El derecho a la vida y Europa
Joseph Ratzinger
Cfr. El cristiano en la crisis de Europa, Ed. Cristiandad, 2005, pp. 33-68
Sumario
1. Por qué no debemos resignarnos.- 2. El derecho de la fuerza, la fuerza del Derecho.- 3. El punto de vista decisivo.
1. Por qué no debemos resignarnos
A un estrato más bien difuso de la opinión pública formado por gente bienpensante podría parecerle exagerado e inoportuno, o incluso molesto, que se siga presentando como una cuestión fundamental el problema del respeto a la vida recién concebida y, por tanto, antes de su nacimiento. Después de los debates tan desgarradores que durante los últimos quince años se han producido en casi todos los países occidentales con motivo de la legalización del aborto, ¿no habría que dar por zanjado ese problema y evitar así que vuelvan a abrirse unas contraposiciones ideológicas ya superadas? ¿Por qué no nos resignamos ante la evidencia de haber perdido la batalla y, en su lugar, dedicamos nuestras energías a otras iniciativas que puedan encontrar un consenso social más amplio?
Desde una visión superficial del problema se podría estar convencido de que, en el fondo, la legalización del aborto ha cambiado pocas cosas tanto en nuestra vida privada como en la realidad social. La impresión es que todo sigue exactamente igual que antes. Cada cual puede guiarse por su conciencia: quien no quiera abortar no se verá en la obligación de hacerlo; y quien lo hace con la aprobación de la ley, como suele decirse, quizá lo haría en cualquier caso. Todo sucede en el silencio de un quirófano que, al menos, garantiza las condiciones para una cierta seguridad de la intervención. El feto que jamás verá la luz es como si nunca hubiera existido. Pero, ¿quién repara en eso? ¿Por qué seguir hablando abiertamente de ese drama? ¿No será mejor dejado sepultado en el silencio de la conciencia individual de cada uno de los protagonistas?
En el libro del Génesis hay una página tremendamente elocuente sobre este problema. Se trata de la bendición que el Señor Dios otorga a Noé y a sus hijos después del diluvio. En ella se establecen con vigencia perpetua las únicas leyes que, después del pecado, pueden garantizar a la raza humana la continuación de la vida. Aquella creación que había salido perfecta de las manos de Dios se ha visto implicada en el desorden y en la degeneración que siguieron a la caída de los progenitores. La violencia y asesinatos sin fin han inundado el mundo y han hecho imposible una vida social en paz y ordenada según la justicia. Ahora, después de la gran purificación del diluvio, Dios depone el arco de su ira y abraza de nuevo al mundo en su misericordia, al tiempo que, en vista de la redención futura, le presenta las normas esenciales de supervivencia: «Pediré cuentas de vuestra sangre y de vuestra vida; se las pediré a todo ser viviente, y al hombre le pediré cuentas de la vida de su hermano. Si uno derrama la sangre de un hombre, otro derramará la suya, porque Dios hizo al hombre a su imagen» (Gn 9,5-6).
Con estas palabras, Dios reivindica la vida del hombre como posesión peculiar suya, es decir, la vida humana está directa e inmediatamente protegida por Dios, es cosa «sagrada». La sangre humana que se derrama es un grito dirigido a Dios (cf. Gn 4,10), porque el hombre ha sido creado a su iínagen. Dios ha instituido la autoridad en la sociedad precisamente para garantizar el respeto de ese derecho fundamental que el corazón pervertido del hombre ha puesto en peligro.
El reconocimiento de la sacralidad de la vida humana y de su inviolabilidad sin excepciones no es un problema menor o una cuestión que se pueda considerar relativa con respecto al pluralismo de opiniones que impera en la sociedad moderna. El texto del Génesis orienta nuestra reflexión en dos sentidos que responden perfectamente a la doble dimensión de las cuestiones que nos habíamos planteado al principio:
1) No hay «homicidios pequeños»; el respeto a toda vida humana es condición indispensable para que pueda existir una vida social digna de ese nombre.
2) Cuando el hombre pierde conscientemente el respeto a la vida humana como realidad sagrada termina inevitablemente por perder hasta su propia identidad personal.
2. El derecho de la fuerza, la fuerza del Derecho
En las sociedades pluralistas de hoy, en las que coexisten diversas orientaciones religiosas, culturales e ideológicas, resulta cada vez más difícil garantizar una base común de valores éticos en los que todos estén de acuerdo y que puedan ser el fundamento de una democracia suficientemente estable.
