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Texto de la conferencia inaugural de la Asamblea de Delegados Diocesanos de Medios de Comunicación Social de España, pronunciada por Mons. Rino Fisichella, presidente del Consejo Pontificio para la promoción de la Nueva Evangelización, en la sede de la Conferencia Episcopal Española en Madrid el 14 febrero de 2011
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"El punto crucial de la cuestión es este: si un hombre, empapado de la civilización moderna, un europeo, puede todavía creer; creer propiamente en la divinidad del Hijo de Dios Cristo Jesús. En esto, de hecho, está toda la fe”. Son palabras cargadas de provocación que provienen de uno de los escritores más significativos del siglo pasado: Dostoewskj. Preguntarse si el hombre de hoy está todavía dispuesto a creer en Jesús como Hijo de Dios comporta necesariamente la cuestión conexa: si el hombre de hoy siente todavía la necesidad de la salvación. Aquí está todo el problema para nosotros creyentes, para nuestra credibilidad en el mundo de hoy; pero también el problema para cuantos no creen y desean darle un significado pleno a su vida. No encuentro otra posibilidad fuera de esta cuestión, que impulsa a buscar una respuesta. Delante a la posibilidad de Jesucristo no se puede permanecer neutral; se debe dar una respuesta si se quiere dar un sentido a la propia vida.
Jesús de Nazareth ha querido la Iglesia para que fuera la continuación viva de su presencia en medio del mundo. En los dos mil años transcurridos desde aquel mandato de ir por el mundo entero para anunciar el Evangelio y hacer discípulos a todos los pueblos de la tierra, la Iglesia nunca abandonó esta obligación tan esencial para su propia vida. Ella ha nacido con la misión de evangelizar, y si renunciase a esta tarea, empobrecería su propia naturaleza. Anunciar el evangelio de Jesús no nos hace mejores que los otros, pero ciertamente nos impulsa a ser más responsables. Esta es una misión que se manifiesta sobre todo en un momento de crisis como el que estamos atravesando. Estamos al final de una época que, para bien o para mal, ha marcado la historia de estos últimos siglos; estamos por entrar en una nueva era del mundo todavía incierta en sus primeros pasos y que parece vacilar por la debilidad del pensamiento. Por este motivo, el rol de los católicos adquiere mayor importancia por la riqueza de la tradición que supimos construir en el pasado. De hecho, los discípulos del Señor estamos llamados a ser “sal” y “luz” para dar sabor a la vida e iluminar a quienes están a la búsqueda de sentido. Si disminuyese esta responsabilidad, el mundo no tendría una palabra de esperanza y nosotros nos convertiríamos en insignificantes.
El papa Benedicto XVI ha instituido el 21 de setiembre, fiesta litúrgica de san Mateo Apóstol y Evangelista, el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización. Una intuición que considero verdaderamente “profética”, porque atiende a nuestro presente con la intención de dar una respuesta significativa a los grandes desafíos que tenemos por delante; y al mismo tiempo, con clarividencia nos obliga a mirar el futuro, para comprender de qué manera, la Iglesia deberá desempeñar su ministerio en un mundo sometido a grandes transformaciones culturales que determinan el inicio de una nueva época de la humanidad. Con este pensamiento profético, el Papa quiere dar nuevamente fuerza al espíritu misionero de la Iglesia, sobre todo en aquellos lugares donde la fe pareciera debilitarse por la presión del secularismo. Es tarea de todos nosotros fortalecer la fe. No es opcional el dar razón de nuestro creer, sino un empeño que nos debemos en primer lugar a nosotros mismos, para mostrar la libertad de nuestra decisión. Recuperar el espíritu misionero con el cual estamos llamados a llevar el Evangelio a toda persona que encontramos en nuestro camino es una consecuencia inevitable a causa del deseo de compartir con otros la misma alegría reencontrada en la fe. El apóstol Pedro en su primera carta nos recuerda que debemos estar siempre listos para “dar razón de la esperanza que tenemos” (1 Pe. 3,15). Más aún en un momento como el actual, somos invitados a ser misioneros con la fuerza de la razón. Mostrar que ella y sus conquistas no se contraponen a los contenidos de la fe, porque la búsqueda de la verdad es común, y no se puede aislar en uno sólo de sus componentes; esto es tal vez lo que nuestros contemporáneos esperan. El Apóstol, además, indica una metodología que los cristianos estamos invitados a seguir: que el anuncio “sea hecho con dulzura, con respeto y con recta conciencia”. He aquí un programa que los cristianos estamos invitados a realizar con esfuerzo y con constancia en la obra de la nueva evangelización.
