Juan Pablo II
Cfr. Juan Pablo II, Memoria e identidad, nn 7 y 8,
Ed. La Esfera de los libros, Madrid 2005, pp. 49-59.
I
Después de la caída de los sistemas totalitarios) en los que el sometimiento de los hombres a la esclavitud llegó al cenit) se abrió para los ciudadanos oprimidos la perspectiva de la libertaí y por sí mismos. Hay muchas opiniones a este propósito. La cuestión de fondo es cómo aprovechar esta posibilidad de decidir libremente) evitando en el futuro un retorno del mal inherente a estos sistemas e ideologías.
Después de la caída de los sistemas totalitarios, las sociedades se sintieron libres, pero casi simultáneamente surgió un problema de fondo: el del uso de la libertad. Es un problema que no sólo tiene una dimensión individual sino también colectiva. Por eso requiere una solución en cierto modo sistemática. Si soy libre, significa que puedo usar bien o mal mi propia libertad. Si la uso bien, yo mismo me hago bueno, y el bien que realizo influye positivamente en quien me rodea. Si, por el contrario, la uso mal, la consecuencia será el arraigo y la propagación del mal en mí y en mi entorno. El peligro de la situación actual consiste en que, en el uso de la libertad, se pretende prescindir de la dimensión ética, de la consideración del bien y el mal moral. Ciertos modos de entender la libertad, que hoy tienen gran eco en la opinión pública, distraen la atención del hombre sobre la responsabilidad ética. Hoy se hace hincapié únicamente en la libertad. Se dice que lo importante es ser libre; serIo del todo, sin frenos ni ataduras, obrando según los propios juicios que, en realidad, son frecuentemente simples caprichos. Ciertamente, una tal forma de liberalismo merece el calificativo de simplista.
Pero, en cualquier caso, su influjo es potencialmente devastador. No obstante, se ha de añadir inmediatamente que las tradiciones europeas, en particular las del período íluminista, reconocen la necesidad de un criterio regulador en el uso de la libertad. Pero dicho criterio no se fijó en el bien honesto (bonum honestum), sino más bien en la utilidad o el placer. Esto es un elemento de gran importancia en la tradición del pensamiento europeo, al que se debe prestar un poco más de atención.
En el obrar humano, las diversas facultades espirituales tienden a la síntesis. En esta síntesis, la voluntad hace de guía. El sujeto imprime así en su comportamiento la propia racionalidad. Los actos humanos son libres y, como tales, comportan la responsabilidad del sujeto. El hombre quiere un determinado bien y se decide por él; por tanto, es responsable de su opción.
En el trasfondo de esta concepción del bien, metafísica y antropológica al mismo tiempo, se impone una distinción de carácter específicamente ético. Es la distinción entre el bien honesto (bonum honestum), el bien útil (bonum utile) y el bien deleitable (bonum detectabile). Estas tres especies de bien definen de manera orgánica el obrar del hombre. En su comportamiento, escoge un cierto bien, que se convierte en el fin de su acción. Si el sujeto opta por un bonum honestum, su fin se identifica con la esencia misma del objeto de su acción y, por ende, es un fin honesto. Cuando, por el contrario, el objeto de su decisión es un bonum utile, el fin es el provecho que comporta para sí mismo. La cuestión de la moralidad de la acción sigue aún abierta: sólo cuando la acción que comporta un provecho es honesta, y son honestos también los medios utilizados, el fin pretendido por el sujeto puede considerarse honesto. Justamente en este punto comienza la separación entre la tradición ética aristotélico-tomista y el utilitarismo moderno.
