Juan J. Padial

1.        La propuesta kantiana de una anthropologia trascendentalis

La propuesta de elaborar una “antropología trascendental” no es original de Leonardo Polo. En las Reflexionen zur Anthropologie, Kant plantea la necesidad de una “anthropologia transcendentalis” [1]. Se trata de una tarea inexcusable según el regiomontano y que se inserta con pleno derecho en su edificio crítico. La anthropologia trascendentalis es exigida para hacer frente al empirismo. De una parte, Kant escribe la Crítica de la razón pura a fin de contrarrestar el asociacionismo empirista de Hume. La constitución trascendental de la objetividad deshace la amenaza del sueño de la razón, de que nuestras ideas sean meras asociaciones arbitrarias, contingentes o ficticias de imágenes, cuyo valor cognoscitivo no sería otro que el que dimana de la costumbre. Para los empiristas, la teoría del conocimiento debería ser sustituida por la psicología empírica. Esta nueva psicología se apropiaría de la antigua metafísica, a la que de hecho suprimiría. Con la Crítica de la razón pura Kant restituye a la filosofía el terreno embargado por los empiristas.

Pero en este trance, la filosofía se transforma, pues el conocimiento teórico del que podemos tener garantías se ha de autolimitar a la aplicación de las categorías del entendimiento a objetos empíricos. Atenerse al objeto de experiencia implica para Kant una disolución de las pretensiones de la dogmática psicología racional y una transformación consiguiente de la antropología. Cabe ofrecer consistentemente con la razón un conocimiento del yo en tanto que determinado causalmente, es decir del yo empírico. Y éste es el primer objeto de la antropología en sentido pragmático. Pero una antropología trascendental parece ofrecer ya en su misma denominación un ascender –trans-scando– a un ámbito distinto.

¿Quizá el de la causa noumenon o inteligible de los fenómenos? ¿Cuál es el objeto de esta rara anthropologia trascendentalis que vislumbra Kant? Detengámonos en el texto de la Reflection 903.

Como todos los esfuerzos kantianos a partir del giro copernicano, la anthropologia trascendentalis es una respuesta a esta sustitución empirista de la metafísica por disciplinas empíricas. En este caso, a la sustitución de la pregunta filosófica acerca del ser humano por las ciencias humanas. Éstas, con frecuencia y según Kant, hacen de quien las cultiva un “cíclope”, un “erudito”, “un egoísta de la ciencia” [2], es decir, alguien que pretende monopolizar y reducir el saber del hombre al que se consigue desde su perspectiva metodológica especializada, desde su único ojo. En la citada reflexión 903 Kant pone algunos ejemplos de tales gigantes de un solo ojo, como los cíclopes médicos que pretenden reducir nuestro conocimiento del ser humano al que se obtiene naturalmente; los cíclopes jurídicos, que desde su perspectiva realizan una crítica del derecho y la moral; el cíclope teológico que critica desde su saber la metafísica. A todos ellos y a otros cíclopes les es necesario “otro ojo, el del autoconocimiento de la razón humana sin el cual no captamos la medida y dimensión de nuestro conocimiento” [3]. Lo que permite la visión binocular es la percepción de la profundidad, y con ella la captación de las tres dimensiones. El alcance y los límites de nuestro conocimiento no vienen dados por lo que presuntamente pasa por ciencia y saber en un área determinada y especializada. Se requiere una investigación del psiquismo humano y sus fuentes. Y éste es el cometido que Kant asigna, como es obvio, al discernimiento trascendental de la razón pura.

Pero Kant reclama una antropología trascendental frente a la multiplicidad, heterogeneidad y especialización de saberes empíricos sobre el ser humano. Se trata de una antropología trascendental y no meramente de una Crítica de la razón pura. A la antropología Kant dedicó gran parte de su producción: desde la Metafísica de las costumbres hasta la Idea para una historia universal en sentido cosmopolita, pasando por La religión dentro de los límites de la mera razón. Todas estas obras estudian diferentes temas antropológicos, y lo hacen de modo no empírico. Es cierto que Kant también elaboró una antropología empírica: la Antropología en sentido pragmático y la Pedagogía. Un conocimiento es trascendental según Kant cuando aún no teniendo origen empírico permite referirlo a priori a objetos de experiencia. Y aquí nos encontramos con una aguda aporía, porque según Kant el yo libre es meramente inteligible, y teóricamente no podemos tener conocimiento de su realidad. De tal yo sólo cabe afirmar que está por encima de lo racional, que es meta-racional. No que sea irracional, sino que la libertad, la dignidad, la historia, el arte, la religión, en suma la subjetividad, conforman una esfera de temas que superan el alcance de nuestro conocimiento teórico. Más aún qué relación hay entre nuestro yo libre y el empírico es algo que también está vedado al conocimiento teórico. La aporía puede formularse entonces así: ¿Cómo referir a priori lo metarracional-trascendental al objeto de experiencia estudiado por la antropología? Sin esta referencia no tendría sentido la anthropologia trascendentalis.

Gran parte de la dedicación académica de Kant estuvo dedicada a la antropología. Dictó anualmente lecciones sobre esta materia entre el semestre de invierno de 1772-73 y su jubilación en 1796. Esta antropología era calificada por Kant como empírica –Beobachtungslehre, dirá en famosa carta a Markus Herz [4]–. Pero no por ello se encuentra esta disciplina en pie de igualdad con otras ciencias positivas sobre el ser humano. Los esfuerzos continuados de Kant por fundar y consolidar la antropología como disciplina académica [5], están dirigidos por la convicción de que esta ciencia descubrirá las fuentes de todas las demás ciencias [humanas] –“die Quellen aller Wissenschaften” [6]–.

Es preciso insistir en que esta antropología, a la que tantos esfuerzos dedica Kant, depende en su mayor parte de la observación. De la recolección de materiales sobre la conducta humana. Pero si se trata en su mayor parte de una disciplina empírica, entonces es preciso preguntarse qué relación tiene esta antropología en sentido pragmático con la antropología filosófica. Cabe dar una respuesta inicial y externa a esta pregunta si se tiene en cuenta que la antropología filosófica surgió a comienzos del siglo XX como una reflexión filosófica sobre los datos proporcionados por un abigarrado conjunto de ciencias empíricas sobre el ser humano. La antropología kantiana no es una antropología en sentido fisiológico, puramente empírica, y que observa lo que la naturaleza hace del ser humano. Más bien trata de observar lo que “el agente libre hace o debería hacer consigo mismo” [7]. Así es como comparecen dos temas de reflexión propiamente filosófica, la libertad y la autoconciencia. Pero abordar estos dos temas, exige según Kant, los ricos materiales empíricos sobre la acción humana en los que se manifiesta la libertad y autoconciencia humanas. Es decir, cabría suponer que el rendimiento de las obras de antropología estrictamente filosófica, metarracional, podría ser aplicado a los objetos empíricos tratados por la antropología en sentido pragmático y la pedagogía. En este sentido estos conocimientos conformarían una verdadera antropología trascendental, donde el uso del término trascendental sería kantiano strictu sensu.

La antropología trascendental no se confunde con ninguna de las tres críticas. Pero las presupone, y además abre un nuevo campo de estudio. Justamente aquél al que apuntaba la Crítica del Juicio: la unidad del sistema, de naturaleza y libertad. En la Crítica del juicio se advierte cómo “las antinomias nos fuerzan contra voluntad a ver más allá de lo sensible y buscar en lo suprasensible el punto de unificación de todas nuestras facultades a priori; porque no queda ninguna otra salida para hacer concordar la razón consigo misma” [8]. Así es como la libertad ha de devenir en Kant objeto de una investigación trascendental, y cómo esta investigación completa el sistema crítico. Y es que la libertad aparece como un concepto indispensable en la Crítica de la razón práctica pero absolutamente incomprensible según la Crítica de la razón pura.

Pues bien, si esto es así, entonces los parecidos entre la propuesta de Leonardo Polo y la de Inmanuel Kant son mucho mayores que las de una mera denominación. En primer lugar, tanto Kant como Polo piensan que la antropología trascendental trata de la libertad. En segundo lugar, tanto Kant como Polo piensan que la antropología trascendental es compatible con la filosofía primera. Para Kant esta filosofía primera es la filosofía trascendental, para Polo la metafísica. Si esto es así, entonces habría una continuidad entre la propuesta antropológica de Kant –o la de Hegel, en tanto que a su vez continúa a Kant– y la de Polo. Pero el propio Polo ha comentado la heterogeneidad entre su planteamiento y el moderno. Veamos por qué.

2.            Continuación de la filosofía y superación del planteamiento moderno según Polo

Parece obvio, a cualquier conocedor de la filosofía de Leonardo Polo, que la antropología trascendental responde a una ampliación y una rectificación del planteamiento clásico de los trascendentales. Y con esto entramos en un sentido de lo trascendental muy distinto del kantiano. Pero un planteamiento –el clásico– que Polo rectifica. Una rectificación porque a juicio de Polo no todos los trascendentales tenidos por tales en el pensamiento clásico lo son: así por ejemplo, el uno, o el aliquid no gozan, según Polo, de estatuto trascendental. Y es una ampliación porque aunque lo tuvieran, cabe distinguir los trascendentales metafísicos de los antropológicos, apenas barruntados por el pensamiento clásico. Ni son todos los que están en el elenco clásico –sistematizado en el artículo 1 de la primera cuestión del De veritate–, ni están ahí todos los que son. Mostrar esta tesis es el cometido de la primera parte del volumen primero de la Antropología trascendental.

Esta ampliación antropológica fue tan sólo barruntada por el pensamiento clásico. Por ejemplo, Aristóteles señala que la vida divina, es decir, su ser, es intelección. Esta intelección es así el acto primero, radical, su entelecheia, como también verá Hegel. Tomás de Aquino sostiene que el conocimiento por el que el alma se conoce a sí misma no es un accidente, un acto segundo, sino “un hábito inherente al alma como su propia sustancia (cfr. De veritate, q. 10, a. 8, c. y ad14)” [9]. Pero estos barruntos no fueron sino tímidos hallazgos cuyo desarrollo estaba internamente muy obstaculizado, dado el sustancialismo de la filosofía clásica. En la sustancia viva entelecheia y energeia se distinguen como actividades primera y derivadas. El arco que barren estas actividades segundas va desde el metabolismo hasta la intelección, pero en modo alguno se convierten con aquello por lo que primariamente somos y vivimos [10]. Si lo radical en el ser humano es su sustancia entonces la intelección o el amar no pueden ser trascendentales, por ser actos segundos, asentados y principiados por la sustancia. En este caso no hay unos trascendentales humanos distintos de los trascendentales que corresponden a toda otra entidad.

Dado que hay algunas indicaciones en el planteamiento clásico, Polo podía afirmar que su antropología trascendental es una propuesta de continuarlo. Pero hay que entender qué quiere decir Polo con continuar. Continuar no es un mero proseguir dejando intacto lo anterior, o sin atender al momento histórico presente y la altura del saber en él. Continuar es “acrecentar”, no meramente “repetir los temas medievales” [11]. Filosofar no consiste en “aceptar con un valor de perpetuidad alguna formulación dada, cifrando el filosofar en entenderla a ella, como si ella fuera el tema” [12]. La continuación del planteamiento clásico no es pues la mera aceptación de la filosofía clásica y medieval. Sino que exige las necesarias reformas para continuar “en profundidad” a la altura “de lo que hoy tenemos que decir del ser” [13]. Es decir, continuar exige “insistencia viva y profunda, iluminación y comprensión del fondo que alcanzó expresión en los textos” [14].

Para continuar es preciso, pues, atender a dos parámetros. Por una parte, un hallazgo del pasado que se estima válido. Esto implica la depuración del hallazgo, es decir su purificación, el limpiarlo de adherencias que enturbian, oscurecen u ocultan lo averiguado [15]. Por otra, hay que atender también a lo que por el tiempo transcurrido es posible y preciso decir para acrecentar el hallazgo. Esto implica atender a aquello que ha oscurecido ulteriormente aquel hallazgo y que impide proseguirlo, así como también atender a lo logrado entretanto y su posible repercusión en aquello que se debe continuar. Es decir, la continuación filosófica no se desentiende del propio momento histórico. Continuar no es el movimiento del que se refugia en un tiempo pasado que fue mejor, sino del que encara con coraje y sin vanidad su momento y desea desobturar el futuro.

Si no es así, continuar puede pasar por una muestra de humildad, que oculta las enormes dificultades y aporías que tuvo que vencer Polo para (I) advertir la existencia extramental des-logificando los principios reales, y separando el movimiento como persistencia o la actividad idéntica, de la sustancia; para (II) reducir la sustancia a ciertas formas de concausalidad, explicitando las causas físicas y su vinculación, y (III) de-sustancializar también el acto de ser humano y alcanzar los trascendentales personales en su diferencia con el trascendental no personal: la persistencia. Desde la perspectiva ganada con esta big picture se advierte la enorme talla intelectual de Leonardo Polo.

Podríamos sentar como primera tesis que la continuación no implica aceptación inerte y en bloque de un pasado. No es posible la continuación sin depuración, al igual que no cabe restaurar sin una previa labor de saneamiento. La continuación es crítica, discierne y atiende a las líneas de fuerza de lo legado por el pasado. Si esto es así, entonces la continuación poliana del planteamiento trascendental clásico y medieval implica y exige su reforma. No cabe rehabilitarlo sin reformarlo. Y esto es lo que hace Polo en su obra. Para ampliar los trascendentales, Polo reforma la física y la metafísicas clásicas. Y por ello, a Polo se le ha considerado un tomista rebelde.

3.        El enclave histórico de la investigación poliana

Pues bien, esto es muy parejo a lo que hace Kant, quien para hacerle sitio a la libertad reforma a su vez la metafísica racionalista. Y es que Kant advierte la inconsistencia del uso de categorías para la comprensión de la libertad. Es por ello que en la Crítica de la razón práctica señala que “la libertad ha de considerarse como un cierto tipo de causalidad” [16]. En efecto, ser una clase o un tipo de más que facultades. La denuncia de la sustancia como extrapolación de la actualidad del conocimiento objetivo fue llevada a cabo en El ser I. La existencia extramental. Y la interpretación de la sustancia como concasualidad, válida por tanto exclusivamente para cierto rango de lo físico, se realizó en el cuarto volumen de la teoría del conocimiento.

Volvamos a Polo, en el prólogo al primer volumen de la Antropología trascendental, expone su planteamiento antropológico como una continuación de la filosofía clásica y una superación de la moderna, en concreto del idealismo. Quizá por ello la conexión con el planteamiento trascendental moderno es menos nítida y se resalta más el aspecto crítico, minus-valorador y en confrontación con la modernidad. Conviene dilucidar también qué entiende Polo por superación. Tanto continuar como superar una línea histórica de planteamientos filosóficos es algo que Polo refiere a su propia investigación y a su enclave histórico. No se trata meramente de afiliarse o criticar una línea u otra. Mucho menos de optar intelectualmente.

Para entender los términos de la propuesta de la antropología trascendental del 99 uno ha de retrotraerse a las últimas páginas de El acceso al ser. Polo habla allí del límite del pensamiento, su relación con la distinción real; y justo antes de estructurar su investigación en cuatro dimensiones, habla del enclave histórico de su propuesta. Enclave es un término jurídico y de geografía política. Es aquel territorio rodeado completamente por otro de jurisdicción diferente. Así Berlín durante la Guerra Fría fue un enclave de la República Federal Alemana en la República Democrática Alemana. El Estado del Vaticano o San Marino son dos Estados enclavados en Italia. Por extensión, se puede afirmar que un territorio con una determinada predominancia cultural o étnica puede estar enclavado en un área cultural o étnica diferente: barrios chinos, guettos, etc. Al usar el término “enclave” Polo es consciente de que su propuesta filosófica está situada en un momento histórico del saber muy heterogéneo con aquél en que se logró realizar la distinción real. Un momento centrado en la libertad, la interioridad y la subjetividad humanas, y al que las especulaciones sobre la esencia y los objetos aparecen como restos de filosofia precrítica y dogmática. Además un momento cultural muy alejado del espíritu de la Edad Media. Ya los románticos experimentaron la enorme distancia que separa la modernidad Ilustrada de la Bella Hélade, o de la unidad espiritual de la Cristiandad Medieval. Por ello, entroncar con la distinción real parece algo extraño a la situación histórica. Y por ello también, la investigación poliana aparece como un enclave, cuya legitimación refiere más a la Baja Edad Media que al Zeitgeist moderno o contemporáneo.

¿Qué quiere decir Polo al hablar del enclave histórico de su propuesta filosófica o de su proyecto filosófico al redactar El acceso al ser? Parece que su investigación es un enclave temporal, no territorial. Que los títulos que la legitiman y por las que se gobierna hay que encontrarlos en los hallazgos de Avicena, Alberto Magno y Tomás de Aquino. Que él comprende o “ve” su proyecto vinculado a la continuación de la distinción real sobre todo en antropología. Y que por eso escribió esos dos volúmenes inéditos sobre la distinción real que fue su tesis doctoral. La deseable publicación de estos dos volúmenes arrojará luces decisivas para juzgar sobre su proyecto, su cumplimiento y su situación y oportunidad histórica.

Además, Polo realiza su propuesta filosófica “en un momento, tal vez final, de una época durante la cual el hombre ha andado habitualmente perdido en el ser” [17]. Es la libertad la que se encuentra perdida en el ser. La libertad la que no es tematizada adecuadamente desde categorías metafísicas. Polo no descalifica la modernidad como ayuna en metafísica. Más bien, al contrario, valora la multiforme fecundidad de la ontología en la modernidad. Si algo ha producido la filosofía moderna son sistemas metafísicos, y enfoques ontológicos de la subjetividad. Justamente su variedad y su valor excluyente son indicativos de éste estar perdidos en el ser. Como decía Max Scheler a propósito de la multitud de conocimientos sobre el hombre que ocultaban más que favorecían una imagen unitaria del mismo.

Quizá la historia de la filosofía moderna puede caracterizarse como un gigantesco esfuerzo de orientación. La nueva ciencia matematizada y experimental, el descubrimiento del nuevo mundo, el surgimiento de la alianza entre ciencia y tecnología, derribaron gran parte de los puntos de referencia inamovibles del pasado. Hemos visto que el mismo Kant busca puntos firmes con que orientarse tras la génesis y consolidación de la psicología empírica. Más aún, la tecnología implicó que mucho de lo considerado tradicionalmente como necesario, es decir que no podía ser más que de una manera, ahora dependía de la libertad humana, y por lo tanto era contingente y podía ser de muchas maneras. Ante el naufragio de la contemplación griega, los modernos respondieron buscando puntos inalterables, fundamentales. Y así interpretaron la subjetividad, la autoconciencia y la libertad. Esto es, por ejemplo, el sujeto trascendental kantiano, último fundamento de la pensabilidad y objetividad de la ciencia. Pero si la subjetividad no pudiese ser pensada en términos metafísicos, principales, esenciales o fundamentales, entonces el esfuerzo de orientación moderno terminaría a la postre en desorientación, en libertad que se ve a sí misma como una pasión inútil, en la angustia ante la ausencia de sí mismo como fundamento y en el tedio ante situaciones equipolentes por variadas que se presenten. Esto es lo que hay que superar. O en palabras de El acceso al ser: “la necesidad de proseguir ha de llenarse hoy con la tarea de superación de un estadio cultural” [18]. De un estadio cultural, la modernidad y postmodernidad.

La causa de esta desorientación es denominada por Polo la simetrización de la filosofía moderna. Es decir la comprensión de la subjetividad humana en términos fundamentales. El gran hallazgo de la modernidad es la libertad, la intimidad e interioridad, la subjetividad. Pero la forma de acercarse a tales temas es simétrica con la filosofía clásica. Es decir entendiendo lo nuclear en el ser humano como un principio, una sustancia pensante, un yo que es la condición de posibilidad del conocimiento apodíctico y de la norma moral, o una Idea que es el principio retroactivo de su constitución y de la racionalidad de toda realidad.

Así pues tanto la continuación de la filosofía clásica como la superación de la moderna implican la atención a lo hallado y su depuración. Es más, la antropología trascendental como superación no se despide de los temas modernos, para conectar con la temática trascendental clásica ampliada, sino que al alcanzar la persona y su intimidad “la investigación antropológica ha de llenar el objetivo de dar razón del centro desencadenante de la filosofía moderna” [19]. No se trata de una mera versión moderna de temas clásicos, sino de una depuración de temas, ya clásicos ya modernos, que permite la perennidad de la filosofía. Así es como la filosofía perenne no queda atada a una peculiar línea histórica, sino comprometida por la altura del saber. En estas páginas querría señalar algunos de los hallazgos modernos sobre la subjetividad y cómo Polo los depura de los caracteres principales que impiden una recta comprensión de la libertad. De este modo se accede a la antropología trascendental desde lo que hoy es preciso decir sobre el ser personal.

Estas páginas tienen pues un carácter propedéutico a la antropología trascendental y atienden a una dualidad en la historia de la filosofía: la que se da entre la altura del saber y la situación histórica. El término superior de esta dualidad es la altura del saber. Estas páginas intentan alcanzar ésta desde el término inferior, es decir, desde el enclave y la oportunidad. Ésta fue la estrategia adoptada por Polo en El acceso al ser y en las primeras redacciones –inéditas– de la antropología trascendental. La última redacción, la del 99, parte desde el término superior de la dualidad, es decir, desarrolla la distinción real en antropología y la conversión de los trascendentales personales con el intellectus ut co-actus directamente.

4.            El descubrimiento de la trascendentalidad de la existencia humana

En la Crítica de la razón pura Kant había tematizado la conciencia como la unidad de la apercepción, el “yo pienso” que ha de acompañar a todas mis representaciones. Y no sólo acompañarlas, sino que el yo pienso sintetiza activamente las diferentes representaciones conscientes. El yo pienso es una actividad –una acción del entendimiento, Handlung des Verstandes [20]– necesaria para cualquier objetivación. Pero no sólo es una actividad, sino una representación; precisamente la de que yo que tengo representaciones, las pienso, soy el que las objetivo. Se trata pues de una apercepción pura, no debida a la sensibilidad. El yo pienso, esta representación no es una mero haz de sensaciones. Es más bien la necesaria identidad del yo. Es necesaria una sola autoconciencia, que (I) esté presente en cada una de mis representaciones, pues las acompaña a todas; (II) que sea consciente de éstas sus representaciones; y frente a Hume, (III) que sea diferente de las representaciones de las que es consciente.

Esta distinción de la objetividad, la necesaria igualdad consigo de la apercepción trascendental y su indefectibilidad hacen necesaria la separación entre sujeto y objeto. Esto es recogido por Kant con la fórmula Ich denke überhaupt, yo pienso en general. El yo es una mera identidad general. Una identidad que abarca, o se extiende, a todas las representaciones. Cualquier representación cae bajo su unidad, pero ninguna objetividad puede tener la misma generalidad que ella. Y esto significa que la conciencia no puede reconocerse en ninguna objetividad. Es decir que el yo pienso no podrá reconocerse nunca en lo pensado, puesto que es imposible, según Kant, la mera coextensividad entre lo pensado y la conciencia trascendental. Ésta es siempre la generalidad mayor, y por lo tanto siempre una x, algo ignoto, una mera condición de posibilidad, la última y fundamental condición de posibilidad del conocimiento. Del yo sólo cabe afirmar que es (I) igual a sí, (II) que se mantiene igual a sí, (III) que no falta nunca en el conocimiento, y que (IV) está separado de cualquier objetividad.

Pero conviene dilucidar qué quiere decir que este sujeto es y se mantiene igual a sí. No quiere decir que sea permanente en el tiempo. Esta persistencia sería real, en cambio lo propio del sujeto trascendental es acompañar como representación a las demás representaciones. Es un sujeto mental sin el que no cabe objetivación alguna ni conciencia de lo objetivado. Es un sujeto éste, del conocimiento y cognoscente. No está causalmente determinado, no es empírico, sino más cercano a la reflexión que a la vida de un sujeto real. Como dirá Dilthey, “por las venas del sujeto conocedor construido por Locke, Hume y Kant no circula sangre verdadera sino la delgada savia de la razón como mera actividad intelectual” [21].

Lo mismo cabe decir de la libertad. No cabe predicar de ella tampoco que sea algo permanente realmente en el tiempo. Y esto porque no tenemos intuición sensible de la misma. Tan sólo tenemos constancia de su realidad por el hecho moral de la imputación de responsabilidad. Para la razón pura la libertad es inescrutable. No es algo ininteligible, justamente al contrario. En la Crítica de la razón pura aparece como causa inteligible, nouménica. Pero este uso del concepto de causalidad tan sólo puede ser analógico. Pensarla como causa implicaría no sólo su antecedencia a la acción libre, sino la imposibilidad de la acción libre, pues ésta habría de seguirse necesariamente. La libertad, que ha de ser admitida en la práctica por el simple y desnudo hecho de que imputamos a cada quién sus acciones, es incognoscible teóricamente. Incluso la admisión de un Faktum de la moral implica la incognoscibilidad de la naturaleza de tal hecho. El Faktum, el hecho de la moral, es que hay un x tal que es la causa del comportamiento imputable. De esa x que podía no haber actuado así, ha de predicarse la libertad. Pero esa causa no es empírica, sino nouménica, meramente inteligible. Una libertad admitida como hecho es una libertad de la que sólo sabemos que es, pero de la que ignoramus et ignorabimus qué es, es decir, su naturaleza y relación con el yo empírico.

Toda indagación teórica de la libertad humana está vedada. En este sentido el tema de la autoconciencia y el de la libertad son inalcanzables para la razón pura, son en rigor meta-racionales, o impenetrables para ella. Éste es el sentido que tiene la afirmación kantiana de que escribió la Crítica de la razón pura a fin de hacerle sitio a la libertad. Y es que la libertad expulsada del ámbito racional reaparece en las que hemos considerado como obras de antropología filosófica –la Metafísica de las costumbres, la Crítica de la razón práctica, etc.– por la puerta de atrás. Es decir, como exigidas por el Faktum de la moral, y por lo tanto con su realidad garantizada e innegable. Pero sucede que el fundamento de su realidad no es accesible teóricamente, sino prácticamente.

Desde esta realidad ahora garantizada aparece ahora la relación entre la antropología empírica y la filosófica en Kant. Por una parte, no cabe conocimiento teórico verificable sobre la naturaleza de la libertad y de la autoconciencia, ni del modo como éstas subyacen al yo empírico. Pero esto no significa que la causalidad libre nos sea totalmente ignota. Y es que “podemos considerar la causalidad de ese ser desde dos puntos de vista distintos: en cuanto causalidad propia de una cosa en sí misma, como inteligible por su acción; en cuanto causalidad propia de un fenómeno del mundo sensible, como sensible por sus efectos. […] Nada impide, por tanto, que atribuyamos a ese objeto trascendental, además de la propiedad a través de la cual se manifiesta, una causalidad que no sea fenómeno, aunque su efecto aparezca en un fenómeno” [22]. Los efectos y manifestaciones de la libertad son lo estudiado en la antropología empírica, ya fisiológica, ya pragmática, que por ello constituye el único modo de acceso a la causalidad inteligible.

En este sentido, cabe afirmar que la antropología empírica kantiana puede articularse con su antropología filosófica, pero no a la inversa. Es decir, es imposible un saber comprensivo desde lo inteligible, porque no hay tal saber verdadero del espíritu humano, sino sólo de sus efectos y manifestaciones. Pues bien, éste es el déficit que Leonardo Polo observa en el planteamiento kantiano, y por el que su antropología ha de ser superada. Superarla significa vencer los obstáculos y dificultades que plantea Kant para que la antropología trascendental se constituya efectivamente como saber comprensivo, teórico y verdadero acerca de la subjetividad y libertad humanas. La Antropología trascendental de Polo pretende ser un saber no sólo de los efectos y manifestaciones de la libertad, sino de la misma libertad y de aquellas propiedades humanas que con ella se convierten. En este sentido Polo no parte de los efectos y manifestaciones para acercarse al conocimiento de la causa inteligible. Más bien su camino es el inverso. Parte de la unidad del espíritu humano, del ser personal, y trata de ver el despliegue y entroncamiento de las manifestaciones esenciales humanas. Éste es también el sentido de la Urteilung, de la división originaria del espíritu humano según Hegel. Pero las diferencias entre el planteamiento antropológico de Hegel y el poliano no pueden ser el objeto de este texto.

Juan J. Padial, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   Cfr. I. Kant, Reflection 903, Ak. Ausgabe, XV, pp. 394-395.

2   I. Kant, Reflection 903, pp. 394-395.

3   I. Kant, Reflection 903, pp. 394-395.

4   Cfr. I. Kant, Ak. Ausgabe, X, p. 138.

5   Cfr. I. Kant, Ak. Ausgabe, X, p. 138.

6   I. Kant, Ak. Ausgabe, X, p. 138.

7   I. Kant, Anthropologie d’un point de vue pragmatique, Ak. Ausgabe, VII, p. 119.

8   I. Kant, Kritik der Urteilkraft, AA, V, p. 341.

9   L. Polo, Antropología trascendental, I, Eunsa, Pamplona, 2006, p. 156.

10    Aristóteles, De anima, II, 3.

11    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, Eunsa, Pamplona, 2004, p. 294.

12    L. Polo, El acceso al ser, p. 295.

13    L. Polo, El acceso al ser, p. 294.

14    L. Polo, El acceso al ser, p. 296.

15    Polo habla también de “la inspiración que ha de alimentar la limpidez de la tarea” (L. Polo, El acceso al ser, p. 296). Así, la propuesta de ampliación del orden trascendental continúa con las necesarias reparaciones o saneamientos el planteamiento clásico. Había que proceder a eliminar los impedimentos que la primacía de la sustancia conlleva para hacer del intelecto y del amar algo causalidad implica serlo en cierto modo, pero no con propiedad y precisión. Y esto, de acuerdo con la Crítica del juicio significa serlo analógicamente. La libertad no puede ser considerada estrictamente como causa; tampoco se le puede aplicar legítimamente ninguna de las categorías válidas para los objetos intuidos sensiblemente. Por ello, la libertad tampoco puede ser pensada de acuerdo con el concepto de sustancia. En la doctrina kantiana de la analogía se encuentra el intento kantiano por pensar la libertad al margen de la sustancia o la causalidad. Intento plenamente congruente con la Crítica de la razón pura donde Kant descalifica, al exponer la tercera antinomia, la sustancialización de un ser libre. La pregunta que habrá que responder es hasta qué punto logró Kant ir más allá de la analogía, es decir, hasta qué punto su atenimiento al objeto de experiencia hace inviable cualquier investigación teórica de la libertad.

16    I. Kant, Crítica de la razón pura, Ak. A. V, p. 67.

17    L. Polo, El acceso al ser, p. 293.

18   L. Polo, El acceso al ser, p. 295.

19   L. Polo, El acceso al ser, p. 296.

20    Cfr. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, B133 y B143.

21    W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, FCE, México, 1949, p. 6

22    I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, A539/567.

Gonzalo Altozano

Hace ya más de un siglo se produjo una asombroso descubrimiento en unas ruinas en las montañas cercanas a Éfeso. Y para grabar una pieza sobre lo que allí ocurrió un equipo de La Contra TV se desplazó a Turquía para mostrar al mundo este gran hallazgo. Se trata de la casa donde la Virgen María habría pasado sus últimos días en la tierra, según testimonio de la beata Ana Catalina de Emmerick. Lo sorprendente del caso es que la mística jamás pisó el lugar. De hecho, nunca salió de su país. Más aún: buena parte de su vida la pasó postrada en una cama. ¿Que cómo tuvo noticia entonces y noticia tan precisa?

