El cristiano tiene que ser definitivamente alegre. El optimismo del cristiano está basado en que se le ha abierto un camino real hacia lo Óptimo, y lo Óptimo es Dios
El amor humano es realidad cierta y, a la vez, figura o analogía del amor divino. Quizá para entender la alegría cristiana hay que tener en cuenta la alegría del enamorado, no a pesar de los dolores, sino precisamente en los dolores, en la continua vigilancia, un cuidado en el que se realiza la persona. El enamorado, si ama y es amado, si da y es objeto del don, está alegre, goza, canta. Por eso también en los niños se da la alegría de una manera particular: porque su vida es recibir siempre, ser objeto de amor, singularmente por parte de los padres, pero también de casi todos, que miran con benevolencia (volendo bene, dice aún el italiano) a los niños.
Como el mundo no puede vivir sin cristianismo −tan fuertes son las consecuencias históricas de la realidad del Verbo hecho hombre−, en muchas épocas una parte de ese mundo se ha dedicado a denigrarlo: literalmente, a pintarlo de tintes oscuros, negros. Los hombres de talante dionisíaco, según la terminología de Nietzsche, han acusado al cristianismo de predicar la muerte, la renuncia, la tristeza, el abandono del mundo. Y, al contrario, cuando por cualquier motivo la historia entra en una época de desesperanza, el optimismo resulta molesto: ¿por qué son felices esos cristianos, por qué no dudan siempre, por qué no la angustia perpetua? ¿No será frivolidad, superficialidad ese confiar en un final feliz? Tenemos así que, como casi era de esperar, el cristiano ha sido tachado de triste y de alegre, de sombrío y de descaradamente luminoso, de derrotista y de triunfalista. ¿Que el canto sagrado se hace complejo, polifónico, rico? «Se ha perdido la primitiva austeridad». ¿Que se vuelve sobrio? «Son cantos de muerte y no de vida».
Cuando suceden estos ataques simultáneos y contrarios, se puede decir que los que acusan no han entendido el “escándalo” y la “locura” cristianos. Chesterton escribía en Enormes minucias: «El verdadero resultado de toda experiencia y el verdadero fundamento de toda religión es éste: que las cuatro o cinco verdades cuyo conocimiento es más prácticamente esencial para el hombre pertenecen todas ellas a la categoría que la gente denomina paradoja». También la alegría del cristiano se expresa en paradojas. Paradójico es que Cristo aconseje, cuando se ayune, estar alegre, perfumarse, mostrarse lejos de cualquier tristeza. Naturalmente, un ayunador alegre puede verse expuesto fácilmente a la acusación de hipocresía. Pero es el acusador el que no habrá entendido la paradoja.
Conviene dar siempre una oportunidad al que ataca. Conviene siempre intentar entender el motivo de la acusación. Puede pensarse, por eso, que el hombre inteligente ama la complejidad, porque casi nada está escrito de un solo color o trazado con ausencia de matices. Pregonar con voz estentórea que «todo es sencillo» molesta a los temperamentos que temen que lo diáfano se convierta en velo de la superficialidad. Así, ante la afirmación «el cristiano es alegre», se notarán gestos de insatisfacción: no puede ser tan sencillo.
Y no lo es. El hecho de que el cristianismo haya sido atacado desde flancos diversos y opuestos demuestra, al menos, que la realidad cristiana es difícil de abarcar en una sola mirada. Sencillo no es lo mismo que simple. Dar sencillez no es simplificar: sencillo es lo que no se oculta, pero eso que no se oculta puede ser una realidad compleja. Precisamente eso ocurre en el cristianismo. Y en la alegría del cristiano de forma singular.