Por otro lado, está muy difundida la convicción de que no se puede prescindir de un mínimo de valores morales reconocidos y aceptados en la vida social. Pero cuando se trata de determinar esos valores por el procedimiento del consenso que deben obtener a nivel social, su consistencia se reduce de manera constante. Al parecer, sólo hay un valor indiscutible y aceptado, hasta el punto de que se ha convertido en filtro de selección para los demás: el derecho de la libertad individual a expresarse sin imposiciones, por lo menos en cuanto no resulte lesiva para el derecho de otro.
Desde esa concepción, se invoca también el derecho al aborto como elemento constitutivo del derecho de la mujer, del hombre y de la sociedad a obrar con plena libertad. La mujer tiene derecho a continuar en el ejercicio de su profesión, a salvaguardar su reputación, a mantener un cierto régimen de vida. El hombre tiene derecho a decidir sobre su calidad de vida, a hacer carrera, a disfrutar de su trabajo. La sociedad tiene derecho a controlar el nivel de población para garantizar a los ciudadanos las más altas cotas de bienestar social mediante una gestión equilibrada de los recursos, de las fuerzas productivas y de los demás factores que colaboran a la convivencia.
Todos estos derechos son reales y están suficientemente bien fundados. Nadie podrá negar que, en ocasiones, la situación concreta de la vida en la que madura la elección del aborto puede ser verdaderamente dramática. Pero el hecho es que se reivindica el ejercicio de esos derechos auténticos en detrimento de la vida de un ser humano inocente, cuyos derechos, por el contrario, ni siquiera se toman en consideración. De ese modo, uno se obceca frente al derecho a la vida que tiene el otro, el más pequeño y más débil, el que no tiene voz. Se reafirman los derechos de algunos con perjuicio del derecho fundamental, el derecho a la vida, que tiene otro ser humano. Por consiguiente, cualquier legalización del aborto va contra la idea esencial que es la fuerza en la que se funda todo derecho.
En consecuencia, sin que la mayoría sea consciente, pero en realidad, se van minando las bases de una auténtica democracia que se funda en el ordenamiento de la justicia. Las Constituciones de los países occidentales, fruto de un complicado proceso de maduración cultural y de luchas seculares, se basan en la idea de un orden justo y en la convicción de una igualdad fundamental de todos en el humanismo común. Al mismo tiempo, dichas Constituciones expresan la conciencia de una profunda iniquidad, que radica en el hecho de que hacen prevalecer los intereses reales, si bien secundarios, de algunos sobre los derechos fundamentales de otros.
La Declaración fundamental de los derechos del hombre, firmada por casi todos los países del mundo en el año 1948, después de la terrible prueba de la Segunda Guerra Mundial, expresa incluso en el título, la convicción de que los derechos humanos —entre los que el más fundamental es precisamente el derecho a la vida— pertenecen al hombre por naturaleza, que el Estado los reconoce, pero no los confiere, que pertenecen a todos los hombres en cuanto seres humanos y no por características secundarias que otros tendrían derecho a determinar a su libre arbitrio.
Así se entiende cómo un Estado que se arrogue la prerrogativa de establecer quién es, o no, sujeto de derechos y que, en consecuencia, reconozca a algunos el poder de violar el derecho fundamental a la vida de otros, contradice el ideal democrático al que continuamente se acoge y, a la vez, mina las bases sobre las que descansa. En realidad, al aceptar que se violen los derechos del más débil, acepta igualmente que el derecho de la fuerza llegue a prevalecer sobre la fuerza del derecho.
3. El punto de vista decisivo
Más allá del problema puramente juridico, y a nivel más profundo, se plantea el problema moral que pasa a través del corazón de cada uno de nosotros y se sitúa en la interioridad más recóndita donde la libertad se decide por el bien o por el mal.
Decíamos hace poco que en la decisión a favor del aborto hay necesariamente un momento en el que se acepta cerrar los ojos al derecho a la vida que posee el feto desde su misma concepción. El drama moral, la decisión por el bien o por el mal, comienza con la decisión de contemplar, o no, el rostro del otro. ¿Por qué hoy en día se rechaza casi unáninemente el infanticidio, mientras casi se ha perdido la sensibilidad ante al aborto? Quizá sólo porque en el aborto no se contempla el rostro de la criatura que jamás verá la luz. Muchos psicólogos advierten que en las mujeres que tienen intención de abortar surgen espontáneamente las fantasías de una embarazada que pone nombre a su hijo, que se imagina su cara y piensa en su futuro... Precisamente esas fantasías que se han querido reprimir retornan a veces con una sensación de culpa que atormenta la conciencia.