Todo empezó en el año del Señor de 1891. Realmente, todo empezó mucho antes, pero ¿dónde está escrito que las narraciones han de seguir un orden lineal? Con que dejémoslo, de momento, en que todo empezó en 1891. Ese año, sor Marie de Mandat Grancey, superiora de las Hijas de la Caridad del hospital francés de Esmirna, en la actual Turquía, andaba enfrascada en la lectura y relectura de un libro en el que tenía puestos sus afectos y cuyas páginas la transportaban a otros tiempos y otros países y, en ocasiones, a otros mundos. Aunque en el libro se hablaba mucho de amor, vaya por delante que no se trataba, ni muchísimo menos, de una novelita de caballeros audaces y damas de las camelias; de ser así, una misionera de la ortodoxia de sor Marie no hubiera decretado, intramuros de su comunidad, la lectura de aquellas páginas en voz alta para sus monjitas. Tampoco se trataba, propiamente, de un libro de geografía e historia, por más que en él se detallaran, y con qué detalle, valga la redundancia, geografías e historias. Era, en resumidas cuentas, un libro tan maravilloso -por las maravillas sin fin que en él se relataban- como inclasificable. Y sin embargo…

Una casita en las montañas

Sin embargo, sor Marie creyó ver la manera de clasificar el libro, y para siempre, bien en el estante de los cuentos de hadas, bien en el de los libros de Historia. De Historia Sagrada, en este caso. El libro, como queda relatado, contaba mil y una historias, todas con un hilo conductor, y cada una encuadrada en un marco geográfico determinado. No se trataba de verificar sobre el terreno todas y cada una de aquellas historias, tarea imposible de llevar a cabo por una humilde misionera, por muy determinada que fuese su determinación, que lo era. Bastaba, más bien, con identificar un único escenario. Lo suficientemente importante en el relato, eso sí. Y también lo suficientemente cercano en el espacio; no más de unos días de viaje. Por ejemplo, la casita en las montañas, o lo que quedara de la misma, construida a los pies de una ladera, desde lo alto de la cual podía divisarse el mar, el mar Egeo, y las ruinas de la ciudad de Éfeso, tal como se describía en el libro.

Las lecturas de una religiosa emprendedora y con audacia para lanzar una expedición están en el origen de uno de los puntos más importantes de peregrinación mariana en el mundo: el lugar donde Nuestra Señora vivió sus últimos días.

Permiso de los superiores

La pregunta era cómo desplazarse desde el hospital francés de Esmirna hasta las montañas de Éfeso. Y no porque en 1891 el país no contara con la red de carreteras con que cuenta ahora, sino porque, como superiora de su comunidad, sor Marie tenía responsabilidades y no podía desatenderlas para perderse por los montes en busca de una casita que solo Dios sabía si existía o no. Lo que es casi seguro es que su prurito arqueológico no la atribuyó la religiosa a cosa del demonio. Si no, no le hubiera sugerido al capellán del hospital, el sacerdote lazarista padre Jung, que se aventurase él en busca de la misteriosa casita. No cabe duda de que el sacerdote conocía la existencia del libro. En caso de no haberlo leído, cosa improbable porque llevaba un tiempo causando furor en los círculos católicos del mundo, ya se habría encargado sor Marie, la más rendida prescriptora de sus páginas, de hacerle un resumen de las mismas. El problema era que el padre Jung, lo mismo que sor Marie, estaba sujeto a una serie de responsabilidades de las cuales solo podía librarle su superior, el padre Poulin. Quién sabe si este, a su vez, no ardía en deseos de saber si la consolación espiritual que le provocaba la lectura de las páginas del libro tenía un fundamento real o, más bien, la vaporosa consistencia de una superchería; quién sabe, decimos, porque dio permiso al padre Jung para que armase una expedición con la que sacar a todos de dudas.

Y fue así cómo el 27 de julio de 1891, una expedición compuesta por el padre Jung, otro sacerdote lazarista y dos laicos echó a andar (y no es este, no, un recurso metafórico) en busca de un hallazgo de incalculables proporciones, un tesoro, si se quiere, que, de encontrarse, en nada debería palidecer frente a otros expuestos en las vitrinas de los principales museos arqueológicos del mundo. Podría escribirse que al equipo del padre Jung se lo tragaron las espesuras de las montañas de Anatolia, que allí hubieron de enfrentar peligros sin cuento, enfrentándose a bestias mitológicas o casi, hasta que años después fueron encontrados al borde la inanición, tocados con unas de esas barbas apellidadas bíblicas, pero con la satisfacción de la misión cumplida. Podrían escribirse estas y otras cosas, pero toda la emoción que le aportarían al relato, se la restarían a la veracidad del mismo.

La Puerta de la Santísima

Porque lo cierto es que Jung y sus compañeros de aventura solo tardaron dos días en encontrar lo que andaban buscando. Y antes lo hubieran encontrado si, en lugar de pertrecharse como los exploradores que no eran, se hubiesen fiado únicamente de sus brújulas, de las descripciones contenidas en el libro causante de que se encontraran donde se encontraban y en los conocimientos acerca del terreno de las gentes del lugar. Pues fue tras preguntar a unas mujeres que laboraban en un campo de tabaco dónde podían beber agua, que estas les indicaron que cerca de las ruinas de una capilla no muy lejos de allí, a los pies de una loma desde lo alto de la cual podía contemplarse el mar Egeo y las ruinas de Éfeso. Un templo, por cierto, al que cada 15 de agosto, ojo con la fecha, y desde tiempos inmemoriales, acudían en peregrinación gentes de los alrededores, de confesión ortodoxa la mayoría, no en vano el lugar había sido bautizado por la tradición local como Panaghia Kapulu, en cristiano, y nunca mejor dicho, la Puerta de la Santísima, esto es, la casa donde la Virgen María habría pasado sus últimos días en la tierra, antes de ser asunta al cielo, tal y como se sostenía en el libro responsable último y primero de aquella expedición.

Cientos de exvotos y peticiones en el interior del recinto, un complejo que incluye la Casa de la Virgen, el convento de las religiosas que lo atienden, una gendarmería y una cafetería. La casa ya era un lugar de peregrinación antes de ser descubierta e identificada en 1891.

El título del enigma

Si alguien ha llegado a este punto del relato intrigado por el título del libro del que aquí se ha hablado, no queda sino darnos la enhorabuena por la efectividad del recurso. Ahora bien, de mantener por más tiempo el secreto se corre el riesgo de que tal recurso pierda dicha efectividad y ese mismo alguien deje de seguir leyendo, hastiado ya de tanto enigma. Con que ahí va el título: La vida oculta de la Virgen María.

Universo Emmerick

El libro se trata de una detalladísima biografía de la madre de Cristo escrita sobre el papel pautado de los dogmas marianos, de ahí que abarque desde su concepción inmaculada hasta su asunción en cuerpo y alma a los cielos, pasando por su perpetua virginidad y su condición de madre de Dios, sin arrojar la más mínima sospecha sobre ninguna de estas verdades de fe. Como autora del libro, figuraba Ana Catalina de Emmerick, por más que la misma jamás estampó en una hoja una sola de las frases del libro, ciertamente voluminoso. Y si esto asombra a alguien, espérese a adentrarse en el universo Emmerick.

Cuando los autores de este reportaje se encontraban fotografiando el interior del templo durante el rezo del rosario por las religiosas, un grupo de turistas chinas protestantes entraron y respetuosamente se unieron a la oración a la Virgen.

¿Una infancia como otra cualquiera?

Nacida en la Westfalia de 1774, Ana Catalina de Emmerick pronto supo lo que eran las asperezas de la tierra, hija como era de unos pobres aparceros. No solo desde niña tuvo que arrimar el hombro para poner algo de comida encima de la mesa, sino que como quinta de nueve hermanos hubo de ejercer como madrecita de los más pequeños. Semejante cuadro de penurias explica que solo asistiera cuatro meses a la escuela. Poco importa si fue allí o en casa donde la niña

Emmerick aprendió a leer. El caso es que entre sus tempranas lecturas y relecturas favoritas ya se contaban el Kempis, los sermones de Tauler, la vida de Cristo del capuchino Martin de Cochem, aparte, claro está, de la Biblia. Esto quizás explique la frustración que la pequeña experimentaba cuando, por razón de edad, no podía acercarse a comulgar, la alegría que le entraba cuando su madre le llevaba al Vía Crucis y que, ya crecidita, terminara profesando en un convento de agustinas, el de Agnetenberg, en Düllmen. Porque, miserias a un lado, el hogar de los Emmerick fue un hogar piadoso, con unos padres que a las doce del mediodía interrumpían sus labores para componer una estampa como la del Angelus de Millet. Nada, por otro lado, extraño a tantísimas otras familias de la región y la época. En este sentido, la infancia de Ana Catalina fue una infancia como otra cualquiera. O eso pensaba ella.

Cien años antes del cinematógrafo

Eso pensaba Ana Catalina porque durante un tiempo anduvo convencida de que lo que ella veía lo veían los demás también. Pero qué va. Lo que ella veía, y los demás no, eran, sobre todo, estampas vivas de la Historia Sagrada, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, con especial detenimiento en la Pasión de Cristo y, como queda relatado, en la vida de María Virgen; y todo un siglo antes de que los hermanos Lumière inventaran el cinematógrafo, con que nadie podía afearle que viera demasiadas películas.

Cenicienta en el convento

Podría pensarse que un don como aquel era fruto de su gusto por el silencio y la oración, pero no era exactamente así. Podría también pensarse que tal don le abriría de par en par las puertas del convento, y tampoco. No solo tuvo que ejercer durante años de costurera itinerante por granjas y aldeas para allegarse fondos con que costear la dote que le exigirían en cualquier congregación, sino que una vez reunida la dote y profesados los hábitos, sus trabajos y sus días fueron los de una cenicienta rodeada de hermanastras. Ella, en lugar de devolver piedra por piedra, encajaba humilde los agravios de las otras monjas, con el ruego a Dios de que tuviera a bien imprimirle la cruz en su corazón, cosa que hizo, y en toda su literalidad. Que ya lo decía santa Teresa: se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.

Una muerte serena, alegre y confiada

Porque Ana Catalina de Emmerick sería conocida como la monja de las cinco llagas por reproducir en su cuerpo los estigmas con los que, popularmente, se ha representado a Cristo a lo largo de la historia, esto es, uno en cada mano, uno en cada pie y el quinto en el costado. No fueron estos, en cualquier caso, los únicos padecimientos de la monja a su paso por la tierra. De hecho, murió -serena, alegre y confiada, al decir de los testigos- en 1824 de una tisis pituitosa con resultado de parálisis pulmonar, pero como pudo haber muerto en cualquier otro momento por causa de alguna de las incontables enfermedades del alucinante cuadro que padeció a lo largo de su vida.

Jugo de cereza

No fueron los estigmas, cabe insistir, los únicos sufrimientos de la monja, como no fueron tampoco los únicos dones sobrenaturales con los que fue bendecida. Para no ser exhaustivos, sirvan como ejemplo solo dos fenómenos cuyos nombres los señala en rojo el corrector de word cuando los escribes en el ordenador, de raros que son: la cardiognosis o facultad de leer lo que está oculto en los corazones, incluso en los corazones de los perfectos desconocidos, y la inedia o capacidad de vivir sin apenas probar bocado, con una dieta, en el caso de Emmerick, a base solo de agua y el pan de la Eucaristía, al menos entre 1813 y 1816, que en sus últimos años la enriquecería, y solo en contadas ocasiones, con una cucharada de caldo, una o dos de crema de avena o cebada, un poco de manzana cocida, o el jugo de una cereza que sorbía para enseguida escupir la piel, la pulpa y el hueso.

El olvido de sí

Siendo así las cosas, era lógico y normal pensar que la monja de Düllmen llamase la atención de las gentes y, con la de las gentes, las de las autoridades, eclesiásticas, por supuesto, pero también civiles y militares; ella, que tenía vocación de monja pero no de atracción de feria ni de conejillo de indias; ella, que sacaba del cuerpo las palabras justas y necesarias cuando de hablar de su propia persona tocaba, pues detestaba el “yo” (pero el “yo” suyo, no el de los demás); ella, en fin, que se había planteado la vida como una campaña permanente y sin cuartel de olvido de sí misma.

Las impresionantes ruinas históricas de la ciudad de Éfeso están declaradas por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, declaración que incluye la Casa de la Virgen.

¿Fraude? ¿Qué fraude?

Son tres las instituciones que, sucesivamente, iniciaron y concluyeron investigaciones alrededor de la yacente y doliente monjita de Düllmen, dejando en el proceso cajas y más cajas de pruebas documentales. Hablamos de la Iglesia católica, del invasor napoleónico y de la alta autoridad prusiana. Si la motivación de la primera era la de constatar la sobrenaturalidad o no de los fenómenos, la de las otras dos tenían que ver con razones de orden público. Sea lo que sea, las tres investigaciones procedieron, cada una en su momento, con enorme rigor (excesivo, en ocasiones), sin quitar el ojo a Ana Catalina día y noche, durante semanas y semanas. Ninguna, eso sí, ni siquiera aquellas que tenían el prejuicio como punto de partida, concluyó que se trataba de un fraude, más bien lo contrario.

Un asunto imperial

Así, el doctor Von Wyble, médico personal de Federico Guillermo III de Prusia, informaría a este, gran interesado en el asunto, de que no existía impostura alguna. Y lo mismo el comisario Garnier, máximo responsable de la nada sospechosa de clerical policía napoleónica en la Westfalia anexionada, y quien quedó convencido de la veracidad de los fenómenos, hasta el punto de que ni al final de sus días, en París, sería capaz de recordar a la monjita de Düllmen y contener la emoción al mismo tiempo. Cosa, por otro lado, nada extraña, pues sucedía con frecuencia que había quien iba a visitarla con la curiosidad morbosa de los estigmas, y salía de allí con estos en un segundísimo plano y, por decirlo de una manera cursi, la dulzura de Emmerick palpitándoles en el corazón.

Salones literarios

Si la fama de santidad de la monja había trascendido de las granjas de los alrededores de Düllmen a las principales cancillerías europeas y a los grandes centros de Teología, no es de extrañar que llegara también a los más exclusivos salones literarios de Berlín, donde brillaba con luz propia Clemens Brentano.

El factor Brentano

Cuando, tras mucho resistirse, y ante la insistencia de su hermano Christian, Clemens Brentano fue por fin a visitar a Ana Catalina de Emmerick, se produjo en él una suerte de epifanía: aquel era el lugar al que había estado encaminándose sin saberlo desde siempre y su misión en la vida no habría de ser otra ya que la de registrar para la posteridad las visiones de aquella monja, renunciando así a las pompas y circunstancias de una más que prometedora carrera literaria.

Un converso en la cacharrería

Su entrada en la casa donde desde hacía años reposaba la religiosa, sin embargo, fue como la de un elefante en una cacharrería. Que una cosa era su súbita conversión al catolicismo, de cuya sinceridad nadie dudaba, y otra que dicha conversión llevase consigo un perfeccionamiento total y automático de su carácter. Con el ardor propio del converso que no se detiene en barras, como si así pretendiera recuperar el tiempo perdido, Brentano quiso a Emmerick para sí y solo para sí, y cualquier persona o cosa, ya fueran su médico, su director espiritual, sus amigos, sus ratos de oración, sus labores de caridad, lo que fuera, en fin, que se interpusiera entre la mística y él y la misión que a sí mismo se había encomendado, habría de saber de las iras de tan enérgico caballero.

El noble oficio de amanuense

Cómo soportó Emmerick durante tantos años, ayuna de fuerzas como estaba, un carácter tan avasallador como el de Brentano solo se explica por razones de orden sobrenatural: la primera, la oportunidad que vio de ejercer con él, más todavía de lo que ya lo hacía con los demás, la caridad cristina; la segunda, por obediencia debida a la superioridad, la cual había considerado oportuno que las visiones se pusieran negro sobre blanco, para no habitar así durante siglos en la siempre modulable tradición oral. La cosa es que Brentano no se limitó al noble oficio de amanuense, sino que, escritor como era, dotó de contexto cuanto le contaba la monjita, dándole a todo un orden narrativo, y permitiéndose quizás alguna licencia menor en este pasaje o aquel, que para eso estaba inscrito el hombre en la escuela romántica. La que liaste, Clemens, la que liaste.

Ana Catalina en los altares

Sostiene José María Sánchez de Toca, el gran introductor de Emmerick en España, diga lo que diga su modestia, que si los católicos no se creen los artículos del Credo, difícilmente iban a creerse entonces la fenomenal historia de la monja de Düllmen. Lo dice, por cierto, con su finísimo humor, y al hilo del proceso de beatificación de nuestra protagonista. Porque Ana Catalina de Emmerick fue beatificada. Sucedió en 3 de octubre de 2004, siendo obispo de Roma Karol Wojtyla. Aquel día, volvió a quedar claro que los procesos de beatificación y canonización en modo alguno suponen un juicio sobre fenómeno sobrenatural alguno, sino que son, más bien, el reconocimiento oficial por parte de la Iglesia de la santidad de vida de uno de sus hijos, siendo tales fenómenos, en todo caso, el refrendo de unas virtudes ejemplares.

Literatura no es sinónimo de fantasía

Quiere decir lo anterior que para declarar la beatitud de Emmerick no fueron determinantes ni sus estigmas, ni sus éxtasis, ni sus inedias, ni sus visiones. De hecho, estas últimas fueron excluidas del proceso en fecha tan temprana como el 17 de mayo de 1927. La razón, cargada de lógica, era que los escritos de Brentano no podían considerarse la transcripción literal de lo que la religiosa le había contado. Lo cual no significa que se tratasen de una fantasía. De lo contrario, ¿cómo explicar el asombroso hallazgo de la casa de la Virgen en Éfeso en 1891? Y aquí retomamos con el principio de esta historia.

Rosario obsequio del Papa Benedicto XVI durante su visita a la casa de la Virgen en Éfeso el 29 de noviembre de 2006.

La visita de tres papas

Tan pronto tuvo noticia del descubrimiento, monseñor Timoni, arzobispo de Esmirna, ordenó la creación de una comisión multidisciplinar, la cual, con fecha 1 de diciembre de 1892, firmó un acta señalando la coincidencia, sin lugar a dudas, entre la descripción atribuida a Emmerick y las ruinas encontradas. Por si esto fuera poco sorprendente, tiempo después, unas excavaciones desenterrarían los cimientos de una casita edificada entre los siglos I y II de nuestra era, y cuyo plano correspondía a la descripción de Ana Catalina de la vivienda de María en Éfeso. Cómo no terminar declarando el lugar santuario mariano, el santuario de Meryem Ana (la Casa de María), y cómo no ser el mismo destino de millones de peregrinos de entonces acá, entre ellos, y para conjurar cualquier sospecha, tres papas de Roma: Montini en 1967, Wojtyla en 1979 y Ratzinger en 2006.

Gonzalo Altozano, en webcatolicodejavier.org/

Mª Dolores Nicolás Muñoz

Dios aúna en sí paternidad y maternidad

Andrés Ollero Tassara

1.- Clericalismo, laicos y creyentes

Personalmente estoy muy agradecido por la formación que he ido recibiendo desde joven. Una de las cosas que me han enseñado es a aborrecer el clericalismo. Como católico, pienso que el clericalismo es un vicio tan lamentable como arraigado. El asunto es complicado porque, si en la teología católica se entiende que la Iglesia es un Cuerpo Místico del que Jesucristo es su cabeza, el clericalismo, en la medida en que reduce a la Iglesia a su jerarquía, al clero, genera una especie de cuerpo truncado. Sin duda es indispensable y positivo el papel de la jerarquía eclesiástica y del clero; puede conseguir que ese cuerpo mantenga vivo el corazón. Pero me temo que así no consigue que se convierta en semoviente; o sea, que ande. A la hora de la verdad, los que más tienen que hacer andar ese cuerpo son los laicos; me temo que en eso andamos mal, por ambas partes. Hay clérigos que no logran entender a los laicos y hay laicos ─quizás cada vez menos─ a los que al parecer, en el fondo, les encantaría ser clérigos. Es una situación un tanto rara. Curas que aspiran a mangonear en todo lo que haya alrededor. Esto, la verdad, fue más acusado en los años sesenta: el cura obrero, el cura líder sindical... Siempre que había algún asunto que organizar, al parecer lo tenía que organizar el cura. Por otra parte, algunos seglares parecen soñar con que les dejen ser semi-curas. Les encanta estar en el presbiterio e incluso acompañan al cura en sus oraciones cuando no toca... Una especie de nostalgia por parte del seglar.

Ese es un aspecto del problema. Por otra parte, yo me siento personalmente expropiado cuando, para ser laico parece que uno esté obligado a comportarse como si fuera no creyente. Esa identificación se ha dado en el ámbito cultural en Italia, donde hay que elegir entre ser católico o laico; algunos juegan a imponer en España lo mismo. En Italia, quizás por la presencia de la Santa Sede, la actividad pública de los católicos es muy visible; parecen mucho más inclinados a dar la cara que en España. En Italia ante ciertos problemas ha sido habitual convocar referendos, que los católicos han ganado o han perdido. Aquí no se le pregunta a nadie nada; se hace lo que quiera el que manda y se acabó. Que para ser considerado laico uno esté obligado a comportarse como si no fuera creyente, no lo acabo de entender.

La ley natural contiene principios y exigencias éticas accesibles a la razón; por tanto no es preciso tener fe para conocerlas. Para asumir que no se puede matar a un ser humano no hace falta tener fe. Simplemente, dándole un poco juego a la razón ya se entiende; pero a veces somos un poco irracionales. Ha llegado a plantearse un recurso de amparo de una señora que quedó embarazada y le dijeron que el feto tenía unas malformaciones insuperables y que incluso era previsible que muriera antes de nacer; lo mejor era que abortara. Ella dijo que no; tenía sus ideas y como el niño naciera sería bien recibido. En efecto el niño nació muerto y ella se dispuso a enterrarlo. No fue posible. Según su peso, el derecho administrativo en vigor lo considerará un niño prematuramente fallecido o un mero residuo biológico que debe ser incinerado (como ocurre si a alguien le amputan el brazo). Habrá que dilucidar si ha podido vulnerarse su libertad religiosa e incluso su derecho a la intimidad. Parece un tanto absurdo que a una madre, que lo desea, no le permitan enterrar a su hijo, por muy muerto que haya nacido. Para plantearse esa duda no hace falta creer en nada; quizá el mero sentido común pudiera contribuir a despejarla.

No considero, por ejemplo, que haya una bioética cristiana. Como soy laico, mi bioética es indudablemente laica. No sé por qué no iba a serlo; no me dedico a fundamentar mi bioética en argumentos de autoridad o de dogma; la baso simplemente en razonamientos, como tantos otros.

Me parece muy positivo cómo el Tribunal Constitucional Español ha abordado ésta cuestión, al menos hasta ahora, en la jurisprudencia acumulada. Curiosamente en una sentencia en la que no parecía venir a cuento del todo; relativa a la popularmente conocida como secta Moon, es decir, a la Iglesia de la Unificación. Le habían negado la inscripción en el Registro de Entidades Religiosas, por entender que se trataba en realidad de una secta. Había un informe del Parlamento Europeo muy negativo, que la acusaba de programar mentalmente a sus adeptos, pero el Tribunal Constitucional entendió que no estaba debidamente probado y autorizó que la incluyeran en el registro. Aparte de eso, que era el problema del que se trataba, sentaba doctrina y hablaba del concepto de laicidad positiva. Me parece muy interesante, porque lleva a entender que hay una laicidad negativa, que es la que suele llamarse laicismo: el intento de entender que lo religioso no debe estar presente en el ámbito público. Así como hay espacios libres de humo, quizá por vincular lo religioso al incienso, se pretende establecer que no es bueno que lo religioso se haga presente en el ámbito público... Por otra parte, habrá una laicidad positiva, que veremos en qué podría consistir.

2.- Laicidad: positiva y negativa

Para empezar, quisiera recordar que la laicidad es una novedad cristiana; antes del cristianismo no se concebía. En una primera  etapa  los  que  tenían  autoridad –es decir, auctoritas, que significa prestigio reconocido socialmente– solían ser los ancianos. Estos eran los que gobernaban y a la vez eran considerados sacerdotes. Hay un pasaje muy curioso de nuestra herencia judía; lo encontramos en el Antiguo Testamento, en el segundo libro de Samuel. Se trata de un diálogo muy curioso entre el pueblo israelita y el profeta. Le dicen que, como está ya muy anciano y sus hijos no son como él, les debe dar un rey; como el que tienen las otras naciones. Quieren tener alguien con potestas, que ejerza el poder. Samuel ora a Dios, que le responde: “haz lo que te piden, no te están rechazando a ti, sino a mí, no quieren que yo sea su rey. Explícales… esto es lo que les pasará cuando tengan rey: el rey pondrá a los hijos del pueblo a trabajar en sus carros de guerra, o en su caballería o los hará oficiales de su ejército, a unos los pondrá a cultivar sus tierras y a otros a recoger sus cosechas, o a hacer armas y equipos para sus carros de guerra; ese rey hará que las hijas del pueblo le preparen perfumes, comidas y postres, a ustedes les quitará sus mejores campos y cultivos y les exigirá los tributos… ”.

La potestas pasa a sustituir a la auctoritas, pero enseguida tiende a divinizarse. Como consecuencia no se admitirá una cohabitación entre potestas y auctoritas, que es lo mismo que hoy ocurre con el laicismo. El laicista en España, con una hegemonía notable de una confesión religiosa, no concibe que pueda haber alguien con una autoridad moral que se permita expresar públicamente qué se debe moralmente hacer y qué no. Quien tiene el poder, dirá a través de la ley lo que se debe hacer y lo que no, y punto. Si uno va al Coliseo romano, quienes murieron allí, no fue por ser disidentes políticos, sino porque no estaban dispuestos a adorar al emperador; admitían su potestas, que respetaban, pero no estaban dispuestos a concederles una auctoritas religiosa.

3.- “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”

Es el cristianismo, es Jesucristo, el primero que dice: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”; algo que no se había dicho nunca. Establece que hay que saber distinguir ambos ámbitos. Cuando le preguntan si hay que pagar el tributo, aclarado que es del  César, dirá: págalo.

Es expresión de en qué medida un elemento decisivo dentro del catolicismo será el respeto a la libertad personal y, por tanto, a la autonomía de lo temporal. La Iglesia no tiene una doctrina que pormenorice cómo se resuelven, en concreto, los problemas sociales. Plantea simplemente unos principios, unos criterios; eso es lo que debe hacer su magisterio, difundido por la jerarquía. Tratándose de principios o criterios, por ejemplo sobre la actividad económica, tendrán que ser los laicos católicos expertos en economía los que los conviertan en una realidad practicable; no los curas, que de eso es lógico que no sepan demasiado. Esa autonomía de lo temporal y ese respeto a la libertad parte del convencimiento de que somos co-creadores. El Creador no ha dejado todo hecho hasta el último detalle, sino que se ha limitado a empezarlo; luego, pues aquí estamos... La misión del laico es colaborar creativamente. Todo eso en el marco, como es lógico, de un ecologismo ético. En la Biblia, el paraíso es el no va más de la libertad; pero también en el paraíso había que ser ecologista y por tanto no se podía hacer de todo: el árbol de la ciencia del bien y del mal no se toca. Curiosamente la tentación será la misma de hoy: “seréis como dioses”. Nuestra creatividad está delimitada; como consecuencia, la autonomía de lo temporal no significa que en su ámbito la ética no tenga nada que decir. Tiene sin duda muchísimo que decir y tendrán que concretarlo los ciudadanos, instruidos –en el caso de que sean creyentes– por su jerarquía o por su magisterio. Como cualquier otro ciudadano, lo harán aportando su punto de vista, con ese trasfondo; lo mismo que los otros lo harán con el suyo, porque trasfondo tenemos todos. Mi paisano Machado, en un libro que yo recomiendo siempre –el “Juan de Mairena”– da un buen consejo: "Zapatero, a tu zapato, os dirán. Vosotros preguntad: ¿y cuál es mi zapato? Y para evitar confusiones lamentables, ¿querría usted decirme cuál es el suyo?” En efecto, zapatos tenemos todos...

4.- Crítica al cristianismo

No le han faltado críticas al cristianismo. Feuerbach, en su libro “La Esencia del cristianismo” de 1848, indica que no es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que es el hombre, en un intento cobarde y apocado de superar sus miedos y limitaciones, el que ha creado una imagen a la que llama Dios, para superarlos. De ahí que cuanto más engrandece el hombre a Dios, más se empobrece a sí mismo. La izquierda hegeliana consolidará ese planteamiento que en el fondo alimenta, de manera más o menos consciente, al laicismo actual. La religión en la vida pública no pinta nada; incluso no sólo no pinta nada, sino que estorba y es perturbadora.

Curiosamente el último documento que ha publicado la Comisión Teológica Internacional de la Iglesia Católica (en 2014) tiene un título que puede dejar asombrado, porque habla de la realidad trinitaria y de la relación entre religión y violencia. Sale al paso de autores que abordan la cuestión desde una perspectiva particularmente anti-religiosa. Para ellos, el monoteísmo lleva inevitablemente a un fundamentalismo que deriva hacia la violencia. De ahí que se ofrezca una argumentación teológica de por qué eso no es así. Si se parte de la idea de que negar a Dios es obligado para ser realmente humanos, evidentemente la consecuencia socio-política sería fácil. Recuerdo un chiste de Chumy Chúmez; dibujaba frecuentemente a un señor con chistera, que se suponía que era el poderoso, el capitalista, etc. y otro con boina. En uno de sus dibujos el de la chistera le decía al de la boina: “Y no olvides que hay que dar al César lo que es del César”. El otro respondía: “Sí, don César”... Me pareció muy laicista. Si el asunto se plantea así, mal andamos. Pienso que de ahí no saldrá nada positivo.

5. Laicidad y ley natural: cognitivismo ético

En el fondo la laicidad hay que vincularla, inevitablemente, a lo que los clásicos llamaron ley natural; o sea, a lo que de manera más técnica llamaríamos cognitivismo ético. Implica admitir que hay exigencias éticas con una realidad objetiva, racionalmente cognoscible; no expresan simplemente un elemento volitivo, emocional o sentimental, que tiene que ver con lo que uno quiera o desee y no con lo que uno pueda conocer racionalmente. Cuando la ley natural era compartida, de manera general, cumplía una función muy eficaz. En lo relativo a la relación entre religión y violencia, ayudó a superar en Europa las guerras de religión; el derecho natural sirvió de fundamento a un novedoso derecho internacional. El laico Grocio defendió lo aprendido de Francisco de Vitoria, que era un fraile. También la configuración del trato con los habitantes del mundo americano se irá basando en una igualdad ius-naturalista. Al margen de las vicisitudes de la historia concreta, Francisco de Vitoria lo tenía muy claro; de ahí su vanguardismo. También si hoy apareciera un selenita habría que plantearse si le afecta o no la Declaración de Derechos Humanos.