No será inútil, entonces, partir del concepto mismo de “nueva evangelización”, del cual debemos estudiar el sentido, producir una sistemática comprensión y explicación, sobre todo en el magisterio de los últimos Pontífices, para que no aparezca como una fórmula abstracta, privada de contenidos reales que tengan una relación con el mundo de hoy, particularmente en el contexto de las grandes transformaciones culturales de las que todos nosotros somos testigos, y con las que, en algún sentido, estamos directamente comprometidos. El Señor Jesús ha querido su Iglesia para transmitir de manera viva su Evangelio de generación en generación, sin tener en cuenta ninguna frontera territorial ni temporal. Esto vale sobre todo en el contexto de globalización, en el que estamos insertos y que ve la dimensión de la comunicación como uno de los elementos fundamentales para definir nuestra cultura. No se puede negar que nuestra sociedad, de modo particular en occidente, está profundamente marcada por la información. Si se observa con atención lo que está sucediendo en estos días en los Países Árabes es fácil verificar que, más allá de los hechos políticos, la instrumentación moderna de la comunicación juega un rol en absoluto secundario.
La Iglesia vive por la misión encomendada por su Maestro, de llevar al mundo la hermosa noticia que se realiza en el misterio de la Encarnación. Obedeciendo siempre a este mandato, desde la primera comunidad de discípulos hasta la multiforme presencia de la Iglesia en el mundo contemporáneo hemos llevado el anuncio de la semilla de vida eterna, que es salvación realizada en el misterio de la muerte y resurrección del Señor. En estos veintiún siglos, la Iglesia se ha inserto en la pluralidad de las culturas de los diversos pueblos para que puedan surgir en ellas aquellas tendencias de verdad que llevan a reconocer la revelación de Jesucristo como momento último y definitivo del proceso de la religión en nuestra marcha hacia el absoluto. La obra de la evangelización entra directamente en contacto con la cultura, la plasma y transforma así como ella viene determinada en su lenguaje y expresividad. Es bueno reafirmar con fuerza esta perspectiva para que no suceda que nuestro discurso sobre la nueva evangelización aparezca como extraño al mundo de la comunicación y nuestro mensaje siga siendo anunciado de manera no comprensible para nuestros contemporáneos. Además, una cosa se puede verificar en los dos mil años de cristianismo: la atención permanente que la comunidad cristiana ha tenido en relación al tiempo en que vivía y al contexto cultural en el que se insertaba. Una lectura de los textos de los apologetas, de los Padres de la Iglesia, y de los varios maestros y santos que se han sucedido en el transcurso de estos dos mil años demuestra fácilmente la atención al mundo circundante y el deseo de insertarse en él para comprenderlo y orientarlo a la verdad del Evangelio. En la base de esta atención se encuentra la convicción de que ninguna forma de evangelización sería eficaz si la Palabra de Dios no entrase en la vida de las personas, en su modo de pensar y de obrar para llamarlas a la conversión. Esto ha sido siempre lo que hoy llamamos “nueva evangelización”. No es diferente en nuestro tiempo; podemos usar una expresión diversa, pero la sustancia permanece idéntica. Somos llamados a anunciar el Evangelio de manera eficaz; esto requiere en primer lugar el trato frecuente de la Palabra de Dios, que permite a quienes nos escuchan verificar no sólo nuestro conocimiento del Evangelio, sino sobre todo nuestra credibilidad que se expresa en un coherente testimonio de vida.