El utilitarismo ha descartado la primera y fundamental dimensión del bien, la del bonum honestum. La antropología utilitarista y la ética que se deriva, parten de la convicción de que el hombre tiende básicamente al interés propio o del grupo al que pertenece. En suma, el fin de su acción es el beneficio personal o corporativo. Naturalmente, también el bonum delectabile fue examinado por la tradición aristotélico- tomista. En su reflexión ética, los grandes pensadores de esta corriente se daban cuenta perfectamente de que la puesta en práctica de un bien honesto comporta siempre un gozo interior, la dicha del bien. En el pensamiento utilitarista, la dimensión del bien y la dicha que comporta ha pasado a segundo plano en favor de la búsqueda de la utilidad y del placer. El bonum delectabile del pensamiento tomista seha emancipado en cierto modo en los nuevos planteamientos, convirtiéndose en un bien por sí solo.
Según la visión utilitarista, el hombre busca con sus acciones ante todo el provecho, no lo digno (honestum). Es cierto que utilitaristas como Jeremy Bentham o John Stuart Mili subrayan que no se trata únicamente de los placeres de los sentidos. Hay también placeres espirituales. y sostienen que deben tenerse en cuenta, a la hora de hacer el llamado «cálculo de
los placeres». Precisamente este cálculo, según su modo de pensar, es la expresión «normativa» de la ética utilitarista: el máximo placer para el mayor número de personas. A esta perspectiva se debe ade cuar el proceder del hombre y la cooperación entrelos hombres.
Una respuesta a la ética utilitarista se encuentra en la filosofía de Immanuel Kant. El filósofo de Konigsberg se percató con acierto de que poner el placer en primer plano en el análisis del obrar humano es peligroso e hipoteca la esencia misma de la moralidad.
En su visión apriorística de la realidad, Kant cuestionó simultáneamente dos cosas, a saber, el placer y la utilidad. Pero no retomó la tradición del bonum honestum. Basó más bien toda la moralidad humana en las formas a priori de la razón práctica, que tienen carácter imperativo. Para la moral, es esencial el imperativo categórico que, según él, se expresa con la fórmula: «Actúa únicamente según la norma que deseas y que al mismo tiempo desees que se convierta en una ley universal» [Inmmanuel Kant, Grundlegung zur Metaphisik der Sitten, en Werke, IV, Darmstadt, 1956, 51].
Hay también una segunda forma del imperativo categórico, que pone a la persona en el lugar que le corresponde en el orden moral. Su formulación es la siguiente: «Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto la tuya como la de las otras personas, siempre y simultáneamente como fin y nunca como medio» [Ibid, 61]. En esta forma, el fin y el medio se reincorporan al pensamiento ético de Kant, pero no como categorías de orden primario, sino secundario. La categoría de orden primario es la persona. En cierto modo, Kant ha puesto las bases del personalismo ético moderno. Desde el punto de vista del desarrollo de la reflexión ética es una etapa muy importante. También los neotomistas han asumido el principio del personalismo, apoyándose en la concepción de santo Tomás del bonum honestum} bonum utile y bonum delectabile.
En esta exposición sintética se ve claro cómo la cuestión del uso apropiado de la libertad se entrelaza estrechamente con la reflexión sobre el tema del bien y del mal. Es una cuestión apasionante no sólo desde el punto de vista práctico, sino también teórico. Puesto que la ética es la ciencia filosófica que trata del bien y del mal moral, debe basar su criterio fundamental de valoración en esa propiedad esencial de la voluntad humana que es la libertad. El hombre puede hacer el bien o el mal, porque su voluntad es libre, pero también falible. Cuando decide, 10 hace siempre a la luz de algún criterio, que puede ser la bondad objetiva o bien el provecho en sentido utilitarista. Con la ética del imperativo categórico, Kant puso de relieve con buen juicio la obligatoriedad en las decisiones morales del hombre; pero, al mismo tiempo, se apartó de lo que es el criterio verdaderamente objetivo de tales decisiones: destacó la obligatoriedad subjetiva, pero descuidó lo que es el fundamento de la moral, es decir, el bonum honestum. Por lo que se refiere al bonum delectabíle, tal corno lo entendieron los utilitaristas anglosajones, Kant lo excluyó esencialmente del ámbito de la moral.
