Actualmente el uso del término eutanasia está caracterizado por una amplia polisemia que conduce a no pocas confusiones no sólo en las discusiones que se multiplican en el ámbito público, sino también entre los especialistas de bioética. Esta polisemia tiene su origen en el diferente significado que históricamente ha caracterizado la palabra, pero hoy en día depende también, al menos en parte, de intereses ideológicos. Algunos juegan con la confusión terminológica para intentar abrir una brecha en los ordenamientos jurídicos que tienen como uno de sus principios constitucionales la prohibición de acabar voluntariamente con la vida de una persona. En este escrito, aun presentando brevemente los diferentes campos semánticos de la eutanasia, se sugiere una precisa caracterización del término, como tipo de acción que intencionalmente procura la muerte para evitar cualquier clase de sufrimiento. Esta descripción permite una valoración moral clara, cosa que resulta imposible cuando falta una precisa conceptualización. Otra aclaración metodológica se hace necesaria antes de abordar la eutanasia desde la perspectiva moral. En no pocos escritos, sobre todo de matriz anglosajona, el discurso moral se focaliza en la cuestión ético-política, o sea, en la pregunta sobre la conveniencia o no de aprobar leyes que permitan, o al menos despenalicen, algunos (o todos) los supuestos de eutanasia. Siendo ésta una de las grandes preguntas que pone la eutanasia, no agota la cuestión moral, pues no dice nada, o dice poco, sobre la valoración moral a nivel personal, que ha de darse a la acción que adelanta la muerte de una persona para evitarle algún tipo de sufrimiento
Índice
1. Breve referencia histórica. 1.1. Evolución histórica del sentido del término. 1.2. Historia de la práctica eutanásica. 2. Delimitación del concepto de eutanasia. 3. Eutanasia activa y pasiva: el debate bioético sobre la distinción matar/dejar morir. 4. La valoración moral de la eutanasia. 5. La eutanasia y la medicina. 5.1. ¿Qué significado médico tiene la petición eutanásica y cómo afrontarla? 5.2. ¿Qué supone para la relación médico-paciente la posibilidad de la eutanasia? 6. Argumentos ético-políticos a favor y en contra de la eutanasia. 7. Bibliografía
La palabra eutanasia procede del griego (eu-thanatos) y significa literalmente “buena muerte”. Este término, u otros derivados, fue muy poco utilizado por autores clásicos griegos; y algo más, pero siempre de modo muy limitado, entre los latinos (ejemplos de este uso pueden encontrarse en Crisipo, De Sapiente et insipiente, 601, 28; G. Flavio, Antiquitates Judaicae, libro VI, 3.3; libro IX, 75.5). Su sentido era generalmente el de muerte como coronamiento de una vida lograda, o como un final de la vida lleno de honores. En los siglos sucesivos no se encuentran referencias escritas de la palabra, que reaparece —al decir de muchos—, con un significado análogo, en la obra de Francis Bacon De dignitate et augmentis scientiarum (1605), donde se refiere a la “euthanasia exterior” para indicar aquellas intervenciones médicas que hacen más llevadera la muerte. Hay que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para llegar a lo que podríamos denominar el cambio semántico radical. Éste se produce con algunos autores que comienzan a utilizar este término con un sentido muy parecido al que es frecuente hoy en día. Entre ellos destaca Samuel D. Williams, un profesor de escuela, que publicó un artículo en la revista del Birmingham Speculative Club. En su escrito, titulado Euthanasia, proponía abiertamente el uso de la morfina no sólo para mitigar los dolores de los moribundos, sino para anticiparles intencionalmente la muerte. El artículo de Williams tuvo una cierta difusión y fue publicado posteriormente en varias revistas. Tanto sus ideas como la asociación entre la palabra eutanasia y su significado de anticipación voluntaria de la muerte se fue difundiendo en las décadas sucesivas. A principios del siglo XX, en el ámbito de movimientos eugenésicos, el término eutanasia adquiere un nuevo significado: la eliminación de personas con taras físicas o psíquicas; y pierde la connotación de voluntariedad (por parte del sujeto pasivo) que tenía en la propuesta de Williams. En estos años, y sobre todo con los horrores de la época nazi, se vulgariza el uso de la palabra eutanasia. Tras el escándalo producido durante los juicios de Nuremberg por la publicación del uso que se había hecho de la eutanasia en los años anteriores, se tendió a evitar el término, que quedará marcado con una connotación muy negativa. En todo caso, pocas décadas después se reproponen las ideas de Williams, procurando purificar el término de toda referencia al carácter involuntario de la eliminación de enfermos o discapacitados sin su consentimiento. De este brevísimo recorrido podemos identificar cuatro filones semánticos del término:
a) acepción muy general que se refiere a aquellas condiciones que rodean el momento de la muerte, que permiten de calificarla como una “buena muerte”. Es el sentido original o clásico;
b) actuación (médica) dirigida a eliminar aquellas condiciones que pudieran impedir una muerte serena. Se trata del sentido en el que lo utiliza Bacon, pero que no ha tenido un gran seguimiento;
c) acción que provoca intencionalmente la muerte de un paciente (que autónomamente la pide), como medio de evitar el dolor y otras molestias al final de la vida. Se podría denominar como sentido moderno;
d) eliminación de enfermos terminales o discapacitados como medio (sociopolítico) para conseguir una sociedad más sana y/o ahorrar en gastos sanitarios. Se trata del sentido utilizado en la historia reciente (época nazi), y se podría describir como eutanasia eugenésica.
