Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El Evangelio está lleno de trampas en las que fariseos y doctores de la ley intentan hacer caer a Jesús para pillarlo a contrapié, minar su autoridad y el crédito del que goza entre la gente. Una de tantas, recogida en el Evangelio de hoy (Mc 10,1-12), es la que los fariseos le tienden preguntándole si es lícito o no repudiar a la mujer.
Es la trampa de la casuística, urdida por un pequeño grupo de teólogos iluminados, convencidos de tener toda la ciencia y la sabiduría del pueblo de Dios. Una insidia de la que Jesús sale por elevación, yendo a la plenitud del matrimonio. Ya lo había hecho antes con los saduceos, sobre la mujer que tuvo siete maridos (cfr. Mc 12,18-27), pero que en la resurrección —les explica Jesús— no será esposa de ninguno porque en el cielo no se toma ni mujer ni marido. En aquel caso, Cristo se refería a la plenitud escatológica del matrimonio. Con los fariseos, en cambio, va a la plenitud de la armonía de la creación: Dios los creó hombre y mujer, y los dos serán una sola carne.
Ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Tanto en el caso del Levirato como en este, ¡Jesús responde con la verdad aplastante, con la verdad contundente —¡esa es la verdad!— de la plenitud! Jesús nunca regatea con la verdad. Pero estos, ese pequeño grupito de teólogos iluminados, siempre regatean con la verdad, reduciéndola a la casuística. Jesús no negocia la verdad. Y esa es la verdad del matrimonio, ¡no hay otra!
Pero Jesús es tan misericordioso, tan grande, que nunca jamás cierra la puerta a los pecadores. Por eso, no se limita a enunciar la verdad de Dios, sino que pregunta a los fariseos qué estableció Moisés en la ley. Y cuando los fariseos le dicen que ante el adulterio es lícito dar un acta de repudio, Cristo replica que esa norma fue escrita por la dureza de vuestro corazón. Es decir, Jesús distingue siempre entre la verdad y la debilidad humana. En este mundo en el que vivimos, con esta cultura de lo provisional, la realidad del pecado es muy fuerte. Pero Jesús, recordando a Moisés, nos dice: Ante la dureza del corazón, ante el pecado, algo se puede hacer: el perdón, la comprensión, el acompañamiento, la integración, el discernimiento de esos casos… ¡Pero la verdad nunca se vende! Jesús es capaz de decir esta verdad tan grande y, al mismo tiempo, ser tan comprensivo con los pecadores, con los débiles.
Por tanto, estos son las dos cosas que Jesús nos enseña: la verdad y la comprensión, cosa que los teólogos iluminados no logran ver, porque están encerrados en la trampa de la ecuación matemática del “¿Se puede? ¿No se puede?”, y no son capaces ni de horizontes grandes ni de amor por la debilidad humana. Basta ver la delicadeza con la que Jesús trata a la adúltera a punto de ser lapidada: Yo tampoco te condeno; vete, y no peques más (Jn 8,11). Que Jesús nos enseñe a tener en el corazón una gran adhesión a la verdad y una gran comprensión y acompañamiento a todos nuestros hermanos que pasan alguna dificultad. Pero eso es un don, eso lo enseña el Espíritu Santo, no esos doctores iluminados, que para enseñarnos tienen que reducir la plenitud de Dios a una ecuación casuística. Que el Señor nos dé esta gracia.