Se ha hecho público el Mensaje del Papa Francisco para la XXX Jornada Mundial de la Juventud 2015, que se celebrará el próximo 29 de marzo, Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor, con el título «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8)
Queridos jóvenes:
Seguimos avanzando en nuestra peregrinación espiritual a Cracovia, donde tendrá lugar la edición internacional de la Jornada Mundial de la Juventud en julio de 2016. Como guía en nuestro camino, elegí el texto evangélico de las Bienaventuranzas. El año pasado reflexionamos sobre la bienaventuranza de los pobres de espíritu, situándola en el contexto más amplio del Sermón de la montaña. Descubrimos el significado revolucionario de las Bienaventuranzas y el fuerte llamamiento de Jesús a lanzarnos decididamente a la aventura de la búsqueda de la felicidad. Este año reflexionaremos sobre la sexta Bienaventuranza: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8).
La palabra bienaventurados (felices), aparece nueve veces en esta primera gran predicación de Jesús (cf. Mt 5,1-12). Es como un estribillo que nos recuerda la llamada del Señor a recorrer con Él un camino que, a pesar de todas las dificultades, conduce a la verdadera felicidad.
Queridos jóvenes, todas las personas, de todos los tiempos y de cualquier edad, buscan la felicidad. Dios ha puesto en el corazón del hombre y de la mujer un profundo anhelo de felicidad, de plenitud. ¿No notáis que vuestros corazones están inquietos y en continua búsqueda de un bien que pueda saciar su sed de infinito?
Los primeros capítulos del libro del Génesis nos presentan la espléndida bienaventuranza a la que estamos llamados y que consiste en la comunión perfecta con Dios, con los otros, con la naturaleza, con nosotros mismos. El libre acceso a Dios, a su presencia e intimidad, formaba parte de su proyecto sobre la humanidad desde los orígenes, y hacía que la luz divina inundase de verdad y trasparencia todas las relaciones humanas. En ese estado de pureza original, no había máscaras, subterfugios, ni motivos para esconderse unos de otros. Todo era limpio y claro.
Cuando el hombre y la mujer ceden a la tentación y rompen la relación de comunión y confianza con Dios, el pecado entra en la historia humana (cf. Gn 3). Las consecuencias se hacen notar enseguida en las relaciones consigo mismos, de los unos con los otros, y con la naturaleza. Y son dramáticas. La pureza de los orígenes queda como contaminada. Desde ese momento, el acceso directo a la presencia de Dios ya no es posible. Aparece la tendencia a esconderse, y el hombre y la mujer tienen que cubrir su desnudez. Sin la luz que proviene de la visión del Señor, ven la realidad que los rodea de manera distorsionada, miope. La brújula interior que los guiaba en la búsqueda de la felicidad pierde su punto de orientación, y la tentación de poder, de tener y el deseo de placer a toda costa los llevan al abismo de la tristeza y la angustia.
En los Salmos encontramos el grito de la humanidad que, desde lo hondo de su alma, clama a Dios: ¿Quién nos hará ver la dicha si la luz de tu rostro ha huido de nosotros? (Sal 4,7).El Padre, en su bondad infinita, responde a esta súplica enviando a su Hijo. En Jesús, Dios asume un rostro humano. Con su encarnación, vida, muerte y resurrección, nos redime del pecado y nos descubre nuevos horizontes, impensables hasta entonces.
Y así, en Cristo, queridos jóvenes, encontraréis el pleno cumplimiento de vuestros sueños de bondad y felicidad. Sólo Él puede satisfacer vuestras expectativas, muchas veces frustradas por las falsas promesas mundanas. Como dijo San Juan Pablo II: Es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar por el conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas, que otros querrían sofocar. Es Jesús quien suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande (Vigilia de oración en Tor Vergata, 19-VIII-2000).
Ahora intentemos profundizar por qué esta bienaventuranza pasa a través de la pureza del corazón. Antes que nada, hay que comprender el significado bíblico de la palabra corazón. Para la cultura semita, el corazón es el centro de los sentimientos, de los pensamientos y de las intenciones de la persona humana. Si la Biblia nos enseña que Dios no mira las apariencias, sino al corazón (cf. 1Sam 16,7), también podríamos decir que es desde nuestro corazón desde donde podemos ver a Dios. Esto es así porque nuestro corazón concentra al ser humano en su totalidad y unidad de cuerpo y alma, su capacidad de amar y ser amado.
En cuanto a la definición de limpio, la palabra griega utilizada por el evangelista Mateo es katharos, que significa fundamentalmente puro, libre de sustancias contaminantes. En el Evangelio, vemos que Jesús rechaza una determinada concepción de pureza ritual ligada a la exterioridad, que prohíbe el contacto con cosas y personas (entre ellas, los leprosos y los extranjeros) consideradas impuras. A los fariseos que, como otros muchos judíos de entonces, no comían sin haber hecho las abluciones y observaban muchas tradiciones sobre la limpieza de los objetos, Jesús les dijo categóricamente: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque del corazón del hombre salen los malos propósitos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad (Mc 7,15.21-22).