Es importante no confundir el uso del término eutanasia y su diverso significado a lo largo de los siglos, con lo que se podría llamar la “historia de la eutanasia”, o más propiamente la historia de la anticipación de la muerte para evitar el sufrimiento, a la que dedicamos a continuación algunas líneas. Esta historia está todavía por escribir a nivel académico. Aunque tenemos ya algunos trabajos que nos dan ciertas pistas sobre el modo en el que este fenómeno se ha dado a lo largo de los siglos, tienen el defecto de centrarse en los extremos de la historia, dejando sin explorar apenas un espacio de muchas centurias, entre la antigüedad greco-romana y los movimientos pro-eutanasia del siglo XIX. Todas estas narraciones comienzan con la época clásica griega, y con frecuencia hacen generalizaciones poco acordes con la complejidad histórica del problema. Se puede afirmar que en esa época no existe eutanasia como tal (en el sentido moderno del término), sino suicidio que, en ocasiones, podía contar con la colaboración de otras personas (entre las que cabría enumerar al médico), que proporcionaban el veneno para acabar con la vida. Es preciso tener en cuenta el contexto médico-sanitario en el que nos encontramos para no hacer extrapolaciones demasiado arriesgadas: la mayoría de las situaciones en las que actualmente puede verificarse el fenómeno de la petición de eutanasia simplemente no se daban. Entre los filósofos griegos y latinos no existe uniformidad de pensamiento en materia de suicidio. Los epicúreos tenían una consideración bastante positiva cuando los placeres de la vida parecían haber acabado, mientras que el estoicismo le mostraba una notable tolerancia, justificándolo en algunos casos: como exigencia ética para defensa de la patria o de los amigos, para escapar del tirano o evitar acciones injustas, en caso de grandes sufrimientos o enfermedades incurables, en situaciones de demencia, o para evitar la extrema pobreza. Sin embargo, los mismos estoicos consideraban el suicidio como un acto ilícito en los casos en que se actuara por debilidad, por razones meramente humorales o por cansancio de la vida. En Platón encontramos una posición matizada, que se entiende mejor en su contexto de la organización de la polis, donde sería inútil desperdiciar recursos a favor de los débiles y enfermos. De todos modos, en el Fedón hace una condena bastante neta del suicidio, que posteriormente en el libro de las Leyes suaviza, admitiendo algunas excepciones. Más nítida es la condena que Aristóteles hace de cualquier forma de suicidio, en cuanto se trata de un acto contra la razón, y por tanto, contra el propio individuo y la sociedad. Además, supone generalmente un acto de cobardía y falta de coraje.
En este contexto es importante recordar la condena de asistencia al suicidio que hace el Juramento de Hipócrates (alrededor del siglo IV aC). Dejando de lado la debatida cuestión de su autoría, que tiene sólo relativa importancia en relación con su autoridad moral, es interesante reseñar cómo en una época en la que no pocos filósofos justificaban el suicido, al menos en algunas circunstancias, el texto médico señala taxativamente a los galenos: “a nadie, aunque me lo pidiera, daré un veneno ni a nadie le sugeriré que lo tome”. Se trata de una indicación que, sin entrar en el mérito de la posible justificación o condena del suicidio, impone a los médicos el no mezclarse en ese tipo de prácticas, por ser opuestas a lo que es la naturaleza de su profesión. No está de más recordar que es con la escuela hipocrática con la que comienza realmente la medicina científica, que logra separar el médico del hechicero, el que salva la vida del que acaba con ella. El Juramento Hipocrático en general, y concretamente esta indicación, ha tenido una gran influencia en el ethos médico posterior, y ha configurado por muchos siglos la práctica médica occidental. Solo a partir del siglo XX, se ha comenzado a criticar y matizar sus netas indicaciones.