Nadie puede pensar, entonces, que el vehículo de la comunicación no sea también fundamental para la recepción coherente del mensaje. Ninguno de nosotros ignora la dificultad de esta nueva “mediapolis” dentro de la que se realiza la nueva evangelización. Diversas voces entre los sociólogos y psicólogos se alzan para advertir acerca de los peligros conexos a este nuevo “pequeño gran mundo” de internet que avanza y que presenta rasgos problemáticos sobre todo en la esfera antropológica. Ciertamente, para nosotros es evidente que este mundo de la comunicación no puede ser considerado solamente de manera funcional; sería una confusión que no sólo nos alejaría de este mundo, sino sobre todo nos impediría comprenderlo en su naturaleza real y en los diversos elementos de que se compone. Pensar el mundo de la comunicación en términos de pura tecnología es reductivo y no ayuda a ver el verdadero rostro de la cultura que en él se contiene. Nos encontramos frente a un universo de pensamiento y de tecnología con grandes potencialidades, hasta ahora sólo parcialmente conocidas y utilizadas. Para bien o para mal, de cualquier parte que se mire a este mundo, él se presenta como un moderno areópago que el cristiano no puede ignorar. El lenguaje que está naciendo a través de las nuevas formas de comunicación, amerita ser conocido, estudiado y, en lo posible, utilizado, sin traicionar el mensaje del que somos portadores, en vistas a una clara comprensión y eficacia de nuestro anuncio. En algún sentido, por tanto, es necesario confrontarse con este nuevo mundo de la comunicación porque determina nuestra cultura junto con el lenguaje y los comportamientos que se derivan.
La nueva evangelización se hace fuerte también en otro momento particular de la vida de la Iglesia: la acción litúrgica. En la pluralidad de sus ritos, muestra con evidencia cómo se puede expresar la central unicidad del misterio en maneras diversas, sin disminuir por ello la particularidad del lenguaje evocativo propio de la ley del creer. En este contexto vale la pena referir algunas palabras sobre el valor que la liturgia posee en orden a la nueva evangelización. La liturgia es la acción principal mediante la cual la Iglesia expresa en el mundo su carácter de mediadora de la revelación de Jesucristo y por ello el sentido profundo de su espiritualidad. Desde sus orígenes la vida de la Iglesia ha estado caracterizada por la acción litúrgica. Todo lo que la comunidad predicaba, anunciando el Evangelio de salvación, lo hacía después presente y vivo en la oración litúrgica que se transformaba en el signo visible y eficaz de la salvación. Esta no era sólo anuncio de hombres voluntariosos, sino la acción misma que Espíritu realizaba por la presencia de Cristo mismo en medio de la comunidad creyente. Separar estos dos momentos significaría no comprender la Iglesia. Ella vive de la acción litúrgica como linfa indispensable para el anuncio y éste a su vez retorna a la liturgia como su complemento eficaz. La ley de creer y la ley de la oración forman un todo donde resulta difícil encontrar el fin de uno y el comienzo del otro. La nueva evangelización deberá ser capaz de hacer de la liturgia su espacio vital para que el anuncio realizado alcance su pleno cumplimiento.