Por tanto, ¿en qué consiste la felicidad que sale de un corazón puro? Por la lista que hace Jesús de los males que vuelven al hombre impuro, vemos que se trata sobre todo de algo que tiene que ver con el campo de nuestras relaciones. Cada uno tiene que aprender a descubrir lo que puede contaminar su corazón, formarse una conciencia recta y sensible, capaz de discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto (Rm 12,2). Si hemos de estar atentos y cuidar adecuadamente la creación, para que el aire, el agua, los alimentos no estén contaminados, mucho más tenemos que cuidar la pureza de lo más precioso que tenemos: nuestros corazones y nuestras relaciones. Esa ecología humana nos ayudará a respirar el aire puro que proviene de las cosas bellas, del amor verdadero, de la santidad.
Una vez os pregunté: ¿Dónde está vuestro tesoro? ¿En qué descansa vuestro corazón? (cf. Entrevista con algunos jóvenes de Bélgica, 31-III-2014). Sí, nuestros corazones pueden apegarse a tesoros verdaderos o falsos, en los que pueden encontrar auténtico reposo o adormecerse, haciéndose perezosos e insensibles. El bien más precioso que podemos tener en la vida es nuestra relación con Dios. ¿Lo creéis así de verdad? ¿Sois conscientes del valor inestimable que tenéis a los ojos de Dios? ¿Sabéis que Él os valora y os ama incondicionalmente? Cuando esta convicción desaparece, el ser humano se convierte en un enigma incomprensible, porque precisamente lo que da sentido a nuestra vida es sabernos amados incondicionalmente por Dios. ¿Recordáis el diálogo de Jesús con el joven rico (cf. Mc 10,17-22)? El evangelista Marcos dice que Jesús lo miró con cariño (cf. v. 21), y después lo invitó a seguirle para encontrar el verdadero tesoro. Os deseo, queridos jóvenes, que esa mirada de Cristo, llena de amor, os acompañe durante toda vuestra vida.
Durante la juventud, surge la gran riqueza afectiva que hay en vuestros corazones, el deseo profundo de un amor verdadero, maravilloso, grande. ¡Cuánta energía hay en esa capacidad de amar y ser amado! No permitáis que ese valor tan precioso sea falseado, destruido o menoscabado. Eso pasa cuando las relaciones están marcadas por la instrumentalización del prójimo para nuestros fines egoístas, en ocasiones como mero objeto de placer. El corazón queda herido y triste tras esas experiencias negativas. Os lo ruego: no tengáis miedo al amor verdadero, el que nos enseña Jesús y que San Pablo describe así: El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca (1Co 13,4-8).
Al mismo tiempo que os invito a descubrir la belleza de la vocación humana al amor, os pido que os rebeléis contra esa tendencia tan extendida de banalizar el amor, sobre todo cuando se intenta reducirlo solamente al aspecto sexual, privándolo de sus características esenciales de belleza, comunión, fidelidad y responsabilidad. Queridos jóvenes, en la cultura de lo provisional, de lo relativo, muchos predican que lo importante es "disfrutar" el momento, que no vale la pena comprometerse para toda la vida, hacer opciones definitivas "para siempre", porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en cambio, os pido que seáis revolucionarios, os pido que vayáis contracorriente; sí, en esto os pido que os rebeléis contra esa cultura de lo provisional, que, en el fondo, cree que no sois capaces de asumir responsabilidades, cree que no sois capaces de amar verdaderamente. Yo tengo confianza en vosotros, jóvenes, y pido por vosotros. Atreveos a "ir contracorriente". Y atreveos también a ser felices» (A los voluntarios, JMJ de Río de Janeiro, 28-VII-2013).
Vosotros, jóvenes, sois expertos exploradores. Si os decidís a descubrir el rico magisterio de la Iglesia en este campo, veréis que el cristianismo no consiste en una serie de prohibiciones que apagan vuestras ansias de felicidad, sino en un proyecto de vida capaz de atraer nuestros corazones.
En el corazón de todo hombre y mujer, resuena continuamente la invitación del Señor: Buscad mi rostro (Sal 27,8). Al mismo tiempo, tenemos que enfrentarnos siempre con nuestra pobre condición de pecadores. Es lo que leemos, por ejemplo, en el Libro de los Salmos: ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón (Sal 24,3-4). Pero no tengamos miedo ni nos desanimemos: en la Biblia, y en la historia de cada uno de nosotros, vemos que Dios siempre da el primer paso. Él es quien nos purifica para que seamos dignos de estar en su presencia.
El profeta Isaías, cuando recibió la llamada del Señor para que hablase en su nombre, se asustó: ¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros! (Is 6,5). Pero el Señor lo purificó por medio de un ángel que le tocó la boca y le dijo: Ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado (v.7). En el Nuevo Testamento, cuando Jesús llamó a sus primeros discípulos en el lago de Genesaret y realizó el prodigio de la pesca milagrosa, Simón Pedro se echó a sus pies diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador (Lc 5,8). La respuesta no se hizo esperar: No temas; desde ahora serás pescador de hombres (v. 10).Y cuando uno de los discípulos de Jesús le preguntó: Señor, muéstranos al Padre y nos basta, el Maestro respondió: Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14,8-9).