Sin duda alguna en la consideración del suicidio y de su valoración moral ha tenido gran influencia el papel de las religiones, y en modo particular las tres grandes religiones monoteístas, que lo consideran un acto gravemente inmoral. Sin embargo esto no disminuye el papel que la propia ética médica ha jugado en la consideración de la ayuda al suicidio por parte de los médicos. Durante muchos siglos los facultativos han contado con pocas posibilidades terapéuticas para contrarrestar el dolor de sus pacientes (que era la causa mayor de sufrimiento de los enfermos), y que podía llevarles en casos extremos a pedir la muerte. En la mayoría de las situaciones se trataba de patologías agudas, pues las enfermedades crónicas severas no eran tan significativas como lo son hoy en día. Puede pensarse, por ejemplo, en el doctor de los campos de batalla, que tenía muy poco que ofrecer a los moribundos que encontraba con heridas de todo tipo, primero de arma blanca y posteriormente de arma de fuego. Aunque seguramente habrá habido casos en los que el médico haya ayudado a morir a algunos de estos pacientes, en muchos otros casos la máxima hipocrática ha llevado a los doctores a acompañar del mejor modo posible a esos pacientes hasta el último momento. Y en todo caso, esas situaciones dramáticas no condujeron a cuestionar teóricamente la deontología profesional. Solamente a finales del siglo XIX y comienzos del XX, por influencia de algunas ideas cuyas raíces proceden del ámbito filosófico, se comienza a plantear la posibilidad de que el médico no sólo ayude al paciente a morir, sino que incluso acabe con su vida.
Sin perder de vista la gran diversidad conceptual que históricamente ha tenido el término eutanasia, se hace necesaria una especificación de su contenido que permita entablar discusiones con sentido, tanto desde un punto de vista moral, como desde la perspectiva jurídica. Para la construcción de la definición es necesario hacer algunas elecciones sobre cuáles son los elementos principales, aquellos que se consideran imprescindibles; y cuáles son secundarios, cuya presencia no sería determinante para calificar una acción como eutanasia, aunque habitualmente vayan asociados. Los elementos imprescindibles son: a) se trata siempre de una actuación que se propone provocar la muerte; b) se realiza con el fin de eliminar algún tipo de sufrimiento en la persona que muere. Entre los elementos secundarios se pueden enumerar: el consentimiento del paciente, su situación patológica grave (con mayor o menor grado de sufrimiento, de tipo físico o psicológico), el carácter indoloro de la muerte que se provoca (elemento que queda implícito en la mayoría de las definiciones de eutanasia), el contexto sanitario en el que se realiza la acción, al menos en relación a los medios empleados...
Teniendo en cuenta la distinción anterior, podemos afirmar que no constituyen eutanasia todas aquellas acciones que pueden provocar la muerte sin buscarlo (directamente): como, por ejemplo, una intervención quirúrgica que tiene un éxito negativo, o el uso de un fármaco con finalidad analgésica que causa la muerte del paciente. Tampoco habrá que considerar eutanasia todas aquellas acciones que aun buscando la muerte de un paciente, no tienen como finalidad la eliminación de su sufrimiento; o sea, aquellas acciones que se realizan con otras intenciones, como pueden ser el mejoramiento de la raza, la resolución de problemas de distribución de recursos sanitarios (desde el ahorro del gasto público hasta la liberación de una cama de hospital), intereses de los familiares o de otras personas, etc. Es claro que con esta definición restringida de eutanasia quedan fuera, por ejemplo, muchos de los crímenes cometidos por el sistema sanitario nazi. En cambio, se incluyen aquellas acciones que provocan la muerte de un paciente sin su consentimiento para evitarle sufrimientos, o de esas otras que la causan sin que exista alguna patología particularmente grave.
En el ámbito bioético se suele distinguir entre eutanasia y suicidio asistido, indicando con la primera que la acción letal la realiza una persona distinta del enfermo, mientras que en el segundo caso es el mismo paciente el que la pone por obra (bebiendo algún tipo de sustancia, o accionando algún sistema que permite el acceso a su cuerpo de dicho producto), con la ayuda y asistencia de otras personas.
Una de las mayores confusiones que se encuentra en las presentaciones sobre la eutanasia hace referencia a los adjetivos “activa” y “pasiva”. En el periodo del nacimiento de la bioética, sobre todo alrededor de los años 60 y 70 del siglo XX, se consideraba eutanasia pasiva a cualquier abstención o retirada de un medio terapéutico de la que se siguiera la muerte del paciente. En estos casos, al preguntarse por la moralidad de la acción, la respuesta era diferenciada —como no podía ser de otro modo— según las circunstancias concretas: algunas retiradas se consideraban lícitas, mientras que otras tenían una valoración negativa. Este modo de razonar, condicionado por una deficiente consideración de la teoría de la acción moral (propia sobre todo de la ética utilitarista), llevaba a la conclusión de que existían casos de “eutanasia pasiva” (y por tanto de eutanasia) que habían de considerarse lícitos, lo que no ayudaba, y no ayuda —pues la confusión sigue presente— a la búsqueda de las mejores soluciones a nivel moral y jurídico.