El problema es que ha entrado en crisis esa capacidad de encuentro. En la postguerra la querencia fenomenológica convirtió el derecho natural en Natur der Sache (naturaleza de la cosa), pero se estaba hablando de lo mismo: una realidad cognoscible racionalmente, que debe controlar cómo se ejercita del poder. En las constituciones que se promulgan después de la segunda guerra mundial, tras la triste experiencia del Holocausto, se da un giro muy relevante: los derechos no hay  ya que entenderlos en el marco de las leyes, entendiendo por derechos lo que las leyes nos concedan, sino que son las leyes las que deben ser interpretadas en el marco de los derechos. Para eso están los tribunales constitucionales, que dictaminarán que una ley es nula, si vulnera el contenido esencial de un derecho. Por supuesto que eso, sin no se es ius-naturalista, resulta difícilmente inteligible. De todas maneras, todo el mundo parece entenderlo muy bien, porque hoy día resulta más conveniente mostrarse contradictorio que parecer ius-naturalista.

Benedicto XVI ante el Bundestag (2011) dijo una frase que me impresionó, porque yo di mis primeros pasos en la docencia universitaria dando clases de derecho natural, que es como se llamaba entonces la asignatura conocida hoy como Teoría del Derecho. Dijo: “Después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara. En el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que  no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término.”

Esto dicho por un profesor de la categoría de Benedicto XVI, entonces Papa y hoy Papa Emérito, impresiona. Y esto ¿a qué se ha debido? Pienso que a dos factores: en primer lugar, a que nos encontramos con una ley natural cuya interpretación parece monopolizada por representantes de lo sobrenatural. Esto empieza a complicar la cuestión. En la Iglesia católica se entiende que la jerarquía, el magisterio, es intérprete auténtico de la ley natural; no la inventa ni la crea, pero fija su interpretación adecuada. Esto produce un solapamiento de lo natural y lo sobrenatural que genera cierta complicación. Si la ley natural parece elevarse más allá de lo natural, mal asunto. Por ejemplo, puede invitar al ciudadano a pensar que “no matar” es un precepto moral muy importante; que “no robar” es un precepto moral muy importante; “no mentir” sería otro precepto moral de importancia. Todos tan importantes moralmente como para que el derecho deba apoyar coactivamente su observancia práctica. Eso no lo veo tan claro. El hecho de que en el Sinaí se hablara de “no matar”, no quiere decir que se enunciara un precepto moral; se trataba de un precepto jurídico-natural. La moral nos invita a unas exigencias maximalistas que nos lleven a la perfección. El derecho, por el contrario, expresa un mínimo ético, indispensable para que podamos convivir. El “no matar” no es un maximalismo moral sino que pertenece a ese mínimo ético; no es un maximalismo ético de no se sabe qué religión, sino un mínimo ético para que todos mantengamos la cabeza en su sitio. Lo que ocurre es que, aparte de expresar un mínimo ético, es indispensable para convivir; esto es lo que genera una obligación moral. A nadie puede extrañar que todo maximalismo ético comience por respetar el mínimo ético. El precepto no es jurídico porque sea muy relevante moralmente; se ve acompañado por una obligación moral como consecuencia de su importancia jurídica; porque sin respetarlo no  se puede convivir y estamos moralmente obligados a convivir con los demás.

Situado en esta confusión, el católico radical exige que sea la jerarquía la que dé la cara cuando la ley natural sea cuestionada; se queja de que el obispo no habla, el obispo no dice; el obispo o el Papa... Se refugia en un puro clientelismo. Por otra parte, cuando la jerarquía cumple su obligación, que es instruir a sus fieles, nunca faltan otros ciudadanos que los acusan de estar practicando un intrusismo político, al ocuparse de algo más que de decir misa.

Añadamos a esto que se ha secularizado el fundamento de la dignidad humana. El mismo Grocio ya plantea que habría que obedecer al derecho natural, aunque Dios no existiera... De ahí pasamos a un decaimiento de la Ilustración, de la Aufklärung, que es lo que preocupa tanto a Habermas como a Ratzinger; por eso se pusieron de acuerdo con tanta facilidad en algunos aspectos. El problema es hoy en día que no parece haber nadie capaz de fundamentar racionalmente la dignidad humana. No es pequeño problema. La dignidad humana se ha convertido en un concepto vacío; algo que no significa nada. No es de extrañar que se soliciten derechos para los animales; si más de uno acaba tratando a su pareja como a un animal de compañía, o a los hijos (deseados, por supuesto) como si fueran su mascota. Pretender desde tal planteamiento que los animales tengan derechos, me parece un alarde de coherencia.

6.- Pretendida neutralidad del laicismo

El laicista suele erigirse en paladín de una presunta neutralidad. Nos habla de un ámbito –al que llama ética pública– que todos debemos compartir. No tendría nada que ver con la religión,  que sería un capricho privado; cada uno en su casa que practique la que quiera. A esto es a lo que llamo nacional-laicismo, porque se alimenta de los complejos derivados de la condena del nacional-catolicismo franquista. De ahí surge la expulsión de lo religioso del ámbito público, e incluso actitudes inquisitoriales claramente antidemocráticas, como indica nuestra Constitución. Quizá su epígrafe menos conocido sea el artículo 16.2: “Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. No es raro que en el debate público, si alguien propone que la vida del no nacido debe ser respetada, le repliquen: “eso lo dirá usted porque es católico”. De acuerdo con el citado epígrafe a nadie le importa si yo soy católico o no. Si yo utilizara un argumento religioso, sería lógico que se considerara que no viene a cuento; pero, si no lo utilizo nadie puede descalificarme por el hecho de ser creyente. Eso sería una clara discriminación por razón de religión, opuesta al artículo 14.

7.- Tres autores no-católicos

He escogido tres autores, ninguno de ellos católico, para ver cómo intentan solucionar estas cuestiones.

John Rawls se convirtió en máximo exponente de la ética y filosofía política norteamericanas. No es nada laicista, ya que muestra mucho sentido común. Lo que no comparte son planteamientos metafísicos, incluida la ley natural en su versión clásica. Entiende que hemos de fundamentar nuestros planteamientos éticos en un consenso solapado, en el sentido de entrecruzado. Debemos armonizar lo que él llama doctrinas comprehensivas, o sea, visiones globales de la realidad y de la existencia humana, concepciones del mundo. Es preciso entrecruzarlas y tejer un consenso cuyo resultado sería la razón pública. ¿Quién es el intérprete de la razón pública?, ¿el Arzobispo de New York?: no. Para él, el intérprete de la razón pública será en su país el Tribunal Constitucional, o sea, el Tribunal Supremo. Las religiones en Norteamérica son muchas; no es como aquí, que hablar de religión es hablar de determinados obispos, siempre los mismos. Aportarán a ese consenso elementos de su ética comprehensiva y enriquecerán así la razón pública. Considera pues que expulsar lo religioso del ámbito público es empobrecer la vida social. Para él, es imposible entender a Martin Luther King y su lucha por los derechos humanos, si le obligáramos a prescindir de su religión; era precisamente el motor de sus sueños. Ser creyente no le impedía hacer uso de argumentos perfectamente compartibles por cualquiera con dos dedos de frente.

Rawls, aunque rechaza lo que llama el celo por la verdad absoluta, lo que rehúye es que una única concepción del mundo domine en toda la sociedad. Defiende la primacía de la consensuada “razón pública”, a la vez que considera que la existencia de un magisterio eclesiástico en una democracia es algo de lo más normal, que cualquiera que tenga razón, pública o privada, entiende fácilmente. “Cualesquiera que sean las ideas comprehensivas, religiosas, filosóficas o morales,...”; porque él trata por igual esas tres fuentes. Igual de absurdo sería desterrar la religión de lo público como desterrar la filosofía. No tiene sentido que si alguien afirma “creo que esto habría que resolverlo así”, se le puede alegar “es que usted es filósofo”...

“Las ideas comprehensivas, religiosas, filosóficas o morales que tengamos, todas son aceptadas libremente, políticamente hablando, pues dada la libertad de culto y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos” [1]. Si un ciudadano quiere asumir una doctrina, ¿cómo se le va a negar esa libertad? ¿Va a tener que imponerse la doctrina de usted?...

En el caso de Jürgen Habermas lo que abordará es si las confesiones religiosas pueden aportar razones al debate público. Puede sorprender esta postura. Leí por primera vez a Habermas en 1970 en Alemania, cuando suscribía una teoría crítica marxista. Defendía la necesidad de teorizar movidos por un interés directivo del conocimiento emancipador. Habermas se encuentra ahora ante una sociedad con un déficit ético notable, totalmente economicista. Como era y sigue siendo anticapitalista, parece convencido de que de Wall Street no va a venir la solución de este problema. Aun siendo agnóstico, tiene la esperanza de que sean las religiones las que aporten los necesarios elementos al debate público; para superar, por ejemplo, la legitimación de la eugenesia. Afirma que la posibilidad de elegir el sexo del hijo es una postura antiética por definición. El diagnóstico pre-implantatorio le parece aún más éticamente rechazable que el aborto porque, partiendo de la igualdad de todos los seres humanos, no admite que alguien pueda planificar a otro... El problema no es solo que  se estén vulnerando los derechos del otro sino que se está traicionando nuestra auto-conciencia ética como seres humanos; no se trata de que no se respete la dignidad del feto, es que no respetaríamos la nuestra.

Se muestra muy crítico ante el laicismo. Plantea en qué medida los creyentes están siendo discriminados. Hasta ahora a los únicos a los que el Estado liberal ha exigido dividir su identidad en privada y pública, ha sido a los ciudadanos creyentes. Son ellos los que tienen que aprender a traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular, si aspiran a que sus argumentos encuentren una aprobación mayoritaria; mientras, los agnósticos no tienen que aprender nada. El estado liberal incurre así en una contradicción cuando imputa a todos los ciudadanos un ethos político, que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos. La institucionalización de la traducibilidad de las razones religiosas (usted tiene que traducir eso para que yo lo pueda entender) convive con la primacía institucional concedida a las razones de los agnósticos sobre las religiosas. Se exige a los ciudadanos creyentes un esfuerzo de aprendizaje y adaptación que se ahorran los ciudadanos agnósticos. ¿Cuál es su solución?: que aprendan unos y otros. Cuando Benedicto XVI va a Regensburg, olvidándose de que ya no es Profesor sino Papa, deja entrever que a la Iglesia Católica le ha costado siglos estar en condiciones de dialogar con la modernidad, mientras los islámicos lo tienen difícil; no asumen la ley natural y por tanto les resultará complicado ese diálogo, al no contar con un campo racional que les sirva  de punto de encuentro.

Mientras él decía esto, Habermas sugiere que también a los agnósticos les queda una tarea pendiente: tienen que hacerse a la idea de que ellos deben a su vez aprender a dialogar con los creyentes. No cabe entender como algo natural y sobreentendido que los ciudadanos agnósticos saben que viven ya en una sociedad post-secular y han superado el laicismo. Todos somos iguales y hay que compartir argumentos. Ajustar sus actitudes epistémicas a la persistencia de comunidades religiosas, requiere un cambio de mentalidad no menos cognitivamente exigente, para los agnósticos, que la adaptación de la conciencia religiosa a los desafíos de un entorno que se seculariza cada vez más. Con arreglo a los criterios de la Ilustración, los ciudadanos agnósticos han de comprender su falta de coincidencia con las concepciones religiosas, como un desacuerdo con el que hay que contar razonablemente [2].

Rechaza en consecuencia todo intento de expulsar a lo religioso del ámbito público. Es preciso dar paso a un doble aprendizaje. No tiene sentido oponer un tipo de razón, la de los agnósticos, a las razones religiosas, en virtud del supuesto de que las razones religiosas provienen de una visión del mundo intrínsecamente irracional. La razón opera en las tradiciones religiosas igual que en cualquier otro ámbito cultural, incluida la ciencia. Afirmará que el criterio de lo verdadero y lo falso no lo fija es la ciencia, sino que esta forma parte de una historia de la razón a la que pertenecen también las religiones. A nivel cognitivo general sólo existe una  y la misma razón humana; los creyentes no son irracionales.

Por último, Ronald Dworkin, desde su individualismo ético mantiene un planteamiento muy distinto de los dos anteriores. Critica a Rawls, en el marco de la polémica de si la mayoría, en una sociedad democrática, puede imponer un determinado modelo ético de concebir la vida, porque le resulte así más fácil desplegar la vida dentro de su concepción  del bien [3]. Va a enfrentarse a lo que considera paternalismo. Consiste en obligar a alguien a hacer algo por su bien; prefiere que de su bien se ocupe cada cual. Lo lleva al extremo porque, como es individualista, llega a defender que en un debate sobre el aborto los varones no tienen nada que decir, hasta que no demuestren haberse quedado embarazados; lo cual hoy por hoy sigue siendo un poco complicado. Esto revela que ha perdido todo sentido de lo social; ante la realidad de que cabe eliminar a seres humanos, a mí me tiene que traer sin cuidado. El que, por ejemplo, casi no haya ya niños con síndrome de Down en España, no es algo que me deba afectar.

Considera que Rawls está influido por algunos filósofos y sociólogos que afirman que sólo se puede llevar una vida verdaderamente deseable en un ambiente de homogeneidad moral, y quizás incluso religiosa; lo que le parece fatal. Su propuesta es establecer una simetría entre lo ético y lo económico. Al igual que el mercado es el resultado de una serie de decisiones individuales, la ética pública debería serlo de actitudes individuales ajenas a normas impuestas. Si establecemos un paralelismo con el entorno ético, tenemos que rechazar la afirmación de que la teoría democrática atribuye a la mayoría el control total de ese entorno. Debemos insistir que en el entorno ético, como en el económico, es producto de decisiones individuales de las personas [4].

Lo complementará con otro detalle, también economicista, al aludir a las externalidades: entre las preferencias que tienen los ciudadanos hay unas personales, que tienen que ver con sus problemas individuales, mientras que hay otro tipo de preferencias, que él rechaza, relativas a cuestiones impersonales [5], que no le afectan directamente, por lo que no deberían tenerse en cuenta.

8.- Conclusión

Soy decidido partidario de una laicidad positiva, ajena a todo clericalismo. El laicismo no es sino clericalismo civil, dicho sea de paso, por lo que acaba convirtiéndose inevitablemente en una confesión religiosa más: incluso con sus ritos cuasi-sacramentales. Pienso que España experimenta en buena medida un laicismo auto-asumido por los propios católicos, por inhibición. Esto convierte al ejercicio del episcopado en deporte de alto riesgo; si el Obispo no habla, sus clericales fieles se lo echarán en cara y si habla peor…

El clericalismo civil, propio del laicismo, ignora derechos fundamentales y, a la hora de la verdad, en vez de situar el derecho fundamental de los ciudadanos a la libertad religiosa en el centro de la cuestión, reduce todo a una relación Iglesia Estado; todo dependerá del concordato de turno entre unos y otros mandamases, que tratan al ciudadano como súbdito o como oveja, lo que puede acabar siendo lo mismo.

Más allá de la mera aconfesionalidad, pienso que la clave de la laicidad positiva está en situar en el centro el derecho fundamental que la Constitución reconoce a todos los ciudadanos. No vendrá mal, por último, distinguir entre los derechos, que tienen fundamento en la justicia, y la tolerancia. Hay quien identifica indebidamente la tolerancia con el regalo de derechos. La justicia consiste en dar a cada uno lo que es suyo, su derecho. La tolerancia consiste en dar a uno lo que no es suyo; algo a lo que no tiene derecho sino mero fruto de la generosidad ajena. Quisiera por eso dejar claro que, como titular de un derecho fundamental (la libertad religiosa), no tolero que me toleren.

Andrés Ollero Tassara, en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   RAWLS, J.: El liberalismo político Barcelona, Crítica, 1996, p.257.

2   HABERMAS, J.: La religión en la esfera pública. Los presupuestos cognitivos para el ‘uso público de la razón’ de los ciudadanos religiosos y seculares en “Entre naturalismo y religión”, Barcelona, Paidós, 2006, p.147.

3   DWORKIN, R.: Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad, Barcelona, Paidós, 2003, p.169, nota 23.

4   DWORKIN, R.: Virtud soberana, op.cit., pág. 234.

5   Ibídem, p.27.

Hugo Emilio Costarelli Brandi

IV.    Vita contemplativa y belleza

Si es cierto que la belleza implica claridad y proporción, y que en el caso de las praxeis ella brota de la presencia ordenadora de la ratio en las potencias, entonces “en la vida contemplativa, que consiste en el acto mismo de la razón, se halla la belleza per se y esencialmente” [69]. Se ha visto que entre las virtudes de la vida activa, la templanza se destaca por adecuar al apetito que más puede desordenar al hombre. Sin embargo, cabe advertir que ella no es el orden humano mismo sino un caso.

Por el contrario, la vita contemplativa es el orden mismo, es intellectus [70], el conocimiento de las cosas en su causa última, la percepción del fin universal de todo ser y desde allí la inteligencia de las relaciones entre todas las cosas [71]. En breve, ella no es la instauración de un tipo o clase de orden sino la visión gozosa del orden mismo, que a su vez es principio de orden para toda otra potencia, y por ello es que se da allí la belleza humana por sí y no sólo dispositivamente [72].

Quizás pudiera pensarse que esta belleza de la vida contemplativa es meramente intelectual, ya que su sentido primero es la tensión “a la contemplación de la verdad” [73]. Tomás, por el contrario, advierte desde el inicio que ese orden implica la totalidad de la persona humana al involucrar tanto al afecto cuanto al intelecto. Hay que recordar que la vida activa es por la contemplativa [74], pues una dispone a la otra [75]. En tal sentido, la vida activa con todos sus afectos está reunida por la contemplativa desde el momento que ésta marca la proporción adecuada habitual entre las acciones y sus fines, unificando así el organismo de las virtudes al dirigirlas a su único y último fin.

Pero además, y de un modo más radical, la vida contemplativa nace del deseo, en cuanto ella quiere contemplar. El Aquinate lo explica del siguiente modo: “la vida contemplativa, en cuanto a la misma esencia de la acción pertenece al intelecto, pero en cuanto a lo que mueve a ejercer tal operación pertenece a la voluntad que mueve al intelecto y a todas las demás potencias a su acto” [76]. La vida contemplativa no es el acto de una potencia, es por el contrario la vida de un ser completo, y en tal sentido la doble dimensión de la vida humana, el conocer y el querer, se hallan presentes: no se puede concebir un ver que no quiera o un querer que no vea. La esencia de la vida contemplativa es un ver amante [77], o como afirma Pieper: “es un mirar que se despliega a partir de la inclinación amorosa y positiva, de modo que sólo así se puede formular de manera plena, sin mengua alguna, un sentido de la contemplación con pretensiones de ser conceptualmente completo” [78].

Tomás subraya aún más este aspecto al traer las palabras de Agustín quien habla de la caritas veritatis: “la vida contemplativa pertenece directa e inmediatamente al amor de Dios; en efecto, dice Agustín en el libro XIX, (19) de su De Civitate Dei que la caridad de la verdad, es decir de las cosas divinas, busca el santo ocio, es decir el que pertenece a la vida contemplativa” [79]. La contemplación como tal conlleva el deseo de Dios, implica al más alto de los amores, a la caridad, como aquella que ordena los deseos humanos dirigiéndolos al único y verdadero fin [80], es decir, a la contemplación de Dios. Y esta pertenencia de la vida contemplativa al amor sobrenatural trae nuevamente la atención al tema de la belleza.

En efecto, el Angélico advierte que “Gregorio funda la vida contemplativa en la caridad de Dios en cuanto alguien, a partir del amor de Dios se inflama para contemplar su belleza”  [81]. Esta última afirmación es llamativa. En el texto anterior, la caridad aparecía como motor de la tensión a la verdad; ahora también se torna en motor de la contemplación pero asociada a la belleza. Lo que el Aquínate parece subrayar con estas indicaciones es la unidad de la experiencia contemplativa donde ninguna dimensión entitativa queda relegada: el bien mueve a ver lo verdadero y al gozo de la visión de lo bello; y esto es posible gracias al orden generado por la caridad, que al informar a todas las otras virtudes pone belleza en el alma y con ello habilita la percepción y el deseo de bellezas aún mayores.

En efecto, esta dinámica de la vida contemplativa que nace del amor, se prolonga en un ver que augura amores más intensos. Tomás así lo indica al referirse a la unidad de la vida contemplativa: “[...] pues alguien se deleita en la visión de la cosa amada, y la misma delectación de la cosa vista [ipsa delectatio rei visae] excita aún más el amor” [82]. El texto vuelve –aunque de un modo no tan evidente– sobre la unidad de la experiencia de los trascendentales del ente en solidaria armonía con la plenitud humana: en primer lugar se destaca la visio intelectual que refiere al verum; luego, se menciona la delectatio rei visae –que parece remitir sin más al quae visa placent advertido al inicio de este trabajo– destacando así la presencia del pulchrum como aquel que inflama el amor, lo que remite en definitiva al bonum. En conclusión, la sinergia dinámica de la vida contemplativa, guiada por la caridad, transitando los trascendentales desde el ente hasta el Ente, redime la creación –según el mandato del Génesis [83]– al pronunciarla desde la experiencia humana como verdad-belleza-bien.

Ahora bien, este camino pulchrificante de la vida contemplativa supone en su término a la misma visio beatifica Dei; sin embargo, en su devenir implica diversas instancias de belleza que como escalones aproximan y colaboran dispositivamente. Tomás resume esta idea en un precioso texto:

[...] por esto, a partir de lo dicho, queda claro que en un cierto orden pertenecen a la vida contemplativa cuatro cosas: primero sin duda las virtudes morales, en segundo lugar, los otros actos distintos de la contemplación, en tercer lugar la contemplación de los divinos efectos y por último el que completa [los anteriores] es la misma contemplación de Verdad Divina [84].

Como ya se ha dicho, el ordenamiento de las virtudes morales es un paso dispositivo esencial para la contemplación; es, si se quiere, una primera instancia de belleza. Este primer estadio habilita la posibilidad de otras acciones intelectuales que colaboran también a la contemplación, como ser la captación de los primeros principios y la deducción de las verdades contenidas en esos prima [85]. Nuevamente aflora la belleza de este theoreïn que se caracteriza por la visión y aplicación a diversos aspectos del orden total.

Ahora bien, todo este proceso pulchrificante va preparando y disponiendo contemporáneamente la percepción y gozo de mayores bellezas. Es en este punto donde el universo comienza a ser escuchado, donde el Lógos presente en las cosas encuentra eco en el alma humana dispuesta. Es por ello que la contemplación de los efectos divinos se hace posible, cumpliéndose las palabras de San Pablo: “lo invisible de Dios desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” [86]. Por último, lo que pone el verdadero sentido a todo el movimiento es la misma contemplación de la Verdad Divina.

Sobre esto último, Tomás es muy claro. Advierte que la contemplación de esa Verdad sólo es posible de modo pleno en la Visión Beatífica [87], y que en esta vida “nos compete de un modo imperfecto, es decir, por medio de un espejo y como en enigma, haciéndosenos por esto una especie de incoación de la beatitud” [88]. Lo bello, pleno en la Visión, se presenta al viator como algo evidente y a la vez oscuro, como una plenitud que se esconde, o mejor, como algo demasiado luminoso para que nuestros ojos puedan verlo pero a la vez muy evidente como para negarlo. Es por ello que muchos han visto en ello la estructura propia de la esperanza, ya que en la contemplación posible a esta vida “no vemos o participamos de una consecución, sino de una promesa” [89].

Con todo, se debe advertir que esa contemplación, perfecta o imperfecta, opera la unidad total: ella es la que unifica la vida humana, sea en sí, sea en su relación con las cosas o con Dios. En tal sentido el Angélico destaca que “[el alma] hecha uniforme de un modo unitario, es decir integrada, con las virtudes unidas es conducida a lo Bello y a lo Bueno” [90].

Es por ello que la belleza máxima, en última instancia, se da en la felicidad. En efecto, todo el organismo de las virtudes tiene sentido por la felicidad, a la que corresponde de un modo más esencial la contemplación: “la felicidad consiste más principalmente en la vida contemplativa que en la activa” [91]. Las virtudes morales colaboran a la felicidad, de modo que la integran pero no en cuanto al acto mismo sino sólo como dispositivas. Por el contrario, el obrar mismo de la vida contemplativa es la felicidad y por ello es la máxima de las bellezas posibles: “Como la felicidad consiste en las operaciones de las virtudes se sigue que la felicidad es lo mejor, lo más bello y más deleitable” [92]. Esto sucede porque en ella se da la mayor de las armonías posibles, es decir, donde todo el orden generado por las virtudes morales se prolonga en el acto humano por excelencia, la visión, que en enigmas en esta vida y plena en el status comprehensoris esplende claridad al pronunciar lo que cada hombre debía ser.

V.           Gratia non tollit naturam, sed perficit

Cuando en el apartado anterior se indicaba, a propósito de la vida contemplativa, que su belleza –basada en el orden de la razón– en última instancia no era otra cosa más que el acto mismo de la felicidad –entendiendo en ello el obrar completo del organismo de las virtudes en miras de la visión amorosa de la verdad–, no se destacó de manera explícita uno de los puntos centrales de la vida moral cristiana que ahora conviene subrayar.

Es común que la lectura de la Ética Nicomaquea asombre por su claridad y practicabilidad. En especial, el primer libro consagrado a la felicidad, ofrece una mirada prolija y racional sobre lo que aquella es y cómo puede ser alcanzada. Sin embargo, al poner el acento en la práxis humana suele pasarse por alto un texto de gran importancia donde el Estagirita analiza la causa de la que procede la felicidad. En efecto, ella parece venir del aprendizaje y del ejercicio, pero hay una causa más alta aún que conviene destacar: “Pues si hay alguna otra dádiva que los hombres reciban de los dioses, es razonable pensar que la felicidad sea un don de los dioses, especialmente por ser la mejor de las cosas humanas” [93].

Tomás comenta dicho texto indicando que “es razonable que la felicidad sea un don del Dios supremo, ya que ella es lo óptimo entre los bienes humanos” [94]. Tanto la continuidad cuanto la diferencia de tono en las palabras de Tomás son llamativas. El Estagirita atina con su afirmación sobre la necesidad de que la causa de la felicidad sean principalmente los dioses; sin embargo, es claro que para el Aquinate esa causa es el Dios Trinitario mismo que en su donación inhabita el alma humana.

Desde la mirada cristiana, la felicidad ya no es sólo el ejercicio de la virtud sino la visio beatifica, que se inicia de modo imperfecto en esta vida mediante la inhabitación Trinitaria. Es sobre este supuesto que Tomás plantea la necesidad de un hábito que disponga dicho morar, y es en este punto donde la gracia cobra importancia: “[...] por medio de la gracia gratum faciens toda la Trinidad inhabita la mens según aquello de Jn 14, 23: A él vendremos y haremos morada junto a él” [95].

En el apartado anterior se advirtió que la caridad es la raíz de la vida contemplativa y con ello de su belleza. Sin embargo, este hábito sobrenatural es imposible sin la gracia ya que dadas las consecuencias del pecado original el hombre “sigue el bien propio si no es sanado por la gracia” [96]. Las consecuencias de aquella falta primera son tan extensas que Tomás afirma que ni la volición, ni la realización del verdadero bien [97], ni el cumplimiento de la ley natural [98] y mucho menos el conseguir la vida eterna [99], son acciones que estén al alcance de la natura caída. En breve, la necesidad de la gracia es total.

Ahora bien, conviene notar que “la misma luz de la gracia, que es una participación de la naturaleza divina, es algo anterior a las virtudes infusas, las cuales se derivan de aquella luz y a ella se ordenan” [100]. Esto significa que si hay belleza en la caridad y en las demás virtudes, ello se debe, en última instancia, a la belleza de la gracia: “En efecto, la belleza del alma consiste en su asimilación [assimilatione] a Dios, en miras de Quien debe ser formada [fomari] por medio de la claridad de la gracia [claritas gratiae] recibida de Él” [101].

El texto es de una exquisita densidad. En primer lugar, se advierte que la particular tarea pulcrificante de la gracia consiste en hacer similar a Dios en cuanto ella tiene el poder de formar. Esto significa que, la participación de la naturaleza divina produce una formación adecuada, una restauración del hombre que eleva su fin a lo sobrenatural y lo capacita para alcanzarlo. En tal sentido, es interesante notar que Tomás habla de forma, no sólo por todas las implicancias metafísicas y morales que tiene, sino también en relación a la belleza, ya que el pulchrum “propiamente pertenece a la razón de la causa formal” [102].

De hecho, lo hermoso será lo formoso o specioso. En segundo lugar, conviene notar también el papel de la claritas –analizado ya como momento de lo bello–. En este caso, la claridad, que pronuncia al hombre en su deber ser, habla de una plenitud iluminante que atendiendo a su Origen, es a la vez plena y plenificadora.

Pero además es preciso subrayar que este nuevo estadio de belleza moral habilita también la percepción de niveles aún más intensos de belleza: “la gracia restaura la belleza al alma humana pero a la vez hace posible una apreciación del bien como belleza [...]. Ella restablece la connaturalidad del bien, que es una condición previa del amor, y restaura la habilidad para percibir, tener deleite en ello, y apropiarse de la claritas o belleza radiante del bien que está presente en las virtudes” [103]. De este modo el hombre que ha sido pulcrificado por la gracia es capaz de consonar con mayores bellezas, o en otras palabras, el hombre virtuoso goza de la virtud de los otros. Mirando desde las virtudes teologales reconoce belleza allí donde otro no la ve o incluso donde podría decirse que hay fealdad [104].

Pero si se indaga aún más en el origen de esta belleza, se llega al seno de la Trinidad. A propósito de la semejanza operada por la gracia, el Aquinate observa que “el hombre es asimilado al esplendor del Hijo Eterno por medio de la claridad de la gracia [gratiae claritatem], que se atribuye al Espíritu Santo. Por ello, aún cuando la adopción es común a toda la Trinidad, se apropia sin embargo al Padre como autor, al Hijo como ejemplar y al Espíritu Santo como al que imprime en nosotros la similitud de su ejemplar” [105].

Las expresiones iniciales de este trabajo donde se afirmaba que la belleza del alma estaba vinculada a la proporción y claridad de la razón, encuentran aquí el punto conclusivo más elevado que pueda pensarse: la gracia, esa filiación divina que adelanta incoativamente la Bienaventuranza, responde a una actividad de Dios que se dona. El hombre es asimilado, y con ello aparece en él la posibilidad de todo otro orden que, como cascadas de luz, desciende hasta la sensibilidad misma. Brevemente, la Belleza Fontal, la Trinidad inhabitante, es la raíz última de cualquier decoro humano posible [106].

