitivas poco adecuadas a lo que debe ser el mantenimiento de la paz civil en un Estado democrático de derecho. Algo de ello, o mucho, puede rastrearse en los numerosos comportamientos abusivos registrados en las provincias vascongadas durante los años cruciales de la transición democrática española, por parte de componentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad socializados en una concepción autoritaria  y  militar del orden público propia del régimen dictatorial precedente [28]. En ocasiones, por tanto, la  ineficacia  policial  para  contener  al  terrorismo en el contexto de sociedades democráticas no procede de la  inexistencia de servicios de información adecuados, sino,  por  paradójico que  pudiera parecer, de las dificultades gubernamentales para gestionar el monopolio de la violencia que se atribuye al Estado. En concreto, a un uso doloso y desviado de los  mismos,  por  instrumentalización o  inhibición. A veces, para agudizar  las repercusiones del terrorismo  con la delibera­ da intención de provocar una involución del orden político vigente en beneficio de determinados intereses privados. Así, por  ejemplo, cuando los jefes de los servicios secretos italianos reestructurados fueron obligados a dimitir en 1978, después de que  las  Brigadas  Rojas secuestraran y asesinaran al entonces Presidente de la República, Aldo Moro, se hizo público que pertenecían a una  logia masónica  implicada  en actividades de desestabilización política con la intención de quebrar el régimen democrático para instaurar otro de cariz autoritario, la cual había realizado además operaciones encubiertas, a través del aparato policial, promoviendo desde mediados de los años sesenta acciones terroristas  de signo neofascista cuyo resultado fue, en numerosas ocasiones, el de auténticas masacres [29]. Cuando las relaciones privilegiadas con los servicios secretos italianos no pudieron ya ser cultivadas con éxito, debido al incremento del control ejecutivo de las fuerzas  policiales,  el  terrorismo de extrema derecha entró en crisis y prácticamente desapareció [30]. Otras veces, el mencionado uso doloso y desviado de medios de control tiene como finalidad inmediata la de complementar la represión legal del terrorismo con métodos ilegales pero tenidos, desde un cierto punto de vista, como muy eficaces, sin que ello implique necesariamente una actitud hostil hacia la forma de gobierno existente, aunque desde luego nada respetuosa con su ordenamiento legal vigente. Así, en el caso español se ha llegado a procesar y condenar a dos policías acusados de instigar el surgimiento y facilitar la persistencia, durante buena parte de los años ochenta, de una asociación secreta  cuyas actividades  corresponden al concepto de terrorismo elaborado en el primer epígrafe de este artículo, los denominados Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), organización clandestina vigilante creada, paradójicamente, para combatir a otra insurgente como es ETA(m). Por tanto, parece haber ocasiones en las que funcionarios de agencias policiales se inspiran en los métodos del adversario.

Hasta aquí, lo antedicho permite identificar en la ineficacia de la respuesta policial una de las condiciones sustanciales para explicar que el terrorismo haya prendido y arraigado con más fuerza en unas democracias industriales que en otras, acaso ligado a la  eventual  precariedad de las instituciones políticas, como los casos  italiano y español  de los años setenta parecen sugerir. Si, por el contrario,  la respuesta  estatal a través de sus agencias especializadas es eficiente y  respetuosa  con el Estado de derecho, ello supondrá una amenaza seria para la consolidación o persistencia de cualquier organización  clandestina  dedicada  a la práctica del terrorismo [31]. Resultará así más verosímil que desaparezca desarticulada. Empero, no sin que la organización haga un esfuerzo  por sobrevivir incrementando sus actividades de  violencia,  tal  y como es pauta común de cualesquiera formas de acción colectiva desbaratadora cuya persistencia se ve seriamente amenazada [32]. De cualquier modo, la decadencia del terrorismo en  Europa Occidental coincide con  el desarrollo de sistemas internos de seguridad elaborados y  sofisticados que, combinados con la creciente cooperación internacional en el marco de un espacio policial común, han reducido sobremanera la estructura de la oportunidad favorable a las  organizaciones  clandestinas que lo llevan a cabo [33], si bien variedades más recientes de este fenómeno, ahora de cariz insurgente pero no ya principalmente proactivo sino reactivo, como el inspirado en idearios racistas y xenófobos, suponen un desafío importante a este entramado. La mejora en los mecanismos de respuesta policial ha sido acompañada en algunos  países con medidas legislativas adicionales de reinserción social  destinadas a incentivar la disociación de quienes, perteneciendo a una organización terrorista, estuvieran dispuestos a abandonar la violencia. El impacto combinado de ambas disposiciones ha resultado fundamental para que el terrorismo entrara en una fase de crisis en algunos de los casos, como el español o el italiano, donde había persistido con mayor virulencia.

Aunque este epígrafe se ha ocupado sobre todo, bien que someramente, de la respuesta estatal, en el  marco de las democracias  liberales de sociedades industriales avanzadas, ante la emergencia de un actor político dedicado a la práctica sistemática y  tendencialmente exclusiva del terrorismo, conviene recordar para concluirlo que hay otros actores implicados. Partidos políticos, sindicatos y asociaciones cívicas  de diversa condición pueden reaccionar asimismo, ya que son capaces de ejercer cierto control social sobre el terrorismo para evitar, entre otras cosas, que el terrorismo lo ejerza sobre tales instancias de la sociedad civil. No siempre lo hacen, empero. O  tardan  algún  tiempo en  hacerlo. A veces toleran la presencia del terrorismo por afinidades culturales, ideológicas, afectivas o de intereses, con la intención  quizá  de no perder espacio público de influencia o de ganarlo, en su caso. Pero las ambigüedades (manifestaciones ambivalentes de equidistancia entre la violencia de origen estatal y la  de  raigambre  terrorista  en el  contexto de un régimen democrático, por ejemplo) tienden a facilitar la movilización de cierto respaldo social hacia una organización armada, con lo que se contribuye a su persistencia. Cuando partidos o asociaciones moderadas tratan de instrumentalizar en tal sentido la violencia  terrorista suelen terminar por quedar sustancialmente sujetas, por  algún tiempo al menos, al control  ejercido  por  la  organización  clandestina que la práctica. Por tanto, además de intentar explicar por qué unas democracias resultan más vulnerables al terrorismo que otras  en  función de la respuesta estatal (política, legal o policial), es conveniente recordar que hay otras circunstancias relevantes,  entre  las que  conviene hacer referencia genérica a la gobernabilidad de los sistemas políticos [34] y mención específica a la rutinización de arreglos sociales que regulan  y  normalizan   la  conflictividad  política   mediante   pactos que implican  al conjunto de la población [35].  Acaso este argumento,  unido a

lo reducido de la población y la eficacia de las medidas de seguridad existentes, permite explicar en alguna medida la llamativa carencia de terrorismo en las sociedades de los países escandinavos, por ejemplo, donde los pactos corporativistas de gran  alcance  son  parte  constitutiva del orden político.

Transnacionalización del terrorismo y terrorismo internacional

En algunos casos puede suceder, como de hecho ha ocurrido y ocurre, que, si es posible, una organización terrorista  insurgente  en  peligro de extinción, debido  a las  respuestas  estatales que afronta,  se  repliegue o huya hacia lugares en los que permanecer a salvo de la represión, para preparar desde ellos nuevas acciones de violencia a  realizar  en el  seno del territorio sobre el que  tienen  jurisdicción  las  autoridades  a  las que se dirigen en última instancia sus reivindicaciones; o  para  operar,  contra los intereses de tales autoridades o contra blancos significados que permitan publicitar ciertas demandas, pero en los confines de otras politeyas estatales. Así, un grupo clandestino  puede  movilizar  recursos en un país determinado, porque las condiciones son allí más favorables, para llevar a cabo sus acciones en otro, donde resulta más  adecuado operar pero la movilización previa de recursos es muy problemática. Estas situaciones suponen una transnacionalización del terrorismo que constituye, en buena medida, uno de los puntos  de  partida  de  lo  que cabe denominar terrorismo internacional. De hecho, el primero de aquellos supuestos antes mencionados coincide con la experiencia de ETA en suelo francés o la del IRA en suelo de la República de Irlanda. El segundo, con la actividad terrorista desplegada por  diversos  grupos  palestinos, armenios y croatas, entre otros, en diversos países europeos y norteamericanos. Así, desde finales de los años sesenta, puesto que el reconocimiento de la causa palestina era un objetivo prioritario para sus defensores y dado que el uso de la violencia terrorista en  territorio  israelí resultaba harto difícil debido a que las medidas de seguridad existentes apenas permitían una estructura de la oportunidad favorable para operar, se produjo una transnacionalización de la misma, inicialmente a cargo del Popular Front for the Liberation of Palestine (FPLP) en distintos países europeos, ocasionando un efecto de contagio en otros grupos con similares agravios que hacer públicos e idénticas dificultades para movilizar recursos y desplegar sus acciones de violencia  en  los ámbitos de referencia [36].

Resulta  llamativa,  en  cualquier caso,  la  predilección  del terrorismo transnacionalizado y del terrorismo internacional, que trata  de afectar la distribución del poder a escala global, por adoptar como teatro operativo las sociedades industriales avanzadas con regímenes políticos tolerantes. Sin duda, las organizaciones terroristas implicadas se benefician para sus actividades de los mismos factores que hacen más verosímil la propia aparición del terrorismo endógeno en tales ámbitos. ¿Qué hace de Europa occidental  el  marco geopolítico  más  propicio  para la transnacionalización del terrorismo y para las  actividades del  terrorismo internacional propiamente dicho? A ello contribuyen determinadas condiciones que, en consonancia con la mayor  vulnerabilidad  técnica ante el terrorismo propia de los regímenes políticos ubicados en dicho espacio, configuran en el mismo, de manera no intencionada, una estructura de la oportunidad, ahora a escala del sistema mundial, favorable tanto para la movilización de  organizaciones armadas clandestinas como para sus acciones de violencia. En  primer  lugar, una geografía compacta con extraordinarias facilidades para el transporte y fronteras de relativo libre tránsito. En segundo término, una elevada concentración de objetivos potenciales, en virtud de la confluencia de centros neurálgicos de la actividad diplomática, política, económica y militar. Tercero, una tupida red de medios masivos de comunicación capaces de transmitir, universal y simultáneamente, cualquier acción violenta de cierta envergadura o impacto. En cuarto lugar, un excelente acceso a los mercados clandestinos de armamento. Por último,  un  elemento  no menos importante es la presencia de numerosas y extensas comunidades inmigrantes, segregadas en buena medida, en las que pueden encontrar apoyo logístico y cobertura organizaciones armadas de su mismo origen. La transnacionalización del terrorismo, provocada por los constreñimientos que encuentran para operar  las organizaciones clandestinas  en los confines de un determinado país, ha facilitado asimismo, como ya se ha apuntado, la eventual promoción o instrumentalización de grupos armados por parte de determinados Estados, en función de sus intereses estratégicos a la hora de minar la estabilidad de algunos países o áreas geográficas [37]. A la hora, por tanto, de alterar la estabilidad del orden mundial. En este sentido, el terrorismo internacional ha podido constituirse, eventualmente, en un instrumento de guerra larvada. No es ocioso que dicho fenómeno se gestara en los años sesenta y alcanzara sus mayores dimensiones durante la década  de  los setenta,  en un contexto de guerra fría y en el marco de  la división  de  Europa  y del mundo en dos grandes bloques militares. En ese escenario,  las hostilidades entre esos dos grandes bloques se encontraban limitadas por la disuasión o capacidad recíproca de destrucción,  canalizándose  alternativamente hacia la promoción de estrategias persuasivas, por un  lado, y de  técnicas subversivas, por el otro [38]. En tanto que la persuasión se destinaba a modificar o consolidar sentimientos,  opiniones  y convicciones a través de la propaganda, la subversión tenía como objetivo promocionar a determinados   partidos  o  grupos   para  generar   inestabilidad   política e incluso provocar cambios drásticos en la distribución del poder nacional, susceptibles de incidir sobre el orden internacional.

La subversión inducida, que como toda estrategia similar aspira a sustraer a una población de la autoridad  administrativa  y  moral  del poder establecido para integrarla a otra, dio lugar a guerras limitadas o conflictos localizados de relativa baja  intensidad  en  países  periféricos del planeta. En las sociedades industriales avanzadas, más sólidas y menos desgarradas internamente, el terrorismo practicado estratégicamente por organizaciones clandestinas de dimensiones reducidas pudo constituir un vehículo para generar inestabilidad. Empero, la instrumentalización del terrorismo en tal sentido parece haber remitido notoriamente con el cambio político registrado en la antigua  Unión  Soviética y demás países del otrora bloque oriental. Tales acontecimientos coinciden también, pues, con la decadencia  de  la  oleada  que  dicha forma de violencia, sobre todo en su variedad insurgente y proactiva diseñada desde la extrema izquierda, ha registrado desde finales de los años sesenta dentro de las democracias industriales avanzadas [39]. No quiere esto decir que no pudiera haber países occidentales implicados. Existen, por ejemplo, datos relativos a la implicación de los servicios secretos estadounidenses en el terrorismo italiano de signo reactivo y procedente de la extrema derecha, buena parte de cuyos fundamentos correspondían a la estructura soterrada de subversión interna conocida como red gladio, que fue establecida a finales de los años cuarenta en distintos países  europeos,  a  iniciativa  del  gobierno  norteamericano, para hacer frente a una posible ocupación soviética, aunque décadas después se activara parcialmente  con  la  intención  de evitar  la  entrada de los comunistas en eventuales gobiernos  de coalición.  En  este  como en otros casos, la evidencia se añade a la que, con respecto a la pasada relación entre buena parte de los grupos  terroristas  de extrema  izquierda activos en Europa occidental a lo largo de las pasadas décadas y los gobiernos comunistas del ya desmantelado bloque  soviético,  ha surgido al compás de la democratización de países otrora totalitarios.  Sin embargo, de aquí a concebir el fenómeno terrorista, acaecido  a  lo largo de las pasadas décadas en distintas politeyas de las sociedades industriales avanzadas, como mero resultado de conspiraciones urdidas por servicios secretos de distintos países, cual ocurre con ciertas interpretaciones simplificadoras procedentes incluso de  recintos  académicos  [40], hay un trecho difícil de recorrer, aunque la importancia que adquiere la dimensión mundial del terrorismo no deba en modo alguno soslayarse.

Fernando Reinares, en cepc.gob.es/

Notas:

1   De acuerdo con el criterio sugerido por Raymond Aron  para  distinguir  como terrorista un acto de violencia en su Paix et guerre entre  les 11atio11s,  París: Calmann Levy, 1962, p. 176.

2   Este aspecto ha sido subrayado por Thomas  P. Thornton  en su artículo «Terror as a weapon of political agitation», en Harry Eckstein (ed.), Intemal War, Nueva York: Free Press, 1964, pp. 71-99.

3   En este sentido, Ronald Crelinsten, «Terrorism as political communication: the relationship betwecn the controller and the controlled», en Paul Wilkinson y Alasdair M. Stcwart (eds.), Contemporary Research 011 Terrorism, Abcrdecn: Aberdeen University Press, 1987, pp. 3-23.

4   En torno a  esta  tipología,  Luigi  Bonanate,  «Dimensión  del  terrorismo  político», en Luigi Bonanate (ed.), Dimensiona del terrorismo político, Milán: Franco Angeli, 1979; especialmente, pp. 134-140.

5   Sobre dicha manera de clasificar las diversas  formas  de  acción  colectiva,  véase Charles Tilly, From Mobilization to Revolution, Nueva  York: Random  House,  1978, cap. S.

6   La idea ha sido desarrollada formalmente  por  Charles  Tilly,  op. cit.,  cap.  4. También en Doug McAdam, Political Process and the Development of Black lnsurgency, Chicago: University of Chicago Press, 1982. Asimismo, con Sidney Tarrow, Struggling to Reform. Social Movements and Policy Change during Cycles of Protest, Ithaca, Nueva York: Cornell University Center for International Studies, 1983, pp. 26 a 34. Una interesante aplicación de la noción de estructura de la oportunidad política puede hallarse, además, en Hanspeter Kriesi, «El contexto  político de  los  nuevos  movimientos  sociales en Europa occidental», en Jorge Benedicto y Fernando Reinares (eds.), Las transformaciones de lo político, Madrid: Alianza, 1992, pp. 115-157.

7   Sobre la caracterización analítica de  las distintas  formas de gobierno en función  de la acción colectiva que facilitan, toleran o reprimen, véase de  nuevo Charles Tilly, op. cit.; especialmente, pp. 106-11S.

8   Empero, la intensidad de un conflicto social no incide tanto sobre eventuales expresiones de violencia que puedan emanar del mismo como su falta de regulación. Véase, en este sentido, Ralf Dahrendorf, Sociedad y libertad, Madrid: Tecnos, 1971, capítulo noveno, dedicado a elaborar las bases para una teoría del conflicto social.

9   Por ejemplo, se ha sugerido que, con independencia de la forma de gobierno existente, las estructuras estatales altamente diferenciadas y particularmente fuertes, dotadas de burocracias ampliamente extendidas y mecanismos institucionales de socialización muy desarrollados, tienden a transmitir una serie de valores significativamente más propensos a la participación en formas de acción colectiva radicalizadas y violen­ tas de lo que acontece en el seno de estructuras estatales catalogables como débiles. El argumento lo ofrece e ilustra Pierre Birnbaum en Sta/es and Collective Action: the European Experience, Cambridge: Cambridge University Press, 1988.

10    A este respecto, la colección de artículos reunidos por Jonathan R.  Adelman en Terror and communist politics: the role of the secrel police in comunist states, Boulder (Colorado) y Londres: Westview Press, 1984. Sobre los regímenes políticos totalitarios, véase Juan J. Linz, «Totalitarian and authoritarian regimes», en Fred 1. Greenstein y Nelson Polsby (eds.), Hadbook of political science, vol. 3, Macropolitical theory, Reading, Mass.: Addison Wesley, 1975, pp. 175-411.

11    Una revisión del concepto de democracia, los procedimientos que la hacen posible y los principios operativos gracias a los cuales opera, puede hallarse en Philippe C. Schmitter y Terry L. Karl. «What democracy is and is not», Joumal of Democracy, vol. 2 (1991). pp. 75-88.

12    Alex Schmid y Janny de Graff, Violence as Communication: lnsurgent Terrorism and the Western News Media, Beverly Hills: Sage, 1982; especialmente, pp. 5-57.  En torno a la relación entre violencia terrorista y medios masivos de comunicación en el contexto de las sociedades industriales avanzadas,  véanse  también  los trabajos citados a continuación: Philip Schlesinger,  «Terrorism,  the  media, and  the liberal democratic state: a critique of the orthodoxy», Social Research, vol. 48 (1981), pp. 74-99; David L. Paletz y Alex P. Schmid (eds.), Terrorism and the Media, Newbury Park y Londres: Sage, 1992;  Michel  Wicviorka  y  Dominiquc  Wolton,  Terrorisme  a la  une, París: Gallimard, 1987.

13    Sobre esta cuestión, Paul Wilkinson, Terrorism and the Liberal State, Londres: Macmillan, 1986 (primera edición de 1977); especialmente, pp. 69-177.

14    Para una caracterización de los regímenes autoritarios, Juan J. Linz, «Una teoría del régimen autoritario. El caso de España», en Manuel Fraga, Juan Velarde y Salustiano del Campo (eds.). La España de los años setenta, vol. 3, El Estado y la política, Madrid: Moneda y Crédito, 1974, pp. 1467-1531. Un análisis de las diferencias entre los dos tipos de regímenes no democráticos mentados, totalitarios y autoritarios, se encuentra en el texto ya clásico del mismo autor citado en la nota 10.

15    Martha Crenshaw, «The causes of terrorism », Comparative Politics, vol. 13 (1981).p.384.

16    Véase, sobre este aspecto, Fernando Reinares, «Sociogénesis y evolución del terrorismo en España», en Salvador Giner (ed.), España: sociedad y política, Madrid: Espasa-Calpe, 1990: especialmente, pp. 354-372.

17    La noticia fue difundida, entre otros, por el diario El País, con fecha 3 de  junio  de 1990. Con posterioridad han aparecido numerosas otras similares.

18    A este respecto, Noemi Gal-Or (ed.), Tolerating Terrorism in the West, Londres y Nueva York: Routledge, 1991. También, Cristopher Hewitt, «Terrorism and public opinion: a five country comparison», Terrorism and Political Violence, vol. 2 (1990); pp. 145-170.

19    James Q. Wilson, Political organizations, Nueva York: Basic Books, 1973.

20    Jeffrey l. Ross y Ted R. Gurr, «Why terrorism subsides. A comparative study of Canada and the United States», Comparative Politics, vol. 21, n. º 4 (1989), pp. 405-426.

21    Martha Crenshaw, «The persistence of IRA terrorism», en Yonah Alexander y Alan O'Day (eds.), Terrorism in lreland, London: Croom Helm, 1984, pp. 246-271. John Darby, «Northern lreland: the Persistence and Limitations of Violence», en Joseph V. Montville (ed.), Conflicl and Peacemaking in M11l1ietlmic Societies, Lexington, Mass.: Lexington Books, 1991, pp. 151-159.

22    Fernando Reinares,  «Nationalism  and  violence in  Basque  politics», Conflict, vol.  8, n. 05 2 y 3 (1988), pp. 141-155. Del mismo autor,  «Democratización y terrorismo en el caso español», en José F. Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Bias (cds.),  La  transición democrá1ica española, Madrid: Sistema, 1989, pp. 611-644. Véase, también, Francisco J. Llera, «Violencia y opinión pública en el País Vasco, 1978-1992», Revista Internacional de Sociología, n.º 3 (1992), pp. 83-111.

23    Michel Wieviorka, Sociétés el terrorisme, París: Fayard, 1988, p. 45.

24    A este respecto. Diego López Garrido. Terrorismo, polí1ica y derecho. LA legislación antiterrorista en España. Reino Unido, Republica Federal de Alemania, Italia y Francia, Madrid: Alianza, 1987. Asimismo, José A. Martín Pallín. «Terrorismo y represión penal». Claves de Razón Práctica, n. º 23 (1992), pp. 26-34.

25 Para ahondar en este tema, Antonio Vercher Terrorism in Europe. An lnternational Comparative Legal Analysis. Oxford: Clarendon Press, 1992. Así mismo, John E. Finn, Constitutions in Crisis. Political Violence and the Rule of law, Oxford: Oxford University Press, 1991.

26    Como ha recordado, entre otros, lrving L. Horowitz, «Political terrorism and state power», Journal of Political and Military Sociology. vol. 1, n.º 1 ( 1973), p. 149.

27    Sobre esta problemática, K. G. Robertson, «Intelligence, terrorism, and civil liberties», en Paul Wilkinson y Alasdair M. Stcwart (eds.), Contemporary Research on Terrorism, Aberdeen: Aberdeen University Press, 1987, pp. 549-569. Asimismo, John B. Wolf, «Controlling political terrorism in a free society», Orbis, vol.  XIX, n. º 4 (1976), pp. 1289-1308.

28    Una concepción como la analizada por Manuel Ballbé en su Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid: Alianza, 1985, cap. 12, dedicado al periodo franquista.

29 Sobre todo ello, Leonard Weinberg y William L. Eubank, The Rise and Fall of ltalian Terrorism, Boulder (Colorado) y Londres: Westview Press, 1987. pp. 119-133. Asimismo, Stefano Rodota. «La risposta dello stato al terrorismo: gli apparati», en Gianfranco Pasquino (ed.), La prava delle armi, Bolonia: 11 Mulino, 1984. pp. 77-9 l. El mejor y más exhaustivo tratamiento de estas cuestiones puede hallarse en Luciana Stortoni, «La repressione del terrorismo in Italia: l'intervento delle Forze dell'Ordine fino all'inizio degli anni oltanta»; Tesis Doctoral no publicada, European University Institute. Florencia (1992).

30    Así lo ha corroborado Rosario Minna en «Il  terrorismo  di  destra», en  Donatella della Porta (ed.), Terrorismi in Italia, Bolonia: 11 Mulino, 1984; especialmente, pp. 59-61.

31    John B. Wolf. Fear of fear. A Swvey of Terrorist Operations and Controls in Open Societies, Nueva York y Londres: Plenum Press, 1981.

32    Charles Tilly, op. cit., p. 136.

33    Junto a las referencias al caso italiano ya mencionadas, véase  para  Alemania Federal el documentado texto de Geoffrey Pridham, «Terrorism and the state in West Germany during the 1970s: a threat to stability of a case of political over-reaction?», en Juliet Lodge (ed.), Terrorism: a Challenge to the State, Oxford: Martín  Robertson,  1981, pp. 11-56. Sobre el tema norirlandés,  Yonah  Alcxander  y Alan  O'Day  (eds.),  Terrorism in lreland, Nueva York: St. Ma11in's Press, 1984. Acerca de la misma cuestión, pero en Japón, Peter Katzenstein y Yutaka Tsujinaka, Defending the Japanese State. Structures, Norms and the Polítical Responses to Terrorism and Violent Social Protest in the 1970s and 1980s, Ithaca, Nueva York: Cornell Universitv Press, 1991.  En  torno  al caso  francés, Didier  Bigo  et  Daniel  Hcrmant.  «Simulatio  et  dissimulation.  Les  politiques  de lutte contre le terrorisme en Franco», Sociologie du Travail, n.º  4 (1986),  pp.  506-526. Con respecto a la situación en España, Fernando Reinares, «Democratización  y  terrorismo en el caso español», op. cit.

34    Sobre dicha relación. Luigi Bonanate. «Terrorismo e governabilita», Rivista Italiana di Scienza Politica, a. XIII (1983), pp. 37-64.

35    Philippe C. Schmitter, «lnterest intermediation and regime governability in contemporary Western Europe and North America», en Suzanne Berger (ed.), Organizing lnterest in Western Europe: Pluralism, Corporatism, and the Transformation of Politics, Cambridge: Cambridge University Press, 1981. pp. 285-327.

36    Sobre la extensión del conflicto nacionalista palestino hasta dar lugar al terrorismo internacional, véase el capítulo l O en John W. Amos, Palestinian Resistance. Organización of a Nationalist Movement, Nueva York: Pergamon Press, 1980.

37    Grant Wardlaw, «Terror as an instrument of foreign policy», en David C. Rapoport (ed.), lnside Terrorist Organizations, Nueva York: Columbia University Press, 1988, pp. 237-259. Un interesante debate acerca del tema se encuentra en Robert O. Slater y Michael Stohl (eds.), Curren/ Perspectives on lntemational Terrorism, Londres: Macmillan, 1988. Véanse, asimismo, los textos compilados en Salustiano del Campo (cd.), Terrorismo lntemacional, Madrid: Instituto de Cuestiones Internacionales. 1984.

38    A este respecto, Raymond Aron, Paix et guerre entre les nations, op. cit., pp. 173-179.

39    En tal sentido, un ensayo sugestivo es el de Galia  Golan, Gorbachev's  New Thinking on Terrorism, Nueva York: Praeger, 1990.

40    Hay textos en los que se  ha enfatizado la  pasada  conexión  soviética  del  terrorismo internacional, al igual que ahora  se  hace  respecto  a  Estados  árabes  fundamentalistas o radicales. Así, Shlomi Elad y Ariel Merari, the  Soviet  Bloc and  World  Terrorism, Tel Aviv: Tel Aviv University Ccnter for Stratcgic Studics, 1984. Desde la perspectiva contraria, se subraya  el  papel  desempeñado  por  los  servicios  secretos  estadounidenses en la trama del terrorismo internacional.  Véase, a  título  de  ejemplo,  Noam  Chomsky, The Culture of Terrorism, Boston: South End, 1988

Ramiro Pellitero Iglesias

1.        Algunos desafíos educativos actuales

Hoy se pide por todas partes un proyecto educativo caracterizado para la interculturalidad, la interdisciplinariedad y la solidaridad, forzadas en cierto sentido por la globalización y por las crisis a las que nos enfrentamos (antropológica, ecológica, económica, sanitaria, etc.). Tener en cuenta ese marco es necesario para educar en general, y lo es también para la educación de la fe.

Avanzar en una educación con esas tres características reclama ante todo un fortalecimiento de la identidad de las personas en relación con su propia cultura. Precisan asimismo del respeto a la identidad de las ciencias humanas y sociales en relación con su propia naturaleza y método. Al mismo tiempo, hoy la religión requiere enseñarse desde el humanismo cristiano; es decir, desde una visión cristiana del hombre o desde una antropología cristiana [1].

En esa antropología se relacionan íntimamente la racionalidad, la experiencia (con sus aspectos afectivos) y la dimensión social de la persona (con sus aspectos familiares, socioculturales y eclesiales).

Detengámonos en las tres características apuntadas —interculturalidad, interdisciplinariedad y solidaridad— y en la cultura digital.

La interculturalidad viene pedida por el respeto al bien común y la promoción humana. El ambiente pluri-religioso no significa renunciar al anuncio del Evangelio, o caer en el relativismo, en el sincretismo o en el indiferentismo.

Por ello se nos invita a estar atentos, entre nosotros, por una parte, al relativismo que conlleva pasividad ante las necesidades, razones y valores de los demás; por otra parte, a una actitud de mera asimilación, que hoy se advierte ante los inmigrantes que proceden de otras culturas, a quienes se soporta en nombre de la mentalidad occidental consumista con pretensiones universalistas [2]. Además, la educación de la fe pide evitar la mentalidad fundamentalista y rigorista, y también la puramente defensiva.

En cuanto a la interdisciplinariedad, requiere mucho ejercicio; para empezar, en la mente de los educadores.

Como método para desarrollar, en la práctica, la relación entre fe y razón  y entre fe y cultura en una institución de inspiración católica, hace conveniente, en efecto, una educación de tipo interdisciplinar [3], tanto en la justicia a la realidad, como en la investigación y también en la dinámica misma de la tarea educativa.

Se busca así una educación integral —o quizá mejor una pedagogía de la integración personal— abierta a la trascendencia. Essta tarea pide, por un lado, un exquisito respeto a la identidad y método de cada disciplina escolar y académica: y al mismo tiempo, una coherencia con la identidad y método propios de la enseñanza propiamente religiosa (enseñanza escolar de la religión).

Como disciplina escolar, es necesario que la enseñanza de la religión católica presente la misma exigencia de sistematización y rigor que las demás disciplinas (…). Es necesario que sus objetivos se realicen según la finalidad propia de la institución escolar. Respecto a las otras disciplinas, la enseñanza de la religión católica está llamada a madurar la disposicion a un diálogo respetuoso y abierto, especialmente en este tiempo en que las posiciones se confrontan fácilmente hasta llegar a violentos encuentros ideológicos. “De modo que a través de la religión puede pasar el testimonio-mensaje de un humanismo integral, alimentado por la propia identidad y por la valorización de sus grandes tradiciones, como la fe, el respeto de la vida humana desde la concepción hasta su fin natural, de la familia, de la comunidad, de la educación y del trabajo: son ocasiones e instrumentos que no son de clausura sino de apertura y diálogo con todos, y con todo lo que conduce al bien y al a verdad. El diálogo sigue siendo la única solución posible, incluso frente a la negación de los religioso, del ateísmo y el agnosticismo” [4],[5].

La enseñanza de la religión —que no es una ciencia interdisciplinar, pero pide tener en cuenta la interdisciplinariedad— ha de hacerse, decíamos, desde el humanismo cristiano.

Esto significa que esa enseñanza debe presentarse no solo como un derecho — lo es, en cuanto forma parte del derecho de la libertad religiosa que tienen los padres a la hora de escoger la educación que desean para sus hijos—, sino también como una oferta cultural más rica.

Quizá valga la pena insistir en el “estilo” de la educación católica, que pide un clima de diálogo, de respeto, participación y colaboración con las familias para desarrollar el proyecto educativo. No se debe plantear la enseñanza de la religión como “catequesis” (dirigida a la práctica de la vida cristiana), sino como información reflexiva en el contexto del diálogo intercultural.

Esto no quiere decir que la enseñanza de la religión se oponga a la catequesis o la rechace. Más bien se trata de dos modalidades complementarias de lo que en la época de los Padres comenzó a llamarse catequesis en sentido amplio, es decir educación de la fe [6].

En el sentido actual, la catequesis o educación en la fe tiene su lugar propio en la comunidad cristiana: en las familias y en las parroquias; y también puede realizarse sin duda en las escuelas, accediendo a  los deseos de las familias     o de los alumnos que lo deseen, pero fuera de las clases de religión. En todo caso, al igual que la enseñanza religiosa escolar, la catequesis requiere hoy una profunda renovación e inculturación [7].

Vengamos ya a la cuestión que nos interesa: ¿cuál sería la contribución de la educación cristiana y católica en este marco? Si lo católico significa universalidad y plenitud, la educación de inspiración católica se sitúa en la línea de una propuesta de vida plena; con un horizonte de universalidad, capaz de promover el diálogo y establecer puentes, que conduzca a la unión entre la verdad y el amor, y facilite la reciprocidad del bien como fuente de civilización y verdadera humanización.

Esta aportación se traduce en la claridad y fuerza con que el espíritu cristiano puede ayudar frente a todo instinto egoísta de violencia y de guerra [8]. Pero no se trata de una “plenitud” que sería simplemente continuidad hasta lo más alto posible de lo humano. Lo cristiano significa siempre a la vez novedad: la novedad que trae Cristo como clave del sentido de la vida, del mundo y de la historia.

Así, el mensaje del Evangelio, centro de nuestro mensaje educativo, presenta   a Dios como Ser en relación, puro acto de amor. De ahí se deduce, para los cristianos, el desafío, que hoy se hace necesario con frecuencia, de ir contra corriente hasta dar la vida por el otro, cuando se ven violadas la justicia y la verdad [9].

Todo ello no ha de presentarse de modo meramente teórico o general, sino también para la vida cotidiana y ordinaria.

