Reflexión sobre la democracia contemporánea
Juan Pablo II
Cfr. Juan Pablo II, Memoria e identidad, nº 18-22, Ed. La Esfera de los libros, Madrid 2005, pp. 135-167.
18. A la erupción del mal que tuvo lugar durante la Primera Guerra Mundial siguió otra aún más terrorífica en la segunda y en los crímenes de los que hemos hablado al comienzo de nuestro coloquio. Usted, Santo Padre, dijo que la visión de la Europa actual no puede limitarse al mal a la herencia destructiva de la Ilustración y de la Revolución francesa, porque ésta sería una visión unilateral. ¿Cómo se debe, pues, ampliar la perspectiva para poder ver también los aspectos positivos de la historia moderna de esta Europa nuestra?
La Ilustración europea no sólo dio lugar a las crueldades de la Revolución francesa; tuvo también frutos buenos, como la idea de libertad, igualdad y fraternidad, que son después de todo valores enraizados en el Evangelio. Aunque se proclamen de espaldas a él, estas ideas hablan por sí solas de su origen. De este modo, la Ilustración francesa preparó el terreno para comprender mejor los derechos del hombre. En realidad la revolución misma violó, de hecho y de varios modos, muchos de estos derechos. Pero el reconocimiento efectivo de los derechos del hombre comenzó desde ese momento a ponerse en práctica con mayor fuerza, superando las tradiciones feudales. Hay que subrayar, además, que estos derechos ya eran conocidos, en cuanto radicados en la naturaleza del hombre, creada por Dios según su imagen y, corno tales,. proclamados en la Sagrada Escritura desde las primeras páginas del libro del Génesis. Cristo mismo se refiere a ellos reiteradamente, cuando, por ejemplo, se dice en el Evangelio que «el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Me 2,27). En estas palabras, afirma con su autoridad la primacía de la dignidad del hombre, indicando que, en última instancia, su fundamento es divino.
También la idea del derecho de la nación se relaciona con la tradición ilustrada, e incluso con la Revolución francesa. El derecho de la nación a la existencia, a su propia cultura y a su soberanía política, era en aquel momento de la historia, en el siglo XVIII, de gran importancia para muchas naciones en Europa y en otras partes. Lo era para Polonia que, precisamente en esos años, a pesar de la Constitución del 3 de may02, estaba por perder la independencia. Al otro lado del Atlántico, lo era de modo particular para los Estados Unidos de América del norte que se estaban formando. Es significativo que estos tres acontecimientos -la Revolución francesa (14 de julio de 1789), la proclamación de la Constitución del 3 de mayo en Polonia (1791) y la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (4 de julio de 1776)- se produjeran en fechas tan próximas unas de otras. Pero algo parecido podría decirse de los diferentes países de Latinoamérica que, después de un largo período feudal, estaban tornando una nueva conciencia nacional y, en consecuencia, se fortalecían sus aspiraciones independistas frente a la Corona española o portuguesa.
Así pues, las ideas de libertad, igualdad y fraternidad se iban fortaleciendo -desgraciadamente a costa de la sangre de muchas víctimas en la guillotina- e iluminaban la historia de los pueblos y de las naciones, al menos en los continentes europeo yamericano, dando origen a una nueva época de la historia. Por lo que se refiere a la fraternidad, idea evangélica por excelencia, el período de la Revolución francesa comportó su renovada consolidación en la historia de Europa y del mundo. La fraternidad es un lazo que no sólo une a los individuos, sino también a las naciones. La historia del mundo debería estar regida por el principio de la fraternidad de los pueblos y no solamente por las intrigas entre las fuerzas políticas o por la hegemonía de los monarcas, sin una suficiente consideración por los derechos del hombre y de las naciones.
Los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad fueron providenciales también al principio del siglo XIX, porque en aquellos años se produjo la gran convulsión de la llamada cuestión social. El capitalismo de los inicios de la revolución industrial menospreciaba de muchas maneras la libertad, la igualdad y la fraternidad, permitiendo la explotación del hombre por el hombre en aras de las leyes del mercado. El pensamiento ilustrado, sobre todo su concepto dé libertad, favoreció seguramente el surgir del Manifiesto Comunista de Carlos Marx, pero propició también -a veces independientemente de esta declaraciónla formación de los postulados de la justicia social, que tenían a su vez su raíz última en el Evangelio. Es significativo constatar cómo estos procesos de talante ilustrado han llevado frecuentemente a redescubrir las verdades del Evangelio. Lo muestran las Endclicas sociales mismas, desde la Rerum novarum) de León XIII, y las del siglo xx hasta la Centesimus annus.