Quienes son expertos en comunicación, no podrán menospreciar la fuerte carga comunicativa que la liturgia posee. Si fuéramos capaces de hacer captar el valor de los signos presentes en la liturgia haríamos una obra evangelizadora enorme. Pienso en primer lugar, en el lenguaje evocativo propio de la liturgia que permite captar el significado solo en referencia al misterio que se percibe y que nuestro lenguaje no puede expresar completamente, pero sí lo puede, por ejemplo, una filmadora. Sobre todo, la capacidad de expresar con imágenes apropiadas el valor de la plegaria litúrgica es una forma de comunicación que deberemos realizar. Pienso en particular, en el valor del silencio. En una sociedad como la nuestra fuertemente caracterizada por el alboroto y el ruido, que frecuentemente se transforma en bombardeo informativo, el cine, por ejemplo, podría expresar sólo con imágenes acompañadas de silencio, y así invitar al pensamiento de cada uno a captar el valor profundo de la realidad. Cuánta fuerza comunicativa tienen los signos y gestos litúrgicos! Si por una parte, nosotros sacerdotes deberíamos ser capaces de una comunicación respetuosa y coherente del misterio sin recurrir a los abusos que a menudo ofenden por la arbitrariedad típicamente clerical, por otra, quienes son expertos en comunicación deberían ayudarnos con su profesionalidad a hacer real la percepción de lo sagrado y del misterio. Desde el bautismo al funeral, cuánta potencialidad tienen en sí mismos estos signos para comunicar un mensaje que de otra manera no sería escuchado. Cuántas personas “indiferentes” al fenómeno religioso se acercan a estas celebraciones y cuántas personas a menudo en busca de una genuina espiritualidad están presentes! En estas circunstancias nuestra palabra sacerdotal y la filmadora deberían ser capaces de provocar la pregunta por el sentido de la vida propiamente a partir de la celebración en acto. Lo que celebramos, en fin, no es un mero rito extraño a la cotidianeidad del hombre, sino que está dirigido propiamente a su pregunta por el sentido, que espera una respuesta tantas veces perseguida en vano. En la celebración nuestra predicación y nuestros signos litúrgicos están llenos de un significado que va más allá de nosotros mismos y de nuestra persona; aquí realmente podemos permitir aferrarse a la acción del Espíritu que transforma el corazón con su gracia y los modela para disponerlos a captar el momento de la salvación.
La Iglesia existe para llevar en todo tiempo el Evangelio a toda persona, donde sea que se encuentre. El mandato de Jesús es de tal modo cristalino que no permite malos entendidos de ninguna naturaleza. Cuántos creen en su palabra son enviados a las calles del mundo para anunciar que la salvación prometida ahora ha llegado a ser realidad. El anuncio debe conjugarse con un estilo de vida que permita reconocer a los discípulos del Señor allí donde estén. De alguna manera, la evangelización se resume en este estilo que distingue a cuantos emprenden el seguimiento de Cristo. La caridad como norma de vida no es otra cosa que el descubrimiento de aquello que da sentido a la existencia, porque la atraviesa hasta en sus recovecos más íntimos de todo lo que el Hijo de Dios hecho hombre ha vivido en primera persona. Como se puede observar, la nueva evangelización se ubica en la sintonía de siempre. Ella quiere fundarse sobre la lógica de la fe que se articula en el creer en el anuncio, en la liturgia y en el testimonio de la caridad.
Se podrá discutir largamente sobre el sentido de la expresión “nueva evangelización”. Preguntarse si el adjetivo determina al término no carece de racionalidad, pero tampoco agota la cuestión. El hecho de que se la llame “nueva” no pretende cualificar los contenidos de la evangelización que permanecen iguales, pero con la condición y la modalidad en la cual viene realizada. Benedicto XVI en la Carta Apostólica Ubicumque et semper subraya con razón que considera oportuno “ofrecer respuestas adecuadas para que la Iglesia entera se presente al mundo contemporáneo con una arrojo misionero capaz de promover una nueva evangelización”. Alguno podría insinuar que decidirse por una “nueva evangelización” equivale a juzgar la acción pastoral desarrollada precedentemente por la Iglesia como fracasada por la negligencia puesta o por la poca credibilidad de sus hombres. Incluso esta consideración no carece de plausibilidad, sólo que se detiene en el aspecto sociológico en su fragmentariedad sin considerar que la Iglesia en el mundo presenta rasgos de santidad constante y de testimonios creíbles que todavía hoy son sellados con la entrega de la vida. Efectivamente, el martirio de tantos cristianos no es distinto del ofrecido en el transcurso de nuestra multisecular historia, y sin embargo es verdaderamente nuevo porque lleva a los hombres de nuestro tiempo, a menudo indiferentes, a reflexionar sobre el sentido de la vida y el don de la fe. Cuando desaparece la búsqueda del genuino sentido de la existencia, cuando se lo substituye por senderos que asemejan una selva de propuestas efímeras, sin que se comprenda el peligro que esto significa, entonces es justo hablar de nueva evangelización. Ella se transforma en una verdadera provocación a tomar en serio la vida para orientarla hacia un sentido completo y definitivo que encuentra su verdadera garantía en Jesús de Nazaret.