VI.         Conclusión

El recorrido planteado en el presente trabajo ha intentado evidenciar un itinerarium pulchri que manifieste algunos lugares metafísicos donde Tomás subraya la presencia de lo bello, especialmente en aquellos planos que no gozan de gran visibilidad como son los que integran la llamada belleza moral. En tal sentido, este camino se inició destacando la belleza del agere proporcionado según la ratio que esplende en claritas, para luego abordar aquella que pertenece a las virtudes tanto de la vida activa cuanto de la contemplativa. Por último, se destacó cómo Dios mismo es el Principio y Fin último de ese recorrido sea como Belleza Pura, sea como participación en el alma del justo.

Ahora bien, para concluir conviene advertir sobre lo dicho, dos cosas. En primer lugar, quisiera subrayar las particulares condiciones en las que Tomás ha planteado esta belleza moral. Los textos analizados en el presente trabajo siempre han seguido una misma línea argumentativa: la proportio de las potencias entre sí y de éstas con su fin, es decir la presencia de una ratio habitual que esplende en claritas la perfección humana, constituye el dispositivo lógico recurrente que transita el fondo de toda afirmación sobre la belleza de la vida moral [107]. Sin embargo, como se advirtió en la introducción, estas dos dimensiones del pulchrum que lo revelan, responden a un núcleo más radical que las fundamenta. Es aquí donde es preciso volver al quae visa placent tomasino como verdadera expresión que dice lo bello en su diferencia del bien. El intelecto, como capacidad humana que imagina al Creador, gozando en la visión del orden pronuncia lo bello de un modo existencial. Al placerse en lo visto no hace otra cosa más que celebrar al ente en su dimensión bella, y con esto reconoce todas las otras facetas donde el pulchrum se expresa, como son la integridad, la proporción y la claridad.

En efecto, esas dimensiones de lo bello no son sino sus manifestaciones: si la voluntad es perfeccionada por la caridad, por ejemplo, ese nuevo pondus que la regula es ella misma en plenitud. Dicho en otras palabras, la caridad bella esplende en orden, o mejor, la belleza de la caridad se expande en orden y armonía que el gozo del ver reconoce. Por ello, quien es virtuoso puede percibir esa belleza en el quae visa placent, pues la experiencia humana del pulchrum, es en última instancia el reconocimiento gozoso de una realidad misma, no de una dimensión suya, y que como tal –y en última instancia– remite a ese Ente que posibilita toda otra belleza, sea en el plano ontológico, sea en el plano moral.

Por ello, si se busca la explicación última de este orden moral bello, se arriba a la donación Divina que, asimilando al alma humana, pone la medida habitual en todas las potencias. En Dios no puede haber proporción, al menos si se la piensa como una multiplicidad de partes ordenadas; sin embargo, Él sí es ratio y proporción para todo lo demás. [108] Pero dicha proporción resulta en la pulcrificación del alma por Su presencia; y es el hombre mismo quien esplende, pronunciando así en el mismo obrar, como cascadas de luz, aquella Belleza que siempre era.

En segundo lugar, quisiera notar también que el recorrido propuesto por los textos tomasinos permite afirmar que quien realiza el ideal de belleza humana es, en el status comprehensoris, el bienaventurado y en el status viatoris, el justo. En efecto, la Visio Beatifica conlleva la actualización humana plena, su ordenamiento máximo en torno al gozo vidente de Dios, y con ello el máximo esplendor posible a cada hombre.

Por otra parte el viator, bonificado por la gracia en esta vida, se torna un caso particular de belleza donde todas las demás son reunidas. En el cuarto apartado de este trabajo, se indicaba el camino ascendente que sigue la vida contemplativa al reconocer los vestigia pulchri como instancias de la belleza total; pero con ello se subrayaba también la imprescindible necesidad de purificar la mirada por medio de las virtudes, pues sin ello se podía malograr al pulchrum reduciéndolo a una mera forma inmanente.

Dostoievsky había insistido en este punto cuando por boca del príncipe Mischkin afirmaba: “Por la belleza es difícil juzgar; yo aún no estoy preparado. La belleza es un enigma” [109]. Se ha recordado en este trabajo el papel que tiene la gracia respecto de la salvación y cómo sin su auxilio las acciones humanas buenas pueden no llegar a realizarse o al menos a carecer del mérito conveniente al orden sobrenatural. Es por ello que la belleza, incluso en la exquisita escala que recorre la phýsis y la moral, puede frustrarse tornándose en ocasión de caída pues, como advierte Agustín, “la filocalia, [...está...] destronada de su cielo por el apego al placer y [permanece] encerrada en la espelunca del vulgo” [110]. La mirada vulgar, es decir la que no ha sido elevada por la gracia, tiende a cerrar el sentido de la belleza reduciéndolo al placer sensible complicando así su posibilidad redentora: “cuando uno ama la belleza en las cosas del sentido, mucho más que la belleza de la sabiduría, ella (filocalia) queda cautiva en una trampa y es capturada por el objeto de su amor” [111].

Esta ambigüedad es lo que deja perplejo a Dostoievsky. El mismo Platón lo había advertido también en el Fedro al subrayar que lo bello atrae y como tal tiene una faceta que puede ser mal entendida por el hombre cuando éste pretende poseer lo que sólo ha nacido para ser gozado en la visión [112]. Como afirma Guardini: “Después, empero, que sobrevino el pecado, asumió asimismo la belleza el poder de seducir” [113].

Por ello se ha insistido más arriba en que lo bello es justipreciado por quien ha sido embellecido por la gracia. Es la mirada renovada por la participación en la naturaleza Divina la que pulcrifica los ojos haciéndolos aptos para reconocer la verdadera belleza. Es allí, entonces, donde aquella deja de ser enigmática y, saneada, rebrota en la vida del hombre bueno: “la belleza natural es real, aunque frágil. Por eso, en la cima del ser se encuentra la belleza personalizada en un santo que se convierte en el centro hipostasiado de la naturaleza en cuanto «microcosmos» y «microthéos». La naturaleza espera gimiendo que su belleza sea salvada a través del hombre hecho santo” [114].

Por último, conviene señalar cómo la totalidad de la belleza reflejada en el cosmos, redimida en el justo y en el bienaventurado finalmente es pronunciada junto a los coros angélicos en la Visión donde el plan divino, revelándose completo, hablará eternamente de esa Belleza Absoluta que siempre es:

[...] se ha dicho que los coros de los Ainur y los Hijos de Ilúvatar harán ante él una música todavía más grande, después del fin de los días. Entonces los temas de Ilúvatar se tocarán correctamente y tendrán Ser en el momento en que aparezcan, pues todos entenderán entonces plenamente la intención del Único para cada una de las partes, y conocerán la comprensión de los demás, e Ilúvatar pondrá en los pensamientos de ellos el fuego secreto [115].

Hugo Emilio Costarelli Brandi, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

69    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 2 ad 3: “in vita contemplativa, quae consistit in actu rationis, per se et essentialiter invenitur pulchritudo”.

70    Cf. Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, trad. Alberto Pérez Masegosa et al. (Madrid: Rialp, 1998), 301: “contemplación no es un conocer pensante, sino mirante. No corresponde a la ratio, a la felicidad del pensar silogístico y demostrativo, sino al intellectus, a la potencia de la simple mirada”.

71    Interesa notar en este punto cómo Tomás precisa los actos propios de la vida contemplativa. Esencialmente éste es uno solo, es decir, la contemplación de la verdad en el modo que se ha descripto. Sin embargo, dada la condición humana, ese acto final es alcanzado por medio de muchos otros que lo disponen: “[...] vita contemplativa unum quidem actum habet in quo finaliter perficitur, scilicet contemplationem veritatis, a quo habet unitatem, habet autem multos actus quibus pervenit ad hunc actum finalem. Quorum quidam pertinent ad acceptionem principiorum, ex quibus procedit ad contemplationem veritatis; alii autem pertinent ad deductionem principiorum in veritatem cuius cognitio inquiritur; ultimus autem completivus actus est ipsa contemplatio veritatis” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 3 c).

72    Cf. Edgar De Bruyne, Estudios de Estética Medieval. Tomo III. El siglo XIII (Madrid: Gredos, 1959), 329: “[...] nada puede ser más bello, como dirá Dante, que la mirada luminosa del que contempla a Dios”.

73    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 179 a. 1 co. :” [...] quidam homines praecipue intendunt contemplationi veritatis”.

74    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 2 co. : “Dispositive autem virtutes morales pertinent ad vitam contemplativam. Impeditur enim actus contemplationis, in quo essentialiter consistit vita contemplativa, et per vehementiam passionum, per quam abstrahitur intentio animae ab intelligibilibus ad sensibilia; et per tumultus exteriores. Virtutes autem morales impediunt vehementiam passionum, et sedant exteriorum occupationum tumultus. Et ideo virtutes morales dispositive ad vitam contemplativam pertinent”.

75    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182 a. 3 co.: “Alio modo potest considerari vita activa quantum ad hoc quod interiores animae passiones componit et ordinat. Et quantum ad hoc, vita activa adiuvat ad contemplationem, quae impeditur per inordinationem interiorum passionum”.

76    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 1 co.: “[...] vita contemplativa, quantum ad ipsam essentiam actionis, pertinet ad intellectum, quantum autem ad id quod movet ad exercendum talem operationem, pertinet ad voluntatem, quae movet omnes alias potentias, et etiam intellectum, ad suum actum”.

77    Cf. Andereggen, Contemplación filosófica y contemplación mística..., 231: “La explicación de Santo Tomás hace entender cómo lo principal de la vida contemplativa [...] consista en el amor. Es la vida de los que intentan –tendiendo– la contemplación de la verdad”.

78    Josef Pieper, Filosofía, contemplación y sabiduría, trad. A. Capbosq (Buenos Aires: Ágape, 2008), 31.

79    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182 a. 2 co.: “Vita autem contemplativa directe et immediate pertinet ad dilectionem Dei, dicit enim Augustinus, XIX de Civ. Dei, quod otium sanctum, scilicet contemplativae vitae, quaerit caritas veritatis, scilicet divinae”.

80    El Angélico destaca que la caridad es la forma de las virtudes, ya que por medio de ella “se ordenan los actos de todas las demás virtudes. Y por esto ella da la forma a los actos de todas las demás virtudes” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 23 a. 8 co.).

81    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 1 co.: “[...] Et propter hoc Gregorius constituit vitam contemplativam in caritate Dei, inquantum scilicet aliquis ex dilectione Dei inardescit ad eius pulchritudinem conspiciendam”.

82    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 7 ad 1: “[...] scilicet aliquis in visione rei amatae delectatur, et ipsa delectatio rei visae amplius excitat amorem”.

83    Cf. Gn 2, 19-20: “[...] Formatis igitur Dominus Deus de humo cunctis animantibus agri et universis volatilibus caeli, adduxit ea ad Adam, ut videret quid vocaret ea; omne enim, quod vocavit Adam animae viventis, ipsum est nomen eius. Appellavitque Adam nominibus suis cuncta pecora et universa volatilia caeli et omnes bestias agri” (ed. Nova Vulgata, http://www.vatican.va/archive/bible/nova_vulgata/documents/novavulgata_vt_genesis_lt.html#2).

84    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “Sic igitur ex praemissis patet quod ordine quodam quatuor ad vitam contemplativam pertinent, primo quidem, virtutes morales; secundo autem, alii actus praeter contemplationem; tertio vero, contemplatio divinorum effectuum; quarto vero completivum est ipsa contemplatio divinae veritatis”.

85    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 3 co.: “Sic igitur vita contemplativa unum quidem actum habet in quo finaliter perficitur, scilicet contemplationem veritatis, a quo habet unitatem, habet autem multos actus quibus pervenit ad hunc actum finalem. Quorum quidam pertinent ad acceptionem principiorum, ex quibus procedit ad contemplationem veritatis; alii autem pertinent ad deductionem principiorum in veritatem cuius cognitio inquiritur; ultimus autem completivus actus est ipsa contemplatio veritatis”.

86    Rm 1, 20: “[...] Invisibilia enim ipsius a creatura mundi per ea, quae facta sunt, intellecta conspiciuntur”, ed. Nova Vulgata, http://www.vatican.va/archive/bible/nova_vulgata/documents/nova-vulgata_nt_epist-romanos_lt.html#1

87    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “[...] Quae quidem in futura vita erit perfecta, quando videbimus eum facie ad faciem, unde et perfecte beatos faciet”.

88    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “[...] contemplatio divinae veritatis competit nobis imperfecte, videlicet per speculum et in aenigmate, unde per eam fit nobis quaedam inchoatio beatitudinis”.

89    Pieper, Las virtudes fundamentales, 508: “Goethe dijo una frase maravillosamente densa y bastante acertada en cuanto a lo que pensaba Platón: «lo bello no es tanto lo que da cuanto lo que promete»”.

90    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 6 ad 2: “[...] sicut uniformis facta, unite, idest conformiter, unitis virtutibus, ad pulchrum et bonum manuducitur”.

91    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 10, n. 9. Corpus Thomisticum: “[...] quod felicitas principalius consistit in vita contemplativa quam in activa”.

92    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 13, n. 7. Corpus Thomisticum: “Cum igitur in operationibus virtutum consistat felicitas, consequens est quod felicitas sit optimum et pulcherrimum et delectabilissimum”.

93    Aristóteles, Ética Nicomaquea, l. 1, c. 9, 1099b, 11-14ed. bilingüe, trad. María Araujo y Julián Marías (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989).

94    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 14, n. 3: “[...] rationabile est quod felicitas sit donum Dei supremi, quia ipsa est optimum inter bona humana”.

95    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 43 a. 5 c.: “[...] per gratiam gratum facientem tota Trinitas inhabitat mentem, secundum illud Ioan. XIV, ad eum veniemus, et mansionem apud eum faciemus.”.

96    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 3, c.: “[...] propter corruptionem naturae sequitur bonum privatum, nisi sanetur per gratiam Dei”.

97    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 2, c.

98    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 4 c.

99    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 5 c.

100    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 110 a. 3 co.: “[...] ipsum lumen gratiae, quod est participatio divinae naturae, est aliquid praeter virtutes infusas, quae a lumine illo derivantur, et ad illud lumen ordinantur”.

101    Tomás de Aquino, Super Sent., lib. 4 d. 18 q. 1 a. 2 qc. 1 c.: “[...] Pulchritudo autem animae consistit in assimilatione ipsius ad Deum, ad quem formari debet per claritatem gratiae ab eo susceptam”.

102    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, 5, 4 ad 1: “[...] pulchrum proprie pertinet ad rationem causae formalis”.

103    Hibbs, Virtue’s splendor. 206-7.

104    Aún cuando no sea éste el momento adecuado para abordar el tema que sólo menciono, sin embargo atiéndase, por caso, a la belleza del Cristo crucificado, o a la muerte de los santos donde la mirada común no reconoce belleza mientras que el ojo elevado por la fe advierte allí una de gran intensidad. Como subraya el salmista: “Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum eius” (Ps. 116,15).

105    Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q. 23 a. 2 ad 3: “[...] Assimilatur autem homo splendori aeterni filii per gratiae claritatem, quae attribuitur spiritui sancto. Et ideo adoptatio, licet sit communis toti Trinitati, appropriatur tamen patri ut auctori, filio ut exemplari, spiritui sancto ut imprimenti in nobis huius similitudinem exemplaris”.

106    Llegados a este punto puede destacarse también que el Aquinate aparece como un fiel vocero de la tradición patrística. En efecto, como afirma Pinckaers, “el tema de la belleza no queda limitado en los Padres a una estética en el sentido moderno del término. Más allá de las formas visibles, esta belleza afecta al interior de los seres y de las acciones y los califica en su propia substancia” (Servais Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, trad. Juan José García Norro (Pamplona: EUNSA, 1998), 61).

107    Cf. Umberto Eco, Arte y Belleza en la estética Medieval (Barcelona: Lumen, 1997), 118: “Todas las observaciones se fundan, como se ha visto, sobre el principio que el valor estético reside en el organismo concreto en toda su complejidad de relaciones”.

108    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 c.: “[...] sicut accipi potest ex verbis Dionysii, IV cap. de Div. Nom. ad rationem pulchri, sive decori, concurrit et claritas et debita proportio, dicit enim quod Deus dicitur pulcher sicut universorum consonantiae et claritatis causa”.

109    Fiodor Dostoyevski, El Idiota, I, VII, trad. Juan López-Morillas (Buenos Aires: Alianza, 1999), 53.

110    S. Agustín de Hipona, Contra Académicos II, 3, 7, ed. bil., trad. Victorino Capánaga (Madrid: BAC, 1971).

111    Carol Harrison, Beauty and Revelation in the Thought of Saint Augustine (Oxford: Clarendon Press, 1992), 14.

112    Cf. Platón, Fedro 250e, trad. Luis Gil y María Araujo (Madrid: Sarpe, 1985): “[...] el que no está recién iniciado, o se ha corrompido ya, no se traslada con rapidez de este mundo allá, a la belleza misma, cuando contempla lo que aquí lleva su nombre, de modo que no siente veneración al dirigir hacia ello sus miradas sino que, entregado al placer, intenta en seguida cubrir y fecundar [...]”. Las cursivas son nuestras.

113    Romano Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, trad. Alberto Luis Bixio (Buenos Aires: Emecé, 1958), 272.

114    Paul Evdokimov, El arte del Icono. Teología de la belleza, trad. Laura García Gámiz (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1991), 45.

115    Tolkien, El Silmarillion, 1

Hugo Emilio Costarelli Brandi

I.         Lo bello y sus lugares

Quien se inicia en el estudio de la Belleza en Tomás de Aquino suele constatar, conforme lo señala buena parte de la bibliografía especializada [1], la presencia de una serie de categorías clásicas que parecen definirla. La base textual que sustenta dicha afirmación es la de aquel conocido texto de la Summa Theologiae donde se indica que,

[...] para que [haya] belleza se requieren tres condiciones: primero la integridad o perfección, ya que lo inacabado es por ello feo; segundo, la debida proporción o consonancia. Y por último la claridad, de donde se dice que son bellas las cosas que tienen color nítido [2].

Estas estructuras tradicionales, presentes ya en el pensamiento griego [3], y comunicadas a lo largo del medioevo por diversos autores como el mismo Agustín de Hipona [4], tienen en el siglo XIII una profunda resonancia. Sin embargo, dichas formas no parecen constituir, al menos en el caso del Aquinate, el núcleo central y original de sus afirmaciones sobre el pulchrum, sino que por el contrario, ellas se proponen como instancias de comprensión que manifiestan aspectos o momentos de lo bello sin decirlo propiamente [5]. Al respecto Gilson afirma que dichas dimensiones,

[...] no debieran concebirse como señalando tres elementos distintos que entraran en la estructura de lo bello según lo concibe nuestro entendimiento. Primero viene lo bello, y cuando ya está allí, la posible pluralidad de nuestros puntos de vista relativos a él aparece en conjunto. Que esto es así puede señalarlo el hecho de que todo intento de definir una de estas nociones tomada en sí misma implica de modo inevitable a las demás [6].

La armonía, la proporción y la integridad junto con la claritas sólo aparecen como momentos una vez que lo Bello se ha hecho presente. De esta manera delimitar la esencia del pulchrum sólo por este camino no puede sino resultar, probablemente, en un conocimiento reducido.

Es por ello que algunos estudiosos han optado por recorrer otra vía donde se destaca el carácter trascendental del pulchrum [7] al describirlo como quae visa placent [8], subrayando así la particular relación de lo bello con aquel ente que puede, como dice Aristóteles [9], ser de alguna manera todas las cosas, esto es, con el hombre, quien como ente logicón es capaz de apreciar lo común presente a toda realidad [10]. De este modo, lo bello destacaría un aspecto de todo ente que no está explícitamente señalado en su noción, es decir, su faceta intellectivo-gozosa [11].

Ahora bien, si es cierto que lo bello es un trascendental [12], entonces es posible reconocerlo en todo lo que es. Habitualmente se lo vincula con facilidad a la belleza natural, que es uno de los lugares donde aparece con mayor evidencia. Un atardecer en la montaña, el esplendor de una mañana de primavera, la exuberancia de una cascada, no son sino casos de belleza natural que asaltan y detienen la mirada humana. Con todo, la belleza de las cosas creadas alcanza un grado superior en la belleza corpórea del hombre como síntesis del universo. Ya Platón había advertido sobre este asunto al recordar que más allá de las cosas bellas era preciso ascender de un cuerpo humano bello a los cuerpos humanos bellos [13], y Agustín lo había refrendado al indicar que aquello que alabamos en el cuerpo humano no es “otra cosa que la hermosura. Y ¿qué es la hermosura del cuerpo? Proporción de partes, con cierta suavidad de color” [14]. Con todo, el arte representa aún una instancia de belleza más intensa pues en ella la actividad del logos creado plasma en la materia su propia inteligibilidad [15]. En tal sentido, Plotino había señalado que una “piedra transformada por el arte en belleza de forma aparecerá, sí, bella, mas no por el hecho de ser piedra [...], sino por la forma que el arte infundió en ella” [16].

Pero donde la belleza emerge con más intensidad, aunque no sea tan evidente como en los casos anteriores, es en el plano de las acciones humanas. En efecto, las llamadas práxeis agathaí, que resultan ser el centro neurálgico del obrar ético, y el theoreín, como caso arquetípico del movimiento energético [17], han constituido y constituyen para los filósofos un particular locus pulchri que como tal esplende produciendo gozo al ser intuido [18]. Es justamente en este punto donde el presente trabajo quiere situarse, recorriendo así, bajo la óptica tomasina, la belleza presente en la vida activa y en la contemplativa como uno de sus lugares paradigmáticos.

II.         La belleza de las acciones humanas

La belleza de las práxeis, más aún, la belleza de los hábitos que originan esas acciones, es decir de las virtudes, ha sido para los antiguos y medievales un especial locus pulchri. Recuérdese, como mínima muestra, a Platón quien en su Symposium proponía una exquisita escala que al ascender desde la belleza corporal hasta lo Bello en sí, ponía como escalones intermedios tanto a la virtud, cuanto a las ciencias y en especial a la filosofía [19]; o bien considérese al Hiponense quien, en la misma línea argumentativa, había insistido en que la belleza del alma estaba dada por la instauración del orden operado por las artes liberales y la filosofía, pero también por la plenitud ética consiguiente a dicho orden [20].

Es en esta venerable tradición en la que Tomás parece incluirse. En efecto, ocupándose de la diferencia entre la belleza corporal y espiritual –a propósito de lo honesto y el decoro–, precisa: “la belleza espiritual consiste en que la actividad convertiva del hombre, es decir su agere, esté bien proporcionada conforme a la claridad espiritual de la razón” [21]. Quizás sea conveniente, antes de seguir adelante, efectuar al menos tres mínimas consideraciones en el texto que se acaba de proponer.

Nótese en primer lugar, la sutil observación sobre el tipo de acciones a las que se refiere: ellas no son las vinculadas al orden del facere, es decir al de las acciones externas o poiéticas, sino que el Aquinate alude a esa clase de acciones humanas que ponen en juego la vida moral, es decir a las que conforman la llamada vida práctica donde es posible el perfeccionamiento o deterioro de la persona en cuanto tal:

[...] en efecto, facere y agere difieren, pues el agere es conforme a la operación que permanece en el mismo agente, como el elegir, el inteligir y las demás que les son similares; y por ello las ciencias activas son llamadas ciencias morales. El facere por el contrario, refiere la operación que va a lo más exterior de la materia para transformarla, como el cortar, el quemar y las otras acciones de este tipo [22].

En segundo lugar, conviene advertir también que esa actividad convertiva es bella cuando guarda proporción con la claridad espiritual de la razón.

Como se indicó al comienzo de este trabajo, Tomás reconoce que la proportio es una de las dimensiones fundamentales que manifiestan lo bello, haciéndose así eco de una larga tradición tanto griega cuanto romana. En tal sentido, conviene recordar las palabras de Platón quien en acalorada discusión con Hipias le obliga a “admitir que lo que es adecuado a cada cosa, eso la hace bella”, [23] o bien aquellas del Estagirita para quien “la belleza parece ser un cierto equilibrio de los miembros” [24], o incluso las del mismo Cicerón quien hablando también de la belleza del cuerpo y el alma dice: “Porque así como la hermosura y la buena disposición de un cuerpo [apta compositione membrorum] deleita por la gracia y armonía con que están hermanados unos miembros con otros, así este decoro que se percibe en nuestra conducta por el orden, igualdad y arreglo de nuestras acciones y palabras concilia la atención de todos aquellos con quienes vivimos” [25].

Con todo, se debe notar también que la proporción aparece en el texto vinculada a la claritas. Para comprender dicha relación es preciso advertir que este concepto, heredado del neoplatonismo, presenta un doble aspecto. Por una parte, la luz es la realidad misma del ente, aquello que lo constituye específicamente, su principio formal de ser. En tal sentido Tomás, comentando a Dionisio, afirma que “toda forma por la cual la cosa tiene el esse, es cierta participación de la claritas divina” [26]. Así entendida, la Luz Divina “ilumina todas las cosas que pueden recibir su luz, las crea, da vida, mantiene en su ser y perfecciona” [27]. Más aún, esa luz entitativa es la verdad del ente, ya que dice a todo otro ser inteligente que pueda concebirla lo que dicho ente es. Por ello el del Areópago afirma que Dios “con su plenitud inunda de luz toda inteligencia, sea en este mundo, en el universo o en los cielos” [28], y así “arroja toda ignorancia y error que haya en el alma” [29].

Por otra parte, la claritas como luz, implica también la perfección de una realidad: ella remite al estado de un ente que ha alcanzado su deber ser, y así, en el télos esplende su sentido; dicho de otro modo, sólo el ser perfecto es inteligibilidad pura, sólo aquel ente que ha llegado a ser sí mismo es principio de comprensión para todo otro que pertenezca a su misma especie, y en ese sentido es claridad [30]. Por ello, no todo agere es claritas, ya que es posible pensar cómo robar o cómo mentir. De allí que las práxeis bellas sean sólo aquellas que están relacionadas convenientemente –de un modo proporcionado– con una razón ordenada.

Tomás atribuye a la razón la capacidad de ser la raíz de una doble actividad: la de ver y la de establecer la debida proporción de algo. En efecto, es conocida la expresión aristotélica donde se dice que es propio del sabio ordenar [31]. En tal sentido, toda ordenación supone dos cosas: “[...] el conocimiento de la relación y proporción de los ordenados entre sí, y el de la [relación y proporción] que guardan con lo más elevado que es su fin, pues el orden de algunos seres entre sí depende de su orden hacia el fin” [32]. Estas dos características tocan a la perfección y con ello a la claridad: por una parte la razón es la que puede hacer manifiesta la luz de todo ente; el intelecto como tal es capaz de revelar, de sacar de su mutismo a todo lo que es, ya que brinda su luz para que toda otra luz se manifieste. Pero al tener la posibilidad de comprender algo, por ello mismo está en condiciones de percibir su adecuación o inadecuación, es decir la proporción que guarda con su propio fin, con los otros entes y con el fin último, pudiendo así ordenarlo convenientemente; en breve: la razón humana puede percibir lo que una cosa es, su sentido, y en ello sus relaciones adecuadas al todo. Por ello, respecto de esta doble capacidad intelectual es que puede entenderse la belleza de la razón, que conlleva su claridad:

[...] la belleza, como se dijo, consiste en cierta claridad y en la debida proporción. Ahora bien, ambas cosas se hallan de modo radical en la razón a la que corresponde tanto la luz capaz de manifestar [a todo ente] cuanto el ordenar a los otros [entes] según la debida proporción [33].

De este modo, sólo cuando la razón –entendida en su doble dimensión cognitivo-volente–, siendo plenamente ella, informa de un modo adecuado el obrar práctico, entonces digo, ese obrar se revela como un momento manifestativo del hombre mismo en su deber ser, como una epifanía del bien humano que en cuanto tal se ofrece en belleza a los ojos que se han preparado para verla.

Quizás pueda pensarse que dicha belleza práctica se cierra sobre sí misma al pronunciar de un modo luminoso al hombre. Sin embargo, conviene notar que la luz, como tal, no es producida completamente por el obrar humano sino que, en un sentido radical, ella es participada por Dios. A propósito de ello Tomás, comentando a Dionisio destaca que “corresponde a la razón propia de lo bello –o del decoro– tanto la claritas cuanto la debida proporción, en efecto dice [...el Areopagita...] que Dios es llamado bello como causa universal de consonantia y de claritas” [34]. La plenitud energética del obrar humano es un caso de belleza donde la luz recibida esplende. Sin embargo, tal esplendor no se agota en sí sino que precisamente por hallarse en tal estado es capaz de insertarse en una totalidad luminosa mayor donde la plenitud de la parte hace a la belleza del todo. Es por ello que Dionisio habla de Dios no sólo como causa universal de claritas sino con ello de consonantia. Tomás lo sintetiza del siguiente modo:

[...] en efecto, la claritas pertenece a la consideración de la belleza, pues toda forma por medio de la cual una cosa tiene el esse es cierta participación de la Claritas Divina [...]. De un modo similar, también se dijo que la consonantia pertenece a la ratio de la belleza, por lo cual todas las cosas que de alguna manera pertenecen a la consonantia proceden de la Belleza Divina [35].

Esta doble faceta de la Belleza Única explica mejor cómo la belleza práctica concurre con una belleza metafísica. Las bellas acciones humanas presentan este doble aspecto: son consonantes con el fin humano, lo pronuncian en su deber ser, son luz, pero también colaboran y completan la belleza del universo de un modo más intenso que la mayor de las bellezas corpóreas; sus partes esplendentes –como en una orquesta– se integran, con-suenan, en un todo cuya belleza es aún mayor a la de las partes [36].

Por último y en tercer lugar, conviene notar también la cuidadosa relación establecida por Tomás entre la belleza y el bien. Se trata de una cuestión no menor ya que si es cierto que hay belleza en esa ordenación racional del agere no lo es menos que esa misma ordenación es buena. La pregunta que surge entonces es si no se incurre en definitiva en una identificación, al modo clásico, del bien y la belleza, aquello que expresaba la exquisita palabra griega kalokagathía.

Una vez más el Angélico muestra aquí su profunda adhesión a la tradición, aunque en ello aporta, no obstante, esa particular luz otorgada por el ingenio del siglo XIII. El problema había sido formulado como objeción por Alberto Magno quien, a propósito de la relación honestum-pulchrum afirmaba que “[...] la belleza espiritual consiste en la virtud. Pero como según Cicerón la virtud es una especie de lo honesto, luego lo bello es idéntico a lo bueno” [37]. Por otra parte, Dionisio había insistido también en que “lo bueno y lo bello es para todos amable” [38], diluyendo así cualquier posibilidad de distinción.

En la Summa Theologiae, Tomás responde citando otra autoridad, como es la de Agustín, para con ello plantear tanto la unidad cuanto la diferencia. Si es cierto que la belleza espiritual conlleva la ordenación de la razón sobre el agere, entonces ella “pertenece a la ratio de lo honestum, la cual se dijo que era lo mismo que la virtud, que modera todas las cosas humanas según la razón” [39].

Una primera aproximación subraya la unidad: si hay una identidad entre bien y belleza en las acciones humanas, ella se da en el plano del bien honesto, es decir en el de la virtud. Allí, lo bello es bueno, destacándose la unidad trascendental de toda entidad [40]: “puesto que esta belleza es deseable para la facultad cognitiva como un fin, y que la honestidad de la virtud es su aspecto atractivo como fin, se sigue entonces que la honestidad de la virtud es idéntica a su belleza espiritual” [41].