En los documentos del Concilio Vaticano II se puede hallar una síntesis estimulante de la relación del cristianismo con la ilustración. Aunque los textos no hablan de ella expresamente, sin embargo, cuando se los analiza más a fondo en el contexto cultural de nuestra época, ofrecen valiosas indicaciones sobre este punto. El Concilio, en la exposición de su doctrina, ha evitado intencionalmente cualquier polémica. Ha preferido presentarse como una nueva expresión de esa inculturación que ha acompañado al cristianismo desde los tiempos apostólicos. Siguiendo sus orientaciones, los cristianos pueden con vivir con el mundo contemporáneo y entablar un diálogo constructivo con él. Como el buen samaritano del Evangelio, pueden acercarse también al hombre maltrecho, tratando de curar sus heridas en este comienzo del siglo XXI. La solicitud por ayudar al hombre es incomparablemente más importante que las polémicas y las acusaciones, por ejemplo, a las raíces ilustradas de las grandes catástrofes históricas del siglo xx. Porque el espíritu del Evangelio se manifiesta sobre todo en la disponibilidad para ofrecer al prójimo una ayuda fraterna.
«Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» Con estas palabras el Concilio Vaticano II expresa la antropología que constituye el fundamento de todo el magisterio conciliar. Cristo no sólo indica a los hombres el camino de la vida interior, sino que Él mismo se presenta como «el camino» para ello. Es «camino» porque es el Verbo encarnado, es el Hombre. Leemos más adelante en el texto conciliar: «Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación». Sólo Cristo con su humanidad revela hasta el fondo el misterio del hombre. En efecto, únicamente se puede ahondar hasta el fondo en el sentido del misterio del hombre si se toma como punto de partida su creación a imagen y semejanza de Dios. El ser humano no puede comprenderse del todo a sí mismo teniendo como única referencia las otras criaturas del mundo visible. El hombre encuentra la clave para entenderse a sí mismo contemplando el divino Prototipo, el Verbo encarnado, Hijo eterno del Padre. Así pues, la fuente primaria y decisiva para entender la íntima naturaleza del ser humano es la Santísima Trinidad. A todo esto se refiere la fórmula bíblica «imagen y semejanza», citada en las primeras páginas del libro del Génesis (Gn 1, 26-27). Por tanto, para explicar a fondo la esencia del hombre hay que acudir a esta fuente.
La Constitución Gaudium et spes continúa desarrollando esta idea fundamental. Cristo, «que es "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15) es el hombre perfecto que restituyó a los hijos de Adán la semejanza divina, deformada desde el primer pecado. En él la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime» (n. 22). Esta categoría de la dignidad es muy importante, más aún, esencial para el pensamiento cristiano sobre el hombre. Se aplica abundantemente en toda la antropología, no sólo teórica sino también práctica, en la enseñanza de la moral, así como en los documentos de carácter político. Según la doctrina del Concilio, la dignidad propia del hombre no se basa únicamente en el hecho mismo de ser hombre, sino, sobre todo, en que Dios se hizo verdadero hombre en Jesucristo. En efecto, acto seguido leemos: «Pues él mismo, el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (n. 22). Tras estas formulaciones está el gran esfuerzo doctrinal de la Iglesia del primer milenio para presentar correctamente el misterio de Dios-Hombre. Se nota en casi todos los concilios, que tornan reiteradamente sobre este misterio de la fe, esencial para el cristianismo, desde diversos puntos de vista. El Concilio Vaticano II apoya su doctrina en la riqueza teológica elaborada anteriormente sobre la humanidad divina de Cristo, con el fin de formular una conclusión esencial para la antropología cristiana. En esto consiste precisamente su carácter innovador.
El misterio del Verbo encarnado nos ayuda a comprender el misterio del hombre también en su dimensión histórica. Porque Cristo es el «último Adán», como dice san Pablo en la Primera Carta a los Corintios (1 Co 15,45). Este último Adán es el Redentor del hombre, el Redentor del primer Adán, es decir, del hombre histórico, cargado con la herencia de la caída original. Leemos en la Gaudium et spes: «Cordero inocente, por su sangre libremente derramada, mereció para nosotros la vida, y en él Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, de modo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios "me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Padeciendo por nosotros, no sólo nos dio ejemplo para que sigamos sus huellas, sino que también instauró el camino con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren un sentido nuevo. Ciertamente urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar contra el mal con muchas tribulaciones y también de padecer la muerte; pero asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, fortalecido por la esperanza, llegará a la Resurrección» (n. 22).