La secularización
En este contexto, es oportuno volver a proponer algunas cuestiones relacionadas con el tema de la secularización. Ya ha pasado medio siglo desde cuando veía la luz el “manifiesto” de la secularización moderna. El programa se concentraba en torno a la expresión que se ha convertido en tecnicismo: vivir y construir un mundo etsi Deus non daretur. Sin embargo, progresivamente, de la simple enunciación de un principio teórico la secularización se infiltró en las instituciones hasta llegar a ser en nuestros días, cultura y comportamiento de masa, al punto que no podemos percibir sus límites objetivos. Como todo fenómeno, también la secularización está sometida a la ambigüedad y a la pluralidad de las interpretaciones. Difícil precisar el verdadero rol que Bonhoeffer desempeñó en este movimiento; mucho más complejo aún el tratar de individuar el verdadero sentido de su manifiesto en la Carta: “Se impone reconocer honestamente el deber de vivir en el mundo como si no existiese algún Dios, y esto es realmente lo que reconocemos plenamente delante de Dios! Dios mismo nos conduce a esta conciencia: nos hace saber que debemos vivir como hombres que pueden arreglárselas sin Él. El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc.15, 34)! Estamos continuamente en presencia del Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de Dios”. La secularización degeneró en secularismo con sus consecuencias negativas sobre todo en el horizonte de la comprensión de la existencia personal. Secularismo, de hecho, dice distancia de la religión cristiana; ésta no tiene y no puede tener ninguna voz en el momento en que se habla de vida privada, pública o social. La existencia personal se construye prescindiendo del horizonte religioso que queda relegado a un mero sector privado que no debe incidir en la vida de las relaciones interpersonales, sociales o civiles. Por otra parte, en el horizonte privado, la religión tiene un puesto bien delimitado; de hecho ella sólo interviene en parte y marginalmente en el juicio ético y en los comportamientos. A este punto, decir que la secularización es un fenómeno religiosamente neutro, significa no captar las consecuencias que se manifiestan en estos decenios y que tienen sus raíces en el secularismo.