Es, en efecto, la vida ordinaria el “lugar” donde debe conjugarse la fidelidad a la propia identidad católica con la creatividad— la fidelidad auténtica es siempre dinámica— que hoy necesita nuestra situación cultural [10]. La forma de llevar esto a cabo variará necesariamente dependiendo de los países.

En los países de mayoría católica, esto requerirá una atención especial a las familias afectadas por el secularismo (el vivir como si Dios no existiera). En los países de minoría católica, debemos manifestar capacidad de testimonio  y diálogo, sin caer en el relativismo. Hay que tener en cuenta que la dimensión trascendente de cada cultura —es decir, aquella dimensión que mejor puede abrir una cultura a otras culturas— es su orientación al misterio de Dios, y está representada por la religión [11].

Abordemos en tercer lugar la solidaridad. De ella se ocupa un documento de trabajo de la Congregación para la educación católica fechado en abril de 2017 [12]. En el texto se subrayan los aspectos educativos del clamor por la solidaridad que el papa Francisco viene recogiendo en nuestro tiempo.

Así por ejemplo, afirma el sucesor de Pedro:

Es necesario tener presente que los modelos de pensamiento influyen realmente sobre los comportamientos. La educación será ineficaz y sus esfuerzos serán estériles si no se preocupa además por difundir un nuevo modelo respecto al ser humano, a la vida, a la sociedad y a las relaciones con la naturaleza[13].

Como ya señalaba Benedicto XVI, la cuestión social, que hoy es una cuestión antropológica, requiere la función educativa al servicio de un nuevo humanismo. Ahora bien, ¿qué significa “humanizar la educación”? He aquí algunas respuestas [14]:

—         transformarla en un proceso en el que cada persona pueda desarrollar sus actitudes profundas y por tanto su vocación, contribuyendo así a la vocación de la propia comunidad humana;

—         poner a la persona en el centro real de la educación, en un marco de relaciones que constituyan una comunidad social viva, unida por un destino común;

—         actualizar el pacto educativo entre las generaciones, sobre todo a partir de la familia, pues “la buena educación de la familia es la columna vertebral del humanismo” (Francisco); y, desde ahí, impulsar el espíritu de servicio y de confianza mutua en la reciprocidad de los deberes, que debería caracterizar el cuerpo social;

—         no limitarse, por tanto, a enseñar y aprender, sino proponerse “vivir, estudiar y actuar en relación a las razones del humanismo solidario”; impulsar, por tanto, lugares y ocasiones de encuentro, cauces para romper la exclusividad “extendiendo el perímetro de la propia aula en cada sector de la experiencia social, donde la educación puede generar solidaridad, comunión, y conduce a compartir” (Francisco).

Humanizar la educación supone, en definitiva, situarla en la línea de un humanismo integral, de la cultura del diálogo y de la siembra de la esperanza, tal como los entiende la perspectiva cristiana [15].

En esa perspectiva, el humanismo solidario se educa por los caminos del diálogo (ético e interreligioso), de la globalización de la esperanza (en el amplio horizonte trazado con realismo por el amor cristiano), de una verdadera inclusión (lo que requiere una cultura basada en la ética intergeneracional), de redes de cooperación e investigación, de intercambios y de servicios en el campo educativo (coordinados en lo posible desde la universidad), que cuenten con la cooperación de los cuerpos sociales intermedios y se muevan en una perspectiva de subsidiariedad a nivel nacional e internacional [16].

¿Qué supone esto en la práctica? Para una institución educativa de inspiración católica, los criterios expuestos en los párrafos anteriores deberían llevar a algunas resoluciones que se formulan aquí como propuestas.

—       La formación prioritaria de directivos y docentes (tanto de religión como de otras materias, tanto de las ciencias como de las humanidades).

—       La promoción de la investigación de campo en este terreno, con vistas a la integración de los alumnos en la encrucijada cultural y pluri-religiosa, al diálogo y la interacción educativa, y a la formación para el reconocimiento del “otro” desde la propia identidad.

—       y todo ello, aunando coherencia, esfuerzo y correspondencia a la gracia de Dios. Concretamente para los directivos, se propone “el propio y continuo esfuerzo por corresponder cada vez mejor con el pensamiento y la vida a los ideales que se enuncian con palabras” [17].

Para los educadores, esto plantea también la necesidad de la formación permanente, tanto en el ámbito intelectual como en el espiritual y personal, recordando que “la coherencia es un esfuerzo, pero sobre todo es un don y una gracia” [18].

Hoy todo ello ha de tener en cuenta nuestra cultura digital. Benedicto XVI explicó en 2011 que las tecnologías de la comunicación (internet, redes sociales, etc.) deben ser consideradas ante todo como una ocasión para profundizar en el modo de ser y de conocer que tenemos las personas. No solo conocemos por medio de conceptos sino también, y más profundamente, por medio de símbolos e imágenes, que implican todas las esferas de la persona. Y por ello pueden contribuir a establecer relaciones entre nosotros. Por eso también las nuevas tecnologías son una oportunidad, en segundo lugar, para profundizar más en la fe [19].

En consecuencia, sostenía el papa Ratzinger, es responsabilidad de los cristianos el conocer estas tecnologías para comunicar la fe.

Esto supone, en primer lugar, una reflexión y una actuación educativa en relación con la cultura digital. En efecto lo digital puede enriquecer la capacidad cognitiva de persona, ayudar a la memoria, facilitar el diálogo y el intercambio de la información. (Son patentes los servicios que la tecnología digital ha prestado durante la pandemia del Covid-19).

Pero al mismo tiempo el ambiente digital es un territorio de soledad, manipulación, explotación y violencia. Puede distorsionar la visión de la realidad, influir en el descuido de la vida interior, llevar al cinismo, a la deshumanización y al encierro en uno mismo. La cultura digital puede reducir el (sano) espíritu crítico. Al exigir una capacidad más intuitiva y emotiva que analítica y un lenguaje más narrativo que argumentativo, si se polariza en extremo sin tener  en cuenta la necesidad de la reflexión y el diálogo, puede fomentar el individualismo y el relativismo. En relación con la religión, el ambiente digital puede favorecer una pseudoreligión universal que pide sus propias creencias, ritos   y conductas, no siempre equilibradas antropológica y éticamente [20].

Por consiguiente, la cultura digital necesita ser analizada, asumida en lo que tiene de positivo y a la vez criticada con vistas a su humanización, completándola con los elementos de los que puede carecer: el contacto con la realidad “no virtual”, la pertenencia comunitaria, la limitación del lenguaje, etc. En relación con la educación de la fe, a lo anterior se podrían añadir otros aspectos esenciales, como el acompañamiento espiritual, la experiencia (también “sensorial”) de la liturgia, la interacción con los demás dentro de la comunidad eclesial, las obras de misericordia, la vida ordinaria y el trabajo como “lugares” para descubrir a Dios y contribuir a la evangelización y al mismo tiempo mejorar el mundo.

En definitiva, la cultura digital debe ser vista y enfocada como un medio para la humanización y no como un fin en sí misma. Y por eso requiere ser ante todo humanizada.

De esta manera podremos aspirar, como proponía el papa Benedicto, a evangelizar esta “nueva cultura”, de modo similar a cómo anteriormente hemos evangelizado otras culturas, purificándolas de lo que sea incompatible con la fe y la moral cristianas. Todo ello implica una formación adecuada, especialmente para las familias, los niños y los jóvenes.

2.           Desde la antropología y la ética: educar para la realidad

Como estamos viendo, la aportación pedagógica cristiana se apoya en una educación humana integrada en el ser de la persona, en el conjunto de sus elementos y dimensiones y en relación con su entorno; pero no se queda ahí, sino que educa la persona en relación a su actuar, facilitando el despliegue ordenado y vital de sus dinamismos operativos: espirituales, físicos y psíquicos [21]. En esta línea dice Karol Wojtyla que “la persona se integra en el proceso de la acción” [22].

Cabe imaginar la persona en medio del mundo como un edificio vivo que se apoya en tres pilares interconectados, más aún, un tanto interiores uno al otro: la racionalidad (que corresponde a su espíritu, y por tanto a su inteligencia, voluntad y libertad), la afectividad (que tiene que ver sobre todo con la corporalidad, los sentidos externos e internos, las emociones, las pasiones, lo que llamamos experiencia, etc.) y  la  dimensión social (donde  destacaríamos lo que tiene que ver con las tradiciones, la comunicación, el lenguaje, la cultura y el sentido del trabajo, la historia, etc. y especialmente el contexto familiar y eclesial de la educación).

Una forma tradicional de nombrar esos tres pilares sería: cabeza, corazón y manos. Este simbolismo expresa que la persona debe vivir de modo armónico y manifestarse en la coherencia de su pensar, sentir y actuar. De hecho, es frecuente que falte la deseable armonía entre esas tres dimensiones. Incluso es posible que alguno de esos pilares se convierta en un “poder autónomo” sometiendo a los otros dos, o que suceda lo contrario: que uno de los pilares falle como soporte de la persona, y ello obligue a los otros a sustituirle, cosa que harán muy defectuosamente [23].

Este edificio tiene, además, en su techo, una ventana abierta a la trascendencia, es decir, a la dimensión de infinitud y eternidad que posee la persona, al horizonte que lleva al Absoluto que los creyentes llamamos Dios. Entendemos que sin esa ventana, no es posible que la persona sea plenamente persona y viva como tal. La razón— y no solo la fe— puede descubrir la existencia de un Ser supremo que dota de sentido a la historia y a todo lo que acaece en el mundo.

Además de esas cuatro dimensiones [24], deberíamos poder dibujar, en nuestro esquema o mapa, dos estructuras más. En primer lugar, una multitud de poros hacia el mundo exterior por los que entra continuamente información hacia esos pilares, información que luego se va distribuyendo y gestionando.

A propósito de esos “poros” viene bien aquí la frase de Sófocles, cuando dice que el hombre es panta poros aporon. Lo que puede traducirse: el hombre está abierto a todas las cosas, pero también cerrado. Esto puede significar también que, de por sí, el hombre necesita a la vez estar abierto a todo y cerrarse de vez en cuando en torno a sí mismo, para no disolverse en  lo que le rodea (R. Guardini). O que el hombre, libremente, puede abrirse más o menos, y también cerrarse más o menos (L. Polo). Y todo ello tiene consecuencias.

Un último detalle en nuestro mapa sería situar, entre esos pilares, toda una serie de canales o puentes por los que discurre una multitud de elementos, que se intercomunican en todas las direcciones a través del centro personal.

A cualquiera se le ocurre que, si por cualquier causa, se interrumpe la apertura de esos poros o la comunicación entre esos puentes, las consecuencias para la persona y para los demás pueden ser muy variadas y casi siempre negativas. Pensemos por un momento lo que supondría dejar de recibir y emitir comunicación con el entorno, o encerrarse en alguno de esos pilares en detrimento de la comunicación con los otros; por ejemplo, atrancarse en los límites de la propia razón sin atender a los afectos o al contrario; o aislarse de los demás o, por el contrario, encontrarse en medio de la multitud pero incapaz de reconocerse uno mismo o de encontrar alguna respuesta ante preguntas como cuál es mi identidad, mi origen o mi destino.

Volvamos de nuevo a nuestro esquema o mapa antropológico. No sería difícil adjudicar, siempre de modo esquemático, a cada uno de esas cuatro dimensiones de la persona (los tres pilares y la ventana en el techo), respectivamente uno de los grandes “valores” objetivos del ser creado, que la filosofía clásica denomina “trascendentales”: la verdad, la belleza, el bien y la unidad [25]. Conviene recordar que también estas son dimensiones esenciales “mutuamente interiores”, es decir, que se encuentran como metidas cada una en las demás. En principio, la racionalidad busca la verdad; la afectividad se extasía ante la auténtica belleza; la apertura a los demás lleva a descubrir y practicar el bien; y en Dios— únicamente en Dios en último término— se encuentra la unidad que entre nosotros solo puede ser, en el mejor de los casos, alcanzada de un modo incoado [26].

Veamos algunas repercusiones que esto puede tener en la educación ética — o quizá bastaría decir en la educación—, pues no se trata solamente de tener en cuenta lo que la persona es, sino cómo “debe” ser y por tanto cómo cabe educarla para que, a través de su actuar, se configure a sí misma en relación con los demás, con el mundo y con Dios.

Recorramos de nuevo los tres pilares, pensando ahora en la acción humana.  En ética se considera que —a pesar de algunas corrientes actuales que desprecian todo tipo de orientaciones y reglas— las sociedades humanas mínimamente organizadas se rigen por algunas reglas o normas éticas que son fruto de la experiencia racional de la humanidad.

En efecto, la sociedad está necesitada de “indicadores” para ayudar a las personas a “verdadear” sus acciones, abriéndolas, desde la búsqueda de la verdad, al bien y la belleza, tanto en el plano individual como en el social. La ética pide, porque lo pide la razón humana, una educación en las normas morales. Por eso podemos situarlas en nuestro primer pilar.

En el segundo pilar, el correspondiente a la afectividad y donde hemos destacado el anhelo por la belleza, podríamos subrayar ahora la igualmente necesaria educación en los valores o en los deseos, que no son lo mismo pero están relacionados entre sí (según afirman autores como R. Spaemann y J. Ratzinger). ¿Cómo pasar de los “gustos” y los “deseos” a los “valores”, es decir a los contenidos valiosos de la realidad?

En el tercer pilar, ahí donde la persona se abre a los demás y descubre que la mejor manera de relacionarse con ellos es hacerles el bien (cosa que también le perfecciona a uno mismo), podemos poner las virtudes, distintas de los valores.

Las virtudes son el fruto de la personalización, libremente y perseverantemente buscada, de los valores. Una educación en las virtudes [27] es tan necesaria como una educación en las normas y una educación en los valores. Y atención, porque no sirve una de estas cosas aislada de las otras.

Aún nos falta nombrar los frutos que, para una educación ética, se siguen de la búsqueda de la unidad por la “ventana de la trascendencia”, situada en el techo de nuestro edificio personal. Digámoslos de modo concreto: la educación, cuando mantiene abierta la ventana a la trascendencia, conduce a la sabiduría. Y solo la persona que posee la sabiduría puede gestionar adecuadamente las habilidades o “competencias” individuales o sociales, de las que hoy tanto se habla.

Esto lo enseñan, con matices diversos, tanto la tradición filosófica clásica —y no solo la occidental— como la bíblica. Las dos hablan de la importancia de enseñar la contemplación de la realidad, la capacidad de discernimiento del bien y del mal en las acciones y, por decirlo más sencillamente, el espíritu de servicio con el que las personas —y sobre todo los creyentes— debemos actuar en la sociedad y en el mundo.

Así tenemos que nuestro esquema inicial, que parecía bastante simple, ha ido enriqueciéndose —y complicándose— con contenidos antropológicos y éticos de gran calado para la educación.

Además, a las disfunciones ya señaladas (la supremacía aislada de alguno de los “pilares” de la persona, o, por el contrario, su fallo más o menos total,  o los problemas de comunicación entre ellos o con el exterior) habría que añadir todavía las múltiples tensiones y problemas que se dan en la maduración personal y que han de tenerse en cuenta en la educación de la fe [28].

Hagamos una rápida enumeración, sin ánimo de exhaustividad, de  causas o factores posibles (reales) de esas tensiones y problemas:

—         Las configuraciones personales son de hecho muy distintas, sea por la personalidad concreta (en su carácter y temperamento), por la educación recibida, o por la genética de la que es portadora.

—         Las posiciones intelectuales y morales de las personas también les llevan  a diversos planteamientos a la hora de conectar el pensamiento y la vida. Esta diversidad en  algunos casos puede llevar no solo a  distintos acentos, sino   a verdaderos enfrentamientos de las estructuras personales que de por sí no deberían estar enfrentadas: así se originan actitudes como el racionalismo y el voluntarismo, el sentimentalismo y el colectivismo, el fideísmo o el fundamentalismo. Estos fenómenos pueden desembocar en  la  negación (teórica    y práctica) de los “valores” trascendentales. Y así se provocan otras actitudes como las típicas del relativismo radical, de la indiferencia moral, del nihilismo o del terrorismo.

—         Por si fuera poco, están siempre las culturas, con sus valoraciones y presiones, que, si bien no anulan la libertad personal, la influyen de hecho en no poca medida, para bien o para mal.

¿Qué hacer ante semejante complejidad —aquí solamente apuntada— en la educación y también, por tanto, en la educación de la fe?

De momento y para finalizar este segundo apartado, nos podemos apoyar en   la propuesta del papa en su exhortación Evangelii gaudium: que nuestra educación se sitúe al servicio de la realidad [29]. Y la realidad personal tiene que ver con lo que en antropología y ética se denomina a veces trayectoria [30]; es decir, con el trazado del tiempo en las personas. Esto tiene su traducción en la educación:

—         En relación con el pasado: tanto las personas como las sociedades necesitamos poseer una memoria histórica suficientemente clara. Esto pide descubrir y fortalecer las propias raíces, es decir la identidad personal. Y lleva no solo al cultivo de la memoria sobre uno mismo, sino también al estudio de la historia, y a la presentación de “modelos” que se proponen en el terreno de las actitudes: solo consideramos héroes aquellos que, a nivel universal o local, han servido a los demás. Entre ellos están los santos que vivieron la fe con todas sus consecuencias.

A propósito de la “memoria”, en este sentido profundo relacionado con las propias raíces y  por tanto con la identidad personal, Francisco se ha referido  a la película “Rapsodia de agosto” [31]. En ella se representa el diálogo de una abuela japonesa con sus nietos, cuando les presenta la memoria de su pueblo, mostrando cómo los acontecimientos construyen nuestra existencia y cómo ella misma sigue saliendo valientemente al encuentro de esa memoria.

—         En relación con el presente: aquí se sitúa el redescubrimiento actual— respecto a la educación— de la atención y del asombro, del mirar, del escuchar y del tocar la realidad. En este contexto debemos escuchar también “el clamor de los pobres” [32]. Así lo indica Francisco en su Exhortación Evangelii gaudiium: “El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia” [33].

No solo por eso pero también por eso, hemos de redescubrir el espíritu de servicio a todos, las obras de misericordia y el cuidado de la Tierra [34].

Para todo ello necesitamos, primero los educadores y después nuestros alumnos, cultivar el discernimiento: no todo vale lo mismo en la realidad y, por tanto, en la educación. También hay una “jerarquía de valores” en la educación y sin duda su centro es el amor.

—         En relación con el futuro: Francisco habla de mantener la capacidad de soñar, primero en nosotros, padres y madres, educadores, profesores, catequistas; soñar en nuestra propia vida como una aventura fascinante. Una capacidad que no deberíamos “dejarnos robar”, para poder enseñar a mantener esa misma capacidad de soñar en los otros, de proponer “ideales” nobles y justos a los jóvenes. Y esto tiene que ver con la utopía, que en cristiano se corresponde y se perfecciona con la esperanza [35].

3.           Enseñanza, comunicación y anuncio de la fe

Finalmente, sobre la base del trasfondo antropológico y ético que pide el análisis del presente marco cultural, podemos hacer algunas propuestas, ahora en directa relación con la educación de la fe.

—         Diferencia entre Enseñanza escolar de la Religión (información reflexiva en el contexto de la educación interdisciplinar) y catequesis (educación dirigida a la iniciación y madurez de la vida cristiana) [36].

—         Necesidad de un contexto de antropología cristiana (que se prolongue en la formación ética o moral) para educar la fe: el camino de la auténtica belleza lleva a descubrir y vivir la libertad cristiana, tan lejos del relativismo como del fundamentalismo. Es así como podemos contribuir, desde la educación en las universidades y escuelas de inspiración católica, a la evangelización de las culturas.

—         Atención al sentido cristiano de la vida, en un ambiente en el que muchos de nuestros contemporáneos pasan del consumismo al nihilismo. No debemos sucumbir ante la marginalización de la religión planeada por el laicismo.

—         Anuncio del amor salvífico de Dios manifestado en Cristo, Palabra de Dios hecha carne y plenitud de la Revelación. Este anuncio ha de llevarse a cabo desde la coherencia de la propia vida (testimonio, sobre todo de los educadores) mientras respondemos a la llamada que Dios nos hace a la santidad, centrada en  el amor a Dios y al prójimo. Es el camino de la gratuidad, pues visto con ojos cristianos todo es gracia.

—         Otras actitudes que hemos de fomentar en nosotros mismos, educadores: pasión por educar, diálogo, escucha y paciencia, acogida y acompañamiento [37], siguiendo el modelo del encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús [38]. En resumen: fe vivida, pasión educativa y competencia profesional.

—         Formación del profesorado (no exclusivamente el de religión, sino también el de humanidades, ciencias, etc.), especialmente en aquellas materias y cuestiones que se relacionan con la fe, y con medios concretos a corto, medio y largo plazo.

Queda en el aire la pregunta que cada uno podría intentar responder: ¿Qué universidad o qué colegio queremos? Y el horizonte de una respuesta: una universidad o un colegio que aprenda, para enseñar, la belleza de la fe como propuesta de una vida plena.

Ramiro Pellitero Iglesias, en unav.edu/

Notas:

1   Cf. Juan Luis LORDA, Antropología cristiana: del Concilio Vaticano II a Juan Pablo II (Madrid: Palabra, 2004). Acerca de algunos factores que han contribuido a forjar la situación educativa en relación con la praxis eclesial, se nos permita remitir a nuestro texto “Praxis eklezjalna jako życie wiary”, en Teologia i Człowiek 24, num. 4 (2013): 17-31.

2 Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural en  la escuela católica. Vivir juntos para una civilización del amor, 28-X-2013, nn. 22-25.

3   “Es sin duda positivo y prometedor el redescubrimiento actual del principio de la interdisciplinariedad (cf. Evangelii Gaudium, n. 134). No solo en su forma “débil”, de simple multidisciplinariedad (...); sino también en su forma “fuerte”,  de transdisciplinariedad, como ubicación   y maduración de todo el saber en el espacio de Luz y de Vida ofrecido por la Sabiduría que brota   de la Revelación de Dios” (FRANCISCO, Const. Ap. Veritatis gaudium, 29-I-2018, n. 4).

4   CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural, 72.

5   PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN, Directorio para la catequesis (23-III-2020), n. 316.

6   En esta perspectiva general, vid. Ramiro PELLITERO, “La catequesis en el siglo XXI”, en la obra dirigida juntamente con Javier SESÉ, La transmisión de la fe en la sociedad contemporánea (Pamplona: EUNSA, 2008), 181-208.

7   Cf. Sergio LANZA, “La catequesis, instrumento de la nueva evangelización”, en Evangelización, catequesis, catequistas, ed. Antonio CAÑIZARES y Manuel DEL CAMPO (Madrid: Edice, 1999), 235-63.

8   Cf. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural (2009), n. 51.

9   Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural, n. 52.

10    Cf. Ramiro PELLITERO, “La vida cristiana ordinaria como lugar teológico. Teología, fe vivida y acción eclesial a la luz de san Josemaría”, en San Josemaría e il pensiero teologico (Roma: EDUSC, 2015), 219-30.

11    Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural, introducción.

12    CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el humanismo solidario. Para construir una civilización del amor 50 años después de la “Populorum progressio” (Madrid: San Pablo, 2017).

13    Enc. Laudato si’ (24-V-2015), n. 215.

14    Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el humanismo solidario, nn. 8-10.

15    Cf. FRANCISCO, Discurso a la Congregación, 9-II-2017.

16    Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el humanismo solidario, nn. 11 ss.

17    Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural, n. 80.

18    FRANCISCO, Discurso a la plenaria de la Congregación, 13-II-2014.

19    Cf. BENEDICTO XVI, Discurso al Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, 28-II-2011.

20    Sobre la cultura digital en relación con la antropología y la ética, y también con la educación de la fe, cf. PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN, Directorio para la catequesis, nn. 213-17, 359-72.

21    Para la discusión sobre el término “integración” en el ámbito educativo, cf.  Carlos BELTRAMO, Apasionados por amar al mundo (Pamplona: EUNSA, 2018), 19-63. En perspectiva psicológica puede verse el modelo que presentan Craig S. TITUS, Paul. C. VITZ, and William J. NORDLING, “Meta-model of the Person” (Draft March 19, 2018), en la web de la Divine Mercy University (divinemercy.edu), accedido el 6-VIII-2019.

22    Karol WOJTYŁA, Persona y acción (Madrid: Palabra, 1986), 223.

23    Algunas consecuencias para la educación las describe, en la perspectiva del protestantismo evangélico, Dennis P. HOLLINGER, Head, Heart and Hands (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2005).

24    Racionalidad, afectividad, dimensión social y apertura a la trascendencia podrían ponerse en relación con los cuatro pilares de la educación en los términos del informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la educación para el siglo XXI, presidida por Jaques DELORS: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser. Cf. La educación encierra un tesoro (Madrid: Santillana, 1996), concretamente el cap. 4, 95-109.

25    Cf. Alice M. RAMOS, “Los trascendentales del ser”, en Philosohica: Enciclopedia fiolosófica online, (www.philosophica.info), accedido 3-II-2020.

26    El trasfondo filosófico-teológico de la educación de la fe desemboca en la importancia del testimonio, tanto en el educador como en el educando. En su estudio sobre las fuentes del pensamiento del papa Francisco, al tratar de la influencia de Alberto Methol Ferré, escribe Massimo BORGHESI: “Solo la “atracción”, la ‘atracción cristiana’, de un cristianismo vivido como expresión visible de la unidad de los trascendentales (bello-bueno-verdadero) puede asumir la belleza, (...)  y referirlo a su verdad. Methol identificaba aquí, en el testimonio, la vía del cristianismo en el mundo contemporáneo. Una vía plenamente compartida por la sensiblidad y por la concepción de Jorge Mario Bergoglio” [Massimo BORGHESI, Jorge Mario Bergoglio: Una biografía intelectual (Madrid: Encuentro, 2018), 227; ver también 287 ss.].

27    Cf. Romano GUARDINI, Tugenden: Meditationen über gestalten sittlichen lebens (Würzburg: Werkbund Verlag, 1963) publicado en castellano bajo el título “Una ética para nuestro tiempo”, como segunda parte en el volumen La esencia del cristianismo (Madrid: Cristiandad, 2006), 107 ss.

28    Cf. Wenceslao VIAL, Madurez psicológica y espiritual (Madrid: Palabra, 2016).

29    Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013) sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, n. 233.

30    Cf. Julián MARÍAS, Tratado de lo mejor (Madrid: Alianza Editorial, 1995), 77-82.

31    Cf. Hachi gatsu no kyòshikyoku, A. Kurosawa, 1991.

32    Cf. Pr 21, 13; Jb 34, 28.

33    Evangelii  gaudium, 193.

34    Cf. Enc. Laudato si’, capítulo VI, en relación con la “educación y espiritualidad ecológica”.

35    Sobre la memoria, el discernimiento y la utopía como dimensiones en la educación, cf. FRANCISCO, Discurso a la Pontificia Comisión para América Latina, 28-II-2014.

36    Cf. Directorio para la catequesis, nn. 311-318.

37    Cf. Evangelii gaudium, nn. 171-173.

38    Cf. Lc 24, 13-35.

Ángel Fernández Dueñas

En los primeros siglos de nuestra era, junto al curso de la auténtica tradición cristiana, que con San Juan, San Mateo, San Pablo y los primeros Padres Apostólicos, habían creído en Cristo como Hijo verdadero de Dios, se desarrollaron una serie de herejías, que, de una u otra forma, atacaban la divinidad de Jesús. Incluso, algunos Santos Padres adoptaron en algún momento, sobre este dogma, posturas poco precisas, algo eclécticas, que, sin llegar a ser heréticas, se apartaban de la pura ortodoxia.

Se ha de aclarar enseguida, que, no pequeña parte de la imprecisión en los términos de la teología fundamental, era debida a la falta de adaptación cristiana de algunos vocablos de la filosofía griega, tales como  naturaleza, esencia, substancia y algún otro, que serían cristianamente definidos más tarde, con el cultivo más desarrollado de la tradición teológica. Tal imprecisión, además de crear confusionismo entre los creyentes, era aprovechada contra la verdad cristiana por especuladores teosóficos, o por sistemas naturalistas, destructores de una parte fundamental del dogma.

Entre las herejías que negaban a Cristo-Dios, nos encontramos, ya en el siglo I, la secta judeo-cristiana de los ebionitas, que consideraban a Jesús puro hombre, nacido de María y José; los patripasianos, precursores de los sabelianos, que fundían en una sola, las tres personas de la Santísima Trinidad; los gnósticos, que le consideraban como un Dios inferior; los docetas (apariencia), los cuales negaban su humanidad, afirmando que el Hijo bajó del Cielo en cuerpo aéreo-aparente-pasando por el seno de María, sin tomar nada de ella " como el agua al pasar por un canal... ". Estas posturas heréticas desaparecerían en la siguiente centuria, a excepción de los ebionitas, que continuaron existiendo durante mucho tiempo.

Será en el siglo IV, en cuyos inicios (313), el Estado se convierte al Cristianismo de la mano del emperador Constantino, cuando florecerán las grandes herejías, de las que el arrianismo será la primera y, a la vez, generadora de otras posteriores.

Arrio, perteneciente a la Escuela de Antioquía, negaba la divinidad de Cristo; para él, el Hijo está excluido de la esfera de la divinidad y sólo, por gracia, es llamado Dios, o sea, el Hijo adoptivo del Padre. Al no ser consustancial (homousios, juntamente y esencia) con el Padre, no es coetáneo con Él y, por consiguiente, desemejante. El Hijo es, esencialmente, una criatura por la voluntad del Padre, sacado de la nada, aunque su dignidad es la más alta después de Dios.

Este arrianismo rígido -cuyos seguidores fueron llamados, también anomeos por su afirmación de la desemejanza- sería continuado por algunos obispos como Eusebio de Nicomedia, titular de la sede de Beroto (Beirut), amigo y valedor de Arrío cerca de Constantino, al que bautizaría, finalmente, en su lecho de muerte, fundador de la secta de los eusebianos, muy cerca de la feroz heterodoxia de los acacianos, discípulos de Acacio, obispo de Cesárea. El prelado de Cyzico, Eunomio, principal seguidor de Aecio el Impío, lideraría la secta de los aecianos o eunomianos, caracterizada por una postura aún más radical que la del propio Arrio. Una escisión de la anterior, dirigida por Eutiquio de Constantinopla, constituyó el eunomioeutiquianismo y Eudoxio, continuador en la misma sede, formaría el grupo de los eudoxianos, también desgajado de los seguidores de Eunomio.

Parecida al arrianismo habría de surgir otra herejía, fundamentada como aquél en la negación de la consubstancialidad entre Padre e Hijo, llamada adopcionismo, que distinguía el Verbo Eterno del Verbo encamado; el primero, afirmaba, es Hijo del Padre y consubstancial a Él, pero el segundo, hijo de María, es de distinta naturaleza que el Padre y, por tanto, desemejante.

Todavía, en el curso de esta cuarta centuria, aparecerían los marinitas de Teoctisto de Psathyrópolis y el apolinarismo, fundado por Apolinar, obispo de Teodicea, que aun admitiendo la realidad del cuerpo de Cristo, le negaba la existencia del alma humana, cuyas veces hacía el Verbo.

Ya en el siglo V, aparecerá Nestorio, Patriarca de Constantinopla, seguidor de la doctrina cristológica de Diodoro de Antioquía -quien en su lucha contra los arrianos para mantener la divinidad de Cristo, había consentido en rebajar la unión hipostática del conjunto teándrico a simple inhabitación del Verbo en un hombre- dando un paso más hacia la franca herejía al negar la unidad real de la persona de Cristo, admitiendo sólo una inhabitación del Verbo en Él, semejante a la inhabitación de Dios en el justo, aunque más excelente que ésta. Además, impugnaba el nombre Madre de Dios (zeotocos de Dios y parto) que se le daba a la Santísima Virgen, afirmando que el pensamiento de un Dios envuelto en pañales y crucificado, era fábula gentil.

Desde el mismo momento de la aparición de las primeras herejías que atentaban, principalmente, como hemos visto, contra la Santísima Trinidad y contra la doble naturaleza de la persona del Hijo, inmediatamente se alzaron las voces de algunos Padres de la Iglesia, que, cada uno en su momento y con los conocimientos teológicos de que disponían, se aprestaron a refutar y a combatir las teorías heréticas.

Entre los siglos I y II, habría que citar a San Clemente Romano; a San Ireneo; a San Ignacio de Antioquía, que, taxativamente afirmaba: "Jesucristo, nuestro Dios,  fue llevado por María en su seno... “y  a San Justino, que dice  de Cristo: "Dios es llamado, Dios es y Dios será".

Entre los siglos II y III defendería la ortodoxia cristológica el gran Orígenes, tan controvertido posteriormente por intentar, de buena fe, fundar una verdadera gnosis hermanando la filosofía helénica con los dogmas cristianos, hasta el punto que San Metodio le llamaría el Centauro, por su pretendida ambivalencia de medio cristiano y medio gentil, pero que, sin embargo, en sus obras cristológicas se atiene, siempre, estrictamente a la verdad de la fe: "Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre; verdaderamente concebido y nacido de la Virgen, crucificado, muerto, sepultado y subido a los cielos".

También merecen ser citados en estos siglos, San Clemente de Alejandría, uno de los hombres más eruditos de la Iglesia en sus primeros tiempos, quizá el que más, después de su discípulo Orígenes; y Tertuliano, que, en su De carne Christi, condena al docetismo afirmando que “... el cuerpo de Cristo era un verdadero cuerpo como el de los demás hombres, tomado de la Virgen María sin obra de varón ".

Ya en pleno siglo III, hemos de destacar a San Hipólito, que, si bien en sus obras trinitarias comete el error de subordinar, de alguna manera, Dios-Hijo a Dios-Padre -cuestión en la que también habían errado otros autores tan respetables como Atenágoras- sin embargo, en su cristología, transmite una doctrina dentro de la más pura ortodoxia, afirmando la unión de las dos naturalezas en Cristo; las dos substancias en una misma persona: en el Verbo; y aclaraba: "El Verbo tomó carne de la Santísima Virgen María y un alma racional, haciéndose hombre para salvar a la humanidad", misma postura que mantendría San Gregario Taumaturgo al llamar a Jesucristo, "Dios de Dios".