Esta dificultad podría desaparecer si se tienen en cuenta los siguientes axiomas morales:
a) el orden moral va más allá del orden físico, y por tanto no se pueden identificar causalidad física con responsabilidad moral;
b) es posible matar a una persona a través de una acción y también a través de una omisión;
c) la responsabilidad moral de la muerte que se sigue a una cierta omisión dependerá tanto del grado de causalidad que une la omisión con el efecto letal (en este sentido es importante la distinción entre causa y condición), como de la obligación que tenía el sujeto de realizar aquella acción de cuya omisión se siguió la muerte.
Algunos ejemplos pueden ayudar a comprender mejor estos puntos:
a) dos cirujanos pueden realizar los mismos movimientos de la mano durante una intervención quirúrgica, y provocar el corte de una arteria importante que condiciona una hemorragia masiva y la muerte del paciente. Sin embargo son dos acciones moralmente distintas si uno la realiza involuntariamente mientras intentaba curar al enfermo, y el segundo lo hace de intento, para provocar su muerte;
b) la negación de las maniobras de reanimación ante un paro cardíaco puede responder a acciones muy diversas. En el caso de un paciente joven que llega a las puertas de urgencias de un hospital después de un accidente de tráfico se considerará, en principio, como una negligencia grave, pues ese masaje podía salvarle la vida, y además el personal allí presente tenía obligación de realizarlo. En el caso de un paciente terminal, que ha sufrido otros ataques precedentes, la omisión de las maniobras será en muchos casos el modo más prudente de actuar, para evitar al paciente moribundo ulteriores sufrimientos. Pero también en este segundo caso, se podrían configurar distintos modos de actuar, aun siendo igual el comportamiento externo (en este caso la omisión de las maniobras de resucitación): en un caso el médico puede decidir no reanimar porque ya está harto de ese paciente, que le ha dado mucho trabajo; o puede omitir esa maniobra por el mejor interés del enfermo.
Estos ejemplos ayudan a entender que se puede hablar de eutanasia pasiva, o eutanasia por omisión, pero que es necesario hacerlo de modo más preciso. Se debe tratar siempre de la omisión de un acto que se considera obligatorio, y que provoca la muerte del paciente. Otros casos similares de los que se sigue la muerte del paciente, pero donde ésta no procede de la omisión voluntaria de un medio que se considera obligatorio, podrán suponer una negligencia más o menos grande, pero no llegarán a configurarse como verdadera eutanasia. El caso del joven que no es reanimado en urgencias podría considerarse como un ejemplo de eutanasia por omisión. El segundo caso (anciano terminal) no lo sería, en ninguna de sus dos modalidades, pues la acción omitida no era debida; aunque ciertamente, la valoración final del comportamiento de cada médico será muy distinta. Esta clarificación resuelve la dificultad inicial sólo a nivel formal. Por lo que se refiere a los contenidos, o sea, a la determinación de las actuaciones debidas, el problema pasa al ámbito biomédico: son los profesionales quienes deberán establecer, caso por caso, lo que es debido para el mejor interés del paciente. Esto no significa que sean ellos los que hayan de tomar las decisiones, que dependen en primer lugar del paciente, sino que es función del médico realizar una primera valoración sobre la proporcionalidad de los posibles tratamientos. La teología moral y la ética médica se han servido durante mucho tiempo de la distinción entre medios ordinarios y extraordinarios, señalando que los primeros deberían considerarse obligatorios y opcionales los segundos. El carácter ordinario de los medios terapéuticos depende de muchos factores, algunos objetivos y otros subjetivos (en relación al paciente), que hacen referencia a su facilidad de uso, a la esperanza de su eficacia, a los inconvenientes que supone tanto a nivel de molestias para el paciente como de coste económico, etc. Como es fácil adivinar la calificación de un medio como ordinario o extraordinario está muy condicionada por las circunstancias de lugar y tiempo. Actualmente se tiende a utilizar más el concepto de proporcionalidad para la identificación de la obligatoriedad de los medios terapéuticos, considerando los mismos factores apenas mencionados.
Ejemplos de eutanasia pasiva que se pueden encontrar en la práctica clínica actual son la negación de una sencilla intervención para resolver problemas de supervivencia en recién nacidos con deficiencia mental, o la suspensión de la nutrición e hidratación a pacientes en estado vegetativo, o con enfermedad de Alzheimer en fase avanzada.