La palabra clásica para alegría es gozo, el gaudium de los latinos. Gaudium traduce prácticamente siempre, en la Vulgata, el xáQtg griego, y este término griego sirve también para regalo, premio, limosna y gracia. Gracia es lo que se obtiene sin esfuerzo por parte del que lo recibe; por eso, dar gracias o dar las gracias es reconocer esa gratuidad. El gozo, la alegría, es el resultado de poseer un bien, y precisamente un bien grande, que sólo gratuitamente puede recibirse. Entre todos estos bienes, hay uno de calidad superior, el amor. El arquetipo del bien gratuitamente recibido es el amor. Por eso el enamorado, si ama y es amado, si da y es objeto del don, está alegre, goza, canta. Por eso también en los niños se da la alegría de una manera particular: porque su vida es recibir siempre, ser objeto de amor, singularmente por parte de los padres, pero también de casi todos, que miran con benevolencia (volendo bene, dice aún el italiano) a los niños.
Camino, alimentado en la raíz cristiana, no podría estar lejos de esta trama rica de la alegría. En el punto 268 puede leerse: «Dale gracias por todo, porque todo es bueno». Éste me parece el texto fundamental sobre la alegría. De este dar gracias por todo se obtiene un gozo grande, como gusta decir el Evangelio: los ángeles anuncian, en el Nacimiento de Cristo, un gozo grande (Lc 2, 10); los discípulos, confortados por la bendición de Cristo, que ha vuelto con el Padre, experimentan un gozo grande (Lc 24, 50-52).
Por todo esto el cristiano tiene que ser definitivamente alegre. El optimismo del cristiano está basado en que se le ha abierto un camino real hacia lo Óptimo, y lo Óptimo es Dios. Por eso no puede ser cristiano un talante desesperado definitivamente. Pensar que todo está tan mal, que el corazón humano está tan corrompido que «ni Dios puede salvarlo» es sólo una forma de la soberbia, es decir, de la mítica adoración al propio yo. Un reflejo de esa soberbia se da también en las relaciones humanas: el triste crónico es alguien que no se deja ayudar, que le parece que su “complejidad” es tal que nadie podrá nunca resolverla. Y, al contrario: nada más placentero que el carácter de la persona que se deja ayudar, no servilmente sino llanamente: «Mira, esto no lo sé, enséñamelo tú».
Por otro lado, lo que han intuido más o menos oscuramente pensadores como Kierkegaard o Unamuno, y todos aquellos que de una forma o de otra han hablado del “sentimiento trágico de la vida”, es que, en esta historia, en este tiempo, la alegría del hombre no puede nunca ser completa. El gozo es consecuencia de la obtención de un bien; de un bien, además, gratuito, dado por pura liberalidad. Pero en la historia no hay, para ser gozado, ningún bien eterno (entre las creaciones de los hombres o los bienes de la naturaleza); y el único bien eterno, Dios, no puede ser “visto” ni, por tanto, gozado completamente en esta vida. Nos estamos acercando a la paradoja, una vez más. Y en este caso la paradoja fue señalada muchas veces por Mons. Escrivá de Balaguer con la frase «la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz»[1].
Para llegar a entender mejor esto hay que unir algunas ideas que ya han aparecido. Por ejemplo, la conexión entre alegría e infancia. No tiene nada de extraño, ahora, que en Camino la raíz de la alegría esté en ese saberse hijos de Dios, conectado con los dos capítulos en los que se trata de la “infancia espiritual”. Es posible leer el punto 659 a la luz del 860. «La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios.» «Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. −No lo olvides».
En Camino, la alegría está conectada con la aceptación de la voluntad de Dios, pero no con una fría pasividad. Esa voluntad es la de un Padre, y ya se sabe hasta qué punto, en cierto modo, en la medida de lo bueno para el hijo, el padre más que a mandar se siente inclinado a complacer. En la medida de lo bueno para el hijo: ésta es la clave. El hombre se siente continuamente inclinado a fabricarse un mundo sólo a su gusto, el ámbito gris del egoísmo. Por eso no consigue darse cuenta del verdadero estatuto de la alegría en esta tierra, ese que en Camino queda reflejado con trazos claros: «La alegría de los pobrecitos hombres, aunque tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto de amargura. −¿Qué creías? —Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida» (n. 203). Y, desde otro punto de vista, la penitencia es «alegría, aunque trabajosa» (n. 548). Por eso hay que recibir la tribulación con entereza: «Si recibes la tribulación con ánimo encogido pierdes la alegría y la paz (...)» (n. 696).