Se dice que el Concilio Vaticano II trajo consigo lo que Karl Rahner ha llamado un «viraje antropológico». La intuición es válida, pero en modo alguno debe hacer olvidar que este viraje tiene un carácter profundamente cristológico. La antropología del Vaticano II está enraizada en la cristología y, por tanto, en la teología. Leídas con atención, las frases citadas de la Constitución Gaudium et spes son el núcleQ mismo del nuevo sesgo que la Iglesia ha tomado en la forma de presentar su antropología. Basándome en esta doctrina, he podido decir en la Encíclica Redemptor hominis que «el hombre es el camino de la Iglesia» (n. 14).
La Gaudium et spes subraya con mucha firmeza que la explicación del misterio del hombre, enraizada en el misterio del Verbo encarnado, «vale no sólo para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina. En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual» (n. 22).
La antropología del Concilio tiene carácter netamente dinámico, habla del hombre a la luz de su vocación y lo hace de manera existencial. Una vez más se propone la visión del misterio del hombre que se ha manifestado a los creyentes por la Revelación cristiana. «Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma. Cristo resucitó, destruyendo la muerte con su muerte, y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba! ¡Padre!» (n. 22). Este enfoque del misterio central del cristianismo responde de modo más directo a los retos del pensamiento contemporáneo, que acentúa más lo existencia!. En él campea la cuestión sobre el sentido de la existencia humana y, especialmente, del dolor y de la muerte. Precisamente en esta perspectiva el Evangelio se muestra como la mayor de las profecías. La profecía sobre el hombre. Al margen del Evangelio, el hombre se queda en un dramático interrogante sin respuesta. Porque la respuesta apropiada a la pregunta sobre el hombre es Cristo, el Redemptor hominis.
19. En octubre de 1978, Usted Santidad salió de Polonia, probada por la guerra y el comunismo, para venir a Roma y asumir la tarea de Sucesor de Pedro. Las experiencias polacas le han acercado a una nueva forma postconciliar de la Iglesia: a una Iglesia más abierta que en el pasado a los problemas de los laicos y del mundo. Santo Padre, ¿qué tareas considera más importantes de la Iglesia en el mundo actual? ¿Cuál debería ser la actitud de los hombres de Iglesia?
Hoy se necesita un enorme trabajo en la Iglesia. En particular, se necesita el apostolado de los laicos, del que habla el Concilio Vaticano n. Es del todo indispensable una profunda conciencia misionera. La Iglesia en Europa y en todos los continentes debe darse cuenta de que siempre y en todas partes es Iglesia misionera (in statu missionis). La misión pertenece de tal modo a su naturaleza, que nunca y en ninguna parte, ni siquiera en los países de sólida tradición cristiana, puede dejar de ser misionera. Durante los quince años de su pontificado y con la ayuda del Sínodo de los Obispos, Pablo VI ha promovido ulteriormente esta conciencia, renovada por el Concilio Vaticano n. De su corazón surgió, por ejemplo, la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi. Yo mismo he tratado de seguir por este camino desde las primeras semanas de mi ministerio. La muestra está en el primer documento del pontificado, la Encíclica Redemptor hominis.
La Iglesia debe ser incansable en esta misión recibida de Cristo. Debe ser humilde y valiente, como Cristo mismo y como sus Apóstoles. No puede desanimarse ni siquiera ante disidencias, protestas o cualquier tipo de acusación, como, por ejemplo, la de hacer proselitismo o la de supuestos intentos de clericalizar la vida social. Sobre todo, no puede dejar de proclamar el Evangelio. Ya san Pablo fue consciente de esto cuando escribió a su discípulo: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, rebate, reprende, reprocha, exhorta con toda paciencia y deseo de instruir» (2 Tm 4, 2). Este deber tan íntimo, confirmado por aquellas otras palabras de Pablo: «¡ Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16), ¿de dónde proviene? ¡Está muy claro! Surge del saber muy bien que, bajo el cielo, ningún otro nombre nos puede salvar, sino uno solo: el de Cristo (d. Hch 4,12).