Muy en relación con la cuestión de la eutanasia pasiva se encuentra en el ámbito de la bioética el llamado debate sobre la equivalencia moral entre “matar” y “dejar morir”. Éste se inició en los años Sesenta cuando filósofos de matriz utilitarista comenzaron a analizar algunas actuaciones que se daban en el ámbito médico (como primeros protagonistas de este debate puede citarse a Johathan Bennett, Michael Tooley, James Rachels). Se estudiaba el caso de los niños nacidos con síndrome de Down a los que se negaba una cirugía sencilla que podía salvarles la vida. Este modo de actuar se justificaba en el entorno clínico señalando que se trataba de “dejar morir” al paciente, que a diferencia de “matar” podía justificarse en algunos casos. Los filósofos denunciaron con acierto la falta de coherencia presente en este planteamiento, pero no se quedaron ahí, sino que dieron un paso más y afirmaron que, en realidad, no existe diferencia moral entre “matar” y “dejar morir” cuando la motivación y las consecuencias son las mismas. Esta tesis comenzó a conocerse como “equivalencia moral entre matar y dejar morir”. En un principio estos autores presentaban la cuestión desde una perspectiva lógica, sin pretender entrar al análisis de los contenidos: no cuestionaban el problema moral de la justificación de matar o de dejar morir, sino simplemente sostenían que si se aprobaba moralmente uno debía aprobarse también el otro, y si se condenaba uno también habría que condenar el otro. En todo caso, no hizo falta dejar pasar mucho tiempo para que se cruzara la línea que separaba el plano lógico del moral, y se llegaran a justificar algunos casos de eutanasia. Como era evidente a todos que había situaciones clínicas en las que la mejor actuación médica consistía en “dejar morir” al paciente, teniendo en cuenta la tesis de la equivalencia moral, se concluía que en esos mismos casos debería considerarse igualmente lícito “matarlo”.
Este debate, que hoy sigue todavía abierto, es largo y complicado. En todo caso, haciendo referencia a los elementos de la teoría de la acción señalados anteriormente, no es difícil descubrir algunas de sus falacias. El punto central del problema se encuentra nuevamente en la identificación de las acciones morales. Cuando se habla de “matar” es fácil entender el tipo de acción al que se refiere. Sin embargo cuando se habla de “dejar morir” no resulta tan claro, porque en el fondo esa dicción no corresponde a un único tipo de acción, sino a varios. Detrás de “dejar morir” se pueden identificar, simplificando, dos tipos de acciones: el acompañamiento al paciente en su proceso de muerte como mejor actuación médica en ese caso, teniendo en cuenta todas las circunstancias; y una omisión (de algo debido) que busca prioritariamente la anticipación de la muerte del paciente. Téngase presente que la finalidad en ambos casos puede ser la misma, e identificarse con el mejor interés del paciente, pero la acción que se elige es distinta (el objeto moral de la acción es distinto). Los autores utilitaristas que defienden la tesis de equivalencia tienen razón al señalar que “matar” y “dejar morir” tienen la misma valoración moral cuando dejar morir corresponde al segundo significado, y por tanto supone un ejemplo de eutanasia por omisión. Se equivocan cuando identifican “matar” con “dejar morir” en el primero de sus significados.
Estas distinciones difícilmente podrán captarse desde una perspectiva de la tercera persona, la del observador externo, de la que es paradigmática la ética utilitarista. Se requiere la ética de la primera persona, que es la única capaz de determinar lo que ocurre en el interior de la persona que actúa, cómo se configura su actuación, no solo en lo que se refiere a la finalidad, sino también a los medios que se eligen para llegar a ese fin.
Una vez realizada la delimitación conceptual de la eutanasia es posible preguntarse por su valoración moral. Hemos visto que sus elementos esenciales son dos: a) eliminación intencional de una vida humana (inocente): cosa que es siempre gravemente inmoral; b) para evitar todo tipo de sufrimiento: finalidad buena. En no pocos casos se presenta la acción eutanásica de modo positivo justamente haciendo referencia a este segundo elemento, y se habla de “homicidio por piedad” o “por compasión”. Sin perder de vista esta dimensión, que posee ciertamente su peso en la valoración global del acto, no se debe diluir la caracterización del tipo de acción que se elige en este caso para conseguir ese fin bueno: matar a una persona. Como ha enseñado la ética desde siempre “el fin no justifica los medios”, y como la acción “matar a un inocente” es uno de esos tipos de acciones que nunca se debe realizar, el sujeto que se encuentra ante esa posibilidad tendrá que buscar alternativas para conseguir el fin bueno que se propone. En este caso, la admisión de la incompatibilidad de un tipo de acción con la honestidad y la vida buena de la persona no pone un punto final en la cuestión, sino que es un punto de partida para una nueva búsqueda (moral) de aquellos modos de actuar que son adecuados y virtuosos, teniendo en cuenta todas las circunstancias del caso.