Todo el razonamiento hecho hasta ahora sobre la teoría del bien y el mal pertenece a la filosofía moraL Dediqué varios años de trabajo en la Universidad Católica de Lublín a estas cuestiones. He expuesto mis reflexiones a este respecto en el libro Amor y responsabílídad, y después en el estudio Persona y accíón, así corno, en una etapa posterior, en las catequesis de los miércoles, publicadas con el título Varón y mujer. Lecturas posteriores e investigaciones llevadas a cabo durante el seminario de ética en Lublín me han llevado a ver más claro aún lo mucho que representa esta problemática en diferentes pensadores contemporáneos: en Max Scheler y en otros fenomenólogos, en Jean-Paul Sartre, en Emmanuel Levinas y Paul Ricoeur, pero también en Vladimir Solovev, por no hablar de Pedor Michajlovic Dostoevskij. A través de esos análisis de la realidad antropológica, se transparenta de diversos modos la aspiración humana a la Redención y se confirma la necesidad del Redentor para la salvación del hombre.
II
La hístoría recíente nos ha aportado amplía, y trágícamente elocuente, documentacíón sobre el mal uso de la líbertad. No obstante, queda por aclarar, en posítívo, en qué consíste y para qué sírve la líbertad.
Nos adentramos en un problema que, si ya era importante en el pasado, lo es mucho más aún en el presente, tras los acontecimientos del año 1989. ¿Qué es la libertad humana? La respuesta se puede entrever ya en Aristóteles. Para él, la libertad es una propiedad de la voluntad que se realiza por medio de la verdad. Al hombre se le da corno tarea que cumplir. No existe libertad sin la verdad. La libertad es una categoría ética. Aristóteles lo enseña ante todo en su Étíca a Nícómaco, construida sobre la base de la verdad racional. Esta ética natural fue adoptada básicamente por santo Tomás en su Summa Theologíae. De este modo, la Étíca a Nícómaco ha permanecido viva en la historia de la moral, pero ya con los rasgos de una ética cristiana tomista.
Santo Tomás utilizó la estructura del sistema aristotélico de las virtudes. El bien que tiene ante sí la libertad humana para cumplido es precisamente el bien de la virtud. Se trata sobre todo de las llamadas cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La prudencia tiene una función de guía. La justicia regula el orden social. La fortaleza y la templanza, por su parte, armonizan el orden interior en el hombre, estableciendo el bien en relación con la impetuosidad y con la concupiscencia humanas: vis irascibilis-vis concupiscibilis. Así pues, en el fondo de la Ética a Nicómaco se encuentra claramente una auténtica antropología.
En el sistema de las virtudes cardinales se insertan las otras virtudes, subordinadas a ellas de diversas maneras. Se puede decir que dicho sistema, del cual depende la autorrealización de la libertad humana en la verdad, es exhaustivo. No es un sistema abstracto y apriorístico. Aristóteles toma pie en la experiencia del sujeto moral. También santo Tomás se basa en la experiencia moral, pero, al mismo tiempo, busca para ella las luces provenientes de la Sagrada Escritura. La mayor de todas ellas es el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. En él, la libertad humana encuentra su más plena realización. La libertad es para el amor: su realización mediante el amor puede alcanzar incluso un grado heroico. Cristo, en efecto, habla de «dar la vida» por el hermano, por otro ser humano. En la historia del cristianismo no faltan quienes, de diversas maneras, «entregaron su vida» por el prójimo, y lo hicieron para imitar el ejemplo de Cristo. Es lo que han hecho especialmente los mártires, cuyo testimonio acompaña al cristianismo desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días. El siglo xx ha sido el gran siglo de los mártires cristianos, tanto en la Iglesia católica como en otras Iglesias y Comunidades eclesiales.
