Homilía del Santo Padre Francisco en la Ordenación Episcopal
Hermanos e hijos, reflexionemos un poco sobre la alta responsabilidad eclesial a la que son promovidos estos hermanos nuestros. Nuestro Señor Jesucristo enviado por el Padre a redimir a los hombres mandó a su vez al mundo a los Doce apóstoles, para que, llenos del poder del Espíritu Santo, anunciasen el Evangelio a todos los pueblos y reuniéndoles bajo un único pastor, los santificasen y les guiasen a la salvación.
Con el fin de perpetuar de generación en generación este ministerio, los Doce se rodearon de colaboradores trasmitiéndoles con la imposición de las manos el don del Espíritu recibido de Cristo, que confería la plenitud del sacramento del Orden. Así, a través de la ininterrumpida sucesión de los obispos en la tradición viva de la Iglesia se ha conservado este ministerio primario y la obra del Salvador continúa y se desarrolla hasta nuestros tiempos. En el obispo rodeado de sus presbíteros está presente en medio de vosotros el mismo Señor, Sumo y Eterno Sacerdote.
Es Cristo, en efecto, quien en el ministerio del obispo sigue predicando el Evangelio de salvación y santificando a los creyentes, mediante los sacramentos de la fe. Es Cristo quien en la paternidad del obispo aumenta con nuevos miembros su cuerpo, que es la Iglesia. Es Cristo quien en la sabiduría y prudencia del obispo guía al pueblo de Dios en la peregrinación terrena hasta la felicidad eterna.
Acoged, pues, con alegría y gratitud a estos hermanos nuestros, que los obispos con la imposición de las manos hoy asociamos al colegio episcopal.
Cuanto a vosotros, hermanos queridísimos, elegidos por el Señor, pensad que habéis sido elegidos entre los hombres y para los hombres, habéis sido constituidos no para vosotros mismos, sino para las cosas que se refieren a Dios. “Episcopado” es el nombre de un servicio, no de un honor, porque al obispo compete más el servir que el dominar, según el mandamiento del Maestro: “quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo” (Mt 20,26-27).
Anunciad la Palabra en toda ocasión: oportuna e inoportuna. Anunciad la verdadera Palabra, no discursos aburridos que nadie entiende. Anunciad la Palabra de Dios. Recordad que, según Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, las dos principales tareas del obispo son la oración y el anuncio de la Palabra (cfr. Hch 6,4); y luego todas las otras administrativas. Pero estas dos cosas son las columnas. Mediante la oración y el ofrecimiento del sacrificio por vuestro pueblo, sacad de la plenitud de la santidad de Cristo las riquezas multiformes de la gracia divina.
En la Iglesia a vosotros confiada sed fieles custodios y dispensadores de los misterios de Cristo. Puestos por el Padre como cabeza de su familia seguid siempre el ejemplo del Buen Pastor, que conoce a sus ovejas y ellas le conocen y por ellas no dudó en dar la vida. Cercanía con tu pueblo. Las tres cercanías del obispo: la cercanía con Dios en la oración –esta es la primera labor–; la cercanía con los presbíteros en el colegio presbiteral; y la cercanía con el pueblo. No olvidéis que habéis sido sacados, escogidos, del rebaño. No os olvidéis de vuestras raíces, de los que os han trasmitido la fe, los que os han dado la identidad. No reneguéis del pueblo de Dios.
Amad con amor de padre y de hermano a todos los que Dios os confía. En primer lugar, a los presbíteros y diáconos, vuestros colaboradores en el ministerio; pero amad también a los pobres, a los indefensos y a cuantos necesitan acogida y ayuda. Animad a los fieles a cooperar en el compromiso apostólico y escuchadles de buen grado.
Y mantened viva atención a cuantos no pertenecen al único rebaño de Cristo, porque esos también os han sido confiados en el Señor. Acordaos que en la Iglesia católica, reunida en el vínculo de la caridad, estáis unidos al Colegio de los obispos –esta sería la cuarta cercanía– y debéis llevar en vosotros la solicitud de todas las Iglesias, socorriendo generosamente a las que están más necesitadas de ayuda. Proteged este don que hoy recibiréis por la imposición de las manos de nosotros los obispos.
Velad con amor sobre todo el rebaño en el que el Espíritu Santo os pone a regir la Iglesia de Dios. Velad en el nombre del Padre, del que hacéis presente su imagen; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, por el que sois constituidos maestros, sacerdotes y pastores; y en el nombre del Espíritu Santo que da vida a la Iglesia y con su poder sostiene nuestra debilidad.