El período de tiempo que enmarcan los años 325 y 450, constituye la llamada Edad de Oro de los Padres de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente. En su transcurso se desarrollaron, como hemos visto más atrás, las grandes herejías, aflorando, a la vez, las más señeras figuras de la ortodoxia católica, que con su sabiduría y su esfuerzo, habrían de dejar plenamente dilucidados los dogmas de la Trinidad, de la Encarnación, de la Redención y de la Gracia.

En una primera época, que podemos limitar en el segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, el año 381, quedó definida la verdadera divinidad y perfecta humanidad del Salvador, contra el arrianismo, macedonianismo y apolinarismo. En la segunda, que se prolonga hasta el Concilio de Calcedonia del 451, fue precisada la relación del elemento divino con el humano en el Dios-Hombre y quedó establecido, que en una sola persona se juntaron dos naturalezas -sin mudarse ni confundirse- en contra de los errores del nestorianismo y del monofisitismo.

En resumen, podríamos decir que, en lo referente a la cuestión trinitaria, la subversiva doxología de Arrío resumida en el "Gloria al Padre, por el Hijo, con el Espíritu Santo", sería sustituida para siempre por el actual "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo". En cuanto a la polémica cristológica, quedó absolutamente definida la naturaleza humana, a la vez que divina, de Jesús y la indubitable maternidad divina de María.

Entre los Padres de la Iglesia Oriental de la primera época enunciada (325-381), que se distinguieron en la defensa y proclamación de este dogma, hemos de considerar en primer lugar, a San Atanasio, el invicto adalid de la causa de los católicos de Oriente contra el arrianismo, durante los 47 años de su episcopado en Alejandría. En el Concilio de Nicea se significaría como el verdadero "Padre de la ortodoxia", distinguiéndose, sobre todo, en la defensa de los dogmas referentes a la Encarnación del Hijo de Dios. Su postura fiel y rotunda le valdría hasta cinco destierros promovidos por los emperadores Constantino, Constancia y Valente, fustigados, de manera inmisericorde, por los seguidores de Arrio.

Su amigo y valedor ante Constantino fue nuestro Osio, llamado más tarde "Atanasio de Occidente" por considerársele como el principal bastión de los católicos -después del Doctor alejandrino- en la lucha contra el arrianismo. Osio fue el que, por encargo del emperador, intentó que Arrio volviera a la autenticidad de la fe, sin lograr más que su radicalización, postura que llevaría al Papa Silvestre a convocar, en el año 325, el Concilio de Nicea, que, presidido por el obispo cordobés, proclamaría el Credo. Osio influyó notablemente a su redacción, especialmente en lo referido a la determinante definición de la consubstancialidad del verbo con el Padre, llamando a aquél para siempre la plena divinidad de Cristo.

En la Escuela de Edesa, en Siria, descolló San Efrén, ameno escritor y, si n duda, el más grande de los poetas siriacos. Entre sus muchos poemas existe uno en el que canta a Cristo Redentor y a su Divina Madre, diciendo: "Vos y vuestra Madre sois los únicos enteramente hermosos; pues ni en ti, Señor, hay mancha, ni mancilla alguna en tu Madre" .

Y en la Iglesia de Occidente hemos de citar siquiera a San Hilario de Poitiers, fustigador del arrianismo y famoso autor de himnos, en tres de los cuales canta la obra redentora del Hombre-Dios. Y a San Jerónimo, uno de los Padres de la Iglesia más fecundos en sus escritos. Y a San Ambrosio, obispo de Milán, verdadero paladín en la defensa de la Virginidad de María y otro de los grandes luchadores contra la herejía de Anio.

En la segunda época que considerábamos, entre los años 381 y 451, tiempo en que hace su aparición el nestorianismo, surge la figura señera de San Cirilo de Alejandría, Patriarca de Constantinopla, que se opondría a Nestorio, afirmando que “... no es un hombre cualquiera el que dio a luz la Virgen Santísima, sino que es el Hijo de Dios hecho hombre. Ella es pues, Madre del Señor y Madre de Dios... " y lo argumenta así, basándose en las Sagradas Escrituras y en la tradición, en una carta ad monachos Aegypti: "El Logos o Verbo se ha hecho hombre pero no tomó en sí a un hombre; el Logos, después de la Encarnación es el mismo que antes y permanece siendo lo que era; solamente, ha juntado a la naturaleza de su ser la naturaleza humana, de modo que, ahora es, a la vez, Dios y hombre; uno, con dos naturalezas (...). Dios nació de María. María, es Madre de Dios. Esta clara y firme postura de San Cirilo ante el nestorianismo, que le valdría ser llamado, más tarde, "El gran Maestro de la Maternidad Divina", no conseguiría la retractación del hereje, quién después de ser apercibido por el Papa Celestino I, sería anatemizado, por fin, en el Concilio de Éfeso (431) y con él, los seguidores de su errónea doctrina.

Pero, mucho antes de Éfeso, e incluso, de Nicea, ya en el siglo III, esta verdad de fe, aún sin definición dogmática, no sólo estaba reconocida por los más antiguos testimonios de los doctores alejandrinos, sino, además, asumida absolutamente por la Iglesia. Y ello es posible asegurarlo al haberse conocido que en la tercera centuria de nuestra era existía una plegaria mariana, la más antigua de las que se tiene noticia, consagrada por el uso litúrgico; esa plegaria es el “Sub tuum praesidium”.

Esta oración a la Virgen María figura en un papiro del siglo III que se encontró en una biblioteca de Manchester, tal como, salvo una ligera variante, la han conservado las liturgias griegas y el rito ambrosiano. El texto latino, dice así:

“Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei genitrix; nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus, sed a perículis cunctis, libera nos semper, Virgo gloriosa et benedicta".

Dom Mercenier ha hecho notar el inmenso interés que encierra este breve texto. Es, según él, "... sin duda, el más antiguo testimonio de la fe en el poder mediador de María, pues se le pide, no sólo que apoye nuestras oraciones cerca de Cristo, sino que, además, nos libre Ella misma de los peligros a que estamos expuestos”. Pero lo que más nos puede interesar ahora, siquiera como justificación de este artículo, es la presencia de la invocación "Santa Madre de Dios" , que prueba, como antes decíamos, que en el tercer siglo la Iglesia ya acepta y proclama la Maternidad Divina de María.

Córdoba siempre fue adelantada ciudad mariana, probada históricamente, tanto desde 1350 -cuando el obispo don Femando de Cabrera celebró, el día ocho de diciembre, la festividad de la Purísima Concepción de María y muchas veces más, durante la "guerra mariana" que, a favor y en contra de esta definición, se desarrolló en todo el orbe católico- como en su diario vivir y sentir, como lo prueba haber mantenido hasta 16 advocaciones de Vírgenes en algunas épocas de su historia.

Sin embargo, no nos consta que en el culto a María se utilizara el rezo del Sub tuum praesidium en su honor, hasta 1650; antes, sí encontramos en muchas funciones religiosas, celebradas en la S.I. Catedral, preces en honor de la Virgen, casi siempre consistentes en el canto de la Salve o el de la Letanía de Nuestra Señora.

El 24 de julio de 1650, Córdoba proclamaba la declaración de salud, tras la mortífera epidemia de peste que había afligido a la ciudad desde mayo del año anterior; al día siguiente, festividad de Santiago, con asistencia de los dos cabildos, se celebró en la Catedral una fiesta solemne con asistencia del obispo, Fr. Pedro de Tapia, seguida de una procesión por el Patio de los Naranjos, llevando la imagen de la Virgen de Villaviciosa y las Reliquias de los Santos Mártires.

Pocos días después, en tanto que el Ayuntamiento determinaba erigir una imagen de San Rafael en el Puente Romano, por considerarle Custodio de la ciudad en la terrible prueba, el cabildo catedralicio, reconociendo el favor de Nuestra Señora de Villaviciosa, de haber preservado a todos sus miembros de la enfermedad, determinó que, todos los sábados, acabadas Completas, se cantase el Sub tuum praesidium en la Capilla de Villaviciosa, costumbre que, desde entonces, permanece en el ritual de dicha corporación catedralicia, en eterno agradecimiento por el cese de la peor epidemia que sufrió nuestra ciudad en los tiempos modernos.

Bien es verdad que el acuerdo capitular sólo se cumpliría taxativamente hasta el último tercio del siglo XIX, pues, si bien el rezo no se interrumpió nunca, en casi tres siglos y medio, la sagrada imagen sería desposeída de su Capilla, su Casa, según feliz expresión del canónigo don Bernardo de Alderete, con ocasión de su respuesta al rey Felipe IV, que pretendió demolerla para ampliar la Capilla Real.

A partir de 1875, efectivamente, comenzaría el desmantelamiento de la Capilla de Villaviciosa, recomendado por el notable arqueólogo don Rodolfo Amador de los Ríos  y si  bien  es verdad, como afirma  Nieto  Cumplido,  que su  labor “... constituye los primeros pasos de carácter científico que se aplicaron en orden a la restauración de la antigua mezquita... ", no es menos cierto que también significaría el final del lugar reservado para culto de la Virgen de Villaviciosa en la catedral cordobesa. En adelante, el rezo en su honor lo oiría desde el Altar Mayor de la iglesia metropolitana, e incluso, con el discurrir del tiempo, desde el inaccesible recinto de la Sala Capitular.

En varias ocasiones he escrito e innumerables veces he afirmado que si Córdoba quiso retener su imagen, despojando de Ella a los habitantes de las navas serranas; si el Cabildo, con el Cardenal Salazar al frente, determinó que, a partir de 1698, reinara para siempre entre los muros de la Catedral-Mezquita, en una decisión cuando menos, discutible, como creo haber demostrado en mi libro la Virgen de Villaviciosa. Leyenda, tradición e historia, es absolutamente cierto y está, históricamente comprobado, que, al apropiársela, su único motivo fue para seguir adorándola; para que, siempre, reina de las Vírgenes de Córdoba, siguiera representando su papel de Madre y Mediadora -como la reconoce el Sub tuum praesidium- y no para significar, tan sólo, una rica y preciada joya de la colección de un Cabildo.

Pero el tiempo, una vez más, ha hecho justicia... Desde hace unas semanas, la Virgen de Villaviciosa vuelve a ocupar el Altar Mayor de nuestra S.I. Catedral, gracias a la sensibilidad de la actual corporación catedralicia, que, con su Deán al frente, determinó en sesión capitular, de manera unánime, su justa reentronización.

De aquí en adelante, Dios quiera que sea para siempre, la imagen aparecida de la Virgen de Villaviciosa, oirá desde muy cerca el canto en su honor del Sub tuum praesidium, que los canónigos entonan, ya diariamente, al terminar el Oficio Divino desde el majestuoso marco del coro de Duque Cornejo y seguro que las imágenes que se veneran bajo la misma advocación en la iglesia de San Lorenzo y en la ermita del pueblo que lleva su nombre, compartirán sonrisas cómplices con la Virgen pequeñita, que, un día, trajo un humilde vaquero desde el Alentejo portugués.

Ángel Fernández Dueñas, en helvia.uco.es/

Redacción de opusdei.org

Corre el año 61. Han pasado apenas tres décadas desde que Jesús subió al cielo, después de haber confiado a sus discípulos la vertiginosa misión de llevar la alegría del Evangelio hasta el último rincón de la tierra. Tras muchas peripecias, Pablo ha llegado finalmente a Roma, donde es acogido por la incipiente comunidad cristiana. «Permaneció allí un bienio completo en una casa alquilada, recibiendo a todos los que acudían a verlo, predicándoles el reino de Dios y enseñando todo lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad» (Hch 28, 30-31). Con estas palabras se cierra el libro de los Hechos de los Apóstoles. Nos gustaría que san Lucas hubiese continuado su relato, narrándonos las aventuras de aquellos primeros años de expansión de la joven Iglesia. Pero comprendemos que el evangelista había realizado ya dos grandes gestas: buscar y organizar el material disponible sobre la vida de Jesús, incluida su infancia; y hacer lo mismo con las hazañas de algunos de los primeros apóstoles. Además, aunque san Lucas hubiese querido seguir escribiendo, ¿cómo se podría narrar la historia de la Iglesia desde ese momento?

Como los primeros cristianos

Seguir y relatar la vida de algunas pocas personas es una empresa posible. Pero la difusión que experimenta la fe cristiana en las décadas sucesivas hasta llenar todas «las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas, el ejército, el palacio, el senado, el foro» [1]… ¿Quién puede contar una historia así? A mediados del siglo II, puede escribir Justino que «no hay raza alguna del hombre, llámense bárbaros o griegos, o con otros nombres cualesquiera entre los que no se ofrezca por el nombre de Jesús crucificado oraciones y acciones de gracias al Padre» [2]. ¿Cómo contar este proceso? Sería necesario relatar la vida de cada una de esa infinidad de personas corrientes que encarnaron la fe en Jesucristo y la difundieron a su alrededor, uno a uno, hasta transmitirla a la generación siguiente, formando una larga cadena que llega hasta nosotros.

Con todo, podemos hacernos una cierta idea de aquella revolución callada gracias a las cartas que recoge el Nuevo Testamento, a los escritos de los Padres de la Iglesia, a las actas de los mártires y a las noticias que dan autores no cristianos de la época. Todo este material nos permite vislumbrar la aventura cotidiana de aquellas primeras comunidades, tan parecidas a las nuestras. En ellas, la fe, la esperanza y la caridad se entremezclan con cobardías, traiciones y desalientos; el heroísmo con la mezquindad, la santidad con el pecado. Son los hilos de esas historias los que utiliza la misericordia de Dios para ir entretejiendo la vida de la Iglesia. «Él toma nuestros triunfos y fracasos y teje hermosos tapices» [3].

Solo Dios puede llevar las cuentas de esta historia porque él «conoce lo que hay dentro de cada uno» (Jn 2, 25). Podemos dirigirle las palabras del salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno (…). Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi ser aún informe, todos mis días estaban escritos en tu libro» (Sal 139, 13-16). Cuando estemos en su presencia y podamos finalmente leer ese gran libro de la historia que Dios va escribiendo, nos maravillaremos ante la vida de tantas personas santas que han dejado obrar al Espíritu Santo en sus vidas. Para dar cauce a ese afán de llevar la alegría del Evangelio a todos, decía san Josemaría en una ocasión: «Yo no tengo otra receta para ser eficaz que la que tenían los primeros cristianos (…). En la vida espiritual tenemos los mismos medios. No hay posibilidad de adelantar. La misma receta: ¡santidad personal!» [4].

La «verdadera historia» de la Obra

En este relato de fidelidad a Dios en medio de las personales debilidades, se inserta, por querer divino, el Opus Dei, que es una «partecica de la Iglesia» [5]. Por eso, quienes intentan contar la historia de la Obra, encuentran esta misma dificultad. «Ocurre con el Opus Dei lo que pasa con un iceberg. Muchas veces se ve la punta, es decir, un aspecto institucional, corporativo o la acción de un individuo con dimensión pública; en cambio, no se percibe la base: la inmensa mayoría de personas que llevan una vida común (…). Hombres y mujeres corrientes que, en su gran mayoría, ni son ni serán noticia: familiares, colegas de trabajo y vecinos que llevan una vida ordinaria y realizan la acción evangelizadora de la Iglesia de forma tan capilar como inadvertida (…). La actividad apostólica de estas personas supera cualquier relación de iniciativas y es incontable, un verdadero “mar sin orillas” que remite a la transmisión de la fe entre los primeros cristianos.

»Gira en torno a la amistad, al codo con codo, al tú a tú entre dos amigos que se aprecian y comparten ilusiones, proyectos y penas en la oficina, en el bar del pueblo después de las faenas del campo, en un programa televisado con una cena, al acabar un partido de pádel, esperando junto con otros padres y madres a que salgan los niños del colegio, en la parada de taxis, en la sala de enfermeras del hospital durante unos minutos de descanso… En el amplio panorama del trato mutuo, un amigo descubre a otro la grandeza y la alegría de saberse hijo de Dios y hermano de los demás hombres» [6]. En estos encuentros de amistad, uno a uno, en lugares y momentos inesperados, es donde se escribe la verdadera historia de la Obra. La lucha por la santidad en las circunstancias más variadas está llamada a percibirse en cualquier persona llamada al Opus Dei, con independencia de la especificidad de su vocación, pero quizás de manera particular en la vida de los supernumerarios. Ellos son «la mayor parte de los fieles del Opus Dei [7], por lo que constituyen su rostro más frecuente: manifiestan una gran «movilización de santidad» [8] en el mundo, sostenida y dinamizada por los demás fieles de esta familia.

Durante los primeros años empezaron siendo más los numerarios debido, entre otras razones, a la necesidad que tenía san Josemaría de apoyarse en personas que tuvieran la misión específica de disponerse, junto a él, a encender y a mantener viva la llama de la Obra a través de la formación y el gobierno. De esa manera el Opus Dei pudo dar sus primeros pasos en todo el mundo, abriendo un camino querido por Dios para una multitud de personas de toda condición. Al mismo tiempo, san Josemaría reconoció desde el principio la llamada al matrimonio en muchas personas que se acercaban a él, y tenía también para ellos el mismo mensaje de santidad. Por eso, ¡qué gozo tan grande experimentó cuando pudo abrir la puerta en la Obra a los primeros supernumerarios! Estaban allí desde su fundación, pero todavía no había un cauce jurídico para acogerlos en una institución de la Iglesia, con igual importancia que los demás miembros.

San Josemaría nunca dejó de transmitir el mensaje del Opus Dei a personas que no estaban llamadas al celibato. Hasta que finalmente encontró la solución durante un viaje a Milán en enero de 1948. Al regresar a Roma escribió entusiasmado: «Habrá grandes y hermosas sorpresas. ¡Qué bueno es el Señor! (…). Se abre para la Obra un panorama apostólico inmenso (…). ¡Qué ancho y qué hondo es el cauce que se presenta!» [9]. Se hacía realidad así aquel anhelo que el Señor manifestó el 2 de octubre de 1928: que muchas personas, de todas las condiciones, también personas que siguen o desean seguir un camino matrimonial, acogieran la invitación de Dios a santificarse en medio del mundo y llenarlo de su luz, encarnando el espíritu del Opus Dei.

El Opus Dei es cada persona del Opus Dei

«Entre los supernumerarios –escribía san Josemaría, pocos años después de recibir a los tres primeros– hay toda la gama de las condiciones sociales, de profesiones y de oficios. Todas las circunstancias y las situaciones de la vida son santificadas por esos hijos míos, hombres y mujeres, que dentro de su estado y de su situación en el mundo, se dedican a buscar la perfección cristiana con plenitud de vocación» [10]. Plenitud de vocación: eso es lo que el fundador tuvo claro desde el principio. Todo supernumerario está llamado a disponerse para que cada momento de su vida –la familia, el trabajo, el descanso, la vida social– sea obra de Dios; está llamado a contemplar a Dios en todas las cosas y a responder con audacia a su llamada, «más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier» [11]. La santidad a la que están llamados los fieles de la Obra, célibes y casados, es la misma que la de aquellos grandes santos; todos están invitados a encarnar la totalidad de la vocación al Opus Dei, no solamente una parte. Por eso, cada supernumeraria y cada supernumerario pueden hacer suyas aquellas palabras de la beata Guadalupe: «La Obra soy yo misma y no podría ya ser de otra manera. ¡Qué alegría me da sentir esto tan claro y siempre, desde el primer día y cada vez más!» [12].

Esta realidad gozosa ilumina a partes iguales la aventura y la responsabilidad de los supernumerarios: de la misma manera en la que aquel trabajador de la parábola de Jesús recibió los bienes de su señor para que negociara con ellos (cfr. Mt 25, 14), quienes reciben esta llamada tienen en sus manos un regalo de Dios para el mundo. No son colaboradores de una tarea que hacen otros. «Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la eternidad» [13]. El Prelado del Opus Dei, en su carta sobre la vocación a la Obra, señala que la llamada de los supernumerarios «no se limita a vivir unas prácticas de piedad, asistir a unos medios de formación y participar en alguna actividad apostólica, sino que abarca toda vuestra vida, porque todo en vuestra vida puede ser encuentro con Dios y apostolado. Hacer el Opus Dei es hacerlo en la propia vida y, por la comunión de los santos, colaborar a realizarlo en todo el mundo. O, como nos recordaba en frase gráfica nuestro fundador, hacer el Opus Dei siendo cada uno Opus Dei» [14].

Esto se puede ver, por ejemplo, en la vida de Aurora Nieto, la primera mujer que se incorporó a la Obra como supernumeraria. Era «una joven viuda con tres hijos pequeños, que vivía en Salamanca. Había estudiado Magisterio y estaba pluriempleada para sacar su familia adelante (…). Tenía un deseo callado (…) de hacer apostolado con gente joven, con gente universitaria en medio del mundo (…). Temía que sus obligaciones familiares y económicas lo imposibilitaran, pero [san Josemaría] le aseguró que [en el Opus Dei] había sitio para ella» [15]. Aurora, en conversación con una numeraria amiga suya, relataba así su encuentro con el fundador: «Me dijo el modo cómo, yo desde casa y sin desatender a mis hijos, podía ser admitida y pertenecer a la Obra. Me parece mentira y aunque la idea de estar lejos de vosotras y fuera de las casas [de los centros] me da algo de pena y hasta algo de miedo de no acomodarme bien al espíritu peculiar que el Padre quiere, pero confío en que él sabe y no ha visto en ello inconveniente» [16].

San Josemaría no veía inconveniente porque el espíritu del Opus Dei está precisamente para vivificar el mundo, fuera de las casas, para servir a la Iglesia en las calles, en los hogares de cada uno y cada una, en las reuniones sociales, en el trabajo... «Una vez más afirmo que la vocación al Opus Dei es una vocación contemplativa, de almas que están en medio de la calle por amor de Cristo, haciendo de la calle la celda, pero en un continuo coloquio» [17]. Desde aquellos primeros momentos de su vocación, Aurora comprendió que «el Opus Dei dependía de ella en Salamanca» [18].

La familia y las estructuras sociales

A san Josemaría le ilusionaba mucho la primera convivencia de supernumerarios, así que la siguió muy de cerca. Participó en ella dedicando mucho tiempo a la predicación y habló con cada uno de los participantes, en los que quedaron grabadas a fuego aquellas jornadas. Les habló una y otra vez del espíritu del Opus Dei, dejando claro que el Señor les llamaba a cada uno de ellos a hacerlo vida con la misma plenitud con que lo hacía su fundador. Uno de los participantes, Ángel Santos, recordaba que el mensaje era «santificar al mundo desde dentro con los medios de nuestra vida interior y del cumplimiento de nuestros deberes corrientes de cristianos; ser contemplativos, con naturalidad, en medio de nuestros afanes cotidianos; hacer un apostolado de confidencia, (…) convertir nuestras casas en hogares luminosos y alegres. Y todo con estricta responsabilidad individual –sin aspiraciones representativas, sin tendencias clericales– característica de un laicado maduro» [19].

En los supernumerarios resplandece particularmente la misión de ser sal y levadura que se disuelven en el mundo para, siendo una misma cosa con la masa, sin diferenciarse en nada de ella, dar sabor y consistencia. San Josemaría veía el Opus Dei como una «inyección intravenosa, puesta en el torrente circulatorio de la sociedad» [20]. De esta manera, siendo la misma sangre del mundo, su misión consistirá en llenar del espíritu del Evangelio las estructuras sociales; hacer de este mundo un lugar mejor, cada uno desde su pequeño o grande terreno. Al ser el trabajo la actividad a la que una supernumeraria o un supernumerario dedica buena parte de su tiempo, es lógico que gran parte de sus anhelos sean llevar todo el bien posible a aquella profesión, llenarla con la actualidad de Jesucristo, encontrar a Dios en aquel servicio hecho con todo el esmero posible. Por eso, será común que estén a la vanguardia de su ámbito profesional, frecuentando el futuro, empujados por la creatividad del Espíritu Santo.

Al mismo tiempo, para las supernumerarias y los supernumerarios que han recibido la llamada al matrimonio, su familia, con o sin hijos, será el corazón que bombea sangre nueva, el primer campo en donde desplegar la ilusión por ser santos. «La vocación en la Obra como supernumerario se desarrolla en primer lugar en el ámbito familiar (…) –recordaba el Prelado del Opus Dei–. Esta es la herencia que dejáis a la sociedad» [21]. De entre los numerosos caminos que vamos tomando en la vida, san Juan Pablo II señala que «la familia es el primero y el más importante» [22]. Gran parte del futuro de la sociedad se fragua en la formación recibida durante aquellos años de convivencia familiar, tanto en lo que se refiere a la educación en la fe, como al desarrollo de las virtudes necesarias para ser una persona que contribuya al bien de todos. Se trata del núcleo en el que germinan los cambios de futuro en todos los campos: en el ámbito laboral, en la corresponsabilidad dentro del hogar, en el cuidado de los más débiles, en el ámbito educativo, etc. Este servicio, aunque discreto, es quizás el de mayor impacto social. «La familia es el lugar del encuentro, del compartir, del salir de sí mismos para acoger a los otros y estar cerca de ellos. Es el primer lugar donde se aprende a amar» [23].

«Además, estáis llamados a influir positivamente en otras familias –continuaba mons. Fernando Ocáriz, al hablar sobre la vocación de los supernumerarios–. En particular, ayudando a que su vida familiar tenga un sentido cristiano y preparando a la juventud para el matrimonio, para que muchos jóvenes se ilusionen y estén en condiciones de formar otros hogares cristianos, de los que puedan surgir también las numerosas vocaciones al celibato apostólico que Dios quiera. También los solteros y los viudos –y, naturalmente, los matrimonios sin hijos– podéis ver en la familia un primer apostolado, pues siempre tendréis, de un modo u otro, un ambiente familiar que cuidar» [24].

La vocación de supernumerario es una manifestación de la madurez del laicado, cuya hora ha sonado en la Iglesia con particular fuerza en el último siglo. Cuando san Josemaría y el beato Álvaro llegaron a Roma para buscar un cauce jurídico para la Obra, les dijeron que llegaban con un siglo de antelación, particularmente cuando plantearon la vocación de los supernumerarios. Mucho se ha avanzado desde entonces en la comprensión de la vocación del laico, pero encarnar esta maravilla sigue siendo un desafío, una misión entusiasmante. La vocación al Opus Dei es una gracia muy grande de Dios para contribuir a esta misión en la Iglesia, como testimonia la vida de tantos fieles supernumerarios y supernumerarias de la Obra. De algunos de ellos se ha iniciado el proceso para reconocer la santidad de su vida; de la inmensa mayoría muy posiblemente no se iniciará, pero ni un solo gesto de esa fidelidad cotidiana al amor de Dios escapa a nuestro Padre del cielo. Son hazañas que no recogerá ninguna página de papel ni digital, pero sí el único libro que cuenta, ese que va escribiendo Dios y del que nadie las podrá borrar. Y quienes las presencien agradecerán cada día al Señor, como hacemos nosotros, «la fidelidad de tantas mujeres y de tantos hombres que nos han precedido en el camino y nos han dejado un testimonio precioso» [25].

Redacción de opusdei.org/es-es/

Notas:

[1]     Tertuliano, Apologético, 37.

[2]     San Justino, Diálogo con Trifón, 117.

[3]     Francisco, Christus vivit, n. 198.

[4]     San Josemaría, Notas tomadas de la predicación oral, 29-II-1964.

[5]     Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 31.

[6]     José Luis González Gullón – John F. Coverdale, Historia del Opus Dei, Madrid, Rialp 2021, pp. 594-595.

[7]     Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 23.

[8]     Cfr. san Josemaría, Surco, n. 962.

[9]     San Josemaría, Cartas 18-I-1948, 29-I-1948 y 4-II-1948. Citado en Luis Cano, “Los primeros supernumerarios del Opus Dei”, Studia et Documenta, vol. 12, 2018, pp. 256-257.

[10]      San Josemaría, Cartas 29, n. 10.

[11]      San Josemaría, Camino, n. 402.

[12]      Beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, Carta 28-V-1959, en Letras a un santo, 2018, p. 112.

[13]      Francisco, Gaudete et exsultate, n. 13.

[14]      Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 25.

[15]      Inmaculada Alva – Mercedes Montero, El hecho inesperado, Rialp, Madrid 2021, pp. 194-195.

[16]      Ibíd., p. 195.

[17]      San Josemaría, Homilía, 26-X-1960.

[18]      Inmaculada Alva – Mercedes Montero, El hecho inesperado, p. 195.

[19]      Luis Cano, “Los primeros supernumerarios del Opus Dei”, p. 274.

[20]      San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra, n. 42.

[21]      Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 24.

[22]      San Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994.

[23]      Francisco, Homilía, 25-VI-2022.

[24]      Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 24.

[25]      Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 19-III-2022, n. 5.

Olaya Fernández Guerrero

1.        El ser humano como ‘ser sentiente’

Unamuno se ocupa de todas las dimensiones de la existencia humana con un peculiar estilo que aúna filosofía y literatura, y que se ofrece como una pretensión de superar la rigidez del racionalismo occidental. Invita a sus lectores y lectoras a desplegar una nueva manera de filosofar que hunde sus raíces en lo afectivo y que se centra en los sentimientos de angustia, miedo, amor y compasión que experimenta cada ser humano concreto, cada ‘hombre de carne y hueso’, en lo más profundo de su ser.

La principal tarea de la filosofía es llevar a cabo una hermenéutica de la existencia y de los afectos que ponga de manifiesto cuáles son las inquietudes más profundas del ser humano. Esas inquietudes se viven individualmente, pero también son experimentadas de modo similar por las personas que nos rodean, y esto permite que nos sintamos conectados a toda la humanidad a través de ese repertorio emocional compartido. Sucede entonces que cada ser humano emprende una búsqueda personal para “encontrarse a sí mismo y para encontrar a partir de ahí a todos los seres humanos que a su vera sufren y gozan” (Ferrater Mora, 1985, p. 36). Precisamente es la constatación de que el otro es semejante a mí, y que sufre igual que yo, lo que marca el punto de partida para el surgimiento de la ética [1]. En todo caso, Unamuno insiste en que la reflexión filosófica arranca de la propia subjetividad: el autor indaga en “su yo concreto, personal, viviente y sufriente y se convierte en el espejo en el que el lector puede reconocerse” (Villar, 2007, p. 241) y su pensamiento nunca pierde ese asidero en lo subjetivo.

El ser humano es una síntesis de ‘razón y corazón’ –como dijo Pascal– y todo intento de desentrañar el sentido de lo humano ha de atender a ambas dimensiones y a la interacción que se establece entre ellas. De este modo, la dialéctica es inherente al individuo: somos seres racionales a la vez que sentientes, y estos dos niveles pueden entrar en conflicto o transmitir mensajes contradictorios. Saber gestionar los propios pensamientos y emociones e intentar equilibrar esos dos ámbitos forma parte del proceso de aprendizaje que todo humano ha de realizar mientras vive, afirma Unamuno. Aunque, en el fondo, la contradicción está en el núcleo de la propia existencia y no podemos eludirla por completo, puesto que “es la contradicción íntima precisamente lo que unifica mi vida y le da razón práctica de ser” (Unamuno, 2005, p. 430). El ser humano es un ‘ser agónico’ que está constantemente debatiéndose, agitándose y peleándose con sus propias contradicciones, luchando por ‘ser sí mismo’ y por lograr una coherencia que no está dada de antemano sino que es preciso construirla individualmente y heroicamente, como dirá nuestro autor, siguiendo un modelo ético que él califica de ‘quijotesco’ y que entronca de lleno con la filosofía existencialista.

Unamuno considera que la ciencia y la filosofía occidentales no han prestado suficiente atención a los elementos afectivos que forman parte de la existencia humana, y reivindica una concepción más integral del ser humano que considere esos aspectos emocionales en toda su complejidad y que reflexione sobre el autoconocimiento que estos elementos pueden proporcionar [2]. El aprendizaje no puede basarse en una simple colección de datos almacenados en la memoria, ya que la razón enrigidece la vida y la mata, sino que todo proyecto educativo ha de incluir el despliegue de los afectos y ha de enseñar también a sentir. Sobre esta cuestión, la advertencia es clara: “puede uno tener un gran talento […] y ser un estúpido del sentimiento y hasta un imbécil moral” (Unamuno, 2005, p. 115). No basta con acumular conocimientos, sino que el pensamiento debe ocuparse primordialmente de la vida en su especificidad, centrarse en el ‘hombre de carne y hueso’ y recuperar todas las dimensiones afectivas que han sido olvidadas por los discursos hegemónicos. El gran fallo de esos discursos es que han pretendido elaborar visiones estáticas de algo que es esencialmente dinámico; Unamuno denuncia las carencias de esa perspectiva y sostiene que “la inteligencia, al intentar pensar la vida, la mata y sólo conoce su cadáver inerte” (Marías, 1968, p. 15). La filosofía ha de versar sobre la vida, y toda la obra unamuniana puede entenderse como un intento de realizar ese propósito y llevar a cabo la ‘vitalización del pensar’ (París, 1989, p. 34). La racionalidad convierte a los seres humanos en abstracciones y aborda la existencia como algo genérico, pues “para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente” (Unamuno, 2005, p. 220). Sin embargo, la vida no se comprende bien desde ese enfoque, y se concluye que “la ciencia no satisface nuestras necesidades afectivas y volitivas, nuestra hambre de inmortalidad, y lejos de satisfacerla, contradícela” (Unamuno, 2005, p. 238). La razón nos dice que somos mortales y que no podemos eludir esa condición, sin embargo nuestra voluntad se rebela contra esa finitud. Existe en el ser humano un deseo de perdurar, un ansia de vivir eternamente que es central en el planteamiento de este filósofo y que busca satisfacerse a través de distintos cauces: la religiosidad, la fama, etcétera [3].