«¡Cristo, sí, Iglesia, no!», objetan algunos contemporáneos. Aparte la protesta que implica, en este lema podría apreciarse una cierta apertura a Cristo, que la Ilustración excluía. Pero es una apertura aparente. Cristo, en efecto, cuando es aceptado realmente, lleva siempre consigo la Iglesia, que es su Cuerpo místico. Cristo no existe sin la Encarnación, Cristo no existe sin la Iglesia. La Encarnación del Hijo de Dios en la naturaleza humana se prolonga, por voluntad suya, en la comunidad de los seres humanos que Él mismo constituyó, garantizándoles su presencia constante: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Naturalmente, la Iglesia, como institución humana, necesita purificarse y renovarse siempre. Así lo ha reconocido el Concilio Vaticano n con toda franqueza [LG, nº 13]. Sin embargo, como Cuerpo de Cristo, la Iglesia es la condición de su presencia y actuación en el mundo.
Se puede decir que todas las reflexiones hasta ahora expuestas reflejan, directa o indirectamente, los criterios que han inspirado las iniciativas tomadas para celebrar el final del segundo milenio del nacimiento de Cristo y el inicio del tercero. He hablado de esto en las dos Cartas apostólicas dirigidas a la Iglesia y también, en cierto sentido, a todos los hombres de buena voluntad, con motivo de este acontecimiento. Tanto en la Tertia millennia adveniente como en la Nava millennia ineunte, he subrayado cómo el Gran Jubileo concernía a todo el género humano en mayor medida que cualquier otro acontecimiento hasta ahora. Cristo pertenece a la historia universal de toda la humanidad y le da forma. La vivifica en el modo que le es propio, a semejanza de la levadura evangélica. Desde la eternidad hay un proyecto de elevar en Cristo al hombre y al mundo a una dimensión divina. Es una transformación que se realiza permanentemente, también en nuestro tiempo.
La visión de la Iglesia esbozada en la Constitución Lumen gentium exigía en cierto modo ser completada. Ya lo intuyó con perspicacia Juan XXIII, que en las últimas semanas antes de su muerte decidió que el Concilio elaborara un documento específico sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. Aquel trabajo resultó sumamente fecundo. La Constitución Gaudium et spes abrió la Iglesia a todo lo que se compendia en el concepto «mundo». Es sabido que este término tiene un doble significado en la Sagrada Escritura. Por ejemplo, el «espíritu de este mundo» (1 Co 2, 12) indica todo aquello que aleja al hombre de Dios. Hoy se podría corresponder al concepto de secularización laicista. Sin embargo, la Sagrada Escritura contrarresta este significado negativo del mundo con otro positivo: el mundo como la obra de Dios, como el conjunto de los bienes que el Creador dio al hombre y encomendó a su iniciativa y clarividencia.
El mundo, que es como el teatro de la historia del género humano, lleva las marcas de su habilidad, de sus derrotas y victorias. Aunque mancillado por el pecado del hombre, ha sido liberado por Cristo crucificado y resucitado, y espera llegar, contando también con el compromiso humano, a su pleno cumplimiento. Se podría decir, parafraseando a san Ireneo: Gloria Dei, mundus secundum amorem Dei ab homine excultus, la gloria de Dios es el mundo perfeccionado por el hombre según el amor de Dios.
20. La Iglesia lleva a cabo su cometido misionero en una determinada sociedad y en el territorio de un país concreto. Usted) Santidad ¿cómo ve la relación de la Iglesia con el Estado en la situación actual?
En la Constitución Gaudium et spes, leemos: «La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y tiempo. Pues el hombre no está limitado al mero orden temporal, sino que, viviendo en la historia humana, conserva íntegra su vocación eterna» (n. 76). Así pues, el significado que tiene para el Concilio el término «separación» entre la Iglesia y el Estado, es muy distinto del que querían dade los sistemas totalitarios. Sin duda fue una sorpresa y, en cierto modo, un desafío para muchos países, sobre todo para aquellos gobernados por regímenes comunistas. Éstos, naturalmente, no podían impugnar la posición del Concilio, pero se daban cuenta al mismo tiempo del contraste con su concepto de «separación» entre la Iglesia y el Estado. En su visión, en efecto, el mundo pertenece exclusivamente al Estado; la Iglesia tiene su propio campo de acción, que en cierto sentido es «ultramundano». La visión conciliar de la Iglesia «en» el mundo rechaza este punto de vista. Para la Iglesia, el mundo es una tarea y un reto. Lo es para todos los cristianos y, de modo especial, para los católicos laicos. El Concilio planteó con énfasis la cuestión del apostolado de los laicos, especialmente de la presencia activa de los cristianos en la vida social. Pero precisamente este ámbito, según la ideología marxista, debía ser dominio exclusivo del Estado y del partido.