Con todo, es otro el lugar donde el Aquinate terminará de perfilar esta idea:

[...] debe decirse que el objeto que mueve al apetito es el bonum aprehensum. En efecto, en la misma aprehensión que aparece el decoro, se [lo] percibe también como conveniente y bueno, y por ello Dionisio dice en el capítulo IV de Los Nombres Divinos que “lo bueno y lo bello son amables para todos”. De donde lo honesto mismo, en cuanto tiene decoro espiritual, se vuelve apetecible [42].

Tomás advierte que si bien es cierto que el bien mueve al apetito, para ello necesita de una previa percepción de la bondad pues lo que mueve es el bonum aprehensum. Esto significa que dicha aprehensión conlleva dos facetas: por una parte aparece el decoro o belleza (quae visa placent) pero en esa misma aprehensión, por otra parte, se percibe la convenientia que revela la faceta amable de lo bello (quod omnia appetunt). De este modo, la unidad entitativa es conservada pues en la misma aprehensión de lo mismo, es decir del mismo ente, es posible percibir dimensiones diversas; y esto es lo que permite arribar a una distinción de razón entre estos trascendentales: lo bello está vinculado a la dimensión cognitiva y lo bueno a la tensión hacia el fin y a lo que lo promueve.

Dicho de otro modo, lo que opera la unión conservando la diferencia es la convenientia [43]. En el particular caso, esta dimensión de lo bello es la que revela la adecuación no sólo del acto en sí (es decir, del orden luminoso que se ofrece a la luz intelectual manifestado en la conveniente relación de las partes con el todo), sino que en ello mismo se percibe su adecuación para con la misma naturaleza humana puesta delante de Dios; y es en este punto donde lo bello transita hacia lo bueno: la acción convenientemente humana revela su faceta perfeccionante para el hombre, esa que lo bonifica, y es por ello deseable.

La explicación del Aquinate, entonces, no confunde ni separa: preocupada por el complejo tenor de lo real ofrece una inteligente propuesta que conserva ambas dimensiones entitativas en unidad mediante la convenientia [44].

III.        Pulchrum y vida activa

Ahora bien, en este camino de belleza posible a la vida humana, el Aquinate sigue un orden preciso que recorre tanto la llamada vida activa cuanto la contemplativa, a las que caracteriza y distingue del siguiente modo:

[...] acerca de la vida humana se da esta división que atiende al intelecto. En efecto, el intelecto se divide en activo y contemplativo porque el fin del conocimiento intelectual o es el mismo conocimiento de la verdad, lo que pertenece al intelecto contemplativo, o es alguna acción exterior, lo que pertenece al intelecto práctico o activo. Y por ello la vida se divide suficientemente en activa y contemplativa [45].

Una vez que Tomás ha explicado el organismo de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, procede en su Summa Theologiae a la consideración de aquello que en especial toca a cada hombre [46]. Es en ese punto donde aborda la cuestión de los modos de vida activos y contemplativos tomando como criterio los dos fines del intelecto, es decir o bien la acción, o bien la contemplación misma de la verdad [47]. Pero antes de continuar analizando la belleza de estas vidas, parece conveniente hacer tres observaciones.

En primer lugar, se debe entender que cada una de estas vidas, distinguidas con precisión en el orden conceptual, no se excluyen en el orden real, puesto que llevar vida activa no significa carecer completamente de contemplación: “Aunque la vida de la contemplación es superior a la virtud moral, la actividad de la contemplación, hablando en sentido estricto, no puede constituir una vida en toda su integridad” [48], y por ello conviene tener siempre presente que esta división analítica queda unificada en la misma experiencia vital donde “el ejercicio de la vida activa colabora con la [vida] contemplativa porque aquieta las pasiones interiores de las que vienen los fantasmas por los cuales es impedida la contemplación” [49].

En segundo lugar, se debe advertir también que cada una de estas vidas está asociada a ciertas acciones –prácticas o teoréticas– que responden a determinadas virtudes tratadas por el Aquinate con anterioridad. Para el caso de las virtudes cardinales, Tomás indica explícitamente su pertenencia a la vida activa aunque con matices. En efecto, “es manifiesto que entre las virtudes morales no se busca principalmente la contemplación de la verdad sino que [éstas] se ordenan al obrar [...] de donde es manifiesto que las virtudes morales pertenecen esencialmente a la vida activa” [50]; y en relación a la prudencia observa que como su conocimiento “se ordena a las operaciones de las virtudes morales, pertenece directamente a la vida activa” [51]. Sea como fuere, indicará Tomás, “en sí misma, la virtud es una consonancia que participa en la claridad de la razón y que nos atrae por su esplendor” [52], y por ello, siempre esplenderá en claridad, o como afirma en otro lugar, “la virtud del alma es su belleza” [53].

Por último, conviene subrayar también que el Aquinate vincula la belleza tanto a la vida activa cuanto a la contemplativa, estableciendo en ello, sin embargo, una diferencia gradual que pone el mayor peso en la segunda:

“[...] en la vida contemplativa, que consiste en el acto de la razón, se halla de suyo y esencialmente la belleza. Por el contrario, en las virtudes morales la belleza se halla de un modo participativo en cuanto [éstas] participan el orden de la razón” [54]. Atiéndase por ahora a lo indicado sobre las virtudes morales, dejando para el siguiente apartado la consideración de la belleza de la vida contemplativa.

El fragmento que se acaba de citar remite rápidamente a lo señalado más arriba sobre la proporción de la claridad de la razón. En aquella oportunidad se indicó que tal claridad destacaba el estado de perfección nacido de un obrar proporcionado a la razón entendida como la que determina lo adecuado [55], lo que debe hacerse en cada caso, es decir, como aquella que ordena el agere o, en otras palabras, a la razón en su carácter prudente:

[...] corresponde a la prudencia que sea considerativa de las obras humanas a partir de las cuales el hombre es feliz. Pero parece que por tenerla no necesariamente el hombre tiene también la obra. En efecto, la prudencia es acerca de aquellas cosas que son justas en comparación a otros, y bellas —es decir honestas—, y buenas —es decir útiles por sí mismas—, que pertenecen sin duda al obrar del varón bueno. Pues no parece que alguien sea operativo de las cosas que son según algún hábito por [el sólo hecho de] que las conozca sino porque tiene el hábito hacia aquellas cosas [56].

La característica esencial de la prudencia es la consideración de la obra a realizar hic et nunc, y en eso consiste su carácter justo, bello y bueno. Ella, al estimar la acción adecuada para el caso singular, lo que se llama su término medio, prescribe el orden de la razón y con ello mismo promueve la belleza del obrar práctico. Con todo, ella sola no basta para la bondad completa sino que precisa de las otras virtudes cardinales que moderan bajo su imperio las demás dimensiones humanas. Por lo pronto, lo que conviene notar aquí es que si hay posibilidad de belleza en alguna otra virtud es porque primero hay belleza en la razón prudente que en su perfección comunica claridad a todas las virtudes cardinales.

Esta adecuación prescripta por la prudencia, halla en el desorden apetitivo uno de sus mayores obstáculos. Como acaba de advertir el texto, ella sólo conoce lo que se debe hacer pero su ver, no obstante, no implica de suyo la obra acorde. Este es el motivo de que Tomás destaque, además de la prudencia, la necesidad de las demás virtudes morales y con ello de otros niveles de belleza en la vida activa donde el desorden sea llevado a la unidad de la proporción. Y un caso particular es el de la templanza, aquella virtud cardinal que “reprime los deseos que oscurecen en grado máximo la luz de la razón” [57].

Ocupada en la regulación del apetito concupiscible, la temperantia goza frente a las demás virtudes morales, de una posición singular como locus pulchri. El Angélico lo subraya del siguiente modo:

[...] aunque la belleza convenga a cualquier virtud, se atribuye, no obstante, en un grado de excelencia a la templanza por una doble razón. En primer lugar sin duda, atendiendo a la ratio común de la templanza a la que pertenece cierta proporción moderada y conveniente en la que consiste la ratio de la belleza [...]. En segundo lugar, porque aquellas cosas a las que refrena la templanza son las ínfimas en el hombre, [aquellas] que le convienen según la naturaleza bestial, como se dice más abajo, y así el hombre resulta ser afeado-deshonrado máximamente por ellas. Y por ello la belleza se atribuye en grado máximo a la templanza ya que principalmente quita la fealdad-vileza-deshonra [58].

Puede decirse que, en relación a la belleza, la templanza presenta una doble faceta: una en la que comulga con las demás virtudes morales al poner la medida de la razón en el apetito, y otra más específica que deriva de su particular sujeto, es decir del apetito concupiscible.

Respecto de la primera faceta, el Aquinate vincula nuevamente la belleza a la proporción. La templanza, al igual que las demás virtudes morales, busca ordenar y disponer al bien. En ese sentido Tomás no le da un lugar preponderante en el organismo de las virtudes si se atiende a su importancia per se, ya que ella sólo es dispositiva para el ejercicio de las demás conservando el orden del apetito concupiscible y absteniéndose del mal [59]. Sin embargo, en ello radica también su belleza ya que al realizar su acto propio manifiesta y favorece el ordenamiento de la razón.

Atendiendo a la segunda faceta destacada, se debe advertir que la destemplanza, en su desorden, desnaturaliza al hombre, constriñendo su mundo al que es propio de las bestias; por ello la medida humana desaparece y con ella la claridad. De este modo, para el Angélico, la intemperantia que afea al hombre merece toda descalificación ya que “máximamente repugna a la claridad y belleza de éste, en cuanto en las delectaciones acerca de las que versa la intemperancia, menos aparece la luz de la razón, de la cual [proviene] toda la claridad y belleza de la virtud” [60].

En este punto, puede llamar la atención el particular lugar otorgado a la templanza, en miras de la belleza, sobre todo si se atiende al orden jerárquico de las potencias humanas. Parecería más adecuado exaltar la belleza de la razón ordenada que la del apetito concupiscible. Sin embargo, el Angélico está preocupado aquí en subrayar la importancia del orden sensible como condición y ocasión de órdenes más elevados.

En efecto, si bien Tomás afirma la existencia de un orden jerárquico entre las potencias humanas no obstante también advierte que el influjo entre ellas tiene que ver con la intensidad de sus actos y/o de sus pasiones, al punto que “la vehemencia del acto o de la pasión de una potencia impide que otra realice el suyo” [61]. Pero entre las pasiones más vehementes, es decir aquellas que por su intensidad pueden oscurecer en mayor grado a la razón, se hallan los movimientos propios del apetito sensible quienes abren la posibilidad de que el hombre juzgue como bueno aquello que no lo es [62]:

[...] hay una redundancia desde las potencias inferiores hacia las superiores; de manera que cuando la ratio, por la vehemencia de las pasiones que existen en el apetito sensible se oscurece, entonces juzga como un bien simpliciter aquello acerca de lo cual el hombre es afectado por la pasión [63].

Si la capacidad de oscurecer la razón está principalmente radicada en el desorden del apetito sensible, toda vez que la virtud perfeccione a dicho apetito ordenándolo, se dará allí un momento de luz, es decir se asistirá a la manifestación del orden de ese apetito en sí y de él con relación a todo el hombre gracias al triunfo de la ratio. En otras palabras, habrá allí una epifanía de belleza que invita y augura bellezas mayores.

Esto último permite comprender también que las virtudes no son sólo belleza en sí sino además una disposición para su percepción ya que “el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas como en lo que le es similar” [64]; es decir que sólo lo ordenado es capaz de percibir el orden, o como advierte Pieper, “sólo una sensibilidad que es casta capacita, por ejemplo, para percibir la belleza de un cuerpo humano como pura belleza y para gozarla en sí misma” [65]. Es por ello que para algunos hombres “la excelencia de la belleza del alma no puede ser conocida así de fácil como la belleza del cuerpo”, [66] ya que carecen del orden necesario para apreciarla [67]. Así lo afirmaba también Plotino en un exquisito pasaje de las Enéadas:

Pero así como, en el caso de las bellezas sensibles, no les sería posible hablar sobre ellas a quienes ni las hubieran visto ni las hubieran percibido como bellas —por ejemplo, a los ciegos de nacimiento—, del mismo modo tampoco les es posible hablar sobre la belleza de las ocupaciones, de las ciencias y demás cosas por el estilo a quienes no la hayan acogido, ni sobre el «esplendor» de la virtud a quienes ni siquiera hayan imaginado cuan bello es el «rostro de la justicia» y de la morigeración, tan bello que «ni el lucero vespertino ni el matutino» lo son tanto [68].

Hugo Emilio Costarelli Brandi, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1    A modo de mínima muestra, Cf. Pascal Dasseleer, “Esthétique «thomiste» ou esthétique «tomasienne»?”, Revue Philosophique de Louvain, 97 N°2 (1999): 316 y ss; Cf. Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de la Estética. II. La estética medieval, trad. Danuta Kurzyka (Madrid: Akal, 2002), 263-265; puede verse tb. Juan Plazaola, Introducción a la estética. Historia. Teoría. Textos (Madrid: BAC, 1973) 51.

2    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 39, a. 8, c, en S. Thomae Aquinatis opera omnia, ed. Roberto Busa (SJ), en Corpus thomisticum, Subsidia studii ab Enrique Alarcón collecta et edita, Pompaelone ad Universitatis Studiorum Navarrensis, 2000, web edition by Eduardo Bernot and Enrique Alarcón, accessed enero 2016, www.corpusthomisticum.org: “Nam ad pulchritudinem tria requiruntur. Primo quidem, integritas sive perfectio, quae enim diminuta sunt, hoc ipso turpia sunt. Et debita proportio sive consonantia. Et iterum claritas, unde quae habent colorem nitidum, pulchra esse dicuntur”. Las sucesivas traducciones del texto latino del Aquinate que se hallan en este trabajo son nuestras y están hechas en todos los casos sobre la versión indicada.

3    Tómese por caso a Aristóteles quien afirmaba que “las principales formas de la belleza son el orden, la proporción y la limitación” (Aristóteles, Metafísica 1078a 31, ed. trilingüe, trad. Valentín García Yebra (Madrid: Gredos, 1990)), o el mismo Platón quien recordaba a Hipias que lo bello consiste en lo conveniente: “Examina lo adecuado en sí y la naturaleza de lo adecuado en sí, por si lo bello es precisamente esto” (Platón, Hipias Mayor 293e, trad. J. Calonge Ruiz, E. Lledó Íñigo, G. García Gual (Madrid: Gredos, 2000)).

4    Cf. S. Agustín de Hipona, De Vera Religione, 30, 55, edición bilingüe, trad. Victorino Capánaga (Madrid: BAC, 1975): “como en todas las artes agrada la armonía, por la cual todas las cosas son seguras y bellas; y la misma armonía exige a la igualdad y unidad o [por] la similitud de las partes iguales, o por la proporción de las desiguales”.

5    En este sentido es conocida la discusión de Plotino con las afirmaciones aristotélicas que radican lo bello en la proporción. El autor afirma que ella no es el núcleo central de la belleza sino que la forma, una vez presente, realiza todas las proporciones que manifiestan al tó kalón: “Y, una vez que ha sido ya reducido a unidad, es cuando la belleza se asienta sobre ello dándose tanto a las partes como a los todos. Porque cuando toma posesión de algo uno y homogéneo, da al todo la misma belleza que a las partes” (Plotino, Eneadas I, VI, 2, 23-25, trad. Jesús Igal (Madrid: Gredos, 1982)).

6    Etienne Gilson, Pintura y realidad, trad. Manuel Fuentes Benot (Madrid: Aguilar, 1961), 166. La cursiva es nuestra. En la misma línea, señala Lobato, “Integridad, proporción y claridad no son elementos dispersos e incoherentes, sino más bien estratos escalonados de lo bello, mutuamente implicados. Los exteriores soportan y manifiestan a los interiores, en los cuales a su vez radican” (Abelardo Lobato, Ser y Belleza (Barcelona: Herder, 1965), 101). También puede verse lo afirmado por Umberto Eco: “la investigación sobre los tres criterios formales de lo bello, reconciliada continuamente con este concepto, reconocerá en la forma el natural soporte ontológico y psicológico de la condición constitutiva del valor estético” (Umberto Eco, Il problema estético in San Tommaso (Torino: Edizioni di «Filosofia», 1956), 58).

7    En atención a la trascendentalidad de lo bello, no es posible abordar aquí un tema cuyo estudio presenta aristas tan abundantes y que ha involucrado a intelectuales de enorme talla tanto a favor cuanto en contra. Como mínima muestra no debe olvidarse entre los primeros el espléndido trabajo de Umberto Eco (Il problema estetico in San Tommaso), ni aquél fundacional como es el de Jacques Maritain (Arte y Escolástica, trad. María Mercedes Bergadá (Buenos Aires: Club de Lectores, 1983)). Por otra parte, entre los segundos, conviene recordar el de Jan Aertsen, (Medieval Philosophy and the trascendentals. The case of Thomas Aquinas (Leiden - New York - Köln: E. J. Brill, 1996)), o aquel de principios de siglo pasado perteneciente a Thus M. de Munnynck (“L'Esthétique de Saint Thomas d'Aquin”, en San Tommaso d'Aquino , miscelánea, (Milán, 1923), 217-239). Para un estado de la cuestión abarcativo de buena parte del siglo XX conviene Cf. Luis Rey Altuna, “Fundamentación ontológica de la belleza”, Anuario Filosófico 19 (1986): 113-121.

8    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 1: “[...] Pulchrum autem respicit vim cognoscitivam, pulchra enim dicuntur quae visa placent”.

9    Cf. Aristóteles, Tratado del Alma III, 8, 431b, ed. bil., trad. A. Ennis (Buenos Aires-México: Espasa-Calpe, 1944): “Recapitulando lo que hemos dicho sobre el alma, repetiremos que ella es, en cierto modo, todas las cosas”.

10     Cf. Tomás de Aquino, De Veritate q. I, a. 1, c.: “Si autem modus entis accipiatur secundo modo, scilicet secundum ordinem unius ad alterum, hoc potest esse dupliciter. [...] Alio modo secundum convenientiam unius entis ad aliud; et hoc quidem non potest esse nisi accipiatur aliquid quod natum sit convenire cum omni ente: hoc autem est anima, quae quodam modo est omnia, ut dicitur in III de anima”.

11     Cf. Hugo Costarelli Brandi, Pulchrum: Origen y originalidad del quae visa placent en Santo Tomás de Aquino (Navarra: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2010), 147: “[...] sólo a lo bello toca explicitar que todo ente por el sólo hecho de ser de un modo determinado puede vincularse al hombre como un conocimiento statim gozoso, y que esto hunde sus raíces en la entidad misma y no sólo en un mero aparecer estético. Esto es, en última instancia, lo especial que lo bello dice respecto del ente”.

12     Cf. Eco, Il problema estetico in San Tommaso, 32-33: “[...] el Aquinate consideraba a lo Bello un trascendental, una estable propiedad del ente: todo ente es tal que puede ser visto como bello [...]; todo ser tiene en sí la estable condición de belleza”.

13     Platón, Symposium 210 a-b, trad. Luis Gil y María Araújo (Madrid: Sarpe, 1985): “Es menester —comenzó—, si se quiere ir por el recto camino hacia esta meta, comenzar desde la juventud a dirigirse hacia los cuerpos bellos y, si conduce bien el iniciador, enamorarse primero de un solo cuerpo y engendrar en él bellos discursos; comprender luego que la belleza que reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside en el otro y que, si lo que se debe perseguir es la belleza de la forma”.

14     Agustín de Hipona, Cartas. T. VIII, Epistola 3, 4, Carta a Nebridio, trad. Lope Cilleruelo OSA (Madrid: BAC, 1986).

15     No es oportuno abordar en este punto el controvertido tema del arte y la belleza, sin embargo, conviene notar al menos que dicha actividad humana, en la línea posible a la naturaleza de la materia artística, le otorga un universal concreto, hace de la obra un particular que dice a su modo un universal que puede ser leído por otro logos. Es por ello que Heidegger afirma que “en la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas” (Martín Heidegger, Arte y poesía (México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1958), 51)).

16     Plotino, Eneadas V, VIII, 1, 13-15, trad. Jesús Igal (Madrid: Gredos, 1998).

17     Cf. Aristóteles, Metafísica, IX 1048b 23, trad. Tomás Calvo Martínez (Madrid: Gredos, 1994): en la enérgueia, “se da el fin y la acción. Así, por ejemplo, uno sigue viendo (cuando ya ha visto), y medita (cuando ya ha meditado), y piensa cuando ya ha pensado”.

18     Muchos son los ejemplos que podrían aducirse en este punto. Tómese por caso el de Plotino quien afirma: “Hay que acostumbrar, pues, al alma a mirar por sí misma, primero las ocupaciones bellas; después cuantas obras bellas realizan no las artes, sino los llamados varones buenos; a continuación, pon la vista en el alma de los que realizan las obras bellas”. (Plotino, Enneadas I, VI, 9, 5-10).

19     Cf. Platón, Symposium 210 b-c, trad. Luis Gil y María Araújo (Madrid: Sarpe, 1985).

20     Cf. Agustín de Hipona, De Ordine II, 50-51, trad. Victorino Capanaga (Madrid: BAC, 1969), 686-7: “Pues al que considera la potencia y la fuerza de los números le parecerá grande miseria y cosa lamentable que [...] su vida y su propia alma se deslice por caminos tortuosos y que dé un estrépito discordante por dominarle las pasiones carnales y los vicios. Mas cuando el alma se arreglare y embelleciera a sí misma, haciéndose armónica y bella, osará contemplar a Dios”.

21     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co: “pulchritudo spiritualis in hoc consistit quod conversatio hominis, sive actio eius, sit bene proportionata secundum spiritualem rationis claritatem”. Es preciso advertir que Tomás usa aquí el término actio en su adecuado significado de acción interior vinculado a las praxeis en oposición a facere vinculado al ámbito de la poíesis.

22     Tomás de Aquino, Sententia Metaphysicae, lib. 6 l. 1 n. 9: “[...] Differunt enim agere et facere: nam agere est secundum operationem manentem in ipso agente, sicut est eligere, intelligere et huiusmodi: unde scientiae activae dicuntur scientiae morales. Facere autem est secundum operationem, quae transit exterius ad materiae transmutationem, sicut secare, urere, et huiusmodi”. Cf. también: Summa Theologiae I-II, q. 57 a. 4 co: “Differt autem facere et agere quia, ut dicitur in IX Metaphys. factio est actus transiens in exteriorem materiam, sicut aedificare, secare, et huiusmodi; agere autem est actus permanens in ipso agente, sicut videre, velle, et huiusmodi”.

23     Platón, Hipias Mayor, 290d.

24     Aristóteles, Tópicos, 116b, trad. Miguel Candel Sanmartín (Madrid: Gredos, 1982).

25     Marco Tulio Cicerón, Los oficios, I, XXVIII, 98, trad. D. Manuel de Valbuen (Madrid: Librería de los sucesores de Hernando, 1910). Se ha tenido a la vista el texto latino según The Loeb Classical Library (Londres: William Heinemann Ltd, 1928).

26     Tomás de Aquino, In De divinis nominibus, cap. 4 l. 5: “[...] omnis autem forma, per quam res habet esse, est participatio quaedam divinae claritatis”.

27     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 4, 697d, trad. Pablo Cavallero (Buenos Aires: Losada, 2007).

28     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 6, 701a.

29     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 5, 700d.

30     Eric D. Perl, Theophany. The Neoplatonic Philosophy of Dionysius the Areopagite (Albany: State University of New York Press, 2007), 8: “cualquier cosa, evento, acción o proceso sólo puede ser entendido intelectualmente en términos del bien que es su último por qué. Y todo lo que puede ser así entendido, todo lo que es inteligible, es así sólo debido a que y en cuanto está ordenado sobre la base de la bondad”.

31     Cf. Aristóteles, Metafísica, l. 1, c. 2 982a 15-20.

32     Tomás de Aquino, Contra Gentiles, lib. 2 cap. 24 n. 4; “[...] ordinatio enim aliquorum fieri non potest nisi per cognitionem habitudinis et proportionis ordinatorum ad invicem, et ad aliquid altius eius, quod est finis eorum; ordo enim aliquorum ad invicem est propter ordinem eorum ad finem”.

33     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a. 2 ad 3: “[...] pulchritudo, sicut supra dictum est, consistit in quadam claritate et debita proportione. Utrumque autem horum radicaliter in ratione invenitur, ad quam pertinet et lumen manifestans, et proportionem debitam in aliis ordinare”. Conviene advertir que el Aquinate usa el término ratio en sentido amplio, es decir implicando en ello no sólo a la dimensión cognitiva sino la volente.

34     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co: “[...] sicut accipi potest ex verbis Dionysii, IV cap. de Div. Nom., ad rationem pulchri, sive decori, concurrit et claritas et debita proportio, dicit enim quod Deus dicitur pulcher sicut universorum consonantiae et claritatis causa”.

35     Tomás de Aquino, In De divinis nominibus, cap. 4 l. 5: “[...] claritas enim est de consideratione pulchritudinis, ut dictum est; omnis autem forma, per quam res habet esse, est participatio quaedam divinae claritatis; [...]. Similiter etiam dictum est quod de ratione pulchritudinis est consonantia, unde omnia, quae, qualitercumque ad consonantiam pertinent, ex divina pulchritudine procedunt”.

36     No es posible olvidar en este punto aquel pasaje espléndido de J. R. R. Tolkien donde se condensa de un modo bellísimo todo lo indicado: “Entonces les dijo Ilúvatar: —Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis, juntos y en armonía, una Gran Música. Y como os he inflamado con la Llama Imperecedera, mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo, cada cual con sus propios pensamientos y recursos, si así le place. Pero yo me sentaré y escucharé, y será de mi agrado que por medio de vosotros una gran belleza despierte en canción” (John R.R. Tolkien, El Silmarillion, trad. Rubén Masera y Luis Doménech (Bogotá: Minotauro, 1993), 13).

37     Alberto Magno, In De Divinis Nominibus, 72, 10-14, trad. Hugo Costarelli Brandi, en Alberto Magno, Tomás de Aquino y Ulrico de Estrasburgo. Tres lecturas dominicas en torno a lo bello (Mendoza: CEFIM - SS&CC, 2014). La respuesta de Alberto a esta objeción, no transitará el camino de Tomás. Para el Magno, la solución es posible a partir de las diversas rationes que implican estas dimensiones del ente: si hay identidad, ella es sólo atendiendo al subiectum, pero ello es como la identidad en el género que puede hallarse entre el hombre y el asno. Por el contrario, lo que muestra a cada uno en cuanto tal es la diferencia, es decir, esa particular ratio que los dice en su ser. Así, lo bueno quedará signado por la apetición y lo bello por el conocido splendor formae: “[...] debe saberse que es [propio] de la razón de lo bueno que sea el fin del deseo que lo mueve hacia sí mismo [que lo atrae], y por ello es definido por el Filósofo [así]: «lo bueno es lo que todas las cosas desean». Lo honesto, por el contrario, agrega sobre lo bueno el que por su fuerza y dignidad atrae el deseo; lo bello, por último, agrega sobre esto cierto esplendor y claridad sobre ciertas partes proporcionadas”. (Alberto Magno, In De Divinis Nominibus, 77, 40-50).

38     Dionisio Areopagita, De Divinis Nominibus, IV, 7, [152].

39     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co. : “Hoc autem pertinet ad rationem honesti, quod diximus idem esse virtuti, quae secundum rationem moderatur omnes res humanas. Et ideo honestum est idem spirituali decori. Unde Augustinus dicit, in libro octogintatrium quaest., honestatem voco intelligibilem pulchritudinem, quam spiritualem nos proprie dicimus”.

40     Cf. Christopher Scott Sevier, “Thomas Aquinas On the Nature and Experience of Beauty” (PhD diss., University of California, 2012), 343: “What is shown here is that Aquinas does not deviate in any significant way from that tradition, beginning with Plato and Aristotle, and running through Cicero, Augustine, Dionysius and Albert the Great, namely, of linking the beautiful and the good”.

41     Alice Ramos, Dynamic Transcendentals. Truth, Goodness & Beauty from a Thomistic Perspective (Washington DC: The Catholic University of America Press, 2012), 192.

42     Tomás de Aquino, Summa Theologiae IIª-IIae, q. 145 a. 2 ad 1: “Ad primum ergo dicendum quod obiectum movens appetitum est bonum apprehensum. Quod autem in ipsa apprehensione apparet decorum, accipitur ut conveniens et bonum, et ideo dicit Dionysius, IV cap. de Div. Nom., quod omnibus est pulchrum et bonum amabile. Unde et ipsum honestum, secundum quod habet spiritualem decorem, appetibile redditur”.

43     Como tal, la convenientia constituye un aspecto de lo real que remite indistintamente a ambos trascendentales: es conveniente con el fin humano una acción y por ello atrae, y es conveniente la composición de colores de un atardecer. Sin embargo, lo que da la diferencia formal en un sentido o en otro de la convenientia no es ella misma sino la relación al conocimiento (gozo en el conocer) o a la apetencia (gozo en el poseer o deseo de posesión).

44     No es la intención de este trabajo abordar en este punto y con toda la profundidad necesaria la identidad y diferencia de estos trascendentales, ya que ello ameritaría un trabajo aparte. Sin embargo, conviene tener presente el conocido texto de la Summa Theologiae (I, q. 5, a. 4 ad 1) donde se precisa la distinción en función de la diversa relación del ente con las actividades humanas: allí se advierte que lo bueno destaca la dimensión apetecible del ente (“quod omnia appetunt”) y lo bello su carácter visivo placentero (“quae visa placent”). La distinción formal propuesta por Tomás se mantiene también en el plano de la virtud, donde se apela nuevamente a la doble dimensión, cognitiva por una parte (lo aprehensum) y apetitiva por otra (bonum).

45     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 179 a. 2 co. “[...] divisio ista datur de vita humana, quae quidem attenditur secundum intellectum. Intellectus autem dividitur per activum et contemplativum, quia finis intellectivae cognitionis vel est ipsa cognitio veritatis, quod pertinet ad intellectum contemplativum; vel est aliqua exterior actio, quod pertinet ad intellectum practicum sive activum. Et ideo vita etiam sufficienter dividitur per activam et contemplativam”.

46     Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 171 proem. : “Postquam dictum est de singulis virtutibus et vitiis quae pertinent ad omnium hominum conditiones et status, nunc considerandum est de his quae specialiter ad aliquos homines pertinent. [...] Alia vero differentia est secundum diversas vitas, activam scilicet et contemplativam, quae accipitur secundum diversa operationum studia”.

47     El presente trabajo no pretende abordar ni discutir en profundidad el criterio utilizado por Tomás para tal división, ni su particular visión de la llamada vida mixta, siendo la intención principal considerar sólo la belleza de la vida activa y de la contemplativa. Para un panorama más acabado del problema conviene revisar el trabajo de Giuseppe Turbessi (La vita contemplativa, dottrina tomistica e sua relazione alle fonti (Roma: Pia Soc. S. Paolo, 1944)) y más contemporáneamente el de Ignacio Andereggen (Contemplación filosófica y contemplación mística. Desde las grandes autoridades del siglo XIII a Dionisio Cartujano (Buenos Aires: EDUCA, 2002)).