La respuesta a la pregunta sobre la valoración moral de la eutanasia está ciertamente condicionada por el tipo de ética en el que cada autor se apoye. Mientras que un planteamiento deontológico, por ejemplo de tipo kantiano, llegará fácilmente a una resolución como la que se ha presentado en el párrafo anterior, para una perspectiva utilitarista no será difícil encontrar una respuesta más matizada que sea capaz de justificar la licitud de algunas excepciones al principio moral que prohíbe matar a personas inocentes.
¿Dónde se apoya la neta valoración negativa de la eutanasia? Desde un punto de vista filosófico las respuestas pueden ser diversas. Aquí se presentan dos filones principales:
a) la sacralidad de la vida: se trata del concepto que históricamente ha tenido más importancia como fundamento de la prohibición de la eliminación de la vida humana. A veces se confunde la referencia a la sacralidad de la vida con la comprensión que de la misma posee una determinada tradición religiosa. Sin embargo, el concepto es mucho más amplio y comprensivo cuando se estudia la historia de la fenomenología del sacro y su relación con la aparición del homo sapiens. Por eso, la vida humana tiene una importancia muy particular y su disposición está fuera del alcance del domino del hombre, incluso para muchas personas que no se reconocen en una determinada religión.
b) la dignidad humana: aunque es un concepto antiguo, ha ido ganando importancia en los últimos siglos, llegando a ser un punto cardinal para la fundamentación de los ordenamientos jurídicos modernos, que encuentran en esta especial caracterización de la persona humana una válida razón para condenar cualquier tipo de homicidio (también el “homicidio por compasión”). Este concepto, como el anterior, puede tener una base religiosa (la dignidad de la vida humana se apoya para los cristianos en que el hombre es imagen y semejanza de Dios, y está llamado a participar de la vida divina por toda la eternidad), o filosófica (para Kant la persona posee no un precio, sino una dignidad).
La valoración que el Catecismo de la Iglesia Católica hace de la eutanasia es también negativa. En este documento puede leerse que «cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable» (n. 2277). Al mismo tiempo hace una distinción importante: «la interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el ‘encarnizamiento terapéutico’. Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla» (n. 2278).
La consideración negativa que la ética médica ha tenido de la eutanasia a lo largo de los siglos, a partir sobre todo de las indicaciones del Juramento Hipocrático, sigue estando presente en las resoluciones que sobre este tema ha emanado la Asociación Médica Mundial en los últimos años. Para la medicina se trata de un tipo de comportamiento que contrasta fuertemente con las bases teóricas que sostienen la actuación médica. Entre los diversos campos que se podrían señalar aquí se presentan sólo dos:
El deseo de morir, la petición de anticipar la muerte y el intento de suicidio, son fenómenos con los que la medicina se ha encontrado desde sus orígenes. Generalmente se han considerado como síntomas de alguna patología, en la mayor parte de los casos de tipo depresivo. Ante estas señales, el médico se pregunta por la causa que lleva al paciente a la petición o intento de un gesto tan extremo, con la convicción de que se trata de una petición de ayuda, y no de un “verdadero” deseo de morir. Una vez identificados los problemas de base se aborda globalmente la situación del paciente obteniendo, en la mayoría de los casos, una mejora de los síntomas descritos. Los metanálisis más recientes muestran cómo el deseo de anticipar la muerte responde a una compleja constelación de factores que producen un estado emocional negativo, entre los que destacan el sufrimiento físico-psíquico-espiritual, la sensación de pérdida de sí y el miedo a la muerte.
Además de lo anterior, en no pocos pacientes que se aproximan al momento de su muerte se encuentra una fase depresiva, según la clásica sucesión de estados psicológicos descritos por la doctora suiza Kübler-Ross. En esos momentos se percibe una falta de deseo de vivir y de seguir luchando, que el personal sanitario conoce y sabe afrontar para ayudar al enfermo y su familia en esa difícil situación.
Ciertamente las propuestas actuales de despenalizar la eutanasia tienen más o menos en cuenta estos fenómenos, y ponen como condición para poder aceptar una petición eutanásica la certificación de ausencia de depresión en el paciente. Dejando ahora el problema que la experiencia ofrece sobre la falta de rigor en estos controles, queda siempre la cuestión de cómo puede llegar a considerarse “fisiológica” (no patológica) una petición de muerte, aun no dándose los criterios clínicos de la depresión.