Vale la pena recordarlo, porque hoy existen partidos que, si bien son de talante democrático, demuestran una creciente propensión a interpretar el principio de la separación entre la Iglesia y el Estado según el criterio que era propio de los gobiernos comunistas. Naturalmente, ahora las sociedades disponen de medios adecuados de autodefensa. Pero hace falta ponerlos en práctica. Precisamente en este punto, preocupa una cierta pasividad que se nota en la postura de los ciudadanos creyentes. Se tiene la impresión de que en otras épocas había una sensibilidad más viva respecto a sus propios derechos en el campo religioso y, por tanto, era más ágil su reacción para defenderlos con los medios democráticos disponibles. Hoy todo esto parece en cierto modo atenuado, e incluso paralizado, tal vez por una insuficiente preparación de las élites políticas.
En el siglo XX hubo muchas tentativas para que el mundo dejara de creer y rechazara a Cristo. A finales de siglo, y también del milenio, estas actividades destructivas se han debilitado, pero dejando tras de sí una gran devastación. Han provocado un deterioro de las conciencias, con consecuencias ruinosas en el campo de la moral, tanto por lo que se refiere a la persona y a la familia como a la ética social. Lo saben mejor que nadie los sacerdotes que están diariamente en contacto con la vida espiritual de las personas. Cuando tengo ocasión de conversar con ellos, me cuentan a menudo relatos estremecedores. Europa, al filo de dos milenios, podría definirse, lamentablemente, como un continente asolado. Los programas políticos, encaminados sobre todo hacia el desarrollo económico, no bastarán por sí solos para sanar estas heridas. Pueden incluso empeorarlas. Se abre así un enorme campo de trabajo para la Iglesia. En el mundo contemporáneo, la mies evangélica es verdaderamente inmensa. Sólo queda rogar al Señor -y hacerlo con insistencia- que mande obreros a esta mies, en espera de la cosecha.
21. Tal vez, Santo Padre, podría ser instructivo considerar a Europa desde el punto de vista de su relación con los otros continentes. Usted, Santidad, participó en los trabajos del Concilio y ha tenido muchos encuentros con personalidades de todo el mundo, especialmente durante sus numerosas peregrinaciones apostólicas. ¿Qué impresiones ha tenido de dichos encuentros?
Me refiero sobre todo a las experiencias que tuve como obispo, tanto durante el Concilio como, después, en la colaboración con diversos Dicasterios de la Curia Romana. Significó mucho para mí la participación en las asambleas del Sínodo de los Obispos. Todos estos encuentros me permitieron hacerme una idea bastante precisa de las relaciones entre Europa y los países no europeos y, sobre todo, con las Iglesias fuera de Europa. A la luz de la doctrina conciliar, dichas relaciones debían regirse por el criterio de la communio ecclesiarum} una comunión que se traduce en un intercambio de bienes y servicios, con el resultado de un enriquecimiento mutuo. La Iglesia católica en Europa, sobre todo en Europa occidental, convive ddoxos. Fuera de Europa, el continente más católico es el latinoamericano. En Norteamérica los católicos son mayoría relativa. Algo parecida es la situación en Australia y Oceanía. En Filipinas, la Iglesia representa la mayoría de la población. En el continente asiático, los católicos son minoría. África es un continente misionero, donde la Iglesia continúa haciendo notables progresos. La mayoría de las Iglesias no europeas se han formado gracias a la actividad misionera, que ha tenido su punto de partida en Europa. Hoy son Iglesias con su propia identidad y una clara especificidad. Si bien históricamente las Iglesias de América del Sur o del Norte, las africanas o las asiáticas, pueden considerarse una «emanación» de Europa, hoy son de hecho una especie de contrapeso espiritual para el Viejo Continente, tanto más importante cuanto más avanza en éste el proceso de descristianización.
Durante el siglo XX se creó una situación de concurrencia entre tres mundos. La expresión es conocida: durante la dominación comunista en el Este de Europa, se comenzó a llamar Segundo Mundo al que quedó tras el telón de acero, el mundo colectivista, contrapuesto al Primer Mundo, el capitalista, en el Occidente. Todo lo que se encontraba fuera de este ámbito se llamaba Tercer Mundo, refiriéndose sobre todo a los países en vías de desarrollo.