48     A. Thomas S. Hibbs, Virtue’s splendor. Wisdom, prudence and the human good (New York: Fordham University Press, 2001), 17.

49     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182, a. 3, c: “Ex hoc ergo exercitium vitae activae confert ad contemplativam, quod quietat interiores passiones, ex quibus phantasmata proveniunt, per quae contemplatio impeditur”. No obstante, Tomás advierte en el mismo artículo que si se atiende a la actividad misma, ella sí puede impedir la contemplación ya que “impossibile est quod aliquis simul occupetur circa exteriores actiones, et divinae contemplationi vacet”.

50     Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 181 a. 1 co.: “Manifestum est autem quod in virtutibus moralibus non principaliter quaeritur contemplatio veritatis, sed ordinantur ad operandum, [...] unde manifestum est quod virtutes morales pertinent essentialiter ad vitam activam”.

51     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 181, a. 2, c: “[...] cognitio prudentiae, quae de se ordinatur ad operationes virtutum moralium, directe pertinet ad vitam activam”. Conviene notar, sin embargo, que la prudencia, considerada en un sentido general, es decir sin atender a la especificidad de su acto, queda asociada a la vida contemplativa: “[...] Si autem sumatur communius, prout scilicet comprehendit qualemcumque humanam cognitionem, sic prudentia quantum ad aliquam sui partem pertineret ad vitam contemplativam”.

52     Ramos, Dynamic Transcendentals, 192.

53     Tomás de Aquino, In symbolum apostolorum a. 4: “[...] quia sicut virtus animae est pulchritudo eius, ita peccatum est macula eius”.

54     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a ad 3: “[...] in vita contemplativa, quae consistit in actu rationis, per se et essentialiter invenitur pulchritudo. [...] In virtutibus autem moralibus invenitur pulchritudo participative, inquantum scilicet participant ordinem rationis”.

55     Cf. Eco, Il problema estetico in San Tommaso, 63: “[...]  existe una proporción moral como continuación de la acción o del pensar ordenado según la ley ética proporcionado a los dictámenes superiores de la razón divina”.

56     Tomás de Aquino, Sententia Libri Ethicorum, lib. 6, lect. 10, n. 3: “[...] prudentia habet (hoc), quod scilicet sit considerativa operationum humanarum ex quibus homo fit felix. Sed non propter hoc videtur quod homo habeat opus ipsa. Est enim prudentia circa ea quae sunt iusta in comparatione ad alios, et pulchra idest honesta, et bona idest utilia homini secundum seipsum, quae quidem operari pertinet ad bonum virum. Non videtur autem aliquis esse operativus eorum quae sunt secundum aliquem habitum ex eo quod scit ipsa, sed ex eo quod habet habitum ad ea”.

57     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a ad 3: “In virtutibus autem moralibus invenitur pulchritudo participative, inquantum scilicet participant ordinem rationis, et praecipue in temperantia, quae reprimit concupiscentias maxime lumen rationis obscurantes”.

58     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 141 a. 2 ad 3: “[...] quamvis pulchritudo conveniat cuilibet virtuti, excellenter tamen attribuitur temperantiae, duplici ratione. Primo quidem, secundum communem rationem temperantiae, ad quam pertinet quaedam moderata et conveniens proportio, in qua consistit ratio pulchritudinis [...]. Alio modo, quia ea a quibus refrenat temperantia sunt infima in homine, convenientia sibi secundum naturam bestialem, ut infra dicetur, et ideo ex eis maxime natus est homo deturpari. Et per consequens pulchritudo maxime attribuitur temperantiae, quae praecipue turpitudinem hominis tollit”.

59     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 157 a. 4 co.: “[...] Perfectius autem est consequi bonum quam carere malo. Et ideo virtutes quae simpliciter ordinant in bonum, sicut fides, spes, caritas, et etiam prudentia et iustitia, sunt simpliciter maiores virtutes quam clementia et mansuetudo”.

60     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 142 a. 4 co: “[...] quia maxime repugnat eius claritati vel pulchritudini, inquantum scilicet in delectationibus circa quas est intemperantia, minus apparet de lumine rationis, ex qua est tota claritas et pulchritudo virtutis”.

61     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 123 a. 8 ad 1.: “[...] vehementia actus vel passionis unius potentiae impedit aliam potentiam in suo actu”.

62     Tomás indica que el ímpetu de la pasión puede obnubilar el juico de la razón y hacer que se la siga por diversos motivos. Llama la atención que el Aquinate asocie tales movimientos a los diversos temperamentos: “[...] debe decirse que por el ímpetu de la pasión sucede que alguien la siga inmediatamente antes que al consejo de la razón. En efecto, el ímpetu de la pasión puede provenir o bien de la velocidad, como en los coléricos, o bien de la vehemencia, como en los melancólicos que a causa de su complexión terrestre se inflaman con gran vehemencia” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II- II, q. 156 a. 1 ad 2: “Ad secundum dicendum quod ex impetu passionis contingit quod aliquis statim passionem sequatur, ante consilium rationis. Impetus autem passionis provenire potest vel ex velocitate, sicut in cholericis; vel ex vehementia, sicut in melancholicis, qui propter terrestrem complexionem vehementissime inflammantur”).

63     Tomás de Aquino, De veritate, q. 26 a. 10 co.: “[...] ex viribus inferioribus fit redundantia in superiores; ut cum ex vehementia passionum in sensuali appetitu existentium obtenebratur ratio ut iudicet quasi simpliciter bonum id circa quod homo per passionem afficitur”.

64     Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 5, a. 4, ad 1: “sensus delectatur in rebus debite prportionatis, sicut in sibi similibus; nam et sensus ratio quaedam est, et omnis virtus cognoscitiva”.

65     Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, trad. Rufino Gimeno Peña (Madrid: Rialp, 1980), 249.

66     Tomás de Aquino, Sententia Politicorum, lib. 1, l. 3, n. 18: “[...] excellentia pulchritudinis animae, non ita de facili potest cognosci, sicut pulchritudo corporis”.

67     Cf. Agustín de Hipona, De Libero Arbitrio, c. 16, 384, 16, trad. Evaristo Seijas OSA (Madrid: BAC, 1951): “[...] Pero las sombras, cuando se aman, causan más debilidad en los ojos del alma y la hacen más incapaz de gozar de tu vista, por lo cual tanto más y más se hunde el hombre en las tinieblas cuanto con más gusto sigue todo aquello que más dulcemente acoge su debilidad”. Cf. tb. Antonio Ruiz Retegui, Pulchrum. Reflexiones sobre la belleza desde la Antropología cristiana (Madrid: Rialp, 1998), 96: “[...] pero esa hermosura no es de tipo epidérmico o meramente externo. Se refiere a realidades que aun estando en un ámbito sensible no se dejan dominar por los sentidos”.

68     Plotino, Eneadas I, 6, 5-11.

Dietrich von Hildebrand

La importancia del respeto como actitud general

El respeto puede ser considerado como madre de todas las virtudes (mater omnium virtutum), pues constituye la actitud fundamental que presuponen todas ellas.

El gesto más elemental del respeto consiste en la respuesta a lo existente como tal, a la en sí misma pacífica majestad del ser, en contraposición a toda mera ilusión o ficción; constituye la respuesta a su propia consistencia interior y a la realidad positiva, así como a su independencia respecto de nuestro arbitrio. En el respeto “conformamos” nuestro criterio al valor fundamental de lo existente; lo reconocemos, damos en cierto modo a lo existente la oportunidad de desplegarse, de que nos hable, de que fecunde nuestro espíritu. Por eso, la actitud básica que supone el respeto constituye ya de por sí algo indispensable para un entendimiento adecuado. La profundidad, la abundancia, y sobre todo el arcano misterioso de lo real sólo se descubre al espíritu respetuoso. El respeto es, por otra parte, un elemento constitutivo del asombro (thaumátsein) que, según Platón y Aristóteles, constituye un presupuesto ineludible del filosofar. La falta de respeto es la fuente principal de errores filosóficos. Si es un fundamento necesario para cualquier conocimiento auténtico y adecuado, es aún más indispensable para una captación y comprensión de los valores. Solamente al respetuoso se le abre el mundo sublime de los valores, en tanto se siente inclinado a reconocer la existencia de una realidad superior a la que se abre, estando dispuesto a callar y a dejarla hablar. Se entiende así por qué el respeto es la madre de todas las virtudes, pues cada virtud contiene en sí misma una respuesta actualizada al valor de un determinado sector del ser, y supone entonces la comprensión y el entendimiento de los valores.

La respuesta apropiada a lo existente que en su valor se capta contiene a su vez un elemento de respeto. Esa nueva manifestación del respeto responde no sólo al valor de lo existente como tal, sino también al valor particular de un ente determinado, y a su rango en la jerarquía de los valores. Esta nueva forma de respeto abre nuestros ojos al descubrimiento de nuevos valores.

Así, el respeto es, de un lado, un presupuesto para entender y captar los valores y, de otro, una parte central de la adecuada respuesta de valor. De ahí que represente una condición necesaria y, al mismo tiempo, un elemento esencial de todas las virtudes. Es como si en el hombre individual el respeto fuese algo inherente a su esencial carácter de persona creada. Constituye la suprema grandeza del individuo el ser capaz de Dios (capax Dei). Podemos entenderlo en otro sentido: el hombre tiene la capacidad de concebir algo que es más grande que él, de ser atraído y fecundado por ello, y él mismo puede entregarse a ese bien mediante una pura respuesta de valor nacida de su propio querer. Esa esencial trascendencia del hombre lo distingue de una planta o de un animal, ambos exclusivamente inclinados a desplegar su propia esencia. Sólo el hombre respetuoso ratifica conscientemente su verdadera condición humana y su situación metafísica. Asume una actitud ante lo existente que actualiza sólo por su facultad receptiva y su capacidad cognoscitiva, a través de la cual puede ser fecundado por una realidad superior.

El individuo que se acerca a lo existente sin respeto, bien con una actitud de superioridad insolente, presuntuosa, o bien tratándola de una manera superficial y sin tacto, se convierte en una persona ciega para la comprensión y entendimiento adecuados de la profundidad y de los secretos de lo existente y, sobre todo, para una percepción real de los valores. Se comporta como quien se aproxima tanto a un árbol o a un edificio que ya no consigue verlos. En lugar del espacio espiritual que nos distancia del objeto merecedor de respeto, y en lugar del respetuoso silencio de la propia persona que hace posible que lo existente se exprese, el individuo irrespetuoso irrumpe de manera indiscreta e impertinente, con una conversación incesante, sonora y pretenciosa.

El respeto juega un papel especial en el reino de la pureza. La castidad supone esencialmente una actitud respetuosa en relación al secreto del amor entre el hombre y la mujer, una conciencia que impregna la esfera de lo sexual con santo recato, y a la que debiera uno aproximarse sólo con la expresa sanción de Dios. La castidad es incompatible con una actitud general presuntuosa frente a lo existente, ya asuma un carácter frívolo y cínico, ya pueda convertirse en una aproximación íntima, obtusa, ingenua y pagada de sí misma respecto a los secretos del cosmos. La castidad exige estima a la persona amada, a su cuerpo, y profundo respeto a la honda y misteriosa unidad de dos almas en una sola carne, así como al misterio del alumbramiento de una nueva persona.

Puede que no se valore suficientemente la importancia del respeto como actitud fundamental en materia de la educación de la castidad. No podemos esperar que un hombre joven asuma la actitud correcta en la esfera de lo sexual si desatendemos su educación en materia de respeto.

Los impedimentos específicos para el desarrollo del respeto         

Antes de analizar con detalle los medios para el desarrollo del respeto, hemos de examinar brevemente las concretas dificultades para una educación orientada en este sentido, dificultades que en parte surgen durante la pubertad, y en parte provienen de la mentalidad de nuestra época. Los jóvenes, principalmente entre los quince y dieciocho años, tienen el peligro de incurrir en una actitud que pudiéramos denominar histeria de la independencia y del aparentar más de lo que son. El hombre joven demanda independencia y, ante todo, desea imponerse al otro con su superioridad y con su independencia. No quisiera tener que confesar que algo le puede conmover, producir una consideración extrema o sorprender. Se preocupa convulsivamente de jugar el papel del “hombre independiente”, del que todo lo adivina, de quien está por encima de todo haciendo ostentación de una seguridad imperturbable. Pero cuanto mayor es su pretensión de exhibir esa seguridad, más inseguro resulta ser en realidad. Realmente depende por completo del otro, incluso de una manera ilegítima. Imita indiscriminadamente a otros hombres que le suelen imponer por su virilidad, independencia y seguridad, y que le hacen sentir precisamente su dependencia. Confía en conseguir su independencia y superioridad imitándolas en todos sus aspectos. Es el tipo mismo de lo que Dostoievsky ha descrito tan magistralmente en El idiota y en Los hermanos Karamazov. Esa mezcla de complejo de inferioridad, de sufrimiento por sentir que no se ha crecido todavía del todo, de deseo de impresionar exteriormente, como si esa combinación de orgullo e inseguridad y esa inmadurez específica pudiera imponerse con fanfarronería… Todo ello constituye claramente la antítesis del respeto. Esa clase de disposición moral ve en toda respetuosa abnegación un menoscabo, una minimización de la virilidad y de la superioridad verdaderamente independientes. El hombre joven dominado por esa disposición moral se empeña en mostrar una actitud irrespetuosa frente a todo lo que normalmente demanda respeto, sumisión y estima. Propende, además, a hablar de modo irreverente sobre la Santa Iglesia, las obligaciones morales, el matrimonio, etc. Este peligro general del joven, incluso después de la pubertad, constituye uno de los grandes obstáculos a los que se enfrenta la educación para el respeto.

El otro principal inconveniente es la tendencia hacia la falta de respeto propia de la mentalidad de nuestra época. El hombre ya no quiere reconocer su condición de criatura ni quiere confesar su esencial vínculo con algo que está por encima de él. Rechaza la sumisión a obligaciones que no se deriven de su libre consentimiento. Se resiste a considerar de forma respetuosa los grandes bienes como el matrimonio, los hijos y su propia vida. Frente a ellos, no quiere asumir el papel de un mero administrador, sino que por el contrario se arroga un poder soberano y arbitrario respecto de ellos. Contrae matrimonio y se divorcia después como si se tratara de ponerse un guante tras otro. Ya no ve en los hijos un don de Dios, sino que desea establecer por sí mismo su número, controlando los nacimientos. Considera justo acortar su propia vida y la de otros por medio de la eutanasia, si piensa que no son felices. El hombre moderno ya no quiere reconocer a la Providencia sino decidirlo todo por sí mismo. Se orienta hacia un modo de vida en el que ya no se dan ni regalos ni sorpresas, sino que todo lo que le sucede proviene de un plan establecido por él mismo. Rechaza toda autoridad auténtica en la vida social y rehúsa afirmar cualquier autoridad que no se deriva de su propia voluntad, en cuya creación no haya intervenido él mismo.

En este intento moderno de desechar la índole creatural del hombre, de renegar de su condición metafísica, se manifiesta claramente la antítesis del respeto. Dicha mentalidad, que encuentra su expresión filosófica en el existencialismo de Sartre, penetra la vida moderna hasta sus entretelas más sutiles, y el hombre joven respira a cada momento la atmósfera nociva de la falta de respeto. El utilitarismo progresista y el pragmatismo de nuestra vida diaria, la desvalorización del espacio y el tiempo a causa de la técnica moderna, así como el sobredimensionamiento de todo lo individualista, destruyen la conciencia de una realidad autónoma que se nos impone, y aumentan la insana sensación de una ilimitada soberanía del hombre.

A menudo, la destrucción de la actitud respetuosa se provee de canales cuya peligrosidad pasa por alto el educador católico; quizá acontece más bien que no se le antojan como destructivos del respeto.

El educador se queja ciertamente de determinados males: divorcios, control de natalidad, eutanasia, frecuentes suicidios, creciente desvergüenza en la relación que se da entre ambos sexos… Pero probablemente no reconoce la falta de respeto en la raíz de esos males, o bien sólo lo hace cuando pone de manifiesto una amenaza o desconsideración hacia Dios y hacia los valores morales. No percibe claramente la existencia de muchas presiones en nuestra vida moderna que alimentan una actitud irrespetuosa contra cosas que no están directa y expresamente conectadas con la religión y la moral.

Ahí tenemos, por ejemplo, la actitud del hombre moderno hacia el arte y la belleza en general, o la tendencia continuada a apreciar escasamente las formas exteriores, a tomar las cosas a la ligera, a dejarse llevar y, en fin, nuestra forma cotidiana de hablar, las formas descuidadas de expresarse. El hombre moderno ya no encuentra la belleza en la naturaleza y en el arte con el profundo respeto que debiera, como un reflejo de un mundo más elevado y situado sobre él. No se esfuerza por prepararse para una verdadera comprensión de la obra de arte; elude el sursum corda (¡arriba los corazones!) que nos reclama cada “ser encontrados” y cada “ser regalados” por una gran obra de arte. Desearía le fuera ofrecida la belleza como un alimento, como algo que se puede comer, mientras él mismo se relaja corporal y espiritualmente y se pone cómodo. Se mueve entre grandes obras de arte como si constituyeran una simple fuente de placer; no se espanta de transformarlas caprichosamente, de hacer de un cuarteto una pieza de orquesta, o de una novela un guión cinematográfico. Tal actitud respecto de los valores estéticos aparenta ser algo más bien inofensivo en primera instancia, desde el punto de vista moral o religioso, pero en realidad representa un síntoma espantoso de la creciente falta de respeto. El hombre constituye una unidad, y si la falta de respeto descompone un sector de la vida, toda nuestra personalidad se contagia de esa carencia. La falta de respeto y la desidia que tan estrechamente la acompaña, el rechazo a todo esfuerzo mental para entrar verdaderamente en contacto con una gran obra de arte, la renuncia a percibir la belleza sublime de la naturaleza, la aversión contra el indispensable recogimiento espiritual, o la resistencia a emerger de lo periférico y superficial, todo eso es la venenosa semilla que se hará presente, incluso en nuestra vida moral y religiosa.

Esto vale también para la actitud moderna respecto de las formas exteriores en general. El saludo a nuestros prójimos con un apretón de manos, o con el gesto de quitarse el sombrero, constituye una profunda expresión de la exigencia interior de dirigirnos a los otros como personas por un acto comunicativo anterior a la conversación con ellos sobre cualquier tema. Sustituir esa entrega, ese darse, por un ¡Hola! –precisamente la resonancia de aquella actitud descuidada en –passant– o incluso abandonar totalmente esa ofrenda constituye un síntoma típico de la falta de respeto hacia nuestros semejantes, de la conformidad presuntuosa y del abandono.

La camaradería en la relación entre los dos sexos como sustitutivo de la caballerosidad que supone una respuesta auténtica al secreto de lo femenino; la falta de cortesía, virtud que erróneamente se contempla como comportamiento blando y superficial; todo esto constituye igualmente un signo de la pérdida del sentido del respeto. No queremos pasar por alto la influencia destructiva que posee tal descuido de las formas exteriores, tanto de nuestra postura corporal como del ritmo vital de nuestro comportamiento físico. No en vano la liturgia en la oración exige una actitud corporal decorosa; no en balde atribuye San Benito una gran importancia al hecho de que el comportamiento exterior del monje respire dignidad y aquel habitare secum (morar consigo mismo), lo que supone la antítesis de cualquier modo de negligencia y descuido. El comportamiento exterior no es solamente expresión de una actitud interior, sino que posee al mismo tiempo una influencia directa sobre la misma y, cuando menos, facilita la formación de una actitud interior de respeto.

Dos factores representan las raíces de la disolución de las formas en nuestra vida moderna: el utilitarismo, la actitud pragmática que considera todo en función de la consecución de un determinado objetivo, a veces más superfluo que necesario y, en segundo lugar, el ídolo de la comodidad, la persecución desenfrenada del “camino fácil”, que exige el mínimo esfuerzo físico y mental. No obstante, sería completamente desacertado hacer responsable de la falta de virilidad y dominio de sí mismo al ídolo del confort. Nuestra época se distingue, muy al contrario, por los grandes records deportivos y por conceder un valor especial a la educación física. Más bien es la actitud irrespetuosa y soberbia que teme cualquier fatiga y, antes que nada, cualquier esfuerzo espiritual que no haya sido libre y voluntariamente decidido por nosotros la responsable y contraria a lo que nos exigiría el auténtico valor del objeto en cuestión. La liquidación del habitare secum, la difusión de una actitud reservada y la disminución del recogimiento en nuestro comportamiento exterior ha contribuido a esa decadencia de las formas. Por eso hay que tomar más en serio tales factores como algo más que una simple falta de disciplina. Aplicar exclusivamente un entrenamiento hacia el exterior o una disciplina militar nunca podría evitar ese mal. Por el contrario, resulta necesario despertar el sentido de las formas externas como expresión adecuada de la actitud interior del respeto, del comedimiento y de la discretio, formas que nos ayudan, a la vez, a permanecer en esa disposición interior de ánimo.

Pero ante todo, nuestra propia forma de expresarnos, es decir, la manera en que hablamos de las cosas grandes y sublimes, constituye una puerta falsa, causante de la descomposición de nuestra actitud hacia el respeto. Y en esto es el propio educador religioso muchas veces el culpable. En el desafortunado, aunque bien intencionado intento de hacer a los hombres más cercana la esfera religiosa, se traslada el mundo sublime de lo sobrenatural a una forma trivial de hablar que contribuye a socavar la discretio y el respeto. Se conversa sobre las cosas santas en jerga, en lugar de seguir el ejemplo de la liturgia, que se acerca a lo divino con palabras llenas de veneración respetuosa y elevada, que nos alza sobre nuestra propia estrechez y nos introduce en la luz de Cristo (lumen Christi), convocándonos a un sursum corda.

¡No nos engañemos! Aunque podamos destacar todavía muy frecuentemente la necesidad del respeto a Dios y al conjunto de la esfera sobrenatural y religiosa, en realidad sucede que las expresiones y la falta de respeto, que se extienden y que conducen a una presuntuosa confianza con Dios, hurtan al mismo tiempo su sustancia, la que deseamos edificar en el alma del hombre joven. De esta forma, desbaratamos nuestro propio empeño.

Los medios para el desarrollo del respeto        

A la vista de las dificultades mencionadas, sólo podemos esperar que se renueve y conserve el respeto en los jóvenes si los rodeamos de una atmósfera llena de respeto hacia todas las cosas que lo merecen. Tenemos que abstenernos de todo uso del idioma y de toda expresión que suene a irreverente, y desistir de todos los compromisos con las múltiples formas modernas de presentación de la falta de respeto, mostrando a los jóvenes un estilo de vida impregnado de una profunda actitud favorable al respeto debido.

Además, deberíamos guardarnos cuidadosamente de cualquier compromiso con la obsesión por la independencia y el afán de aparentar antes descritos. El educador no debe servirse de una jerga descuidada con objeto de hacerse comprender mejor por la gente joven. Muy al contrario, debería esforzarse en todo momento por hacer desaparecer esa especie de encogimiento, y ese estar cautivo de los respetos humanos que le llevan a hacer el ridículo al querer ser visto como “mamaíta” ante el niño mimado, con toda esa pseudo-masculinidad y apocamiento.

El ideal de imponerse a otros por medio de la independencia y la superioridad debiera hacer patente siempre que en realidad nos encontramos ante la consecuencia obligada de una completa dependencia respecto de la opinión de otros, como fruto del respeto humano y como un encerramiento en la propia persona sin sentido alguno. Debiéramos igualmente presentar a los jóvenes, una y otra vez, la grandeza de la humildad, del arrepentimiento, de la obediencia y de la auténtica libertad, que solamente poseen los humildes y temerosos. Deberíamos ser conscientes del peligro que resulta de fortalecer en los jóvenes el ídolo de su masculinidad, mediante una insistencia exagerada en el auto-dominio y en la apelación a su honor para motivar un comportamiento moral. El temor a mostrar cualquier tipo de emoción honda –aquella actitud que muestra el llanto como algo de lo que uno debería avergonzarse con independencia de su causa y modo– debería no sólo no ser apoyado sino más bien combatido. Indudablemente ese ídolo de masculinidad será utilizado como medio y contribuirá a la obtención de ciertos resultados. Con ello puede conseguirse el objetivo inmediato, pero esa motivación a la que servimos para evitar riesgos mayores se manifestará a la larga como algo funesto.

Aún hemos de desarrollar todos los puntos anteriores en relación a la castidad de manera pormenorizada. El significado fundamental del respeto en esta materia ya ha sido mencionado anteriormente. Quisiera añadir que la mayor parte de los desvaríos cometidos hoy en materia del sexto mandamiento no hay que achacarlos a la desbordante vitalidad y a los indomables instintos, sino a una falta de respeto. Por eso, una de las tareas más importantes de la educación en la castidad es volver a despertar una actitud respetuosa ante el misterio que rodea la esfera sexual. A esto pertenece, en primer lugar, el modo en el que el niño toma conocimiento de esa esfera. Toda explicación “neutral”, que exponga esta materia desde puntos de vista predominantemente biológico-científicos, es incapaz de producir tal actitud de respeto; más bien al contrario, destruye el sentido del misterio propuesto en ese campo. Semejante interpretación no conseguirá acallar la especial fuerza de atracción de esa esfera, ni tampoco situar el punto de vista neutral que se utiliza de forma temática, por ejemplo, en medicina, en lugar de su peligroso encanto. Tal interpretación, por otro lado, tampoco sería deseable desde el punto de vista moral y religioso. Se trata de un intento de superar el riesgo moral de la impureza desde abajo en lugar de desde arriba, lo que en todo caso constituye una actitud equivocada. El enfoque exclusivamente biológico y neutral en este campo no considera, en primer lugar, los riesgos emergentes que amenazan una visión verdadera y auténtica, y exige una actitud no deseable; en segundo lugar, se trata incluso de un medio incapaz para guardar la castidad.

Por el contrario, debería enseñarse al niño esa esfera, según su capacidad moral, cuando haya alcanzado la edad correspondiente y resulte imprescindible explicarle ciertas cosas. Se le debe anunciar como la expresión misteriosa del amor supremo entre hombre y mujer, como la unión más elevada a cuya hondura y belleza está permitido acercarse sólo con una sanción especial de Dios. Deberá presentarse a la luz del matrimonio y su carácter sacramental, bajo la analogía de la unión de Cristo con su Iglesia.

La necesidad de mantener dicha esfera a una distancia respetuosa deberá destacarse y presentarse sobre el fondo de la belleza del sentido que Dios le ha dado, y de la unidad entre el amor, la pasión y el sentimiento. Solamente a través de una estima reverente ante la grandeza y profundidad del misterio que este dominio encierra en el lugar asignado por Dios, en la comprensión de su valor positivo, se podrá descubrir el misterio de maldad (mysterium iniquitatis) que todo abuso en ese campo comporta de suyo.

No debemos comenzar con la mera insistencia sobre el pecado que encierra cada acto ilegítimo en este ámbito. No debemos hablar sobre ello con los jóvenes, utilizando expresiones que convierten toda esta esfera en el reino del diablo. Una actitud de ese tipo no puede constituir jamás el fundamento de la castidad auténtica y verdadera. ¿Cómo podría ensalzarse algo tan negativo y elevarlo a la dignidad propia de un sacramento? Muy al contrario, sólo en la medida en que se ilumine la grandeza misteriosa de esta esfera, en su función de donación propia, suprema y recíproca, y en el aspecto de la unión de dos individuos en una sola carne, podrá aparecer con claridad el carácter terrible de cada apartamiento de ese dominio, así como la pecaminosidad de toda aproximación a él no sancionada expresamente por Dios.

En esta materia, nuestra meta debe ser no hurtar el carácter misterioso ni inmunizar su peligrosidad tentadora mediante reflexiones científicas, sino imprimir un santo temor y respeto hacia ella en el alma de los jóvenes; llevarles a considerar todo esto como un huerto cerrado (hortus conclusus), hasta que Dios les llame para entrar en el misterioso terreno del matrimonio.

Dietrich von Hildebrand, dialnet.unirioja.es/

Traducido por: José María Barrio Maestre

Daniel Tirapu Martínez

I.           Planteamiento

Resulta interesante comprobar que tanto el Código de Derecho Canónico de 1983 como el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica tienen su puerto común en el Concilio Vaticano II.

La Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se promulga el Código reconoce con toda claridad que las aportaciones del Concilio Vaticano II exigían la reforma del Código de 1917, que finalizaría en la promulgación de un nuevo Código [1]. En este sentido el nuevo Código es un instrumento que pretende ajustarse a la naturaleza de la Iglesia tal y como es presentada por el Magisterio del Concilio Vaticano II, de modo especial en su doctrina eclesiológica. Por ello, las notas de  novedad presentes en su doctrina eclesiológica, constituyen también la novedad del Código. Entre estas aportaciones merece la pena destacar: a) la doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios, y a la autoridad jerárquica como un servicio; b) la doctrina que presenta a la Iglesia como communio, especialmente en las relaciones que se dan entre Iglesia universal e Iglesias particulares, entre la Colegialidad y el Primado; c) finalmente, de vital importancia para nuestro tema, la doctrina de que todos los miembros de la Iglesia, participan del triple oficio de Cristo, doctrina que enlaza con la que se refiere a los derechos y deberes de todos los fieles, especialmente de los laicos [2].

La Constitución apostólica Fidei Depositum para la publicación del Catecismo de la Iglesia católica explica cómo el Concilio Vaticano II se fijó «como principal tarea la de conservar y explicar mejor el depósito precioso de la doctrina cristiana, con el fin de hacerlo más accesible a los fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Para esto, el Concilio no debía comenzar por condenar los errores de la época, sino ante todo, debía dedicarse a mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la fe» [3].

En la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada el 25 de enero de 1985, los Padres del Sínodo expresaron el deseo de «que fuese redactado un Catecismo o compendio de toda la doctrina católica tanto sobre la fe como la moral, que sería como un texto de referencia para los catecismos o compendios que se redacten en los diversos países. La presentación de la doctrina debía ser bíblica y litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos» [4].

La misma Fidei Depositum pone en  estrecha relación las aportaciones del Código y del Catecismo, precisamente por su vinculación con el Concilio Vaticano II: «tras la renovación de la liturgia y el nuevo Código de Derecho canónico de la Iglesia latina y  de los cánones de las Iglesias orientales católicas, este Catecismo es una contribución importantísima en la obra de renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio Vaticano II» [5].

Por ello puede ser de interés analizar la doctrina sobre los laicos que presenta el nuevo Catecismo y su relación con el Código de 1983 [6].

Téngase además en cuenta que prácticamente hasta el Concilio Vaticano II había primado en la doctrina canónica y teológica una definición negativa del laico: bautizado que no es clérigo, ni religioso. Con sentido del humor se ha dicho que la posición del laico, hasta hace poco, se caracterizaba por dos notas: hallarse bajo el púlpito y de rodillas ante el altar. Algunos añadían una tercera nota: echar la  mano al bolsillo para la colecta.