Para este autor la única forma de entender la vida es partiendo de lo concreto, descendiendo a la existencia individual y reflexionando sobre los acontecimientos cotidianos, pues “la vida es la única maestra de la vida. […] Sólo se aprende a vivir viviendo, y cada hombre tiene que recomenzar el aprendizaje de la vida de nuevo” (Unamuno, 2001a, p. 81). La vida no se deja apresar por el discurso racional sino que es imprescindible pasar por ella personalmente, vivirla en toda su intensidad y aceptar todos los elementos que la conforman, incluidas las contradicciones internas y la dialéctica interior con las que cada ser humano ha de vérselas, puesto que “el sendero nos lo hacemos con los pies según caminamos” (Unamuno, 2001a, p. 54). En este proyecto de autoconocimiento el aprendizaje de los afectos es fundamental, hasta el punto de exclamar: “¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso ésta es la sabiduría suprema” (2005, p. 116) y también “el dolor es el camino de la conciencia” (2005, p. 283). Es en las emociones, y particularmente en las negativas –angustia, tristeza, dolor–, donde afloran las dimensiones más profundas de la existencia humana, que además son compartidas por toda la humanidad.

Frente a los intentos de explicar la vida partiendo de supuestos racionales, Unamuno –con unas tesis que remiten a Schopenhauer– afirma que el ser humano es básicamente irracional y que su existencia se manifiesta espontáneamente como desordenada y laberíntica; no se deja reducir a los discursos que intentan delimitarla: “El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar” (Unamuno, 2001a, p. 43) La vida se da como un torbellino complejo y variable, impredecible, compuesto de elementos muy heterogéneos que cada ser humano entreteje desde su singularidad única e irrepetible. La vida no se deja someter a la racionalidad porque todo en ella es dinamismo y diversidad ante la que solo cabe una aproximación múltiple y dialéctica. La existencia es heterogénea y para explicarla adecuadamente es imprescindible desplegar discursos igualmente heterogéneos. De ahí el estilo unamuniano, caracterizado por el encadenamiento de temas aparentemente inconexos y la quiebra de las estructuras narrativas lineales, pues él “desdeñaba cualquier forma de escritura que exhibiera rasgos como el buen equilibrio y la armonía” (Ferrater Mora, 1985, p. 110). En contraposición, se decanta por lo discordante y lo que genera extrañeza, anticipando así algunos elementos que estarán presentes en autores como Deleuze o Derrida.

2.           Las necesidades educativas y el aprendizaje emocional

Unamuno desgrana sus ideas acerca de la pedagogía a lo largo de varias de sus obras, fiel al estilo inconexo y asistemático que le caracteriza. Si bien se pueden rastrear sus reflexiones sobre el aprendizaje emocional en muchos de sus textos, es quizás en Amor y pedagogía, su segunda novela, publicada en 1902, donde presenta de una manera más extensa su visión de la educación. Se trata de un relato de ficción escrito en tono satírico donde se traslucen numerosos elementos autobiográficos. El propio autor anuncia en el prólogo que su texto tiene una finalidad crítica, a saber, la de cuestionar la efectividad de los modelos pedagógicos tradicionales: “Late en el fondo de esta obra, en efecto, cierto espíritu agresivo y descontentadizo” (1992, p. 45). La novela cuenta la historia de don Avito Carrascal, un hombre de ciencia que quiere llevar a cabo el proyecto vital de engendrar y educar a un genio. Para ello selecciona cuidadosamente todos los aspectos que tienen que ver con su retoño, Apolodoro: la búsqueda de una madre, la alimentación, los estímulos y juegos, las personas que intervienen en su educación, etcétera, pero aun así no consigue triunfar en su empresa y su hijo acaba siendo un adolescente tremendamente infeliz, debido en gran parte a la carencia de educación afectiva, como se verá.

La dimensión crítica aflora en varios pasajes de la novela, y particularmente cuando el joven protagonista de Amor y pedagogía cuestiona el modelo educativo al que ha sido sometido e inquiere a su padre: “Bueno, pero la ciencia, ¿me enseña a ser querido?” (Unamuno, 1992, p. 150), poniendo de relieve que experimenta una necesidad de reconocimiento y afecto que ha sido desatendida, lo que le origina tristeza y frustración: “¿Y para qué quiero la ciencia si no me hace feliz?” (Unamuno, 1992, p. 147). El personaje de Apolodoro, reflejo del propio Unamuno, reniega de la ciencia y se aproxima al amor, que para él se sitúa en el núcleo de todo proyecto de aprendizaje: “No basta pensar, hay que sentir nuestro destino” (2005, p. 114) y también: “¿Y por qué no hacer del amor mismo pedagogía, padre?” (1992, p. 151), tal y como sugiere Apolodoro. Esta reflexión sobre las limitaciones de la ciencia se repite en otros textos de Unamuno: “Es locura querer encerrar en ecuaciones la infinita complejidad del mundo vivo” (1958, p. 107). La madurez del individuo pasa por aprender a aceptar todas las emociones, tanto las positivas como las negativas, e intentar extraer de ellas conocimientos válidos para la vida: “No tengáis miedo a la podredumbre” (Unamuno, 2001b, p. 118), dirá nuestro autor por boca de uno de sus personajes literarios más conocidos, la tía Tula. No basta con conocer los discursos que otros han escrito sobre la existencia sino que es necesario que cada ser humano recorra y sienta su propia vida y que ejercite intensamente sus afectos, ya que de ahí surge todo lo demás, incluso el conocimiento: “nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma” (Unamuno, 2005, p. 98). La emotividad y los sentimientos son previos a todo acto de conocer, constituyen un horizonte ‘a priori’ que fundamenta todo el conocimiento porque “el amor precede al conocimiento, y éste mata a aquél” (Unamuno, 2001a, p. 39). La comprensión parte de ese espacio primordial de los afectos y de las relaciones interpersonales en las que el individuo está inmerso desde que nace y que van configurando su carácter, sus experiencias o sus gustos. Cada existencia es única e irrepetible, debido en parte a todo ese conjunto de circunstancias, vivencias y conexiones que son impredecibles y que van poco a poco modelando a la persona y confiriéndole sus características específicas, los rasgos que la individualizan.

En Amor y pedagogía abundan las referencias a distintos aspectos educativos; para estructurar el análisis de esos elementos se tomará como referencia la clasificación de las necesidades educativas planteada por Félix López Sánchez, profesor de la Universidad de Salamanca, en su libro Las emociones en la educación (2009). En ese estudio se ofrece una visión integradora del individuo que se ajusta bastante a lo que el propio Unamuno defiende. “El ser humano es una unidad psicosomática, en que todo está interconectado, en su base bioquímica, fisiológica, cerebral y, lo que es más importante aún, mental, verbal y afectivo” (López Sánchez, 2009, p. 10). Partiendo de estas consideraciones sobre la complejidad de la persona se identifican cuatro grandes apartados que aluden a varios tipos de necesidades que deben guiar la educación durante la infancia y la adolescencia:

• Necesidades de carácter físicobiológico

• Necesidades mentales y culturales

• Necesidades emocionales y afectivas

• Necesidades de participación (López Sánchez, 2009, pp. 3132).

En el primer bloque, dedicado a las necesidades físicobiológicas, López Sánchez menciona nacer en un momento adecuado y planificado por el padre y la madre, recibir cuidados relativos a la alimentación, la higiene y la salud en general, y equilibrar la actividad física y el juego con los periodos de descanso (2009, p. 31). El protagonista de Amor y pedagogía, Apolodoro, recibe una atención adecuada a este tipo de necesidades. Por ejemplo, su nacimiento es el resultado de una meticulosa planificación previa que lleva a cabo don Avito, su padre, que elige a Marina del Valle como madre de su futura descendencia: “Medita, en efecto, Carrascal buscar mujer a él y a su obra adecuada, y con ella casarse para tener de ella un hijo en quien implantar su sistema de pedagogía sociológica y hacerle genio” (Unamuno, 1992, p. 61). Apolodoro es un hijo deseado, y ya desde que está en el seno materno sus progenitores se ocupan de atender sus necesidades nutritivas. Por ejemplo, don Avito realiza indicaciones a su mujer embarazada sobre los alimentos que debe ingerir y los que debe evitar:

− ¡Vamos, Marina, un poco más de alubias!...

− ¡Pero si no me apetecen!...

− No importa, no importa… ahora tienes que comer más con la reflexión que con el instinto, más con la cabeza que con la boca… Vamos, un poco más de alubias, alimento fosforado… fósforo, fósforo, mucho fósforo es lo que necesita… […]

− ¿Carne? No; la carne aviva los instintos atávicos de barbarie… (Unamuno, 1992, p. 71)

La alimentación del bebé también es una cuestión importante durante el periodo de lactancia: “¿Qué tal? ¿Tienes leche suficiente? ¿Te sientes débil?” (Unamuno, 1992, p. 78), pregunta don Avito a su esposa. El padre se sigue ocupando de la alimentación del niño a medida que este crece: “Le hace comer su padre a reloj a tal hora y tantos minutos, pesando la comida que le da, y luego le pesa a él, tres veces por día. La higiene y la educación física ante todo” (Unamuno, 1992, p. 91). Las atenciones a las necesidades de tipo físico se completan con otra serie de actuaciones como el acondicionamiento de una habitación tapizada en la que se disponen algunos objetos a los que el niño pueda sujetarse cuando empieza a caminar (Unamuno, 1992, p. 91).

En el segundo grupo, referido a las necesidades mentales y culturales, se incluyen la estimulación sensorial, la exploración de la realidad física y social, la adquisición de valores y normas, la asimilación de saberes escolares y profesionales y el desarrollo de una interpretación positiva del mundo y del ser humano (López Sánchez, 2009, p. 31). Estos aspectos son centrales en la obra de Unamuno analizada aquí, pues el proyecto de don Avito de educar a su hijo para que sea un genio incluye un amplio programa de estímulos y aprendizajes en el que nada se quiere dejar al azar. A lo largo de la novela abundan las referencias –muchas de ellas en tono jocoso– a las iniciativas que el padre toma para adentrar al joven Apolodoro en la senda de la genialidad. Cuando el feto está todavía en el seno materno, don Avito obliga a su esposa a escuchar ópera, pues le parece que eso puede contribuir a estimular la sensibilidad del bebé. Una vez nacido el niño, el padre también lleva a cabo varias prácticas que él considera apropiadas para acelerar su aprendizaje:

Su padre, sin embargo, se dedica un rato todos los días a frotarle bien la cabeza por encima de la oreja izquierda para excitar así su circulación en la parte correspondiente a la tercera circunvolución frontal izquierda, al centro del lenguaje… […] Y Apolodoro va aprendiendo, bajo la dirección técnica de su padre, el manejo del martillo de su puño, de las palancas de sus brazos, de las tenazas de sus dedos, de los garfios de sus uñas y de las tijeras de los recién brotados dientes (Unamuno, 1992, p. 82).

Don Fulgencio, un filósofo al que don Avito pide consejo sobre la educación de su hijo, recomienda que Apolodoro sea enviado a la escuela para “que se forme en sociedad infantil, que se le mande a que juegue con otros niños” (Unamuno, 1992, p. 99), y el padre accede a regañadientes, pues tiene una visión muy negativa de la escuela: “Decididamente, tengo que intervenir ya, y aunque vaya a la escuela, instruirle yo” (Unamuno, 1992, p. 100), resuelve don Avito después de ver los contenidos y enfoques de lo que el muchacho aprende en el colegio. La visión de este personaje concuerda con la del propio Unamuno, que en sus memorias de infancia escribió: “Nuestras deplorables tradiciones escolásticas […] y la organización detestable de nuestra enseñanza hacen que no se saque sino una fría y mecánica concepción de casillero” (1958, p. 119). La escuela enseña a encorsetarlo todo en función de categorías rígidas y el autor considera que este tipo de conocimiento resulta inútil para explicar la complejidad del mundo, como se ha mencionado anteriormente.

En Amor y pedagogía, don Avito y don Fulgencio comparten su interpretación de la educación como un proceso que “consiste en que lo vea todo, de todo se sature y pase por todo ambiente” (Unamuno, 1992, p. 90) de acuerdo con las ideas de la educación natural descritas por Rousseau en su Emilio (1985). La preferencia por este tipo de formación, muy alejada de la que se impartía en la escuela tradicional, se aprecia de forma clara en la novela. Junto a su padre, el pequeño Apolodoro sale a pasear con una brújula, termómetro, barómetro y lente de aumento, para que pueda satisfacer su curiosidad y percibir el mundo natural desde múltiples perspectivas. También visita un museo de historia natural (Unamuno, 1992, p. 103) y aprende matemáticas, dibujo, gramática y un montón de cuestiones teóricas que su padre se afana en enseñarle con total dedicación.

El tercer grupo de necesidades, las emocionales y afectivas, incluye la protección y el afecto, la red de relaciones sociales y los vínculos de amistad, y la búsqueda de interacción sexual (López Sánchez, 2009, pp. 3132). Este grupo de necesidades son las que Apolodoro ve satisfechas de un modo más incompleto, en gran parte debido a la disparidad de criterio que existe entre su padre y su madre acerca de estas cuestiones. Marina, la madre, representa la afectividad y continuamente abraza y besa al niño, mientras que don Avito considera que esas muestras de cariño son un signo de debilidad: “No le beses, no le beses así, Marina, no le beses; esos contactos son semilleros de microbios” (Unamuno, 1992, p. 80). Como resultado, el niño tiene un lazo afectivo más fuerte con la madre que con el padre:

− Di mamá: ¿me quieres?

Mucho, mucho, mucho, Luisito, mi Luis, mucho, mucho, mucho, sol, cielo, mi Luis, ¡Luisito!... ¡Luis! (Unamuno, 1992, p. 93)

Se explica en la novela que la mujer bautiza secretamente a su hijo con el nombre de Luis porque el nombre de Apolodoro, elegido por el padre, le disgusta profundamente. No obstante, solo se atreve a usar ese nombre cuando está a solas con el hijo, “y es Luis el nombre prohibido, el vergonzante, el íntimo” (Unamuno, 1992, p. 93). En definitiva, la figura de la madre es cariñosa y afectiva, y funciona para su hijo como una figura de apego que entra en contradicción con la del padre, caracterizado como un hombre frío y metódico y obsesionado con desplegar su proyecto educativo meticulosamente diseñado a priori. Las estrictas reglas que don Avito impone a su familia, y en particular a su hijo, no permiten la expresión explícita de emociones y sentimientos:

¡Qué escenas silenciosas y furtivas cuando en los raros momentos en que el padre los deja coge la madre a su hijo, lo abraza y sin decir palabra le tiene abrazado, mirando al vacío, llenándole de besos la cara! El chico abre los ojos sorprendido; éste es otro mundo tan incomprensible como el otro, un mundo de besos y casi de silencio (Unamuno, 1992, p. 105).

Marina reprime sus afectos ante el esposo y solamente abraza y besa al  hijo a escondidas, lo que produce en el niño ideas contradictorias con respecto a la afectividad: es algo malo y que debe ocultarse. Esta identificación del amor abnegado y la afectividad con figuras femeninas es muy recurrente en la obra de Unamuno. Por ejemplo, se percibe en la tía Tula que cuida de este modo a una de las niñas a su cargo: “se acostaba con la niña, a la que daba calor con su cuerpo” (Unamuno, 2001b, p. 98), y se refiere así a su sobrino recién nacido: “En cuanto a éste –y al decirlo apretábalo contra su seno palpitante–, corre ya de mi cuenta, y o poco he de poder o haré de él un hombre” (Unamuno, 2001b, p. 33). También el personaje de Angelita, la narradora de San Manuel Bueno, mártir, confiesa que “empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi padre espiritual” (Unamuno, 1987, p. 76). Por último puede citarse a Antonia, la esposa de Joaquín en Abel Sánchez, que responde igualmente a esa encarnación del amor maternal que Unamuno atribuye a las mujeres: “Antonia había nacido para madre; era todo ternura, todo compasión” (Unamuno, 1985, p. 78).

Volviendo a Amor y pedagogía, la lectura atenta del relato pone de relieve que los vínculos sociales de Apolodoro están principalmente determinados por el tipo de educación que su padre elige para él, en algunas ocasiones aconsejado por don Fulgencio, el filósofo, que muestra una visión más flexible que don Avito e insiste en las necesidades de socialización del niño. También le advierte con respecto a las personas mediocres, de las que le recomienda apartarse: “No frecuentes mucho el trato con los sensatos” (Unamuno, 1992, p. 113), y le aconseja que recorra su propio camino y que no se deje llevar por el qué dirán, pues “los memos que llaman extravagante al prójimo, ¡cuánto darían por serlo!” (Unamuno, 1992, p. 114). La autenticidad implica transitar por caminos poco trillados y en este sentido es conveniente no guiarse por las opiniones y costumbres de las mayorías, tal y como señala don Fulgencio, auténtico alter ego de Unamuno en este pasaje.

La relación de Apolodoro con sus compañeros de la escuela es conflictiva, los otros niños se burlan de su nombre y además tiene menos fuerza física, lo que hace que sufra agresiones (Unamuno, 1992, p. 100). Llevado por la curiosidad, el joven se hace amigo del poeta Menaguti y comienza él mismo a escribir poemas sin que su padre se entere (Unamuno, 1992, pp. 116 y ss.). Otro personaje llamativo es don Epifanio, el profesor de dibujo, que recomienda a Apolodoro que disfrute de la vida y que busque el bienestar en lugar de perder el tiempo estudiando cosas inútiles. Apolodoro también se hace amigo de Emilio, hijo del maestro de dibujo, como estrategia para frecuentar más la casa y poder ver a la chica de la que está enamorado: “El Amor, como niño que dicen es, enseña a Apolodoro una infantil astucia, y es que se haga amigo de Emilio, el hermano de Clarita, y entre así más dentro de la casa” (Unamuno, 1992, p. 124). La relación que se establece entre ambos muchachos es bastante superficial; no sucederá lo mismo con Clarita, cuya aparición en la vida de Apolodoro tendrá importantes consecuencias para el protagonista de la novela.

El acercamiento a Clarita es la respuesta de Apolodoro a la necesidad de interacción sexual que siente. Entre ambos se entabla una relación amorosa que es novedosa para ambos, aunque cada uno de los personajes la gestionará de un modo distinto. El enamoramiento supone el descubrimiento de un mundo nuevo para Apolodoro, donde los sentimientos y emociones incontrolables se le imponen: “Emprende ahora su corazón un galope, y este galope le echa a la cabeza un ataque de amor. Sí, son ataques, estallidos de amor” (Unamuno, 1992, p. 123). El desarrollo de competencias emocionales es clave para superar el malestar frente a situaciones cotidianas, especialmente aquellas que tienen que ver con la relación con los demás y concretamente el desamor. Eso es lo que le pasa a Apolodoro; aparece otro muchacho, Federico, que también pretende a Clarita y la joven, en parte aconsejada por sus padres, se decide por el nuevo pretendiente y rompe su relación con Apolodoro, lo cual sume al joven en una depresión bastante aguda: “Ayer vio a Clarita, a lo lejos y de paso, y se le encendió el mal extinguido amor, y ahora es cuando comprende que la quería, que la quería con toda el alma” (Unamuno, 1992, p. 146). El muchacho siente la necesidad de ser amado y el rechazo de Clarita le resulta insoportable, hasta el punto de llegar a pensar “Si no me quiere Clarita y no sé hacer cuentos, ¿para qué vivir?” (Unamuno, 1992, p. 148). La situación anímica de Apolodoro se agrava tras el fallecimiento de su hermana Rosa, un acontecimiento que hace sufrir mucho a Marina y a Apolodoro y ante el que don Avito se muestra impertérrito. El joven protagonista de la novela carece de herramientas emocionales que le permitan entender lo que pasa, expresar su dolor y su angustia y buscar consuelo a los problemas que le afectan. La incomunicación con su padre se hace cada vez más acusada a medida que el muchacho crece y se evidencia la diferencia de perspectivas entre los dos personajes, y a partir de ahí se desencadena la tragedia. Apolodoro acaba suicidándose, algo que en la novela de Unamuno se presenta como una ficción pero que tristemente puede recordar casos reales de suicidios de adolescentes que siguen aconteciendo a día de hoy. Algunos de estos casos, si no todos, quizás podrían evitarse a través de una adecuada educación afectivosexual en el ámbito de la familia y la escuela [4].

El cuarto y último bloque de necesidades indicado por López Sánchez alude a la participación y la autonomía, y tiene que ver con el despliegue de la capacidad de tomar decisiones sobre la propia vida (López Sánchez, 2009, p. 32). Don Avito niega este derecho a su hijo, se escuda en la idea de que sabe lo que más conviene al muchacho y le impone todo lo que ha de hacer sin prestar atención a las expectativas y preferencias de este. Por ejemplo, ante la declaración del niño de que quiere ser general, su padre le responde: “No, hombre, no; no puedes querer eso… te equivocas, hijo mío […] mi hijo no puede querer eso…” (Unamuno, 1992, p. 99). Don Avito también desaprueba el interés de Apolodoro por la poesía, y no acepta que su hijo adolescente se ha enamorado: “¿Enamorado? ¿Mi hijo enamorado? No digas disparates” (Unamuno, 1992, p. 120), responde a su esposa cuando esta le insinúa la posibilidad. Cuando finalmente se rinde a la evidencia, don Avito se disgusta enormemente porque considera que los sentimientos de su hijo trastocan los planes que había diseñado para él: “¡Se ha enamorado! No vamos a tener genio” (Unamuno, 1992, p. 121). Hacia el final de la novela, Apolodoro acude a casa del filósofo don Fulgencio y le recrimina el plan formativo tan estricto al que lo han sometido y que ha hecho de él un analfabeto emocional: “Entre usted y mi padre me han hecho un desgraciado, muy desgraciado” (Unamuno, 1992, p. 141), exclama el joven, poniendo así de relieve que es consciente de sus carencias afectivas y de las lagunas en su desarrollo emocional, que le impiden gestionar adecuadamente el desplante de Clarita o las burlas de sus compañeros de escuela.

3.           Consideraciones finales

De la mano de Unamuno, la historia trágica y cómica de Apolodoro y de su padre, don Avito, pone de relieve que la vida no puede planificarse excesivamente ni es conveniente acercarse a ella con demasiada rigidez, ya que los elementos inesperados e impredecibles siempre hacen acto de presencia y truncan todas las previsiones y expectativas previamente concebidas. Es lo que le sucede a don Avito; quiere controlar cada detalle relativo a la educación de su hijo y esa obsesión le hace muy infeliz a él y a quienes le rodean: su esposa Marina, que se ve obligada a reprimir sus afectos en presencia del marido; su hija Rosa, que crece sin la atención del padre; y sobre todo a su hijo Apolodoro, cuya malograda existencia es la muestra más evidente del fracaso del proyecto pedagógico de don Avito.

La acumulación de conocimientos teóricos tiene cierta utilidad pero no por ello ha de desatenderse la pedagogía de los afectos, aprender a querer y a ser querido, pues esto es algo que la ciencia no enseña, como dice Apolodoro en uno de los pasajes más entrañables de la novela. La pedagogía es algo incompleto si no incluye esa parte emocional, ese aprendizaje del amor que Apolodoro reivindica: “¿Y por qué no hacer del amor mismo pedagogía, padre?” (Unamuno, 1992, p. 151). Esta pregunta plantea de lleno la necesidad de educar en lo afectivo, de aprender ya desde la infancia y la adolescencia a entender y manejar las emociones para que estas no nos desborden, ya que solo así el ser humano conseguirá alcanzar la felicidad. La cuestión que presenta este texto supone un reto para todas las personas que nos dedicamos actualmente a la docencia, y aunque Unamuno escribió esta novela hace más de un siglo su obra sigue teniendo vigencia porque hace hincapié en aspectos que todavía hoy son difíciles de abordar en el aula y acaban cediendo terreno frente a otros contenidos de tipo más teórico. La propuesta del filósofo, en este sentido, es hacer pedagogía del amor: enseñar a nuestros alumnos y alumnas a querer y a ser queridos, porque esto forma parte de su desarrollo integral y contribuirá a que sean ciudadanas y ciudadanos más autónomos, más inteligentes emocionalmente y, en definitiva, más capaces de encontrar su propio camino en la vida.

Olaya Fernández Guerrero, en unirioja.es/servlet/

Notas:

1   De estas cuestiones me he ocupado de forma más prolija en Fernández Guerrero, Olaya (2012): “Sobre la alteridad y la diferencia sexual”. Logos. Anales del Seminario de Metafísica, vol. 45: 293317.

2   De la visión pedagógica desarrollada por Unamuno me he ocupado también en: Goicoechea, Mª Ángeles y Fernández, Olaya (2014): “Filosofía y educación afectiva en Amor y pedagogía, de Unamuno”, Teoría de la educación. Revista interuniversitaria, n. 26: 41-58.

3   Sobre este tema ver Fernández Guerrero, Olaya (2014): “La antropología de Unamuno: el ‘hombre de carne y hueso’”, en Aragüés, Juan Manuel y Ezquerra, Jesús (coords.): De Heidegger al postestructuralismo. Panorama de la ontología y antropología contemporáneas, Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza, pp. 71-87.

4   Para un estudio más detallado sobre los diversos factores de la educación afectivo‐sexual, ver Valdemoros, Mª Ángeles y Goicoechea, Mª Ángeles (2012): Educación para la convivencia. Propuestas didácticas para la promoción de valores. Madrid: Biblioteca Nueva.

Francisco de Asís García García

Estudio iconográfico

Atributos y formas de representación

Dos escenas principales concurren en la imagen de la Anástasis. De un lado, el triunfo de Cristo sobre la  muerte,  quebrando  las puertas del infierno y marchado victorioso  sobre  Hades. Por  otra  parte, la  acción  salvífica de Cristo, de la que se benefician  Adán  y  Eva, además   de   toda  una  serie  de  destacados  patriarcas y personajes  de  la  Antigua  Ley   presentes  en   el  limbo   (Abel,  Abraham,  David,  Salomón y San Juan Bautista principalmente). Aunque la formulación básica del tema  corresponde  a Oriente, la  escena  presenta  en  la  Edad Media occidental algunas variantes fruto de un desarrollo propio [1].

Cristo  puede  aparecer  rodeado  por  una  mandorla, especialmente  en  los primeros ejemplos, y presenta habitualmente nimbo. Entre  los  objetos que porta consigo puede aparecer un rollo. Sin embargo, el más habitual y frecuente es la cruz, símbolo de triunfo sobre la muerte y de redención generalizado en las imágenes de la Anástasis desde el siglo XI [2]. La cruz es utilizada como  arma al oprimir con ella la boca, cuello o vientre de Satán [3], y con  un  fin  análogo  se convierte en lanza en imágenes como la de la cripta de Tavant. Cristo avanza sobre un ser que yace tendido, al que pisotea y llega a encadenar. Esta criatura encarna bien a Hades –personificación del infierno– o a Satán [4], identidades cuyos límites son confusos en muchas imágenes.

Puede considerarse el gesto de elevación de Adán, tomado generalmente por la muñeca, como un motivo iconográfico distintivo de la Anástasis [5]. Pese a  que  el protagonismo de Adán en el grupo de los salvados es claro, la figura de Eva suele acompañarlo, bien en un segundo término o beneficiándose directamente de la acción salvadora de Cristo, siendo también tomada por su mano. Los primeros padres pueden incorporarse desde sendos sarcófagos, elemento  que  aparece  ya  en las primeras representaciones. En líneas generales, Adán, Eva y el resto de salvados se presentan vestidos en las imágenes orientales –entre estos, se caracteriza a David y Salomón por su atuendo regio–, mientras que en Occidente tienden a permanecen desnudos.

La representación del limbo  donde  se  encuentran  los justos ofrece diversas posibilidades. El elemento más destacable son sus puertas, de bronce y con cerrojos según el Evangelium Nichodemi, situadas bajo Cristo o junto a Hades/Satán. Dichas puertas, quebrantadas por la presencia de Cristo, quedan dispuestas sobre el suelo en forma de cruz en las imágenes realizadas a partir del siglo XI. A la hora de recrear las mansiones infernales, estas pueden adoptar el aspecto de una cueva. Una alternativa sintética a la recreación de un espacio físico es la encarnación de los infiernos en la imagen de Hades, señor infernal. En ocasiones el limbo presenta muchas de las claves iconográficas del infierno. Destacan, en este sentido, la presencia de numerosos diablos –que en ocasiones intentan retener a los liberados–, las llamas, o la imagen de las fauces de Leviatán, de  donde  salen  los rescatados por Cristo, prescindiendo del sarcófago. Tal énfasis en el imaginario  infernal, especialmente desarrollado en las imágenes occidentales, conduce a que en ciertas ocasiones no se distinga el limbo de los patriarcas del infierno de los tormentos [6]. También en Occidente resulta en cierto modo frecuente la presencia de ángeles como asistentes formando parte del cortejo de Cristo.

Desde el punto de vista compositivo, un análisis de las distintas representaciones permite establecer cuatro tipos principales partiendo de la relación entre Cristo y los primeros padres [7]:

1.           - Tipo “narrativo” [8]: Cristo se inclina ante Adán y lo toma con su mano para alzarlo de su tumba.

2.           - Tipo “renacentista”: Cristo, que acostumbra a llevar una cruz, saca a Adán de su sepultura tomándolo con su mano y volviendo la mirada hacia él mientras marcha en dirección opuesta. Eva sigue a Adán en un segundo plano.

3.           - Tipo “dogmático”: Cristo, sobreelevado, es presentado frontalmente y flanqueado por Adán y Eva, en una composición estática.

4.           - Cristo alza de sus tumbas a Adán y a Eva, que lo flanquean, mientras marcha en dirección opuesta al primero. Se trata de una combinación de los dos tipos anteriores.

Fuentes escritas

El origen del tema se encuentra en textos apócrifos neotestamentarios, concretamente en los once capítulos del Descensus Christi ad inferos, compuesto originariamente en griego en torno al siglo III. Entre los siglos V-IX fue traducido al latín y refundido con el núcleo de las Acta Pilati dando lugar al Evangelium Nichodemi [9]. El relato del descenso de Cristo a los infiernos es realizado por dos de los resucitados, Karino y Leucio, hijos de Simeón. Personajes del Antiguo Testamento como Adán, David, o Isaías, además de San Juan Bautista, se hacen eco de profecías y acontecimientos que anuncian la llegada salvífica de Cristo. Un diálogo mantenido entre Satán, deseoso de retenerlo en el Hades, y el Infierno, cauto ante el supuesto poder liberador de Cristo, precede la llegada de este “en figura humana” y entre aclamaciones angélicas. Las puertas del infierno quedan rotas, los difuntos liberados de sus ataduras, y las mansiones infernales se ven iluminadas. Cristo ordena a sus ángeles el aprisionamiento de Satán y confía al Infierno su custodia hasta la segunda parusía. Tomando de la mano a Adán, Cristo lo resucita junto al resto de difuntos en virtud del sacrifico redentor de la Pasión. Enoch y Elías los reciben en el Paraíso, y el buen ladrón se les une relatando su camino hacia la salvación. La redacción griega y la latina difieren en el castigo de Satán, ejecutado por ángeles en la versión oriental y por el propio Cristo en la versión latina.

El Speculum historiale de Vicente de Beauvais y la Leyenda Dorada difundieron el relato del Evangelium Nichodemi en época bajomedieval.

Con menor extensión, el Evangelio de Bartolomé (siglos V-VII) recoge también el pasaje, con la diferencia de que Cristo abandona temporalmente la cruz para rescatar a los justos. El relato se estructura en forma de diálogo entre Cristo y Bernabé y refiere a su vez la conversación que mantienen Satán (Belial) y el Infierno mientras Cristo desciende.

El Descensus ad inferos fue un tema de reflexión habitual en la liturgia medieval [10]. Se incluye en el credo y en el himno pascual del Exultet, donde se hace referencia al ascenso victorioso de Cristo desde los infiernos. La iglesia oriental le concede un gran protagonismo en el oficio del sábado santo y en la liturgia dominical, cuyos himnos y oraciones contienen menciones singularmente prolijas parangonables a las representaciones artísticas. En el ámbito occidental, las liturgias galicana e hispánica son especialmente ricas en referencias al misterio. El viejo rito hispano multiplica las menciones en las oraciones eucarísticas del tiempo pascual y en los ordines de la liturgia funeraria.

La popularidad del tema desde los siglos centrales de la Edad Media queda atestiguada por las numerosas leyendas y composiciones que proliferaron en torno al descenso a los infiernos y por ser asunto recurrente en comentarios y sermones [11]. Este acervo cristalizó en dramas litúrgicos [12], ricos en elementos descriptivos, que siguen de cerca el relato del Evangelium Nichodemi.

Los comentaristas y Padres de la Iglesia reflexionaron sobre la bajada al limbo, especialmente en Oriente [13]. Uno de los asuntos que más interesaron a los exegetas y teólogos medievales fue la participación corpórea o meramente anímica de Cristo en la liberación de los justos, por el problema teológico que entrañaba respecto a la Resurrección y la doble naturaleza de Cristo [14].

Si bien el relato de la Anástasis bebe de fuentes apócrifas, determinados pasajes bíblicos han sido interpretados como una prefigura o alusión implícita al descenso de Cristo a los infiernos:

- Sal 9, 14: “Tenme piedad, Yahveh, ve mi aflicción, / tú que me recobras de las puertas de la muerte”.

- Sal 24, 7: “¡Puertas, levantad vuestros dinteles, / alzaos, portones antiguos, / para que entre el rey de la gloria!” (citado en el Evangelium Nichodemi).

- Sal 30, 4: “Tú has sacado, Yahveh, mi alma del šeol, / me has recobrado de entre los que bajan a la fosa”.