Con el mundo así dividido, la Iglesia se percató muy pronto de que era necesario articular el modo de llevar a cabo su propia tarea, que es la evangelización. Así, al tratar de la justicia social, un aspecto de primera importancia para la la evangelización, la Iglesia ha seguido apoyando el desarrollo justo en su actividad pastoral entre los habitantes del mundo capitalista, pero sin ceder a los procesos de descristianización radicados en las vieja:s tradiciones ilustradas. A su vez, con relación al Segundo Mundo, el comunista, la Iglesia sintió la necesidad de luchar
sobre todo por los derechos del hombre y los derechos de las naciones. Así ocurrió tanto en Polonia como en los países vecinos. Respecto a los países del Tercer Mundo, además de cristianizar las comunidades locales, la Iglesia ha asumido la tarea de subrayar la injusta distribución de los bienes, ya no sólo entre los diversos grupos sociales, sino entre distintas zonas de la tierra. En efecto, resultaba cada vez más clara la desigualdad entre el norte rico, y cada día más rico, yel sur pobre, que incluso después de la colonización seguía siendo explotado y penalizado de muchas maneras. La pobreza del sur, en vez de disminuir, aumentaba constantemente. Resultaba obligado reconocer en esto una consecuencia del capitalismo incontrolado que, si por un lado servía para enriquecer aún más a los ricos, por otro ponía a los pobres en condiciones de un empobrecimiento cada vez más dramático.
Ésta es la imagen de Europa y del mundo que saqué de los contactos con los obispos de otros continentes durante las sesiones conciliares y en otras ocasiones después. Tras la elección a la Sede de Pedro, el 16 de octubre de 1978, tanto estando en Roma como durante mis visitas pastorales a las diversas Iglesias diseminadas por todo el mundo, he podido confirmar y profundizar esta visión, y en esta perspectiva he desempeñado mi ministerio al servicio de la evangelización del mundo, en gran medida impregnado ya del Evangelio. En estos años he prestado siempre mucha atención a las tareas que nacen en las fronteras entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. La Constitución Gaudium et spes habla del «mundo», pero es sabido que con dicho término se designan varios mundos diferentes. Hice notar precisamente esto, ya durante el Concilio, tomando la palabra como Metropolitano de Cracovia.
22. La Revolución francesa difundió en el mundo el lema «libertad, igualdad, fraternidad» como programa de la democracia moderna. ¿Cómo valora, Santo Padre, el sistema democrático en su versión occidental?
Las reflexiones hilvanadas hasta ahora nos han acercado a una cuestión que parece tener especial relieve en la civilización europea: la democracia, entendida no solamente como un sistema político, sino también como mentalidad y comportamiento. La democracia hunde sus raíces en la tradición griega, aunque en la antigua Hélade no tenía el mismo significado que ha adquirido en los tiempos modernos. Es bien conocida la distinción clásica entre las tres formas posibles de régimen político: monarquía, aristocracia y democracia. Cada uno de estos sistemas da su propia respuesta a la pregunta sobre quién es el sujeto original del poder. Según la concepción monárquica, es un individuo: rey, emperador o príncipe soberano. En el sistema aristocrático es un grupo social que ejerce el poder en virtud de méritos particulares, como, por ejemplo, el valor en el campo de batalla, el origen social o el nivel económico. En el sistema democrático, el sujeto del poder es toda la sociedad, todo el «pueblo», en griego demos. Obviamente, dado que la gestión del poder no puede ser ejercida por todos al mismo tiempo, la forma de gobierno democrática se sirve de los representantes del pueblo, designados mediante elecciones libres.
Estas tres formas de gobierno se han dado en la historia de las diversas sociedades y todavía siguen existiendo, si bien la tendencia contemporánea sea decididamente favorable a la democracia como fórmula que responde mejor a la naturaleza racional y social del hombre y, en definitiva, a las exigencias de la justicia social. Porque no resulta difícil aceptar que, si la sociedad se compone de hombres, y el hombre es un ser social, se debe otorgar a cada uno una participación en el poder, aunque sea indirecta.
En la historia polaca se puede observar el paso gradual de uno a otro de estos sistemas políticos, y también su progresiva compenetración. El Estado de los Piast tuvo carácter sobre todo monárquico, con los Jagellones la monarquía se hizo cada vez más constitucional y, cuando se extinguió la dinastía, aun permaneciendo monárquico, el gobierno se apoyó en la oligarquía creada por la nobleza. Pero, al ser ésta bastante numerosa, se debió recurrir a una elección democrática de quienes ostentaban la representación de los nobles. Surgió una especie de democracia nobiliaria. De este modo, pues, la monarquía constitucional y la democracia nobiliaria convivieron durante varios siglos en el mismo Estado. En las fases iniciales esto constituyó la fuerza del Estado polaco-lituano-ruteno, pero con el transcurso del tiempo y el cambio de circunstancias se puso al descubierto cada vez más la debilidad y los desequilibrios de dicho sistema, que terminaron por llevar a la pérdida de la independencia.