El Vaticano II, principalmente en las Constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, pone las bases para un tratamiento digno y correcto del estatuto y misión de los laicos en la Iglesia, redescubriendo precisas conexiones con la dignidad y acción apostólica de los primeros cristianos.

II.         Definición, vocación y misión de los laicos en el nuevo catecismo

Por laico se entiende a todo cristiano, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, por tanto, cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de  Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el Pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo [7].

Tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. De modo especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza de Dios [8].

La iniciativa de los laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir los medios para que las exigencias de la doctrina y la vida cristiana impregnen las realidades sociales, políticas y económicas [9]. Es precisamente a través de las relaciones y su trabajo en el mundo donde encuentran su punto de unión las difíciles  relaciones entre Iglesia-mundo. Las realidades  familiares, profesionales, sociales, políticas y económicas no  son tareas eclesiales, pero adquieren la nota de eclesialidad en la medida que constituyen la vocación y misión propia y genuina de los laicos.

Dos son los peligros que acechan al quehacer del laico: a) el laico dedicado a tareas exclusivamente eclesiales, abandonando sus responsabilidades profesionales, sociales, económicas, culturales y políticas; b) la separación en el laico entre Fe y vida, entender la Fe como actividad de conciencia y separarla de la vida social [10].

Como todos los fieles, los laicos están llamados por Dios al apostolado por virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen el derecho y el deber, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje cristiano sea conocido y recibido por todos los hombres. En la  Comunidad eclesial su acción es tan necesaria que sin ella, el apostolado de los Pastores no puede obtener su plena eficacia [11].

Los laicos participan, según su condición, en la triple misión sacerdotal, profética y real de Cristo:

a)        Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo a través de todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el espíritu, incluso las molestias de la vida, asumidas con paciencia; todo ello se convierte en sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo cuando se unen a la ofrenda del Señor en la celebración de la Eucaristía, consagrando el mismo mundo a Dios [12]. De modo muy especial los padres participan de la misión de santificación impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos [13]. También los laicos, con las condiciones requeridas, pueden ser admitidos a ciertos ministerios [14].

b)        Los laicos también participan de la misión profética de Cristo, evangelizando con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. Esta evangelización de los laicos adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo [15].

Los fieles laicos idóneos y formados para ello pueden colaborar en la formación catequética (CIC cc. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (CIC c. 229), en los medios de comunicación social (CIC c. 823, 1). Tienen también el  derecho e incluso el deber de manifestar a los pastores su opinión sobre el bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, con el debido respeto y salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres (CIC c. 212, 3) [16].

c)         Finalmente, los laicos participan en la misión real de Cristo. Los fieles laicos han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, impregnando de valores morales la cultura y las realidades humanas [17].

Los laicos pueden ser llamados a colaborar con sus pastores en tareas propiamente eclesiales: pueden cooperar a tenor del derecho  en el ejercicio de la potestad de gobierno (CIC c. 129,2), con su presencia en los Concilios particulares (CIC c. 443, 4), en los Sínodos diocesanos (CIC c. 463), en los Consejos Pastorales (CIC cc. 511, 536); en el ejercicio in solidum de la tarea pastoral de una parroquia (CIC c. 517, 2), en la celebración de los Consejos de asuntos económicos (CIC c. 492, 1); la participación en tribunales eclesiásticos (CIC c. 1421, 2) [18].

En cualquier caso los fieles deben aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía recordando que en cualquier cuestión temporal han de  guiarse por la conciencia cristiana. Ninguna actividad humana puede sustraerse a la soberanía de Dios, así todo laico es testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma [19].

III.        Derechos del fiel en el nuevo código

Los derechos del cristiano en la Iglesia han sido tema de creciente atención   para   los  canonistas a partir de los años 50, con la inicial preocupación por la posibilidad de existencia del derecho subjetivo en la Iglesia; será con las aportaciones del Vaticano II cuando la cuestión tome carta de naturaleza entre los canonistas [20]:

a)        En primer lugar estarían quienes, preferentemente preocupados por el orden eclesial, verían en los derechos del fiel el riesgo de su instrumentalización, poniendo en entredicho el principio jerárquico. Tales posturas olvidan que los derechos responden a la condición jurídica primaria del fiel en la Iglesia, y que son expresión del orden fundacional y fundamental del Pueblo de Dios.

b)        Otros autores llegan a considerar los derechos del fiel desde un punto de vista exclusivamente historicista, asimilando sin más la doctrina del positivismo iluminista de los derechos políticos en la comunidad eclesial.

Si hubiera que valorar la respuesta que el reciente Código ha dado al tema de los derechos del fiel, es bien clara en sentido afirmativo. La Sacrae Disciplinae Leges indica que una de las principales aportaciones del Código y de la eclesiología del Concilio, es la consideración de la igualdad radical de los miembros del Pueblo de Dios y los derechos y deberes de los mismos recogidos en los cc. 208 y siguientes.

Entre tales derechos podemos enunciar los siguientes:

1. Todos los fieles cristianos son verdaderamente iguales en dignidad y acción en la edificación de la Iglesia (c. 208);

2. Tienen derecho a evangelizar y extender el mensaje cristiano (c. 211);

3. Tienen derecho a manifestar a los pastores de la Iglesia sus necesidades y manifestar sus opiniones para el bien de la Iglesia (c. 212);

4. Derecho a recibir de los Pastores la Palabra de Dios y los sacramentos;

5. Derecho a tributar culto a Dios según su propio rito, elegir y practicar su propia forma de vida espiritual (c. 214) conforme con la doctrina de la Iglesia; 

6. Derecho de asociación y de reunión para fines cristianos (c. 215);

7. Derecho a participar, promover y sostener la acción apostólica con iniciativas propias (c. 216);

8. Derecho a una educación cristiana en sus aspectos religioso y humano (c. 217);

9. Libertad de investigación y difusión de sus opiniones teológicas o canónicas, con la debida sumisión al Magisterio de la Iglesia (c. 218);

10. Inmunidad de coacción en la elección del estado de vida (c. 219);

11. Derecho a la buena fama y a la propia intimidad (c. 220);

12. Derecho a reclamar y defender sus derechos en la jurisdicción eclesiástica, a un juicio justo, a no ser sancionado con penas canónicas, si no es conforme con la norma legal (c. 221).

Entre los principales deberes de los fieles estarían:

1. Obligación de mantener la comunión con la Iglesia y cumplir las leyes eclesiásticas (c. 209);

2. Deber de esforzarse en llevar una vida santa, cada uno según su propia condición, así como extender el mensaje cristiano (cc. 210- 211);

3. Deber de observar con obediencia cristiana el Magisterio de la Iglesia (c. 212);

4. Deber de ayudar con sus bienes a la Iglesia en sus necesidades, promover la justicia social y ayudar a los pobres (c. 222).

Además de los derechos y obligaciones referidos a los fieles, los laicos (cc.  224-231) están llamados de modo específico a impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu del evangelio, mediante su propio trabajo y en el ejercicio de sus tareas cotidianas. Tienen un especial deber, quienes han contraído matrimonio, de dar testimonio en el mundo a través del matrimonio y la familia: son los primeros responsables en la educación cristiana de sus hijos.  Los fieles laicos tienen libertad en cuestiones temporales, pero han de actuar siempre con conciencia cristiana y evitando presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en materias opinables (c. 227). Tienen, finalmente, capacidad para ser llamados a determinados oficios eclesiásticos, derecho a obtener grados académicos en las Facultades eclesiásticas, y quienes se dedican de modo permanente o temporal a un servicio especial de la Iglesia tienen derecho a una correcta retribución (c. 231).

Para finalizar quisiera exponer tres puntos de vista en la actual formalización del estatuto jurídico de los laicos:

a)        Para algunos autores el carácter fundamental de los derechos del fiel se habría visto empañado al no haberse promulgado la Ley Fundamental de la Iglesia. La ausencia en la Iglesia de  una constitución formal no impide discernir en el nuevo Código el especial relieve de los contenidos materiales de Derecho constitucional canónico. El problema surge de que en el nuevo Código, los contenidos constitucionales están mezclados con normas no constitucionales, y por ello, existe el peligro de una captación de los contenidos de todos los cánones en el mismo plano, prescindiendo del nivel material-formal de las normas contenidas en el mismo. Como señaló Lombardía «para la solución de este problema es necesario delimitar, ante todo, el ámbito de lo constitucional en un sentido material; es decir, cuáles son los principios del Derecho canónico que tienen la virtualidad de constituir al conjunto del Pueblo de Dios  en una sociedad jurídicamente organizada. En este sentido puede afirmarse, en líneas generales, que son constitucionales  aquellas normas que definan la posición jurídica del fiel en la Iglesia, en cuanto que formalizan sus derechos y deberes fundamentales. También son constitucionales las normas que fijan los principios jurídicos acerca del poder eclesiástico y de la función pastoral de la jerarquía, constituyendo así a la Comunidad de los creyentes en una sociedad ordenada jerárquicamente. Finalmente son también  constitucionales las normas fundamentales que aseguran, tanto la tutela de los derechos y la exigibilidad de los deberes de los fieles, como un régimen jurídico del ejercicio del poder, para que tal función no dé ocasión a la prepotencia de los gobernantes respecto de los gobernados; sino que por el contrario, el ejercicio del poder sea una función de servicio a la comunidad» [21].

b)        Una cuestión capital para comprobar la verdadera eficacia de los derechos del fiel es la de los sistemas de garantías y recursos de tales derechos; de ahí la necesidad de contrastar el cotidiano ejercicio del poder eclesiástico con el carácter fundamental y prevalente de los derechos de los fieles. Tales derechos constituyen una manifestación de la necesidad de regular ordenadamente el ejercicio del poder. Es por ello «que la mejor vía para la defensa de los derechos fundamentales son los recursos jurídicos. Al respecto debemos señalar que la situación deja mucho que desear. No hay medios rápidos y eficaces para garantizar los derechos de los fieles (…). Puede hablarse de una acusada indefensión de los derechos del fiel. Faltan recursos y falta sensibilidad en los jueces» [22].

c)         Finalmente, conviene destacar la presencia de algunos derechos del fiel que son verdaderos derechos humanos, o derechos naturales en el ordenamiento canónico. En el Código actual  se recogen algunos de esos derechos naturales con plena vigencia en la Iglesia; por ejemplo los reconocidos en los cc. 220 y 221: el derecho a la buena fama, a la intimidad y el derecho a la protección judicial.

Daniel Tirapu Martínez, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.         Cfr. Const. Ap. Sacrae Disciplinae Leges, en «Código de Derecho Canónico», Pamplona 1983, p. 33.

2.         Cfr. ibídem, pp. 39-41.

3.         Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo de la Iglesia Católica», Madrid 1992, p. 7.

4.         Declaración final del Sínodo extraordinario, 7 de diciembre 1985, II, B, a, n. 4: Enchiridion Vaticanum, vol. 9, p. 1758.

5.         Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo… cit.», p. 9.

6.         Vid. D. TIRAPU, Los derechos del fiel como condición de dignidad y libertad del Pueblo de Dios, en «Fidelium Iura», 2 (1992), pp. 31 y ss.

7.         Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 897.

8.         Cfr. Catecismo… cit., n. 898.

9.         Cfr. Catecismo… cit., n. 899.

10.          Cfr. Christifideles laici, n. 8.

11.          Cfr. Catecismo… cit., n. 900.

12.          Cfr. Catecismo… cit., n. 901.

13.          Cfr. Catecismo… cit., n. 902; CIC c. 835,4.

14.          Cfr. Catecismo… cit., n. 903. «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la Sagrada comunión, según las prescripciones del Derecho» (CIC, c. 230,3).

15.          Cfr. Catecismo… cit., n. 905.

16.          Cfr. Catecismo… cit., nn. 906-907.

17.          Cfr. Catecismo… cit., n. 909.

18.          Cfr. Catecismo… cit., n. 911.

19.          Cfr. Catecismo… cit., nn. 913-914.

20.          Vid. para toda esta cuestión, Les droits fondamentaux du Chrétien et dans l'Église dans la societé, Friburgo 1981; especialmente P. LOMBARDÍA, Los derechos fundamentales del cristiano en la Iglesia y en la Sociedad, en «Les droits…» cit., pp. 15 y ss.

21.          P. LOMBARDÍA, Lecciones de Derecho canónico, Madrid 1984, pp. 74-75.

22.          J. HERVADA, Pensamientos de un canonista en la hora presente, Pamplona 1988, pp. 124-125.

Tadeusz Kotlewski

“No se puede confiar en alguien, en cuyo amor uno no cree” P. Young

1.            Vencer la desconfianza

1.1.       La herida de la desconfianza 

Parece que la civilización contemporánea produce en el hombre diversos tipos de hambre. Uno de ellos es el hambre neurótica de amor, que nunca acaba de estar satisfecha [1]. El hambre de amor no se puede satisfacer, porque el individuo de hoy carece de unas buenas relaciones interpersonales, profundas e íntimas. Las necesidades neuróticas bajo el influjo de las cuales se guía la persona, generan insatisfacción y un vacío interior. Se podría decir que hay una codicia y una posesividad, que en definitiva es la búsqueda de alguna forma de "ser amado", actitud que consiste en estar constantemente pidiendo amor, y que en realidad es un clamor egoísta, es un monólogo en el que no hay el otro en la pareja, no hay comunicación alguna [2].

La persona que en su comportamiento se guía por tal hambre, en realidad está esperando un amor incondicional, pero por sí mismo no quiere dar nada. Es más, se aprovecha de los demás para sus propios fines, ignorando sus necesidades, sin siquiera tolerar sus diferencias. Además, tiene miedo a ser rechazado y abandonado; por eso, una persona así suele ser celosa de un modo neurótico. En definitiva, en el fondo de su alma, el individuo ya no cree que alguien lo pueda amar y, por eso, todas las expresiones auténticas de amor humano las ve, generalmente, como una amenaza y como algo que la esclaviza. Así, el hambre interior de amor, que es insaciable, se convierte para el hombre en un camino de alienación y autodestrucción; dicha actitud adopta formas diversas. Sobre todo, se expresa en un cerrarse sobre sí mismo, aislándose de los demás, dañando a los otros y aprovechándose de ellos [3].

¿Dónde está el origen de tales conductas humanas?, o también, ¿Por qué las personas suelen ser, a menudo, tan desconfiadas, buscando e incluso a veces mendigando amor? La respuesta se puede encontrar en el corazón humano, que es donde ha echado raíces "el miedo primitivo" [4]. Entonces, uno se puede preguntar ¿Qué es este miedo primitivo? Es el hecho de no poder creer en un amor verdadero y auténtico. Es la herida de la desconfianza y de la incredulidad, que tiene sus raíces en el primer acto de desobediencia. En este contexto, vale la pena recordar las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica: “El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador, y abusando de su libertad, desobedeció el mandato de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5, 19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad” [5].

1.2.       La falta de fe en el amor

Se podría decir que el hombre tiene una necesidad natural de ser amado [6] y de experimentar el amor incondicional. En ello se expresa el anhelo del amor perfecto. Sin embargo, el hombre experimenta el amor condicional, posesivo y, a veces, interesado, lo cual deja en él una herida existencial. Por una parte se desarrolla en el individuo un gran deseo de amar, pero por otro lado aparece un cierto miedo ante el amor, miedo a ser herido [7]. Es una forma particular de experimentar su propia fragilidad, la cual se expresa por el sentimiento de haber sido herido y por haber experimentado la soledad; también adopta diversas formas de conducta, así como diversos modos de experimentar y expresar. Por lo general, éste es un tipo especial de búsqueda del amor y de la intimidad.

Así se puede ver que la persona humana lleva dentro la herida de la desconfianza, que afecta a la calidad y a la profundidad de sus relaciones, tanto con los demás, como consigo mismo y con Dios. La desconfianza genera falta de armonía interior. La intimidad ya no es intimidad [8], sino que a menudo se convierte en un buscarse a sí mismo [9]. Se trata de heridas recibidas en el círculo familiar, que son experiencias de cada uno [10.] Las heridas que se producen en el ámbito de la amistad resultan ser también familiares a quienes tenían expectativas que no se han cumplido. Las heridas en las relaciones de pareja son el resultado de la mutua incomprensión del amor; como consecuencia de ello, se trata dicho amor como si fuera una relación comercial de intercambio, el trueque de algo por algo. Es entonces cuando el amor puede pasar a ser una actitud de rechazo; más tarde genera odio o incluso una relación de indiferencia que puede causar la muerte del amor [11]. También hay heridas espirituales que son el resultado de una búsqueda errónea de Dios, es decir, del hecho de buscarse a sí mismo en lugar de buscar a Dios en sus caminos.

La búsqueda neurótica del amor no aporta nada en absoluto, sino que conlleva y profundiza todo tipo de problemas. La persona afectada mentalmente, psíquicamente, espiritualmente y moralmente, por lo general trata de ocultar sus propias heridas mediante máscaras. El hecho de ponerse máscaras denota que la persona tiene una imagen enfermiza de sí misma, puesto que a través de ellas ve el mundo como si fuera una amenaza para su felicidad y su sentimiento de seguridad. Entonces, el individuo adopta un comportamiento a la defensiva o, a veces, una actitud ofensiva, cuyo objetivo es la legítima autodefensa de uno mismo. Lo que es más, la persona se adapta a la realidad dolorosa que la rodea, poniéndose máscaras para poder sobrevivir. Lo hace todo con el fin de experimentar al menos un poco de amor, y también con el fin de mitigar el dolor o, también, para llenar el insoportable vacío interior [12]. El hombre utiliza los mecanismos naturales de autodefensa propia [13]. Algunos de estos mecanismos sirven para evitar más sufrimiento, mientras que otros se centran más bien en atraer y conquistar el amor de los demás.

La herida causa dolor. Hoy en día, es común pensar que el dolor debe ser rechazado, eliminado, por lo que hay que negarlo o al menos fingir que no existe. Se utiliza una gran cantidad de calmantes, que en realidad no curan. Se huye hacia la llamada “libertad”, en el alcohol, el sexo, en una exagerada vida social, las drogas, la vida pseudo-espiritual que ofrecen las sectas: todo ello no es más que la negación del dolor y de la inquietud interior. El dolor aceptado, es decir no rechazado, puede cumplir un papel constructivo. Nos recuerda que las heridas deben curarse, y no huir de ellas. El dolor rechazado, cuando uno procura alejarlo, genera nuevos anhelos, hambres y necesidades. El remedio para el dolor existencial es el amor. Pero ¿qué es el amor? El verdadero amor se expresa a través de la comunicación, en el diálogo, en la apertura mutua de las personas [14]. El amor es un movimiento espontáneo del corazón, pero no todo movimiento del corazón ayuda a crecer en el amor verdadero. Todo apego, sobre todo los apegos desordenados, restringen el amor, porque esclavizan o incluso matan la libertad, y el amor requiere libertad. Existe la creencia común de que el amor consiste en un sentimiento interior. Entonces, el hecho de que sintamos algo o no se convierte en un criterio esencial para valorar la realidad. Los sentimientos, pueden alcanzar un rango muy elevado, una gran magnitud, por lo que acaba siendo una referencia para muchas cosas. No hace falta decir que lo ilusorio es la identificación de los sentimientos con el amor. El amor no es sólo un sentimiento, es una decisión, un acto de la voluntad humana, que compensa la gran incertidumbre de los sentimientos, la inseguridad que conllevan [15]. El amor consiste en superarse a sí mismo, se trata de salir del propio mundo narcisista para abrirse hacia la novedad. Sólo la apertura hacia el amor auténtico puede ayudar al hombre a salir de sus propios miedos para superarlos. Sólo en el amor uno puede superar la propia desconfianza [16].

1.3.       Superarse a sí mismo

La superación de la desconfianza es un largo proceso de superación de uno mismo, lo que implica, en primer lugar, conocerse a sí mismo, luego saber aceptarse, para sólo entonces, al final del proceso, abrirse a la transformación interior. Tal transformación integral de la persona es el camino que lleva a romper con los temores y a liberarse del miedo irracional que uno tiene por su propia suerte; eso se realiza mediante el conocimiento de la verdad entera, para poder superar así el sentimiento neurótico de culpa [17], buscando y comprometiéndose en favor del bien, superando la baja autoestima, a base de ir descubriendo el propio valor que uno tiene y su dignidad personal, también liberándose de todos los apegos y sentimientos desordenados [18].

El conocimiento de uno mismo empieza con el descubrimiento de la mirada amorosa de Dios, que en Jesús, mira al mundo entero, así como al mundo interior de cada persona. Él mira con amor (cf. Mc 10, 21), a cada uno individualmente. Ve también miedos y ansiedades. Él ve los deseos y expectativas. No aparta la mirada al ver las heridas, sino que las cura con   amor. También contempla cada historia humana, todo mundo de relaciones, es decir, todo lo que constituye la vida cotidiana.

Romper con el miedo irracional se realiza en el amor y por el amor, abandonándose confiadamente en Dios, permaneciendo en sus brazos (cf. Lc 15, 20). “No cabe temor en el amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor, porque el temor entraña castigo; quien teme no ha alcanzado la plenitud en el amor” (1Jn 4, 18). El descubrimiento del amor y su dimensión tangible lleva gradualmente a liberarse de las ilusiones, del afán de edificar sólo sobre la base de lo que es visible y comprobable. Aceptar que hay otra realidad, que no se rige sólo por los sentidos, y tratar de vivir esta realidad es lo que ayuda a superar los miedos, el miedo por el propio destino.

El camino para llegar a conocerse a sí mismo, naturalmente abre al don de la auto-aceptación. Aceptarse a sí mismo, en la dimensión espiritual, es un tipo particular de camino espiritual. Esta ruta no se limita a mirar el crecimiento interior del hombre únicamente en una dimensión puramente humana. La experiencia espiritual, para que sea madura, exige que haya madurez también en otras áreas. El hombre, en todas las dimensiones de su ser, constituye una unidad. La aceptación, siendo la puerta de la esperanza, no significa la condescendencia del mal, un cerrar los ojos ante los defectos y debilidades. Se trata de aceptar toda la verdad sobre sí mismo, así como ayudar a que la verdad salga a la luz. Bajo los efectos de esta luz el hombre se ve a sí mismo de una manera nueva, en la perspectiva de la fe. En la base de la aceptación hay, por un lado, la fe, la fe en uno mismo y la fe en Dios, y por otro, está el amor que es la base de cualquier relación.

La auto-aceptación es un proceso, a veces largo. Es un camino en el que se necesita tener mucha paciencia, y a menudo se precisa de la ayuda cordial de otra persona; además, uno debe dedicar tiempo para hacer una reflexión personal, tomarse el tiempo necesario también para la oración, y adquirir la capacidad de convivir con uno mismo. De esta manera, en este camino, las personas aprenden a renunciar a realizar los propios deseos y buscar la gratificación de las necesidades naturales, en virtud del valor elegido, que es el amor. Aprender a renunciar es el camino para lograr un bien mayor. Es aquí donde aparece un lugar para la dimensión cristiana de la cruz,  y para encontrar su sentido en nuestra vida cotidiana. Eso abarca también la vivencia del perdón [19].

En el camino de la superación de la desconfianza, el hombre está llamado a trascenderse a sí mismo. Este proceso pretende alcanzar una transformación radical de toda la persona y tocar todos los aspectos de su vida psíquica y espiritual [20]. La superación de uno mismo se realiza a través de tres etapas que se pueden diferenciar del siguiente modo: conocer la verdad, desear el bien y liberarse de los apegos. El hombre va pasando por estas etapas, desde el deseo de conocer más, hasta el deseo de poder vivir de acuerdo con el bien, para finalmente, libre ya de los apegos, poder amar aún más. Podemos indicar la necesidad de cambiar, de la conversión, en varios niveles: intelectual (la mente), moral (la voluntad) y emocional-afectivo (el corazón) y religioso/cristiano [21]. Estos tipos de conversiones están estrechamente relacionados entre sí y crean armonía interior, lo que permite completar el proceso de la conversión que lleva a la transformación interior y radical [22]. Y así es como se realiza la transformación interior en Cristo, de acuerdo con las palabras de san Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2, 20a).

2.            El camino de la transformación

2.1.       El camino de la fe

El hombre lleva en su corazón la profunda necesidad de descubrir la verdad acerca de sí mismo y de toda la realidad que lo rodea. Al mirar la realidad, tanto la interior como la exterior, él desea comprender los procesos que se desarrollan en ella, que la componen. Este deseo de “entender” es en realidad el comienzo de una transformación de la mente, es decir, es el camino donde se va descubriendo y conociendo la verdad. Sin embargo, existe el peligro de caer en ilusiones, sobreestimar el papel del intelecto y llegar así a la conclusión de que ya se comprende todo, de haberlo conocido todo, y que no habrá cuestión alguna a la que no se le pueda dar una respuesta. Una persona así no posee la dimensión de la trascendencia y ha perdido el sentido del misterio. Cree que todo puede ser explicado en términos puramente humanos, si no ahora, ciertamente más tarde será posible hacerlo. 

En consecuencia, no se abandona con confianza en las manos de Dios, no se fía de Él, porque tiene miedo de sí mismo y de su vida. Quizás el individuo todavía cree en la existencia de Dios, pero cree en un Dios que está demasiado lejos de los asuntos humanos, que no entra en las vidas de las personas, ni siquiera está interesado en ello. A pesar de que cree en un Ser Superior, no obstante no es capaz de creer en Dios. Para una persona así, Dios no da respuestas a muchos de sus problemas [23].

Desde esta perspectiva, la persona no está dispuesta a aceptar el pasado en el que su vida está enraizada, puesto que no encuentra en ella el sentido ni la presencia de Dios. En cambio, trata de controlar el presente de diversos modos posibles, y quiere influir en todo lo que ocurre. Esta actitud genera en tal persona cautela, y así, tratando de ser muy precavido no logra disfrutar con los acontecimientos de cada día, ni es capaz de disfrutar de breves momentos ni de las pequeñas cosas cotidianas. No sólo eso, además suele mirar con cierta inquietud o ansiedad hacia el futuro, pues no se sabe lo que le pueda llegar, un futuro incierto que le puede sorprender, que se le presenta como un misterio inexplorado. Esta inquieta preocupación no propicia la creatividad, no permite explorar nuevos caminos, nuevas maneras de seguir adelante, sino que genera miedo e incertidumbre, así como un sentimiento de inseguridad. En otras palabras, el hombre que trata de edificar su vida únicamente en aquello que es racional y visible, cierra su corazón a la dimensión del misterio [24].

Una persona así sobrestima la importancia y el valor de las capacidades intelectuales, a veces sin entender el significado de sus propias capacidades. Es una especie de racionalismo frío, en el que no queda lugar para el corazón, de donde se desprende frialdad [25].

Se puede vivir en un mundo de ilusiones, mirando a la realidad que nos rodea y a uno mismo en un espejo deformante. Por eso, es necesario transformar y renovar la mente, mirando más allá. Para mirar de ese modo, tiene gran influencia el mundo que nos rodea, y por eso san Pablo escribe: “Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2). Esta invitación es un llamado a vivir la fe, porque sólo desde la perspectiva de la fe se puede descubrir la verdad fundamental de la existencia. “La fe cristiana –escribe el Papa Francisco– está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos. (…) La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último” [26].

Justo entonces la persona empieza a percibir la realidad de otro modo, pues se le aparece de otra manera, la ve desde una perspectiva diferente. Esta verdad que acaba de descubrir le enseña constantemente a distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal. Un hombre de fe descubre una vez más que la realidad es un misterio, que lo atrae a la vez que lo deja un tanto inquieto: misterium tremendum et fascinosum. La fe lleva al conocimiento de la realidad, en su totalidad [27].

Cabe recordar aquí, que en sentido bíblico, el término “conocimiento” no significa sólo la percepción de una realidad, sino que también implica permitir dejarse involucrar por lo que se va conociendo. Este conocimiento de Dios y lo que Él ha creado, por lo tanto, no es un conocimiento meramente intelectual, sino un compromiso personal, que tiene su origen en el reconocimiento de las obras de Dios y se expresa a través de la fidelidad y la obediencia a la ley de Dios. El verdadero conocimiento de Dios nos es dado en Jesucristo. La gracia de conocer a Jesús significa tener una relación vivificante con Él, la cual se inspira en el amor, y cuyo creador es el Espíritu Santo [28].

La visión bíblica muestra la necesidad de sanar aquello que en nosotros es enfermizo y débil. En este contexto, aparece la necesidad de sanar nuestros sentidos a través de los cuales percibimos la realidad, a fin de que no caigamos en una ilusión. A su vez, este camino exige la curación de nuestra memoria, a fin de que no codifiquemos dicha ilusión, para que no intentemos edificar el mundo conforme a ella. Para sanar nuestra percepción de la realidad, necesitamos tener una nueva sensibilidad que nos revele de nuevo la verdad fundamental: Dios es el Señor de todo el mundo, y el hombre es su siervo. Más aún, Dios es mi Señor, y yo soy su siervo. Es necesario pues buscar apoyo en Dios.

El proceso de transformación de la mente afecta también a la memoria, la cual precisa ser sanada. La memoria no es sólo un lugar donde los eventos son codificados, como hechos concretos o conocimientos, no es una mera crónica de los hechos. Es algo muy dinámico y activo. En muchas ocasiones la memoria es variable y a menudo está algo enferma, porque “no nos recuerda, no nos hacer vivir de recuerdos o simplemente nos recuerda sólo ciertos acontecimientos fragmentarios, lo cual puede generar ansiedad y confusión; a menudo, no sabe interpretar aquello que nos recuerda, no sabe amar ni contemplar o –más importante si cabe– quisiera olvidar y borrar” [29]. Al mirar de ese modo la memoria humana, se puede afirmar que ésta precisa de una sanación, ya que juega un papel importante en la formación y transmisión de la fe. La Biblia hace hincapié en este aspecto de la memoria, que nos recuerda cosas, es decir, que nos hacer revivir de nuevo ciertas realidades que se han producido en el pasado. En el libro del Deuteronomio está escrito: “Acuérdate de todo el camino que Yahvé tu Dios te ha hecho recorrer” (Dt 8, 2). Hacer referencia a la memoria, apelar a los recuerdos no es sólo una evocación del pasado, de hechos ocurridos, sino también representa una mirada hacia el futuro. No es una mera crónica de los hechos, sino un resurgimiento, para vivir nuevamente la experiencia y vivencias que anhelan poder ser un fundamento para la vivencia del futuro que se avecina. “Recuerda” en el sentido bíblico, significa “conmemora”, “vive con solemnidad”, “celebra”. Así, recordar es revivir solemnemente muchas cosas que el Señor ha hecho.

Crecer en la fe significa, pues, descubrir y recordar cada día la bondad del amor de Dios, inscrito en la historia de cada ser humano. La fe del hombre se convierte en algo esclerótico, cuando éste pierde el sentido del retorno al pasado, en el que Dios estuvo presente en cada uno de sus acontecimientos. En la experiencia de la fe, la “memoria” juega un papel importante, ya que hace que los recuerdos y la vivencia de la historia se conviertan en una fe muy personal [30].