- Sal 107, 10-16: “Habitantes de tiniebla y sombra, / cautivos de la miseria y de los hierros, / por haber sido rebeldes a las órdenes de Dios / y haber despreciado el consejo del Altísimo, / él sometió su corazón a la fatiga, / sucumbían, y no había quien socorriera. / Y hacia Yahveh gritaron en su apuro, / y él los salvó de sus angustias, / los sacó de la tiniebla y de la sombra, / y rompió sus cadenas. / ¡Den gracias a Yahveh por su amor, / por sus prodigios con los hijos de Adán! / Pues las puertas de bronce quebrantó, / y los barrotes de hierro hizo pedazos”.

- Mt 12, 40: “Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches”.

- Mt 27, 52: “Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron”.

- Rm 10, 7: “(…) ¿quién bajará al abismo?, es decir: para hacer subir a Cristo de entre los muertos”.

- 1P 3, 19-20: “[Cristo] En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados a través del agua”.

- Ef 4, 8-9: “Por eso dice: Subiendo a la altura, llevó cautivos y dio dones a los hombres. ¿Qué quiere decir: ‘subió’ sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra?”.

Otras fuentes

Algunos detalles iconográficos presentes en las imágenes de la Anástasis remiten a la influencia de la puesta en escena de dramas litúrgicos. Como recoge Réau, “A los espectadores se ofrecía la diversión de un sitio en regla de la fortaleza del Infierno (…) Las puertas se caían en el momento en que Jesús las golpeaba con su cruz triunfal, y Satán caía al fondo de un pozo del cual salía una nube de azufre” [15]. El componente visual de tales dramatizaciones fue compartido por las artes plásticas, pudiendo detectarse motivos iconográficos comunes, tales como bocas monstruosas o torres para ilustrar la entrada al infierno [16]. Es destacable la presencia de San Juan Bautista, narrador de algunas versiones dramatizadas del tema [17].

Soportes y técnicas

El tema de la Anástasis obtuvo un gran predicamento en la iconografía bizantina, y se reprodujo en la práctica totalidad de manifestaciones artísticas. En los manuscritos, aparece como imagen de la Resurrección al comienzo de los leccionarios e ilustrando determinados salmos en salterios. Otras afamadas obras, como las Homilías de Gregorio Nacianceno incluyen la escena en sus copias.

Las artes suntuarias ofrecen un variado repertorio de imágenes de la Anástasis en sus diversas manifestaciones: glíptica, esmalte, etc. No debe olvidarse tampoco el fecundo capítulo de la decoración de iconos.

En el arte monumental, se representa en la decoración parietal (pintura y mosaico), bien como parte del ciclo de las Doce Fiestas o como imagen autónoma. Aparte de los célebres ejemplos de musivaria de la II Edad de Oro, sobresalen en el ámbito de la pintura mural los conjuntos de Capadocia y los Balcanes.

Occidente aporta respecto a Oriente notables ejemplos escultóricos en diversos formatos, tanto en capiteles (La Daurade de Toulouse, Saint-Nectaire) como en relieves monumentales (relieve del pórtico de Armentia, tímpanos de Bitonto o Rouen). Otras modalidades, como la pintura, la ilustración de manuscritos, las artes suntuarias o la vidriera también reproducen la escena.

Extensión geográfica y cronológica

El origen y desarrollo del tema de la Anástasis se encuentra en ámbito bizantino. Los primeros ejemplos conservados datan de comienzos del siglo VIII y se emplazan en territorio italiano (frescos de Santa María Antiqua de Roma) [18], si bien podrían haber contado con prototipos occidentales anteriores [19], o remitir a obras constantinopolitanas perdidas [20]. También han sido apuntados como posibles primicias de la imagen algunos códices litúrgicos sirio-palestinos [21]. En territorio propiamente oriental, se conocen ejemplos anteriores al siglo X circunscritos al ámbito suntuario y de los manuscritos [22]. La imagen de la Anástasis se consolida y difunde durante el Imperio Medio, conociendo una continuidad a lo largo del periodo medieval que se proyecta a época post-bizantina fundamentalmente en ámbito ruso [23]. Occidente será receptor de las formulaciones e innovaciones icónicas orientales desde los inicios de su iconografía, probablemente gracias a la circulación de objetos suntuarios y manuscritos transmisores de fórmulas icónicas. Desde su aparición en Europa, el tema de la Anástasis será conocido y representado durante toda la Edad Media.

Precedentes, transformaciones y proyección

Numerosos investigadores han situado el origen visual del tema y de sus componentes en el arte imperial romano. De este modo, el motivo del triunfo de Cristo sobre Hades tendría su precedente en la numismática y las medallas de la Antigüedad Tardía, que presentan imágenes triunfales del emperador sometiendo a un cautivo, sobre el que posa su lanza – reinterpretadas en clave cristiana como la victoria sobre la muerte mediante la cruz [24]–. La escena de la liberación de los protoplastas cuenta con antecedentes en imágenes del emperador poniendo en pie a una figura rodeada de suplicantes, alegoría de una ciudad o provincia liberada puesta bajo tutela imperial [25]. En particular para el segundo tipo iconográfico, llamado “renacentista” [26], Weitzmann apuntó a imágenes hercúleas de los siglos II-III plasmadas en sarcófagos (Hércules liberando al can Cerbero) como modelo para el grupo de Cristo liberando a Adán de su tumba [27], mientras que Schwartz prefirió vincularlo a modelos monetarios y a medallas de los siglos IV-VI que muestran al emperador llevando tras de sí a un cautivo [28].

Los primeros ejemplos plásticos de la Anástasis son relativamente simples en su formulación y reducen el número de personajes a lo esencial: Cristo, Hades, Adán y Eva. La imagen se enriquece durante el Bizancio Medio con la incorporación de nuevos detalles y personajes que amplifican las composiciones tendiendo a organizaciones simétricas, y dotan al tema inicial de una mayor carga teológica y de resonancias litúrgicas [29]. Hacen su aparición entonces la pareja de David y Salomón, probablemente como referencia a las profecías veterotestamentarias rastreables en los salmos [30] y como afirmación de la humanidad de Cristo [31]. Otros salvados por Cristo se añaden a la escena: profetas, patriarcas, Abel, y desde fechas avanzadas del siglo XI, San Juan Bautista [32]. Estos dos últimos inciden en el carácter redentor del sacrificio al prefigurar y anunciar la pasión. En este mismo sentido, como ya se ha señalado, cobran protagonismo en estos momentos las puertas del infierno y la cruz, insistiendo en la dimensión soteriológica de la escena [33]. Las primeras representaciones muestran claramente la figura de Hades, de cabello y barba blancos, inspirada en personificaciones del mundo clásico. Su presencia se generaliza en los salterios marginales del siglo IX [34]. Acaso por influencia del Evangelium Nichodemi, en torno a los siglos XI-XII  la figura se reviste de elementos demoníacos (color negro, cabello erizado) que permiten asimilarla a Satán [35]. Los ejemplos más tardíos, de época paleóloga, perpetúan los esquemas desarrollados anteriormente, con ciertas novedades como los ángeles que atan a Satán y sus demonios [36] o la presencia activa de Eva, rescatada junto a Adán por la mano de Cristo.

Atendiendo a los modelos iconográficos ya señalados previamente, puede establecerse una secuencia cronológica en su aparición y uso. En época pre-iconoclasta y durante las querellas icónicas se desarrollaría la primera modalidad o tipo “narrativo”, vigente hasta el siglo XIV [37]. El tipo llamado “renacentista” por Weitzmann, aun contando con ejemplares desde el siglo IX [38], se generaliza en el siglo XI y pervive hasta el siglo XIII. El tercer tipo se origina en la segunda mitad del siglo IX [39] y su incidencia es mucho menor. El cuarto y último aparece en el XIII, y será el habitual en la plástica paleóloga.

Occidente fue receptor de las formulaciones e innovaciones icónicas orientales, si bien complementó su iconografía con detalles secundarios, algunos de ellos influidos por el drama litúrgico, concediendo un especial desarrollo al aspecto infernal. Las imágenes bajomedievales presentan preferentemente la boca de Leviatán como imagen de los infiernos, o bien una estructura arquitectónica. Cristo aparece frente a las puertas del infierno, sin llegar a internarse en él, y los salvados constituyen una fila o un nutrido grupo.

Desde un punto de vista programático, cabe señalar lo infrecuente de la aparición aislada del tema de la Anástasis, pues este tiende a ser incluido en ciclos más amplios. Tres contextos iconográficos fundamentales lo incorporan en programas de mayores dimensiones.

Por un lado, el ciclo de las Doce Fiestas, del que es parte integrante, y cuya omnipresencia en la plástica bizantina aseguró el éxito icónico de la Anástasis. También aparece como un tema subsidiario en Juicios finales como el de Torcello. Por último, cabe destacar su ilustración en programas dedicados a la glorificación de Cristo tras su muerte, junto a la Resurrección y las apariciones milagrosas [38]. Se ha planteado incluso la existencia de un ciclo narrativo que siguiera de cerca el relato del Evangelium Nichodemi [40].

Prefiguras y temas afines

El tema de la Anástasis y su formulación iconográfica muestran evidentes paralelos con algunos mitos paganos protagonizados por héroes que visitan el inframundo para rescatar a algún personaje. Además del ya citado de Hércules, merecen la pena ser destacadas la liberación de Eurídice por Orfeo o la incursión de Teseo con Pirítoo en busca de Perséfone.

El simbolismo tipológico adoptó como tipo de la escena el enfrentamiento de Sansón con el león y otros episodios bíblicos susceptibles de una lectura en clave resurreccional y soteriológica [41]: el paso del Mar Rojo, Jonás y la ballena [42], Daniel socorrido por Habacuc en la fosa de los leones, etc.

Francisco de Asís García García, en ucm.es/

Notas:

1   Destaca algunas de estas variaciones ya en época románica MÂLE, Émile (1925): pp. 144-145, diferencias que se hacen más notorias en el arte bajomedieval.

2   GUARDIA PONS, Milagros (1986): p. 105, indica que salvo excepciones, mandorla y cruz no suelen aparecen simultáneamente hasta época paleóloga.

3   Para este detalle y su fundamento textual ver FRAZER, Margaret English (1974).

4   Sobre estos problemas de identificación ver: GUARDIA PONS, Milagros (1986): pp. 109-110; KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 14; ELVIRA BARBA, Miguel Ángel (1994). En  alguna  ocasión comparecen ambas figuras en una misma composición (Salterio Chludov, Moscú, Museo Histórico, Ms. 129, fol. 63).

5   MUÑOZ MARTÍNEZ, Ana Belén (2006): p. 3.

6   Esta ambigüedad tiene su paralelo en lo teológico (pese a comentarios como los de San Agustín en De Civitate Dei, XXX, 15, o Gregorio Magno en sus Moralia in Iob). Resulta excepcional en este sentido la imagen del fol. 17v. del Beato de  Gerona (Catedral de Gerona, nº inv. 7), donde  se  establece una clara distinción entre el limbo y el infierno, quizá como reflejo del texto agustiniano, según YARZA LUACES, Joaquín (1987): pp. 139-140.

7   SCHWARTZ, Ellen C. (1972-1973): pp. 30-31; KARTSONIS, Ana D. (1986): pp. 8-9; MUÑOZ MARTÍNEZ, Ana Belén (2006), con numerosos ejemplos citados.

8   La nomenclatura de los tipos iconográficos aquí reseñada fue acuñada por Weitzmann.

9   Sin embargo, según KARTSONIS, Ana D. (1986): pp. 14-16 y 229-230, las primeras imágenes conservadas de la Anástasis no se deben a la influencia directa de este relato, sino a un contexto de polémica teológica. La autora señala las incongruencias entre fuentes textuales e imágenes.

10    Ver al respecto CABROL, Fernand (1920), y MEESTER, A. de (1920), con numerosas referencias textuales.

11    NERESSIAN, Sirarpie Der (1954). En Occidente destaca la importancia del tema en el mundo anglosajón: TRASK, Richard M. (1971); TAMBURR, Karl (2007).

12    Un ejemplo inglés en CAWLEY, Arthur C. (ed.) (1977): pp. 157-169.

13    McCULLOCH, John Amott (1930).

14    KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 29.

15    RÉAU, Louis (1996): p. 557.

16    Para ejemplos concretos de estas analogías entre drama e iconografía en la Corona de Aragón ver RODRÍGUEZ BARRAL, Paulino (2006).

17    GUARDIA PONS, Milagros (1986): p. 105.

18    NORDHAGEN, Per J. (1982). Otros ejemplos tempranos romanos documentados son los mosaicos del oratorio de Juan VII en San Pedro del Vaticano, las pinturas murales de la iglesia inferior de San Clemente o el mosaico de la capilla de San Zenón en Santa Práxedes.

19    GRABAR, André (1971): p. 249. Más cuestionables son los precedentes de los siglos IV-V invocados por POST, Paul Gijsbertus Johannes (1982) en una lámpara norteafricana y un sarcófago de San Félix de Gerona.

20    KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 230.

21    LUCCHESI PALLI, Elisabetta (1962).

22    Recoge una nómina GUARDIA PONS, Milagros (1986): pp. 98-99, nn. 28-29.

23    CORTÉS ARRESE, Miguel (1994): pp. 162-163.

24    GRABAR, André (1971): p. 247.

25    GRABAR, André (1971): p. 248.

26    Ver el apartado “Atributos y forma de representación”.

27    WEITZMANN, Kurt (1950): p. 170.

28    SCHWARTZ, Ellen C. (1972-1973): p. 32.

29    Para la evolución del tema de la Anástasis en este periodo, ver KARTSONIS, Ana D. (1986): pp. 205-214, y GUARDIA PONS, Milagros (1986).

30    GUARDIA PONS, Milagros (1986): p. 104, alude, en este sentido, a imágenes de salterios que incluyen al propio David junto al resucitado y la escena de la Anástasis como ilustración de salmos con significado resurreccional. Asimismo, cabe señalar la precisa alusión a David en el texto del Evangelio de Nicodemo.

31    KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 231.

32    Atestiguado ya desde el siglo X. Uno de los primeros casos destacables es el capadocio de Nea Tokali Kilise: OCÓN ALONSO, Dulce (1993): p. 197.

33    KARTSONIS, Ana D. (1986): pp. 231-232.

34    FANAR, Emma Maayan (2006).

35    ELVIRA BARBA, Miguel Ángel (1994): pp. 144-145. La fusión de Satán con Hades se da ya en salterios occidentales del siglo IX como los de Utrecht o Stuttgart, según apunta FANAR, Emma Maayan (2006): pp. 94-95.

36    KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 15; ELVIRA BARBA, Miguel Ángel (1994): p. 148.

37    Sobre la cronología de los diversos tipos iconográficos ver SCHWARTZ, Ellen C. (1972-1973): pp. 30-31.

38    SCHWARTZ, Ellen C. (1972-1973): p. 31.

39    SKUBISZEWSKI, Piotr (1982): 314, distingue dos grupos de ciclos cristológicos occidentales en función del lugar que ocupa en ellos la Anástasis: aquellos que la incluyen entre la Crucifixión y la Resurrección, como un episodio más de los hechos de Pasión y Pascua, y los que la sitúan entre las escenas de glorificación de Cristo resucitado, normalmente tras la visita de las Marías al sepulcro. La segunda modalidad se incrementa notablemente en época bajomedieval hasta el punto de emplazar la Anástasis como colofón del ciclo de Glorificación.

40    TSUJI, Sahoko G. (1983): pp. 10-11.

41    Ver el elenco recogido por RÉAU, Louis (2000): p. 244.

42    Referencias patrísticas sobre esta analogía en FANAR, Emma Maayan (2006): p. 104, n. 59.

Irene González Hernando

Atributos y formas de representación

Aunque desde finales del siglo XIX, autores como Didron y Cloquet [1], trataron de sistematizar qué atributos y formas de representación acompañaban a cada coro angélico, lo cierto es que suele haber una gran confusión iconográfica al respecto. En principio, las características principales de cada coro serían las siguientes. Los serafines, inspirados en la visión de Isaías (Is 6, 1-3), tienen seis alas y están asociados al fuego y al color rojo. Los querubines, inspirados en los textos de Ezequiel (Ez 10, 4-22), tienen cuatro alas con ojos y están asociados al color azul. Los tronos, inspirados también en las profecías de Ezequiel (Ez 1, 15-21), se reconocen por las ruedas llenas de ojos y, en ocasiones, también por las alas y el fuego. Dominaciones, Principados, Potestades y Virtudes no son objeto de gran representación y por ello mismo no tienen una iconografía predefinida. Los arcángeles (Miguel, Gabriel, Rafael, Uriel, Sealtiel, Baraquiel y Jehudiel) [2], cuyo nombre quiere decir ángel superior [3], son a menudo representados como jefes de la milicia celeste, con indumentaria militar, nimbados y alados [4]. Dentro de este grupo, Gabriel y Miguel desarrollan una iconografía propia [5].

Finalmente están los ángeles, ministros ordinarios de la providencia divina, cuya iconografía es la más clara, y en la cual nos detendremos. Los ángeles son los seres que más frecuentemente nos encontramos acompañando las distintas escenas cristianas, y los que produjeron en la Edad Media una iconografía más sistematizada y, consecuentemente, más fácilmente reconocible.

Desempeñan dos actividades básicas: asisten y adoran. Esto da lugar a dos grandes iconografías: ángeles en acción y ángeles en adoración. Los primeros son mensajeros privilegiados que intermedian en la relación de la divinidad con los hombres. Así pues, a  veces transmiten la palabra de Dios a los hombres; son los ángeles anunciadores [6]. Otras ejecutan la justicia o castigo divino, tal como ocurre con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. En ocasiones ayudan a personajes del Antiguo y Nuevo Testamento (Abraham, Jacob, Elías, Pedro, Cristo, María, etc.), mártires y santos, e inclusive al conjunto de la humanidad (véase por ejemplo el ángel de la guarda que asegura una buena muerte o los ángeles que ayudarán a los difuntos a salir de sus tumbas el día del Juicio Final), participando de un  amplio abanico de episodios sagrados, narrados tanto en fuentes bíblicas como extra-bíblicas [7].

Los segundos, como parte de la corte celestial, glorifican, alaban y arrojan incienso a la divinidad. Son, al modo de la corte bizantina que rinde pleitesía al emperador, aquéllos que recuerdan al fiel la majestuosidad y grandeza de la divinidad. Según la doctrina cristiana, todas las criaturas están obligadas a adorar a Dios, actividad que realizan incesantemente los ángeles, los seres más cercanos a la divinidad. Así lo dice el Salmo (Sal 148, 1-2): Alabad al Señor desde los cielos, alabadlo vosotros sus ángeles todos, alabadlo vosotros todos sus ejércitos. Ángeles adoradores pueden aparecer flanqueando a Cristo, a Dios Padre, a las tres hipóstasis trinitarias, e inclusive a la Virgen.

La iconografía angélica tuvo que superar un primer obstáculo: cómo representar lo inmaterial e invisible, lo que es espíritu puro y carece de cuerpo. Como ocurrió con la divinidad, se acabó imponiendo una iconografía antropomorfa. Aunque los ángeles podían ser representados bajo forma de niños e incluso de doncellas [8], en el occidente medieval se representaron casi siempre como varones adolescentes, generalmente imberbes y rubios [9], destacando su belleza y juventud. En los distintos pasajes bíblicos se deja entrever que los ángeles son de sexo masculino [10]. Esta misma idea viene reforzada por el Libro Apócrifo de Enoc en el que se cuenta como los ángeles se enamoraron de las hijas de los hombres [11]. Por ello, lo más habitual es representar a los ángeles bajo forma varonil.

Sus atributos más característicos son la luz y las alas; otros que suelen aparecer, aunque no son imprescindibles, son el nimbo circular (generalizado a partir del siglo V), el cetro y la esfera celeste. Las fuentes escritas asocian los ángeles a la luz. San Juan Damasceno (s. VII-VIII) los considera seres inmateriales, hechos de luz, ya que son una reverberación o reflejo de la divinidad. Las imágenes medievales pueden recoger esta cuestión lumínica a través de las túnicas blancas y las alas blancas, doradas o multicolores.

Los primeros ángeles se representaron sin alas, pero a partir del siglo V, por influencia de las visiones proféticas de Ez 1, 1- 24 y de las imágenes de Victorias y seres alados del mundo grecorromano, este elemento se generalizó. Las alas, como las ruedas de la visión de Ezequiel, simbolizan el permanente movimiento de los ángeles y también su función de mensajeros celestes. Normalmente se adaptan al marco de representación, de tal modo que puede aparecer una plegada y la otra estirada, contraviniendo la lógica del mundo natural. Suelen ser, bien del mismo color que los vestidos, como una prolongación de éstos, bien multicolores (rojas, azules, doradas) imitando el arco iris.

Cuando los ángeles son representados como varones adolescentes van siempre vestidos, todo lo más tienen los pies descalzos al modo de los personajes divinos de los que son la corte [12]. Su indumentaria varió a lo largo de la Edad Media. En el primer arte cristiano visten larga túnica blanca, símbolo de pureza y de luz. En el arte bizantino se los concibe como cortesanos y por ello visten trajes fastuosos que imitan los usados en la corte imperial y llevan las manos veladas en signo de respeto y homenaje a su soberano. En el arte occidental, a partir del siglo XIII, por influencia del teatro litúrgico en el que los ángeles eran interpretados por los diáconos, se los empieza a representar con traje sacerdotal (capa y dalmática), agitando incensarios (turiferarios) o sosteniendo cirios (ceroferarios), e inclusive pueden llegar a aparecer tonsurados, como ocurre en el retablo de San Cristóbal del Museo del Prado (s. XIII).

Fuentes escritas

Agrupamos a continuación las fuentes más importantes que hemos ido citando en los apartados precedentes.

Sobre la jerarquía angélica y las características de los distintos coros:

- Isaías (Is 6, 2-3) (Biblia, edición de BAC 1986): “Había ante Él serafines, que cada uno tenía seis alas: con dos se cubrían el rostro y con dos se cubrían los pies, y con las otras dos volaban, y los unos y los otros se gritaban y se respondían: ¡Santo, Santo, Santo, Yavé de los ejércitos! Está la tierra llena de su gloria”.

- Ezequiel (Ez 1, 15-21) (referido a los tronos); Ez 10, 4-22 (referido a los querubines): textos disponibles en http://www.biblia12.com/ezequiel-1-n26.html y http://www.biblia12.com/ezequiel-10-n26.html [último acceso 31 de mayo de 2009].

- Colosenses (Col 1, 16) (Biblia, edición de BAC 1986): “porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles; los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por Él y para Él”.

- Efesios (Ef1, 21) (Biblia, edición de BAC 1986): “por encima de todo principado, potestad, poder y dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino también en el venidero”.

- Pseudo-Dionisio Areopagita, De coelesti hierarchia, s. VI: facsímil disponible en http://interclassica.um.es/seneca/Incunables/areopagita/index.html#/6/ [último acceso 31 de mayo de 2009] y selección de los textos traducidos al castellano disponibles en http://www.esenciadelcristianismo.com/1antiguedad/dionisojerarquia.html [último acceso 31 de mayo de 2009].

Sobre las funciones y aspecto de los ángeles (último de los coros):

- Salmo (Sal 148, 1-2) (Biblia, edición de BAC 1986): “Alabad al Señor desde los cielos, alabadlo vosotros sus ángeles todos, alabadlo vosotros todos sus ejércitos” (ángeles que alaban a Dios).

- Génesis (Gn18, 19, 22); 1R 19; Hch 12: textos que hacen referencia respectivamente a diversos ángeles que ayudan a Dios en relación a la hospitalidad de Abraham, la destrucción de Sodoma, el sacrificio de Isaac, Elías y el apóstol Pedro, disponibles en:

http://www.biblia12.com/genesis-18-n1.html

http://www.biblia12.com/genesis-19-n1.html

http://www.biblia12.com/genesis-22-n1.html

http://www.biblia12.com/primera-de-reyes-19-n11.html

http://www.biblia12.com/los-hechos-12-n44.html [último acceso 31 de mayo de 2009].

- Libro de Enoc, capítulo 9, versículo 8: “Ellos han ido hacia las hijas de los hombres y se han acostado con ellas y se han profanado a sí mismos descubriéndoles todo pecado”

http://www.bibliotecapleyades.net/esp_enoch.htm; último acceso 31 de mayo de 2009].

Otras fuentes

No se tiene constancia de la influencia de fuentes no escritas (liturgia, tradiciones orales, prácticas religiosas populares, etc.) en la configuración de la iconografía de los ángeles.

Extensión geográfica y cronológica

Los ángeles, por su importancia en el pensamiento cristiano, fueron objeto de representación desde el mundo paleocristiano, y así encontramos ejemplos en la decoración mural de las catacumbas, como es el caso del ángel que detiene a Balaam en el Hipogeo de Dino Compagni (Via Latina, Roma, s. IV), si bien es cierto que aún no tiene sus elementos más definitorios, como las alas o su condición de joven imberbe. Desde el siglo V en adelante los hallaremos, plenamente definidos, tanto en la iglesia oriental como occidental, siendo uno de las figuras más frecuentes del repertorio cristiano, ya que alaban y ayudan a la divinidad en múltiples circunstancias (adoran al Niño recién nacido, expulsan al hombre del Paraíso, guían a Tobías hijo en su búsqueda de un remedio para la ceguera de su padre, hablan con Zacarías para anunciarle el nacimiento del Bautista, etc.). Los encontramos por igual en la Alta, Plena y Baja Edad Media, proyectándose su importancia en la Edad Moderna.

Soportes y técnicas

Por los mismos motivos indicados en el epígrafe anterior, cualquier soporte y técnica es apto para la representación de los ángeles: marfiles, mosaicos, pinturas murales, tallas en madera, escultura en piedra, textiles, libros ilustrados, orfebrería, etc.

Precedentes, transformaciones y proyección

Distintos precedentes de la Antigüedad estuvieron en la base de la creación de la iconografía angélica. El pueblo hebreo conoció, con ocasión de su cautiverio, tanto la civilización egipcia como la asirio-babilónica. Ambas tenían representaciones de seres alados, que influyeron al pueblo hebreo en su concepción de los ángeles. En algunas tumbas egipcias aparece Ba, un halcón que sobrevuela por encima del faraón momificado y que se identifica con la eternidad [13]. En el mundo asirio-babilonio también hallamos estos seres alados, véase por ejemplo los que aparecen en los muros del palacio de Sargón II (hoy en el Museo del Louvre). Además, el peso del mundo grecorromano, en que se gestó la religión cristiana, fue muy relevante. El nombre ángel procede del griego aggelos (mensajero) y el latín angelus, y su función esencial de mensajero conecta con el dios griego Hermes y su homólogo el romano Mercurio, también mensajeros alados [14]. La representación de los ángeles en el arte cristiano bebe de las representaciones griegas de las Nikés-Victorias aladas y las representaciones romanas de los pequeños Eros-Cupidos también alados.

En base a estos precedentes, se creó, consolidó y fraguó la iconografía de los ángeles en la Edad Media, como varones adultos e imberbes, dotados de alas, irradiando luz, cuya iconografía no experimentó muchas variaciones en este período más allá de ciertos cambios en su indumentaria.

Con la llegada de la Edad Moderna se introdujeron algunas novedades que trataban de recuperar ciertos elementos del legado clásico. Así por ejemplo se popularizaron los ángeles niños, en sintonía con los Cupidos romanos. En Hispanoamérica se acentuó la función militar de los ángeles que aparecían vestidos y armados, como los ejércitos coetáneos, de modo que se recordaba al fiel que la conquista espiritual era también una conquista material del territorio.

Prefiguras y temas afines

Los ángeles, como seres celestes, guardan ciertas afinidades con los cuatro vivientes o tetramorfos descritos por el propio Ezequiel (Ez 1, 1-24) y por el Apocalipsis (Ap 4, 2-29), aunque sus rasgos iconográficos permiten diferenciarlos con claridad.

Asimismo, son la antítesis de los demonios que, no obstante, fueron descritos por teólogos como ángeles caídos, por lo que sus iconografías serán antitéticas: los ángeles son jóvenes, imberbes, luminosos y semejantes a los hombres frente a los demonios que son velludos, de tez oscura (a menudo negra), híbridos entre hombre y animal, oscuros y cambiantes. Esta antítesis es perfectamente visible en las representaciones del Juicio Final.

Irene González Hernando, en ucm.es/

Notas:

1      CLOQUET, Louis (1890): pp. 149-172; DIDRON, Adolphe Napoleon (1886): pp. 85-108.

2   Los teólogos hablan generalmente de siete arcángeles (número sagrado, símbolo de universalidad): Miguel es conocido por el libro del Apocalipsis 12, Gabriel por el evangelio de Lucas 1, Rafael por el Libro de Tobías, Uriel por el Libro apócrifo de Enoc y el IV Libro de Esdras; después se citan también a Sealtiel, Baraquiel y Jehudiel.

Es muy raro, al menos en el arte de Occidente, encontrar el grupo completo de los siete arcángeles, ya que la Iglesia romana consideraba apócrifo el Libro de Enoc, que es el que habla de Uriel. En el año 746 el Concilio de Letrán limita el culto a los arcángeles a los tres primeros: Miguel, Gabriel y Rafael.

En Bizancio en cambio se suelen representar los cuatro grandes arcángeles, es decir no sólo Miguel, Rafael y Gabriel, sino además Uriel que era el que aparece en el Libro de Enoc, y que en Oriente gozó de una autoridad equiparable a los textos canónicos. Téngase en cuenta que la Iglesia etíope lo aceptó dentro de su canon. Además, estos cuatro arcángeles, puestos en relación con los cuatro puntos cardinales, se ajustan muy bien a la decoración de las cúpulas y sirven, como el Tetramorfos, a la alabanza del Pantocrátor al cual rodean. Podemos encontrar en Oriente y en los lugares bajo influencia oriental, el Pantocrátor rodeado por los cuatro arcángeles, y por ello hay que prestar atención para no confundir este tema con el Pantocrátor y el Tetramorfos. Véase por ejemplo la Iglesia de la Martorana de Palermo (Italia, s. XII) de influencia bizantina, que contiene una representación de este tipo.

3   La diferencia entre ángel y arcángel sería la misma que entre obispo y arzobispo.

4   Este atuendo militar se acentúa en las obras de arte realizadas en Hispanoamérica en la Edad Moderna, véase por ej. El arcángel arcabucero de la iglesia de Calamarca (Bolivia), s. XVII.

5   Vid. ficha de la Psicostasis, de L. Rodríguez Peinado, en la Base de datos digital de iconografía medieval, http://www.ucm.es/centros/webs/d437/index.php?tp=Proyectos%20de%20Innovaci%F3n%20Docente&a=docencia&d=22943.php; o su versión revisada y actualizada de la Revista Digital de Iconografía Medieval, vol. IV, nº. 7, en prensa (prevista 2012).

6   El ángel anunciador de mayor relevancia en la Vida de Cristo es Gabriel, que transmite a la Virgen las palabras divinas en que se explica el misterio de la Encarnación. No obstante, en sentido estricto, es un arcángel.

7   De las fuentes bíblicas pueden citarse –a modo de ejemplo– los pasajes del Gn 18, 19.22.32; 1R 19; Hch 12. Las extrabíblicas son numerosísimas, y están repartidas entre los Evangelios Apócrifos, la Leyenda Dorada de J. Vorágine y las vidas de santos.

8   Los ángeles femeninos no aparecen antes de finales del siglo XIV- siglo XV, teniendo un excelente ejemplo en el Díptico Wilton, National Gallery Londres, ca. 1396. Los ángeles niños son muy habituales del Renacimiento y Barroco.

9   Los cabellos dorados enlazan con la idea de la luz.

10    Al menos dos versículos bíblicos señalan que los ángeles son de sexo masculino: Gn 18, 2 (los llama varones) y Gn 32, 25 (habla de un hombre).

11    Libro de Enoc, capítulo 9, verso 8: “Ellos han ido hacia las hijas de los hombres y se han acostado con ellas y se han profanado a sí mismos descubriéndoles todo pecado”.

12    El cristianismo medieval considera la desnudez una vergüenza, una humillación y por ello la reserva a los demonios.

13    WARD, Laura; STEEDS, Will (2006): p. 6.

14    Mercurio se representa con alas en los pies. El arcángel Gabriel, mensajero por antonomasia, adopta en ocasiones atributos de Mercurio.


Martín F. Echavarría

III.        Virtus essendi

Los desarrollos del parágrafo anterior nos llevan a vislumbrar una profunda conexión entre virtud y ser: Por un lado, hemos dicho que el poder de una cosa depende de la perfección de su naturaleza. Por otro, que en Dios, en quien esse y essentia se identifican, siendo Dios Ipsum Suum Esse, se da también la identidad de esse y posse. Si la magnitud del poder depende de la magnitud del ser, aquello que tiene la máxima virtud de ser, tiene por ello mismo la máxima virtud de operar. Aparece aquí el concepto tomasiano de virtus essendi, por el cual el concepto de virtus se extiende aún más allá del de potencia operativa completa, para colocarse al nivel del ipsum esse. Como ha dicho muy lúcidamente Ignacio Andereggen, “tenemos en el interior de la noción de ser un vislumbre de la fuente metafísica de la noción de poder. El poder es poder del ser y en el ser” [21].

A pesar de que varios autores [22]   han subrayado la importancia del concepto de virtus essendi en santo Tomás, sigue siendo relativamente poco desarrollado en las exposiciones corrientes de la doctrina del Doctor Común [23], aunque está en el corazón de su metafísica de la participación [24]. Es imposible citar explícitamente todos los lugares en los que el Angélico desarrolla la noción de virtus essendi, que se pueden encontrar con facilidad, sea en la bibliografía indicada a pie de página, sea por medios informáticos. Nos limitaremos aquí a algunos de los más ilustrativos para el tema que nos ocupa.