La invitación del Señor a encontrarse con Él se dirige a cada uno de vosotros, en cualquier lugar o situación en que os encontréis. Basta tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él (Evangelii gaudium, 3).Todos somos pecadores, necesitados de ser purificados por el Señor. Pero basta dar un pequeño paso hacia Jesús para descubrir que Él nos espera siempre con los brazos abiertos, sobre todo en el Sacramento de la Reconciliación, ocasión privilegiada para encontrar la misericordia divina que purifica y regenera nuestros corazones.
Sí, queridos jóvenes, el Señor quiere encontrarse con nosotros, quiere dejarnos ver su rostro. Me preguntaréis: Pero, ¿cómo? También Santa Teresa de Ávila, que nació hace precisamente 500 años en España, desde pequeña decía a sus padres: Quiero ver a Dios. Después descubrió el camino de la oración, que describió como tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama (Libro de la vida, 8,5). Por eso, os pregunto: ¿rezáis? ¿Sabéis que podéis hablar con Jesús, con el Padre, con el Espíritu Santo, como se habla con un amigo? Y no un amigo cualquiera, sino el mejor amigo, el amigo de más confianza. Probad a hacerlo, con sencillez. Descubriréis lo que un campesino de Ars decía a su santo Cura: Cuando estoy rezando ante el Sagrario, yo le miro y Él me mira (Catecismo de la Iglesia Católica, 2715).
También os invito a encontraros con el Señor leyendo frecuentemente la Sagrada Escritura. Si no estáis acostumbrados todavía, comenzad por los Evangelios. Leed cada día un pasaje. Dejad que la Palabra de Dios hable a vuestros corazones, que sea luz para vuestros pasos (cf. Sal 119,105). Descubrid que se puede ver a Dios también en el rostro de los hermanos, especialmente de los más olvidados: los pobres, los hambrientos, los sedientos, los extranjeros, los encarcelados (cf. Mt 25,31-46). ¿Habéis tenido alguna experiencia? Queridos jóvenes, para entrar en la lógica del Reino de Dios es necesario reconocerse pobre con los pobres. Un corazón puro es necesariamente también un corazón desprendido, que sabe abajarse y compartir la vida con los más necesitados.
El encuentro con Dios en la oración, mediante la lectura de la Biblia y en la vida fraterna, os ayudará a conocer mejor al Señor y a vosotros mismos. Como les pasó a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), la voz de Jesús hará arder vuestro corazón y os abrirá los ojos para reconocer su presencia en la historia personal de cada uno de vosotros, descubriendo el proyecto de amor que tiene para vuestras vidas.
Algunos de vosotros sienten o sentirán la llamada del Señor al matrimonio, a formar una familia. Hoy muchos piensan que esta vocación está pasada de moda, pero no es verdad. Precisamente por eso, toda la Comunidad eclesial está viviendo un período especial de reflexión sobre la vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Además, os invito a considerar la llamada a la vida consagrada y al sacerdocio. Qué maravilla ver jóvenes que abrazan la vocación de entregarse plenamente a Cristo y al servicio de su Iglesia. Haceos la pregunta con corazón limpio y no tengáis miedo a lo que Dios os pida. A partir de vuestro sí a la llamada del Señor os convertiréis en nuevas semillas de esperanza en la Iglesia y en la sociedad. No lo olvidéis: la voluntad de Dios es nuestra felicidad.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Queridos jóvenes, como veis, esta Bienaventuranza toca muy de cerca vuestra vida y es una garantía de vuestra felicidad. Por eso, os lo repito una vez más: atreveos a ser felices.
Con la Jornada Mundial de la Juventud de este año comienza la última etapa del camino de preparación de la próxima gran cita mundial de los jóvenes en Cracovia, en 2016. Se cumplen ahora 30 años desde que San Juan Pablo II instituyó en la Iglesia las Jornadas Mundiales de la Juventud. Esta peregrinación juvenil a través de los continentes, bajo la guía del Sucesor de Pedro, ha sido verdaderamente una iniciativa providencial y profética. Demos gracias al Señor por los abundantes frutos que ha dado en la vida de muchos jóvenes en todo el mundo. ¡Cuántos descubrimientos importantes, sobre todo el de Cristo, Camino, Verdad y Vida, y de la Iglesia como una familia grande y acogedora! ¡Cuántos cambios de vida, cuántas decisiones vocacionales han tenido lugar en esos encuentros! Que el Santo Pontífice, Patrono de la JMJ, interceda por nuestra peregrinación a su querida Cracovia. Y que la mirada maternal de la Bienaventurada Virgen María, la llena de gracia, toda belleza y toda pureza, nos acompañe en este camino.
Vaticano, 31 de enero de 2015
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Francisco
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