Cuando volvió a ser libre, la República polaca se constituyó como un país democrático, con un presidente y un Parlamento compuesto de dos cámaras. Tras la caída de la llamada República Popular de Polonia en 1989, la Tercera República adoptó un sistema análogo al vigente antes de la Segunda Guerra Mundial. Por lo que se refiere al período de la Polonia Popular, se debe decir que, aunque se autodenominaba «democracia popular», el poder estaba de hecho en manos del partido comunista (oligarquía de partido) y su secretario general era a la vez el primer cargo político del país.
Esta visión retrospectiva de la historia de las diferentes formas de gobierno nos permite entender mejor el valor, también ético y social, de los presupuestos democráticos de un sistema. Así, mientras en los sistemas monárquicos y oligárquicos (en la democracia nobiliaria polaca, por ejemplo) una parte de la sociedad (a menudo la inmensa mayoría) está condenada a un papel pasivo o subordinado, porque el poder está en manos de minorías, en los regímenes democráticos esto no debería ocurrir. Pero, ¿es cierto que no ocurre? Esta pregunta se justifica por algunas situaciones que se producen en la democracia. En todo caso, la ética social católica apoya en principio la solución democrática, porque responde mejor a la naturaleza racional y social del hombre, como ya he dicho. Pero está lejos -conviene precisarlo- de «canonizar» este sistema. En efecto, sigue siendo verdad que las tres soluciones teorizadas -monarquía, aristocracia y democracia- pueden servir, en determinadas condiciones, para realizar el objetivo esencial del poder, es decir, el bien común. En todo caso, el presupuesto indispensable de cualquier solución es el respeto de las normas éticas fundamentales. Ya para Aristóteles, la política no es otra cosa sino ética social. Lo cual significa que si un cierto sistema de gobierno no se corrompe es porque en él se practican las virtudes cívicas. La tradición griega supo también calificar diferentes formas de corrupción en los diversos sistemas. Y así, la monarquía puede degenerar en tiranía y, para las formas patológicas de la democracia, Polibio acuñó el nombre de «oclocracia», o sea, el gobierno de la plebe.
Tras el ocaso de las ideologías del siglo xx, y especialmente la caída del comunismo, muchas naciones han puesto sus esperanzas en la democracia. Pero precisamente a este respecto cabe preguntarse: ¿cómo debería ser una democracia? Frecuentemente se oye decir que con la democracia se realiza el verdadero Estado de derecho. Porque en este sistema la vida social se regula por las leyes que establecen los parlamentos, que ejercen el poder legislativo. En ellos se elaboran las normas que regulan el comportamiento de los ciudadanos en las diversas esferas de la vida social. Naturalmente, cada sector de la vida social requiere una legislación específica para desarrollarse ordenadamente. Con el procedimiento descrito, un Estado de Derecho pone en práctica el postulado de toda democracia: formar una sociedad de ciudadanos libres que trabajan conjuntamente para el bien común.
Dicho esto, puede ser útil referirse una vez más a la historia de Israel. He hablado ya de Abraham como el hombre que tuvo fe en la promesa de Dios, aceptó su palabra y se convirtió así en padre de muchas naciones. Desde este punto de vista, es significativo que se remitan a Abraham tanto los hijos e hijas de Israel como los cristianos. También lo hacen los musulmanes. Sin embargo, hay que precisar de inmediato que el fundamento del Estado de Israel como sociedad organizada no es Abraham, sino Moisés. Fue Moisés quien condujo a sus compatriotas fuera de la tierra egipcia y, durante la travesía del desierto, se convirtió en el verdadero artífice de un Estado de derecho en el sentido bíblico de la palabra. Es una cuestión que merece destacarse: Israel, como pueblo escogido de Dios, era una sociedad teocrática, en la cual Moisés no solamente era un líder carismático, sino también el profeta. Su cometido era poner, en nombre de Dios, las bases jurídicas y religiosas del pueblo. En esta actividad de Moisés, el momento clave fue lo acontecido al pie del monte de Sinaí. Allí se estipuló el pacto de alianza entre Dios y el pueblo de Israel, basada en la ley que Moisés recibió de Dios en la montaña. Esencialmente, esta leyera el Decálogo: diez palabras, diez principios de conducta, sin los cuales ninguna comunidad humana, ninguna nación ni tampoco la sociedad internacional puede lograr su plena realización. Los mandamientos esculpidos en las dos tablas que recibió Moisés en el Sinaí están grabados al mismo tiempo en el corazón del hombre. Lo enseña Pablo en la Carta a los Romanos: «Muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que les acusan» (Rm 2, 15). La ley divina del Decálogo tiene valor vinculante como ley natural también para los que no aceptan la Revelación: no matar, no fornicar, no robar, no dar falso testimonio, honra a tu padre ya tu madre... Cada una de estas palabras del código del Sinaí defiende un bien fundamental de la vida y de la convivencia humana. Si se cuestiona esta ley, la concordia humana se hace imposible Y la existencia moral misma se pone en entredicho. Moisés, que baja de la montaña con las tablas de los Mandamientos, no es su autor. Es más bien el servidor y el portavoz de la Ley que Dios le dio en el Sinaí. Sobre esta base formularía después un código de conducta muy detallado, que dejaría a los hijos e hijas de Israel en el Pentateuco.