Santo Tomás explica esta noción a partir del símil de perfecciones mixtas o no puras –las que incluyen la limitación en su significado (y no sólo en su modo de significar)–, que son las que pertenecen al orden predicamental (cum modo proprio creaturis), como el fuego y la blancura:

Deinde, cum dicit: etenim Deus... Ostendit quod omnia conveniunt Deo, quodam modo. Ad cuius evidentiam considerandum est quod omnis forma, recepta in aliquo, limitatur et finitur secundum capacitatem recipientis; unde, hoc corpus album non habet totam albedinem secundum totum posse albedinis. Sed si esset albedo separata, nihil deesset ei quod ad virtutem albedinis pertineret. Omnia autem alia, sicut superius dictum est, habent esse receptum et participatum et ideo non habent esse secundum totam virtutem essendi, sed solus Deus, qui est Ipsum Esse Subsistens, secundum totam virtutem essendi, esse habet; et hoc est quod dicit, quod ideo Deus potest esse causa essendi omnibus, quia ipse non est existens quodam modo, idest secundum aliquem modum finitum et limitatum, sed ipse universaliter et infinite accepit in seipso totum esse et praeaccepit, quia in eo praeexistit sicut in causa et ab eo ad alia derivatur.

Et ideo dicitur I Timoth. I: Rex saeculorum, quia in seipso habet totum esse et omnem substantiam et omnia existentia et iterum sicut circa ipsum, inquantum ex eo derivantur. [25]

Toda forma es recibida según la capacidad del recipiente. Las cosas que participan de la blancura no participan de ella según todo el poder o virtud de la blancura. Si existiera la blancura separada, ésta sería la blancura según toda su virtud, y nada más que blancura. Evidentemente, esto no sucede en este tipo de perfecciones. Pero sí en las separables o puras, como el ipsum esse, la primera y más fundamental de todas las perfecciones derivadas de Dios. Todas las cosas que tienen el ser de un cierto modo, es decir con límite, no tienen el ser según todo el poder del ser, sino que tienen una virtud de ser limitada. Su virtus essendi no se identifica con su esencia ni con ellas mismas como entes. Por el contrario, la esencia de Dios es la virtus essendi misma. Dios es su virtus essendi, o mejor, en Dios se da el ser según toda la virtud del ser. Los entes creados, a través del modo de sus esencias, tienen la virtus essendi, por participación y, por ello, limitadamente.

Es útil aclarar aquí que es inexacto sostener que en Dios no hay esencia [26]. Esto suele ser afirmado por quienes reducen este nombre al modo creado y limitado de poseer el ser [27]. En la creatura no se da “el ser según toda la virtud del ser”, justamente porque la essentia se distingue del esse. La esencia da el grado de la virtud de ser de una cosa, al darle la medida de su perfección. La creatura no tiene el ser según todo el poder del ser, sino que tiene el ser según una determinada medida, que depende de su esencia. La virtud de ser de la creatura es limitada, por lo mismo que su esse es distinto de su essentia. En Dios, en cambio, su esencia es su ser y el mismo ser, pues Él es el Ser subsistente según toda la virtud del ser.

En el texto citado, se fundamenta el poder de Dios en su virtus essendi. Porque en Dios se da el ser según toda su intensidad o virtud, por eso, Él precontiene toda la entidad y perfección de todas las cosas y de cada una de ellas y es su causa primera y más honda.

Omnis enim nobilitas cuiuscumque rei est sibi secundum suum esse: nulla enim nobilitas esset homini ex sua sapientia nisi per eam sapiens esset, et sic de aliis. Sic ergo secundum modum quo res habet esse, est suus modus in nobilitate: nam res secundum quod suum esse contrahitur ad aliquem specialem modum nobilitatis maiorem vel minorem, dicitur esse secundum hoc nobilior vel minus nobilis.

Igitur si aliquid est cui competit tota virtus essendi, ei nulla nobilitatum deesse potest quae alicui rei conveniat. Sed rei quae est suum esse, competit esse secundum totam essendi potestatem: sicut, si esset aliqua albedo separata, nihil ei de virtute albedinis deesse posset; nam alicui albo aliquid de virtute albedinis deest ex defectu recipientis albedinem, quae eam secundum modum suum recipit, et fortasse non secundum totum posse albedinis. Deus igitur, qui est suum Esse, ut supra probatum est, habet esse secundum totam virtutem ipsius esse.

Non potest ergo carere aliqua nobilitate quae alicui rei conveniat [28].

Es importante seguir de cerca el razonamiento del Aquinate, que puede perderse de vista en ciertas concepciones del esse. Dios es el ser según toda la virtud del ser, de lo que se sigue que no carece de ninguna de las perfecciones del ser. Por eso, a Dios se atribuyen las perfecciones de todas las creaturas, y de modo más especial y propio las separables. Dios es el Ipsum Esse. Pero también, justamente por serlo sin medida, es Sabio y la Sabiduría misma, que son modos eminentes de ser. Santo Tomás deja muy claro además que, por la debilidad de nuestra inteligencia, se deben predicar de Dios los atributos en su forma abstracta y en su forma concreta. Pues los primeros, si bien se predican de Dios con verdad, son entendidos por nuestro intelecto módico como inherentes y no como subsistentes; mientras que los segundos, siendo entendidos como subsistentes, a la vez lo son como participantes y potenciales. De Dios se debe decir que es el ipsum Esse (idéntico con su Essentia), pero también el Ente primero; que es la Bondad y el Bueno; la Unidad y el Uno; la Virtud y el Virtuoso [29]. Podemos decir que aunque la predicación de estas perfecciones respecto de Dios es verdadera (secundum quid, por su significado), sin embargo, por el defecto en nuestro modo de entenderlas, ellas no lo pueden representar perfectamente [30]. De allí la necesidad, y mayor precisión de las negaciones, que son verdaderas simpliciter [31].

De todos modos, a nuestro intelecto no le basta con afirmar “sólo” que Dios es Ispum Esse y Ente, sino que debe predicar la (pre)existencia en él de todas las perfecciones que se encuentran en las creaturas en sus diferentes grados de perfección, justamente para captar mejor, aunque de un modo siempre misterioso e inabarcable, qué quiere decir ser el Ipsum Esse subsistens, es decir, el ser según toda la virtud del ser. De otro modo, se corre, por un lado, el riesgo de entender al esse como un concepto generalísimo vacío de toda perfección y, en el fondo, idéntico con la nada, como en Hegel; o, por otro, aunque no tan lejos de la postura anterior, de separar la perfección del esse de tal manera de las esencias y formas de dar la impresión de que Dios es una energía irracional y deforme, una especie de inconsciente romántico.

En santo Tomás, essentia y forma designan per se perfección y acto: “Forma autem, secundum id quod est, actus est” [32]. A tal punto esto es así, que santo Tomás entiende a veces al esse, en cierto modo, desde la forma, como  al decir que el esse es lo más formal [33]. Lo mismo dígase de la esencia: Dios es el esse per essentiam y no per participationem. Dios no carece de esencia, sino que en él la Esencia es su Esse. La identidad secreta  de Dios, su Esencia, es la posesión intensiva de toda la perfección del ser. Sólo la esencia y la forma limitada, creada, es distinta del esse. Pero el hecho de que en las creaturas nunca se dé un esse sin esencia ni sin forma, manifiesta no sólo (ni principalmente), que el esse se da en ellas con medida o límite, sino también, y más profundamente, que hay una conexión trascendental entre ser, forma y esencia, que de alguna manera tiene su origen en la Formositas divina. Mientras que la palabra modus parece implicar de por sí la limitación, y por eso es impropio predicarla de Dios, las palabras forma y esencia no están en esta situación. Las formas y esencias creadas son límites de la virtus essendi justamente porque creadas y módicas, no por ser formas y esencias, como ya se ha dicho [34].

Si se puede decir con acierto que Dios es “supraesencial” (y todavía más propiamente, “supersubstancial”, pues no está encerrado en ningún predicamento), y que está por encima de las formas, es por el modo imperfecto de entenderlas, característico de nuestro intelecto participado y dependiente de la fantasía. Pero este modo imperfecto también es propio de nuestra intelección del esse mismo, que es la perfección que con más propiedad (o con menos impropiedad) se predica de Dios [35]. Pues, si bien el esse se capta como perfección del ente, lo más actual y formal, sin embargo se entiende también como inherente y no subsistente [36]. Es por ello capital no perder nunca de vista que Dios está también por encima de nuestro modo finito de entender el esse (pues “nullum nomen Deo convenienter aptatur”), y por eso no basta para conocerlo rectamente la intelección y predicación de esta perfección, por intensa que la concibamos, con exclusión de todas las demás. Y aun la totalidad de ellas es insuficiente para expresar la plenitud infinita de la esencia divina. Si la noción de virtus essendi es herencia dionisiana, esta concepción mística de la trascendencia de la esencia divina, también lo es. Y es muy significativo que, para referirse a la suma contemplación de Dios como ignoto, el Angélico recurra al Éxodo, que es también el punto de partida de la metafísica cristiana de Dios como “el que Es”. Dios habita en la nube:

Per effectus enim de Deo cognoscimus quia est et quod causa aliorum est, aliis supereminens, et ab omnibus remotus. Et hoc est ultimum et perfectissimum nostrae cognitionis in hac vita, ut Dionysius dicit, in libro De Mystica Theologia, cum Deo quasi ignoto coniungimur: quod quidem contingit dum de Eo quid non sit cognoscimus, quid vero sit penitus manet ignotum. Unde et ad huius sublimissimae cognitionis ignorantiam demonstrandam, de Moyse dicitur, Exodi 20-21, quod accessit ad caliginem in qua est Deus [37].

De aquí se sigue que, si bien es de la máxima importancia entender que el ser es una perfección más divina, por ser más extensa y profunda que las otras, también es de capital importancia, siguiendo la escala de los seres, comprender, por ejemplo, que la sabiduría es un grado más intenso de ser, es decir que en la sabiduría se da una mayor realización de la virtus essendi. Dios es la Unión de todas las perfecciones, justamente porque es el esse según toda la virtus essendi [38]. Y esto de un modo que supera infinitamente nuestro propio modo creatural y, por lo tanto, por encima de nuestra capacidad cognoscitiva natural.

No podemos acabar esta sección sin señalar que, en varios pasajes, santo Tomás habla de la virtus essendi como potencia cuasi-activa de ser, dependiente de la naturaleza o esencia de una cosa [39]. Santo Tomás se refiere al poder de determinados entes, los que no están sujetos a la generación y la corrupción (como, en la cosmología aristotélica, los cuerpos celestes, y también las creaturas espirituales, que son formas puras), de ser sin término final, es decir, de durar por siempre (“virtus essendi semper”), que proviene de la dignidad de la forma [40]. No se trata de la virtus essendi simpliciter, en su sentido intensivo, sino de la virtud de ser siempre. Por ello dice: “non oportet quod virtus essendi sit infinita in corpore finito, licet in infinitum duret: quia non differt quod per illam virtutem aliquid duret in uno instanti vel tempore infinito, cum esse illud invariabile non attingatur a tempore nisi per accidens” [41].

Es una infinitud de ser secundum quid, pero no en su intensidad perfectiva. Aunque aquí se trata, entonces, del ser más en el sentido de existencia y duración, mientras que en otros pasajes la virtus essendi se refiere a la posesión intensiva de toda la perfección del ser, sin embargo, ambas no carecen de relación, ya que, cuanto más intensa virtud de ser se tiene, mayor poder de durar en la existencia. Cuanto más elevada es la forma, más poder de durar en el ser. Esta potencia de la esencia es (cuasi) activa respecto de la existencia en acto (esse in actu), es decir, hacia “abajo”, no hacia el ipsum esse (hacia arriba), que respecto de la forma o esencia finita es acto (esse ut actus) [42].

La forma es como lo diáfano, que hace al aire sujeto capaz de recibir la luz. En el siguiente texto, santo Tomás deja bien claro también que la creatura es receptiva de su esse, que procede de Dios, y que por lo tanto a Él se debe remitir en última instancia la potencia activa, mientras que el rol de la creatura es no impedir la acción de la infinita Virtud divina. Esto depende de la dignidad de la forma:

Ad secundum dicendum quod potentia creaturae ad essendum est receptiva tantum; sed potentia activa est ipsius Dei, a quo est influxus essendi. Unde quod res in infinitum durent, sequitur infinitatem divinae Virtutis. Determinatur tamen quibusdam rebus virtus ad manendum tempore determinato, inquantum impediri possunt ne percipiant influxum essendi qui est ab eo, ex aliquo contrario agente, cui finita virtus non potest resistere tempore infinito, sed solum tempore determinato. ]Et ideo ea quae non habent contrarium, quamvis habeant finitam virtutem, perseverant in aeternum [43].

De la plenitud infinita de virtus essendi de Dios, se sigue su omnipotencia. De la limitación de la virtus essendi en la creatura, proporcionalmente, la de su poder, que depende en todo del de Dios.

Ad quintum dicendum, quod forma separata, quae est Purus Actus, scilicet Deus, non determinatur ad aliquam speciem vel genus aliquod; sed incircumscripte habet totam virtutem essendi, utpote ipsum suum esse existens, sicut patet per Dionysium cap. V De divin. Nomin. Et ideo eius Virtuti subiicitur omnis actio: sed aliae formae separatae habent determinatam naturam speciei; unde non potest quaelibet quodlibet operari, sed unaquaeque id quod competit suae naturae, absque aliquo impedimento materialis defectus; sicut si calor esset forma separata, non haberet impedimentum in calefaciendo ex defectu materiae non perfecte participantis calorem, sicut ea quae sunt debiliter calida; non tamen posset facere actionem albedinis, aut alterius formae [44].

IV.         Bien y virtud

“La comprensión del ente como bueno es la más perfecta y profunda en el orden mismo teorético y contemplativo” [45]. La noción de virtus essendi permite captar mejor la conexión trascendental que existe entre ser y bien. El ser según toda la virtud del ser es idéntico al Summum Bonum, pues bueno es lo que es perfecto, y la virtud es la completud de la potencia. La Bondad es plenitud de ser. De tal plenitud de ser brota la operación perfecta, que en Aquel en el que se identifican ser, virtud, operación y bondad, es siempre operación perfecta, sea ad intra, como ad extra, pues Dios hizo todas las cosas como participación de su Bondad, y en todas ellas se encuentran los tres elementos constitutivos de la razón de bondad: el modo, la especie y el orden [46]. Bonum diffusivum sui [47].

Communicatio esse et bonitatis ex bonitate procedit. Quod quidem patet et ex ipsa natura boni, et ex eius ratione. Naturaliter enim bonum uniuscuiusque est actus et perfectio eius. Unumquodque autem ex hoc agit quod actu est.

Agendo autem esse et bonitatem in alia diffundit.

Unde et signum perfectionis est alicuius quod simile possit producere: ut patet per Philosophum in IV Meteororum. Ratio vero boni est ex hoc quod est appetibile [48].

Desde aquí, podemos entender mejor la virtud creada que ocupa un lugar preciso dentro del orden predicamental, especialmente la virtud humana, que es “dispositio perfecti ad optimum”. Aunque las virtudes humanas sean accidentes cualitativos, lo mismo que las operaciones perfectas (en su orden) que de ellas emanan; sin embargo, cada una y también, especialmente, el sistema o conjunto organizado de ellas (“ordinata virtutum congregatio” [49]), es una mayor participación en la Virtud y Bondad divina, y, por lo mismo, un modo más intenso de ser. En efecto, aunque por nuestra realidad sustancial poseamos el esse simpliciter, mientras que por los accidentes tenemos esse secundum quid (pues el esse del accidente es un inesse [50]), y, en cambio, por accidentes como las virtudes y los actos virtuosos nos hacemos buenos simpliciter, mientras que por nuestra realidad substancial somos buenos sólo secundum quid [51]; sin embargo, no hay que olvidar la estrecha relación existente entre esse, virtus y bonitas, en toda la escala de los entes [52]. Por la virtud somos buenos, imitamos mejor la bondad divina, porque por ella realizamos más plenamente nuestra (finita) virtud de ser. Desde esta perspectiva, es una desfiguración la percepción que a menudo se tiene del tomismo como una concepción puramente estática de la realidad, en el sentido de un sistema poco vital. Contra estas posiciones, es útil recordar estas afirmaciones del gran maestro tomista catalán, Francisco Canals:

La escisión y antítesis entre lo entitativo, concebido como estático, y lo operativo, concebido como dinámico, reducía la eficacia de la acción a un nivel categorial y regional [53].

El obrar sigue al ser, no como un añadido predicamental en algunos entes finitos y móviles, sino en virtud de la naturaleza comunicativa del acto en cuanto tal, que tiene su primer analogado, del que procede proporcionalmente toda generación vital y toda causación física en el ente creado, en el acto infinito y subsistente de ser, que es Dios, subsistente intelección de Sí mismo, Amor eterno subsistente, Viviente eterno [54].

Si olvidamos esto, la relación entre lo que llamamos “línea entitativa” y “línea operativa” nos llevaría a pensar el ente en cuanto tiene ser como constitutivamente potencial respecto de sus actividades, en cuyo caso no pensaríamos adecuadamente las operaciones divinas pertenecientes a la vida íntima como constituídas por su ser en acto puro, ni podríamos tampoco fundamentar las actividades ad extra de creación y gobierno del universo en la omnipotencia divina constituida también desde la plenitud del Ser infinito que es Dios [55].

Por estas mismas razones, en nuestra opinión es equivocado entender la participación como una especie de “caída” ontológica del ser en sus participantes, como lo da a entender, por ejemplo, Fabro: “El ente, en sentido propio, indica la primera y fundamental ‘caída’ del esse [...]. El ente es lo que es, lo real...; pero paga su afirmación de realidad a un alto precio, el de no ser en absoluto el esse, y requiere remitirse al esse para fundar cada vez su propia verdad de ser” [56]. Ese “precio” es absolutamente ficticio, imaginario, pues el esse participado, ni ha sido, ni podría ser nunca “en absoluto el esse”. No se paga, pues ningún precio, sino que sólo se obtiene una ganancia, la de que los entes finitos sean, de algún modo. Por eso sólo esta otra perspectiva, la del bien, permite entender la trascendente esencia divina, que es el Sumo Bien, fuente de toda perfección. Sin negar los méritos de los trabajos de Fabro en la profundización de la exégesis de la obra del Aquinate, aquel modo de expresarse implica haberse dejado influenciar demasiado por la perspectiva emanatista neoplatónica, o quizás por el pensamiento de Martin Heidegger. El Ipsum Esse Subsistens no se puede rebajar en absoluto. Para los que participan de su plenitud, esa participación es una elevación hacia Dios y una imitación del Sumo Bien,  y es ésta la perspectiva tomista, si se tiene en cuenta el conjunto de su obra y la actitud de fondo que la impulsa.

Por este motivo, es sumamente desorientadora la afirmación de que toda forma sustancial o accidental es una “dispersión” del ser [57]. Aunque las formas finitas son, respecto del Ipsum Esse, modos o límites, sin embargo, respecto de las creaturas participantes, implican acto y perfección [58]. Por eso, al adquirir determinadas formas accidentales, como los hábitos de las virtudes morales o la sabiduría, no sucede que nuestro esse se vea reducido, sino, por el contrario, que sea incrementado, intensificado, que tenga más virtud. Nos remitimos a un significativo texto citado anteriormente: “Omnis enim nobilitas cuiuscumque rei est sibi secundum suum esse: nulla enim nobilitas esset homini ex sua sapientia nisi per eam sapiens esset” [59]. Justamente porque en nosotros la virtud no se identifica con nuestro esse, como sucede en Dios, es que necesitamos de las múltiples virtudes (y del orden entre ellas), a través de las cuales imitamos, en modo limitado, la infinitud de la Virtud y Bondad que Dios es per essentiam. No se debe separar (aunque sí distinguir) en esto demasiado radicalmente el orden trascendental del orden predicamental en las cosas creadas. Pues es a través de este último que nosotros, las creaturas, participamos del ser, la virtud, la bondad, la unidad, etc.

Para una comprensión más profunda de la importancia de las virtudes y de los actos perfectos que de ellas emanan, sería conveniente una mayor profundización en la metafísica del accidente a la luz del esse tomista, entendido como participación de ese inefable Esse que lo  es según toda la virtud del ser, y que por eso mismo es la perfecta Bondad y el máximamente Bueno, la Virtus virtutum.

Martín F. Echavarría, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

21.       I. E. M. ANDEREGGEN, La metafísica de santo Tomás en la exposición sobre el De divinis nominibus de Dionisio Areopagita, EDUCA, Buenos Aires, 1989, 213.

22.       Además de Andereggen, cf. L. B. GEIGER, Philosophie et spiritualité, Cerf, Paris, 1963, 149-150; A. L GONZALEZ, Ser y Participación, EUNSA, Pamplona, 2001, 95; y más específicamente: E. GILSON, “Virtus essendi”, en Mediaeval Studies, 26 (1964) 1-11; F. O'ROURKE, “Virtus Essendi: Intensive Being in Pseudo-Dionysius and Aquinas”, en Dionysius, 15 (1991) 31-80; F. O’ROURKE, Pseudo-Dionysius and the Metaphysics of Aquinas (en esta obra es llamativa la ausencia de toda referencia al libro anterior de Andereggen sobre tema semejante.) O’Rourke critica, con razón, el desconocimiento por parte de Gilson de la noción de cantidad virtual (ibidem, 167-168). Citamos aquí, parcialmente, el texto de Gilson al que O’Rourke se refiere: “L’on ferait fausse route en cherchant dans saint Thomas une doctrine de l’être qui reconnaîtrait à l’esse une intensité intrinsèque variable à laquelle correspondraient, dans la nature, les degrés differents de perfection qui distinguent les êtres. [...] Il convient de ne transposer les attributs du physique dans l’ordere du métaphysique. Au delà de la nature il n’ya plus de matière, ni d’etendue, ni de quantité, ni de plus ou moins. L’esse échappe à toutes ces déterminations” (E. GILSON, “Virtus essendi”, 8-9). O’Rourke demuestra claramente que Gilson ignora la distinción entre cantidad dimensiva y cantidad virtual, que el mismo Aquinate hace en los pasajes citados por el mismo filósofo francés. Lo espiritual carece de extensión, pero ésta corresponde a la cantidad dimensiva, no a la intensiva, propia de las perfecciones espirituales.

23.       Cf. F. O’ROURKE, Pseudo-Dionysius..., 167: “These passages, particularly revealing of Aquina’s concept of Being as intensive virtus, power and excellence wich is present in graded measures, as an inner quantity -(one is tempted to speak of a ‘qualitative quantity’)- seem to have been overlooked by writers on thomistic being.”

24.       Son ineludibles los clásicos de L. B. GEIGER, La participation dans la philosophie de saint Thomas d’Aquin, Bibliothèque Thomiste, Paris, 1942, y C. FABRO, La nozione metafisica di partecipazione, EDIVI, Segni, 2005. Sin embargo, respecto de este punto en particular, cf. F. O’ROURKE, Pseudo-Dionysius..., 166: “Cornelio Fabro does not seem to have explained the wide wealth of text by Aquinas on virtual quantity and the connection between virtus and intensity”.

25.       In Dionysii De Divinis Nominibus, cap. 5, lectio 1.

26.       Para un uso más rico del concepto de esencia, cf. por ejemplo, De Veritate, q. 29, a. 3, co.: “Quantum igitur ad rationem essendi, infinitum esse non potest nisi illud in quo omnis essendi perfectio includitur, quae in diversis infinitis modis variari potest. Et hoc modo solus Deus infinitus est secundum essentiam; quia eius essentia non limitatur ad aliquam determinatam perfectionem, sed in se includit omnem modum perfectionis, ad quem ratio entitatis se extendere potest, et ideo ipse est infinitus secundum essentiam.” Cf. F. CANALS VIDAL, Tomás de  Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Scire, Barcelona, 2004, 325: “santo Tomás no participa en modo alguno de la tendencia a negar que Dios tenga esencia o a caracterizar la esencia como tal como connotando imperfección y carencia de ser, o incluso nihilidad. Incluso en todo ente creado la forma en cuanto tal dice razón de acto.”

27.       Cf. L. DEWAN, “Thomas Aquinas and Being as a Nature”, en Acta Philosophica, 12 (2003) 123-135; trad. esp. Liliana Irizar “Tomás de Aquino y el ser como una naturaleza”, p. 2 (http://www.usergioarboleda.edu.co/filosofia/dewan/Tomas AquinoyelSercomoNaturaleza.pdf; 26/05/2009): “Esto quiere  decir  que  incluso en la simplicidad divina, la esencia en tanto que dimensión o contribución metafísica ineludible, no se deja atrás. Es necesario insistir en esto desde el principio porque algunos renombrados intérpretes del Aquinate, algunas veces, han hablando como si el Dios de la teología natural estuviera ‘más allá de la esencia’. Se trata de un enfoque que limita la concepción de la esencia a su modo creado, en lugar   de considerarla como una perfección trascendental absoluta. [...] La esencia como tal es una perfección, y el hecho de que en las creaturas la esencia sea potencial   con respecto al acto de ser es algo que le ocurre a la esencia en la medida que es tal esencia”. La crítica de Dewan va dirigida explícitamente contra Gilson y Fabro. Otros autores alejados del tomismo sostienen algo semejante; cf. H. U. VON BALTHASAR, Spiritus creator III, Encuentro, Madrid, 2004, 270: “En santo Tomás, el ser como tales por última vez un misterio, no explicable a causa de la diferencia   en la que todo espíritu es llamado a pensar y que éste no puede incluir en su autorreflexión. ‘Actus non est essentialis’: la realidad del ser no se puede dilucidar a modo de esencia. ‘Deus non habet essentiam’: el entendimiento que piensa las esencias y forma los conceptos no se acerca a Dios”. Por su parte, el mismo Gilson reconoce que santo Tomás nunca afirma personalmente que Dios no tenga esencia: “A notre connaissance du moins, saint Thomas n’a jamais dit que Dieu n’a pas d’essence, et si l’on pense aux innombrables occasions de le dire qui se sont offertes à lui, on admettra sans doute qu’il a eu de bonnes raissons d’éviter cette formule” (E. GILSON, Le Thomisme, Librairie Philosophique de Vrin, Paris, 1989, 109-110). Mientras que santo Tomás  afirma que “Deus igitur non habet essentiam quae non sit  suum esse” (Contra Gentiles, l. 1, cap. 22), nunca hace propia la tesis de que Dios no tenga esencia absolutamente (ni, mucho menos, que Dios no tenga forma). Lo más cercano que se encontrará, es el siguiente texto (que merecería le pena leer completo, pero que aquí sólo podemos citar en sus conclusiones) en el que intenta dar un sentido concorde con la enseñanza de Dionisio y san Anselmo a las afirmaciones excesivamente apofatistas de Avicena y Maimónides: “Quia primi [Avicenna et Rabbi Moyses] consideraverunt ipsas res creatas, quibus imponuntur nomina attributorum, sicut quod hoc nomen sapientia imponitur cuidam qualitati, et hoc nomen essentia cuidam rei quae non subsistit: et haec longe a Deo sunt: et  ideo dixerunt, quod Deus est esse sine essentia, et quod non est in eo sapientia secundum se. Alii [Dionysius et Anselmus] vero consideraverunt modos perfectionis, ex quibus dicta nomina sumuntur: et, quia Deus secundum unum simplex esse omnibus modis perfectus est, qui importantur per hujusmodi nomina, ideo dixerunt, quod ista nomina positive Deo conveniunt. Sic ergo patet quod quaelibet harum opinionum non negat hoc quod alia dicit […].” (In I Sent. Dist. 2, q. 1, a. 3, co.).

28.       Contra Gentiles, l. I, cap. 28.

29.       Cf. Contra Gentiles, l. I, cap. 30: “Dico autem aliqua praedictorum nominum perfectionem absque defectu importare, quantum ad illud ad quod significandum nomen fuit impositum: quantum enim ad modum significandi, omne nomen cum defectu est. Nam nomine res exprimimus eo modo quo intellectu concipimus. Intellectus autem noster, ex sensibus cognoscendi initium sumens, illum modum non transcendit qui in rebus sensibilibus invenitur, in quibus aliud est forma et habens formam, propter formae et materiae compositionem. Forma vero in his rebus invenitur quidem simplex, sed imperfecta, utpote non subsistens: habens autem formam invenitur quidem subsistens, sed non simplex, immo concretionem habens. Unde intellectus noster, quidquid significat ut subsistens, significat in concretione: quod vero ut simplex, significat non ut quod   est, sed ut quo est. Et sic in omni nomine a nobis dicto, quantum ad modum significandi, imperfectio invenitur, quae Deo non competit, quamvis res significata aliquo eminenti modo Deo conveniat: ut patet in nomine Bonitatis et Boni; nam Bonitas significat ut non subsistens, Bonum autem ut concretum. Et quantum ad hoc nullum nomen Deo convenienter aptatur, sed solum quantum ad id ad quod significandum nomen imponitur.”

30.       Para explicar esto, hay quien hace, con Maréchal (que se remite a santo Tomás), la distinción entre el valor de significación y el valor de representación de los conceptos; Cf. J. BOFILL I BOFILL, La escala de los seres o el dinamismo de la perfección, Publicaciones Cristiandad, Barcelona, 1950, 29-30: “el valor de ‘representación’ de nuestros conceptos (ligado siempre a una imagen sensible y concreta; el único que tiene en cuenta el prosaico autor de la ‘Crítica de la razón pura’), se dobla necesariamente, según santo Tomás, de un valor de ‘significación’ que les permite ir más allá de lo que expresan; trascender su término inmediato, referirse a realidades no experimentables”; ibídem, 208 (nota 11): “La distinción entre el valor de representación y  el valor de significación del concepto es la piedra angular del importantísimo estudio sobre la doctrina tomista del conocimiento escrito por el P. José Maréchal [...]. En esta distinción –claramente indicada por santo Tomás, vgr., en I.ª, q. 13, art. 2, c., donde escribe: ‘aliter dicendum est, quod hujusmodi quidem nomina significant substantiam individuam et praedicantur de Deo substantialiter; se deficiunt a repraesentatione ipsius’– se apoya principalmente MARECHAL para superar el dilema: agnosticismo-ontologismo, al que KANT no supo escapar”.

31.       Cf. Contra Gentiles, l. I, cap. 30: “Possunt igitur, ut Dionysius docet, huiusmodi nomina et affirmari de Deo et negari: affirmari quidem, propter nominis rationem; negari vero, propter significandi modum.” In I Sent., Dist. 22, q. 1, a. 2,  ad1: “cum in nomine duo sint, modus significandi, et res ipsa significata, semper secundum alterum potest removeri a Deo vel secundum utrumque; sed non potest dici de Deo nisi secundum alterum tantum. Et quia ad veritatem et proprietatem affirmationis requiritur quod totum affirmetur, ad proprietatem autem negationis sufficit si alterum tantum desit, ideo dicit Dionysius, quod negationes sunt absolute verae, sed affirmationes non nisi secundum quid: quia quantum ad significatum tantum, et non quantum ad modum significandi.”

32.       Contra Gentiles, l. II, cap. 30.

33.       Sobre este tema, cf. los estudios de L. DEWAN, Form and Being. Studies in Thomistic Metaphysics, The Catholic University of America Press, Washington D.C., 2006 (especialmente el cap. 11 “St. Thomas and the Distinction between Form   and Esse in Caused Things”, pp.  188-204) y St. Tomas and Form as Something Divine in Things, Marquette University Press, Milwaukee, 2007 (especialmente pp. 38-58).

34.       Cf. F. CANALS VIDAL, Historia de la Filosofía Medieval, Herder, Barcelona, 1992, 236: “Toda forma o esencia es, en cuanto tal, acto, pero en cuanto finita y receptiva del ser se comporta en una respectividad trascendental de potencia a acto análoga, pero en ningún sentido unívoca, con la que se da entre la materia y la forma o entre el sujeto substancial y sus formas perfectivas accidentales”. Por su parte, Dewan recuerda esta sentencia del Aquinate (De immortalitate animae, ad 17): “forma et actus et hujusmodi sunt de his, quae analogice praedicantur de diversis” (L. DEWAN,  Form and Being..., 196, nota 32). Ibidem, 198: “Form is thus very close   in nature (or ontological charachter) to what we call ‘esse’. Indeed, form and being are indissociable; being follows upon or necessarily accompanies form, just because of the kind of thing form is”; y más claramente, ibídem, 202: “Form or essence (‘substance’) as such, is not limitation or finitude. Rather, it is identity (also called ‘whatness’). It happens to form or essence that it be finite, inasmuch as it is such essence, viz. distinct from infinite essence. ‘Essence’ does not name something intrinsically involving imperfection. It rather names an ineluctable metaphysical dimension, something pertaining to every being as such. Identical with  esse  in God, it can only be present in anything else as potency to esse”. Las afirmaciones   de Dewan nos parecen muy acertadas por lo que se refiere a la esencia y la forma. No incluiríamos, en cambio, a la sustancia, que se coloca claramente en el ámbito   de la finitud, por ser un predicamento y por suponerse como “sostén” de accidentes, motivo por el cual santo Tomás niega que se pueda de Dios predicar con propiedad que es sustancia (aunque sí se diga de Él la subsistencia, sin la inherencia accidental). Cf. Contra Gentiles, l. I, cap. 25.

35.       In I Sent., q. 1, a.1, ad 3: “cum esse creaturae imperfecte repraesentet divinum Esse, et hoc nomen qui est imperfecte significat Ipsum, quia significat per modum cujusdam concretionis et compositionis; sed adhuc imperfectius significatur per alia nomina: cum enim dico, Deum esse Sapientem, tunc, cum in hoc dicto includatur esse, significatur ibi duplex imperfectio: una est ex parte ipsius esse concreti, sicut in hoc nomine qui est; et superadditur alia ex propria ratione sapientiae. Ipsa enim sapientia creata deficit a ratione divinae sapientiae: et propter hoc major imperfectio est in aliis nominibus quam in hoc nomine qui est; et   ideo hoc est dignius et magis Deo proprium.”