Poco a poco va apareciendo la íntima e inseparable relación entre la alegría y la Cruz, sobre todo teniendo en cuenta que en otras obras de Mons. Escrivá de Balaguer se señala, con profundidad teológica, la conveniencia de dejar el término Cruz para la única Cruz, la de Cristo. Este tema se anuncia en muchos textos de Camino: «Si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. −¿Salen mal? −Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace participar de su dulce Cruz» (n. 658). Para alcanzar quizá su punto más alto en el capítulo La voluntad de Dios: «La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. −Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada» (n. 758). ¿Por qué? Porque el primero que acepta hasta el fondo la Voluntad del Padre es Cristo, y esa aceptación le lleva a la muerte y muerte de Cruz. Él, el Hijo, el Verbo. Por tanto, el cristiano, hijo de Dios en el Hijo de Dios, necesita pasar por la Cruz para darse cuenta de las raíces de la alegría; entonces se advierte que el yugo no es yugo, que la carga no es carga, sin dejar de ser carga y yugo. Y necesariamente hemos de recordar de nuevo la fuerza de la paradoja.
Como no es posible mantener simultáneamente todos los hilos de la visión cristiana de la vida, al referirnos antes a la conexión filiación divina-Cruz no se hacía referencia a otra realidad inseparable: el amor. Sólo el amor hace posible la aceptación de la Cruz. Como escribe Santa Teresa en las Fundaciones: «Esta fuerza tiene el amor, si es perfecto: que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos». Es la antigua experiencia humana, que no tiene por qué cambiar en el amor divino. Monseñor Escrivá de Balaguer gustaba de aquella canción de Juan del Enzina, que suena: «más vale trocar / placer por dolores / que estar sin amores». El amor no está nunca tranquilo, porque el corazón vigila siempre, según se lee en el Cantar de los Cantares, al que Fray Luis de León hacía esta bella glosa: «Es el cuidado de amor tan grande y está tan en vela en lo que desea, que de mil pasos lo siente, entre sueños lo oye y tras los muros lo ve».
El amor humano es realidad cierta y, a la vez, figura o analogía del amor divino. Quizá para entender la alegría cristiana hay que tener en cuenta la alegría del enamorado, no a pesar de los dolores, sino precisamente en los dolores, en la inquietud, en la continua vigilancia. Se trata, por tanto, de una alegría lejana a la superficialidad, de un contento que nada tiene que ver con la frivolidad; es un gozo sentido, un cuidado en el que se realiza la persona.
Ahora se ve mejor, quizá, por qué una presentación triste del cristianismo es falsear la realidad sobrenatural de la fe. «La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre» (n. 657), es decir, con la alegría que viene de amar, porque sólo es amable el que ama. En otro lugar del libro se habla de los ojos «del mirar amabilísimo» de Cristo. Por eso se entiende lo siguiente: «Caras largas..., modales bruscos..., facha ridícula..., aire antipático: ¿Así esperas animar a los demás a seguir a Cristo?» (n. 661). 0 en otro lugar: «No estés triste. −Ten una visión más... “nuestra” −más cristiana− de las cosas» (n. 664).
Camino, como todos los grandes libros de espiritualidad que han glosado la realidad cristiana, no se deja enmarcar en la fácil dicotomía optimismo-pesimismo, en las simplificaciones del «mejor de los mundos posibles» (Leibniz) o «el peor de los mundos posibles» (Schopenhauer). En este mundo se ha dado y se da, con extraña eficacia, el pecado, la ofensa a Dios que se traduce en una despiadada utilización de las criaturas. Pero el pecado no es lo último, ni lo definitivo. Lo último es por la Cruz, la Resurrección; el supremo dolor redentor que da paso a la alegría, ahora como anuncio, después como perfecta posesión. El trabajo de la Cruz es una victoria, laboriosa victoria que se continúa a lo largo de la historia, en el claroscuro de la libertad humana, que es el mismo claroscuro de la alegría.
Rafael Gómez Pérez
[1] Expresión muy corriente en la predicación del Fundador del Opus Dei; puede verse recogida en Es Cristo que pasa, n. 43.
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