La cara del otro se presenta con toda la carga de una llamada a mi libertad, para que lo acoja y me cuide de él, para que aprecie todo el valor que él encierra en sí mismo, y no en la medida en que pueda acomodarse a mi propio interés. La verdad moral, como verdad del valor único e irrepetible de la persona, formada a imagen de Dios, es una verdad cargada de exigencias para mi libertad.
La decisión de mirarla de frente es la decisión de convertirme, de dejarme interpelar, de salir de mí y dar espacio al otro. Por consiguiente, también la percepción del valor moral depende en buena parte de una decisión secreta de la libertad, que acepta darse cuenta del hecho en sí mismo y, por tanto, abrirse a la provocación y cambiar de actitud.
En su prólogo al conocido libro del biólogo francés jacques Testart, L'oeuf transparent, el filósofo Michel Serres —al parecer, no creyente—, al afrontar el problema del respeto que se debe al embrión humano, se plantea la pregunta: «¿Quién es el hombre?». El autor confiesa que ni la filosofia ni la cultura ofrecen una respuesta unívoca y verdaderamente satisfactoria. Sin embargo, observa que, a pesar de que no tengamos una definición teórica y bien precisa del hombre, la experiencia de la vida concreta nos ha enseñado muy bien quién es el hombre.
Lo descubrimos, sobre todo, cuando nos encontramos frente a uno que sufre, que es víctima del poder, que se encuentra indefenso e, incluso, condenado a muerte: «¡Ecce homo!». Sí, ese no creyente repite a la letra la expresión de Pilato, el poderoso gobernador romano que tiene enfrente a Jesús injuriado, azotado, coronado de espinas y ya condenado a morir en cruz: ¿Quién es el hombre? Precisamente el más débil e indefenso, que no tiene poder y ni siquiera voz para defenderse, y con el que podemos cruzarnos en nuestra vida fingiendo no conocerlo. El hombre al que podemos cerrar nuestro corazón e incluso llegar a afirmar que jamás ha existido.
Espontáneamente viene a la memoria otra página del Evangelio, donde se intenta dar respuesta a una pregunta semejante sobre identidad personal: «Quién es mi prójimo?». Sabemos que para conocer quién es nuestro prójimo tenemos que aceptar hacernos próximos, es decir, detenernos, apearnos del caballo, acercarnos al necesitado, y ocuparnos de él. «Lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Quisiera aducir un texto del gran pensador ítalo-alemán, Romano Guardini:
«El hombre no es intangible por el hecho de vivir. Ese mismo derecho tendría cualquier animal por el mero hecho de estar vivo [...] La vida humana es inviolable porque es una persona [...] Ser persona no es una realidad de carácter psicológico, sino existencial; fundamentalmente no depende de la edad, ni de la condición psicológica, ni de los dones naturales de los que el sujeto es depositario [...] La personalidad puede permanecer aun bajo el umbral de la consciencia, como cuando se duerme; y sin embargo, la conciencia permanece y a ella habrá que referirse. La personalidad puede no haberse aún desarrollado, como cuando se es niño; sin embargo, ya desde el principio, exige el respeto moral. Hasta es posible que la personalidad no se manifieste en las acciones porque falten los presupuestos psico-físicos, como sucede en los enfermos mentales [...] Finalmente, la personalidad puede también permanecer oculta, como en el embrión; pero existe en él desde el comienzo, y tiene sus derechos. Esta personalidad es lo que da al hombre su dignidad, lo que lo distingue de las cosas y lo convierte en sujeto [...] Una cosa se trata como cosa cuando se la posee, cuando se la usa y cuando, finalmente, se la destruye o, con referencia a los seres vivos, cuando se la mata. La prohibición de matar a un ser humano es la expresión más incisiva de tratarlo como si fuera una cosa» (Tomado de la obra 1 diritti del nascituro, publicada en Studi cattolici, mayo-junio de 1974).