Si la cuestión anterior es importante, y no fácil de resolver para la epistemología médica, quizá más problemática aún sea la posibilidad de conceder al médico, entre sus opciones terapéuticas, la de acabar intencionalmente con la vida de algunos pacientes. Esta posibilidad, se quiera o no, cambia al médico y cambia la relación médico-paciente. El médico es un ser humano, sometido como el resto a las presiones psicológicas que suponen los éxitos y fracasos. En la medicina actual, a diferencia de épocas pasadas, la situación de no tener nada más que ofrecer a un paciente para curarlo se percibe en no pocos casos como un fracaso. Teniendo esto en cuenta no es difícil concluir que es grande la tentación de anticipar la muerte de pacientes con los que no se puede obtener un buen resultado. Ciertamente los que proponen la eutanasia piensan siempre en una eutanasia voluntaria, donde este último problema no debería darse, pero la experiencia holandesa ha puesto de manifiesto que no es posible escindir la apertura a la eutanasia en ámbito sanitario con el cambio de mentalidad del médico. El modo en el que se manifiesta este cambio es muy variado, y va desde la abierta propuesta eutanásica al paciente, a un descuido más o menos consciente de su atención, pasando por un modo de asistencia que subraya el peso económico y social que ciertos pacientes suponen para la familia y la colectividad.
Para el enfermo, saber que el médico estará siempre de su parte da una gran seguridad psicológica. Las situaciones clínicas pueden ser muy variadas e imposibles de prever en un documento de directivas anticipadas. Para el paciente el hecho de que su médico pudiera anticipar su muerte, aunque en principio sea con su consentimiento, hace que su percepción del personal sanitario sea diverso, pues en los lugares en los que la eutanasia no se permite, se podrá tratar mejor o peor a los enfermos terminales, pero el paciente sabe que su médico y las enfermeras estarán siempre de su parte por muy mal que se pongan las cosas.
A todo lo anterior hay que sumar el desarrollo extraordinario de la medicina en los últimos decenios, que ha proporcionado al médico posibilidades paliativas de las que carecía hace sólo pocos años y que le permiten, para la mayoría de los casos, un control adecuado de los síntomas, comenzando por el dolor. No cabe duda que en la fase final de la vida siempre encontraremos enfermos con más o menos molestias, y que la medicina paliativa no es una panacea capaz de resolver todos los problemas y dificultades que aparecen en esos momentos, pero es también claro que la actuación profesional de los cuidados paliativos consigue crear las condiciones adecuadas para afrontar este penoso tránsito de un modo razonablemente sereno. Además, junto a todo el arsenal terapéutico para el tratamiento de los diferentes síntomas que puedan aparecer, el médico cuenta siempre con el recurso de la sedación paliativa. Ésta nada tiene que ver con la eutanasia, pues su finalidad no es anticipar la muerte, sino poner al paciente en un estado de inconsciencia que le evite el sufrimiento causado por algunos síntomas refractarios, que no es posible superar de otro modo. Aunque en ocasiones se pretenda presentar la sedación como un tipo de eutanasia camuflada, la literatura médica en los últimos años ha hecho un esfuerzo notable para aclarar esta confusión: la sedación es un medio terapéutico para el control de los síntomas, y no un modo de provocar la muerte del paciente.
Tras considerar brevemente la valoración moral de la eutanasia, y su consideración dentro del ámbito sanitario, es preciso plantear la pregunta sobre la posibilidad de permitir o no el ejercicio de la eutanasia en una sociedad pluralista. Aun habiendo dado un juicio moral negativo a la acción eutanasia no es superflua la cuestión, pues puede haber comportamientos que se consideran negativos, pero que no convenga perseguir y penalizar por parte del ordenamiento jurídico.
El abanico de posibilidades a nivel legislativo en relación a la eutanasia es amplísimo, y se mueve entre la condena de todo tipo de eutanasia, considerándola simplemente como cualquier otro homicidio, y la legalización, o incluso el reconocimiento de un derecho a la muerte.
El principal argumento a favor de la despenalización y de la legalización de la eutanasia se basa en la autodeterminación de los ciudadanos libres. En una sociedad moderna en la que existe diversidad de pareceres sobre cuestiones morales, las leyes no deberían impedir a los habitantes de un determinado país el decidir cuándo consideran que su vida carece ya de sentido y, por tanto, la posibilidad de elegir el momento de ponerle fin. No se trata de imponer nada a nadie, sino de permitir que cada uno pueda escoger según su conciencia; y por tanto, que aquellos que llegados a un estado precario de salud (o incluso por otras razones) quieran acabar con sus vidas, tengan el derecho de hacerlo.