2.2.       El camino de la esperanza

Al hombre, cuando busca del verdadero rostro de uno mismo y de Dios, no le basta el convencimiento de que Dios es Señor de toda la creación y que él es su siervo. Así, el alma procura aceptar esta verdad y trata de vivirla, pero sigue notando que se encuentra insatisfecha y con ganas de algo más. Comienza a darse cuenta de que para ir formando en positivo su propia imagen influyen en gran manera otras relaciones humanas, en particular, la relación entre un hijo/hija con el padre y del padre con el hijo/hija [31].

La relación entre padre e hijo / hija y del hijo / hija con el padre consiste, en gran medida, en la formación de la voluntad, lo cual se refleja en el modo actuar. A menudo, esta dimensión suele ser dominante sobre las demás, de tal modo que se puede llegar a la conclusión de que basta con tan sólo querer. Entonces, se generan ilusiones que sobreestiman la importancia de la voluntad, sobre la cual se puede apoyar el funcionamiento de toda la persona. La autosuficiencia es una de ellas. Quien está convencido de su autosuficiencia suele estar muy encerrado en su propio mundo, y en todo lo que ya ha logrado. Entonces, ya no es capaz de agradecer, porque considera que todo lo debe a sus propios esfuerzos. En el fondo, se considera ya una persona santa o, incluso, se cree un salvador, a quien más bien hay que dar gracias por todo lo que hace. El convencimiento personal de su grandeza hace que sea incapaz de reconocer sus propias limitaciones, que le recuerdan su propia fragilidad y debilidad. Una persona así niega, minimiza o atribuye a los demás las manifestaciones de sus propias limitaciones e insuficiencias. El adentrarse por estos caminos, puede llevarlo a la convicción de su propia perfección, que precisamente ha logrado gracias a sus propios esfuerzos personales y a la austeridad y a las renuncias de la vida que ha llevado. Con el paso del tiempo puede llegar a ser legalista y perfeccionista; es decir, se convierte en alguien “perfecto” en lo que se refiere al cumplimiento de la ley, en su dimensión externa, y así seguirá creciendo con la convicción de que este modo de vivir la observancia de la ley es suficiente para todo. Si uno se fija en la totalidad de dicha actitud, ve que el hombre se va convirtiendo en alguien triste, que a toda costa quiere demostrar a los demás que es muy bueno. Una actitud así exige que haya un cambio, sobre todo, en las capas más profundas del ser, a fin de sé que la persona sea capaz de construir sobre la verdadera realidad, no sobre ilusiones. Para ser capaz de adentrarse por este camino de la transformación de la voluntad, es necesaria la esperanza y hay que abrirse a una profunda relación con Dios, que es Padre [32].

En este sentido, se pueden ver dos actitudes emergentes. La primera destaca la brecha entre el padre y el hijo o la hija, es decir, la falta de una estrecha relación, o incluso se trata de la situación cuando se huye de tal relación. Esta actitud se basa en la experiencia del miedo que el hijo/hija tiene hacia su padre, y por lo tanto es un intento de superar el miedo o de encubrirlo, ocultarlo. La segunda actitud se basa en una excesiva dependencia del hijo/hija en relación con su padre, lo cual puede llevar a una falta de iniciativa y a la pasividad. En relación con Dios, ambas tendencias pueden adoptar la forma de un exceso de actividad (el activista) o pasividad (tendencia a una forma de pensar mágica) [33].

Ambas actitudes denotan una imagen de Dios y de uno misma enfermizas. Dios aparece como un “papá benevolente” (dependencia excesiva) o como un juez, un policía, como el fiscal en un juicio (una relación distante), o puede ocurrir que Dios se lo veamos como una persona. La sanación de las heridas, en ambos casos, al tratarse de un proceso, se realiza a través del descubrimiento gradual del propio valor y al percatarse de las propias limitaciones, de los propios límites, para así poder encontrar a Dios con su “verdadero rostro”. El descubrimiento de Dios como Padre [34] lleva a un deseo de hacer el bien, no por haber sido forzado a ello, por obligación, sino en la libertad, para comprometerse en su causa. Es el camino de la esperanza, ya que el hecho de descubrir la grandeza de Dios y su particular cercanía muestra la grandeza y la dignidad del hombre [35].

Jesús sorprende a todos, al revelarlos a Dios como Padre, que celebra, pero no tanto por la celebración de Su Majestad, sino en la sencillez del Padre, que encontró a su hijo (cf. Lc 15, 1-15). ¿Por qué el Padre se alegra y quiere celebrarlo? El hijo que regresa a la casa del padre es motivo suficiente para celebrarlo. El hijo regresa, reconoce su situación vital en la verdad. El reconocimiento de sus limitaciones, de sus debilidades, de su pecado no es castigado, ni la persona es privada de hacer el bien. En otras palabras, quien reconoce su pecado, sus limitaciones, la insuficiencia de su ser experimenta el amor gratuito de Dios, que, a la vez que es don, es también un compromiso y una invitación a hacer el bien. Dios, que es Padre, libera del miedo y de la superstición. Él invita a su fiesta para compartir su alegría. Él abraza y acoge a todos, especialmente a aquel que se siente débil, enfermo y perdido. ¿Cómo se puede tener miedo de un Dios así? [36]

2.3.       El camino del amor

En relación con Dios, y en el hecho de ir descubriendo una imagen positiva de sí mismo, el individuo está invitado a hacer un paso más. Descubre su profundo deseo de amistad y aspira a convertirse en un amigo de Dios, un amigo del prójimo, y también un amigo de sí mismo. Un amigo es alguien que está cerca y que, en particular, experimenta el amor y él también ejerce la caridad para con los demás. La amistad nace del amor y el amor se multiplica, engendra más amor. En este contexto, vale la pena señalar que el anhelo de experimentar la amistad se inscribe profundamente en el mundo interior del hombre que, por naturaleza, lleva dentro el deseo de amar. El hombre anhela el amor y desea realizarse en el amor [37].

La condición básica para el amor es dejarse amar para poder amar, para ser capaz de amar. En primer lugar, ¡no se debe tener miedo del amor! El temor, el hecho de tener miedo de entrar en relación no va a cambiar nada. Hay que arriesgarse. Así como por un lado no hay que tener miedo del amor [38], por otro uno debería liberarse de toda preocupación por ser amado. Esta actitud surge del apego, que obstruye el amor. La persona se da cuenta, a menudo, de una actitud pasiva que consiste en esperar pasivamente que llegue el amor, que surge del convencimiento que nos hace creer que eso es algo que sucede. El amor, sin embargo, no es algo que suceda en pasividad de uno, sino que consiste más bien en salir de sí mismo y salir al encuentro del amor. Por lo tanto, no tiene otro remedio que pasar de la expectativa de ser amado a ponerse a amar a los demás. El amor engendra amor [39].

Cuando alguien se arriesga a amar a otra persona es cuando experimenta el amor. En la vida, no es suficiente procurar tener lo que se llama relaciones correctas, que carecen de carga emocional-afectiva. Tal vez todo esté en su lugar adecuado, pero falta el corazón. La madurez emocional requiere edificar relaciones humanas basadas en sentimientos y emociones sanas. Entrar de ese modo en el ámbito de las relaciones humanas ayuda a tener una buena experiencia del amor de Dios. Es más, sólo cuando el individuo ama es cuando experimenta lo mucho que es amado por Dios. Este camino le lleva a descubrir que es Dios quien lo ha amado primero. La persona que se preocupa demasiado por ser amado no permite a Dios que la ame. Dejarse amar por Dios significa descubrir la amistad que Jesús tiene con cada uno, sin excluirse a sí mismo. Sirvan de ejemplo los discípulos de Juan el Bautista, que siguieron a Jesús (cf. Jn 1, 35-42).

El camino de la transformación lleva al hombre a redescubrir el amor en sus tres dimensiones. El amor es uno, pero se expresa de una manera triple, es decir: como respeto y reconocimiento de sí mismo (amarse a sí mismo), buscando solícitamente el bien del prójimo, siendo responsables de él (el amor al prójimo), y rendir honor a Dios, con temor de Dios (el amor de Dios). Esta triple dinámica ilustra el crecimiento en el amor, así como el desarrollo de la amistad resulta ser tan cercano a todos.

El amor de sí mismo no es una expresión de egoísmo o de “amor propio” (que sería sinónimo de concupiscencia y de buscarse a sí mismo de un modo egocéntrico), ya que la persona egoísta no es que se ame a sí misma demasiado, sino en realidad demasiado poco; de hecho, se odia a sí misma. El egoísmo y el amor son dos realidades contrapuestas. Amarse a sí mismo se fundamenta en una necesidad básica de todo ser humano; consiste en la actitud realista de aceptarse a sí mismo, de tenerse respeto, aprecio por uno mismo; significa también saber alegrarse de sí mismo [40]. En esta perspectiva,     con una actitud positiva hacia sí mismo, comprendida de ese modo requiere que se cumplan unas condiciones esenciales, para que pueda entrar en el camino de amarse a sí mismo. Es todo un arte que debe ser aprendido.

El mandamiento bíblico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” indica claramente que el respeto, el amor y la comprensión hacia uno mismo no pueden separarse de la solicitud, el sentido de responsabilidad, el respeto, el conocimiento de la integridad y singularidad del prójimo. Una cosa supone la otra, más aún, uno exige otro lo otro. No se puede hablar de amor a sí mismo, si no hay respeto para con el prójimo. Entonces, ¿qué es el amor humano?

De un modo descriptivo, se puede definir el amor como una entrega, que a la vez es compromiso respetuoso, tierna solicitud y una firme voluntad de permanecer junto al otro [41], pero no tensando la cuerda para emitir comentarios críticos, buscando cómo descubrir las deficiencias y debilidades del otro, sino más bien como una tierna solicitud llena de respeto y comprensión. Basta con mirar el amor que una madre tiene por su hijo, para ilustrar esta realidad. El respeto y una tierna solicitud no son muestras de una espera pasiva, sino el efecto de la apertura del corazón, una expresión de la buena disposición de la voluntad [42].

Esto se refiere no sólo a relación con las personas, sino también a la relación con todo el mundo. En esta perspectiva, el ser humano no sólo ama a otra persona, sino que es un amante de la vida. Es decir, respeta todos los seres vivos. Respeta, cuida de todas las creaturas.

El amor se expresa en el cuidado solícito y el compromiso, la entrega, y sigue siendo eso, a pesar de las dificultades y las ansiedades. En la sencillez de la entrega, de este darse mutuamente, en el amor humano se manifiestan sus rasgos fundamentales En primer lugar, el amor „no hace diferencias” entre unos y otros, entre buenos y malos, santos y pecadores. El amor ve el corazón del hombre, mira en su interior, en sus capas más profundas. Las personas pueden no ser conscientes de lo que están haciendo. En segundo lugar, el amor por su propia naturaleza, es desinteresado. „Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha” (Mt 5, 4). Para poder alcanzar este espíritu del amor desinteresado, hay que abrir los ojos y “ver”. A veces basta con mirar para ver que el amor, en realidad, enmascara el egoísmo y sus propios deseos. Precisamente, se puede dar para recibir.

Por último, la característica más importante del amor es la libertad, puesto que no ata, no crea apegos, no exige nada, no espera nada a cambio. En el amor, uno no está obligado, forzado. Dónde comienzan las coacciones, allí se acaba el amor. El amor es también, en cierto sentido, la ascesis, porque exige del hombre un esfuerzo, pues no bastan las buenas intenciones ni sólo los buenos sentimientos. Sí, para amar hay que poner empeño, uno debe esforzarse, considerar las cosas detenidamente, hay que exigirse a sí mismo, llevar a cabo ciertos propósitos, que generalmente suponen sacrificio. Esta es la actitud que nos muestra el Buen Samaritano del Evangelio (cf. Lc 10, 30-37). Dicha actitud produce frutos, los frutos bienaventurados del amor [43]. El amor de Dios expresa plenamente y completa lo que uno está bus- cando y aquello dónde se encuentra el sentido más profundo de la vida. El amor de Dios se manifiesta en la actitud del temor de Dios, que abre a la trascendencia. En la Biblia, el temor de Dios va de la mano del amor de Dios, porque el amor no se limita al ámbito de los sentimientos, sino que involucra y compromete a toda la persona, y se concretiza en la observancia de los mandamientos y las palabras de Dios [44]. El temor de Dios es el fundamento de la fidelidad a las promesas y a los mandamientos. El miedo no es lo mismo que el temor de Dios. El miedo surge, entre otras cosas, de una excesiva preocupación por sí mismo, del sentimiento de inseguridad y, como consecuencia, puede conducir a la cerrazón, a un encerrarse en sí mismo en una actitud de aislamiento. En la actitud del temor de Dios, el hombre confiesa y reconoce que Dios es el Señor de su vida, que Dios es el Señor de todo. En su base radica la reverencia, es decir, el respeto. San Ignacio de Loyola dice que “el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor” [45].

Jesús, al responder a la pregunta que le hizo un maestro de la ley, dice: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Lc 10, 27). En otras palabras, se puede decir que amar a Dios con toda mente, significa creer en Él mediante una actitud de humilde confianza, y aceptar que su palabra es la verdad. Amar a Dios con todas las fuerzas equivale a abrirse a su perdón, para llevar el perdón a los demás. Amar a Dios con toda el alma es sacar de Él la savia vivificante para poder vivir. Amarlo con todo el corazón es entregarse a él sin reservas, totalmente. Amar con todo nuestro ser significa poner a Dios en el centro de nuestra vida, no en la periferia. Y para eso se requiere que una persona ponga de su parte un esfuerzo diario con el fin de ordenar sus propias vidas para restaurar el lugar que le corresponde a Dios. Para profundizar en el vínculo de amor con el Creador, es necesario haber experimentado la soledad, se precisa disponer de tiempo para permanecer junto a Él, para estar a solas con Él. Estos momentos de intimidad y cercanía permiten que se revele su amor y se puede experimentarlo [46].

El camino del amor de Dios es por lo general largo y exige que el hombre se libere de todos los ídolos, de la ilusión del miedo y la ansiedad. Uno puede apegarse a ciertas experiencias, vivencias, situaciones en las que Dios se nos ha dado, pero al final podemos perder en el horizonte a Dios. A veces, se trata de una lenta sanación en nosotros de todo aquello que es difícil, enfermo, dolorido, y débil. No hay nada que se consiga de repente. El proceso de curación de la imagen enfermiza que tiene es lento, pero efectivo, porque el amor genera más amor. No hay nada mejor para curar las heridas que un bálsamo de amor. La persona que ha experimentado el amor de Dios, descubre que se convierte en un amigo de Dios [47].

***

En resumidas cuentas, se pude afirmar que la superación de la desconfianza es un proceso que afecta a toda la persona. En efecto, no se puede confiar en alguien, en cuyo amor no puedo creer. La confianza está estrechamente relacionada con el amor. La desconfianza se cura a base de amor, misericordia, bondad y con la justicia que desciende de lo alto, al igual que “del sol salen los rayos del sol, como si fuera una fuente de agua” [48].

Entrar en el camino de la superación de la desconfianza, significa abandonarse en Dios, desde la fe, entregándole todos los miedos e inquietudes, descubrir en la esperanza el rostro sereno del Padre, que está esperando en la puerta, que sale a nuestro encuentro con los brazos abiertos, restaura dignidad de uno y hace entrar de nuevo en su casa; también significa dejarse amar en el amor, para ser capaz de amar con un amor más auténtico. Es un viaje de sanación en el amor y a través del amor. Es el camino desde miedo a amor [49]. Confiar, creer y amar es el camino de una transformación interior y radical para que uno pueda encontrarse a sí mismo y luego abrirse al Dios vivo y el prójimo. Este camino porta a la verdadera fuente de la vida donde el hambre neurótico de amor va a ser superado y uno en fin queda satisfecho. El verdadero amor nace de la contemplación, no de la acción. Si sólo fuera acción, acabaría siendo puro activismo. La contemplación al AMOR [50] es la fuente auténtica de la misión y la vocación. En efecto, el hombre saca de la contemplación las fuerza, la motivación y el deseo de construir relaciones humanas, reparar las relaciones rotas y fortalecer aquellas relaciones que son débiles.

Tadeusz Kotlewski, en researchgate.net/

Notas:

Cf. C. Guarreschi, Las nuevas adicciones. Internet, trabajo, sexo, teléfono celular, compras, Grupo Editorial Lumen, Buenos  Aires-México 2000, p. 18-19; M. Valleur, J.-C. Matysiak, Las nuevas adicciones del siglo XXI. Sexo, pasión y videojuegos. Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 2005, p. 29-332.

2   Cf. T. Kotlewski, Cywilizacja uzależnień a Reguły [służące] do zaprowadzenia ładu w jedzeniu, in: W. Królikowski (red.), Świat ludzkich głodów. Wokół Reguł służących do zaprowadzenia ładu w jedzeniu św. Ignacego Loyoli, Wydawnictwo WAM, Kraków 2012, p. 99-101.

3   Cf. G.G. May, Addiction & Grace. Love and Spirituality in the Healing of Addictions. HarperOne, New York 1991, p. 13-15.

4   J.-M. Verlinde, Na drogach uzdrowienia wewnętrznego, Wydawnictwo AA, Kraków 2008, p. 109.

5   Catecismo de La Iglesia Católica, Nueva edición conforme al texto latino oficial, Asociación De Editores Del Catecismo, Bilbao 2012, no 397.

6   Cf. G.G. May, The Awakened Heart. Opening Yourself to Love You Need. Harper, San Francisco-New York 1991, p. 1. Véase también R.E. Rogowski, Stworzony do miłości, “Życie Duchowe” 2002 nr 29, p. 12-13.

7   Cf. J.-M. Verlinde, op. cit., p. 109-110.

8   “La intimidad –subraya L. Sperry– se refiere a aquellos sentimientos de  una relación que promueven la cercanía o el apego y también la experiencia de cordialidad. (…) La intimidad es una relación personal estrecha, familiar y a menudo afectuosa con otra persona que implica un profundo conocimiento de esa persona y también una expresión proactiva de los propios pensamientos, sensaciones y sentimientos que sirven como muestra de familiaridad”; L. Sperry, Sexo, sacerdocio e Iglesia, Editorial Sal Terræ, Santander 2004, p. 28. Véase también P. Collins, Intimacy and the hungers of the heart. The Columba Press/Twenty-Third Publication, Mystic, Dublin-Connecticut 1991, p. 17-23.

9   Cf. M. Kelly, Los siete niveles de la intimidad. El arte de amar y la alegría de ser amado. Editorial El Ateneo, Buenos Aires 2006, p. 25-26.

10    Cf. J.-M. Verlinde, op. cit., p. 111.

11    Cf. P. Lauster, El Amor. Psicología de un fenómeno, Mensajero, Bilbao 1992, p. 117-119.

12    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, Ośrodek Odnowy w Duchu Świętym, Łódź 2006, p. 17-18.

13    Cf. A. Cencini, A. Manenti, Psicologia e formazione. Strutture e dinamismi, EDB, Bologna 1986, p. 237-239.

14    Cf. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, Editorial Sal Terræ, Santander 1990, no 231.

15    “El amor no se puede reducir a un sentimiento que va y viene –escribe el Papa Francisco- Tiene que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra persona, para construir una relación duradera; el amor tiende a la unión con la persona amada”; Papa Francisco, Carta Encíclica Lumen fidei, Librería Editrice Vaticana, Roma 2013, no 27.

16    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 42-43.

17    Cf. id, Skrupuły a depresja, in: W. Królikowski (red.), Świat moralnych lęków. Wokół Reguł o skrupułach św. Ignacego Loyoli, Wydawnictwo WAM, Kraków 2010, p. 137-138.

18    Cf. Ignacio de Loyola, op. cit., no 1. Véase también L.M. García Domínguez, Las afecciones desordenadas. Influjo del subconsciente en la vida religiosa, Mensajero/Sal Terræ, Santander-Bilbao 1992, p. 25-30; T. Kotlewski,  Z sercem hojnym i rozpalonym miłością. O mistyce ignacjańskiej, Wydawnictwo RHETOS, Warszawa 2005, s. 146-151.

19    Cf. J. Wolski Conn, W. E. Conn, Self-sacrifice, self-fulfillment or self-transcendence in Christian Life? Hunan Development. The Jesuit Educational Centre for Human Development vol.3, no.3, 1982, p. 25-28

20    El tema de la transformación es central para la espiritualidad cristiana. Véase E. Howells, Introduction, in: E. Howells, P. Tyler (eds.), Sources of Transformation. Revitalizing Christian Spirituality, Continuum International Publishing Group, London-New York, 2010, p. XI.

21    Cf. A. Cencini, Amerai il Signore tuo. Psicologia dell’incontro con Dio. EDB Bologna 1988, p. 91. Véase también D. L. Gelpi, The Conversion Experience. A Reflective Process For RCIA Participants And Others. Paulist Press, Mahwah, NJ 1998, p. 26-39.

22    Cf. L. Sperry, Transforming Self and Community. Revisioning Pastoral Counseling and Spiritual Direction. The Liturgical Press, Collegeville, Minnesota 2002, p. 117-118.

23    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 74-75.

24    Cf. T. KotlewskI, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 33-34.

25    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 100-102.

26    Papa Francisco, Carta Encíclica Lumen fidei, no 15.

27  “La comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor   de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad; ibídem, nº 26.

28    Cf. P. Rossano, G. Ravasi, A. Girlanda (eds.), Nuovo Dizionario Di Teologia Biblica, Edizioni Paoline, Milano 1988, p. 742-743.

29    A. Cencini, op. cit., p. 103.

30    Cf. Rossano, G. Ravasi, A. Girlanda (eds.), op. cit., p. 900-903.

31    Cf. C. Risé, Il Padre. L’assente inaccettabile. Edizioni San Paulo, Cinisello Balsamo 2003, p. 11-18.

32    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 38-40.

33    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 72-74.

34    Cf. C. Risé, op. cit., p. 33-38.

35    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 92-93.

36    Cf. T. Kotlewski, Garść nadziei, Ośrodek Odnowy W Duchu Świętym, Łódź 2005, p. 52-53.

37    Cf. R. E. Rogowski, op. cit., p. 12.

38    Cf. M. Kelly, op. cit., p. 23-24.

39    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 44-45.

40    Cf. P. Lauster, El Amor. Psicología de un fenómeno, Mensajero, Bilbao 1992, p. 49-51.

41    Cf. M. Kelly, op. cit., p. 64-67.

42    Cf. P. Lauster, op. cit., p. 43.

43    Cf. T. Kotlewski, Garść nadziei, p. 25.

44    Cf. Rossano, G. Ravasi, A. Girlanda (eds.), op. cit., p. 46-47.

45    Cf. Ignacio de Loyola, op. cit., no 23.

46    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 106-107.

47    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 60-61.

48    Ignacio de Loyola, op. cit., no 237.

49    Cf. H. Nouwen, Spiritual Formation. Following the movements of the Spirits. HarperOne, New York 2010, p. 79-80.

50    Cf. Ignacio de Loyola, op. cit., no 230-237.

José Miguel Cejas

San Josemaría siempre amó y veneró a los religiosos. Recogemos un autógrafo suyo dirigido a los miembros del Opus Dei, donde les decía: "Una gran misión nuestra es hacer amar a los religiosos".

Devoción a santos religiosos

San Josemaría tenía mucha devoción a fundadores de órdenes religiosas como San José de Calasanz, con quien le unían lejanos vínculos de parentesco, ya que su abuelo paterno había nacido en el mismo pueblo que el fundador de las Escuelas Pías, en Peralta de la Sal, a 20 kilómetros de Barbastro.

En su predicación y en sus escritos citaba con frecuencia a Teresa de Ávila, a Juan de la Cruz, a Teresa de Lisieux y otros santos del Carmelo. Tenía un gran afecto y devoción por san Juan Bosco.

En su familia, profundamente cristiana, además de contar con varios sacerdotes, había varias religiosas.

Como tantas personas de su tiempo, Escrivá recibió formación cristiana en dos colegios de religiosos. A los tres años comenzó a ir al Parvulario en el Colegio de las Hijas de la Caridad de Barbastro, el primer colegio de niñas que tuvo en España la Congregación fundada en 1633 por San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac. Estuvo allí de 1905 a 1908 y tuvo siempre un profundo agradecimiento hacia las Hijas de la Caridad; y sufrió profundamente —hasta llegar a las lágrimas—cuando supo que una de esas religiosas, que había sido amiga y compañera de su madre, había sido asesinada durante la persecución religiosa.

A los siete años pasó al Colegio de los PP. Escolapios de Barbastro. Curiosamente, también fue el primero que estos religiosos abrieron en España. Un religioso escolapio, el P. Manuel Laborda de la Virgen del Carmen, (Borja Zaragoza, 1848 — Barbastro, 1929), fue su profesor de Religión, Historia, Latín y Caligrafía, le preparó para la Primera Comunión, y le enseñó una oración de comunión espiritual que recitó durante toda su vida y transmitió a miles de personas:

–«Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos».

Su vocación

Dios se sirvió, para mostrarle la llamada al sacerdocio, de un piadoso carmelita. Al joven Escrivá le conmovió ver las pisadas en la nieve de un religioso, José Miguel de la Virgen del Carmen, durante las Navidades de 1917-1918 en Logroño.

Fue a conversar con él para discernir qué le estaba pidiendo Dios y determinó hacerse sacerdote. Guardó siempre gran amor hacia la Orden del Carmelo y un grato recuerdo de este religioso, con el que se encontró de nuevo en Burgos en 1938. El P. José Miguel murió el 23 de septiembre de 1942.

Ya en Madrid, tuvo relación con religiosas de vida santa, como la fundadora de las Damas Apostólicas o Mercedes Reyna O´Farril, religiosa del Patronato de Enfermos, nacida en la Habana, que murió en olor de santidad el 23 de enero de 1929. El Fundador se sintió inclinado a confiarse a su protección, a raíz de su muerte, pues la atendió en su última enfermedad.

Un agustino, Eduardo Zaragüeta, dejaba constancia de estas realidades en La Voz de España de San Sebastián (8 de julio de 1975): “Los agustinos sabemos de su carácter y de su sencillez cordial cuando dio ejercicios en el monasterio de San Lorenzo el Real, de El Escorial. Escrivá amaba a San Agustín y la rica tradición de la Orden que él fundara hace dieciséis siglos, en circunstancias muy parecidas a las actuales”.

Fray Joaquín Sanchis Alventosa, franciscano, que ocupó puestos de gobierno relevantes en su Orden, y participó activamente en el Concilio Vaticano II, no ha olvidado los primeros pasos del Opus Dei en Valencia, allá por el año 1939. La casa de la calle de Samaniego, sede de una residencia de estudiantes, estaba cerca de su convento de San Lorenzo, y el director de la residencia les encargó que celebrasen allí diariamente una Misa y oficiasen los sábados la Bendición con el Santísimo. Surgió así una relación muy amistosa, de la que Fray Joaquín elogia “el cariño y las deferencias que tenían con nosotros, religiosos franciscanos, aquellos universitarios que empezaban a vivir una espiritualidad seglar. Esta veneración era muestra del amor al estado religioso que Mons. Escrivá infundía en esos hijos suyos, que buscaban la santificación en medio de sus afanes profesionales”.

Quedaba claro –como la Iglesia universal sancionaría andando los años– que la vida en el Opus Dei es muy diversa de la vocación religiosa. Pero esta nítida diferencia, lejos de ser motivo de separación, lleva a la admiración y al cariño mutuos. Si a Fray Joaquín le encantaba que unos jóvenes universitarios le tratasen con tanto cariño, emociona también la grandeza de espíritu –magnanimidad cristiana– con que este fraile franciscano se alegra al ver la misericordia de Dios en las actividades del Opus Dei: “Muchos ex–alumnos de nuestros colegios franciscanos me han contado el papel decisivo que para ellos ha tenido el apostolado de la Obra a su llegada a la Universidad. No pocos han recibido la vocación al Opus Dei. Me viene ahora a la memoria el gozo que me produjo encontrar, en Roma, a uno de mis queridos ex–alumnos, que había recibido la ordenación como sacerdote del Opus Dei”.

Llamada universal a la santidad

El Fundador del Opus Dei difundió por todo el mundo la llamada universal a la santidad, también y sobre todo para los seglares. Pero, como reconoce el P. Aniceto Fernández, que fue Maestro General de los Dominicos, esta realidad nunca significó en él, ni en los socios de la Obra, “una minusvaloración o censura de la vida religiosa, ni disminuir en nada la excelencia de la vocación religiosa”.

Otra manifestación práctica de su amor a los religiosos aparece en la decisiva ayuda que prestó para la restauración de la Orden de los Jerónimos, en el Parral (Segovia), desde 1940. José María Aguilar Collados, monje jerónimo, testifica que debe su vocación de jerónimo a Mons. Escrivá de Balaguer, y amplía con los nombres de algunos estudiantes, a los que también el Fundador del Opus Dei confirmó en su camino de religiosos.

Se desvivió, en la medida que le dejaron sus obligaciones, por atender espiritualmente a los religiosos que se lo pedían. Recuerda el beato Álvaro del Portillo los Ejercicios que predicó en el Escorial:

“Del 3 al 11 de octubre de 1944, nuestro Fundador predicó los ejercicios a los Agustinos del Monasterio de El Escorial, con su salud muy maltrecha: tenía un antrax enorme en el cuello, y una fiebre altísima. Fue entonces cuando le diagnosticaron la diabetes; sin embargo, cumplió su compromiso de predicarles. El Provincial de los Agustinos, Padre Carlos Vicuña, me escribió el 26 de octubre: voy a darle una breve impresión de los ejercicios espirituales dados por don José María Escrivá a los religiosos agustinos del Real Monasterio de El Escorial en este mes de octubre".

Todos coinciden en que superó todas las esperanzas y satisfizo plenamente los deseos de los Superiores; ahora esperamos de Dios que el fruto sea muy abundante. Todos sin excepción (Padres, teólogos, filósofos, hermanos y aspirantes) estaban pendientes de sus labios sin respirar, como suele decirse; sus conferencias de 30 y 35 minutos les parecían de sólo diez, cautivados por aquel torrente de fervor, entusiasmo, sinceridad y efusión de corazón.

'Le sale de dentro, habla así porque tiene vida y fuego interior'; 'es un santo, un apóstol; si le sobrevivimos muchos de nosotros le hemos de ver en los altares...', son las expresiones que he escuchado de los oyentes.

Es muy de notar la rara unanimidad en los elogios, sobre todo tratándose de un auditorio de intelectuales y especialistas en gran proporción. No se ha oído una sola voz menos favorable. Es verdad que venía precedido de una aureola de santo, pero no es menos cierto que, lejos de defraudarla, la ha confirmado".

El milagro para la beatificación

Durante los últimos años de su vida, siempre que podía, visitaba algún monasterio de clausura para pedir oraciones y testimoniar su amor por los religiosos como sucedió, por ejemplo, en los viajes de catequesis que realizó por España y América.

San Josemaría predicó la llamada universal a la santidad

Una feliz coincidencia: el milagro que la Iglesia reconoció para la beatificación de este fundador, que abrió caminos nuevos de renovación eclesial, y que recordó a los laicos la llamada universal a la santidad, recayó en una religiosa anciana, Sor Concepción Bouillón Rubio. Fue como una confirmación más de la veneración y el amor a los religiosos de este santo que trajo a la iglesia un carisma genuinamente laical.

José Miguel Cejas, en opusdei.org/es-es/