36.       Aunque se mueve en el plano de las intenciones (o justamente por eso), es muy significativo el siguiente comentario a Boecio: “ipsum esse non significatur sicut ipsum subiectum essendi, sicut nec currere significatur sicut subiectum cursus: unde, sicut non possumus dicere quod ipsum currere currat, ita non possumus dicere quod ipsum esse sit: sed sicut id ipsum quod est, significatur sicut subiectum essendi, sic id quod currit significatur sicut subiectum currendi: et ideo sicut possumus dicere de eo quod currit, sive de currente, quod currat, inquantum subiicitur cursui et participat ipsum; ita possumus dicere quod ens, sive id quod est, sit, inquantum participat actum essendi: et hoc est quod dicit: ipsum esse nondum est, quia non attribuitur sibi esse sicut subiecto essendi; sed id quod est, accepta essendi forma, scilicet suscipiendo ipsum actum essendi, est, atque consistit, idest in seipso subsistit” (In Boethii De Hebdomadibus, l. 2). Aunque la profundización metafísica nos lleve a la afirmación del esse como acto interno del ente, participación del Ipsum Esse que intensivamente posee toda la perfección del ser, no hay que descuidar el punto de partida limitado de nuestro conocimiento del actus essendi.

37.       Contra Gentiles, l. 3, cap. 49. Aunque no se debe llevar el apofatismo tan lejos negando de Dios la predicación del ser según su significado (y no según su modo de significar, cuya imperfección debe ser negada o “removida”). Si es inexacto decir que Dios no tiene esencia ni forma, es un error aun más grave decir  que Dios no es, como afirman algunos autores actuales, uniendo una interpretación radical de la teología apofática con las filosofías modernas nihilistas. Para una crítica de estas posiciones, cf. I. ANDEREGGEN, “La disolución de la metafísica de  la creación según el tomismo ‘posmoderno’”, capítulo 23 de Antropología profunda.  El hombre ante Dios según santo Tomás y el pensamiento  moderno,  EDUCA,  Buenos Aires, 2008, 445-459.

38.       El siguiente texto es capital para comprender rectamente la unidad de la esencia divina, al tiempo que se da la diversidad según su ratio, intuida por Dionisio Areopagita; cf. Super I Sent., dist. II, q. 1, a. 2, co: “quidquid est entitatis et bonitatis in creaturis, totum est a Creatore: imperfectio autem non est ab ipso, sed accidit ex parte creaturarum, inquantum sunt ex nihilo. Quod autem est causa alicujus, habet illud excellentius et nobilius. Unde oportet quod omnes nobilitates omnium creaturarum inveniantur in Deo nobilissimo modo et sine aliqua imperfectione: et ideo quae in creaturis sunt diversa, in Deo propter summam simplicitatem sunt unum. Sic ergo dicendum est, quod in Deo est Sapientia, Bonitas, et hujusmodi, quorum quodlibet est ipsa divina Essentia, et ita omnia sunt Unum re. Et quia unumquodque eorum est in Deo secundum sui verissimam rationem, et ratio sapientiae non est ratio bonitatis, inquantum hujusmodi, relinquitur  quod  sunt diversa ratione, non tantum ex parte ipsius ratiocinantis sed ex proprietate etiam quantum ad ea quae sunt in natura sua, scilicet attributa. Quidam autem dicunt, quod ista attributa non differunt nisi penes connotata in creaturis: quod non potest esse: tum quia causa non habet aliquid ab effectu, sed e converso: unde Deus non dicitur Sapiens quia ab eo est sapientia, sed potius res creata dicitur sapiens inquantum imitatur divinam Sapientiam: tum quia ab aeterno creaturis non existentibus, etiam si nunquam futurae fuissent, fuit verum dicere, quod est sapiens, bonus et hujusmodi. Nec idem omnino significatur per unum et per aliud, sicut idem significatur per nomina synonima.” Es importante también la lectura   del artículo 3. Esto lleva al tema dionsiano de las uniones y discreciones divinas, cuya original influencia en santo Tomás ha destacado I. ANDEREGGEN, La metafísica...

39.       Cf. Contra Gentiles, l. I, cap. 20: “Quia, etsi detur quod in corpore caelesti non sit potentia quasi passiva ad esse, quae est potentia materiae, est tamen in eo potentia quasi activa, quae est virtus essendi: cum expresse Aristoteles dicat, in I Caeli et mundi, quod caelum habet virtutem ut sit semper”. Cf. también In Libros de Caelo et Mundo, l. 1, lectio 6, n. 5; De Potentia, q. 5, a. 4, ad 2; Contra Gentiles, l. II,   cap. 30.

40.       La relación entre virtus essendi y forma se puede ver, por ejemplo, en Q. Disp. De anima, Prooemium, a. 1, ad. 5: “Ad quintum dicendum quod corpus humanum est materia proportionata animae humanae; comparatur enim ad eam ut potentia ad actum. Nec tamen oportet quod ei adaequetur in virtute essendi: quia anima humana non est forma a materia totaliter comprehensa; quod patet ex hoc quod aliqua eius operatio est supra materiam”.Cf. L. DEWAN, St. Thomas and Form…, 87: “In the Contra Gentiles Thomas called this power to be ‘active’ (SCG 1.20.174). Subsequently he denies this and call it ‘receptive’ (CM 12.8 [2550]: ‘non… virtus activa sui esse, sed solum susceptiva;’ at In De Caelo 1.6 (61 [5]), he says it   is no passive (that is the potency of matter with respect to being) but rather ‘pertains to the potency of form.’”

41.       Contra Gentiles, l. 1, cap. 20.

42.       La terminología de esse in actu y esse ut actus (que es evidente si se distinguen realmente la potencia –con sus estados en potencia y en acto– del acto mismo), que nos parece acertada, proviene de Cornelio Fabro (cf., por ejemplo, C. FABRO, Participación y causalidad..., 71-80), que también resalta la importancia de la concepción del esse como acto intensivo. Hay que recordar, sin embargo, que no se   da el esse in actu sin el esse ut actus y que, por lo tanto, si la forma da el esse (in actu)   es porque porta en ella el actus essendi. En nuestra opinión, Fabro separa por momentos excesivamente la causalidad formal de la causalidad existencial, el acto formal del acto existencial. Por el contrario, cf. L. DEWAN, St. Thomas and Form ..., 51:  “we are invited to see special forms as belonging, in a diminished way, to domain  of existence”; ibidem, 52: “I have aimed to present a most ‘existential’ conception of substantial form”.

43.       Summa Theologiae, I, q. 104, a. 4, ad 2.

44.       De malo, q. 16, a. 9, ad 5.

45.       F. CANALS VIDAL, Tomás de Aquino..., 327.

46.       Cf. De veritate, q. 21, a. 6.

47.       F. CANALS VIDAL, Historia..., 237: “La ontología del bien desarrolla, eriquece y sintetiza la herencia de san Agustín y la del pseudo Dionisio con la metafísica centrada en la comprensión del ser como acto. El bien es difusivo de sí mismo. Si puede concederse por lo mismo su primacía en la línea de la causalidad, no tiene sentido poner esta primacía en un sentido absoluto, ni colocarlo más allá de las esencias. El bien no está fuera del ente ni sobre él, ya que su difusión es la perfectividad misma de lo perfecto y actual. ‘Es de   la naturaleza del acto que se comunique a sí mismo’ (De pot. II, a.) y así la habitud  de perfectividad que define formalmente el bien se fundamenta y constituye desde la actualidad misma del ente. Bueno es lo perfectivo a modo de fin y según su ‘ser’, y no sólo según la esencia inteligible al modo de lo ‘verdadero’. ”Sobre la relación entre la doctrina del esse como actus essendi en santo Tomás  y  la doctrina dionisiana del bien, cf. Cf. I. ANDEREGGEN, “La originalidad del Comentario de Santo Tomás al De Divinis Nominibus de Dionisio Areopagita”, en Y. DE ANDIA (Ed.), Denys L’Aréopagite et sa postérité en Orient et en Occident. Actes du Colloque International, Institut d’Études Agustiniennes, Paris, 1997, 449: “La consideración de la procesión del ser lleva a la de la participación en sí, y ésta a la de la virtud, y así, a la virtus essendi. Dios tiene el ser según todo el poder del ser. El refuerzo de las nociones de participante y participado a través de los conceptos aristotélicos de acto y potencia permite la comprensión de la distinción entre ser y esencia, y entonces la liberación de la noción de ser de su determinación creatural, en modo de poder ocupar así el papel que ocupa la Bondad en el pensamiento de Dionisio. La contemplación de la eminencia del ser permite considerar las creaturas en Dios, en el cual, unidamente, se encuentran todas las cosas finitas.”

48.       Contra Gentiles, l. I, cap. 37.

49.       Summa Theologiae, IIa-IIae, q. 161, a. 5, ad 2.

50.       Cf., por ejemplo, In I Sent., Dist. 8, q. 4, a. 3, co: “Ratio autem accidentis imperfectionem continet: quia esse accidentis est inesse et dependere, et compositionem facere cum subjecto per consequens”.

51.       Cf. Summa Theologiae, Iª, q. 5, a. 1, ad 1: “unde per suum esse substantiale dicitur unumquodque ens simpliciter. Per actus autem superadditos, dicitur aliquid esse secundum quid, sicut esse album significat esse secundum quid, non  enim esse album aufert esse in potentia simpliciter, cum adveniat rei iam praeexistenti in actu. Sed bonum dicit rationem perfecti, quod est appetibile, et per consequens dicit rationem ultimi. Unde id quod est ultimo perfectum, dicitur bonum simpliciter. Quod autem non habet ultimam perfectionem quam debet habere, quamvis habeat aliquam perfectionem inquantum est actu, non tamen dicitur perfectum simpliciter, nec bonum simpliciter, sed secundum quid. Sic ergo secundum primum esse, quod est substantiale, dicitur aliquid ens simpliciter et bonum secundum quid, idest inquantum est ens, secundum vero ultimum actum dicitur aliquid ens secundum quid, et bonum simpliciter.”

52.       Cf. De veritate, q. 21, a. 2, co: “Ispum igitur esse habet rationem boni, unde sicut impossibile est quod sit aliquid ens quod non habet esse, ita necesse est ut omne ens sit bonum ex hoc ipso quod esse habet, quamvis etiam in quibusdam entibus multae aliae rationes bonitatis superaddantur supra suum esse quo subsistunt.”

53.       F.  CANALS  VIDAL, Tomás de Aquino, 159.

54.       Ibidem, 162.

55.       Ibidem, 326.

56.       Cf. C. FABRO, Participación y causalidad según Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona, 2008, 217.

57.       Cf. Ibidem, 217: “El esse es dividido, contraído... en la realidad por las esencias. Concretamente la esencia ‘agrega’ al  esse  su  propia  determinación  y, por consiguiente, lo limita [...]; es exactamente aquí donde vale el principio ‘omnis determinatio est negatio’.” Ibidem: “Las formas accidentales y esenciales (genéricas y específicas) tienen un efecto de dispersión”. La afirmación es muy fuerte, y dudo mucho que eso sea lo que se sigue de los textos citados, que están en otro plano de discurso. La sabiduría, la caridad... la gracia misma, que son formas accidentales en las creaturas espirituales... ¿tienen un efecto de dispersión del ser? ¿Son una “caída”? Resulta extraño pensar entonces que por ellas nos hagamos  más plenamente imagen de Dios. El resultado absurdo de estas afirmaciones, tomadas en su radicalidad, sería que cuanto más nos determinamos a través del desarrollo de formas accidentales, más imperfectos y  desemejantes  respecto  de  Dios nos hacemos. No creo, sin embargo, que ésta haya sido la intención de fondo Fabro, es decir, la de entender la creación como caída, dispersión, desgaste      del ser, sino una contaminación de su intercambio intelectual con las filosofías dialécticas y el existencialismo.

58.       Son muy acertadas estas afirmaciones de Ángel Luis González: “De que la esencia restrinja y determine el acto de ser no debe desprenderse que sea pura negación, en el sentido del axioma spinozista omnis determinatio est negatio [¡justamente el que cita Fabro! –ver cita anterior–]. Lo mismo que la potencia no es una pura negación, tampoco la esencia (potentia essendi). [...] La esencia de un ente no puede ser entendida como negatividad; tampoco como privación o límite privativo del esse” (Ser y Participación, 123-124).

59.       Hay que recordar que, según santo Tomás, la creatura en cierto modo remedia la limitación de su ser substancial, a través del esse intelligibile, que le permite ser lo que sólo en potencia es por su propia naturaleza, es decir, “todas las cosas”. Cf. De veritate, q. 2, a. 2, co: “Sciendum igitur est, quod res aliqua invenitur perfecta dupliciter. Uno modo secundum perfectionem sui esse, quod ei competit secundum propriam speciem. Sed quia esse specificum unius rei est distinctum ab esse specifico alterius rei, ideo in qualibet re creata huiusmodi perfectioni in unaquaque re, tantum deest de perfectione simpliciter, quantum perfectionis in speciebus aliis invenitur; ut sic cuiuslibet rei perfectio in se consideratae sit imperfecta, veluti pars perfectionis totius universi, quae consurgit ex singularum rerum perfectionibus, invicem congregatis. Unde ut huic imperfectioni aliquod remedium esset, invenitur alius modus perfectionis in rebus creatis, secundum quod perfectio quae est propria unius rei, in altera re invenitur; et haec est perfectio cognoscentis in quantum est cognoscens, quia secundum hoc a cognoscente aliquid cognoscitur quod ipsum cognitum est aliquo modo apud cognoscentem; et ideo in III De anima dicitur, anima esse quodammodo omnia, quia nata est omnia cognoscere. Et secundum hunc modum possibile est ut in una re totius universi perfectio existat.” En Dios, en cambio, se identifican el ser natural y el ser intelectual: “nam esse naturale Dei et esse intelligibile unum et idem est, cum esse suum sit suum intelligere” (Contra Gentiles, l. I, cap. 47). A través del acto intelectual el alma se hace, de alguna manera, infinita, en cuanto es (con esse inteligible) toda la perfección del universo, haciéndose así más intensamente partícipe del ser divino, que precontiene ejemplar y eficientemente, en su máxima virtualidad toda la perfección del universo.

Martín F. Echavarría

I.         La virtud como cualidad

En esta comunicación nos proponemos esclarecer la noción de virtud a partir de la metafísica tomista del esse. Por eso nuestra reflexión partirá de los textos mismos del Aquinate. Aunque un estudio histórico crítico de las fuentes y de la evolución de los conceptos de virtud y de virtus essendi en santo Tomás seguramente ayudaría a tener una perspectiva más amplia, nos excusamos de tomar esta vía aquí pues ello exigiría un desarrollo mayor del que podemos realizar en esta sede. Nos limitaremos entonces al desarrollo doctrinal, que es el más fundamental, sin perjuicio de que otros estudios completen las ideas aquí esbozadas. La profundización metafísica en el concepto de virtud es de especial importancia, no sólo para el desarrollo de esta disciplina, sino también para utilidad de la teología y para la iluminación desde la filosofía primera de las filosofías segundas referidas al hombre, a su personalidad y a su obrar.

Aun a aquellos dedicados a los estudios filosóficos, la palabra virtud nos hace pensar inmediatamente en un tema moral. La virtud moral es “habitus electivus”, dice Aristóteles, o un “hábito operativo bueno”, que hace “buena la obra y bueno al que obra”. Santo Tomás coloca a la virtud moral en la primera especie del predicamento cualidad. Por este motivo, considera válida (particularmente para las virtudes infusas) la definición inspirada en san Agustín de la virtud como “bona qualitas mentis, qua recte vivitur, qua nullus male utitur, quam Deus in nobis operatur sine nobis” [1].

Pero quien conoce las obras de Aristóteles y Tomás de Aquino sabe que hay otras virtudes, además de las morales. Aristóteles enumera, junto a las éticas, a las virtudes dianoéticas o intelectuales, y menciona en algunos textos también las virtudes heroicas, por las que un hombre es movido directamente por la divinidad más allá de la propia prudencia. El Aquinate, además, afirma la existencia de las virtudes teologales, identifica las heroicas con los dones del Espíritu Santo y distingue las virtudes morales infusas de las adquiridas. Todas estas virtudes tienen sin embargo en común el ser hábitos operativos y, por lo tanto, su pertenencia al orden predicamental como accidentes.

La familiaridad con la obra de santo Tomás, sin embargo, nos hace notar con facilidad que virtus tiene un significado más amplio que el de los hábitos operativos [2]. El Aquinate no sólo habla, con Aristóteles, de la “virtud del caballo” o del “vino”, sino que también, dentro del hombre mismo, afirma que hay potencias, las activas (como el intelecto agente o las de orden vegetativo), que son ellas mismas virtudes, sin necesidad de que se les agreguen hábitos operativos distintos de ellas mismas. Estas potencias activas pertenecen también al predicamento cualidad, pero no a la primera sino a la segunda especie. Se llega de este modo a entender la virtud como una potencia operativa perfectamente habilitada para su operación propia; por lo que se concibe a la virtud como el complemento de la potencia, que hace bueno a quien la posee y buena su operación.

Virtus, secundum sui nominis rationem, potentiae complementum designat; unde et vis dicitur, secundum quod res aliqua per potestatem completam quam habet, potest sequi suum impetum vel motum. Virtus enim, secundum suum nomen, potestatis perfectionem demonstrat; unde Philosophus dicit in I Caeli et mundi, quod virtus est ultimum in re de potentia. Quia vero potentia ad actum dicitur, complementum potentiae attenditur penes hoc quod completam operationem suscipit. Quia vero operatio est finis operantis, cum omnis res, secundum Philosophum in I Caeli et mundi, sit propter suam operationem, sicut propter finem proximum; unumquodque est bonum, secundum quod habet completum ordinem ad suum finem.

Inde est quod virtus bonum facit habentem, et opus eius reddit bonum, ut dicitur in II Ethic.; et per hunc etiam modum patet quod est dispositio perfecti ad optimum, ut dicitur in VII Metaph.

Et haec omnia conveniunt virtuti cuiuscumque rei. Nam virtus equi est quae facit ipsum bonum, et opus ipsius; similiter virtus lapidis, vel hominis, vel cuiuscumque alterius [3].

Dicha habilitación o completitud puede ser natural, como sucede en las potencias activas, o puede deberse a un hábito añadido. Este paso es muy importante para comprender la esencia de la virtud, aunque nos movamos todavía, no sólo en el ámbito predicamental, sino también en el de un mismo predicamento, el de la cualidad. Veremos en breve de qué manera santo Tomás separa esta perfección para atribuirla a Dios mismo como perfección pura. Es muy significativo, sin embargo, y lo podemos decir desde ahora, que en el texto en el que santo Tomás explica que las potencias sólo activas no necesitan de hábitos sobreañadidos, incluya entre los ejemplos a la potencia divina. Lo mismo sucede con potencias finitas puramente activas como el intelecto agente. En ellas la potencia misma se identifica con la virtud y, por lo tanto, en ellas la virtud no es un hábito:

Secundum autem diversam conditionem potentiarum, diversus est modus complexionis ipsius. Est enim aliqua potentia tantum agens; aliqua tantum acta vel mota; alia vero agens et acta.

Potentia igitur quae est tantum agens, non indiget, ad hoc quod sit principium actus, aliquo inducto; unde virtus talis potentiae nihil est aliud quam ipsa potentia. Talis autem potentia est divina [4], intellectus agens, et potentiae naturales; unde harum potentiarum virtutes non sunt aliqui habitus, sed ipsae potentiae in seipsis completae.

Illae vero potentiae sunt tantum actae quae non agunt nisi ab  aliis motae; nec est in eis agere vel non agere, sed secundum impetum virtutis moventis agunt; et tales sunt vires sensitivae secundum se consideratae; […].

Potentiae vero illae sunt agentes et actae quae ita moventur a suis activis, quod tamen per eas non determinantur ad unum; sed in eis est agere, sicut vires aliquo modo rationales; et hae potentiae complentur ad agendum per aliquid superinductum, quod non est in eis per modum passionis tantum, sed per modum formae quiescentis, et manentis in subiecto; ita tamen quod per eas non de necessitate potentia ad unum cogatur; quia sic potentia non esset domina sui actus. Harum potentiarum virtutes non sunt ipsae potentiae; neque passiones, sicut est in sensitivis potentiis; neque qualitates de necessitate agentes, sicut sunt qualitates rerum naturalium; sed sunt habitus, secundum quos potest quis agere cum voluerit ut dicit Commentator in III De anima [5].

Aunque el artículo parezca concluir que las virtudes son hábitos, esta conclusión no se refiere a la virtud simpliciter, sino secundum quid, es decir, a la virtud finita que perfecciona las potencias que son a la vez activas y pasivas (según respectos distintos). Ya a nivel predicamental, sin embargo, hay virtudes que no son hábitos. Son las potencias habituales o activas, es decir, aquellas habilitadas por su propia naturaleza para la operación sin necesidad de ninguna forma añadida.

II.         La virtud como perfección pura

Se dice también que la virtud es lo último de una potencia (ultimum potentiae o ultimum de potentia), porque la fuerza de una potencia es medida por la magnitud de su acto. Algo es virtuoso en la medida en que alcanza su perfección, toca el máximo de su poder activo, y es tanto más virtuoso cuanto más grande es eso último a lo que puede llegar.

Id enim quo unumquodque bonum dicitur, est propria virtus eius: nam virtus est uniuscuiusque quae bonum facit habentem et opus eius bonum reddit. Virtus autem est perfectio quaedam: tunc enim unumquodque perfectum dicimus quando attingit propriam virtutem, ut patet in VII Physicorum.

Ex hoc igitur unumquodque bonum est quod perfectum est. Et inde est quod unumquodque suam perfectionem appetit sicut proprium bonum. Ostensum est autem Deum esse perfectum. Est igitur Bonus [6].

Es importante destacar el rol central que juega aquí el concepto de magnitud o cantidad de virtud. No nos referimos a una magnitud cuantitativa o cantidad dimensiva, sino a lo que el Aquinate llama una magnitud espiritual o cantidad virtual, que tiene que ver con la intensidad perfectiva de la cosa:

Est autem duplex quantitas: scilicet dimensiva, quae secundum extensionem consideratur; et virtualis, quae attenditur secundum intensionem: virtus enim rei est ipsius perfectio, secundum illud Philosophi  in VIII Physic.: unumquodque perfectum est quando attingit propriae virtuti. Et sic quantitas virtualis uniuscuiusque formae attenditur secundum modum suae perfectionis [7].

Esta intensidad perfectiva puede referirse a la capacidad operativa de la cosa, por la que ésta se dice potente o virtuosa, o al grado de perfección de su naturaleza misma. Pero en el fondo una se reduce a la otra porque una cosa es tanto más potente cuanto más perfecta es su naturaleza. La virtud como capacidad operativa depende estrechamente de la “medida” o “modo” de la propia naturaleza de la que la operación deriva y a la que el hábito perfecciona. “Omnia autem appetunt esse actu secundum modum suum” [8]. Por lo tanto, la magnitud de la virtud operativa depende de la magnitud de la virtud entitativa.

Quae quidem spiritualis magnitudo quantum ad duo attenditur: scilicet quantum ad potentiam; et quantum ad propriae naturae bonitatem sive completionem.

Dicitur enim aliquid magis vel minus album secundum modum quo in eo sua albedo completur. Pensatur etiam magnitudo virtutis ex magnitudine actionis vel factorum.

Harum autem magnitudinem una aliam consequitur: nam ex hoc ipso quo aliquid actu est, activum est; secundum igitur modum quo in actu suo completur, est modus magnitudinis suae virtutis. Et sic relinquitur res spirituales magnas dici secundum modum suae completionis: nam et Augustinus dicit quod in his quae non mole magna sunt, idem est esse maius quod melius [9].

“En las cosas que no son grandes por su tamaño, es lo mismo ser mayor, que ser mejor”, nos dice san Agustín. Por eso se puede hablar de “grandes personas”, aunque de pequeña estatura, pues son grandes, no por su mole, sino por la perfección de su virtud. Este concepto de magnitud espiritual, virtual o intensiva, es fundamental para entender lo que se dirá más adelante sobre la relación entre ser y virtud. Una cosa es más potente o “virtuosa” en la medida en que está más en acto. Pero este esse in actu a su vez se funda en la virtud de su mismo esse ut actus, que depende de la medida de su naturaleza o forma, como se dirá.

Es este concepto de cantidad virtual, el que permite llevar a la noción de virtud más allá del ámbito predicamental. En el siguiente texto, tomado del comentario al De Causis, santo Tomás explica muy bien, no sólo el carácter trascendente del concepto de virtud y su estatus de perfección pura, sino también, partiendo de la escala de perfección de los entes, el pasaje de las virtudes creadas, participadas y módicas, a la Virtud por esencia que Dios es:

Ubi primo considerandum est quod infinita potentia dicitur cuiuslibet semper existentis, sicut supra dictum est in IV Propositione, in quantum scilicet videmus quod ea quae plus durare possunt, habent maiorem virtutem essendi; unde illa quae in infinitum durare possunt, habent quantum ad hoc infinitam potentiam.

Secundum autem Platonicas positiones, omne quod in pluribus invenitur oportet reducere ad aliquod primum, quod per suam essentiam est tale, a quo alia per participationem talia dicuntur [10]. (…)

Sed quia auctor huius libri non ponit diversitatem realem inter huiusmodi formas ideales abstractas quae per essentiam suam dicuntur, sed omnia attribuit uni primo quod est Deus, ut supra etiam patuit ex verbis Dionysii, ideo, secundum intentionem huius auctoris, hoc primum infinitum a quo omnes virtutes infinitae dependent, est primum simpliciter quod est Deus [11].

Siguiendo los principios descubiertos por los  autores platónicos, es necesario reducir la multiplicidad a la unidad. La multiplicidad implica la composición, pues esos muchos que comparten una perfección, se distinguen realmente de la misma, si es que realmente, a su vez, se distinguen entre sí. Por otro lado, los grados distintos de intensidad o perfección en que una perfección es poseída, demuestran la diferencia entre la perfección y quien la posee. Es distinto el sujeto de tal perfección que la perfección misma. Ahora bien, debe haber una causa de tal composición, porque dos cosas heterogéneas que comparten una misma perfección, de las cuales una no tiene tal perfección derivada de la otra, exigen una causa de su unión y de la perfección común. Esta causa es aquello que es tal perfección por esencia. Los demás, poseen esa misma perfección, por participación. La existencia de multiplicidad de virtudes, además graduadas según un más y un menos, es decir, según distintos grados de perfección (algunas incluso teniendo cierta infinitud secundum quid, aunque no omnibus modis et respectu cuiuslibet, es decir, paticipative), remite a lo que es virtud por esencia (essentialiter Virtus) y sin límites o, para decirlo con el De Causis, una Virtus virtutum, la Virtud de las virtudes, que es Virtus pura y Virtus subsistens. Lo que participa de la virtud, lo hace limitadamente, con un modo limitado. La Virtus virtutum, es poder sin límites, superior a todo modo creado, sin modo (en el sentido de límite), o con un modo que consiste en ser medida (mensura) de todas las cosas [12]. Por eso mismo, la máxima Virtus es también la máxima Unidad, que precontiene y mide toda virtud.

Sicut ex praemissa propositione habetur, omnes virtutes infinitae dependent a primo infinito quod est Virtus virtutum; oportet igitur quod, quanto virtus propinquior fuit illi Primae Virtuti, tanto magis participet de eius Infinitate. Illa autem Prima Virtus est essentialiter Unum; oportet ergo quod, quanto aliquid est magis unum, tanto habeat virtutem magis infinitam. Et inde est quod virtus intelligentiae, quae est prima inter virtutes creatas infinitas, est maxime infinita utpote propinquior Uni Primo; virtutes vero quae multiplicantur, ex hoc ipso deficiunt ab unitate, et ideo minoratur earum posse.

Et huius exemplum apparet in virtutibus cognoscitivis: intellectus enim, qui non dividitur in multas potentias, est efficacior in cognoscendo quam sensus, qui in multas potentias diversificatur; et eadem ratione, virtus cognoscitiva intelligentiae, quae non dividitur per sensitivam et intellectivam, est fortior quam virtus cognoscitiva humana, tam circa sensibilia singularia quam circa intelligibilia cognoscenda [13].

Cuanto más elevada es una virtud, más participa de la unidad que la Virtus virtutum es, y es más intensa, más fuerte, más virtud. Por el contrario, la deficiencia en perfección está indicada por la multiplicación de las virtudes. La división de la facultad cognitiva en una potencia sensitiva y otra intelectiva es signo de limitación en la participación de la virtud, de una virtud más remisa, menos intensa. Pero, por otro lado, desde aquí se entiende mejor que también la sensación en una participación de la sabiduría divina [14], y que, junto con las potencias intelectivas, sirve para emular la unidad de la virtud de quien es “Inteligencia que se intelige a sí misma”.

Como se ve, entonces, la virtud puede ser predicada de Dios, no metafóricamente (como sucede en el caso de las perfexiones mixtas), aunque sí analógica y eminentemente, en cuanto Él es causa y medida de toda virtud, y porque en Él se cumple toda la razón de virtud sin medida,  el  poder  en  toda  su  intensidad,  infinito  simpliciter [15].  Pues  el concepto de virtud, aunque imperfecto para designar a Dios por el modo de significarlo, tomado del modo de las creaturas, en cuanto a la cosa significada no designa imperfección, sino, por el contrario, plenitud de perfección [16].  Por  eso,  lo  que  con  él  se  significa  no  puede  realizarse completamente sino en Dios, aunque la manera desmesurada en que tal perfección se da en Dios sea para nosotros ignota e incomprehensible. Si en las creaturas la potencia y la virtud son formas accidentales inherentes a una sustancia y realmente distintas de ésta, es porque la creatura tiene una perfección sustancial limitada, que necesita ser completada a través de determinaciones accidentales, y no por la limitación de lo que el concepto de virtud designa. Por el contrario, las nociones de virtud y de potencia activa trascienden al predicamento de cualidad y pueden ser predicadas de Dios. Pero de Dios no son predicadas como inherentes accidentalmente, sino como idénticas con su esencia, que es el ipsum esse; porque Dios, que es máximamente acto, opera por su esencia misma, sin necesidad de actos intermedios añadidos [17]. La virtud es principio inmediato de operación [18]  y complemento de la potencia. En Dios, cuya potencia es perfecta e idéntica a su ser, se da por ello máximamente, es decir, en toda su intensidad y “virtud”, la Virtud misma:

Virtus, qualitercumque accipiatur, significat potentiae complementum; et inde est quod virtus uniuscuiusque rei est quae bonum facit habentem, et opus eius bonum reddit, ut dicitur in II Ethic. Tunc enim ostenditur potentia esse completa, quando et agens est perfectum, et actio perfecta.

Cum ergo potentia Dei sit maxime completa, potissime in Deo virtus invenitur; unde dicitur Sap., XII, 17: virtutem ostendis tu, qui non crederis... In virtute consummatus; et in Psal., CXLVI, 5: magnus Dominus... Et magna virtus eius [19].

Por este motivo, santo Tomás pone en Dios todas las perfecciones y también, en especial, todas las virtudes humanas, intelectuales (en especial la sabiduría) y morales (sobre todo la justicia, pues las otras virtudes no se pueden dar con propiedad en el orden espiritual [20]).

Martín F. Echavarría, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.         Cf. A. MILLAN-PUELLES, Léxico Filosófico, Rialp, Madrid, 594-595: “Se atribuye a Agustín de Hipona la definición de virtud como ‘la buena cualidad mental, por la que se vive rectamente y de la que nadie hace un mal uso’. Esta fórmula es indudablemente agustiniana por serlo los elementos integrados en ella, aunque el mismo Agustín de Hipona no llegó a conjuntarlos para hacer una definición de la virtud. Las fuentes agustinianas de las que esos elementos se han tomado son: Cont. Julián, IV, Cap. 3; De Lib. Arb., II, caps. 18-19, y Quaest., Quae. 3”. Citado en A. AMADO, “Introducción al artículo segundo” de S. TOMAS DE AQUINO, De las virtudes, Universidad de los Andes, Santiago de Chile, 33 (nota 61).

2.         Cf. F. O’ROURKE, Pseudo Dionysius and the Metaphysics of Aquinas, University  of Notre Dame Press, Indiana, 160: “The vocabulary and application of virtus is  rich and extensive in itself. Most frequently it refers to the moral quality of human powers or faculties in their capacity to act. But it is clear that for Aquinas it is much broader. Following on Aristotle, the word virtus expresses for him the perfection of any power in relation of its final goal”. Sobre los términos griegos que equivalen a la virtus tomasiana, ibidem, 186: “It is indeed the same word virtus wich  is used by Moerbecke to translate α̉ρετή in Aristotle and by Sarracenus to render δύναµις in Dinonysius' text”. A. MILLAN-PUELLES, La lógica de los conceptos metafísicos. Tomo II: La articulación de los conceptos extracategoriales, Rialp, Madrid, 2003, 206, nota 1: “La voz griega α̉ρετή puede traducirse con el vocablo virtus en su sentido más amplio, que no es el propio de la virtud moral, sino el de fuerza o potencia activa en el más alto grado posible (ultimum potentiae) según la condición de la especie o el género del cual se trate, y de un modo absolutamente incondicionado    en Dios”.

3.         Q. De virtutibus, q. 1, a. 1, co.

4.         Itálicas nuestras.

5.         Q. De virtutibus, q. 1, a. 1, co.

6.         Contra Gentiles, l. I, cap. 37.

7.         De Veritate, q. 29, a. 3, co. Sobre la importancia de la diferencia entre cantidad dimensiva y cantidad virtual o intensiva, inspirada en Dionisio, ha llamado la atención F. O’ROURKE, Pseudo Dionysius..., 156-166; especialmente, 157: “Intensity expresses the manner of quantity characteristic of metaphysical or spiritual actions, powers and realities: a mode wich must differ from the kind of quantity proper to corporeal things”. O’Rourke observa con acierto que esta cantidad intensiva o virtual se puede dar respecto de varias formas o naturalezas poseídas por un mismo sujeto; ibídem, 158: “In one and the same object, distinct modes or measures of virtual quantity can be affirmed according to the different natures predicated of it.” Santo Tomás habla frecuentemente, por ejemplo, de la intensidad con que inhiere una virtud en una potencia operativa; ibidem, 160: “Such quantity of virtue (quantitas virtutum) is most aptly exemplified in the domain of human habits and Aquinas again employs the vocabulary of participation and intensity. Greatness of virtue  may be taken to refer the intensity or slackness according to wich it is shared by the subject.”