Cristo confirmó los mandamientos del Decálogo como núcleo normativo de la moral cristiana, destacando que todos ellos se sintetizan en el más grande mandamiento, el del amor a Dios y al prójimo. Por lo demás, es notorio que Él, en el Evangelio, da una acepción universal al término «prójimo». El cristiano está obligado a un amor que abarca a todos los hombres, incluidos los enemigos. Cuando estaba escribiendo el estudio Amor y responsabilidad, el más grande de los mandamientos me pareció una norma personalista. Precisamente porque el hombre es un ser personal, no se pueden cumplir las obligaciones para con él si no es amándolo. Del mismo modo que el amor es el mandamiento más grande en relación con un Dios Persona, también el amor es el deber fundamental respecto a la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
Este mismo código moral que proviene de Dios, sancionado en la Antigua y en la Nueva Alianza, es también fundamento inamovible de toda legislación humana, en cualquier sistema y, en particular, en el sistema democrático. La ley establecida por el hombre, por los parlamentos o por cualquier otra entidad legislativa, no puede contradecir la ley natural, es decir, en definitiva, la ley eterna de Dios. Santo Tomás formuló la conocida definición de ley: Lex est quaedam rationis ordinatio ad bonum commune) ab eo qui curam communitatis habet promulgata, la leyes una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad [Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-II, q. 90, art. 4]. En cuanto «ordenamiento de la razón», la ley se funda en la verdad del ser: la verdad de Dios, la verdad del hombre, la verdad de la realidad creada en su conjunto. Dicha verdad es la base de la ley natural. El legislador le añade el acto de la promulgación. Es lo que sucedió en el Sinaí con la Ley de Dios, y lo que sucede en los parlamentos en sus actividades legislativas.
Llegados a este punto, surge una cuestión de capital importancia para la historia europea del siglo xx. En los años treinta, un parlamento legalmente elegido permitió el acceso de Hitler al poder en Alemania, y el mismo Reichstag, al darle plenos poderes (Ermächtigungsgesetz), le abrió el paso al proyecto de invadir Europa, a la organización de los campos de concentración y a la puesta en marcha de la llamada «solución final» de la cuestión judía, como llamaban al exterminio de millones de hijos e hijas de Israel.
Basta recordar estos hechos de tiempos recientes para darse cuenta con claridad de cómo la ley establecida por el hombre tiene sus propios límites que no puede violar. Son los límites marcados por la ley natural, mediante la cual Dios mismo protege los bienes fundamentales del hombre. Los crímenes nazis tuvieron su Nuremberg, donde los responsables fueron juzgados y castigados por la justicia humana. No obstante, hay muchos otros casos en que no ha sido así, aunque queda siempre el supremo tribunal del Legislador divino. El modo en que la Justicia y la Misericordia están en Dios a la hora de juzgar a los hombres y la historia de la humanidad permanece envuelto en un profundo misterio.
Ésta es la perspectiva, como ya he dicho, desde la cual se pueden cuestionar, al comienzo de un nuevo siglo y milenio, algunas decisiones legislativas tomadas en los parlamentos de los actuales regímenes democráticos. Lo primero que salta a la vista son las leyes abortistas. Cuando un parlamento legaliza la interrupción del embarazo, aceptando la supresión de un niño en el seno de la madre, comete una grave injuria para con un ser humano inocente y, además, sin capacidad alguna de autodefensa. Los parlamentos que aprueban y promulgan semejantes leyes han de ser conscientes de que se extralimitan en sus competencias y se ponen en patente contradicción con la ley de Dios y con la ley natural.