Puesto así el argumento parece bastante razonable. Sin embargo, el admitir un “derecho a morir” en un determinado momento, y de un cierto modo, significa exigir al Estado, y a otros miembros de la comunidad, el “deber” de secundar esos deseos, pues cuando se habla de eutanasia o suicidio asistido, se está implicando junto al interesado a otras personas; en este caso, generalmente, del ámbito médico. Se da por tanto un salto lógico y jurídico de notable importancia. Si bien es cierto que —en el ámbito de la ética pública— el individuo tiene libertad para hacer lo que quiera con su vida, siempre que no vaya contra el bien común de la sociedad (lo que abre la cuestión de cómo valorar el suicidio con respecto a ese bien común), no tiene derecho a que otro ciudadano acabe con su propia vida, a que otro ciudadano cometa un homicidio, aunque sea a petición del interesado. Además, el hecho jurídico de admitir algunos casos de homicidio abriría una brecha en el principio de inviolabilidad del sujeto inocente, que tan fatigosamente se ha conseguido en las sociedades modernas.
Junto a la autodeterminación se suele mencionar la piedad como argumento a favor de la eutanasia. Pero también en este caso se trata de un razonamiento problemático. La piedad y la compasión llevan a cuidar, a consolar, alentar al que sufre (“cum-passio” padecer con el otro, según la etimología del término compasión), pero no puede justificar el acabar con la vida del que sufre. En no pocos escritos de bioética, se presentan situaciones en las que se explica que para el paciente sería mejor estar muerto (“better off death” es la expresión que se ha consolidado en la literatura inglesa). Sin embargo, desde un punto de vista filosófico, que es el que deberían adoptar los escritos de bioética, se trata de un argumento falaz, pues no es posible justificar tal afirmación: ¿quién puede asegurar a través de un razonamiento filosófico que la muerte es preferible a un cierto tipo de vida? Por otro lado, la “muerte dulce” no existe: toda muerte es traumática. Se puede adelantar, se puede intentar camuflar, pero no se puede eliminar su fuerte connotación antropológica.
El principal argumento en contra de la despenalización (o legalización) de la eutanasia es el criterio ya mencionado de la inviolabilidad de la vida humana. Una sociedad no debería permitir que sea posible que una categoría de personas pueda decidir sobre la vida o la muerte de otras, por muchas condiciones que se prevean para evitar abusos. Se podría decir que los médicos (y los pacientes) realizan todos los días decisiones de vida y de muerte, pero es muy distinto decidir cuándo dejar de luchar contra la enfermedad, a elegir una acción para acabar con la vida de otra persona, por muy enferma que esté.
Son también muchos los autores que utilizan el argumento de la “pendiente resbaladiza”, que sostiene que si se aprueba legalmente la eutanasia para algunos casos extremos, no se podrán evitar, en más o menos tiempo, otros casos que están fuera de los previstos por la ley. La experiencia de la ley holandesa, que vio una primera reglamentación en 1993, y fue finalmente aprobada en 2002 (Ley de verificación de la terminación de la vida a petición y suicidio asistido) es un buen ejemplo del argumento. La primera reglamentación preveía la aplicación de la eutanasia solamente a aquellos pacientes que la pidieran voluntariamente (de forma consistente y repetida), se encontraran en una situación terminal y sufrieran dolores que se considerasen insufribles. En pocos años se ha podido observar cómo las tres condiciones se han sobreseído: se pasó de petición repetida de pacientes competentes no deprimidos, a la aceptación de pacientes psíquicos, de otros que no podían manifestar su voluntad, o incluso de aquellos que la habían rechazado; y lo mismo sucedió con la condición terminal de la enfermedad y con los dolores insufribles. No se trata de dibujar panoramas apocalípticos, como se presentan en ocasiones, sobre todo para banalizar el argumento y quitarle fuerza. Se trata simplemente de asumir lo que ha supuesto abrir la puerta a la eutanasia en un ordenamiento jurídico concreto.
Otra razón en contra de la despenalización de la eutanasia es lo que podríamos denominar “argumento antisolidario”. Junto al enrarecimiento de la relación médico-paciente, la posibilidad social de la eutanasia carga al paciente crónico, no sólo terminal, con un peso que en ocasiones es demasiado grande. La posibilidad de pedir la eutanasia, y de dejar de ser una carga para la familia y para la comunidad en general, es origen de un sufrimiento para el paciente que la sociedad debería evitarle. Quizá se encuentren algunos pocos casos de personas que, aun recibiendo unos cuidados paliativos adecuados, sigan queriendo acabar con sus vidas. Pero si se permite la eutanasia a esas pocas personas, serán muchas otras las que quedarán desprotegidas, y las que tendrán que justificar por qué quieren seguir siendo un peso para los demás. El enfermo grave lo último que necesita es una carga de este tipo.
El momento de la muerte es un momento único y definitivo. La familia, el ámbito sanitario, la sociedad en general, debería facilitar que ese momento tenga lugar del modo más sereno posible, pero sin olvidar que se trata siempre de algo que escapa a su dominio, algo misterioso y fascinante.
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Pablo Requena Meana
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