8.         Contra Gentiles, l. I, cap.  37.

9.         Contra Gentiles, l. I, cap.  43.

10.          Aquí pasa a exponer la posición platónica, según la cual lo “infinito ideal” se encuentra por debajo de la idea de Uno y Bien, y por encima del Ente. Posición errónea que corrige siguiendo a Dionisio y al autor del De causis, al menos tal como él lo interpreta (desde Dionisio); cf. C. FABRO, Participación y causalidad según Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona, 2009, 206-218; especialmente 215 (nota 139): “el Doctor Angélico aplica la virtus virtutum a Dios mismo. Pero para Proclo y el De causis, que son platónicos, no es así: el infinito primero no es Dios y, en consecuencia, la energía infinita tampoco”.

11.          In Librum De Causis, lect. 16.

12.          Ibidem: “Concludit igitur ex praemissis quod, cum Ens primum det intelligentiis esse et infinitatem, ipsum est mensura primorum entium scilicet intelligibilium, et per consequens secundorum entium scilicet sensibilium, secundum quod primum in quolibet genere est mensura illius generis, in quantum, per accessum   ad ipsum vel recessum ab ipso, cognoscitur aliquid esse perfectius vel minus perfectum in genere illo. Sed ipse exponit ens primum esse mensuram omnium entium, quia creavit omnia entia cum debita mensura quae convenit unicuique rei secundum modum suae naturae: quod enim aliqua magis vel minus accedant ad ipsum, est ex eius dispositione.”

13.          In Librum De Causis, lect. 17.

14.          Cf. In Dionysii De Divinis Nominibus, c. 7, lect. 2: “Ponit quod etiam cognitio sensitiva a divina Sapientia derivatur.”

15.          Para la doctrina de las perfecciones puras cf. Contra Gentiles, L. I, cap. 30: “Quia enim omnem perfectionem creaturae est in Deo invenire sed per alium modum eminentiorem, quaecumque nomina absolute perfectionem absque defectu designant, de Deo praedicantur et de aliis rebus: sicut est bonitas, sapientia, esse, et alia huius modi. Quodcumque vero nomen huiusmodi perfectiones exprimit cum modo proprio creaturis, de Deo dici non potest nisi per similitudinem et metaphoram, per quam quae sunt unius rei alteri solent adaptari, sicut aliquis homo dicitur lapis propter duritiam intellectus. Huiusmodi autem sunt omnia nomina imposita ad designandum speciem rei creatae, sicut homo et lapis: nam cuilibet speciei debetur proprius modus perfectionis et esse. Similiter etiam quaecumque nomina proprietates rerum designant quae ex propriis principiis specierum causatur. Unde de Deo dici non possunt nisi metaphorice. Quae vero huiusmodi perfectiones exprimunt cum  supereminentiae  modo quo Deo conveniunt, de solo Deo dicuntur: sicut Summum Bonum, Primum Ens, et alia huiusmodi.”

16.          Ibidem. Citamos este texto más adelante.

17.          Cf. De Potentia, q. 1, a. 1, especialmente co., ad 4, y ad 11.

18.          Quaest quodlib., quodl. IV, q. 2, a. 1, sed contra.

19.          Quaest quodlib., quodl. IV, q. 2, a. 1, co.

20.          Sin embargo, de alguna manera, también la templanza y la fortaleza tienen su realidad en Dios, como virtudes ejemplares; cf. Summa Theologiae, Iª-IIªe, q. 61, a. 5, co: “Sic igitur virtus potest considerari vel prout est exemplariter in Deo, et   sic dicuntur virtutes exemplares. Ita scilicet quod ipsa divina mens in Deo dicatur Prudentia; Temperantia vero, conversio divinae intentionis ad Seipsum, sicut in nobis temperantia dicitur per hoc quod concupiscibilis conformatur rationi; Fortitudo autem Dei est eius immutabilitas; Iustitia vero Dei est observatio legis aeternae in suis operibus, sicut Plotinus dixit.”

J. De la Vega y J.M. Martín

"Tened valor para educar en la austeridad -decía san Josemaría a un grupo de familias-; si no, no haréis nada". Sobre esta virtud se centra este nuevo texto editorial de la serie dedicada a la familia.

En la labor de educación, cuando los padres niegan a sus hijos algún deseo, es fácil que éstos pregunten por qué no pueden seguir la moda, o comer algo que no les gusta, o qué les impide pasar horas navegando por internet, o jugando en el ordenador. La respuesta que viene espontánea puede ser, simplemente, “porque no nos podemos permitir ese gasto” o “porque debes terminar tus tareas” o, en el mejor de los casos, “porque acabarás siendo un caprichoso”.

Son respuestas hasta cierto punto válidas, al menos para salir de un momentáneo atolladero, pero que sin pretenderlo pueden ocultar la belleza de la virtud de la templanza, haciendo que aparezca ante los hijos como una simple negación de lo que atrae.

Por el contrario, como cualquier virtud, la templanza es fundamentalmente afirmativa. Capacita a la persona para hacerse dueña de sí misma, pone orden en la sensibilidad y la afectividad, en los gustos y deseos, en las tendencias más íntimas del yo: en definitiva, nos procura el equilibrio en el uso de los bienes materiales, y nos ayuda a aspirar al bien mejor [1]. De modo que, de acuerdo con Santo Tomás, la templanza podría situarse en la raíz misma de la vida sensible y espiritual [2]. No en balde, si se leen con atención las bienaventuranzas se observa que, de un modo u otro, casi todas están relacionadas con esta virtud. Sin ella no se puede ver a Dios, ni ser consolados, ni heredar la tierra y el cielo, ni soportar con paciencia la injusticia [3]: la templanza encauza las energías humanas para mover el molino de todas las virtudes.

Señorío

El cristianismo no se limita a decir que el placer es algo “permitido”. Lo considera, más bien, como algo positivamente bueno, pues Dios mismo lo ha puesto en la naturaleza de las cosas, como resultado de la satisfacción de nuestras tendencias. Pero esto es compatible con la conciencia de que el pecado original existe, y ha desordenado las pasiones. Todos comprendemos bien por qué San Pablo dice hago el mal que no quiero [4]; es como si el mal y el pecado hubiesen sido injertados en el corazón humano que, después de la caída original, se halla en la tesitura de tener que defenderse de sí mismo. Ahí se revela la función de la templanza, que protege y orienta el orden interior de las personas.

Uno de los primeros puntos de Camino puede servir para encuadrar el lugar de la templanza en la vida de las mujeres y de los hombres: Acostúmbrate a decir que no [5]. San Josemaría explicaba a su confesor el sentido de este punto, señalando quees más sencillo decir que sí: a la ambición, a los sentidos… [6]. En una tertulia, comentaba que cuando decimos que sí, todo son facilidades; pero cuando hemos de decir que no, viene la lucha, y a veces no viene la victoria en la lucha, sino la derrota. Por lo tanto, nos hemos de acostumbrar a decir que no para vencer en esa lucha. Porque de esta victoria interna sale la paz para nuestro corazón, y la paz que llevamos a nuestros hogares –cada uno, al vuestro–, y la paz que llevamos a la sociedad y al mundo entero [7].

Decir que no, en muchas ocasiones, conlleva una victoria interna que es fuente de paz. Es negarse a lo que aleja de Dios –a las ambiciones del yo, a las pasiones desordenadas–; es la vía imprescindible para afirmar la propia libertad; es un modo de colocarse en el mundo y frente al mundo.

Cuando alguien dice que sí a todos y a todo lo que le rodea o le apetece, cae en el anonimato; de alguna forma se despersonaliza; es como un muñeco movido por la voluntad de otros. Tal vez hayamos conocido a alguna persona que es así, incapaz de decir que no a los impulsos del ambiente o a los deseos de quienes le rodean. Son personas aduladoras en las que el aparente afán de servicio revela falta de carácter o, incluso, hipocresía; son personas incapaces de complicarse la vida con un “no”.

Porque quien dice que sí a todo, en el fondo, demuestra que, aparte de sí mismo, poco le importa. Quien, en cambio, sabe que guarda un tesoro en su corazón [8], lucha contra lo que se le opone. Por eso, “decir que no” a algunas cosas es, sobre todo, comprometerse con otras, situarse en el mundo, declarar ante los demás la propia escala de valores, su forma de ser y de comportarse. Supone –cuanto menos– querer forjar el carácter, comprometerse con lo que realmente se estima, y darlo a conocer con las propias acciones.

La expresión de algo o alguien “bien templado” produce una idea de solidez, de consistencia: Templanza es señorío. Señorío que se logra cuando se es consciente de queno todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria [9].

El hombre acaba dependiendo de las sensaciones que el ambiente despierta en él, y buscando la felicidad en sensaciones fugaces, falsas, que –precisamente por ser pasajeras– nunca satisfacen. El destemplado no puede encontrar la paz, va dando bandazos de una parte a otra, y acaba por empeñarse en una búsqueda sin fin, que se convierte en una auténtica fuga de sí mismo. Es un eterno insatisfecho, que vive como si no pudiera conformarse con su situación, como si fuera necesario buscar siempre una nueva sensación.

En pocos vicios se ve mejor que en la destemplanza la servidumbre del pecado. Como dice el Apóstol, en su desesperación se entregaron al desvarío [10]. El destemplado parece haber perdido el control de sí mismo, volcado como está en buscar sensaciones. Por el contrario, la templanza cuenta entre sus frutos con la serenidad y el reposo. No acalla ni niega los deseos y pasiones, pero hace al hombre verdaderamente dueño, señor. La paz es «tranquilidad en el orden» [11], sólo se encuentra en un corazón seguro de sí mismo, y dispuesto a darse.

Templanza y sobriedad

¿Cómo se puede enseñar la virtud de la templanza? En numerosas ocasiones, San Josemaría ha abordado la cuestión, haciendo hincapié en dos ideas fundamentales: para educar son necesarias la fortaleza y el ejemplo, y promover la libertad. Así, comentaba que los padres deben enseñar a sus hijosa vivir con sobriedad, a llevar una vida un poco espartana, es decir, cristiana. Es difícil, pero hay que ser valientes: tened valor para educar en la austeridad; si no, no haréis nada [12].

De lo dicho anteriormente, resulta que es indudable la importancia de esta virtud; pero puede parecer sorprendente que San Josemaría considere que una vida espartana sea sinónimo de algo cristiano, o al revés, que lo cristiano se explique por lo espartano. Parece que la solución de la paradoja está en relacionar la vida espartana con la importancia que tiene la valentía –parte de la virtud de la fortaleza– para educar la templanza.

Además, aquí se han de distinguir dos sentidos de valentía: en primer lugar, es preciso ser valiente para asumir personalmente ese modo de vida espartano –es decir, cristiano–. Nadie da lo que no tiene, y más si se considera que para enseñar la virtud de la templanza es capital el ejemplo y la experiencia propia. Precisamente por tratarse de una virtud cuyas acciones se dirigen al desprendimiento, resulta fundamental que los educandos vean ante sí sus efectos.

Si quienes son sobrios transmiten alegría y paz de ánimo, los hijos tendrán un incentivo para imitar a sus padres. El modo más sencillo y natural de transmitir esta virtud es el ambiente familiar, sobre todo cuando los niños son pequeños. Si ven que los padres renuncian con elegancia a lo que a ellos les parece un capricho, o sacrifican su propio descanso por atender a la familia –por ejemplo, por ayudarles con las tareas del Colegio, o a bañar o dar de comer a los pequeños o a jugar con ellos–, asimilarán el sentido de esas acciones y las relacionarán con la atmósfera que se respira en el hogar.

En segundo lugar, también hace falta valentía para proponer la virtud de la templanza, como un estilo de vida bueno y deseable. Es cierto que cuando los padres viven de un modo sobrio, será más fácil sugerirla a través de comportamientos concretos. Pero a veces, les puede venir la duda de hasta qué punto no están interfiriendo en la legítima libertad de los hijos, o imponiéndoles, sin derecho, el propio modo de vivir. Incluso cabe que se planteen si es eficaz imponer o mandar algo que no parece que los hijos puedan o no quieran asumir. Si se les niega un antojo, ¿no permanece el deseo, máxime cuando sus amigos tienen eso? ¿No se fomenta así que se sienta “discriminado” en sus relaciones sociales? O, aún peor, ¿no es una ocasión para que se distancie de sus padres, y que sea insincero?

En el fondo, si somos realistas, nos damos cuenta de que ninguno de estos motivos es suficientemente convincente. Cuando uno se comporta con sobriedad, descubre que la templanza es un bien, y que no se trata de cargar absurdamente a los hijos con un fardo insoportable, sino de prepararles para la vida. La sobriedad no es simplemente un modelo de conducta que uno “elige” y que no se puede imponer a nadie, sino que es una virtud necesaria para poner un poco de orden en el caos que el pecado original ha introducido en la naturaleza humana.

Se trata de ser conscientes de que toda persona, por tanto, ha de luchar por adquirirla, si quiere ser dueño y señor de sí mismo. Es preciso convencerse de que no basta el buen ejemplo para educar. Hay que saber explicar, saber fomentar situaciones en las que puedan ejercer la virtud y, llegado el caso, saber oponerse –y pedir al Señor la fuerza para hacerlo– a los caprichos que el ambiente y los apetitos del niño –ciertamente naturales, pero mediados ya por una incipiente concupiscencia– reclaman.

Libertad y templanza

Por lo demás, se trata de educar en templanza y libertad al mismo tiempo: son dos ámbitos que se pueden distinguir, pero no separar; sobre todo, porque la libertad “atraviesa” todo el ser de la persona y está en la base de la educación misma. La educación se dirige a que cada cual se capacite para tomar libremente las decisiones acertadas que configurarán su vida.

No se educa con una actitud protectora en la que, de hecho, los padres acaban suplantando la voluntad del niño y controlando cada uno de sus movimientos. Ni tampoco con una acción tan excesivamente autoritaria que no deja espacio al crecimiento de la personalidad y del propio criterio. En ambos casos, el resultado final se parecerá más a un sucedáneo de nosotros mismos o a un caricatura de persona sin carácter.

Lo acertado es ir dejando que el hijo vaya tomando sus decisiones de modo acorde con su edad; y que aprenda a elegir haciéndole ver las consecuencias de sus actos, a la vez que percibe el apoyo de sus padres –y de quienes intervienen en su educación– para acertar en lo que elige o, eventualmente, para rectificar una decisión errada.

Un sucedido que San Josemaría contó en diversas ocasiones sobre su infancia resulta ilustrativo: sus padres no transigían con sus caprichos; y ante una comida que no le gustaba, su madre –en vez de prepararle otra cosa– señalaba que ya comería del segundo plato… Así, hasta que un día el niño lanzó la comida contra la pared… y sus padres la dejaron manchada varios meses, de modo que tuviese bien presentes las consecuencias de su acción [13].

La actitud de los padres de San Josemaría refleja cómo se puede conjuntar el respeto por la libertad del hijo con la necesaria fortaleza para no transigir a lo que son meros caprichos. Lógicamente, el modo de afrontar cada situación será diverso. En educación, no hay recetas generales; lo que cuenta es buscar lo mejor para el educando y tener claras –por haberlas experimentado– cuáles son las cosas buenas que hay que enseñarle a querer, y cuáles son las cosas que le pueden resultar dañinas. En todo caso, conviene mantener y promover el principio del respeto a la libertad: es preferible equivocarse en algunas situaciones que imponer siempre el propio juicio; más aún si los hijos lo perciben como algo poco razonable o incluso arbitrario.

Esa pequeña anécdota del “plato roto” nos proporciona, además, la ocasión para reparar en uno de los primeros campos en los que cabe educar la virtud de la templanza: el de las comidas. Todo lo que se haga por fomentar las buenas maneras, la moderación y la sobriedad ayuda a adquirir esta virtud.

Ciertamente, cada edad presenta circunstancias específicas que hacen que la formación deba afrontarse de modos diversos. La adolescencia requerirá más la mesura en las relaciones sociales que la infancia, a la vez que permitirá racionalizar mejor los motivos que llevan a vivir de un modo u otro, pero la templanza en las comidas puede desarrollarse desde niños con relativa facilidad, dotándole de unos recursos –fortaleza en la voluntad y autodominio– que le serán de indudable utilidad cuando llegue el momento de luchar con templanza en la adolescencia.

Así, por ejemplo, preparar menús variados, saber cortar caprichos o rarezas, animar a terminar la comida que no gusta, a no dejar nada de lo que se han servido en el plato, enseñar a usar los cubiertos o a esperar que se sirvan todos antes de empezar a comer, son modos concretos de fortalecer la voluntad del niño. Además, durante la infancia, el clima familiar de sobriedad que tratan de vivir los padres –¡valientemente sobrios!– se transmite como por ósmosis, sin que se tenga que hacer nada especial.

Si la comida que sobra no se tira, sino que se utiliza para completar otros platos; si los padres no comen entre horas, o dejan que los demás repitan primero del postre que tanto éxito ha tenido, los chicos crecen considerando natural tal modo de proceder. En el momento adecuado, se darán las explicaciones del porqué se actúa así, de forma que puedan entenderlas: relacionándolo con el bien de la propia salud, o para ser generosos y demostrar el cariño que se tiene al hermano, o como un modo de ofrecer un pequeño sacrificio a Jesús… motivos que muchas veces los niños entienden mejor de lo que los adultos pensamos.

"Quien es señor de sí mismo posee maravillosas posibilidades para entregarse al servicio del prójimo y de Dios, y alcanzar así la máxima felicidad". Segundo editorial sobre cómo educar a los adolescentes en la templanza.

La adolescencia ofrece nuevas posibilidades para educar en la templanza, pues el joven tiene una mayor madurez, y esto facilita la adquisición de virtudes, que requieren interiorizar hábitos de comportamiento y motivos. Si bien el niño puede acostumbrarse a hacer cosas buenas, sólo cuando llega a una cierta madurez afectiva e intelectual puede profundizar en el sentido de las propias acciones, y valorar sus consecuencias.

En la adolescencia es importante explicar el porqué de algunos comportamientos, percibidos quizá por el joven como formalismos; o de algunos límites que conviene poner a la conducta, y que tal vez vean como meras prohibiciones. En definitiva, hemos de aprender a dar razones válidas por las que merece la pena ser templados. Por ejemplo, en la mayoría de los casos, no será argumento suficiente hablar de la necesidad de moderarse (sobre todo en el campo de las diversiones, contraponiéndolo al estudio) para lograr un futuro profesional seguro y brillante; pues, aunque se trate de un razonamiento legítimo, de suyo hace hincapié en una realidad lejana y sin interés para muchos jóvenes.

Es más eficaz mostrar cómo la virtud es atractiva ya ahora, haciendo presentes los ideales magnánimos que llenan sus corazones, los motivos que les mueven, sus grandes amores: la generosidad con los necesitados, la lealtad hacia sus amigos, etc. Nunca se debería dejar de señalar que la persona templada y sobria es quien mejor puede ayudar a los demás. Quien es señor de sí mismo posee maravillosas posibilidades para entregarse al servicio del prójimo y de Dios, y alcanzar así la máxima felicidad y paz que se puede lograr en esta tierra.

Además, la adolescencia presenta circunstancias nuevas en las que ser sobrio y templado. La curiosidad natural de quien progresivamente ha ido aprendiendo a estrenarse en la vida y a caminar por el mundo, se junta con una nueva sensación de dominio sobre el propio futuro. Aparece así un afán de probar y experimentar todo, que fácilmente se identifica con la libertad. Quieren sentirse, de algún modo, libres de coacción, de modo que comentarios o referencias a horario, orden, estudio, gastos quizá son percibidos como “injustas imposiciones”.

Por otra parte, esta visión tan generalizada en el ambiente actual está promovida y potenciada, en muchos casos, por una multitud de intereses comerciales que tratan de convertir esos afanes juveniles en un gran negocio.

Es el momento para que los padres no se dejen sobreponer por las circunstancias, piensen en positivo, busquen soluciones creativas, razonen junto a los hijos, les acompañen en la búsqueda de la verdadera libertad interior, ejerciten la paciencia, y recen por ellos.

Una clave de felicidad

Buena parte de la publicidad en las sociedades occidentales se dirige a los jóvenes, que han aumentado en los últimos años notablemente su capacidad adquisitiva. Las distintas marcas difunden sus modas proponiendo estilos de vida con los que algunos se identifican, al tiempo que otros se diferencian.

La “posesión” de objetos de una determinada marca sirve, de algún modo, como englobante social; uno es aceptado en el grupo, se siente integrado, aunque no sea tanto por lo que se es sino por lo que tiene y representa ante los demás. El consumo en los adolescentes, con frecuencia, no está determinado tanto por el deseo de tener (como en los niños), como por un modo de expresar la personalidad o de manifestar mejor su posición en el mundo, a través de los amigos.

Junto a estos motivos, la sociedad de consumo incita a que las personas no se conformen con lo que tienen, a que prueben lo último que se les ofrece. Se diría que están obligadas a cambiar de ordenador o de automóvil cada año, a adquirir el último teléfono móvil –o una determinada prenda de vestir que después casi no se usa–, a acumular, por la mera satisfacción que da poseer, música, películas, o programas informáticos del más diverso tipo. Son personas guiadas por la emoción que produce comprar, consumir; han perdido el dominio sobre sus propias pasiones.

Evidentemente, no toda la culpa es de la publicidad o del ambiente. Quizá los educadores no han sido suficientemente incisivos. Por eso, conviene que los padres, y en general quienes de un modo u otro se dedican a la formación, se pregunten con frecuencia cómo hacer mejor esta labor, que es la más importante de todas, pues de ella depende la felicidad de las generaciones futuras, y la justicia y la paz en la sociedad.

Los padres deben ser conscientes de que el tren de vida y de gastos se refleja en el clima familiar. Como en todo, se requiere ejemplaridad, de forma que los hijos perciban, desde pequeños, que vivir conforme a la propia posición social no conlleva caer en el consumismo o en el derroche. Por ejemplo, antes en algunos países se decía que “el pan es de Dios, y por eso no se tira”. Es un modo concreto de hacer entender que hay que comer con el estómago y no con los ojos, y que se debe terminar todo lo que se sirve, con agradecimiento, porque hay muchas personas que pasan necesidad; e, implícitamente, que todo lo que recibimos y poseemos –el pan nuestro de cada día– es don que hemos de utilizar y administrar como tal.

Es comprensible el afán de evitar que los hijos carezcan de lo que tienen otros, o de que dispongan de lo que a nosotros nos faltó cuando éramos pequeños; pero no es lógico darles todo. Así se fomentan las comparaciones, un deseo malo de emulación, que, si no se modera, puede degenerar en una mentalidad materialista.

La sociedad en la que vivimos está repleta de grados, de categorías y estadísticas que más o menos conscientemente nos incitan a competir. Dios nuestro Señor no hace comparaciones. Nos dice, hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo [14] ; para Él todos somos predilectos, igualmente apreciados, queridos y valorados. Quizá ésta sea una de las claves de la educación a la felicidad: darnos cuenta nosotros, y ayudar a que los hijos comprendan, que siempre hay lugar para ellos en la casa del padre, que cada uno es querido porque sí, que se trata con el mismo amor, y de modo desigual, a los hijos desiguales [15].

Por lo demás, la formación en la sobriedad no se reduce a pura negación: hay que enseñarla en positivo, haciendo entender a los hijos cómo conservar y usar mejor lo que se tiene, la ropa, los juguetes. Darles responsabilidad, de acuerdo con la edad de cada uno: el orden en la habitación, el cuidado de los hermanos más pequeños, los encargos materiales en la casa (preparar el desayuno, comprar el pan, tirar la basura, poner la mesa...). Hacerles ver, con el ejemplo, que las eventuales carencias se llevan sin lamentarse, con alegría; estimulando su generosidad con los necesitados.

San Josemaría recordaba con gozo que su padre fue siempre, incluso después del revés económico sufrido, muy limosnero. Son aspectos del día a día que crean una atmósfera familiar en la que se nota que lo verdaderamente importante son las personas.

Poseer el mundo

Tú sé sobrio en todo [16] : la breve instrucción de San Pablo a Timoteo vale en todos los tiempos y lugares. No es un criterio exclusivo para algunos llamados a una entrega particular, ni sólo algo que han de vivir los padres, pero que no se puede “imponer” a los hijos. Más bien se trata de que padres y educadores descubran y apliquen su significado a cada edad, a cada tipo de persona, y a cada circunstancia.

Requiere actuar con prudencia –poniendo los medios habituales de pensar las cosas, pedir consejo, etc.–, para saber acertar en las decisiones. Y si, a pesar de todo, las chicas o los chicos no comprendieran a la primera la conveniencia de alguna medida, y protestaran, después sabrán apreciarlo y lo agradecerán. Por eso, es necesario armarse de paciencia y fortaleza, pues en pocos terrenos como en éste es preciso ir contra corriente.

A este respecto, todos hemos de tener presente que no es criterio válido para hacer algo el hecho de que esté muy generalizado: No os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto [17] .

En este mismo sentido, conviene poner medida a lo que se da a los hijos; pues se aprende a ser sobrio sabiendo administrar lo que se tiene. Refiriéndose en concreto al dinero, San Josemaría advertía a los padres: El exceso de cariño hace que los aburgueséis bastante. Cuando no es papá, es mamá. Y cuando no, la abuelita. Y a veces, los tres, cada uno por su lado, y os guardáis el secreto. Y el chico, con los tres secretos, puede perder el alma. Poneos de acuerdo. No seáis tacaños con los hijos, pero tened en cuenta la capacidad de cada uno, la serenidad de cada uno, la posibilidad de autogobernarse: y que no tengan nunca abundancia, hasta que la ganen ellos [18] . Hay que enseñar a administrar el dinero, a comprar bien, a utilizar instrumentos –como el teléfono– cuyas facturas se pagan a final de mes, a reconocer cuándo se está gastando por el placer de gastar ...

De todas formas, el dinero es sólo un aspecto de la cuestión. Algo análogo sucede con el uso del tiempo. Una medida sobria en los espacios dedicados al entretenimiento a las aficiones o al deporte forma parte de una vida templada. La templanza en este campo permite liberar el corazón para dedicarse a cosas que nos ayudan a salir de nosotros mismos y nos permiten enriquecernos cultivando la vida de familia o las amistades. Por ejemplo, el estudio o el dedicar tiempo y dinero a los más necesitados, algo que conviene fomentar en los chicos ya desde pequeños.

Templar la curiosidad, fomentar el pudor

La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia [19]. Con estas palabras, San Josemaría sintetiza los frutos de la templanza y los asocia a una virtud muy particular: el recato, que podríamos entender como una modalidad del pudor y de la modestia.

“Modestia” y “pudor” son partes integrantes de la virtud de la templanza [20] , pues otro de los campos de esta virtud es, precisamente, la moderación del impulso sexual. «El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y del compromiso definitivo del hombre y de la mujer entre sí. El pudor es modestia, inspira la elección del vestido. Mantiene el silencio o la reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción» [21] .

Sin duda, si el adolescente ha ido formando su voluntad durante la infancia, cuando llega el momento, posee ese natural recato que facilita encuadrar la sexualidad de un modo verdaderamente humano. Pero resulta importante que el padre –con los hijos– y la madre –con las hijas– hayan sabido ganarse su confianza, para explicarles la belleza del amor humano cuando puedan comprenderlo.

Como aconsejaba San Josemaría, el papá tiene que hacerse amigo de los hijos. No tiene más remedio que esforzarse en esto, porque llega un momento en que los niños, si papá no les ha hablado, van con curiosidad –de una parte razonable y de otra malsana– a preguntar cuáles son los orígenes de la vida. Se lo preguntan a un amigote sinvergüenza, y entonces miran con asco a sus padres.

En cambio, si tú –porque lo has seguido desde niño y ves que es el momento– le dices noblemente, después de invocar al Señor, cuál es el origen de la vida, el niño irá a abrazar a mamá porque ha sido tan buena, y a ti te dará unos besos con toda su alma y dirá: ¡qué bueno es Dios!, que se ha servido de mis padres, dejándoles una participación en su poder creador. No lo dirá así la criatura, porque no sabe; pero lo sentirá. Y pensará que vuestro amor no es una cosa torpe, sino una cosa santa [22]. Esto resultará más fácil si no eludimos las preguntas que con naturalidad van planteando los niños, y las respondemos conforme a su capacidad.

También, como sucedía cuando nos referíamos a educar la templanza en las comidas, el ejemplo resulta fundamental. No basta explicar; hay que mostrar con obras que «no conviene mirar lo que no es lícito desear» [23] , velando por que todo en el hogar posea el tono que se respiraba en la casa de Nazaret.

En este sentido, la trivialización que en muchas sociedades actuales se hace de la sexualidad, requiere prestar atención a medios como la televisión, internet, los libros o videojuegos. No se trata de fomentar una especie de “temor reverencial” hacia esas realidades, sino de aprovecharlas como oportunidades educativas, enseñando a usarlas con sentido positivo y crítico, sin miedo a desechar lo que hace daño al alma, o transmite una visión deformada de la persona. Se debe tomar nota de lo evidente: Desde el primer momento, los hijos son testigos inexorables de la vida de sus padres. No os dais cuenta, pero lo juzgan todo, y a veces os juzgan mal. De manera que las cosas que suceden en el hogar influyen para bien o para mal en vuestras criaturas [24] .

Si los hijos ven a sus padres cambiar de canal de televisión cuando aparece una noticia escabrosa, un anuncio de bajo tono o una escena inconveniente en una película. Si aprecian que se informan sobre los contenidos morales de un espectáculo o un libro antes de verlo o leerlo, se les está transmitiendo el valor de la pureza. Si se dan cuenta, cuando van por la calle, que sus padres –o educadores– no prestan atención a determinadas publicidades –o incluso les enseñan a no curiosear y a desagraviar–, los hijos asimilan que la pureza del corazón es algo que vale la pena, que merece ser protegido, y que de algún modo forma parte del ambiente familiar en el que viven. «Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana» [25] .

Sin embargo, velar por el ambiente no es –propiamente– educar en la templanza. Es una condición indispensable para la vida cristiana, pero la virtud no se educa sólo “evitando el mal” –aspecto inseparable de la vida de la gracia en general–, sino moderando los placeres, que en principio son en sí mismos buenos. Por eso, aún más importante es enseñar a usar las cosas y los instrumentos que se tienen a disposición, por muy buenos que sean sus contenidos.

Es evidente que ver indiscriminadamente la televisión, aunque sea en familia, acaba por disolver el ambiente del hogar. Peor aún cuando cada habitación tiene su propio aparato, y cada uno “se encierra” para ver sus programas favoritos. Algo análogo podría decirse del uso indiscriminado (a veces, compulsivo) de teléfonos celulares u ordenadores.

Como en todo, un empleo sobrio de estos instrumentos por parte de padres y educadores enseña a los chicos a hacer lo mismo. Con el agravante de que, en el caso de los padres, pasar horas ante el televisor “para ver qué hay”, no sólo acaba siendo un mal ejemplo, sino que redunda en una falta de atención a los hijos, que ven a sus padres más atentos –al menos, eso les parece– a unas personas extrañas que a ellos mismos.

Si la templanza es señorío, conviene recordar que ¡no hay mejor señorío que saberse en servicio: en servicio voluntario a todas las almas! –Así es como se ganan los grandes honores: los de la tierra y los del Cielo [26] .

La templanza permite emplear el corazón y las capacidades de la persona en servir al prójimo, en amar, clave única de la verdadera felicidad. San Agustín, que tuvo mucho que luchar contra los reclamos de la destemplanza, lo explicaba así: «Pongamos nuestra atención en la templanza, cuyas promesas son la pureza e incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir y pacificar las pasiones que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios y de su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto, tiene su asiento la Verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión nos hace dichosos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven atrapados en las redes de los mayores errores y aflicciones» [27] .

J. De la Vega y J.M. Martín, en opusdei.org/es-es/

Notas:

[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1809.

[2] Cfr. Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 141, aa. 4, 6, y S. Th. I, q. 76, a. 5.

[3] Cfr. Mt 5, 3-11.

[4] Rm 7, 19.

[5] San Josemaría, Camino, n. 5.

[6] San Josemaría, Autógrafo, en P. Rodríguez (ed.), Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 20043, p. 221.

[7] San Josemaría, Tertulia, 28-X-1972, en P. Rodríguez (ed.), Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 20043, p. 221.

[8] Cfr. Mt 6, 21.

[9] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 84.

[10] Ef 4, 19.

[11] San Agustín, De civitate Dei, 19, 13.

[12] San Josemaría, Tertulia en el Colegio Castelldaura (Barcelona), 28-XI-1972.

[13] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (I), Rialp, Madrid 1997, p. 33.

[14] Lc 15, 31.

[15] San Josemaría, Surco , n. 601.

[16] 2Tm 4, 4.

[17] Rm 12, 2.

[18] San Josemaría, Tertulia en el IESE (Barcelona), 27-XI-1972. Vid. Https://www.es.josemariaescriva.info/articulo/la-educacion-de-los-hijos.

[19] San Josemaría, Amigos de Dios , n. 84.

[20] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2521.

[21] Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2522.

[22] San Josemaría, Tertulia en el Colegio Enxomil (Oporto), 31-X-1972.

[23] San Gregorio Magno, Moralia , 21.

[24] San Josemaría, Tertulia en Pozoalbero (Jerez de la Frontera), 12-XI-1972.

[25] Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2524.

[26] San Josemaría, Forja , n. 1045.

[27] San Agustín, Las costumbres de la Iglesia Católica , cap. 19.