Uno de los primeros datos que emerge como proyecto del secularismo es el tentativo espasmódico de obtener la plena autonomía. El hombre contemporáneo está fuertemente caracterizado por el celo de la propia autonomía y la responsabilidad de vivir a su manera. Olvidando toda relación con la trascendencia, se ha vuelto alérgico a todo pensamiento especulativo y se limita al simple momento histórico, al instante, creyendo ilusoriamente que es verdad sólo lo que es fruto de la verificación científica. Perdido el vínculo con lo trascendente y rechazada toda contemplación espiritual, se precipita en una suerte de empirismo pragmático que lo lleva a apreciar los hechos y no las ideas. Sin resistencia cambia velozmente su modo de pensar y de vivir y parece cada vez más como un sujeto en movimiento, siempre listo a experimentar, deseoso de participar en cualquier juego aún cuando lo supere, sobre todo si lo arrebata en aquel narcisismo en absoluto velado que lo engaña acerca de la esencia de la vida. En fin, el proceso del secularismo ha generado una explosión de reivindicaciones de libertades individuales que llegan a la esfera de la vida sexual, de las relaciones interpersonales y familiares, de la actividad del tiempo libre así como del trabajo, también a la educación y a la comunicación arriba fatalmente y todo el ámbito de la vida viene modificado. Por paradójico que pueda parecer, las reivindicaciones sociales siempre se realizan en nombre de la justicia y de la igualdad, pero en el fondo siempre se encuentra el deseo de vivir más libremente a nivel individual; se toleran y soportan mucho más las injusticias y desigualdades sociales antes que las prohibiciones en la esfera privada. En suma, se ha creado una situación completamente nueva en la que los antiguos valores —expresados sobre todo por el cristianismo— se ven substituidos. En un horizonte como este, en que el hombre viene a ocupar el lugar central, criterio de toda forma de existencia, Dios se convierte en una hipótesis inútil y en un competidor que no sólo hay que evitar, sino en lo posible eliminar. Dios, entonces, pierde su lugar central; la consecuencia que se derive, sin embargo, es que el hombre mismo viene a perder también el suyo. El “eclipse” del sentido de la vida hace que el hombre no sepa más como colocarse, que no encuentra más su lugar en la creación y en la sociedad. De alguna manera cae en la tentación prometeica de pensar ilusoriamente que es él el señor de la vida y de la muerte, porque puede decidir el cuándo y el cómo. Una cultura que tiende a idolatrar la perfección del cuerpo, que discrimina las relaciones interpersonales de acuerdo con la belleza o la perfección física, termina por olvidar lo esencial. Se cae así en una suerte de narcisismo constante que impide fundar la vida sobre valores permanentes y sólidos, para quedarse sólo al nivel de lo efímero. Nadie, sin embargo, denuncia esta situación como trágica porque no existe más el ejercicio auténtico de la libertad. El hombre, de hecho, perdida la relación con Dios, pierde consecuentemente la referencia a la creación. No es más el centro de la creación, sino una parte cualquiera del mundo. Rota la armonía con la naturaleza para dar lugar al primado de la técnica, se ha venido a encontrar frente a un poder que ha violentado la naturaleza misma. En fin, cerrado en sí mismo, en un individualismo exasperado, el hombre de hoy a perdido de vista el sentido de responsabilidad. Una cultura secularizada que se pretende autónoma de Dios, termina con la pérdida del sentido mismo de la vida.
Aquí por tanto se pone el gran desafío que mira al futuro. Quien quiere la libertad de vivir como si Dios no existiera lo puede hacer, pero debe saber lo que le espera; debe tener conciencia de que esta elección no es premisa de libertad ni de autonomía. Limitarse a disponer de la propia vida nunca podrá satisfacer la exigencia de libertad; silenciar forzosamente el deseo de Dios que está radicado en la interioridad más profunda, nunca podrá arribar a la autonomía. El enigma de la existencia personal no se resuelve rechazando el misterio, sino eligiendo sumergirse en él (GS 22). Sabemos que estamos en medio a una profunda crisis que se ha convertido en crisis de Dios. Esquemáticamente se podría decir: la religión sí, pero Dios no y tampoco la Iglesia. En dónde este “no”, en todo caso, no debe entenderse en el sentido categórico de los grandes ateísmos. No existen más, permítaseme repetir, grandes ateísmos. El ateísmo de hoy en realidad puede nuevamente hablar de Dios sin entenderlo