Así resulta evidente que los cuidados que, en el uso de mi libertad, acepto ofrecer al otro, decide sobre mi propia dignidad. Igual que puedo reducir al otro a simple cosa, para usarla y destruida, tengo que aceptar las consecuencias de mi manera de proceder; unas consecuencias que repercutirán en mí mismo. «Con la medida que midáis seréis medidos». La mirada con que me ocupo del otro decidirá sobre mi humanidad. Puedo tratarlo sencillamente como una cosa, olvidándome de su dignidad y de la mía, y de que tanto él como yo somos imagen de Dios. El otro es guardián de mi dignidad.
Por eso, la moral, que brota de esta consideración con respecto al otro, custodia la verdad y la dignidad del hombre. El hombre necesita la moral para ser él mismo y no perder su propia identidad en el mundo de las cosas. Para ser completo, nuestro análisis necesita un paso más, el último y decisivo, que nos hace volver a aquel pasaje del Génesis con el que comenzó nuestra reflexión. ¿Cómo puede el hombre concebir la realidad de modo que, a la vez que comprende y respeta la dignidad de otra persona, vea garantizada la suya propia? El drama de nuestro tiempo consiste, precisamente, en la incapacidad de entendemos de esa manera, por lo que la consideración del otro se convierte en una amenaza de la que tendremos que defendemos.
En realidad, la moral está siempre inscrita en un horizonte religioso más amplio, que constituye su respiración y su entorno vital. Fuera de ese entorno, la moral se convierte en asfixiante y formalista, y se va debilitando hasta morir y desaparecer. El reconocimiento ético de la sacralidad de la vida y el esfuerzo por respetarla necesitan la fe en la creación como horizonte. Igual que el niño sólo puede abrirse confiadamente al amor, si se sabe amado, y sólo puede desarrollarse y crecer, si sabe que vela sobre él la mirada amorosa de sus padres, también nosotros lograremos mirar a los demás respetando su dignidad de personas, si experimentamos la mirada amorosa de Dios que se posa sobre nosotros y nos revela la dignidad de nuestra propia persona. «y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. [...] Y vio Dios todo lo que había creado; y era muy bueno» (Cn 1,26.31).
El cristianismo es la memoria de esa mirada amorosa de Dios sobre el hombre, en la que están guardadas la plenitud de su verdad y la garantía última de su dignidad. El misterio de la Navidad nos recuerda que, en el Cristo que nace, toda vida humana, desde su primer instante, goza de su bendición definitiva bajo la mirada misericordiosa de Dios. Y los cristianos saben que su vida transcurre bajo esa mirada amorosa, con la que reciben un mensaje esencial para la vida y el futuro de la humanidad. De ese modo, el hombre puede aceptar hoy con humildad y orgullo el alegre anuncio de la fe, sin el cual la existencia humana no puede subsistir. En esa tarea de anunciar la dignidad del hombre y el deber de respetar la vida, los cristianos serán objeto de burla e incluso de odio, pero el mundo no podría vivir sin ellos.
Quisiera terminar con las palabras sublimes de un escrito del primitivo cristianismo, la Carta a Diog;neto, donde se describe la misión insustituible que tienen los cristianos en el mundo:
«En realidad, los cristianos no son diferentes de los demás hombres, ni en el territorio que ocupan, ni en el lenguaje que emplean, ni en su tenor de vida [...] Viviendo en ciudades griegas o bárbaras, como a cada cual le haya tocado en suerte, y acomodándose a los usos y costumbres del país en cuanto a vestido, comida y demás menesteres, dan ejemplo de una maravillosa vida social que, como todos afirman, tiene algunos aspectos increíbles: viven en su respectiva patria, pero como extranjeros; participan en todas las cargas como ciudadanos y lo soportan todo como extranjeros. Cualquier país extranjero es su propia patria, y cualquier patria es tierra extranjera. Se casan y tienen hijos como todos los demás, pero no exponen a los recién nacidos. Tienen en común la mesa, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Habitan en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes establecidas, pero con su tenor de vida superan las prescripciones de la ley. Aman a todos, pero todos los persiguen [...] Por decirlo en una palabra, los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo [...] El alma ama la carne, que la odia, y los miembros; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que sostiene el cuerpo; también los cristianos están en el mundo como en una prisión, pero son ellos los que sostienen al mundo [...] Así de elevado es el puesto que Dios asignó a los cristianos; y no les está permitido abandonado».