Volviendo de nuevo a Aristóteles, se debe añadir que, además de la Ética a Nicómaco, dejó también otra obra sobre la ética social titulada Política. No plantea en ella cuestiones sobre las estrategias concretas de la vida política, sino que se limita a definir los principios éticos que deberían regir todo sistema político justo. A la Política de Aristóteles se remite de manera particular la doctrina social católica, que ha adquirido un notable relieve en los tiempos modernos por el impacto de la cuestión obrera. Desde la gran Encíclica de León XIII Rerum novarum de 1981, el siglo XX se ha caracterizado por una serie de documentos del Magisterio de una importancia esencial para las numerosas cuestiones que progresivamente han ido surgiendo en el campo social. La Encíclica Quadragesimo annoJ de Pío XI, publicada con ocasión del cuarenta aniversario de la Rerum novarum, afronta directamente la cuestión obrera. Por su parte, Juan XXIII, en la Mater et magistra, aborda con profundidad la cuestión de la justicia social con referencia al gran sector de los trabajadores del campo; después, en la Encíclica Pacem in terris, traza los grandes principios para una paz justa y un nuevo orden internacional, retornando y desarrollando los principios formulados ya en algunas alocuciones importantes de Pío XII. Pablo VI, en la Carta apostólica Octogesima adveniens, vuelve sobre la cuestión del trabajo industrial, mientras que en la Encíclica Populorum progressio se centra especialmente en el análisis de las características del desarrollo justo.
Toda esta problemática sería también objeto de reflexión para los Padres del Concilio Vaticano II, y se afrontó sobre todo en la Constitución Gaudium et spes. El documento conciliar, tornando corno punto de partida la cuestión fundamental de la vocación de la persona humana, analiza una tras otra sus múltiples dimensiones. En particular, trata detenidamente sobre el matrimonio y la familia, se cuestiona sobre la cultura, afronta las complejas cuestiones de la vida económica, política y social, tanto en el ámbito nacional corno internacional. Yo mismo he vuelto a tratar sobre esto último en dos Encíclicas: la Sollicitudo rei socia lis y la Centesimus annus. Pero ya antes había dedicado otra Encíclica específica al trabajo humano, la Laborem exercens. Estaba prevista para el noventa aniversario de la Rerum novarum, aunque se publicó con cierto retraso a causa del atentado contra la vida del Papa.
Se puede decir que en la raíz de todos estos documentas del Magisterio se encuentra el terna de la libertad del hombre. El Creador ha dado al hombre la libertad como don y tarea a la vez. Porque el hombre, mediante la libertad, está llamado a acoger y realizar el verdadero bien. Ejerce su libertad en la verdad eligiendo y cumpliendo el bien verdadero en la vida personal y familiar, en la realidad económica y política, en el ámbito nacional e internacional. Esto le permite evitar o superar las posibles desviaciones que se han dado en la historia. Una de ellas fue, seguramente, el maquiavelismo renacentista; pero también lo han sido distintas formas de utilitarismo social, corno el basado en las clases (marxismo) o en la nación (nacionalsocialismo, fascismo).
Una vez desaparecidos estos dos sistemas en Europa, se ha planteado en las sociedades, especialmente en las del antiguo bloque soviético, el problema del liberalismo. Éste fue muy discutido con ocasión de la Encíclica Centesimus annus y, desde otro aspecto, con motivo de la Encíclica Veritatis splendor. En estas discusiones vuelven a plantearse las eternas cuestiones que ya a finales del siglo XIX había tratado León XIII, el cual dedicó varias Encíclicas a la problemática de la libertad.
Tras este rápido análisis y en líneas generales de la historia de las ideas sobre este terna, se ve cuán fundamental es la cuestión de la libertad humana. La libertad es auténtica en la medida que realiza el verdadero bien. Sólo entonces ella misma es un bien. Si deja de estar vinculada con la verdad y comienza a considerar ésta corno dependiente de la libertad, pone las premisas de unas consecuencias morales dañosas, de dimensiones a veces incalculables. En este caso, el abuso de la libertad provoca una reacción que torna la forma de uno u otro sistema totalitario. También ésta es una forma de corrupción de la libertad, de la que en el siglo xx, y no sólo en él, hemos experimentado las consecuencias.