realmente. En síntesis, la crisis hodierna está determinada del poder y saber hablar de Dios. De ahí que el encuentro con el mundo de la comunicación empeña no poco a la Iglesia, especialmente a dejarse conducir por un camino que necesariamente debe recorrer sobre todo después de casi cincuenta años del Concilio Vaticano II, que tuvo entre sus principales objetivos el hablar de Dios al hombre de hoy de manera comprensible. La crisis que vivimos, entonces, se podría resumir de manera aún más sintética: Dios hoy no es negado, sino desconocido. La tarea que se impone con la nueva evangelización no es otro que hacer conocer el verdadero rostro de Dios que resplandece en el rostro de su Hijo Jesucristo. Ciertamente, todos los medios de comunicación son necesarios para este anuncio, pero la credibilidad de las personas que se hacen portadoras del Evangelio permanece indispensable. Siempre ha sido así en la vida de la Iglesia. Dos personas se encuentran: una anuncia, la otra mirándola a los ojos experimenta que es creíble y por ello decide creer. Como decía Benedicto XVI el día antes de ser elegido Papa: “En estos momentos de la historia tenemos verdadera necesidad de hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan a Dios creíble en el mundo…Tenemos necesidad de hombres que tengan la mirada dirigida a Dios, aprendiendo de Él la verdadera humanidad. Tenemos necesidad de hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a quienes Dios abra el corazón, de modo que su intelecto pueda hablar al intelecto de los otros y su corazón pueda abrir el corazón de los otros. Solamente a través de hombres tocados por Dios, Dios puede retornar a los hombres”. La nueva evangelización, por tanto, parte de aquí: de la credibilidad de nuestra vida de creyentes y de nuestra convicción de que la gracia actúa y transforma hasta el punto de convertir el corazón. El mundo de hoy tiene necesidad profunda de amor, porque conoce desgraciadamente sólo sus grandes fracasos. Aquí probablemente nace la paradoja que se despliega nuestros ojos y que empuja a la mente a reflexionar sobre el sentido de una tal acción.
La imagen de la nueva evangelización.
Una imagen con la que el nuevo Dicasterio pretende identificarse, se encuentra en la Sagrada Familia de Gaudí. Quien la observa en su gravidez arquitectónica encuentra las voces de ayer y de hoy. A nadie escapa que es una iglesia, espacio sagrado que no puede ser confundido con ninguna otra construcción. Sus agujas se dibujan hacia lo alto, obligando a mirar el cielo. Sus pilares no tienen capiteles jónicos ni corintios y, sin embargo, los reclaman aún cuando se permiten de andar más allá para recorrer un espacio de arcos que hace pensar en una foresta donde el misterio lo invade a uno, sin suprimirlo, llenándolo de serenidad. La belleza de la Sagrada Familia sabe hablar al hombre de hoy, conservando al mismo tiempo los rasgos fundamentales del arte antiguo. Su presencia pareciera contrastar con la ciudad hecha de palacios y calles que al recorrerlas muestran la modernidad a la que somos enviados. Las dos realidades conviven y no desentonan, al contrario, parecen hechas la una para la otra; la iglesia para la ciudad y viceversa. Aparece evidente, entonces, que la ciudad sin la iglesia estaría privada de algo sustancial, manifestaría un vacío que no puede ser colmado por cualquier otra construcción, sino por algo más vital que empuja a mirar a lo alto sin apura y en el silencio de la contemplación.
Mirar al futuro con la certeza de la esperanza verdadera es lo que nos permite no permanecer recluidos en una suerte de romanticismo que mira sólo al pasado, ni caer en un horizonte de utopía, amarrados a hipótesis que carecen de garantías. La fe compromete en el hoy en que vivimos, por lo que no corresponder sería ignorancia o miedo; y a nosotros cristianos, no nos está permitido ni lo uno ni lo otro. Permanecer recluidos en nuestras iglesias podría darnos cierta consolación pero tornaría vano el día de Pentecostés. Es tiempo de abrir de par en par las puertas y retornar al anuncio de la resurrección de Cristo de la que somos testigos. Según las palabras del santo Obispo Ignacio en los albores del cristianismo: “No alcanza con ser llamados cristianos, es necesario serlo de veras” (a los Magnesios, I,1). Si alguno quiere reconocer a los cristianos, debería poder hacerlo por su compromiso de fe y no por sus intenciones.
Mons. Rino Fisichella, presidente del Consejo Pontificio para la promoción de la Nueva Evangelización
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