Argumentos culturales que nos están conduciendo a los occidentales a un paisaje social más cercano al chino de lo que pueda parecer
La inhumana prohibición de tener más de un hijo por pareja ha sido sustituida en China por otra también inhumana: desde ahora podrán llegar a dos. La primera ha producido todo tipo de horrores económicos y sociales −estos siempre llevan a aquellos− y la segunda nada arreglará. La política del hijo único ha logrado ralentizar el crecimiento chino a costa de la dignidad de las personas y ha creado, además, una superpoblación nueva de hijos únicos, los llamados «pequeños emperadores»: niños consentidos y maleducados que hacen de sus familias lo que se les antoja.
Además de desequilibrar la pirámide poblacional, complicar el futuro de las pensiones y la atención de los ancianos, a más corto plazo aún, han dejado comprometido el mercado laboral y su capacidad de crecimiento. Y una consecuencia más que tampoco buscaban: han generado una alarmante desproporción entre la población femenina y la masculina, fruto de un genocidio silencioso de las niñas de cuyos espantos hemos recibido algunas noticias.
Sin contar la vida precaria de los millones de niños nacidos ilegales, los sufrimientos de sus padres o los de aquellos que han perdido al único hijo que les permitían y para quienes la nueva tolerancia llega tarde. Cuánta soledad y cuánta tristeza agrumadas bajo datos fríos. La nueva medida, poco menos injusta que la anterior, no revertirá los datos: ni llega a tiempo, ni los chinos, por idénticas razones que aquí, quieren tener más hijos.
Los occidentales hemos seguido ese camino sin que nadie nos forzara, libremente, empujados por argumentos culturales que, salvo en lo de las niñas, nos están conduciendo a un paisaje social más cercano al chino de lo que pueda parecer.